sábado, 27 de abril de 2013

Blanca del Segundo Origen


Blanca Topovich, la nueva becaria, participa en una investigación sobre conducta animal que no es lo que parece, y que puedo arrojar alguna luz acerca de lo que ocurrió después del fin del mundo.




La nueva becaria avanzó con desparpajo por el laberíntico pasillo en dirección al despacho del catedrático Pérez. Su más que brillante expediente académico al fin le servía para algo práctico. Lástima que lo suyo no fuera la investigación en conducta animal sino el estudio del espectro emotivo, pero el hecho de que el departamento de Psicobiología animal se hubiera interesado por ella y le hubiera conseguido una beca de colaboración, no sólo la halagaba sino que además le proporcionaba unos ingresos que le permitirían continuar formándose. Con suerte en unos años el Departamento de Estudios Emocionales volvería a ponerse en marcha y ella sería la primera en participar.

La becaria asomó la cabeza con decisión mientras golpeaba en el marco de la puerta con los nudillos:

¿Se puede?

Pase, pase ¿es usted la señorita Blanca Topovich, verdad? Excelente expediente, estoy impresionado…

Blanca pasó al despacho y miró al catedrático Pérez. Le pareció mucho más grueso y más gris que cuando lo tuvo como profesor de Técnicas avanzadas de laboratorio en segundo.

Es una lástima que no tenga ningún tipo de experiencia en estudios animales ¿verdad?…veo que no es su especialidad. Sin embargo su rendimiento en Estadística Intercinética y en Conclusivismo Periférico es envidiable. Precisamente necesitamos a alguien como usted...Entenderá que tendrá que comenzar desde abajo…no dando de comer a los animales ni higienizando los cubículos, desde luego, pero sí familiarizándose con el experimento, conociendo las variables que tendrá que manejar después, ¿lo comprende, verdad?— El catedrático emitió una risilla por debajo del bigote que irritó a Blanca. En realidad todo él le resultaba irritante: sus ojillos pequeños e inquisitivos, su bigotillo mal cuidado, su corpulencia, su manera de sentarse pesadamente, como una mole gris e inestable. Y especialmente aquella manera de repetir “¿verdad?” a cada momento.

Pérez alzó una de sus gruesas manos al tiempo que gritaba:

¡Roque! ¡Pase al despacho!

Al instante apareció un joven negro como el tizón que a Blanca le pareció más que atractivo. Tanto que por un momento olvidó irritarse con el catedrático.

Roque, le presento a la nueva becaria, la señorita Blanca. Es la sustituta del señor Giggio. Deberá instruirla hasta el detalle: muéstrele todo lo referente al experimento, que entre en el laboratorio, que maneje los parámetros, que conozca las variables, que haga turnos durante al menos una semana. Quiero que cuando analice los datos sepa exactamente lo que está haciendo. Este trabajo es especialmente importante.

Roque y Blanca salieron juntos: el joven caminaba unos pasos por delante mientras se dirigía a los laboratorios:

Sígueme por aquí, te enseñaré las instalaciones, así podrás empezar enseguida.

Roque estaba de buen humor. Giggio, el anterior becario, era un tipo aburrido y silencioso, con una limitadísima conversación si se salían del tema académico, y le olían los sobacos. Por suerte había abandonado el departamento cuando recibió un premio a la Excelencia para jóvenes investigadores, y ahora se encontraba a muchos kilómetros de allí, seguramente rodeado de colegas igualmente aburridos y olorosos.

Blanca, sin embargo, olía de maravilla, era inteligente y bonita (a su expediente y a la vista se remitía) y, lo más importante, pasaría mucho rato con él. El joven abrió una puerta e invitó a su acompañante a pasar. Blanca se tapó la nariz con un gesto de profundo desagrado.

Lo sé, lo sé— dijo Roque sonriendo— el olor no es muy agradable, pero acabas acostumbrándote. Es el pienso, los desechos, en fin un poco de todo. Y el calor. Son animales diurnos y además necesitan temperaturas cálidas, así es que, como aquí trabajamos con la luna, les hemos cambiado el ciclo: iluminamos intensamente la sala por la noche y la oscurecemos durante el día.

Blanca paseó con precaución entre las jaulas que se distribuían en hileras a lo largo y ancho de aquella enorme nave.

Aquí están los sujetos experimentales con los que trabajaremos esta semana— prosiguió Roque—Seis machos y seis hembras. Todos están esterilizados, excepto, claro está, los que se usan para investigación en conducta maternal. En aquel lado tenemos a los de las próximas semanas, y al fondo los que pasaron por el experimento y ya no sirven.

¿Qué hacéis con ellos?— preguntó Blanca acercándose a las jaulas donde los animales parecían dormitar.

Se eliminan. Ya no aprovechan; pasaron una condición experimental y no son útiles para ninguna otra investigación. Por decirlo de alguna manera siempre necesitamos sujetos vírgenes, sin experiencias previas, y más en este caso en el que manejamos variables de estrés inducido.

Blanca se quedó por un momento mirando a los sujetos experimentales. Roque se le acercó desde atrás:

No te preocupes— la tranquilizó— de eliminarlos se encarga el mozo de laboratorio, y lo hace de una manera limpia: simplemente se cierran los cubículos herméticamente y se llenan de un gas mortal…apenas unos segundos. Además— añadió sonriendo— después de la descontaminación, los cuerpos son llevados a la Reserva y sirven como alimento a los carroñeros. Ya sabes, el ciclo de la vida.

