lunes, 21 de marzo de 2011

El montoncillo y la gata (Trazada)

Acabamos de hacer el amor. Estamos en esa pausa distendida en que, desaparecida la urgencia, las caricias ganan sosiego y siguen siendo delicia. Nuestras cabezas en la misma almohada, toco el pezón derecho de Luna. Me encanta hacerlo. Adoro rozar su areola granulosa y desnuda con la yema de los dedos.

- ¡Qué bien lo pasamos juntos! – comento. Luego pienso lo que pienso y le hago la pregunta que me ronda por la sesera – Una cosa: ¿Si alguien te preguntara cuál ha sido la mejor noche de tu vida, qué responderías?

Luna me aparta la mano de su pecho y vuelve a este lado de las cosas.

- ¿Por qué iban a hacerme esa pregunta? – salta como un resorte - ¡No me digas que vamos de comparaciones y quieres oír que la tienes más gorda y más larga que nadie y que follas de récord Guiness! Te creía más maduro.

- No es eso – protesto acariciándole el vientre -. Es que voy a escribir un relato para un ejercicio de autores, el tema es “Mi mejor noche”, y estoy buscando ideas. Nuestras noches me las sé y son magníficas, pero me gustaría saber de otras.

- Eso es distinto –vuelve a emperezarse mi chica -. Hagamos una cosa –sigue -. Primero me cuentas una noche tuya y luego te contaré yo una mía. ¿Te parece?

Le digo que sí y me pongo a pensar. Quizá en otro momento hubiera recordado otra historia, ahora ha sido la de Tina la que me ha venido a la memoria. ¿Por qué no? Fue hace muchos años y resultó importante para mí. Me convenció de que yo tenía las mismas oportunidades que cualquiera para llevarme una mujer a la cama…o mejor, para que a una mujer le apeteciera llevarme a la cama a mí.

Carraspeo y empiezo a contarle a Luna:

- “Yo tenía diecinueve años y ella iría por los cuarenta. No llegué a saber cuál era en realidad su nombre -¿Ernestina? ¿Justina? ¿Martina?-. Para mí fue Tina, sin apellidos, aquella noche calurosa en que la conocí en un bar de los de antes, con mostrador de mármol y, sobre él, tarros con aceitunas y variantes.

Estaba solo en Barcelona. Mis padres y mi hermana veraneaban en Bagur. Yo había tenido que quedarme en la ciudad por culpa de tres asignaturas que se me atragantaron en Junio. Aquella noche me dolía la cabeza y decidí tomar un bocadillo por ahí y retirarme pronto. Estaba zampándome un blanco y negro cuanto Tina entró en el bar, pantalones prietos, morena, exuberante. Llevaba de la mano a una chiquilla de seis o siete años con la que hablaba en francés para, sin solución de continuidad, soltar para sí misma parrafadas muy rápidas en italiano, talmente repiqueteos de ametralladora.

Éramos los únicos clientes del bar. No sé por qué me fijé más en la niña que en Tina. La chiquilla se esforzaba por hacerse entender por el camarero, repitiendo hasta la saciedad las mismas palabras francesas, y él ni flores, que si se desconoce un idioma tanto da oír una expresión dos veces como mil. Tina –todavía no conocía ese nombre- permanecía en segundo plano, desinteresada, con aires de madrastra de Cenicienta, y la niña se desesperaba por conseguir un zumo de naranja –“je veux un jus d´orange” ”Un jus d´orange, s´il vous plaît”- hasta que, no pude remediarlo, intervine, y la niña tuvo su zumo. Se puso a hablar conmigo y yo estiré de las zonas más alejadas del recuerdo para desempolvar mi francés oxidado por años de desuso, ella comunicativa y yo siguiéndola, en tanto Tina permanecía a un lado como si la cosa no fuera con ella.

La niña y yo salimos del bar tomados de la mano y cantando el “Malbrough s´en va-t-en guerre”, Tina nos seguía unos pasos atrás; - todavía no habíamos cambiado una sola palabra,- los tres calle adelante hasta que, al pasar por una cafetería, la niña me estiró y entramos. Nos acomodamos en barra, y allí ya hablé con Tina y me habló, y medio en italiano, medio en francés, me contó su historia. Cuando terminó, llevábamos tres o cuatro gintonics cada uno y la niña dormía en una silla de la cafetería sin que le hiciéramos demasiado caso.

