lunes, 30 de mayo de 2011

Pínchame, amor - 2ª parte (Masulokunoxo)

¡Siempre me pasa lo mismo, joder! Cuando se trata de un “aquí te pillo, aquí te mato”, lo bordo; en cambio, cuando preparo bien la jugada, me acicalo a conciencia –aún me duele el riñón con la puñalada sin IVA que me atizó la peluquera- y pongo en juego todos mis trucos de seducción, la cago. Y esta vez, con lo ilusionada que estaba por causarle buena impresión al vecinito del tercero izquierda –el mamón que firma esto como Masulun…Masukulo…Masu y no sé qué leches más-, el bajonazo que ha recibido mi autoestima es de los que dejan huella.

Con lo bien dispuesto que se le veía al principio, más pendiente de mis cruces de piernas a lo Sharon Stone que del teclado, mientras le dictaba el anterior relato de mis aventuras, aún no me explico cómo es posible que no consiguiese pasar del tercer polvo…porque la corrida de la mamada inicial no cuenta. En fin, que donde esté un fontanero o un albañil bien bragao, que se quite un niñato de estos que se te desinflan antes de que una comience a calentar motores. Mucho bla, bla, bla y poco ñaca-ñaca, ¿no les parece a ustedes? -¡Y tú deja de poner esa cara de circunstancias y escribe todo lo que digo, mamonazo!

Los tipos que me vuelven loca son aquellos que sólo abren la boca para decirte cosas bonitas…o para ponerte a remojo el chichi; con los que basta una mirada, o un contoneo insinuante de caderas, para ponérsela tiesa; los que no se lo piensan dos veces antes de entrar a matar; y, sobre todo, los que no andan pidiendo “un respiro, ¡por caridad!” antes del quinto. Si encima calza un cuarenta y cinco y sabe cómo usarlo, soy capaz de enamorarme del pollo. Es decir, que mi hombre ideal es de los que visten de diario con mono de trabajo y/o anda colgado de los andamios.

Eso ya me ocurría antes de que Chen y sus agujitas me cambiasen la vida, cuando aún ejercía de chica formal, decente esposa y mi conejito pasaba más hambre que una subsahariana en Ramadán. Vamos, que cada vez que cruzaba delante de un edificio en construcción, y escuchaba perlas poéticas del estilo de las que siguen a continuación, la moral se me ponía por las nubes y el coño terminaba haciéndome “chof-chof”:

-¡En ese culo invertía yo todos los ahorros!

-¡Tienes las carnes más prietas que los tornillos de un submarino!

-¡Con esas tetas sueño todas las noches!

Debió de ser después de la cuarta o la quinta sesión de masaje y acupuntura, de la que volvía a casa, calibrando a ojo el potencial de todos y cada uno de los paquetes con los que me cruzaba -sin despreciar por eso a los conejitos juguetones, ahora que había descubierto mi lado bisexual-, cuando me sobresaltaron unos gritos que provenían de las alturas. Alcé la mirada, y allí estaban dos paletas con muy buena pinta –un moraco como un catillo de grande y un rubito con acento gallego-, desgañitándose y colgando con medio cuerpo fuera del andamio. Lo que se me pasó por la cabeza fue que aquellos dos necesitaban urgentemente de mis atenciones, antes de que acabasen engrosando la estadística oficial de siniestros laborales –una siempre tuvo una conciencia social muy arraigada-; además, cuando les pregunté, me aseguraron que estarían encantados de presentarme a los otros seis que completaban la cuadrilla. ¡Aleluya, ocho pollas para mí sola!

Una de dos: o hay más golfas de las que nadie se imagina, o aquellos chicos se organizaban muy bien, porque allí no hubo discusiones sobre quién empezaba primero…una vez que les aseguré de que yo solita, sin ayuda, podía con cinco de cada vez. Me convencí de que la primera opción era la acertada, cuando empezaron a repartirse codazos en las costillas y manotazos en las espaldas, elogiando mi buena disposición y comparándola con la de la última candidata, que no pudo con más de tres de un golpe. Seguro que se trataba de una niñata pija y estrecha.

