Corría
mayo del 1588, y Lisboa era hervidero de gentes hasta lo impensable. A
la febril actividad cotidiana como puerto principal que era en todo el
Atlántico, se sumaban los miles de visitantes que hasta allí habían
llegado para embarcar al servicio del rey Don Felipe II en los próximos
días, algunos desde Castilla, muchos desde el Mediterráneo otros tantos
desde el Sur y aún de Nápoles. El estuario del Tajo, además de albergar
embarcaciones portuguesas y extranjeras dedicadas al comercio con
África, Asia y Brasil, se preparaba para recibir hasta ciento treinta
naves entre magníficos galeones, galeazas napolitanas de extraordinaria
belleza, cargueros, embarcaciones ligeras y otras menores, al mando de
Don Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, grande de España y
capitán de los océanos.
Todo esto sé y puedo contar, porque
estuve allí y lo vi con mis propios ojos, y he de decir que en esta
ciudad todo era maravilla, pues sus monumentos eran grandiosos:
conventos, palacios e iglesias; sus calles flanqueadas de casas de hasta
cinco pisos, la mayoría con comercios en sus plantas bajas, y almacenes
para todo lo que allí se comerciaba, maderas de Brasil, azúcar, marfil,
pimienta, canela y otras especias, tejidos finos, cerámica, perfumes,
colorantes…y tantas eran las riquezas que muchos comerciantes llegaban
para instalarse a vivir en la ciudad.
Contaba yo entonces con 15 años y estaba
recién llegado a Portugal acompañando a Don Alonso de Vitigudino, noble
caballero a cuyo servicio me encontraba hacía un mes, pues el herrero,
del que era aprendiz desde los nueve años, había muerto de un mal golpe
en una pelea de taberna y mi señor tuvo a bien tomarme como sirviente,
encontrándose el suyo enfermo de tifus y a las puertas de la muerte.
Nunca antes había salido del pueblo y tras el precipitado viaje, pues
fue tomada la decisión por mi amo en el último momento, y una vez
instalados en una posada cercana al puerto gracias a la influencia de un
viejo amigo de Don Alonso y de los muchos dineros que adelantó, pude al
fin salir a las calles e ir de asombro en asombro, de tal manera, que
en más de una ocasión me vi caminando con la boca abierta.
No bien nos habíamos acomodado cuando mi
señor ya me mandó a hacer recados, llevar mensajes a éste o aquel de
sus conocidos y disponer de todo lo necesario para el próximo embarque.
La ciudad, que entonces contaba con unas cien mil almas, se encontraba
ahora desbordada y no era fácil caminar por sus calles entre tamaña
multitud, especialmente en los alrededores del puerto y los mercados.
Yo, que nunca antes había visto
africanos, me detenía a observar a las mujeres negras traídas desde Cabo
Verde acarreando el agua a los domicilios, o vendiendo marisco y arroz
cocido por las calles, negrillos llevando recados y sobre todo hombres
negros cargando y descargando los navíos. Ningún puerto era más
importante que éste en el tráfico de esclavos que eran enviados hacia
Europa y América. Pero además también llegaron treinta mil hombres en
misión real, de los cuales unos diecinueve mil eran soldados, unos siete
mil marineros y dos mil remeros, a los que se sumaban aristócratas,
caballeros de fortuna y sus sirvientes, oficiales en formación, algunos
médicos y cirujanos y ciento ochenta clérigos, que todas las almas
debían embarcar hacia su destino congraciadas con Dios.
