GatitaKarabo resume así su segundo relato para el ejercicio psiquiátrico: Las causas del comportamiento de Marcos de Aguilar, el asesino de la pala.
UN CHICO NORMAL
La fotografía muestra un niño rubito de unos diez años, sonriente, sosteniendo en sus brazos un cachorro de pastor alemán. Puedes observar con detenimiento su mirada, su sonrisa, su expresión… Intenta buscar algún indicio, pero no verás nada más que la imagen de un niño inocente, de un crío feliz.
¿Qué ocurrió entonces cinco años después? –Te preguntarás- ¿Cuál fue el clic que lo desencadenó todo? Marcos no sufrió abusos ni rechazo, no era un inadaptado social fruto de un hogar disfuncional. Sus padres no eran alcohólicos ni drogadictos ni delincuentes. Eran gente trabajadora, gente corriente.
El coeficiente intelectual del muchacho era bastante superior a la media, aunque sus calificaciones escolares rayaban el aprobado. No era un alumno conflictivo, nunca se metió en líos ni en peleas. Más bien era tímido y muy, muy callado. Marcos era un chico tranquilo. Un chico normal.
Otros vecinos, que apenas le conocían, pero que creen que lo saben todo, negarán con la cabeza. Marcos de Aguilar… ¿Un chico normal? Oh, vamos… Su mirada era huidiza, no saludaba a los vecinos, no se relacionaba apenas con nadie. Marcos era un chico raro. Siempre vestía de negro. Sentía una extraña atracción por los vampiros, por lo gótico, por todo lo relacionado con la muerte… Dicen que tenía símbolos satánicos en su dormitorio y un póster de Marilyn Manson. Escuchaba a todas horas esa música demoníaca. ¿Y los video-juegos? Se pasaba las tardes jugando en su ordenador o en su Play Station. Juegos violentos, juegos de roll. No sería raro que también se drogara. ¿Cómo es que sus padres no lo notaron? Había claros indicios de que el chico era extraño, que no era normal…
Los que tengan hijos adolescentes torcerán algo el gesto, porque probablemente sus pequeños vástagos, esos mismos de sonrisas infantiles e inocentes en las fotos de hace cinco años, ahora suelen vestir de negro, adoran a los vampiros y a los zombies, juegan sin descanso al GTA San Andreas, escuchan música marcada con el logo "Parental Advisory Explicit Lyrics" y se habrán fumado un canuto alguna que otra vez.
Los niños que antes contaban todo a papá y mamá, ahora ya no cuentan nada. El pequeño futbolista dicharachero y chistoso se ha convertido en una sombra silenciosa y tatuada que apenas sale de su habitación cuando está en casa, más que para comer. La preciosa princesita de cuento de hadas ahora es una reina oscura, de tez pálida, que se pinta los ojos y las uñas de color negro y lleva un piercing en la boca. Esos mismos padres volverán la vista atrás, a los maravillosos años ochenta, a su propia adolescencia… Y reconocerán que tampoco fueron tan distintos a como son ahora sus propios hijos. Los adolescentes son raros, polémicos, impulsivos, rebeldes… Pero la adolescencia no justifica el asesinato.
Asesinato... "El asesino de la pala". Ese ha sido su bautizo mediático en la prensa, en las crónicas de sucesos morbosos -como aquel "el asesino de la ballesta" o "el asesino de la catana"-. Ya nunca será conocido como Marcos de Aguilar García, sino como Marcos, el asesino de la pala.
¿Y qué es lo peor que le puede pasar después de lo que hizo? Pues amparado por su edad, lo máximo será de cuatro a cinco años de internamiento en un centro de menores. Probablemente antes de cumplir los veinte estará libre, con unas cuantas páginas Web de seguidores que le felicitarán por su hazaña y que incluso le ofrecerán donativos monetarios, estará liado con una fan suya -alguna de esas chicas a las que les atraen los chicos malos- y cobrando una paga del estado.