Y otra prueba de que aquellos paletas sabían lo que se traían entre manos, fue que no se lanzaron sobre mí como una hambrienta manada de hienas. Educadamente, con mucha ceremonia –sólo algún lanzadillo aprovechó la ocasión para empezar a meterme mano, cosa que agradecí mucho-, me condujeron hasta el piso piloto…y reventaron la puerta de una patada. En un periquete me encontré en pelota picada y caliente como una burra en celo, en mitad de un salón con más metros cuadrados que todo mi piso, y rodeada por siete pollas como siete soles, echando a suertes con el “pito, pito, gorgorito” por cual comenzaba. La octava, la que faltaba para completar el cartel, correspondía a un señor mayor y bajito, que observaba la escena acomodado en el sofá, sin decidirse a intervenir. Debía de ser el capataz de la cuadrilla, porque todos le llamaban jefe y le trataban con mucho rendibú.

¡Lo que hay que ver! Al parecer, cuando se la mamas a más de tres tíos a la vez, no estás haciendo una mamada multitudinaria, sino un bukake. Bueno, el resultado es el mismo: un atracón de leche y el cuerpo resbaladizo y pringoso, pero hay que aprender a llamar a las cosas por su nombre. Resueltas así las presentaciones -es que yo no me fío de una polla hasta que me pone las amígdalas a remojo-, propuse cambiar la alfombra del salón –daba pena verla, con pegotes de leche por todos lados- por algo más cómodo. El señor bajito, con buen criterio, decidió que lo mejor sería sembrar el salón con los colchones de las habitaciones, porque tenía serias dudas de que ningún somier aguantase nuestro peso.

Aunque no hiciera falta tanto preliminar antes de entrar en faena, servidora es de las que agradecen alguna muestra de cariño y que la besen apasionadamente, agradezco que me den un buen repaso a las tetas, me pirro por una buena comida de coño y me derrito con una lengua en el culo; así que ni les cuento cuando todo esto me lo hacen a la vez. Las siete corridas que me acababa de tragar, fueron generosamente correspondidas por otras tantas por mi parte.

-Venga, tíos, pasemos al tema, que no tengo todo el día –llegué a impacientarme, porque aquella tarde había quedado con Julia –la amiga pendón que me habló de lo buenos que resultan los masajes- e iba a presentarle a Chen…para comprobar si también a ella le hacía efecto el tratamiento.

¡La madre que los parió! ¡Menudas fieras! Salvo por los preliminares, cuando el gallego me comió el morro con gran dulzura –metiéndome la lengua hasta la campanilla, pero con mucho cariño-, mientras sus compinches se entretenían pellizcándome las tetas, ensalivándome el ojete y revolucionándome el coño a lengüetazos, el resto fue un pim-pam-pum sin tregua; donde tan pronto estaba cabalgando a uno, chupándosela a otro y cascándosela a otros dos, como me veía a cuatro patas, lanzada hacia adelante por un descomunal pollazo en el culo, y tragándome la del que tuviese enfrente, hasta tropezar con sus pelotas. Llegó un momento, con tanto cambio de polla y de posición, que pillé un mareo de la hostia.

-¡Ya está bien de meneos, coño! –me cabreé; y dirigiéndome al moraco, con diferencia el más cachas: -¡Tú, ahí de pie!- y aproveché el alto el fuego para colgarme de su cuello y calzarme aquel pollón moreno hasta las mismísimas pelotas. –Y ahora, que vayan pasando por taquilla el resto-, anuncié orgullosa.

Aquello era otro cantar. Aparte de las ganas que tenía de probar un polvo a pie firme –como entrenamiento, de cara a futuros y previsibles kikis en cochambrosos callejones-, y una vez que Mohammed pilló el truco al asunto y puso sus manazas en mis nalgas, marcando el ritmo del sube-baja, la postura me permitía tener las manos libres para entretener la espera de un par de pollas, el culo en pompa –y a buen entendedor…-, además de que así dejaba de dar vueltas como una peonza y podía concentrarme en disfrutar de mis orgasmos.

El moro tenía un aguante sobrenatural. Mientras sus compañeros se iban turnando y me dejaban el culo a reventar de grumos cuajados –a cada corrida correspondía yo con un par de orgasmos, por lo menos-, el cabronazo seguía allí de pie, impasible, partiéndome en dos el coño con cada puyazo. ¡Allí había gato encerrado!

-¡Ahora, jefe! Aproveche ahora, que el culo de la nena ya no da más de sí. Demuéstrele por qué le llaman Rompechochos- oí que decían a mis espaldas.