Los primeros días pernocté junto a los
establos, con el resto de sirvientes, pero al poco Don Alonso, que
compartía habitación con dos caballeros venidos de Cádiz, me hizo dormir
a los pies de su cama, sobre una esterilla, para que estuviera siempre a
su disposición, aún en la noche. Fue así como pasé más tiempo entre las
paredes de la posada, y más de cerca pude conocer los detalles de
nuestro viaje, pues a Don Alonso complacía platicar sin descanso con
todos los caballeros principales y señores de armas que al anochecer se
encontraban para compartir una buena jarra de vino y discutir los
detalles de la empresa. De esta manera confirmé lo que ya era un secreto
a voces: que una gran flota financiada con dineros reales, se disponía a
zarpar desde el puerto de Lisboa hacia Inglaterra con el fin de
derrocar a su reina, Isabel I, y acabar así con las incursiones
corsarias que desde el trono inglés se alentaban, y de paso, reinstaurar
el poder de la Santa Iglesia Católica en territorio protestante. Otro
asunto confirmé de la misma manera, que fue gran suerte que el herrero
de Vitigudino abandonara el mundo de los mortales para que yo llegara a
esta taberna, pues de lo contrario no sería ahora el hombre que soy.
Atendían la posada un portugués
corpulento de gran panza y carácter alegre, voz potente y enormes manos,
pero de genio bien corto: tan pronto reía y bromeaba como daba gritos
atronadores y golpeaba las mesas si alguien osaba comentar que su vino
era mezclado o aún peor, aguado. La mujer del posadero servía las mesas y
daba conversación a los señores que allí se atendían, además de
ocuparse de que todo estuviera al gusto de los huéspedes, especialmente
ahora que tantos dineros estaba dando el negocio, pues si casi siempre
las ocho habitaciones de las que disponía la hospedería y hasta las
cuadras estaban ocupadas, ahora con más motivo se añadían catres de
cuerda y colchones de lana allí donde fuera menester, hasta en el patio,
para dar servicio a tantos señores. Se reservaron dos habitaciones para
las mujeres que hasta allí habían viajado pero que no embarcarían en la
flota. No resultaba fácil, pues, que se respetara el silencio en las
horas de sueño, aun cuando hubiera amenaza de expulsión para quien
perturbara el descanso nocturno de los huéspedes dando voces o con
cualquier molesto comportamiento.
En la cocina trajinaban dos esclavas,
una joven mulata que apenas tendría mi edad, y una mujer grande y
fornida, negra como la brea, que se encargaban de cocinar y abastecer de
leña y alimentos a los fogones.
Al principio apenas fijé mi atención en
Isabel, la posadera, que Don Alonso me tenía día y noche ocupado, y
sabiendo que había sido aprendiz de herrero, cuando no me necesitaba, me
enviaba a las cuadras para revisar herraduras y de esa manera, recibía
mayor favor del posadero: mejor vino y la habitación más oreada.
Platicando con otros sirvientes pude saber que la posadera, Isabel,
llegó de tierras gallegas hacía diez años, con sólo quince, para
matrimoniar con el posadero, más de veinte años mayor. Hija ilegítima de
madre irlandesa y padre leonés, era mujer descarada y de risa
escandalosa que decían, no creía en nada, ni en Dios ni en el diablo y
mucho menos en el rey, pero tenía la suficiente picardía para que nadie
le sorprendiera en falta, que la Santa Inquisición no andaba lejos. Si
esto era cierto o no, no lo supe hasta más tarde, pues cada domingo
asistía a la Santa Misa, y no faltaba un pequeño altar en uno de los
rincones de la estancia desde la que se distribuían las alcobas. Sus
cabellos eran rizados y tan rojos como fuego, recogidos en una trenza, y
su piel blanca como la leche, salpicada en el rostro de pequeñas
manchas del sol. Por sobre el corpiño rebosaban dos pechos grandes y
apetecibles como la mantequilla, y todo en ella era abundante y
deseable: sus amplias caderas, sus brazos llenos, su cintura recia, sus
ágiles movimientos, que era cosa de brujas que tan contundente mujer no
pareciera caminar, sino flotar grácilmente sirviendo mesas, dirigiéndose
a la bodega o yéndole detrás a la mulata para afearle por algún
cacharro roto. He de decir que yo no reparé en ella sino porque mi señor
hizo comentario acerca de su blancura y limpieza, a pesar de lo
lamentable que resultara el que por sus venas corriera sangre inglesa,
pero creyéndola católica y fiel a la corona nada más comentó. Ocupado
como yo estaba en tantos quehaceres, Isabel fue casi invisible para mi
hasta aquella noche en que Don Alonso, aquejado de un juanete que no le
dejaba descansar, me mandó traer agua caliente de las cocinas, y
entrando a ellas desde el lugar que servía de comedor, me encontré de
cara a cara con la posadera. Ella al verme sonrió, y he de confesar que
temí por mi, pues tanto había oído de ella y tan rojos eran sus
cabellos, que más bien había de pensar en el pecado que en el
recogimiento.