Me habló de su niñez en Milán, de su ilusión por ser bailarina y de la academia a la que acudió a aprender, del teatro de la Scala en que, entre ópera y ópera, triunfaban los ballets rusos, y de su sueño de, algún día, formar parte de su elenco. Me contó sus desilusiones, sus fracasos, su hambre, su primera oportunidad que no era nada, pero que podía darle unas liras. “Tienes buena figura y es tonto desaprovecharla, Tina. Puedes seguir con tus clases y enrolarte con nosotros. Saldrás en topless y con muchas plumas, junto con otras chicas, haciendo lo que más te gusta: bailar”

Fue en una sala de fiestas, y en otra, y “¡qué suerte, nos contrataron en Niza!” ”Pero ¿y mis clases de ballet?” “Ya seguirás con ellas más adelante ¿te imaginas Niza?”. Y fue Niza, y Lyon, y Nimes, y Burdeos, y cada noche: “La sala de fiestas la Goulue se complace en presentarles la gran atracción internacional Fantasía Italiana”, tachín tachín; Tina era la tercera por la izquierda, -pie adelante, pie atrás, contoneo, pie adelante, pie atrás, arriba los brazos,- ¡qué lejos Tchaikowski!, ”la sala de fiestas Coup d´Argent se complace en presentarles la gran atracción internacional Fantasía Italiana”; era un pozo del que no veía el modo de salir. Sí, se sueña, se cuenta: “Gigliola atrapó a un tipo riquísimo que le montó un apartamento”; más sencillo resulta hacerse millonario en el Casino de Montecarlo. Sin embargo, me contó Tina, ella hizo el pleno cuando ya frisaba los treinta. Conoció a Gerard. Era ingeniero y acudió una noche a ver el espectáculo. Tomaron unas copas, y al día siguiente estaba otra vez allí, y al otro, y al otro. Las compañeras la animaban “Lo tienes en el bote y ese es de los que se casan”. No se equivocaron, Gerard era de los que se casaban, fue como un cuento de hadas, todas las chicas acudieron a la boda y lloraron de emoción. Tina no acababa de creérselo, se pellizcaba para convencerse de que no soñaba, pero estaba despierta y bien despierta: Era la mujer de un ingeniero e iba a vivir en Lyon.

“Eso fue hace ocho años, siguió Tina. Lyon es provinciana y triste y además está Gerard: “Tina, no has de hacer esto” “Tina, compórtate”. Estoy harta ¿sabes? Estoy harta de Lyon y de Gerard, y solo me faltaba la sobrinita de mi marido –y señalaba la niña dormida- que hay que llevar a Málaga con sus padres. Ya está bien, esto no hay Dios que lo aguante. ¿Y mi marido? Hay que conocerlo. Ese no hace algo por nada. Hemos venido a España combinando trabajo y placer. Fue ayer a Madrid –algo sobre la adjudicación de una autopista- y volverá mañana.”

Estaban cerrando la cafetería, así que tomamos un taxi y acompañé a Tina y a la niña a su hotel. Al ir a despedirme, Tina me dijo:

“Espérame. Acuesto a la niña y bajo.”

Un cigarrillo, dos –entonces todos fumábamos-, la cabeza todavía pesada, por más que el alcohol enmascarara la anterior jaqueca, y Tina bajó, “la noche es nuestra”. Se había cambiado de ropa; no llevaba pantalones sino falda amplia con mucho vuelo. Fuimos a una sala de fiestas del Paralelo, dos copas más, y a Tina le salió de dentro, de lo más hondo, la chica de las plumas. Se sacó la blusa de la cinturilla de la falda, se anudó los faldones sobre el estómago y se puso a bailar: toda una sinfonía de sensualidad en la pista. Formó corro. ¿Por qué dejaste tu vida, Tina? ¿Por qué lo cambiaste por un aburrido ingeniero de Lyon? Iba a comenzar el show y volvimos a la mesa. “Oye Tina, esto es muy caro y llevo poco dinero”. “Entre los dos alcanzaremos”.

Era un número de baile. Al concluir, Tina me dijo: “Perdóname un momento” y fue a los camerinos. Por un segundo esperé verla salir cubierta de lentejuelas y plumas moradas, pero no, volvió con una de las chicas que habían bailado momentos antes. “¿No es casualidad? Es Nicole, coincidimos dos meses en Chamonix. Hay que celebrarlo”. Bebimos cava hasta secarnos los bolsillos, mi bolsillo en el primer sorbo, el de Tina justo al abonar la cuenta. “Vámonos”. “¿Qué hora es?” ”Ni te la digo”.