Pero esas serán las posibles consecuencias de su crimen, no las causas. O es posible que ambos factores estén relacionados. ¿Fueron las ganas de llamar la atención y de ser el centro de los medios de comunicación los motivos que desencadenaron ese crimen sangriento? ¿Hasta ese punto puede llegar el deseo de "ser famoso"?
¿Entonces? ¿Cuál es la explicación? Un adolescente normal no se levanta a media noche, agarra una pala del jardín y va al cuarto de sus padres, que duermen inconscientes del peligro que les acecha, y la emprende a golpes contundentes y rabiosos contra su propia madre. Cuando el padre intentó detenerle, el chico le dejó inconsciente de un palazo. Luego siguió golpeando la cabeza de la madre, machacándole el cráneo y destrozándole la cara hasta dejársela irreconocible.
Y como eso no lo hace un chico normal, la causa de su comportamiento anormal es su propia anormalidad. Tienden entonces, tanto especialistas como profanos, a denominar su peculiaridad con nombres y apellidos científicos y esdrújulos: Sociopatía psicópata, maníaco delirante, esquizofrénico paranoico, psicosis epiléptica idiopática…
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Loco. Esa fue la causa. Me volví loco. La opción más fácil, la mejor respuesta cuando se ignoran las verdaderas respuestas.
Trastornado, desquiciado… como una puta cabra. Visto desde fuera a mí también me lo parecería. Es complicado explicar lo sucedido sin parecer un majara.
¿Odiabas a tu madre? ¿Discutiste con ella ese día? ¿Acaso pasaba de ti? ¿Te hizo ella algo? No, no, no, no… ¡NO! No lo entienden. Yo amaba y odiaba a mi madre de la misma manera que todos odiamos y amamos a nuestras madres. Ella no me hizo nada, ni se portó mal conmigo, no discutimos ese día…
Todo empezó unos meses antes, cuando eso apareció en su barbilla, bajo la boca. Al principio era como un grano, un bultito, pero el médico de la seguridad social dijo que no tenía importancia. Era una simple queratosis seborreica. Tampoco es que yo le prestara demasiada atención.
Hasta que un día ella estaba en la cocina, se volvió hacia mí y me preguntó algo. No le contesté. No sabía ni lo que me decía. Su boca se movía pero yo estaba como ofuscado mirando eso. Y es que eso era enorme, terrorífico, horrible… ¿Cómo no lo había visto antes? Se había desarrollado y convertido en una protuberancia asquerosa: una excrecencia de color negro, como una uña de grande, de carnosidad abultada y superficie rugosa y estriada, rematada por un grupo de pelos que se erguían y vibraban desafiantes, acompasando el movimiento de la boca al hablar.
Apenas comí ese día. La tenía sentada a la mesa, enfrente de mí, como de costumbre. Pero ya no era lo mismo. Noté que todo había cambiado. Ella había cambiado. La cuchara subía y bajaba, los sorbidos de la sopa me crispaban aún más los nervios, intenté bajar la vista pero me era imposible dejar de mirar esa cosa, ese conglomerado negro y repulsivo soldado en su piel, muy cerca de la boca.
Unas gotas de sopa y un fideo resbalaron por la comisura de sus labios, regando esa plasta de carne muerta cubierta de pelos. Antes de que el fideo cayera, ella lo atrapó con la lengua, relamiendo esa cosa. Era más de lo que podía soportar, me levanté y me fui al baño. Las arcadas me volteaban el estómago y hubiera vomitado hasta las tripas de haber comido algo.
Y cada vez era más grande… Le veía crecer, burbujeante y deforme, usurpando, desbordándose, invadiendo. ¿Quitárselo? No. Ella ni lo pensó siquiera. A mi padre tampoco le importaba, parecía estar ciego.