—Así es que tu rey llama a este tropel
de navíos Grande y Felicísima Armada— rió la mesonera, y echando mano a
mi entrepierna sin mediar aviso, exclamó— Tú si que estás grande y
felicísimamente armado— me desasió al escuchar al posadero llamarla
desde su alcoba, y continuó caminando como si tal cosa, gritando con
guasa— Ya voy, marido, y no des voces que se nos van a despertar señores
tan principales.
Aquella noche no pude dormir, y no por
los ronquidos de mis nobles compañeros de habitación, sino por aquello
que entre mis piernas había despertado y que permaneció duro como una
estaca hasta el canto del gallo.
A partir de ese día todas las tareas se
me hicieron ligeras. Don Alonso apenas me daba tregua, pues era hombre
puntilloso y cuanto más se acercaba el momento de embarcar, más encargos
me mandaba: ahora llevar a bruñir su espada, más tarde traerle recado
de escribir, luego conseguirle un cesto de peros pardos, que no eran
otra cosa que manzanas de compota, aún cuando estuvieren verdes, al
atardecer permanecer a su vista por si necesitara de mis servicios
mientras compartía vino y conversación con otros huéspedes. Era entonces
cuando buscaba a Isabel con la mirada y ella procuraba hacerse la
desentendida hasta que, cuando menos lo esperaba, pasaba por detrás de
mí cargada con una jarra o un platillo de tocino y aprovechando las
apreturas del local por la mucha gente que allí se reunía, se me
arrimaba restregando su cuerpo contra mi espalda y susurrando palabras
en lengua inglesa que yo no podía entender y que una vez en el lecho, no
me permitían conciliar el sueño.
El tormento crecía cada día pues el
posadero no le quitaba ojo a su esposa, y Don Alonso no me daba respiro
ni de día ni de noche, ni encontraba yo oportunidad de aliviar mis
ardores en soledad. A punto estuve de enfermar aquella vez en que,
habiendo bebido mi señor en exceso y estando conversando con un oficial
del rey, Isabel con un gesto me indico que me acercara a la cocina, y
así hice, temblando como la llama en el candil, aprovechando que Don
Alonso no notaría mi falta. Llegado allí, la posadera levantó sus faldas
dejando al descubierto sus piernas blancas y fuertes, y más arriba un
mechón de pelo tan rojo como los cabellos de su cabeza.
— ¿Te gustaría probarlo?— me retó ladeando la cabeza.
La esclava negra que en ese momento
desplumaba una gallina, permaneció impasible como si no escuchara ni
viera nada de lo que allí acontecía.
— ¿Puedo?— pregunté yo en voz muy baja,
en tanto mi verga más arrojada que yo, estaba preparada para catar lo
que fuera menester.
Isabel dejó caer sus faldas y acercándoseme me susurró al oído:
—Esta noche detrás de las cuadras.