Era muy tarde. Tina me pidió que la acompañara al hotel. Ni siquiera sé de dónde saqué el valor, tal vez de alguna película recién vista. “No, Tina. Te invito a una copa en mi casa”-estábamos muy cerca-. Que sí, que no sé, y allá que fuimos, y, sin excusas ni preparativos, me abrazó con hambre, como si se zambullera en el río dejando en la orilla la ropa y la sobrina y el marido y la salida de los viernes y la visita a los señores Dupont y Lyon entero anclado junto al Ródano, y yo disfruté su abrazo con regustillo a fin de fiesta conmigo, sus pechos llenos abiertos como flores, los pezones erectos y oscuros, la boca voraz comiéndome los labios, sus manos palpándome el cuerpo, agarrándome la verga, sus cuarenta años, ávidos, mis diecinueve rebosantes de hormonas, combinación explosiva donde las haya. Mañana será otro día, un poco de resaca y una dulce pereza en los miembros, hay que vivir la madrugada en la cama de una casa desconocida que jamás volverá a pisar, los dos, Tina y yo, sin pasado ni futuro comunes, sin ninguna relación fuera de aquella noche, pero con un presente en estallido, nuestros cuerpos acoplándose con facilidad, como si se conocieran los caminos, con esa sabiduría inigualable del instinto.

Tina me llamaba su niño y yo, al palpar aquella piel en la frontera, -todavía carnes firmes pero sin que desentonara ya la palabra ”todavía”-, al acariciar a aquella mujer que sabía saborear la textura y urdimbre de mis besos mucho más que las chicas de mi edad, supe que era aquella una noche irrepetible para los dos: para Tina porque la redimía de su aburrida vida provinciana y la ofrecía el regalo de un chico tierno –entonces lo era, Luna, te juro que lo era- y para mí porque me hizo asomarme al mundo de los adultos, a la vida real con sus fracasos y sus frustraciones, pero también con sus placeres, más sabios, más reposados, más totales.

La condenada se movía como una batidora. Se retorcía, me abrazaba la cintura con sus muslos fuertes, piernas de bailarina apretándome los ijares, en tanto su vagina se acoplaba de tal modo a mi verga que verga y vagina parecían una sola carne frotándose, entrando y saliendo, aunque sin acabar de hacerlo, en sí misma hasta estallar en jugos, en semen y en orgasmo, y así una vez, y dos, y tres –¡ay esos diecinueve años!- hasta que llegó el sueño, por más que siguiéramos buscándonos en él, agotados, relajados, satisfechos, distendidos, masas.

Despertamos con hambre pasado el mediodía. Nos vestimos tras una laboriosa búsqueda por detrás de los sillones, debajo de la cama, en una silla del recibidor; en cualquier lugar podía aparecer un sujetador, una falda, un slip o unos zapatos. Fue entonces, a lo largo y ancho de la casa, tal vez cuando Tina buscaba las braguitas o la blusa, cuando reparó en la muñeca de mi hermana. “Mi sobrina tiene una igual” comentó. A la luz del día había recuperado a su sobrina y al señor ingeniero y a Lyon, y se la veía un punto avergonzada, con prisa de salir a la calle, de mezclarse con gentes que no la conocieran como yo la conocía ahora.

Pese a ello la acompañé al hotel. “¿Y si mi marido ha vuelto de Madrid?” No respiró tranquila hasta que preguntó en recepción. Mientras lo hacía, yo me sentía de lo más incómodo: ¿Y qué hago si aparece el tal Gerard? “Espérame en el bar, que voy a ver a mi sobrina. La última copa corre de mi cuenta.”

Bajó a poco y fue nuestra última copa juntos, la de la despedida, Tina justificándose “no creas que acostumbro hacer esto, no sé lo que ha pasado. Ha sido la primera vez desde que me casé.”- ¿en cuántas ocasiones las mujeres dicen esa frase o parecida?- “Fue una noche deliciosa, Tina.” “Fue una noche deliciosa, Ernesto”. Y, un momento antes de irse: “Le he dicho a mi sobrina que he estado en una casa en la que había una muñeca igual que la suya”.

