jueves, 27 de septiembre de 2012

…del amor. La máquina [erostres]

—Señorita Pérez, tal como habíamos acordado, aquí le entrego el último pago. Ha sido un placer contar con su colaboración. Sepa que ha hecho una aportación enorme a la ciencia. De hecho, nos hemos permitido añadir una cantidad extra como gratificación, por su entrega y talante.
Sonia recogió el abultado sobre, mirando a los ojos del hombre de unos cuarenta años que se lo entregaba. Había estado un mes viendo esas gafas de pasta negra desde todos los ángulos posibles. Lo había apodado «Osito», por la cantidad de vello que cubría todo su cuerpo. Lo abrió levemente y sonrió al ver su contenido. La propina era muy generosa, casi igualaba por sí misma al total pactado.
**********
Sonia estaba relajada. Hacía días que se había acostumbrado, ya era pura rutina. Estaba totalmente desnuda, atada a una estructura de acero inoxidable por la cintura; muñecas, tobillos y cuello. La estructura podía girar sobre sí misma, para colocarla boca abajo, o adoptar cualquier ángulo requerido. Nunca producía movimientos bruscos. Debía de haber amortiguadores, que hacían que los desplazamientos fueran extremadamente suaves. Tras los mareos de las primeras veces, ahora la máquina tan sólo le producía  una sensación de ingravidez, y era algo agradable.
«Osito» colocó los electrodos, y los esparció por gran parte de su cuerpo, como todos los días. Cuando acabó, los conectó a la caja plateada que estaba bajo su espalda, ésta emitía los datos a la mesa de control sin necesidad de cables.
—Hoy es tu último día, te vamos a echar de menos.
—Y yo a vosotros, le estaba pillando el gustillo a esto. ¿Qué va a ser hoy?
—Hoy vamos a repetir algunas pruebas de las que nos faltan datos; penetración vaginal ligera, y anal profunda con estimulación de clítoris, nada nuevo.
—Pensaba que nunca ibais a dejar de sorprenderme. ¿Ya no habrá más sesiones a oscuras, ni  hombres misteriosos?
—No habrá más sorpresas  —dijo «Osito» esbozando una sonrisa amistosa—. Sólo participaremos  Fran y yo, para contrastar los resultados con los datos que ya tenemos.
Sonia pensó en Fran, y se humedeció. Lo había visto al entrar, sentado en la cabina de control. Estaba tan guapo con su bata blanca… Estaba casi enamorada de ese joven. Alto, musculoso, y de piel suave, demasiado cuidada para un chico. Si no llevara un mes follándola por todos sus agujeros, podría pasar por gay. Aunque pensándolo bien… Quizás lo fuera, y sólo hiciera su trabajo de forma profesional. Fuese lo que fuese, no había disfrutado nunca tanto del sexo como con ese joven. Humm, ese pene fino y curvado, tenía una enorme facilidad para producirle orgasmos. Fran le hizo un gesto con el pulgar de que todo estaba bien. «Osito» pasó a comprobar los movimientos de la máquina del amor, como les gustaba llamarla. La máquina se movía de forma perfecta, era una obra maestra de ingeniería. Se podía subir, bajar, y girar con un mínimo esfuerzo. Cuando el empuje cesaba, se quedaba inmóvil en la posición adquirida. Las extremidades se podían doblar como si fueran alambres, haciendo que el cuerpo de Sonia adquiriera cualquier postura.
«Osito» levantó sus piernas para formar una «L» con el cuerpo, y después las separó para formar una «V». Se desabrochó la bata y se quitó los pantalones para dejarlos perfectamente doblados sobre una mesita. Se acercó a Sonia, y puso las palmas de las manos sobre sus muslos.
— ¿Tengo las manos frías? —preguntó.
—No, están perfectas, no te preocupes.
—Empezamos… —dijo mientras adaptaba la altura de la máquina para que el coño de Sonia quedara alineado con su grueso glande.
«Osito» deslizó la punta del miembro sobre los labios vaginales, para comprobar la lubricación. Estuvo así un rato, deslizándolo arriba y abajo, hasta notar que la humedad era la adecuada. Apoyó el pene en la entrada y atrajo hacia sí a Sonia, muy lentamente, con cuidado.  Era fantástico penetrar a esa mujer mientras acariciaba sus muslos y sus nalgas. Cerró los ojos y empezó a entrar y a salir. Olía tan bien… Hizo una pausa sin salir de ella, para poner una generosa cantidad de lubricante en su dedo índice. Buscó y encontró el prieto ano. El dedo se deslizó dentro sin encontrar resistencia. Los dedos dilataban el culo mientras el pene no paraba. Cuando el culo estuvo a punto, volteó la máquina para ponerla boca abajo.
A Sonia no le gustaba que «Osito» la penetrara por detrás. La polla era demasiado gruesa,  y le producía dolor.
—Ay… —gimió al sentirla dentro.
—Perdona… será poco rato, ya sé que no te gusta —dijo mientras se detenía.
—No te preocupes, ya estoy casi acostumbrada, no pares, que es peor.
—Sigo con cuidado  —dijo «Osito» mientras comenzaba a acariciarle el clítoris.
Sonia comenzó enseguida a gemir, el leve dolor del ano se juntaba con el enorme placer que le producían las caricias de la mano. La unión de estas dos sensaciones, esa mezcla antagónica, conseguía excitarla como el solo placer no podía. El dolor era la pimienta que su cuerpo necesitaba para tener unos orgasmos apoteósicos y duraderos. Ya sentía como llegaba, como su cuerpo se estremecía de placer, como alcanzaba el clímax. Y llegó como una explosión. Como un grito en el silencio. Inundando de placer cada terminación  nerviosa de su cuerpo. Las descargas se sucedían como las ondas de  una piedra lanzada en un estanque. No era consciente de que «Osito» estaba follándola con todas sus ganas, que sus testículos golpeaban violentamente  sus nalgas. «Osito» se corrió, y descargó su esperma tibio en ella. Se pegó con fuerza a su piel, para disfrutar de las últimas ondas de placer que recorrían el cuerpo de Sonia.
**********
—Buenos días, Sonia. Hoy intentaremos averiguar como afecta al sexo el sentido de la visión. Para ello, te vendaremos los ojos. No sabrás en ningún momento lo que está pasando. Pero no te preocupes por nada, Fran y yo estaremos a tu lado en todo momento.
A Sonia no le hizo ninguna gracia la idea, pero ya confiaba en esos dos hombres, y no era el momento de empezar a poner objeciones. Serían sólo cuatro horas.
—¿He de preocuparme por algo? —preguntó.
—Por nada, será más o menos como los otros días, la única diferencia es que no verás nada.
Cuando Sonia terminó de desnudarse, y quedó tendida sobre la máquina, Fran le puso  un antifaz opaco. Al acabar, no pudo evitar pensar que le confería un aire de misterio. Se veía aún más hermosa. Parecía una heroína de cómic, secuestrada por el científico loco de turno.
Estaba relajada, cuando sintió que un dedo se deslizaba desde su vientre hacia los senos. Se estremeció. Siguió rozándola, haciendo eses hasta llegar al clítoris, donde se entretuvo unos instantes, hasta entrar en su vagina. Otra mano comenzó a jugar con sus pezones. Era una mano áspera, ruda. Pero a Sonia no le desagradó, todo lo contrario, ya estaba lubricando, estaba empapada. Sabía que esas manos no la habían tocado nunca. Eso era algo que aumentaba su excitación. Las caricias cesaron.
Fran observaba la escena preocupado. No quería que nada saliera mal, ni que la chica fuera lastimada. El hombre pequeño que tenía delante se desnudó. Algunos lo llamarían enano, pero Fran encontraba esa palabra despectiva. Era calvo y tenía una nariz enorme. Si Sonia lo viera, seguro que saldría corriendo del espanto. Se desnudó y dejó la ropa a un lado, el pene brincó vivaz al retirar el slip. Continuó con sus caricias donde lo había dejado. Pero ahora se encontró un coño ya encharcado, donde sus dedos chapotearon. Elevó las piernas de Sonia y las abrió, para arrodillarse frente a esa vulva hinchada. Hundió su cabeza en ella y absorbió los jugos. Comenzó a dar lametones sobre el clítoris. Sus manos se aferraron a los muslos, mientras acariciaba, lamía, y chupaba. Sonia no tardó en rendirse ante ese ataque combinado. Y lo hizo escandalosamente. El primero siempre era el más intenso.
**********
Sonia entró en la sala. Era grande, limpia, y casi toda blanca. En una de las paredes había un enorme cristal tras el que se veían pantallas, ordenadores. El resto de la sala estaba vacío, a excepción de un extraño objeto metálico. Parecía una araña suspendida del techo. Por la cabeza de Sonia pasaron escenas de películas de serie B donde tentáculos de desagradables seres invadían sus partes íntimas,  y se estremeció. Fran notó el   encogimiento e intentó que se relajara.
—Tranquila, ese objeto no te hará nada, es tan solo una cama muy sofisticada. No dejes que te intimide.
—Parece un insecto, es como si tuviera vida.
—Es una cama totalmente ergonómica, tu cuerpo descansará sobre ella como no lo ha hecho nunca.
—No creo que pudiera dormir sobre esa cosa.
—No —respondió Fran con una sonrisa—, no está pensada para eso. Su función es hacer más cómodo el acceso a las zonas erógenas del cuerpo, facilitando la excitación sexual y las penetraciones. A la vez que libera de molestas presiones algunos puntos clave, y presiona otros. Pero… Y esto que quede entre nosotros, alguna que otra siesta he echado sobre ella, y es comodísima. Si pudiera, tendría una en casa.
En aquella mesa de allí —dijo Fran señalando una de las paredes—, se recogen todos los datos de los sensores, se envían de forma inalámbrica, sin cables… Pero tú no tienes que preocuparte de esos detalles técnicos. Sólo has de dejarte llevar.
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La entrada era sobria y elegante, aunque daba la sensación de que se habían quedado sin presupuesto para el mantenimiento. Una capa de pintura no le hubiera venido nada mal a la fachada. Pero se veía limpia. Llamó al timbre con nerviosismo. La única respuesta que obtuvo fue un zumbido. Empujó la puerta y respiró hondo. Necesitaba ese trabajo, ojalá todo fuera bien. El ambiente era hospitalario, parecía la recepción de una clínica. Un chico rubio sentado tras una mesa, la obsequió con una sonrisa que le dio ánimos.
—Soy Sonia Pérez, tengo una entrevista con el señor Ramos  —dijo nerviosa.
—La estábamos esperando —dijo el chico mientras se levantaba—, permita que la acompañe, sígame.
Sonia fue conducida hasta un despacho. En él se encontraba un hombre de bata blanca sentado tras un funcional escritorio. Todo era muy aséptico. Le llamó la atención las gruesas gafas. Hacía tiempo que casi nadie las llevaba.
—Siéntese señorita Pérez. Como puede imaginar, ha sido seleccionada porque su currículum nos ha gustado. Creemos sinceramente, que es la candidata perfecta para este estudio. Antes de contarle nada más, necesito que firme este contrato de confidencialidad —El contrato quedó frente a ella en la mesa—. Tómese su tiempo para leerlo, por favor.
—¿Contrato de confidencialidad? —exclamó Sonia sorprendida.
—Es una simple formalidad. No queremos que nuestros procedimientos y conocimientos acaben en malas manos. En el mundo de la investigación, es algo habitual. ¿Le supone algún problema?
—No… Ninguno, es que no me lo esperaba —respondió mientras recogía el documento y lo hojeaba.
Terminó de leerlo de forma superficial, y al no encontrar nada raro preguntó:
—¿Dónde firmo?
—Firme al pié de todas las hojas, por favor —dijo el hombre mientras alargaba el brazo para ofrecerle un bolígrafo.
El contrato ya firmado, desapareció en uno de los cajones de la mesa,  y el hombre esbozo una sonrisa amistosa.
—Ahora ya puedo explicarle en qué consiste el estudio científico, o trabajo para usted, llámelo como quiera. Queremos hacer un estudio sobre la fisiología de la mujer, como no se ha hecho nunca. Sobre todo, en el terreno sexual. La ciencia tiene lagunas enormes en ese campo. El pudor y la mojigatería, han impedido que se aborde de la forma adecuada. Queremos que eso cambie. Este estudio pretende recoger datos reales de mujeres normales. Queremos saberlo todo sobre el orgasmo femenino. Su trabajo consistiría en ser monitorizada mientras los procesos suceden.
—¿Quiere decir que me estudiarán mientras me masturbo? —preguntó Sonia sorprendida.
—No exactamente, eso sería muy superficial. Nosotros produciremos los orgasmos de diferentes maneras. Usaremos los procedimientos habituales; sexo oral, penetración, caricias, algo de dolor suave… Y registraremos todo lo que sucede. Es algo que no se ha hecho antes.
Tras asimilar el enorme caudal de información recibida, Sonia se quedó anonadada ante lo que le estaban proponiendo.
—¿Quieren follarme y meterme cosas para ver como reacciono? —Preguntó indignada—. ¿Es eso lo que quieren hacer?
—Bueno… Yo no lo hubiera expresado de esa manera, pero se podría decir que sí, que es eso.
—¡Están locos! —exclamó mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Con el picaporte ya en la mano, se giró enfadada—. ¿Y por qué piden gente con estudios? No hacen falta para eso. Siento que me han tomado el pelo. Que se han divertido conmigo. Que necesite un trabajo, no les da derecho a reírse de mí.