Olía a queso y a sudor, pero sobre todas
las cosas, olía a hembra, y para alguien como yo que no había conocido
mujer y era venido de una población como Vitigudino, aquel olor era como
el néctar para las abejas y el agua para el que muere de sed. Volver a
la mesa donde Don Alonso me reclamaba no fue empresa fácil y tuve que
servirme de una escupidera de loza que sujeté a la altura conveniente
para disimular el abultamiento de mis calzas. Aquella noche, aguardé a
que todos durmieran para descorrer el pestillo con gran cuidado, y
salir de la alcoba, más no había dado unos cuantos pasos cuando la voz
de Don Alonso me detuvo:
— ¿A dónde vas, muchacho? ¿Que no ves
que abriendo el cerrojo y saliendo de la habitación nos pones en
peligro? ¿Acaso no sabes que cualquier desalmado puede aprovechar
nuestro sueño para entrar y robarnos? Vuelve al lecho de inmediato, y si
precisas orinar, utiliza la bacinilla, como cualquier hombre en sus
cabales.
No bien estuvo durmiendo Don Alonso, meé
en una de sus botas de gamuza, y tuve a bien dejarla bajo el lecho de
uno de los caballeros venidos de Cádiz, de manera que creyera mi amo que
el que había cometido tal desaguisado no había sido sino un noble
señor, que aturdido por el sueño confundió bota con bacinilla.
Así fue como aquella noche en la que Isabel me aguardaba detrás de las cuadras no pude acudir a su encuentro.
A la mañana siguiente, temiendo que la
mujer estuviera enojada, corrí a darle explicación de lo sucedido, y al
oírlo rió con tanta gana que hasta se le saltaron las lágrimas y después
se acuclilló en un rincón de la cocina, orinó en una jarra que contenía
vino y corrió a ofrecérsela a Don Alonso junto a las migas del
desayuno, todo ello sin que ninguna de las dos esclavas dieran muestras
de estar al tanto. A partir de aquel suceso, mi deseo se convirtió en
tortura, mas no hubo vez que el destino no se pusiera en contra nuestra.
Me hube de conformar con verla sin acercarme demasiado, con recordar el
rojo fuego de su entrepierna y disimular el contento de la mía, y con
sentirme grandemente afortunado pues las señoras y damas de la nobleza
vestían jubones tan rígidos que sus torsos semejaban tablas, y las
gorgueras de encaje en sus cuellos les hacían parecer cabezas degolladas
sobre platos de loza blanca, mientras que la mesonera, con su cabello
trenzado, sus pechos casi desnudos y sus ropas blandamente pegadas a su
cuerpo por el calor de julio, era la más deseable de entre todas las
mujeres.
Pasaron los días, y llegó el momento de
embarcar. En el puerto y aledaños todo era alboroto y trasiego de
gentes, mercancías, víveres y animales. Conejos, gallinas y cabras,
barriles de agua dulce, de carne seca, de pescado en salazón, además de
munición, pólvora y toda la artillería que cada navío llevaba, según
pude saber, cerca de dos mil cuatrocientos cañones en total. Nuestro
buque sería el San Juan Bautista, segundo barco de la escuadra
castellana tras el San Cristóbal, al mando éste de Don Diego Flores de
Valdés. Los hombres aguardaban inquietos; antes de embarcar, eran
tomados por escrito sus nombres, su procedencia y la función que
desempeñarían en el navío, y del mismo modo se les recogía el documento
convenientemente firmado en el que se daba fe de que la orden dada por
el rey había sido acatada: a saber, que todo hombre fuera confeso antes
de pisar cubierta, pues era ésta una empresa sagrada y cada alma debía
iniciarla limpia de pecado. La mayoría de soldados y marineros esperaron
hasta el último momento para confesar, y a más de uno tuvieron que
sacar de entre los muslos de una prostituta, o gastando lo que no tenían
en apuestas, mientras rogaban que les dieran unos momentos más, que de
esa manera más grande sería el pecado y por tanto mayor el
arrepentimiento, y esto con seguridad, complacería grandemente al
Altísimo. Andaba yo contrariado y descompuesto: tantos habían sido los
quehaceres de los últimos días que ni ocasión tuve para despedirme de la
posadera y cuando Don Alonso pidió mi fe de confesión y no pude
complacerle por la simple razón de que no tuve tiempo ni memoria para
andar con penitencias, ensombreció su semblante y me reprendió
duramente:
— ¡Muchacho, tienes un melón por cabeza,
y merecerías que te cortara ambas orejas con mi espada! ¿pues no
pretendes embarcar sin haber aliviado tu alma de todos tus pecados? A fe
mía que no deben ser pocos, pues ya observé como andas jugando con la
posadera, que es mujer casada y decente. Anda pues a la iglesia de Santa
María y cumple con la orden real, y apresúrate a regresar antes de lo
que tarde yo en decir tu nombre, mendrugo, que no tenemos todo el día— y
dándome un empujón me lanzó contra una multitud formada no sólo por los
hombres que estaban a punto de embarcar, sino también por decenas de
esclavos negros que caminaban arrastrando sus pies encadenados tras un
penoso y largo viaje desde costas africanas y por los negreros que con
gran griterío los distribuían según cual fuera su destino.