Me giré…¡Y lo nunca visto! La polla del capataz, aún un poco morcillona, le colgaba hasta las rodillas. Y mientras estaba distraída con tan portentoso fenómeno, el cabronazo del moro aprovechaba la distracción para separarme las nalgas. Pero a una no se la dan con queso así como así, y eché cuentas rápidamente, dando por supuesto que aquella monstruosidad no aumentaría más de tamaño –y si me equivocaba, confiaba en recibir cristiana sepultura- y que no llegaría al medio metro. Total, que una vez superada la prueba del pomo de la cama, consideré que aquello era un juego de niños.

Con lo que no contaba era que el jefe hubiera decidido indultar mi culito y condenar a mi chochito –últimamente me había dedicado a entrenar la puerta trasera, pero había descuidado un tanto la delantera-; y que el moro, también con un nabo de campeonato, seguía sin correrse. Pero ya saben ustedes lo burra que me pongo cuando se me plantea un reto.

-Venga, Mustafá, ¿a qué esperas? ¿No ves que mi culito se está enfriando?- fanfarroneé, cuando consideré que ya tenía bien encajada la polla del jefe y que podía torear sin mayores problemas a los dos morlacos.

El problema fue que la manguera del jefe, con el calorcillo de mi chochito y la presión que ejercía la polla del moro, creció todavía más…a lo ancho, claro. Y el muy borrico, para no ser menos que el moraco, empeñado el taladrarme el culo a pollazos, comenzó un mete-saca en el que, cada vez que me la metía, el diafragma –y estoy hablando de la membrana que separa los higadillos de los pulmones, y no del chisme anticonceptivo- me presionaba los pulmones, provocándome una terrible sensación de asfixia; y cuando la sacaba -¡Jesús, aún me entran sudores fríos al recordarlo!-, la succión que me provocaba en las tripas amenazaba con sacarme por el coño algún menudillo.

-¿Se te ha comido la lengua el gato, guapa? ¿Por qué no le dices ahora al moro que te la meta hasta los cojones?- me provocaba el jefe.

¡Ojalá hubiera podido contestarle como se merecía! Pero, salvo algún que otro ininteligible gruñido, servidora sólo estaba en condiciones de encomendarse mentalmente a Santa Rufina –mártir arrojada a los leones…que pusieron pies en polvorosa en cuanto la olfatearon-, rogándole poder librarme del trance sin secuelas graves. En circunstancias menos dramáticas, me habría dado el gustazo de replicarle con la frase que pone de los nervios a cualquier pichabrava: -Amor mío, ¡déjate de jugar con el dedo y clávame la polla de una puta vez!

A diferencia de lo ocurrido con la niña pija de la se cachondeaban los paletas –eso me lo contaron más tarde…para no asustarme-, no hizo falta avisar al SAMUR para solucionar el atasco. Con una sincronización que sólo se consigue con mucha práctica, los dos sementales se corrieron al unísono; y puesto que, por mucha presión que se ejerza, en una botella no puedes meter más líquido del que cabe -sin romper la botella, claro-, el sobrante ejerce un empuje que se traduce en propulsión a chorro. ¿Qué coño quiero decir con este galimatías? Pues que faltó el canto de un duro para no estamparme contra el techo, soltando chorros de leche a presión por el culo y el chocho. En consecuencia, le debo mi integridad física a la Mecánica de Fluidos.

Llegué a la cita con Julia dos horas más tarde de lo previsto. Después oírla despacharse a gusto, soltando sapos y culebras por la boca, estuve tentada de contarle la verdad…que me jodía tener que salir corriendo y quedar como una principiante delante de aquellos chicos tan simpáticos; así que no me quedó más remedio que borrarles la sonrisa de satisfacción que lucían el canijo del jefe y el moro. Cuando salí del baño, con la piel en carne viva de tanto frotar los costrones de leche que me cubrían de la cabeza a los pies, lo que se adivinaba en sus caras era miedo…no fuese a retarlos a la quinta ronda. Por supuesto, para no poner a Julia en antecedentes, me mordí la lengua y le conté una milonga sobre un accidente doméstico; aunque la cabrona no tiene un pelo de tonta, y no paró de interrogarme sobre el motivo de que caminase de forma tan rara.

