La
pequeña prisión huele a humedad, a orín y a deposiciones secas.
Está tan oscuro que no pueden ver a las cucarachas pasear sobre ellas.
Un
rato más tarde las fuerzas del orden desalojan a la clientela del
local y lo recorren minuciosamente buscando a las esclavas sexuales.
La infructuosa redada concluye con el dueño y sus trabajadores
montados en un furgón policial.
Todos
los detenidos poseen permiso de residencia y contrato de trabajo.
El buen hacer de un abogado imposibilita demostrar que en el “Club
Paraíso” se comete alguna actividad delictiva. Sin pruebas, no
pueden retenerlos más tiempo.
El
Ruso
se pavonea de su invulnerabilidad al despedirse del detective
Ramírez. De no ser por el aviso del poli que tiene en nómina, no
se reiría tanto. La trata de blancas y la explotación sexual son
delitos graves.
Al
volver al club, uno de sus hombres le cuenta que quien los ha
delatado ha sido Dorina.
Sacan
a las chicas de su encierro y las colocan sobre el suelo en forma de
fila india. Uno de los matones, levanta a la soplona, tras desgarrar
sus ropas como si fueran papel de regalo, la libera y le quita la
suciedad bajo el chorro de una manguera.
El
Ruso
la ofrece a sus sicarios para que se desahoguen. Mientras los seis
hombres cometen las mayores vejaciones con su cuerpo, Dorina se
desconecta de la realidad y deja que su corta vida pase ante sus
ojos.
La
pobreza de su infancia, la prosperidad que le prometieron con el
viaje a España, descubrir que para pagar su deuda debía abrirse de
piernas en un club de carretera y que sus únicas amigas eran las
drogas ¿Qué le llevó a confiar en aquel trabajador social? ¿Por
qué le contó su problema?
Su
destrozado ano gotea el esperma del último de sus violadores, cuando
oye tras de sí la voz del Ruso.
—¿Qué
esperrabas
iéndote
de la lenjgua?
La
muchacha no responde, pues lo que ve le hiela la sangre: su “dueño”
golpea contundentemente un tubo de metal contra la palma de una de
sus manos, mientras ordena a sus hombres que obliguen a las otras
chicas a mirar.
Un
quejido infrahumano llena el aire cuando el ancho cilindro es
introducido violentamente en la vagina de Dorina. En el momento que
los nudillos hacen de tope, las gotas de sangre ya han formado ya un
pequeño charco.
Con
el tubo incrustado entre sus muslos, con los retazos de conciencia
que le queda, ve como el tipo saca una pistola del bolsillo, apunta
impávidamente a su cabeza y le dice:
—No
me gusta tirrar
mi
dinerro,
perro
debes serrvirr
de
ejemplo.
Algún
día su cadáver será descubierto por el perro de un cazador y será
uno más del montón de casos sin resolver.
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