Comencé a correr abriéndome paso como
bien pude entre tanto gentío y me dirigí a cumplir con mi obligación de
buen cristiano, tropezando con unos y con otros y aun cayendo al suelo
en más de una ocasión. El puerto hedía más que nunca por aquella reunión
de gentes, animales y mercancías, algunas en mal estado por el calor
sofocante, además de los orines y basuras que de común se acumulaban.
Nunca entendí la razón por la que Don Alonso de Vitigudino me mandó a
confesar lejos, habiendo de embarcar en la flota ciento ochenta clérigos
que bien me podrían haber dado la absolución al pie mismo del San Juan,
mas no he de dejar de agradecer a Dios tal circunstancia, pues
hallándome a punto de alcanzar la iglesia, una mano me asió del brazo, y
al girar mi cabeza por ver de quién se trataba, hallé a Isabel con la
mirada encendida y el cabello más rojo que las brasas de la hoguera:
—Mi marido se va, parte esta noche hacia
Coimbra, a visitar a su primo que está necesitado de consejo para abrir
negocio. Ahora podremos al fin estar solos.
Si dijera que pasé tormento antes de
tomar una decisión, habría de confesarme doblemente, pues no tuve duda
ninguna de que mi destino no estaba a bordo del San Juan Bautista
surcando los mares al servicio de Don Alonso, sino entre los brazos de
Isabel. Sin detenerme ni un momento a pensar en mi pobre alma, seguí a
la posadera que, apenas traspasado el umbral de la puerta de las
cocinas, tomó mi mano y guiándola por debajo de sus faldas la apretó
contra su coño que estaba húmedo y abierto, y me susurró algo que no
entendí, pues usó su lengua materna, pero que me traspasó de la misma
manera en que un rayo parte el tronco de un olmo en la tormenta.
Me arrastró hasta una alcoba vacía con
la debida precaución para no ser vistos, y asegurando la puerta con
cerrojo nos encontramos al fin cara a cara siendo entonces el momento en
que quedé paralizado. Viendo que ningún miembro me respondía, bien
porque no obedecían a mi deseo de avanzar, bien porque tomaban sus
propias decisiones, me eché a temblar y hasta a convulsionarme, mas por
fortuna Isabel se compadeció de mi y de mi inexperiencia y exclamó entre
risas:
— ¡Déjame chiquillo, que ya me encargo yo!
Arrodillándose me desató las calzas con
destreza y las dejó caer hasta mis pies, abrió su boca y metió en ella
mi miembro duro y hambriento. No sabría decir en qué ocupó su lengua y
de qué manera, que no tardé mucho en vaciarme mientras todas mis fuerzas
me abandonaban, y una gran debilidad invadía mi cuerpo y me nublaba la
vista y el entendimiento.
Me dejó en el lecho, advirtiéndome de
que no debía salir hasta que su marido no partiera, y se fue a atender a
los pocos huéspedes que habían quedado tras e embarque de los hombres
de la Armada. Acerqué mi mano al rostro para aspirar el olor del coño de
Isabel que aun permanecía en mi piel y me dormí profundamente como no
lo había hecho desde que entrara al servicio de Don Alonso de
Vitigudino.
