Su abuela esperaba cada
noche a que su abuelo se durmiese después de forzarla para llorar sus miserias
en silencio.
Su madre esperó
durante años a que su padre volviera a ser el hombre cariñoso del que se
enamoró y no esa bestia que le llenaba la piel de moratones.
Pero ella no. Ella
ni siquiera esperó a que su novio le levantase la mano. En cuanto escuchó de
sus labios el primer "puta", se decidió. La venda cayó de sus ojos y
en un solo instante notó los celos, las inseguridades, la rabia latente en
aquel cuerpo que casi la duplicaba en peso…
Esa noche, no
rehuyó sus tímidos intentos de hacer el amor. Cuando la sintió responder, él
pensó que le había dado el perdón que tanto había pedido.
Él se sintió
poderoso y confiado al creer que la tenía dominada. Ella se sintió poderosa y
confiada al saber que lo tenía dominado.
La mujer permitió
que esas manos, fuertes y masculinas, se colasen bajo su ropa interior. Debía
reconocer que sabían dónde y cómo tocar y por eso se relajó y dejó que
siguieran las caricias. Se retorció, como cualquier otra noche, cuando dos
dedos se hundieron en su coño. Suspiró antes de sellar sus labios con un beso y
no quiso esperar a que él terminase de tomar la iniciativa.
En un momento dejó
de ser la mujer apocada que se dejaba disfrutar y desató sus instintos sin
temor. Se volvió pantera, fiera desatada, fuego indomable. Una vez desnuda, se
volcó sobre él y lo montó con energía. Cabalgó hacia la madrugada sin permitir
que él tomase el control. Su sexo exprimía al contrario; los orgasmos, solo los
suyos, los dulces y totales orgasmos femeninos, no se hicieron esperar.
Ella lo dominaba
todo. Eligió hasta el momento en que él debía correrse, y cuando sintió su
cuerpo llenarse del cálido y viscoso semen, disfrutó de un último clímax
besándolo tiernamente por última vez.
Esperó a que se
durmiera y, con las piernas aún adormecidas por el recuerdo de los orgasmos, se
levantó, se vistió en silencio y salió de la casa.
Sonrió cuando el
aire frío de la noche azotó su cara.
Ni siquiera volvió
la vista atrás mientras se alejaba para siempre.
Hoy, en una blanca
y aséptica cama de hospital, cansada pero feliz, ya solo espera a que la
enfermera deposite en sus brazos a su hija, que llora buscando de nuevo el
calor maternal.
Él, en su casa, quizá,
sigue esperando a que ella vuelva, y no termina de entender qué fue lo que
pasó.
Ella solo espera
saber educar a su hija para que viva feliz sin esperar.
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