—Todo lo contrario, señorita Pérez —dijo Ramos intentando apaciguarla—. Esos estudios son importantes. Porque necesitamos a alguien con un nivel cultural medio. Y para evitar que nos lleguen prostitutas ávidas de dinero fácil. No me ha dado tiempo a decirle la remuneración de este estudio. Le aseguro que cubre con creces todas las molestias que pueda ocasionar. Siéntese, por favor, deje que le explique las condiciones.
Sonia aún estaba con el picaporte en la mano, roja de ira. La habían hecho perder una mañana. Dinero… Como si fuera ese el problema. Bueno… Si lo era. Ya no podía aguantar más sin un trabajo, pero eso no lo era… Sin saber por qué, se volvió a sentar. El día ya estaba perdido. Parte de ella, quería saber que ofrecían a cambio. Sentía mucha curiosidad.
—Mire señorita Pérez. El estudio durará un mes, y serán cuatro horas diarias todos los días; sábados, domingos, y festivos incluidos. El horario irá cambiando, necesitamos saber la respuesta del cuerpo a diferentes horas, pero intentaremos adaptarnos a sus necesidades. En cuanto a los honorarios… —Garabateó un número en una hoja en blanco, y la giró para que Sonia la viera—. Eso será lo que cobre al finalizar la primera semana, la segunda será el doble, la tercera el doble de la segunda, y la cuarta el doble de la tercera. ¿Necesita una calculadora?
Sonia se quedó blanca, eran cantidades enormes. Nadie ganaba eso. Y menos con un trabajo honrado. Con su profesión,  no ganaría ese dinero ni en un año...
—No sé, señor Ramos, estoy muy confusa. No me esperaba esto.
—No ha de darme una respuesta ahora, tómese su tiempo. Pero no le puedo reservar el puesto, seguiré entrevistando candidatas. Usted ha sido la primera, porque nos parecía la más idónea. Y lo sigo pensando tras haberla conocido y observar sus reacciones. No buscamos una ninfómana, ni una profesional, queremos mujeres normales.
—¿Y si no fuera capaz de hacerlo? —preguntó con miedo.
—No la vamos a obligar a hacer nada que no quiera. Pero si se marcha, sólo cobrará las semanas cumplidas.
—¿Esto será confidencial?
—Por supuesto, sólo lo sabremos nosotros y los voluntarios, que también deberán de firmar un contrato de confidencialidad. Su nombre no figurará en ningún sitio.
—¿Voluntarios? —preguntó sorprendida.
—Sí, ya le he contado que exploraremos su sexualidad profundamente. Necesitaremos hombres diversos para ello. Es un estudio muy ambicioso. Ya los tenemos seleccionados, son todos hombres sanos y libres de enfermedades. Usted también deberá de pasar un examen médico. Estará todo controlado.
Una parte de Sonia le decía que saliera corriendo, pero otra no dejaba de mirar el número garabateado en la hoja para multiplicarlo por dos. Al final se decidió.
—Acepto, espero no arrepentirme —dijo tímidamente y sin ninguna convicción.
—No lo hará, cuidaremos de usted —aseguró el hombre, intentando no reflejar el alivio que sentía. Habían hecho falta más de veinte entrevistas para conseguir un sí.
—¿Cuándo empezaría? —preguntó nerviosa.
—Nos pondremos en contacto con usted, calculo que para mediados del mes que viene.
**********
El agua caliente resbalaba sobre  Sonia llevándose los restos de jabón de su cuerpo. Antes de salir de la ducha, dejó sólo el agua fría, y aguantó unos minutos más hasta que no pudo soportarlo. Le gustaba acabar así, sintiendo los pinchazos del agua helada. Dependiendo de la temperatura ambiente, aguantaba más o menos tiempo. Sentía que su piel se endurecía y tonificaba, que se volvía más elástica. Tras enfundarse en un albornoz, se secó el pelo con una toalla, que dejó enrollada sobre su cabeza mientras abría de par en par las puertas de su armario. Hoy era un día importante, tenía la posibilidad de conseguir un empleo, y la presencia física podía ser decisiva. Tenía todo el tiempo del mundo para conseguir la combinación de ropa que le diera algunos puntos extra en un proceso de selección. Sonia tenía la suerte de que casi todo le quedaba bien. Pero ese no era el problema, la duda era saber qué imagen quería dar.
Al final acabó eligiendo una blusa azul marino, y un pantalón de color blanco. Era algo serio, pero no quería parecer una cabeza loca. Decidió ponerse unos zapatos de ligero tacón, y se anudó el pelo negro en una discreta coleta, se gustó. Parecía una persona responsable y seria, pero no aburrida.
Recibió una llamada perdida, y supo que era su amigo Pedro, que venía para llevarla en coche a la entrevista. Él también estaba en paro, y se había ofrecido  a llevarla. Al salir del ascensor al vestíbulo, se encontró con el portero de la finca. Como siempre, se sintió violada por el baboseo de ese hombre. Recibió un repaso descarado de arriba abajo, la desnudó con la mirada. Cuando acabó, se mordió el labio con lascivia. Sonia odiaba a ese enano calvo, pero nada podía hacer. Hacía bien su trabajo, y los vecinos estaban contentos con él. Al parecer, sólo era ella su oscuro objeto de deseo. A las demás vecinas las trataba con respeto.
—Buenos días. —Saludó el portero, salivando al pasar ella frente a él.
—Buenos días –contestó de forma automática, aunque en realidad le hubiera gustado decir: «Que te jodan, pervertido de mierda». Quizás algún día lo hiciera…
No tardaron en llegar a su destino, un edificio situado fuera del campus universitario.
—No me esperes, no sé cuanto puedo tardar, muchas gracias por acercarme —dijo Sonia.
—No me importa esperar, no tengo nada mejor que hacer —protestó Pedro.
—Sí sé que me estás esperando, me pondré nerviosa. Márchate por favor. Volveré en autobús —dijo Sonia en un tono que no admitía discusión, bajándose del coche.
**********
—Mira, éste es el anuncio que hemos publicado  —dijo Fran tirando el periódico sobre  la barra del bar, frente al taburete donde estaba sentado Juan.
—¡Que rápido! Pensaba que tardarían más —respondió mientras se acomodaba las gruesas gafas para leerlo. Al acabar, miró a Fran sorprendido y preguntó—: ¿Y para qué quieres que sea licenciada en químicas?
—Siempre me ha hecho ilusión tirarme a una química, esta es mi oportunidad.
—No estás bien de la cabeza. Acabaremos en la cárcel. No sé cómo he dejado que me metieras en esta locura.
—Tranquilo, tú confía en mí, todo saldrá bien —dijo Fran en tono calmado mientras apoyaba una mano sobre el hombro de su amigo—. Preocúpate únicamente de que esa máquina tuya funcione sin problemas. Aunque en las entrevistas nos turnaremos, creo que tú inspiras más confianza.
**********
El pequeño bar estaba escasamente iluminado. Tenía un aspecto decadente, de garito clandestino, a lo que contribuía en gran parte el que hubiera que bajar unas escaleras para acceder a él. Un hombre que rondaría los cuarenta años, apoyaba los codos en la barra. Sus manos abrazaban un vaso de trago largo, mientras sus ojos vidriosos permanecían fijos en él, como si esperara una respuesta  del líquido alcohólico. Otro hombre más joven, que acababa de acceder al bar, reconoció el perfil de esas gafas características, y fue a saludar a su amigo palmeándole la espalda. Juan se giró sobresaltado al notar el contacto.
—¡Fran! —exclamó sin demasiado entusiasmo al reconocerlo—, cuánto tiempo sin verte.
—Tienes un aspecto horrible, parece que te hayan echado de casa.
Juan miró durante unos segundos al joven, dudando si contarle la verdadera situación por la que atravesaba. Había sido alumno suyo cuando daba clases, y habían compartido algunas confidencias. Tenían una buena amistad. Decidió que ya era hora de soltarlo, de compartir con alguien la frustración que sentía. Fran era tan bueno como cualquier otro para escuchar sus penas.
—Estoy arruinado, hace dos meses me echaron del piso de alquiler que tenía, no podía pagarlo. Dentro de poco me echarán también de un edificio que me dejan usar como favor personal. Me quedaré en la calle. Debo dinero a todo el mundo. No puedo ni pagar la copa que me estoy tomando.
—Esperaba algo como: «Pues voy tirando», no ese desfile de desgracias. Esa copa, y todas las que te puedas tomar hoy, las pago yo. ¿Qué pasó?
—Los problemas empezaron cuando perdí mi plaza de profesor por los puñeteros recortes. Empezaron a hacer revisiones, y yo no tenía derecho a ella. No la había obtenido por oposición, me dijeron los muy cabrones. Pensé que con mi trayectoria y experiencia no me costaría encontrar otro trabajo, pero no fue así.
—Siempre has sido un hombre sensato, seguro que tendrías unos ahorros para poder hacer frente a una situación de ese tipo.
—Los tenía, pero estaba a punto de acabar el proyecto de mi vida, y seguí invirtiendo dinero en él. Pensaba que si lo acababa, recuperaría lo ya gastado. Todo cuanto tenía lo invertí en construir un prototipo, que ha resultado imposible de vender. No sé cómo sacarle el más mínimo beneficio, no le interesa a nadie.
—¿Qué es lo que se ha tragado todo tu dinero? —preguntó Fran con sincero interés.
—Lo llamo “la máquina del amor” —dijo tras dudar unos instantes—. Es una cama muy avanzada. Está diseñada para que hacer el amor en ella sea una experiencia única. Pensaba que sería fácil de vender, pero me equivoqué.
La siguiente media hora, Fran estuvo escuchando las excelencias del invento. Juan se emocionaba hablando de ello, era todo empuje y vitalidad. Una idea se iba formando en su cabeza mientras escuchaba.
—Pero… ¿La máquina está acabada? Es decir… ¿Funciona correctamente?
—Sí, quedan algunos detalles que habrá que mejorar para fabricarla en serie. Algunas piezas son demasiado caras, pero el prototipo es totalmente funcional.
—¿Y dónde se encuentra la máquina?
—Está en unos de los edificios anexos al campus universitario. Creo que  me dejarán ocuparlo hasta final de año, después me echarán. El edificio no tenía uso. Ahora estoy durmiendo allí.
—¿Se podría usar  como oficina para hacer entrevistas?
—Sí, supongo que sí, hay mobiliario, viejos ordenadores, y tiene teléfono.
—¿Y la máquina ya está montada allí?
—Sí, ya te lo he dicho antes.
—¡Camarero! Dos más de lo mismo, por favor —gritó excitado Fran.
—¿Qué te pasa? —preguntó Juan—, parece que hayas descubierto oro.
—Tenemos algo mejor que el oro. Déjame pensar un momento.
Juan miraba  sorprendido como su amigo hacía cálculos mentales, hasta  pidió una hoja y un bolígrafo al camarero, la llenó de garabatos y números. Acabó con un apoteósico:
— ¡Sí!
—No entiendo lo que haces… —balbuceó Juan.
—Escucha bien, te voy a contar como vamos a hacernos ricos con tu máquina. Préstame atención y no me interrumpas. Vamos a contratar a una mujer sexy y guapa. Vamos a hacer un estudio sobre sexo. Vamos a follar todo lo que no hemos podido en años. Y vamos a ganar mucho dinero.
—No tenemos preparación sobre ese tema, no estamos cualificados —protestó Juan.
—Con que seas capaz de vestir una bata blanca, y ponerte delante de un ordenador apagado, será suficiente. El estudio sólo existirá en la cabeza de la mujer que contratemos.
—Pero eso nos costará dinero, habrá que pagarla. Lo que queremos es todo lo contrario,  necesitamos ganarlo.
—Lo tengo todo pensado. Para empezar, sólo necesitamos poner un anuncio. Ya tenemos la oficina y toda la estructura. Después, cobraremos a la gente por follar en tu máquina del amor, y cobraremos mucho. Una  parte será para la chica contratada.
—¿De dónde vas a sacar a esa gente?
—Conozco ese mundo. ¿Cómo crees que me pagué la universidad? Te aseguro que no fue repartiendo pizzas. Sí, Juan, no me mires con esa cara. Y ahora estaba a punto de volver a él, ante la imposibilidad de conseguir un trabajo decente. Encontrarte hoy aquí ha sido mi salvación.
—No me parece ético lo que planteas. Aunque llegara a funcionar, no estaría bien.
—Lo que no estaría bien es morirse de hambre. No haremos daño a nadie, y a la chica la pagaremos muy bien.  Si acepta un trabajo así, es porque estará tan necesitada como nosotros. Todos saldremos ganando. Lo menos ético de todo, es que buscaré entre sus conocidos, a aquellos que estén dispuestos a pagar grandes cantidades de dinero por follársela. El morbo es algo muy caro. Tantearé a vecinos, profesores, ex-novios, porteros…  También a su peluquera,  sus ex-jefas, sus profesoras… A todo su entorno.
—Eso último es demasiado, la idea en sí ya es enloquecedora, pero eso ya es excesivo. ¿Quieres que se la folle gente a la que posiblemente ella odie?  No es justo.
—¿Quién dijo que la vida fuera justa?
Juan iba a protestar, pero no hacía ni dos horas que había cruzado por un paso elevado para venir al bar. Se había detenido sobre él. Había pensando en la posibilidad de saltar sobre las luces que se movían, acabar con todo de una vez. Si se hubiera atrevido, quizás lo hubiera hecho. Pero le había faltado valor. La idea de Fran, no era peor que la de acabar desparramado sobre el asfalto. Tras un momento de reflexión, contestó a la pregunta:
—Tienes razón, la vida no es justa.



Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de erostres: http://preview.tinyurl.com/erostres

lunes, 24 de septiembre de 2012

Los viajeros temporales [Estela Plateada]

Los dos hombres estaban sentados en la habitación y uno de ellos habría de morir, aunque ninguno de ellos tenía aún conocimiento de ello.

—¿Y bien? —preguntó Frederick Pole al hombre situado enfrente suyo. El señor Pole aún sostenía un pequeño papel entre sus dedos. Un papel doblado en cuatro partes, en cuyo interior estaba la razón por la que había vuelto a casa de Alexander Piece. Como el señor Pole no viera ningún gesto en el otro hombre que delatara una respuesta, se levantó de la butaca donde se encontraba y se acercó a él. El señor Piece alzó la mirada y vio acercarse al señor Pole sin mostrar ningún gesto en su rostro que denotara algún sentimiento. El señor Pole tendría unos treinta y cinco años, calculó el señor Piece. Alto, moreno, de estatura media para el siglo veintidós, tenía un rostro en el que destacaban unas amplias ojeras, de un color a medias entre el gris y el morado. El elegante atuendo que llevaba contrastaba con sus zapatos, muy sucios. Demasiado sucios, sentenció el señor Piece en un pensamiento.

—¿Y bien? —preguntó el señor Pole. Estaba ahora junto al otro hombre, sosteniendo delante de sus ojos la nota desplegada. El señor Piece cogió la nota, leyó el contenido y luego miró al rostro del otro hombre. Entre el cúmulo de pensamientos de Alexander Piece, uno de ellos era el que más le atormentaba: “¿Es éste el compañero que habrá de viajar conmigo atrás en el tiempo?”. Se levantó y se alejó varios metros del señor Pole. De espaldas a él (quizás a espaldas de todo), pidió de nuevo otra vez una narración, tan trágica como incomprensible:

—Dígame, señor Pole, otra vez sus motivos para viajar atrás en el tiempo. El señor Pole suspiró y miró su cochambroso reloj de pulsera. Un Casio de fabricación ovalada y letras de moldura le miró a través del cristal holográfico. Se dijo para calmarse que no importaba la hora que fuese. No cuando podía volver atrás en el tiempo. Solo restaba convencer al que había creído que sería un científico loco, con una maraña de pelos blancos, saliendo de un cráneo casi pelado en todas direcciones. No había errado demasiado: en efecto, el señor Piece tenía el pelo blanco, pero solo en algunas mechas del cabello, igual que un caballo pinto; el resto del cabello era negro. Y detrás de aquellos anteojos de cristal azulado (¿la moda de llevar anteojos no se había pasado hacía décadas?) una mirada glacial, a juego con el color del vidrio que había delante de ella. Unos ojos que le miraban sin mostrar ninguna emoción, aunque el científico se hubiese levantado y dirigiese esos ojos hacia el abarrotado paisaje urbano a través de la ventana.

—Me llamo Frederick Pole —dijo, dejándose caer sobre la butaca frente a la que antes acogiera al señor Piece—. Puede llamarme Freddy o Fred, ya me da igual perder algo de compostura —. Y se arrellanó en la butaca acomodando la espalda al respaldo y dejando caer los brazos por los laterales del mueble—. Mire, resumiendo…

—No resuma, por favor —solicitó el señor Piece, cortándole—.Es muy importante: como si acabase de llegar e intentase convencerme de viajar con usted. El señor Pole tuvo que leer de nuevo para sí el contenido de la nota que aún llevaba en la mano para, luego, afirmar con la cabeza y volver a contar todo desde el principio. Cuando se giró hacia el señor Piece, vio que ya no contemplaba la ciudad. Se había dado la vuelta y le miraba, con el ventanal por donde transcurría la vida urbana del siglo veintidós detrás de él. Como si fuese el decorado de un cuadro. Un decorado de gris acero, autopropulsores aéreos, nubes carboníferas y sol diminuto. Cerró los ojos y contó de nuevo su historia.

 «Uno, tres, ocho, quince, veintisiete, cuarenta y seis. Y el ocho, también. Ése fue el número, todo sobrevino por cambiar el número. Yo… bueno, nosotros jugábamos a la lotería, ¿sabe? Mi amigo Micey y yo. Éramos amigos desde pequeños. Los dos crecimos soñando con riquezas y mujeres guapas, nacimos al otro lado del muro, ya sabe. Cuando crecimos, nos dimos cuenta que las mujeres guapas solo van tras el dinero, igual que nosotros. Pero el muro marca la vida, usted sabe, y con nuestros trabajos de gente tras el muro jamás podríamos aspirar a tener un capital decente. Por eso decidimos hace algunos años jugar todas las semanas a la lotería. Los números que le he nombrado antes son… eran nuestros números, excepto el siete. El siete es un número maldito, ¿sabe? Muchos dicen que da buena suerte. Yo puedo asegurar lo contrario.

«Antes de ayer fue el sorteo de esta semana. Hoy estamos a domingo, así que fue el viernes. Pues el jueves, justo antes de entregar el boleto en la sucursal virtual de mi comunicador personal, decidí cambiar el ocho por el siete. El siete no, el ocho, elegí el ocho, maldito ocho. No sé por qué lo hice, es algo que aun no entiendo. Pero el caso es que, al día siguiente, salieron nuestros números. Pero el siete era uno de ellos, ¿sabe? No el ocho. El siete. No creo que usted juegue a la lotería, señor Piece, parece rico, no sabrá las reglas. Y vive en la zona noble, seguro que es usted rico. Pero sólo hace falta saber una regla: si no aciertas todos los números, no hay premio. Así de fácil.

«Dos minutos más tarde Micey me llamó al comunicador. Estaba exultante. Reía como un loco. Casi no le entendía cuando hablaba. Supongo que notaría que yo no estaba tan eufórico como él. Le conté lo del siete y el ocho. Siguió riendo, pero su risa era distinta. Al fondo oí a su mujer, que le preguntaba qué pasaba. Micey calló y ella se acercó a su comunicador a la carrera y me gritó qué había hecho. Usó varios insultos que jamás se deberían decir; usted parece todo un caballero, señor Piece, igual que yo, así que no se los mencionaré.

No, pensó el señor Piece, usted no es un caballero.

«Antes de cortar la comunicación, mi amigo Micey me juró que me mataría. Eso fue ayer. Me llamó más tarde y me repitió que esa noche, o sea, ayer, moriría. Detrás se oía a su mujer, que le decía que lo olvidase, que solo era dinero. Mi amigo Micey cortó la comunicación. Cuando volví del trabajo, me estaba esperando en casa, en la cocina. Había forzado la entrada de mi cubículo y me apuntaba con un láser de potencia AA, los de luz verdosa.

 «Le expliqué que aún no sabía por qué cambié el siete por el ocho. Gritó mucho. También lloró mucho, todos lloramos mucho. Aproveché un descuido y le arrebaté el arma. Rodamos por el suelo, me rompió varios dientes y yo unas cuantas costillas. Un zumbido resonó. Luego sobrevino un olor a carne descompuesta. Cuando el láser le pulverizó los órganos internos no lo podía creer. Toda una pared de mi cocina tenía adheridos pedazos de su abdomen. Los ojos de mi amigo miraban al techo. Me pareció que sonreía, quizás pensó que el disparo me había alcanzado a mí. Cuando llamó su mujer a su comunicador dejé que sonase sin iniciar la comunicación. Luego oí el mío. Tenía una petición de holo-comunicación y yo estaba cubierto de sangre y trozos de víscera. Rechacé la comunicación.

«Ayer por la noche leí su anuncio en la sección de clasificados del diario virtual. Creo (corríjame si me equivoco) que decía: “Busco compañero para viaje atrás en el tiempo. Se traerán armas propias. No se garantiza la seguridad. Solo lo he hecho una vez”. Contacté con usted y cuando llegué a su residencia, muchos otros estaban esperando antes de mí. Cuando entré la sala contigua, me hizo desnudarme e hice la prueba… Se rio de mí, de todos nosotros. Los del muro somos cándidos, confiados, y ustedes, los nobles, unos desalmados. Hasta que vine hoy. Bueno, el resto ya lo sabe.

—¿Y esa nota, señor Pole? —preguntó el señor Piece.

Frederick la desdobló y volvió a leer su contenido. Al subir la vista, el señor Piece se había vuelvo a sentar frente a él. Había cruzado las piernas y también los brazos. Y mantenía aquella misma mirada fría tras esos anteojos fríos. El señor Pole retomó su relato:

«Cuando volví a mi cubículo ayer, tras la prueba en esta casa, estaba destrozado, ¿sabe? Me hizo cosas que ni a una mujer le consentiría. Pero yo estaba desesperado. Y cuando entré el cubículo, el panorama no fue mejor. La mujer de Micey me estaba esperando en la cocina, junto a los restos de su marido. Se había disparado en la cabeza y la mitad de su cara estaba ahora adherida a la otra pared de la cocina. No era una de esas mujeres guapas, ¿sabe? Pero era una buena mujer. La conocía de toda la vida. Estaba embarazada. Me senté en una silla, junto a ellos y, antes de dispararme, encontré esta nota en mi chaleco. En ella, como ve, está escrito el número siete. No es mi letra, yo no la escribí. Y sé que yo no dejé esa nota en mi chaleco. Obviamente, alguien me ha querido prevenir sobre este número. Y puesto que yo no he sido, alguien me ha introducido esta nota en mi chaleco, no sé cuándo. Usted me mintió: el viaje atrás en el tiempo es posible. Y por eso he vuelto.

—¿Usted lo cree así? —preguntó el señor Piece. Y su puño derecho, oculto bajo el brazo, se contrajo aún más.

—Así lo creo, Alexander Piece. El viaje atrás en el tiempo es posible, y usted y yo vamos a viajar a él para poder avisar a mi yo del pasado para que no cambie el ocho por el siete, ¿sabe?

—Usted no podrá disfrutar del dinero, Frederick Pole. Lo haría su yo del pasado —indicó el señor Piece. Frederick bajó la vista hacia el papel y luego dirigió su mirada hacia la ventana por donde se podía contemplar el sucio horizonte urbano.

—No le entiendo —dijo. —Contemple el transcurrir del tiempo como una línea recta, trazada de izquierda a derecha, Frederick. Si volvemos hacia atrás, hacia el pasado, imagine que traza una curva desde un punto de esa línea hacia atrás, hacia la izquierda, hasta el punto del pasado donde quiera llegar. En el pasado coexistirán dos Frederick. Y cuando el Frederick del futuro llegue al punto donde se inició el viaje, de donde surgió esa nueva línea, usted dejará de existir. Quedará el otro Frederick, alguien totalmente distinto a usted.