Era noche cerrada cuando escuché unos
golpes en la puerta y al abrir, encontré a la posadera, que traía una
jarra de vino, una hogaza de pan y una escudilla con caldo de carne.
Comí con ganas pues traía hambre atrasada, y cuando hube acabado me hizo
levantar y me dijo:
—Recoge tus cosas, a partir de hoy dormirás en mi alcoba.
Obedecí gustosamente, y cuando hube
atado mis calzas a mi cintura seguí a Isabel que ya por el corredor,
andaba encelándome palpándome todo el cuerpo, al tiempo que me hacía
callar para que nadie nos oyera. Una vez en la estancia, alumbrada
apenas por una vela, pudimos dar rienda suelta a nuestro deseo: mis
manos manosearon con ansia los pechos de Isabel que eran suaves como la
masa de pan que pide ser amasada. Sus pezones eran grandes y rosados, y
en mi boca eran deliciosas frambuesas de una consistencia exquisita.
Succioné, lamí y mordí con gran placer para mí y con gran acierto, según
supe por los suspiros que Isabel dejaba escapar al tiempo que aflojaba
su falda y la dejaba caer al suelo. Sin despegar mi lengua de su piel,
bajé al encuentro de aquel coño cuyo aroma me había cautivado, y hundí
mi inexperta lengua en la raja húmeda que ella me ofrecía abriendo bien
sus magníficas piernas. Lo que allí encontré no puede ser sino obra del
diablo, pues jamás tuve noticia de que tanta maravilla pudiera ser
motivo de virtud y no de pecado. En mi lengua sentí pliegues de una
suavidad tan sublime que solo podía igualarse a los tejidos de seda que
eran traídos de Oriente y ofrecidos en los comercios cercanos al puerto.
Los jugos que saboreaba eran tan deliciosos que me hicieron dudar de
que el motivo de la expulsión del Paraíso fuera una manzana y no un
higo, el de Eva, jugoso y abierto para la boca de Adán. Los diferentes
relieves me invitaban a entretenerme explorando con afán hasta hallar
una pequeña piedrecilla que hacía a Isabel estremecerse cada vez más y
hasta tal punto que, asiéndome de la camisa, me hizo subir sobre ella y
hundir mi lengua en su boca, mientras me bajaba las calzas y mi rabo se
deslizaba entre sus piernas, y me pidió que entrara bien dentro y que
me moviera con fuerza y así hice hasta que ambos dos, entre jadeos y
ahogos, alcanzamos a ver el Edén.
Sin duda que para cualquiera resultaría
impresionante contemplar desde la mar océana las dos poderosas escuadras
de diez galeones de Portugal y Castilla, acompañados de cuatro galeazas
de Nápoles que componían la primera línea de la Armada, pero que Dios
me perdone si digo que más imponentes en aquellas dos grandes y
blanquísimas tetas como manteca, que envolviendo mi verga entre ellas la
hacían estallar de gozo salpicando el rostro de Isabel que se relamía
con gran deleite.
Mientras tomaba a Isabel desde atrás,
hallándose ella a cuatro patas sobre el lecho, como una bestezuela
salvaje, llegaban noticias de que terribles galernas habían dispersado
la flota frente a la costa de La Coruña, donde se habían detenido los
navíos a abastecerse de agua y víveres y que casi un mes les llevó
volver a reunirse. Mientras yo me encontraba sentado en una banqueta de
la cocina y la mesonera se levantaba las faldas para cabalgar a
horcajadas sobre mi verga ardiente al tiempo que majaba unos ajos en el
mortero, se sabía en la ciudad que la Armada había avistado costas
inglesas y esperaba llegar al Canal de la Mancha donde había de
encontrarse con los tercios del duque de Parma que, según se supo más
tarde, nunca llegaron a presentarse. En tanto las embarcaciones inglesas
más ligeras y rápidas, atacaban a la flota española con gran gasto de
artillería de ésta, Isabel y yo fornicábamos por cada rincón de la
posada donde no pudiéramos ser vistos: en las despensas, apoyando ella
su generoso culo sobre la balda donde se almacenaban las frascas de
aceite, en la cuadras, cuando yo me entretenía revisando las patas de
algún caballo y ella, acercándose, me derribaba ente risas para luego
cabalgar sobre mi miembro encabritado por su presencia, en el armario
ropero donde se guardaba la ropa de cama y de mesa, sudando ambos dos
para luego correr a refrescarnos a las cocinas y continuar retozando en
la alcoba.