Yo sabía la verdad. Era ridículo pensar en eliminar eso, cuando eso era lo que poseía toda la fuerza y la energía vital. No era una persona con una verruga. Era una verruga con una persona. Mi madre, siempre tan sumisa, un ente sin voluntad, había sucumbido a la dominación de esa cosa repugnante y vivía adosada a ella.
Pasé de observarla fijamente a evitarla por completo. Era algo visceral, una especie de impulso atávico que me hacía tenerle aversión. Ya no podía mirarla ni acercarme… Me daba tanto asco que no podía permitir que me tocara, ni comer nada que hubiera cocinado. Me alimentaba a base de cereales, o comida de lata o bocadillos que preparaba yo mismo. Solía comer en el bar del instituto. En una ocasión la sorprendí oliendo las toallas que salían de la lavadora. Acababa de ducharme y sentí un escalofrío que me estremeció hasta lo más profundo de mi alma. Comencé a lavar mi ropa en una lavandería y a ducharme en el vestuario del gimnasio.
De noche apenas podía dormir. En cuanto cerraba los ojos, volvía a ver esa oscura abominación detestable y nauseabunda, erizando sus pelos altivos como patas de araña, intentando atraparme.
Sin embargo todas mis precauciones no sirvieron de nada… Una tarde, frente al ordenador, estaba tan cansado por la falta de sueño que me dormí en la silla del escritorio. Me despertó un cosquilleo inquietante en la mejilla. Mi corazón dio un vuelco y cayó a las profundidades para volver a subir encabritado golpeando mi pecho con furia. Me impulsé con la silla hacia atrás pero ya era demasiado tarde… ¡me había besado!
-Hijo, no te asustes. Soy yo. Te habías quedado dormido. Marcos… ¿Estás bien? ¿Marcos?
El sudor frío me envuelve de nuevo en estos momentos. Es como si volviera a sentir el roce de esa cosa inmunda en mi cara, con sus folículos como tentáculos tentando el terreno, con la intención de arraigar bajo mi piel y corromperla. ¡Ese era su propósito! ¡Infectarme! ¡No podía a dejar que ese ente antinatural me infectara a mí también! ¡Tenía que defenderme! ¡Tú hubieras hecho lo mismo! Fue instinto, instinto de supervivencia…
Sin embargo sé que no sirvió de nada. Ya estoy contaminado. Lo puedo notar ahora, eso, eso está dentro de mí. Siento un hormigueo bajo la piel de la mejilla, la semilla está plantada, echando raíces y a punto de emerger, eclosionando en mi rostro, como una fruta podrida, negra y peluda. Si tuviera un cuchillo me arrancaría la piel, limpiaría toda la carne contaminada, pero están prohibidos los objetos cortantes.
Llevo un día aquí. Me trasladaron tras el interrogatorio preliminar a este centro de menores. Mi habitación tiene la cama y la silla clavadas al suelo, la pared es acolchada, hay barrotes en las ventanas y una persiana sin cortinas El nudo en mi garganta no me deja ni tragar saliva. Otro nudo, situado en un extremo del cordón de la persiana, rodea mi cuello. Tengo la boca seca. Siento una opresión en el pecho que no me deja respirar. Me arde la mejilla… ¿mamá? Arrodillado en el suelo me inclino hacia delante, hasta que todo termine… ¿mamá? No puedo soportarlo más… Quiero que todo termine… que todo termine ya… mamá… mamaaaaaá…
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Marcos, el asesino de la pala, se suicida en su habitación del centro de menores. Algunos pensarán que angustiado por los remordimientos puso fin a su vida, profundamente arrepentido por lo que le hizo a su madre. Otros seguirán pensando que era un sociópata y que esos justifican sus actos, pero nunca se arrepienten.
Eso sí, todos coincidirán en que el chaval se volvió loco, como una puta cabra… Mira, ahí está su foto, cuando tenía diez años, sonriendo con un cachorrillo en los brazos. Parecía un chico normal, ¿verdad?
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