El señor Pole cruzó su mirada con la del señor Piece, alarmado.

—¿Y lo que yo haga en el pasado tendrá alguna repercusión en la línea recta? ¿Podré cambiar el pasado?

El señor Piece miró sin parpadear al señor Pole y, tras unos segundos, afirmó con la cabeza.

—Lo hará, Frederick. El resultado de sus acciones constituirá una nueva línea recta, distinta de la actual, en tanto en cuanto los cambios que haya hecho sean motivo suficiente para la creación de una nueva línea.

 El señor Pole se levantó y caminó hacia la ventana. Miró la nota y luego a los edificios que recortaban el cielo gris, encapotado. Se metió la nota en el bolsillo del chaleco y juntó sus dos manos a la espalda.

—¿Cuántos, de los que respondimos ayer a su anuncio, han vuelto con una prueba del viaje en el tiempo, señor Piece?

—Solo usted.

—Luego usted y yo viajaremos atrás en el tiempo; el papel que le he enseñado lo demuestra.

—Así es.

—Y ahora, paralela a esta línea del tiempo, otra línea temporal puede estar transcurriendo. Una en la que Micey y yo somos ricos. En la que él y su mujer siguen vivos.

—Y también mi mujer —añadió el señor Piece. El señor Pole se giró y le miró.

—¿Su mujer, señor Piece? ¿Es ése el motivo por el que usted quiere viajar atrás en el tiempo?

Ambos hombres permanecieron en silencio. Al poco rato las gotas de lluvia negra apedrearon el cristal de la ventana del salón. El señor Pole se sobresaltó al escuchar los primeros golpeteos de las gotas; en su cubículo no tenía ventanas, la lluvia solo ensuciaba las residencias de los ricos, como ésta, pensó el señor Pole. Los demás solo sabemos que llueve cuando ascendemos a la superficie.

—Mi mujer fue asesinada en esta misma residencia hace tres días, señor Pole, por un asaltante. No me interesa atrapar al asesino. Solo quiero que mi mujer viva. Y aunque ello implique que jamás pueda disfrutar de su existencia en esta línea temporal porque lo hará otro yo, si tengo la certeza de que es posible en otro futuro, que otro Alexander y otra Martha puedan seguir viviendo juntos, con eso me conformo.

—¿Amaba a su mujer, señor Piece? —preguntó el señor Pole. Imaginaba que esa mujer pertenecería al grupo de las mujeres guapas. Alexander Piece se levantó de la butaca, caminó hasta situarse frete al señor Pole y le miró fijamente a los ojos.

—Tanto que estoy dispuesto a que otra persona, aunque sea otro yo, disfrute de su amor, señor Pole. Frederick Pole sonrió y posó su mano sobre el hombro de Alexander Piece.

—Muy bien. Tenemos un viaje por hacer, Alex, ¿sabe? Llámeme Fred, por favor.

 ***

***

***

***

—No comprendo muy bien porqué es así, pero le aseguro que es cierto, Fred.

—Yo tampoco lo comprendo, Alex. De modo que, según me dice, estando en el pasado, la luz aún no nos ha alcanzado y por ello somos invisibles a los ojos de los demás. Pero, sin embargo, mantenemos nuestro cuerpo físico y podemos interactuar con las gentes del pasado. Se me hará raro ¿Nos pueden oír si hablamos?

El señor Piece borró una sonrisa de su cara y miró fijamente al señor Pole, recordando una llamada recibida hacía tres días, mientras su mujer agonizaba.

El señor Pole luchaba por colocarse el traje de plástico celular y amoldarlo a su cuerpo. Se encontraban ambos en el sótano de la residencia, a varios metros bajo tierra. En la sala se encontraba la máquina, ellos, sus armas y las bolsas que contenían su equipo.

Como aún Alexander no había respondido a la pregunta de las voces, Frederick alzó la cabeza y se encontró con la mirada de su compañero de viaje, fija en él.

 —Sí, Fred. Nos oirán. Y nos olerán. Y podrán tocarnos. Tenga cuidado y solo cambie aquello que sea necesario para que su vida, o mejor dicho, la de su otro yo, siga el curso que quiere usted.

—Descuide, Alex. Tengo pensado, una vez en el pasado, enviarme un mensaje al comunicador, de modo que cuando llegue el viernes por la noche, cuando vaya a comprar el boleto de lotería, el mensaje aparezca en mi comunicador y me avise de no cambiar el ocho por el siete. ¿Y usted ya ha pensado qué hará, Alex?

Alexander Piece se caló la capucha de plástico alrededor de la cabeza y se ajustó las lentes a los ojos.

—Impedir el asesinato de mi esposa, Fred —dijo—. Recuerde que usted me acompaña para ayudarme. El asesinato ocurrió el jueves, y usted comprará el boleto el viernes…

—Tenemos tiempo para todo, Alex, ya lo sé. Yo le ayudo a cambiar su futuro y usted me permite cambiar el mío. En eso estamos de acuerdo, ¿sabe? Pero escuche: si yo muero en el pasado, habiendo cambiado algo en él antes, ¿servirá para algo lo que he hecho?

—¿Por qué motivo me pregunta eso, Fred? No necesita saberlo, todo irá bien.

El señor Frederick Pole bajó la vista y, tras unos segundos, negó con la cabeza.

—Creo que tengo derecho a saberlo. No sabemos qué nos vamos a encontrar. Ni cómo vamos a afrontarlo, ¿sabe? Y bien, Alex, ¿servirá de algo lo que haya hecho si muero en el pasado?

—No, Fred. Al igual que antes no podía explicarle el por qué no pueden vernos pero sí sentirnos con el resto de sentidos, sí que puede confirmarle, categóricamente, que lo realizado por un ente del futuro en el pasado, si este no llega vivo hasta el punto de escisión de la línea temporal, el propio pasado se encargará de impedir que algo cambie. Es como una goma tensada.

—¿Una goma tensada?

—Si usted tensa una goma y tira del medio, curvándola, a menos que mantenga esa curva hasta el punto de inicio de viaje al pasado, la goma se soltará, y tras unos vaivenes, volverá a su posición original. Si mantiene la goma curvada, Fred, cuando llegue al punto del viaje en el pasado, la goma conservará la curvatura. Puede soltarla y seguirá estando curvada, el futuro habrá cambiado. Para siempre. Un nuevo futuro habrá nacido.

—Necesitamos cambiar el pasado y llegar vivos hasta hoy mismo, cuando viajemos en el tiempo. Es eso, ¿no? Y cuando lleguemos al punto de escisión, desapareceremos y solo quedarán nuestros yo del pasado, con un nuevo futuro.

El señor Piece afirmó con la cabeza.

Después, ambos hombres se colocaron los respiradores artificiales en la boca y, tras comprobar sus armas láser, se introdujeron en el tanque de agua hidropónica. Unos focos iluminaban el tanque desde abajo. El conjunto parecía una enorme redoma puesta al fuego, y cuando el señor Piece pulsó un botón de un mando a distancia y el agua comenzó a burbujear, el parecido se fue estrechando.

Ambos hombres aguantaron el agua calentándose. Sus trajes de plástico celular les protegieron del agua cuando entró en ebullición. Los focos de luz bajo el tanque redoblaron su intensidad y, pulsando otro botón de su mando a distancia, Alexander Piece, inició el vertido en el agua burbujeante del líquido rosa que haría diferenciar a la máquina el agua corporal del agua del tanque. La máquina, en contacto con el tanque de agua, se puso en funcionamiento e inició la parte más delicada del proceso. Miles de millones de vatios de potencia descompusieron las moléculas de ambos viajeros junto con su equipo y la máquina se encargó del resto del proceso. Ocurrió en un milisegundo. El agua del tanque, al instante, se tornó hielo compacto. La redoma gigante se agrietó y terminó por estallar en cientos de fragmentos. El bloque de hielo rosáceo cayó al suelo y se dividió en dos trozos. Ambas partes tenían, en bajorrelieve, la mitad de los huecos vacíos de Alexander y Frederick, y evidenciaban el éxito del viaje. Alexander Piece y Frederick Pole ya se encontraban muy lejos de allí. No dónde, sino cuándo.

***

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***

***

Primero sintió frío. Luego más frío y después mucho más aún. Tanto que pensó que si no dejaban de castañearle los dientes, toda su mandíbula se rompería en pedazos, su cuerpo se agrietaría y terminaría por esparcirse en pedazos de diversos tamaños.

Oyó una voz, pero era lejana. Sintió como alguien le echaba una manta al hombro, y la voz sonó más cerca, como si estuviese al lado. De hecho, cuando el señor Pole se arriesgó a subir los párpados, pensando que se astillarían como dos hojas de papel quebradizo. No fue así y vio a su lado al señor Piece, que se había recuperado antes que él de los efectos del viaje temporal. Ya se había vestido, con la misma ropa que llevara tres días más tarde, o hace unas horas. Quizás fuese porque no ha habido tal viaje, pensó el señor Pole. Otra broma de aquel desalmado.

—¿Hemos… viajado… bien? —balbuceó el señor Pole. Como vio que su compañero le confirmaba con un gesto serio de la cabeza que se encontraban en el pasado, el jueves, se animó y la esperanza de poder solucionar su vida le hizo entrar en calor con más rapidez. Al cabo de media hora el señor Polo estaba listo para la primera misión: la mujer de su compañero.

Habían comprobado que sus armas funcionaban correctamente. Sus provisiones de comida para los cuatro días que tenían por delante estaban correctas. El señor Pole consultó su comunicador para comprobar los datos temporales.

—Debido a que, cuatro días antes del viaje, el planeta no se encontraba en la misma posición del espacio, ahora no estamos en el sótano de mi residencia, sino en una… —empezó a decir.

—Estamos en un lugar cercano, Alex —le cortó el señor Pole—, ya lo sé. Me lo explicó muy bien antes de partir. No hace falta que perdamos el tiempo con explicaciones que todavía recuerdo. Seré del muro, pero no tonto. Era de noche. Llegaron a la calle y cuando una pareja chocó con ellos de frente, todos cayeron al suelo. Alex le indicó a Fred con un gesto que mantuviera silencio.

—¡Qué demonios…! —exclamó una de las personas caídas al suelo, un hombre alto y recio, que se levantó con rapidez y ayudó a una mujer muy delgada, a su lado, a levantarse.

—¿Contra qué hemos chocado…? —preguntó la mujer.

—Qué extraño, parecían otras personas… dos hombres, he escuchado a uno respirar, y al otro quejarse —dijo el hombre.

Los dos miraron a su alrededor y, extendiendo sus manos delante de ellos, palparon el aire como unos recién invidentes. Los dos viajeros, debajo de ellos, se apartaron gateando en silencio a un lado de la acera. Tras unos minutos, el hombre y la mujer se encogieron de hombros y siguieron caminando.

—Es cierto… —murmuró el señor Pole cuando se vieron solos, mirándose las palmas de las manos en la oscuridad. Sus dedos eran visibles, pero solo para ellos—. Tenemos cuerpo. Pero no nos ven y sí nos oyen.

Alexander Piece se levantó solo y ayudó a su compañero a levantarse. Los dos se miraron y en sus rostros una sonrisa se formó. Por diversos motivos.

Corrieron hacia la residencia del Alexander Pole..

Enfrente de la residencia había un puente. Comunicaba la “zona noble” con el muro. Siempre está llena de gente que lo cruza, de día y de noche. Muchos de ellos creen que si pasan más tiempo al día en la zona noble que en la suya, adquirirán algo de la riqueza que impregna el otro lado de la ciudad. Los que no lo creen se dividen en dos mitades: aquellos que no creen el argumento de la mayoría y los que tampoco lo creen pero les gustaría creerlo. Ansían creerlo.

 Ambos viajeros cruzaban el puente en dirección hacia la residencia Pole. Una persona, un anciano miserable que toda su vida fue un firme defensor de la futilidad del tiempo perdido en la zona noble, esa noche quiso cruzar el puente. Sabía que mañana moriría. Pertenecía al tercer grupo. Siempre quiso creer.

El anciano apartaba con codazos y empujones a las demás personas que cruzaban el puente hacia la zona noble de la ciudad. Golpeó al señor Piece en un costado y éste no pudo sujetarse a la barandilla. Cayó al vacío.