Fueron días de placer y buenaventura y
no he de negar que a veces me sentí atormentado pensando en la suerte
que correrían los infelices que ahora surcaban los mares del infortunio.
Del océano llegaban despachos diarios para el rey y a menudo
comerciantes o viajeros informados venidos del norte daban noticia de
los avatares de la grandiosa Armada. No hubo jornada en que me faltara
qué comer: cada día gozaba de mi trozo de pan, de ajos y cebollas, de
queso, tocino y pescado salado, y de un gran tazón de caldo, casi
siempre con buena carne y verduras, bien sazonado con pimienta, que los
calores del verano no ayudaban a la conservación de los alimentos, y al
tiempo, lo que quedaba de los treinta mil hombres que partieran de
Lisboa, sufrían de hambre y enfermedad por la escasez y la podredumbre
de los alimentos y por la falta de agua potable. Cada día compartía los
placeres de la carne con Isabel, mientras que en la flota de Felipe II
ni a una sola mujer se le permitió embarcar. Por orden real se prohibió
la sodomía o cualquier acto que fuera blasfemia a los ojos de Dios y a
más de uno se le ajustició por menor pecado. Cada noche descansaba en
confortable colchón de lana abrazado a la posadera, mientras que los
hombres de la Armada rodaban de un lado a otro sobre madera a merced de
los vientos y las tempestades. Mi vida transcurría en la manera más
plácida, en tanto que los remeros sudaban sal y sangre y los cirujanos
de a bordo se afanaban por recomponer lo que el mar indómito y la
artillería inglesa habían descompuesto.
Unas cuantas veces estuve a la puerta de
una iglesia con intención de aligerar mi culpa mediante la confesión de
mis pecados, y ninguna de ellas pisaron mis pies suelo sagrado, pues
era del todo evidente que nada más regresar a la posada caería de nuevo
entre los muslos de Isabel y no alcanzaría la penitencia ni para medio
día.
Si la Armada sufría de la violencia de
los mares, si las galernas golpeaban y destrozaban velas y aparejos, si
los ingleses acosaban incansablemente con la munición de sus cañones, mi
corazón sufría por el remordimiento de no haber cumplido con mi deber, y
aún mucho más por el pronto regreso del marido de Isabel.
Las nuevas que comenzaron a llegar a
Lisboa acerca de la suerte de la Gran Armada fueron del todo nefastas:
tras una momentánea victoria española, empeorando el estado del mar, la
flota se vio dispersada hacia el Mar del Norte y hubieron de rodear las
islas inglesas para regresar a España, perdiéndose o dañándose muchos
barcos en las abruptas costas, y muriendo muchos hombres por las
enfermedades y los azotes de la mar embravecida.