Esa es la historia de mi noche con Tina. Sé que no es una gran historia, pero es la mía.”

Dejo de hablar y beso a Luna en el cuello. Le encanta que lo haga. Le doy besos chiquitos de pajarillo – nada de chupones –, y a ella se le erizan los vellos de los brazos. Luego le pregunto:

- ¿Qué te ha parecido?

Duda:

- No sé. Esperaba más detalles escabrosos. Has pasado de puntillas por los polvos. No me enterado de si le comiste el coño, de si hicisteis o no el sesenta y nueve, de si te la chupaba bien, porque eso supongo que lo haría ¿no?, si se la metiste también en el culo… No me he enterado de nada, Ernesto. Si te publican eso en Todorelatos, los lectores te corren a pedradas. Echa más carne en el asador.

- Pero…

- No hay pero que valga.

- Bueno – me resigno -, cuéntame tu historia. Si me pone, tal vez me inspire algo más cachondo. ¿De qué vas a hablarme? ¿De tu primera vez?

Luna suspira.

- Yo, como casi todas las mujeres, tengo dos primeras veces – me explica. La número uno fue cuando un chico me metió la verga y estrenó mi coño; la número dos, la primera ocasión en que tuve un orgasmo. Lo del primer chico fue muy confuso y, estaba tan nerviosa que me acuerdo de poco - es falso que se recuerde siempre la primera vez, muchas chicas nos sentiríamos más felices si consiguiéramos olvidarla -; en cambio tengo muy presente mi primer orgasmo. La pérdida de la virginidad –suena cómico, pero no sé decirlo de otro modo- fue una especie de ensayo general, sirvió para superar el miedo al daño físico y poco más. No, esa no fue en realidad mi primera vez. En cambio lo de Jaime, mi primera vez de verdad…

Calla unos segundos, tal vez reordenando las ideas. Después sigue hablando:

- “Jaime era profesor de Filosofía en la Facultad. Un sol de hombre, casado, eso sí, treinta años, moreno, delgado. Todas las alumnas de primero estábamos medio enamoradas de él, pero fui yo quien consiguió una cita. Jaime se arriesgaba al salir conmigo, se jugaba el puesto de trabajo, pero no le importó: yo tenía dieciocho años que parecían menos y debía ser, a sus ojos, una perita en dulce por la que valía la pena jugarse lo que fuera.

Habíamos quedado a las cinco de la tarde, lejos de mi barrio. Yo iría al punto de encuentro en autobús y allí me recogería Jaime con su coche. Recuerdo, como si fuera hoy, cada detalle de aquel día mágico, el primero de mi vida, y uno de los pocos, en que me he puesto sujetador. No hay mucho que sujetar, demasiado bien conoces estas tetitas que tengo por castigo, pero pensé que llevarlo me haría más mujer. Fue mi única concesión en el vestir, ya que, aparte de eso, iba de trapillo: llevaba jeans y camisa blanca.

No hubo novedades en el trayecto de autobús y, cuando llegué a destino, Jaime me estaba aguardando. Subí al coche con el corazón latiendo fuerte; me excitaba, por un lado el escondernos, lo que tenía nuestro encuentro de cita prohibida, y por otro me encendía el mismo Jaime, su seguridad, su adúltero aplomo, el saber que de allí a poco estaría en sus brazos.

Puso el coche en marcha y me tomó la mano por encima de la palanca del cambio de marchas. “Vamos a mi apartamento de la playa. Está a pocos kilómetros” me informó. Casi ni le escuché, tenía mis cinco sentidos puestos en la explosiva sensación de nuestras pieles al rozarse. Apoyé la cabeza en la parte superior del asiento y cerré los ojos para que nada pudiera distraerme del contacto; deseaba que todas y cada una de mis terminaciones nerviosas se concentraran en mi mano izquierda para sorber con mayor profundidad el calor seco de sus dedos. Fue un trayecto inolvidable. Cuando Jaime retiraba la mano para cambiar de marcha, la mía se movía instintivamente en su seguimiento. Me mecía el suave ronroneo del motor del VW Golf; entreabría los ojos y veía el mar a la derecha de la carretera, un mar muy azul con algunas crestas de espuma. Me gusta el mar y me alegró que estuviera presente aquel día: casi en el horizonte se dibujaba en ocre la silueta de un barco grande; planeaban gaviotas. Cerré de nuevo los ojos, pero el paisaje había quedado impreso en el interior de mis párpados hasta que, sin solución de continuidad, fue cambiando sus perfiles en pura sensación de felicidad; tenía la felicidad encerrada en mí, la mano de Jaime y el mar reciente se complementaban y trasmutaban mi sustancia en paz inmensa y redonda. “Podría morirme ahora mismo –pensé- y no me importaría. He colmado la medida.”