—¡Alexander! —gritó el señor Pole. Todas las personas se apiñaron a ambos lados del puente al oír el grito. El señor Pole tuvo que apartarse porque si no, los demás le empujarían al vacío, igual que a su compañero. Era invisible, no pertenecía a aquella línea temporal. El río que había debajo tenía poco caudal y estaba muy contaminado. Todas las personas hablaban y gritaban. Llegaron los cuerpos de seguridad y preguntaron quién había caído. Nadie respondió. Alguien había caído, se decían, ¿quién es Alexander?, se preguntaban, ¿quién ha gritado?, se extrañaban. Nadie sobrevive a una caída de diez metros teniendo un metro escaso de caudal el río y estando tan contaminado, sentenció la gente, y se disgregó.

El señor Piece dejó la bolsa con su equipo al lado suyo, en la esquina oscura de una calle donde se sentó para pensar. Mi compañero ha muerto, pensaba. Quizás la línea temporal se esté sacudiendo a sí misma, para desembarazarse de nosotros, para impedir que la combemos. Quizás mi fin esté próximo, también. Pero estoy aquí y debo hacer algo.

Se levantó y programó a través de su comunicador un mensaje escrito a su yo del pasado, o sea, a su propio comunicador. El mensaje llegaría una el viernes por la mañana, antes de que su yo del pasado comprase el boleto, y en él suplicó que no eligiese el siete, que no modificase los números.

Cuando terminó de escribirlo, cogió su bolsa y se encaminó hacia la residencia Pole. En su interior, deseó que la esposa de Alexander aún no hubiese sido asesinada, pero también un sentimiento contrario, muy débil, empezaba a carcomerle. Corrió hacia la residencia.

***
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***
***

Desde fuera, la residencia tenía el mismo aspecto que tendría dos días más tarde, cuando fuese allí la primera vez, respondiendo a un anuncio en el diario virtual. Pero el señor Pole sonrió al pensar en ello, porque si todo funcionaba como él suponía, en esta realidad, diferente de la que él provenía, sería rico.

Él también dispondría de una residencia en la zona noble, y por el día, cuando se cansase de amar a su mujer guapa, podría ver a través de una ventana a la gente cruzar el puente.

La puerta principal estaba entornada. Quizás en esta zona de la ciudad no existiesen ladrones y la gente acostumbrase a dejar las puertas de sus casas abiertas. No estaba seguro. Entró y oyó un objeto caerse y romperse en el piso superior y, a continuación, una voz de mujer gritó. Sacó de su bolsa el arma láser. Era muy parecida a la que utilizó su amigo Micey para matarle. En realidad era la que la mujer de su amigo utilizó para volarse la cabeza en su cocina.

Subió corriendo hasta el piso superior. Oía los gritos de un hombre. No los reconocía. No le importaba hacer ruido, se sabía invisible. Cuando llegó a la habitación de dónde provenía el alboroto, vio a un hombre apuntar con un arma láser a una mujer, tendida en el suelo, con el comunicador en su mano. No se movía, no gritaba. El hombre tampoco gritaba ya. Alexander Pole disparó al hombre sin pensarlo. El primer disparo abrió un boquete en hombro. El desconocido se giró como pudo, a punto de caer al suelo. No vio a nadie y eso le asustó aún más.

—¡Maldita sea! —gritó cayendo al suelo el desconocido, y disparó varias ráfagas de láser a su alrededor.

Luego sintió la boca, aún templada, de un arma láser apoyada en su sien. Gimió al notar el zumbido del disparo inminente.

Luego, parte de su cabeza desapareció por el disparo y los restos se esparcieron en una esquina del dormitorio. El cuerpo sin vida pareció intentar mantener el equilibrio, pero cayó sentado, se dobló sobre sí y el resto de la cabeza descansó entre las piernas.

Alexander Pole suspiró y se sentó en la cama. Se fijó en que la mujer respiraba. El señor Pole sonrió y dejó el arma junto a él. La mujer del señor Piece no era guapa, más bien era una mujer normal y corriente, como las que encontraría al otro lado del muro, al otro lado de la ciudad. La sonrisa en su cara se fue deshaciendo a medida que un súbito pensamiento, en un principio débil, se fue adueñando de su mente.

—Si la señora Piece sigue viva, el Alex de este pasado no tendrá necesidad de viajar en el tiempo, y por tanto, todo lo que he hecho no tendrá sentido —pensó sintiendo como el horror se iba haciendo grande en su interior. Se levantó y caminó por el dormitorio con pasos pequeños.

—Alex no me advirtió de esto. No sé cómo actuar, no sé qué pensar —murmuró para sí—. ¿Este viaje es posible si la causa del viaje no tiene lugar? Aunque en su interior, una solución pugnaba por salir, por ahora la desechaba. No quería aceptar esa solución. Se fue poniendo cada vez más nervioso mientras sus pasos eran cada vez más rápidos. Andaba tan deprisa que casi corría, de un lado a otro de la habitación.

Un pensamiento le acuciaba, le sometía, le abrumaba.

—¿Qué debo hacer? —se decía en voz alta—. ¿Debo marcharme de aquí? Pero la línea temporal está combada, según Alex. Estoy tirando de ella. Y ella tiende a volver a la misma posición, como una goma tensada, ¿no? Si ahora dejo sola a la señora Piece, alguien más podría matarla. Si alguien la asesina, el Alexander Piece de esta línea temporal querrá hacer el viaje atrás en el tiempo para poder salvarla. Si nadie la asesina… no habrá viaje en el tiempo, ¿no?

Frederick Pole se quedó quieto en medio del dormitorio. Se fijó en el arma láser encima de la cama. Luego se fijó en la señora Piece, aún inconsciente en el suelo. Levantó las manos y se miró las palmas de las manos.

—Alguien tiene que asesinar a la señora Piece para que el viaje en el tiempo tenga lugar. Y, lamentablemente, solo estoy yo aquí. El señor Piece empuñó el arma láser que había dejado en la cama y apuntó con ella hacia el cuerpo de la señora Pole. La señora Pole no es una de esas mujeres guapas, pensó el señor Piece. Es más bien una mujer como las del muro, pensó. En realidad se parecía a la mujer de su amigo Micey. Estaba en una posición desvalida, como asustada. Conservaba el ceño fruncido y las cejas alzadas. Una mano descansaba sobre su vientre y la otra aún sostenía el comunicador. Seguro que intentaba llamar a su marido, pensó el señor Pole.

—Lo siento —dijo Frederick Pole—. No tengo nada en contra de usted, señora Piece, pero debo matarla. Todo fue, o será, a causa de un siete, ¿sabe? Sé que como excusa, vale poco, pero es la única que tengo. Si usted vive, dos personas a las que aprecio mucho morirán. Espero que lo entienda.

 Se oyó el zumbido de un arma láser disparando, pero no fue la del señor Pole. No sintió el disparo, solo un dolor lacerante que se fue agigantando, a la altura de su pecho. Cuando bajó la cabeza y se miró el pecho, vio incrédulo un boquete del que manaba humo y sangre. Las piernas se le tornaron inútiles para poder sostenerle en pie y cayó de bruces. Se dio la vuelta con ayuda del brazo que aún le respondía, mientras unos pasos detrás de él se acercaban. Cuando se dio la vuelta, se encontró con el rostro adusto de Alexander Piece.

 —Sé lo que estás pensando —dijo con voz calmada mientras se acuclillaba frente a él. Su mano aún portaba el arma láser con la que le había disparado—, y la respuesta es no. No soy el Alexander Piece del pasado, soy el Alexander Piece que ha viajado contigo atrás en el tiempo. El otro está escuchándonos a través del comunicador que tiene mi esposa en su mano.

El señor Pole se acercó a su esposa y la tomó el pulso del cuello. Sonrió y luego la dio un beso en la frente mientras la acariciaba una mejilla con el dorso de la mano. Luego se giró hacia su agonizante compañero de viaje y se sentó en la cama, frente a él.

—Eres un estúpido, Pole —dijo—. Pero, al fin y al cabo, así había de ser… ¿sabes? —y marcó la última palabra con un tono de voz más alto. Frederick Pole tragó saliva. Le costaba respirar y sentía como la vida se le escapaba por el boquete del pecho.

—El mensaje que… el mensaje para… mi yo del pasado… —quiso preguntar, pero el aire no le daba para formar una frase completa.

—Ese mensaje dejará de existir cuando tú mueras —respondió el señor Pole— Tu yo de esta línea temporal no será rico ¿Te acuerdas de la goma tensada? Los del otro lado del muro sois todos iguales —añadió, golpeando el aire con el dorso de la mano, apartándolo—. Solo pensando en el dinero, el dinero y el dinero. Me dais asco. Os veo cruzar el puente cada día, y me río al ver en vuestros rostros el anhelo de pertenecer a nuestra zona de la ciudad.

—¿Por qué? —preguntó el señor Pole.

—¿Por qué qué? —Tu muerte… Alexander Piece chasqueó la lengua divertido.

—¿Lo ves? —rió—. Esta es la confirmación de que todos sois estúpidos. Este es el segundo viaje en el tiempo que hacemos, ¿sabes? Además, lo dije en el anuncio que puse en el diario virtual. En el primero, mataste a mi mujer. Tú eres el asesino de mi mujer. —¿Y tú? —Mi yo de esa línea temporal no llegó a tiempo de salvar a mi mujer de ti. Pero yo sí. Mi mujer vivirá, como ya te dije, aunque sea en otra línea temporal.

El señor Pole bajó la mirada y terminó por cerrar los ojos. No estaba muerto, pero desearía estarlo. De modo que era un asesino. Lo entendía perfectamente. El señor Piece había hecho bien en matarle, él también lo habría hecho. Cada vez le costaba más respirar y el frío, que ya le había consumido las piernas, empezaba a reptarle por el vientre. Todo acabaría pronto. Pero aún tenía una última pregunta.

—¿Dos viajes? ¿Por qué… hubo un segundo… viaje temporal?

 —No lo sé, Pole. Pero no negarás que me ha venido muy bien, ¿verdad?

—Yo te diré… te diré por qué, Piece —respondió comprendiendo de pronto todo. Tragó saliva, intentó olvidar el dolor inhumano del pecho y mantuvo la mirada en su compañero de viaje.

—Porque yo quise, Alex.

Alexander Piece sonrió y se rascó la sien con la boca del arma láser. Sonreía porque no conseguía averiguar porqué Frederick Pole había dicho eso.

—¿Qué quieres decir? —terminó por preguntar. Frederick Pole respiró varias veces antes de hablar.

—Si yo hubiese matado a la señora Piece, jamás habría tenido necesidad de viajar por segunda vez, Alex. Yo sería rico, Micey y su mujer serían ricos. Y tú serías viudo, Alex. Me has dicho que escuchabas lo que la dije a la señora Piece a través del comunicador antes de dispararla. Por eso supiste que era yo, ¿verdad? Por la voz.

—No, Pole.

No supe que eras tú por la voz. Solo escuché que, antes de dispararla, mencionaste algo referente a un siete. Publiqué el anuncio y a todos los candidatos les deslicé en su ropa una nota con el número siete escrito en ella tras sodomizarlos. Sólo tú volviste, tú eras el asesino. Los dos hombres callaron. El señor Pole tosió y la sangre salpicó el suelo.

—No es la sangre de mi esposa la que ahora mancha el suelo —dijo aliviado el señor Piece mirando las gotas sanguinolentas. De repente, frunció el ceño y miró a su compañero de viaje, a punto de expirar. Ahora lo comprendía.

—¿Te suicidaste, verdad, Pole? —murmuró perplejo. Le era imposible llegar a una conclusión que no fuese otra. Frederick Pole sonrió.

—Después de matar a mi esposa, habrías tenido tu futuro resuelto, Frederick Pole. Serías rico. Tuviste que matarte, para que el futuro no cambiase, para que volviésemos a viajar al pasado, Fred. La goma tensada: al suicidarte, los cambios hechos serían borrados, la goma volvería a su posición original, mi esposa estaría muerta, tú serías un desgraciado. Ambos tendríamos motivos para viajar otra vez al pasado. Incluso podríamos haber viajado cientos, miles, millones de veces antes. Y esta vez, yo sobreviví a la caída del puente, llegué a tiempo para poder impedir la muerte de mi esposa, para poder dispararte

¿Por qué lo hiciste, Fred? A Frederick Pole le costaba mantener los párpados abiertos. Los fue cerrando mientras la sonrisa que había en sus labios se fue deshaciendo. El señor Piece escuchó el estertor de Pole antes de morir. Cuando expiró, cerró los ojos. Nadie le encontraría, era invisible para todo el mundo en esa realidad. El señor Piece al fin había comprendido las palabras de Fred.

—Nunca quisiste matar a mi mujer, Pole. Pero debías hacerlo, y luego suicidarte tú, para que volviésemos a viajar de nuevo al pasado.