Ya me doy cuenta de que me estoy enrollando más de la cuenta, y que me va a pasar como el primer día, cuando el mingafría que escribe esto me cortó en seco la narración. Antes de que vuelva a pasar, entro enseguida en materia con “mi mejor noche”, pero antes tengo que hacer algunas consideraciones, a modo de aclaración.

Con Julia me sinceré un par de semanas después…más que nada, porque el cotilla de su profesor de pilates le fue con el cuento de que había montado un numerito en el gimnasio. ¡Qué exagerado! La verdad es que había quedado con Julia después de clase, pero mi amiga faltó ese día. –Un asunto de vida o muerte-, se justificó después…cuando no había más “asunto” que el pollón de un vendedor callejero de CD´s piratas, pero es que a mi amiga la vuelve loca el rap…y las pollas morenitas talla XXL. Me harté de esperarla en la recepción, y sólo por curiosear un poco, me colé a fisgar qué se cocía en las diferentes salas del gimnasio. Todo muy normal, hasta que entré en la de culturismo, donde la mayor colección de tíos cachas que he visto en mi vida, se dedicaban a hacer posturitas, mirándose de reojo en un espejo. ¡Joder, pues yo también sé hacer posturitas!

Para mí que allí había más maricones que en el desfile del Día del Orgullo Gay, porque me echaron del local antes de poder terminar el pajote –¡un señor pajote, palabrita!- y pasar a cosas más serias. Desde ese día, antes me busco la vida en un botellón de quinceañeros que un local de tipos hormonados. Ahora, que lo peor fue aguantar el recochineo de Julia, cuando se enteró de la movida.

Una vez sincerada con mi amiga, el siguiente paso fue presentársela a Chen y comprobar si a ella también le hacía efecto el tratamiento. Si a una mosquita muerta como yo la ponía como una moto, con una golfa con pedigrí como ella tenían que saltar todas las alarmas. ¡Joder, como que mamá Hong nos echó a escobazos del local! Y, a partir de ahí, la leyenda del par de zorras no hizo más que aumentar. Que yo recuerde, reventamos el partido de ida de los cuartos de final de la Champions en un bar…y el lavabo del servicio de señoras; un velatorio, con el fiambre de la parienta de cuerpo presente…pero es que tanto el viudo, como el resto de los treinta y pico asistentes –sin olvidar al cura- eran de lo más simpáticos; una San Silvestre, con ciento treinta eliminados por escándalo público –teníamos la eximente de que aún nos duraba la borrachera de Nochevieja-; varias docenas de asaltos “a braga armada” a transeúntes, así como incontables violaciones de las Ordenanzas Municipales sobre exhibicionismo.

Llegó un momento en el que el asunto se nos fue de las manos. Al principio, cada vez que leíamos en la sección de sucesos alguna de nuestras aventuras, nos reíamos y poco más. Después, la sección de sucesos se quedó pequeña y el periódico añadió una nueva sección de noticias, reservada en exclusiva a la ola de lujuria desenfrenada que asolaba el barrio, y nos mosqueamos. Pero lo que ya no era para tomárselo a broma, fue que algún espabilado vio en aquello una oportunidad de negocio, y empezaron a proliferar los anuncios de visitas guiadas para turistas. –No sé tú, pero a mí me hincha los ovarios la idea de ver mi culo colgado en Yuotube…y sin cobrar derechos de imagen-, le confesé a Julia, que opinaba como yo: -Si nos hemos convertido en un reclamo turístico, qué menos que sacar tajada del asunto, ¿no?

Ni cortas ni perezosas, nos pusimos en contacto con el operador turístico que parecía manejar el cotarro…y resultó que el pichabrava también se dedicaba al boyante negocio de las grabaciones porno amateurs. ¿No decía yo que hay más golfas de las que se cree? El yogurín –porque tengo mis dudas de que fuese mayor de edad- no terminaba de creerse que aquel par de “milf” -¿Eso va por nosotras? Como nos estés llamando carrozas, te calzo un hostión que no te va a reconocer ni tu mamá, nene- fuesen las auténticas y genuinas “tigresas de Vallecas”, pero enseguida cambió de idea, en cuanto nos pusimos en faena –sin despeinarnos- y dejamos al equipo de grabación con los cojones como uvas pasas.