Nos desviamos a la playa. Siempre resulta triste visitar un lugar de veraneo fuera de estación, cerradas las ventanas, las puertas de los comercios echadas, las calles silenciosas, pero ese día no tuve sensación de soledad, me sentía el hada buena encargada de darles vida y sentido, saludaba mentalmente -“hola, casa”,”hola pista de tenis”, “hola, jardín”- y no me resultaba difícil escuchar sus respuestas- “hola, Luna”- en una animación de lo inanimado tan lógica como milagrosa.

Paramos en una avenida ancha, perpendicular al Paseo Marítimo y Jaime se volvió hacia mí, despreocupado de la conducción: “¿Vamos, princesa?”. Entramos en un edificio de apartamentos y, ya en el ascensor, me acurruqué contra su pecho, sintiéndome en la cima de una montaña solo mía en que faltaba el aire aunque no importara su escasez, porque se respiraba gozo y plenitud.

“Hemos llegado.” Abrió la puerta y entramos al apartamento. Accedimos a una pieza con un ventanal desde el que, lateralmente, se veía el mar a la luz del crepúsculo. Dentro, un sofá, una mesa, la nevera, una pequeña cocina, todo ajustado al milímetro, y una puerta entreabierta que daba al dormitorio.

Jaime sirvió unas copas –cocaola con un chorrito de ron- y nos sentamos en el sofá. Entonces comenzó la escalada, ese tantear in crescendo en que se abdica del raciocinio y de la voluntad para embarcarse en un instinto tierno. De nuevo el reinvento de los eternos ritos, el sorprendente hallazgo de las claves, el descubrimiento de lo intuido que se convierte en realidad con toda sencillez, sin necesidad de estrategias ni de técnicas. Era una sinfonía en que cada acorde sugería el siguiente, cada frase conducía a la próxima, cada movimiento llevaba al inmediato. Jaime abarcaba mis hombros con su brazo y repetía mi nombre en voz baja, saboreando cada letra como si fuera un pastelillo. Yo me sentía blanda, arcilla húmeda, y Jaime desgranaba “te quieros” en mi oído, me llegaba en marea alta siendo yo playa ofrecida, su mano luchaba con el segundo botón de mi blusa, yo le dejaba hacer con miedo de que le desilusionaran mis pechos mínimos; sus dedos exploraban mi piel en sabia combinación de audacia y ternura, de lentitud e inexorabilidad, sacudían los engranajes de mi cuerpo y me hacían desear angustiosamente que siguieran avanzando. Sus yemas se remansaban en la piel de mi escote, adelantaban, retrocedían, realizaban fintas y fintas, llegaban al borde del sujetador y quedaban allí, a un par de centímetros de mi botón endurecido, como si su inmediato objetivo fuera el sujetador, y no mi carne.

Tenía el alma tensa como la cuerda de un arco, mi cuerpo entero se volcaba en deseo de que la mano de Jaime completara la caricia. El seguía hablando y eran sus palabras descargas eléctricas que me encendían la sangre; ya su índice formaba hueco –era fácil formarlo dado que tengo un tórax casi de chico- entre la copa del sujetador y mi carne, remoloneaba, se retiraba para retornar acompañado del dedo corazón, tanteaban ambos, me hacían perder el aire y la capacidad de respirar al acariciar suavemente el granuloso borde de mi areola, la rodeaban por entero, la delimitaban quedando en la breve frontera entre la piel del pecho y la incipiente rugosidad de su centro. Yo sentía la boca seca, la abría para no ahogarme de deseo, elevaba el rostro buscando el de Jaime, los ojos cerrados, la respiración anhelosa, y en tanto los dedos seguían cerrando el cerco hasta que me oprimieron el pezón, lo pellizcaron, me acuchillaron de placer, me obligaron a gemir y a buscar los labios de mi pareja con los míos, y nos besamos y escuché campanas y el “Mediterráneo” de Serrat y el aleteo de las golondrinas y también el sonido del mar. Su mano había tomado confianza y abarcaba unos de mis pechos, y nos seguíamos besando, cada uno sujetando la otra nuca, en un repetido gesto de dominadores dominados, hasta que Jaime, en una pausa, me dijo con voz enronquecida: “Vamos a la cama.”