Para que, alguna vez, yo sobreviviese a la caída del puente y pudiese salvar a mi mujer. Quién sabe cuántas veces tuviste que hacerlo. Viajábamos al pasado, yo moría en el puente y tú matabas a mi mujer y luego te suicidabas. Porque preferías que Martha viviese antes que tú fueses rico. ¿Cuántas veces lo hiciste, Fred? Alexander Piece se levantó de la cama y se inclinó sobre el cadáver del señor Pole.

—Gracias —musitó.

***
***
***
***

—Qué mentirosos son algunos, ¿verdad, cariño? —dijo Martha a su marido.

—¿Por qué lo dices, cariño? —preguntó Alexander. —Es por la noticia del diario virtual, Alex, mírala. Alexander Pole consultó el panel holográfico y leyó la noticia.

—Será cierto si dice la verdad —dijo el señor Pole—. Uno de ellos confiesa que ganó el premio porque alguien le dijo en el último momento, antes de comprar el boleto, cuáles eran los números ganadores de la lotería.

—Quizás los veamos pronto por aquí, en nuestra zona, ¿no crees, Alex? Es lo primero que hacen todos, mudarse a lo que ellos llaman la “zona noble” de la ciudad. Son todos iguales.

—No lo sé, Martha, no todos son iguales. Martha Pole miró extrañada a su marido. —Tú siempre dices que todos son iguales, cariño, que solo piensan en el dinero.

Como aquel ladrón, el que casi me… —dejó en suspenso la frase, no quería recordarlo. Habían pasado solo tres días y aún estaba asustada.

—Algo me dice que éste no, Martha. No sé decirte el porqué. La mujer calló. El señor Piece leyó de nuevo la noticia y sonrió para sí. Aún recordaba la extraña llamada que su mujer le hizo hace tres días, durante su agresión. Aquella en la que dos hombres hablaron sobre la vehemencia de un tal Frederick Pole. Por supuesto que conocía a uno de los tipos que acababa de ganar la lotería, ese tal Frederick Pole. Había hablado con él, de hecho. Y sabía, con total seguridad, que aquel hombre no era igual a los demás.


Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica".

viernes, 21 de septiembre de 2012

El Fotógrafo [Vieri32]

No entiendo mucho de móviles, pero cuando el vendedor me dijo que ese Blackberry tenía tantas funciones no me lo pensé demasiado. Impulsivo que es uno. Y sinceramente creo que la impulsividad está en la sangre de mi familia, porque tan delicioso aparato se encontraba en el suelo de la sala con algún pedacito de plástico suelto por ahí. Roto, sí, roto. Y ni un solo día de uso.
¿La razón? Quién iba a ser si no: Abelinda, mi hermana melliza. No tenía el más mínimo interés en ella porque éramos de mundos completamente distintos. Si yo estaba en el cielo, ella… ya saben. De hecho cuando un cura me preguntó cómo creía que se materializaba el diablo en nuestra vida cotidiana, le respondí “en forma de mi hermanita”. Todos se rieron aquella vez… menos yo.
Pero he aprendido a ignorarla y evidentemente ella también aplicó la ley de hielo conmigo. No es que le fuera muy difícil de todos modos pues de toda la vida me ha tratado como un pedazo insignificante de basura.  
Entonces, ¿la razón por la que decidió golpear mi nueva adquisición mientras yo estaba perdiéndome en su menú? El averiguarlo suponía tener que romper mi ley de silencio. Pensé en relajarme y mantener una actitud Zen, pero como dije, la impulsividad corría en mis venas.
— ¿¡Pero qué mierda crees que estás haciendo, perra!?
No cambió su expresión seria. Se acercó peligrosamente a mí, y tomando violentamente del cuello de mi camisa, rompió también aquella implícita ley que habíamos pactado hace años.
—  Todo este tiempo… ¡Todo este tiempo fuiste tú!
— No tengo la más mínima idea de lo que estás diciendo, ¡pero ese aparatito me ha costado lo suyo!  ¡Y me lo vas a pagar!
Hizo un leve gruñido sin apartar sus ojos café de los míos. Tan violenta como me agarró, me soltó.
— Tal vez no seas tú, no tiene el más mínimo sentido que seas tú. O sea, es imposible superar  el nivel de asquerosidad que tienes de todos modos… ¿me… me estás escuchando, Ariel?
— No enciende, no enciende el cabrón…
Mirándola desde el suelo, y con una sonrisa bien puesta le dije:
— 120 dólares.
— Cientov… ¿De dónde has sacado tanto dinero?
— No, no, eso ya no importa. Lo que importa es  de dónde lo vas a sacar tú.
Me dio una fuerte patada y sin darme tregua se abalanzó sobre mí. La muy cabrona sabía algún par de movimientos. Plus, sabía dónde patear. No fue muy difícil quedarse sentada sobre un muy shockeado yo. Con su trasero haciendo presión sobre mi pelvis volvió a tomarme por el cuello de la camisa y, con lágrimas a punto de rebasar sus rabiosos ojos, siguió:
— Ariel, ¡estoy en medio de una crisis aquí, y tú piensas en dinero!
No, si al final yo era el culpable de todo. Pero tenía que ponerlo en perspectiva: sí, he estado distante, pero nada podía quitar el hecho de que esa chica era mi hermana. Mi hermana, por Dios. Y estaba a punto de llorar. Maldita sangre, ¿era algún tipo de sistema biológico lo que me obligaba a interesarme en su situación? Fue poner esos ojos y tenerme ganado.  
—  Bueno, bueno… el dinero puede esperar –Hice un amague para salirme de la situación incómoda en la que estaba, pero ella no se movió un ápice.
— ¿¡Pero por qué crees que voy a contarte a ti mi problema!? — ¿En serio ha dicho eso? Ha tirado mi móvil al suelo y posteriormente a mí. Era evidente que se estaba descargando y no iba a quedarme sin saber la razón.
— ¿Porque me pagarás si te ayudo?
— ¡Ya veo cuáles son tus prioridades! Dinero- dinero-dinero-dinero-dinero.
— Está bien, ¡está bien! ¡Habla y rápido!
La situación se estaba poniendo demasiado incómoda. La perspectiva estaba cambiando, pues Abelinda es una chica muy bella, y si bien somos lo que somos, el hecho de que una chica estuviera sentada así, estaba haciendo que las cosas se revolucionaran mucho en mi entrepierna.
Así que la situación era alarmante. Debía convencerla cuanto antes para que saliese de encima. ¿Y cómo convencerla si de por sí me cuesta entender a las mujeres? De hecho me costaba entender los cambios de ánimo de mi novia. Pero lo he intentado, sí señor, así que decidí aplicar una frase que me ha servido en situaciones mucho peores. Si eres hombre, y estás en las mismas que yo, estaría bien que prestaras mucha atención a mis palabras porque te van a sacar de más de un apuro. La frase en cuestión es:  
— ¿Quieres que te compre algo?
— ¡No quiero nada de ti, mugroso!
— ¿¡Entonces por qué has lanzado mi móvil al suelo, bestia!?
Abelinda gruñó, clavando su mirada en cualquier lugar que no fueran mis ojos. Acomodándose sobre mí, y con sexo despertándose poco a poco, decidió que era hora de tomar acciones.
Se inclinó más y más hacia mi rostro, escrutando ahora sí mi mirada. Mi piel se helaba, ¿es que acaso no han visto pelis de terror? Yo he visto demasiadas. Y juraría que en cualquier momento abriría su boca para hacer salir un alien que me destrozara el rostro.
— Ariel... Quiero que seas mi novio.
Sinceramente no supe en qué perspectiva poner aquello. De hecho, mi miembro se durmió y no tuve que hacer malabares con mi pierna para ocultarlo. Es como si el cabrón me dijera “Vaya… menudo problema tienes, campeón. Nos vemos”.
***

— Te ves muy guapo, cariño —dijo mi hermanita mientras avanzábamos por el Shopping. Íbamos tomados del brazo, porque insistí en no tomarnos de las manos.
— Gracias… tú también estás muy bonita, Abe.
— Mucha gente aquí, ¿no? ¿Es que es día festivo o qué?
— Se llama Black Friday… mega descuentos y eso. Baja de la luna.
— Eso solo hay en los Estados Unidos.
— Pues aquí lo están probando por primera vez. Sinceramente no pensé que tendría tanto éxito, ¡pero cuánta gente!
— ¿Compraste tu móvil aquí?
— Sí…
— O sea que lo compraste a precio reducido y has querido cobrarme el precio total, pedazo de idiota.
— Estás muy bonita, Abe, en serio.
— Vayamos a comprar un cuchillo, cariño.
— ¿En serio crees que en una cita iremos a comprar artículos para cocina?
— ¿Y qué debemos hacer? ¿Qué es lo que haces con esa asquerosa… Sofía?
— Para asquerosa, tú. Vayamos a por un helado.
— A mí no me contentarás con un helado. No soy una chica barata como tu novia.
— O sea, que te hago un favor y además el dineral lo debo gastar yo. ¡Helado o nada!
— ¡No alces la voz, tarugo! ¡Actúa, actúa como debes!
Mientras avanzábamos entre el gentío, decidí recordar cómo es que terminé en aquel infierno. Tuve que volver a mis recuerdos, a aquella tarde en mi casa. Ya no estábamos en la sala, sino en su cuarto. La situación estaba que ardía, mi mente no podía aclararse y cada segundo parecía avanzar como si de una hora se tratase, expectante a la espera de las palabras de Abe. ¿Ser novios? ¿Qué mierda se metió en la cabeza?
 — Pero… Abelinda… somos, somos…
— Deja que inicie el notebook. Y ya cálmate por Dios. No quiero que SEAS mi novio, necesito que FINJAS ser mi novio – Se sentó en su cama con el aparato sobre sus piernas. Hizo un par de golpecitos para invitarme a sentar a su lado.
— ¿Fingir? ¿¡Pero por qué no lo has dicho antes!? —pregunté sentándome.
 