Según el guión de cuatro páginas, la idea era grabar en vivo y en directo una de nuestras jornadas de caza. El plantel de actores lo compondrían cuatro tíos cachas y un par de elementas con pinta de habituales de la Casa de Campo, aunque la mayor parte del trabajo lo realizarían los espontáneos que fuesen apareciendo sobre la marcha. Pensamos que el chaval estaba como una puta cabra, y que terminaríamos en comisaría antes de acabar la primera toma; pero nos convenció de que ahora, echándole cara al asunto y solicitando una subvención del Ministerio de Cultura, te conceden licencia para grabar en plena calle lo que te salga de los huevos…siempre que no utilices explosivos ni munición de la que hace pupa. ¡Manda huevos, lo que hay que ver!

-¡Joder, Merche, qué nervios! ¿Ya sabes lo que vas a ponerte? Algo ligerito y que se pueda quitar con facilidad, ¿no?- Hay veces que Julia me descoloca. A mitad de febrero, con una rasca capaz de arrugarle los huevos a un cosaco, aquella tonta estaba pensando en modelitos de primavera.

–No sé tú, pero yo ya tengo puesto el abrigo de oveja tibetana- le contesté.

–Venga, tía, no me vaciles, que así no ligamos ni en un after a las seis de la mañana.

-¿Te apuestas algo? Porque debajo, aparte de los zapatos de aguja, las medias con liguero y el corsé, nada de nada.

-¡Cacho puta!- Eso quería decir que había dado en el claco con la elección del modelito.

-¡Ni la mitad que tú, guapa!

Para empezar el rodaje con buen pie; y por qué no decirlo, también para ajustarle las cuentas al cabronazo de mi marido, se me ocurrió que nada mejor que darle un toque dramático a la historia. -¿Como cuánto de dramático, ricura?- quiso saber Nico, el director. Preferí callarme, no fuese a pensar que la menda es una psicópata antisocial, pero me aseguré de que a los dos cachas que vendrían a buscarme a casa –tres, contando al de la cámara digital- les había quedado bien clarito lo que esperaba de ellos.

El que se acojonó de verdad fue el Satur, mi mantecoso esposo, cuando aquel par de armarios entraron en casa dando voces por el pasillo –entraron de lado, porque el pasillo no llega al metro de ancho-, le soltaron un par de hostias al Satur, lo ataron y amordazaron al sillón del salón, y le soltaron una frase lapidaria que me sonaba haberla oído en una de esas pelis en las que palma hasta el protagonista guaperas:

-Fíjate bien, chaval, porque después repetiremos la jugada contigo.

¡Ya lo creo que el Satur se fijó! Resoplaba como un búfalo y se retorcía en el sillón, con los ojos como platos, viendo cómo aquel par de animales me despelotaban de dos zarpazos, me tumbaban boca abajo en el sofá y me plantaban un pollón en el chocho y otro en los morros. Yo hice un poco de teatro, haciéndome la estrecha y protestando que, por favor, no me violasen delante de mi marido. Al principio, resultó hasta convincente, pero después, en cuanto metí la directa –me ponga como me ponga, con veinte centímetros de carne en chchi no respondo-, se jodió la actuación y empecé a berrear como una cerda en el matadero. Al Satur no sé qué le acojonó más: ver a su modosita esposa pedir a gritos que la partieran en dos, o pensar que en lo que después le podría ocurrir a él.

¡Pobrecito, qué mal lo tuvo que pasar!...pero iba listo si pensaba que la cosa terminaría ahí. Después de haberme follado a conciencia en el sofá, en la alfombra y encima de la mesa del salón, le tocó el turno al Satur. Siguiendo al pie de la letra mis instrucciones previas, lo desvistieron de cintura para abajo –farfullaba algo que la mordaza no permitía entender-, sacaron de una bolsa un consolador metálico –los he visto grandes…pero, ¡joder, aquello era pasarse cuatro pueblos!-, lo sentaron encima –a pelo, sin vaselina ni nada- y le colocaron una venda en los ojos. Y como colofón, una advertencia:

-Ahora nos vamos y nos llevamos a tu mujercita…pero volveremos, no te preocupes. Si se portas bien y no te mueves mucho, quizá el consolador aguante y no se desarme. ¿Y qué pasa si se desarma?, te estarás preguntando. Si te digo la verdad, nosotros también nos lo preguntamos. Por si las moscas, te aconsejo que aprietes bien el culo y no dejes que se salga.