Fuimos al dormitorio en lenta andadura, parando a cada paso, para así zambullirnos todavía más en nosotros y reconocernos los contornos por encima de la ropa. Las manos de Jaime tan pronto me tocaban la cintura o los costados como me recorrían la espalda, yo le palpaba a él; llegamos junto al lecho y nos derrumbamos sobre el embozo, vestidos aun, hasta con zapatos, pegadas nuestras bocas y nuestras ropas.

Vino luego ese lento descubrirse que se teje desabotonando, luchando con ojales que ofrecen resistencia a los dedos temblones –porque Jaime temblaba-, adivinando la textura de la piel que se entreve por los resquicios de la ropa en desorden y que, a poco, cobra rotundidad de carne firme y descubierta, mi tórax al aire y Jaime lamiendo mis pezones, mordisqueándolos, adorándolos, en tanto yo me afanaba en desabrochar su camisa y recorrerle el torso con los dedos.

Nos desnudamos, aunque no por completo; yo conservé las braguitas, él su slip. Nos abrazamos poro con poro, tocamos el cielo, arañamos la luz de las estrellas. Jaime me estrujaba, me hacía crujir las costillas y el alma; hubiera pasado así toda mi vida y mil más que viviera, no tenía idea de que pudiera sentirse tanto. Luego me bajó las bragas, le dejé hacer, le ayudé incluso alzando el cuerpo, y él también quedó enteramente desnudo y volvió a abrazarme. Sentí contra mi vientre el calor grande y duro de su sexo. Era hermoso notarlo y también dejarme mecer por sus manos que trazaban y destrazaban caminos en mi espalda, por sus labios que recorrían mi cuello engarzando rosarios de besos que, por un extraño mecanismo, conseguían erizarme la piel de los brazos, y por sus piernas fuertes que me llenaban los huecos, una entre mis muslos, la otra oprimiéndome un costado.

Llegó el momento. Dirigí la verga de Jaime en la entrada de mi vulva y aguardé impaciente sus embates. Me penetró al primer envión, me ensartó resbalando en mis jugos. Me encantaba sentir su fuerza en mi vagina. Comencé a mover las caderas acomodándome al ritmo de sus achuchones, y, al hacerlo me sentí ligera, en un prado verde con flores, muchas flores, un cielo azul y un sol ancho y riente. Me sentía penetrada y era como si el prado entero se estremeciera a impulsos de un viento dulcísimo, como si las campanillas tintinearan porque fueran de oro y no de pétalos. Abrí los ojos y vi los suyos cerca, muy cerca, le aparté el pelo que le caía sobre la frente para abarcarlo más -“te quiero, Jaime” -, besos muy pequeños, picoteos de pájaro, y el valle verde de colinas temblorosas; muy lejos escuchaba el dar de las pezuñas de millares de gacelas en el tambor del prado, era el anuncio del orgasmo, crecía el estrépito de la estampida, los pájaros daban vueltas a la noria del cielo, las gacelas ensordecían el silencio; ya estaba aquí, era enorme, todo lo llenaba en vibración de prado estallante, rugido, poderío, pasó, persistió unos minutos la impresión del galope formidable, se diluyó más tarde y quedó la pradera, permaneció el valle sereno y verde, el arroyo silente, las flores de colores, la calma recobrada.

A poco mi cabeza reposaba en la almohada, muy cerca de la de Jaime. Me hacía bien distenderme, la fiebre ya vencida, y sentirme acunada por la ternura y envuelta en una calma redonda. Alargué la mano y acaricié el cabello de Jaime muy ligeramente, como de puntillas, y, al hacerlo, comprendí que había vivido un milagro: Había descubierto mi capacidad para el goce, hasta esa tarde solo la atisbé, ahora se me revelaba en su total esplendor; tal vez porque ya era tiempo de que viviera mi primera vez.”

Luna calla, la historia ya contada. Alargo el brazo y le acaricio un muslo, mientras pienso que tampoco ella ha descendido al detalle, tampoco se ha puesto en plan porno. Voy a decírselo y de mi boca sale algo muy distinto.