— ¿En serio pensabas que te iba a pedir que estemos juntos? ¿Tan enfermo estás? ¿Con tu propia hermanita, madre santa?
— Serás hija de…
— Ya está encendida. Mira, mira que te lo voy a mostrar —Entró en el navegador web. Pero nada más iniciarse, cerró el notebook y se mordió los labios. Mirándome lastimeramente prosiguió:
— Promete que no se lo contarás a nadie, Ariel.
— ¿Me lo vas a mostrar o qué?
— ¡Promételo!
— Prometido, prometido, vamos.
— Ahora extiende las manos, así.
— ¿Eh? ¿Así?
— ¡Arrestado! —Sacó una esposa y la conectó a mi muñeca izquierda. Era una esposa extraña, pues era felpuda y rosada, y no era corta como la de los policías; tenía una cadena demasiado larga. Aún sin entender qué sucedía, me fijé que el otro extremo de la esposa estaba conectado a la cabecera su cama.
— ¿¡Pero qué haces, Abe!?
— Como te burles de mí, y como te atrevas a no ayudar a tu pobre hermana, voy a gritar muy fuerte. Mamá estará llegando de compras en cualquier momento, ¿y qué dirá cuando te encuentre a ti esposado a mi cama?
— Esto lo tenías bien planeado, hijaputa. Y tú eres la preferida de mamá…
— Ahora mira —dijo abriendo de vuelta su equipo.
— …
— Y bien, Ariel.
— ¿Por qué me muestras una página porno?
— Eres un idiota.
— Lo soy… ¡lo soy! Por dejarme convencer, por dejarme arrastrar hasta aquí… ¡esposado mientras me muestras una página inadecuada para ti!
— No es una página porno, ¡mira bien!
Dejé mi cólera a un lado y comprobé que efectivamente no era una web porno común. Era un blog. Con porno amateur. Más bien… erotismo amateur, si es que existe algo así. Pero no iba a descifrar la categoría exacta del blog frente a ella. Un par de fotos más y pude comprobar de lo que realmente iba el tema.
— ¿Un blog donde cuelgan fotos de ti?
— Dios, es vergonzoso. Mira ésta, estaba atándome el cordón del calzado luego de salir de casa.
— Te agachaste de más, Abe.
— ¡No mires pervertido! —Bajó la tapa del notebook.
— ¿Qué cojones estás diciendo? Claro que lo estoy mirando, me lo has pedido.
— Tienes que ayudarme, Ariel.
— ¿Sabes quién es la persona que te toma las fotos?
— ¿Crees que si lo supiera me rebajaría a pedirte ayuda? Y mira, te mostraré algo más… aquí, ¿ves? Dice “Soy solo un fan que quiere dar a conocer la belleza de esta joven”… y la página es de pago.
— ¿Te has suscripto?
— Pues claro, zopenco. ¡Y soy la número cuarenta y siete en suscribirse!
— Vamos a ver, recapitulando. Un pervertido te sigue y te toma fotos desprevenida. Las cuelga en internet. Tú, en vez de ir a la policía, recurres a mí.
— Sí, no pienso salir en las noticias.
— Y por qué me pides que finja ser tu novio.
— Quiero que me lleves a una cita, y atrapes a ese bastardo.
— ¿Y por qué no pedírselo a un amigo? ¿Y por qué no una cita con varias amigas?
— ¡Me moriré de vergüenza si se lo pido a un amigo! ¡Tendría que mostrarle este blog! A ti no te conoce ni Dios, y dudo que alguien sepa que somos hermanos. Y amigas… no, no, qué vamos a hacer si lo encontramos… ¿matarlo a carterazos?
¿Matarlo? ¿Se le ha ocurrido matarlo? Tragué un poco de saliva al verla tan rabiosa y decidida. Y si bien he pensado en salir corriendo de su habitación, volví a sentir cómo mi propia sangre me reclamaba.
— ¿Y… y cómo sabrá él que tú tendrás una cita?
— Ya lo he publicado en mi facebook. Hoy salgo de compras. ¡Eso puse, mira!
— ¿Por qué tienes tu facebook abierto a cualquier visitante, merluza?
— ¡Es adrede, paleto!
***
— Helado barato. ¡Qué asco!
— Ya veo por qué no has conseguido novio. No paras de quejarte.
— Ya veo por qué tú tienes a una babosa como novia, ¡si es que tienes dinero!  ¿Mamá sabe de dónde lo sacas?
— Bueno, trabajo en atención al cliente en un local de comidas. Y como no tengo que abonar ni luz ni alquiler…
— Dios, comida rápida, qué vergüenza.
— Búrlate lo que quieras, cuando mamá desvió sus ahorros para mi universidad a otros menesteres, decidí buscarme un trabajo y poder pagármelo yo mismo.
Al parecer he dado en el clavo y logré cambiar aunque sea un poco la percepción que ella tenía de mí.  Abelinda dejó de insultarme, apaciguando su tono de voz y apoyando su cabeza sobre mi hombro.”¿Qué vamos a hacer ahora?” me preguntó dulcemente. Si es que realmente parecíamos una pareja.
— Bueno, a ver… supongo
 — ¡Ahhhhh! —gritó Abelinda. Me soltó repentinamente.
— ¿Qué pasa?
— ¡ABERCROMBIE & FITCH! 65% de descuento.
— ¿¡Qué estás diciendo!?
— TENEMOS QUE IR, ARIEL.
— ¿Por qué me suena ese Abercrombie?
Con un brillo en sus ojos y una sonrisa de lado a lado me dijo: — ¡Es mi tienda preferida!
Era la situación perfecta para ubicar al maldito pervertido. Si realmente él nos estaba siguiendo, también vería aquel escenario como ideal para quitar fotografías. Porque esta tienda es relativamente pequeña, y ante la masiva asistencia colocaron un par de toldos frente al local. Allí habían apostados varios vendedores y cubículos para que las personas puedan probarse las ropas. Y realmente no había necesidad de buscar deslices, con el simple hecho de mirar la zona de los cubículos uno ya podía toparse con muy gratas vistas, puesto que los cubículos consisten en tres paredes y una cortina… y algunas mujeres no corrían muy bien las cortinas que digamos. Pero la situación también tenía sus contras, ya que sería muy difícil moverme entre tantas personas.
Cuando se alejó en búsqueda de ropas, empecé a recorrer la vista por el lugar. Buscando sospechosos, yendo y viniendo celosamente alrededor del cubículo donde Abelinda comenzó a probarse. Lo único que vi fue un sesentón aprovechándose de la vista, dudo que fuera él, pero de todos modos no lo tenía que perder de vista. No debía perder de vista a NADIE.
Recordé que mi móvil, moribundo, aún funcionaba. Venía con navegador web, por lo que no tardé en acceder al blog.
“Cargando. Por favor, espere”.
“Accediendo”.
“Fotos en VIVO desde el Shopping Vénnica”
Sentí que me habían hecho un placaje brutal al ver que el blog estaba cargando fotos en vivo y en directo. Abe, mejor dicho, la cintura de Abe se encontraba en la primera foto. Luchando contra una faldita roja que se resistía a subir. Se insinuaba un tanga negro.
Miré el cubículo, pero había tantas personas yendo y viniendo, era muy difícil notar alguna persona tomando fotos. Para colmo algunas imágenes que el blog iba cargando demostraban que la persona estaba en movimiento, pues eran terribles. Pero algunas salían muy bien.  
Tan rápido como vino, terminó. Sólo fueron unas pocas fotos, y en ningún momento pude apreciar alguien sospechoso entre el gentío. ¿Podría tratarse de varias personas acaso? ¿Turnándose para pasar desapercibidos?
Agarré un puf y esperé frente el cubículo de Abelinda. Saqué el móvil y volví a repasar las fotos del blog… sin que ella se enterara, claro. Total, la gente ya se había disipado.
— ¿Qué tal me queda? —preguntó al salir del cubículo. Se estaba probando una minifalda blanca demasiado corta. Es mini, claro.
— ¡Precioso! —exclamó la vendedora.
— ¿Y a ti qué te parece, cariño? —me preguntó dando extrañas vueltas frente al espejo del cubículo, como queriendo mirar cómo le lucía el trasero.
— Bueno, ¿no es muy corto? Ma… tu madre se puede cabrear mucho, ¿no?
Además de corto, y aunque no podía fijarme desde mi punto de vista, era evidente que esa faldita blanca dejaría entrever su tanga de color negro, pero claro que no se lo iba a decir. Ah, y gracias a una de las fotos sabía que esa minifalda que quería comprarse tenía una pequeña rajadura hacia la cadera... ya veía este Black Friday y su mega oferta de ropas dañadas.
— ¿Piensas que me lo voy a poner frente a mamá, subn… cariño?
— No, claro que no.
— Va a ponérselo para ti —dijo la vendedora con una gran sonrisa.
—  ¡Me lo llevo! Y las otras selecciones que hice, también.
—  ¡Perfecto! —exclamó la vendedora.
—  ¡Pues sí, ya nos vamos! —sonreí.
—  ¡Y los paga mi novio!
— ¿Que qué?
— Anda, osito de peluche, ya verás lo que vale la pena cuando lo modele para ti.
— En serio crees que voy a gastar más dinero por ti…  
***
De vuelta a la jungla. De vuelta a ese infierno de gente correteando y agolpándose en los comercios. El calor se estaba haciendo demasiado presente, y el hecho de tropezar constantemente contra todas las personas me estaba enfermando. Pero debía permanecer fuerte, máxime con la amenaza presente que se cernía cerca de mí. Y claro, también debía estar atento al Fotógrafo.
— Bueno, prácticamente estoy seco, pero podemos ir al cine, Abelinda —dije intentando señalar las salas. Intentando, pues es difícil levantar el brazo con tanta bolsa.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué vamos a ver?
— Bueno, ahí está la cartelera para hoy… está “Amor de Verano”… y está…”Aniquilación Alienígena”… qué me dices Abe, yo creo que está claro.
— Si vamos a fingir, vamos a hacerlo bien. Amor de Verano.
— No pienso entrar a ver una peli romántica contigo, Abe. ¿Qué voy a hacer cuando empiecen a besarse, Dios?
— Madre mía, eres un suplicio, Ariel, ¡se supone que deberías ayudarme! ¡Si tú no vas a hacer nada al respecto, lo voy a hacer yo!
— Qué me estás contando, Ab…
Me tomó de la mano y me llevó hacia paraje desconocido. Intenté protestar pero algo en mí decía “Déjate, a ver qué planea”. Por primera vez en toda la tarde Abe no soltó palabra alguna, se limitó a llevarme. Eso sí, muy torpemente debido a la muchedumbre.  Pensé en pararla, yo tenía más fuerza lógicamente, pero sentí en ella la misma determinación que aquella vez en su habitación: no solo me estaba llevando, sino que me estaba convenciendo a seguirla.
Llegamos al destino. Era un bar conocido como “Seven Garden”, en donde Abelinda llegó a trabajar por alguna temporada. No lo mencionó, ni tampoco temió ser reconocida por su antiguo jefe… o es lo que concluí pues se sentó en una de las tantas butacas del bar, y giró hacia mí con sus piernas sutilmente abiertas frente a mí.  
— Ariel… voy a darle lo que quiere, y voy a hacerlo salir. Y quiero que mantengas los ojos abiertos.
—  ¿Por qué estás tan colorada?
Su mano aún sostenía de la mía. La estiró hacia ella e hizo que yo impactara contra su cuerpo, quedando mi cintura a merced de sus dos piernas. Se acercó nuevamente a mi rostro hasta el punto de dejarme oler su aliento a fresas. Su mano izquierda abandonó la mía y se colgó de la hebilla de mi cinturón. Su mano derecha fue recorriendo mi cuello, jugando con mi cabello entre sus dedos. ¿Qué cojones estaba pasando?
Se acercó dulcemente a mi oído al tiempo en que mi piel se erizaba, ya no de terror sino de excitación. Abe se sabía bien sus movimientos: gráciles, lentos, eróticos. Ese aliento a rosas empezó a invadirme, y a mí ya no me estaba causando pavor como aquella ocasión en la sala de nuestra casa. ¿El público? Alguno que otro ojeaba, pero la mayoría pasaba como locos en busca de ofertas, en su mundo, en su burbuja. Nosotros en el nuestro. Sus labios se posaron en mi cuello, y lentamente subieron hasta mi lóbulo. ¿¡Estaba soñando!?
Tomó respiración. La oí estando tan cerca de mí.  Con fuerza enredó sus dedos en mi cabello mientras que su otra mano atrajo mi cintura contra  la suya, para posteriormente encadenarme con sus rodillas. Aquello era tan surreal, se sentía tan bien, excitante y glorioso pero a la vez tan terrible, tan condenado… tan tabú; se sentía como si demonios y ángeles estuvieran jugando conmigo.
Abe grácilmente golpeó su naricita contra mi lóbulo. Un movimiento animalesco que parecía decir “Préstame atención a lo que te voy a decir”. Mansamente escuché sus palabras:
— Si le cuentas de esto a alguien juro que iré de noche a tu habitación y te cortaré las pelotas.
— Pero qué coj...
Con brutalidad llevó mi rostro hacia sus tetas y las hizo restregar en un baile endemoniado. Fresas, demonios, ángeles y tabúes. Paró su danzar por unos segundos que me supieron a muerte solo para decirme:
— ¡Observa el público, estará viéndonos! ¡Solo toma las fotos cuando ve que vale la pena! ¡Voy a hacer algo que valga la pena!
— ¿¡Me explicas cómo voy a mirar al público con tus tetas restregándoseme!?
— Actúa como mi novio, por dios, lelo – Levantó mi mentón y clavó un beso tímido. Solo de labios. Fugaz. Ella lo sintió, yo también: estábamos jugando con fuego. Pero en ese eléctrico choque pude sentir esas ganas endemoniadas de Abe. Esas ganas en descubrir de una vez por todas quién era el hijo de puta que la asechaba. ¿O eran simplemente ganas de descubrir lo desconocido? Ganas de descubrir lo tabú.
Me miró por breves instantes. Mi sangré leyó sus ojos; “¿Es así como sabe besarse con el diablo mismo?”. Y juraría que ella escuchó mi respuesta incrustarse en sus venas, en sus labios y en cada poro de su piel: “Así sabe tocar el cielo y el infierno al mismo tiempo”.
Desvió su mirada y reposó su cabeza bajo mi mentón. Ella miraba el público, resguardada bajo mi barbilla, observaba, buscaba, acariciaba. Yo la consolaba, mis dedos buscaban consolarla del pecado que estábamos cometiendo, observando al público con el corazón latiéndome a mil por hora. Observando, condenándome, muriéndome. Fingiendo.
Mis manos ya no eran mías. Fueron buscando sus piernas mientras ella luchaba por equilibrarse en la butaca. Gimió, ronroneó, gozó por unos instantes gracias a mis manos. No, ya no eran mis manos. Un ángel controlaba grácilmente mis dedos, un demonio les indicaba el camino a seguir.  
—  Recoge un poco la falda, Ariel — jadeó —, ¡y sigue observando!
Inmediatamente me abofeteó. No me dio tiempo a asimilar aquella frase “recógeme la falda”; boquita de ángel, voz de diablesa.
—  No me toques ahí… mejor lo hago yo... — concluyó. Suspiró mientras aquellas manos que ya no eran mías se mecían bajo su remerilla. Fue un acto reflejo, fue lo que haría en una situación similar si una chica estuviera en las mismas. Inmediatamente retiré las manos. Abe no era una chica cualquiera.
Despierta. Despierta. Me lo repetí mil y un veces mientras su faldita se replegaba y regalaba a mi vista más y más de lo que no debería ver. Estábamos dando un espectáculo para El Fotógrafo, y lejos de estar pendientes de él, nos dedicamos a explorar ese averno que olía a rosas.
— Ya está, ya está. No puedo más... Y deja de balbucear, idiota —Me golpeó Abelinda mientras se deshacía de mis brazos, de mis piernas y de mi cuerpo. Levantándose por fin de la butaca.
— Dios... Eres la persona más rara que he conocido en mi vida, Abe. Cuando pensé que no podría tener una tarde más terrible vienes tú y te luces… aún así, siento que he salido muy bien parado…  
— Mfff… Al menos alguien ha salido bien parado con todo esto. No me has ayudado en NADA. No he atrapado a ese bastardo, ¿acaso has prestado atención para ver si estaba por aquí?
— Disculpa pero no puedo escucharte muy bien con tanta ropa que te he comprado. ¿Quién no ha salido ganando aquí? Además, sí, he estado observando el lugar y los alrededores, no hay NADIE que levante sospechas, ni un solo hombre. 
— ¿Hombre? Ése es tu problema, Ariel. Te crees que todos los pervertidos son como tú; hombres. ¿No te has detenido a pensar que tal vez sea una mujer?
— Mujer… no lo he pensado la verdad. Solo me he fijado en los hombres… ¿entonces quién pudo haber tomado esas fotos del cubículo?
— Pues claro que puede ser una muj… discúlpame, ¿acabas de decir “fotos del cubículo”?
— Te ha estado quitando fotos mientras te probabas las ropas. Las ha subido en la sección “Live Streaming” de su blog. ¡En frente de nuestras narices!
— ¡En serio eres un bueno para nada!
— ¿Pero por qué gritas? ¿No ves que ya ha tomado las fotos?
— ¡Pero Dios mío, y tú has visto las fotos, eres una auténtica desgracia!
 — ¿Me llamas desgracia por ver unas putas fotos? ¿Te has olvidado de lo que me acabas de obligar a hacer?
— ¡No parecías muy incómodo haciendo lo que hacías, pervertido! El Fotógr…
— No hay ningún fotógrafo, Abe, por dios… no hay un solo hombre que levante sospechas… Si no es hombre, quién mujer pued… ¡La puta vendedora!
— ¿Lo dices en serio? Si era tan amable ella… ¿Crees que se hizo pasar por vendedora para atenderme a mí?
No le hice caso. El montón de bolsas los dejé allí en el suelo y fui corriendo directo hacia la tienda. ¿Gente? De nuevo a montones. Pero ella, la vendedora, podría ser la responsable de mi mala tarde.
Mis ojos se posaron en una mujer que tomaba una soda. De espaldas. Pero la reconocí por esa coleta y ese culito respingón. La muy miserable ha sido la causante de la desgracia de mi hermanita, invadiendo su privacidad e incluso cobrando a los pervertidos que gustaran de verla… por Dios, iba a placar a una mujer.
El público se volteó para ver el espectáculo. Dos cuerpos tumbados en el suelo. Yo encima, con algo de soda sobre mi chaqueta. La pobre mujer no tuvo chances de girar.
— Te atrapé —gruñí.
— ¡Increíble! —gritó una señora.
***