Para no dejarles con la duda, puesto que dudo que vuelva a nombrar al Satur en lo que resta de relato, les diré que al día siguiente, cuando volví a casa a mediodía, seguía sentado en el sillón, más tieso que una vela y rezando avemarías como un poseso. Como se entere de esto la Conferencia Episcopal, ya veo a Monseñor Rouco recomendando la penitencia anal para aumentar el fervor de las oraciones.

A Julia no le hizo falta porculizar a su marido para procurarse una coartada –ventajas del divorcio-, pero hubo que compensarla por la media docena de polvos que le sacaba de ventaja. Total, que entre pitos y flautas, eran las seis de la tarde y aún no habíamos armado ningún escándalo en la vía pública.

Para no alargar el relato más de lo debido, porque si me pongo a describir con pelos y señales todos los desaguisados que cometimos aquella tarde, iba a necesitar media docena de relatos como éste, citaré únicamente las localizaciones del rodaje, antes del plato fuerte del cuartel: en el metro –las cuatro nenas nos marcamos un pajote guapo de verdad-, en el piso de arriba de un bus turístico –menos mal que fue un polvo rapidito, porque casi se me hiela el culo-, un local de intercambio de parejas –menos al aparcacoches, nos pasamos por la piedra a todo bicho viviente…hasta nos regalaron los carnets de socios VIP-, un local de ambiente gay –aquí los chicos echaron el resto- y una docena “polvos del minuto” por parejas…en plena calle, mientras los otros seis hacíamos corro alrededor.

Puedo asegurar que, por nuestra parte, no hubo premeditación ni alevosía –vamos, que si lo hubiésemos planeado no hubiera salido mejor-, al organizar el último “polvo del minuto” delante del Cuartel del Infante Don Juan; pero los milicos debieron pensar lo contrario. La verdad es que los dos que estaban de guardia, con el engorro del mosquetón, las pasaron putas para cascársela como es debido; pero lo que aún no me explico es cómo coño se enteraron los que estaban dentro. Antes de acabar el polvo, la mitad de los inquilinos del cuartel amenazaban con tirarse por las ventanas…y si no hubo una deserción masiva, fue porque el portón de entrada estaba bien atrancado.

¿Saben ustedes lo que llegan a dar de sí un batallón de pollas? Yo nunca me había parado a pensarlo, pero les aseguro que son muchas pollas…cuatrocientas y pico. Descontando el pico –alguno de aquellos chavalotes prefirieron a los tíos cachas que nos acompañaban-, tocábamos a cien pollas por chocho; y como las dos nenas se rajaron antes de tiempo, entre Julia y yo nos debimos de cepillar a unos trescientos. ¡Qué hartá de leche, por Dios!

Aunque reconozco que lo mucho está reñido con lo bueno, me apuesto lo que sea a que no conocen ningún cuartel en el que hayan cambiado la divisa de “Todo por la Patria” por “Todos por tu Culo”. Y a los puretas que pongan en duda que ésta fue una noche inolvidable, sólo tengo que decirles se pasen por el cuartel y pregunten.

Ahora tocaría hacer una pormenorizada descripción de la sarta de burradas que protagonicé aquella noche, pero el autor me dice que vaya abreviando, que estamos a punto de sobrepasar la extensión máxima permitida para el relato. De todas formas, por la red circulan montones de grabaciones –en versión resumida, claro- que acreditan lo que digo.

Apostillas del autor:

A pesar de que el relato esté escrito en primera persona, y el personaje interpuesto del plumilla se preste a equívocos, existen poderosas razones que niegan el hecho de que el menda tenga nada que ver en los sucesos que se narran…se ponga como se ponga el zorrón de Merche.

Pruebas de descargo:

-No vivo en un tercero. Con esto debería ser suficiente, pero hay más.

-La única Merche con la tengo tratos ha cumplido de largo los setenta, es asidua de las novenas parroquiales, y es capaz de morirse del susto si algún día llega a enterarse de las cochinadas que cuenta su sobrino.



Pínchame, amor (Segunda parte)
Categoría: Orgías

Masulokunoxo nos narra en el Ejercicio - continuando un relato anterior- como las agujas del chino siguen haciendo maravillas en Merche hasta desembocar en la mayor orgía de que se tengan noticias.


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