- Luna -digo-, nunca había imaginado en ti tanta ternura.

- Ya –sonríe -. Es la ternura de la primera vez, aunque puede que te haya tomado el pelo y te haya contado un cuento. Ya sabes cómo soy.

No, no lo sé. Nunca he sabido ni cómo es ni por qué está conmigo. Solo sé que me da miedo porque la quiero demasiado. Y juro que eso lo he pensado en miles de ocasiones.

- Pero bueno – ríe ella -, ya está bien de hacer el vago. A ver como responde esa cosita linda.

Me acaricia el pene – todavía le falta tamaño y dureza para merecer el nombre de polla - y me masturba lentamente, recreándose en la suerte.

- A ver si por el mismo precio – bromea – cuando me eche hacia delante puedo chupar algo más que un caramelito de nada.

- Tú me mandas – le contesto.

Y sí, me manda. Luna lo comprueba de inmediato, cuando abre la boca y va recorriendo mi polla – ya merece ese nombre – en toda su longitud. Me estremezco. Ella la besa, la introduce en su boca y la acaricia con la lengua. Mantiene la presión exacta de labios y dientes y acompaña el movimiento de la boca con el de su mano. Con la otra me acaricia los testículos. Me siento en el cielo de los pecadores. Y sigue, sigue chupando, y muevo el cuerpo a su ritmo, yo la orquesta entera, ella la directora, el saxo-sexo en los labios, entonando la más carnal de las sinfonías. Deja de lamerme un momento y, como si me adivinara el pensamiento – no es raro, alguna vez hemos hablado de esto -, me sonríe:

- Este “allegro ma non troppo” lo he interpretado sin que hayas tenido que ponerte la partitura en el ombligo. ¿Remato la faena o tienes una idea mejor?

La tengo. Me pongo a gatas y busco su sexo con mi lengua. Luna gime mientras exploro sus mojados rincones. Me regolfo en el coño, saboreo su gusto a mar, mi nariz en su monte de Venus, recorro con mi sinhueso el intrincado laberinto de los carnosos pliegues, la vertical entrada al placer supremo, hasta que noto que el clítoris se retrae en señal inequívoca de la proximidad del orgasmo. La cubro entonces y la penetro de un solo empellón. Siento en la polla las repetidas contracciones de su vagina y ambos comenzamos a jugar el viejo y divino juego de columpiarnos cada uno en el otro, hacia ti, hacia mí, hacia ti, hacia mí, unidos nuestros cuerpos, atadas nuestras carnes por los sexos.

Gimes, gimo, nos decimos gemidos en lugar de palabras. Me agarro a los pechos de Luna y ella me oprime los costados con las piernas. Los pezones de Luna son piedras morenas que me arañan las manos. Seguimos gimiendo, cada vez más fuerte y a un ritmo más rápido. Su coño abraza mi polla, la exprime, la ordeña. Clavo las uñas en los pechos de Luna, ella me araña la espalda. Estamos a la puerta y sí, no al mismo tiempo pero casi, nos llega el orgasmo total y redondo, nos llegan el rayo, el sol y las estrellas, el tsunami y el final del mundo, en un último espasmo compartido.

Me cuesta volver a este mundo desde el cielo. He de recordar primero el nombre del planeta en que vivo, luego el del continente, y sucesivamente el del país, la ciudad, el barrio y la casa. Si me perdiera en algún tramo del camino de vuelta nunca volvería a ser yo, permanecería disociado de mí mismo por toda la eternidad. Es el riesgo de disfrutar del supremo placer, pero ese riesgo vale la pena.

Abro los ojos – los cerré no recuerdo cuando – y me doy con la perezosa sonrisa de Luna.

- Ahora soy una gata perezosa ¿sabes? – ronronea más que habla.

- Yo un montoncillo de carne agradecida – le respondo.

Pues ya tienes título para tu relato: “El montoncillo y la gata”. Puedes escribir sobre la mejor noche del montoncillo cuando todavía no lo era, la de la gata cuando se creía solo mujer, y la mejor noche de ambos al descubrir lo que realmente son.

Eso hago. Y porque todo es verdad, he comenzado el relato hilvanando las primeras frases:

“Acabamos de hacer el amor. Estamos en esa pausa distendida……”



El montoncillo y la gata
Categoría: Hetero: General

Trazada envía al Ejercicio una conversación de cama en que se recuerdan varias noches mágicas.

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