Nos expulsaron del Shopping. Algo de “Perturbar la paz pública”. No escuché muy bien lo que me dijeron eso guardias, estaba más bien pensando en esa pobre mujer a la que plaqué con violencia. Esa vendedora, entre lágrimas y rabia, me había explicado que cuando ellos están trabajando no pueden llevar aparatos de ningún tipo, ni siquiera móviles, por lo que “yo no puedo ser una pervertida que toma fotos a tu hermana de mierda, hijo de puta”.
La vuelta a casa se volvió demasiado tensa con mi hermana queriendo matarme. Pero tras todo lo que he pasado en este día lo último que iba a hacer sería volver a interferir en sus asuntos. Y sinceramente mi plan de “quieres que te compre algo” se ha vuelto en mi contra….
Me di una larga ducha en casa mientras Abe discutía por teléfono con alguna amigo. Intenté convencerme por más de media hora que aquello que vivimos era sólo producto de las circunstancias extremas. Aún en mi habitación traté de olvidar esos momentos vividos, pero mi boca aún se resistía a olvidar ese beso sabor rosas y tabú. ¿Soy culpable, señoría?
De la nada Abe entró en mi habitación. Bueno… más bien pateó la puerta de manera muy violenta.
— ¿¡Ahora qué quieres, madre mía!?
— ¡Silencio, Ariel! ¡Y ven conmigo! —Gritó dirigiéndose a su habitación.
¿Qué vendría ahora? ¿Un regaño? ¿Iba a amenazarme con más ímpetu si hablaba sobre nuestra tarde caliente? Me levanté. La seguí como un condenado. Al llegar a su cuarto se encargó de llavear su puerta.
— Siéntate, siéntate en la cama – ordenó.
— Va, va, va. ¿Está bien?
— ¿Qué tienes en tus manos, asqueroso?
— ¿Mis man…?
— ¡Arrestado!
— Eres realmente increíble, Abe —Era la esposa felpuda de nuevo.
— Es hora de que te confiese algo —dijo volviendo a abrir su notebook—, y como no me escuches hasta que termine de hablar…
— ¿Qué? ¿Vas a gritar? Me has gritado toda la tarde...
— No hay ningún fotógrafo.
— ¿Eh?
— Soy yo. Yo soy la fotógrafa.
— T-tú tú tú tú tú…
— ¡Pero he dicho silencio! —Una cruenta bofetada me volvió a la realidad—. ¡Escúchame, imbécil! Sé lo que le has dicho a mamá durante “aquella” conversación cuando ambos nos graduamos. Sé que ella solo tenía dinero para los estudios universitarios de uno solo, y que decidió que tú serías el elegido porque tus notas sobrepasan a las mías por mucha diferencia.
— ¿Te lo ha contado?
— Me lo ha contado llorando. Y me ha contado que tú le suplicaste de rodillas que el dinero lo invirtiera para MIS estudios universitarios. Así que pensé, ¿quién es ese hombre que ha sacrificado sus estudios para que yo pudiera tener un título universitario? ¿Es acaso ese hermano al que nunca he hablado, el mismo que nunca se ha preocupado por mí?
— Dios, Abelinda…
— Mamá ya había hecho los depósitos a mi favor, incluso me adelantó este notebook… así que decidí por mi cuenta que me buscaría un trabajo para pagarte a ti al menos el primer año de los estudios terciarios, y servir de apoyo al dinero que te ganabas por tu parte. Sí, sí, sí, ríete… Por eso trabajé en “Seven Garden”… pero me di cuenta que sería imposible ahorrar tanto dinero. Así que decidí tomar medidas drásticas… por eso he creado el blog.
— ¿Por… por mí?
— ¡Silencio! —parecía apunto de llorar. ¿Por qué yo también estaba a punto de llorar?—  Situaciones drásticas, medidas drásticas, Ariel. En un solo mes he ganado lo suficiente para pagarte los primeros dos años de tus estudios. ¡Así que toma!
Me lanzó una caja blanca. A la cara. Dolió.
— Invéntate algo para decirle a mamá cómo lo has conseguido… ¿¡y sabes lo doloroso que fue no habérmelo gastado en mis tiendas, cabrón!?
— Tú eras la fotógrafa… ¿y aquellas fotos que te quitaban fuera de casa?
— Disparador automático.
— ¿¡Y… y por qué golpeaste mi móvil al punto de casi destruirlo!?
— Se supone que deberías ahorrar para tus estudios y no en tonterías.
Irónico que lo hay dicho tras haberme obligado a gastar ciento tres dólares en toda la tarde. Pero todo cobraba sentido pues el dinero que me estaba dando lo compensaba de sobras.
— ¿Y las fotos del cubículo quién las…?
— Yo misma.
— Qué complicado habrá sido…
—No, lo complicado fue filmarme en una escena erótica online. Y contigo, además, guarg — me mostró la pantalla de su notebook. Allí estaba yo en un morreo torpe con Abe.
— Qu-qué que qué…  
— Respira, Abe, respira – se dijo a sí misma -. Mira, Ariel, prometí a mis seguidores del blog que iba a despedirme a lo grande, con una filmación en vivo. Claro que para ver la filmación tuvieron que soltar mucha pasta, pero mucho más que lo usual.
—  ¿Fue por eso que me llevaste hasta ese rincón? ¿Para filmarnos? Estás como una puta cabra, ¿me has metido en una puta peli porno?
— ¿¡Qué estás diciendo, Ariel!? Y yo no diría porno, más bien arte erótico…
— ¿Er… erótico? ¿Me vas a explicar cómo nos filmaste?
— Mfff…  Verás, trabajé en “Seven Garden” y sé que el encargado es un pervertido. Como tú. Sé que utiliza la cámara para filmar a las chicas con sus parejas, que se sientan en las butacas frente al local, aprovechando que están algo apartadillas. Así como también sé la contraseña para ver sus grabaciones en vivo desde internet. Solo tuve que enlazar sus vídeos en vivo a mi blog.
¿En serio la que hablaba era mi hermanita Abelinda? ¿Por qué me estaba volviendo a sentir placado? ¿En serio me he dejado atrapar por segunda vez por su estúpido truco de “¡arrestado!”?
— Mira, cualquier asiduo a mi blog sabía algo: Que hoy sería mi última transmisión, y que debía cerrarla a lo grande. Se supone que ahora debo borrar todo el contenido, así que no te preocupes.
— ¿Que no me preocupe, dices? ¿Te has parado a pensar en los contras de tu plan? ¿Las fotos que rondarán por la web por más que cierres el blog?
Aparentemente ella estaba preparada para la tormenta de preguntas que sabía que yo iba a hacerle. Estaba preparada para todas, excepto la última. Se mordió sus labios y cerró el notebook. Tras mirar al suelo por un rato, levantó la mirada.
— Cuando el objetivo es algo noble, ¿acaso importan las consecuencias?  Pero eso no es lo importante Ariel. Verás, yo seguía carcomiéndome en mis adentros: ¿Quién era ese muchacho que se sacrificó por mí? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué sentía que debía hacer algo al respecto? ¿Es algún tipo de sistema biológico lo que me estaba hundiendo en la culpabilidad?
— ¿Sistema biológico? ¿Tú también?
— Así que hice al respecto. Creé el blog, era el medio ideal para reunir el dinero. Pero me faltaba lo más importante; quería satisfacer mi curiosidad. Era probable que no quisieras salir ni hablar conmigo por las buenas, así que te he mentido… te he dicho que estaba en apuros, y te forcé a salir conmigo. Porque te quería conocer.
A esta altura de la confesión ella estaba lagrimeando bastante. ¿Yo? Soy un macho. No les voy a confesar que también me tocó el corazón, ni mucho menos diré que mi percepción de la diabólica Abelinda cambió drásticamente. ¿Es posible que fuera un ángel? ¿Es posible que hubiesen cebollas en su habitación y estuvieran causando mis lágrimas?
Volvió a abrir el notebook, e hizo los ajustes finales para cerrar el blog.
— Con esto doy finalizada una etapa absurda de mi vida. Y todo por ti. ¡Qué asco!
— Yo… en serio no sé qué decir, Abe.
— Empiezo a dudar que seas el inteligente de la familia. ¿Un “gracias” quizá? ¿Un “trataré de pasar más tiempo juntos” puede?, ¿un “utilizaré algo de este dineral para llevarte de compras cuando quieras”?
— Gracias Abe… Gracias…
— Bueno, éste es un momento adecuado para abrazarte, y veo que tú también estás predispuesto, pero realmente no creo que sea conveniente con la tarde que te has gastado.
— ¿La tarde que me he gastado YO? ¿Debo recordar quién fue quien me llevó hasta ese lugar para filmar una puta porno?
— ¡Puto pesado! Me voy a la ducha —dijo levantándose y dejando el notebook en la cama. “Borrando contenido. Por favor espere”.
— Claro, claro… podrías quitarme las esposas.
— Claro que podría quitarte las esposas. Pero… verás, prefiero que estés aquí para cuando vuelva.  
— ¿Eh? ¿Estás bromeando conmigo, Abe?
— ¡Dios, realmente eres un tío lento!
Borrado completo.