Cuanto peores eran las noticias llegadas
del océano, con mayor ardor buscaba mi lengua los pezones de Isabel y
su jugosa raja, y con más ansia chupaba ella mi verga y mis cojones,
pues ambos dos sabíamos que por las venas de la posadera corría más
sangre irlandesa que castellana y que entregarnos a la discusión cada
vez que llegaban novedades de la Armada, no hubiera sino acabado con
nuestra unión, y de muy malas maneras, y que era sin duda mucho más
conveniente ocupar nuestras bocas y nuestras lenguas en labores más
felices que la conversación. Aunque he de confesar que cada vez que mi
miembro grande y felicísimo entraba en el húmedo higo de Isabel, se me
aparecía la visión del San Juan Bautista tomando puerto inglés, o la
potencia del cañón de proa haciendo blanco en el casco del Revenge,
mientras el corsario Drake, por medio de la voz de la posadera, me
rogaba entre gemidos que me dispusiera a entrar aún más profundamente en
las entrañas de su barco. No tardó ella en confiarme entre risas, que
algo similar le ocurría, pues cada vez que su lengua se deslizaba por el
tronco de mi verga, imaginaba que ésta no era sino el cetro de la reina
Isabel I de Inglaterra, que era ella misma, con el que podía hacer lo
que se le antojara y en poco tiempo dejar a aquel muchacho grande y
felicísimamente armado reducido a un pingajo a la deriva de un océano
sin orillas.
La mañana del 21 de septiembre en la que
los primeros navíos avistaban tierra española y junto al palo mayor el
grumete de cada nave entonaba la Salve, un fuerte silbido invadió mis
oídos, a la vez que Isabel me sacudía intentando sacarme del sueño al
grito de “¡Despierta, mi marido ha llegado!”. Di un manotazo a mi
derecha, sobre la mesilla de noche, haciendo caer el móvil que no paraba
de sonar. Sobresaltado, abrí los ojos. Tardé un buen rato en reconocer
mi propia habitación. A mi lado no había nadie, aunque recordaba
vagamente que aquella noche no había llegado hasta mi cama solo. Sobre
la almohada, un largo y rizado cabello rojo me trajo a la memoria a
Isabel, la camarera del Francis Drake, el pub irlandés donde recalé la
madrugada anterior para tomar algo antes de retirarme. Mi mente embotada
comenzó a despejarse mientras me daba una ducha, con la esperanza de
que el agua se llevara el mal cuerpo con el que había despertado.
Comencé a recordar entonces a Don Alonso de Vitigudino, embarcado sin
sirviente, a la ardiente mesonera de grandes pechos blancos y cabellera
de fuego, al Sao Marinho encallado en costas escocesas, al Nuestra
Señora del Rosario sin mástil, a los veinte mil hombres desaparecidos, a
los cien navíos que no volvieron, a aquella Grande y Felicísima Armada
desarmada por los vientos y los golpes de mar, a la Armada Invencible
vencida y sobre todo me vino a la memoria el día en que realicé el
depósito de mi Proyecto Docente: cinco copias cuidadosamente
encuadernadas para el tribunal y a la espera del examen que sería en
julio. La funcionaria que me atendió en Secretaría torció el gesto y me
deseó suerte: “Con los recortes, dicen que esto de las titularidades se
acaba”. Recordé la mañana anterior al llegar al Departamento de Historia
Moderna donde ejercía como profesor interino, el rostro sombrío del
catedrático “Juan, que nos han cerrado el grifo. Todas los interinos os
quedáis a la espera, el examen a titular paralizado, y suerte habrá si
conserváis el puesto. Ya sabes que nos hemos quedado sin asociados y se
nos ha duplicado la carga docente. Lo lamento de veras porque eres uno
de nuestros mejores profesores. Como comprenderás no tiene nada que ver
contigo, es la crisis, no importa el tiempo que hayas dedicado a la
Facultad de Historia, ni lo que sepas o los proyectos que tengas
iniciados. Son las circunstancias, sólo las circunstancias”.
Año bisiesto de 1588. El rey Don Felipe
II, vestido de negro, caminó pausadamente por la dependencia de su
escritorio en su residencia del Escorial. Con ambas manos cruzadas a la
espalda y la mirada perdida más allá del ventanal, murmuró con tristeza:
“Había enviado mi escuadra a luchar contra los hombres, pero jamás
pensé en enviarla para combatir los vientos y el mar”.
Relato procedente del XX Ejercicio
de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica".
Perfil de voralamar en TodoRelatos: http://tinyurl.com/voralamar
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