Roque parecía divertirse con los gestos de repulsa que la becaria se esforzaba por disimular. Ella giró por un pasillo estrecho flanqueado por jaulas vacías y Roque la siguió encantado. La tenía muy cerca. Blanca lo sentía detrás de ella, muy próximo: aquella situación en la que se mezclaba el asco y el agradable calor del cuerpo de su acompañante la excitaban inexplicablemente. Se detuvo en seco de manera que Roque, tan cercano a ella, no pudo evitar chocar. Los dos rieron nerviosos.

¿No te dan pena?...Quiero decir que están aquí encerrados, sometidos a tensión para luego ser eliminados…

Blanca, son sólo animales y te conviene recordarlo. Nosotros también pertenecemos al reino animal, es cierto, pero las diferencias son obvias. No les mires a los ojos, no personalices, no les pongas nombre ni tengas un preferido. Somos observadores, describimos la conducta y luego la analizamos para sacar conclusiones. Si es extrapolable de una especie a otra, lo hacemos, y en eso consiste la investigación básica. Pero si crees que no podrás cumplir, ahora es el momento de decirlo…

Puedo hacerlo…—dijo Blanca convenciéndose de que aquello no era más que un puente hacia su verdadera vocación.

Durante una semana completa Blanca iniciaba su jornada a las siete y media de la tarde. Roque casi siempre la recibía en la entrada del laboratorio y aprovechaba cualquier ocasión para interrumpirla trayéndole algo de beber, contándole algún chiste o masajeándole los hombros cuando pasaban las horas y ella, sin poder abandonar el experimento, se quejaba. Trabajaban por turnos: tres parejas experimentales cada uno, con pequeños descansos que les permitían charlar e ir conociéndose. Blanca, aún inexperta en la metodología experimental, se sentía más segura cuando tenía a Roque al lado, y Roque se sentía más acompañado durante su turno, si Blanca permanecía junto a él.

Cuando llegaban, el mozo de laboratorio, un tipo canijo y de mirada inexpresiva, ya había dispuesto los seis cubículos sobre la cinta transportadora, de modo que ellos sólo tenían que accionar un sencillo dispositivo para que la jaula apareciera en la sala de observación o desapareciera camino al almacén del laboratorio, presentándose a su vez la siguiente jaula. En cada cubículo había una pareja de sujetos experimentales: macho y hembra, que habían sido privados de alimento y agua o bien, si pertenecían al grupo control, recibían una alimentación estándar.

Roque tenía razón, la joven pronto se acostumbró a aquel olor que al principio le producía arcadas y fue capaz hasta de comer un tentempié con una mano, mientras con la otra manejaba el teclado del mecanoanotador.

Blanca marcaba en una planilla el tipo de conductas que mostraban los animales según una lista ya elaborada: acicalamiento, amenaza, huida, sumisión, exploración social, apareamiento y hasta treinta variables más, y, finalmente, anotaba el número de heces y su aspecto como indicativo del nivel de estrés sufrido por los sujetos experimentales. Todo ello era cuidadosamente apuntado tras periodos de media hora de observación rezumante de aburrimiento. Si no fuera porque Roque no paraba de revolotear alrededor de ella hasta llegar a distraerla hubiera renunciado a su beca y a su futuro sólo por salir corriendo de allí.

Aquella tarde hacía un calor espantoso. El climatizador se mantenía a una temperatura constante de 30 grados y el humidificador prodigaba vapor de agua sin medida, pero hasta el día siguiente no vendrían los técnicos a repararlo. Blanca arrodillada en la banqueta y acodada en la mesa tomaba notas con desgana. Roque abrió la puerta sonriendo. Traía dos helados de nieve aromatizada.

Gracias, gracias, gracias— exclamó Blanca— ¡creía que iba a derretirme!

Aprovechando el interludio del cambio de jaulas saborearon el helado con calma. Roque observaba la lengua de Blanca, que lamía despacio la nieve rosada totalmente concentrada, con los ojos entrecerrados y emitiendo suspiros de verdadero gozo. No podía apartar la vista de ella mientras su propio helado comenzaba a derretirse y a gotear por su mano. El joven sintió un cosquilleo en la entrepierna que intentó acallar levantándose bruscamente.

Sigamos— exclamó Blanca recompuesta, complacida por la reacción de su compañero pero sin dar muestras de haberse dado cuenta. De nuevo se arrodilló en la banqueta y accionó el dispositivo de cambio de jaula, al tiempo que acentuaba la lordosis natural de su espalda, ofreciéndose como si no fuera el asunto con ella. Roque se acercó desde atrás y la rodeó con sus brazos, un poco inseguro porque las voces que llegaban del exterior del laboratorio le hacían sentirse incómodo. Blanca presionó con su trasero el miembro erecto de Roque quien se deshizo con rapidez de lo poco que llevaba puesto para, de un empujón brusco, penetrarla. Ella estaba tremendamente excitada, aquellas planillas absurdas, los animales golpeando contra los barrotes de las jaulas en un motín improvisado, el calor, las voces provenientes del pasillo, ahora las planillas cayendo al suelo, planeando en el aire, luego el mecanoanotador que apartó de un manotazo para apoyar su pecho contra la mesa, Roque empujando una y otra vez con desespero, conteniendo los dos sus jadeos, él tan negro, ella tan blanca, date prisa Roque que nos pillan, alguien va a entrar, date prisa, y el orgasmo casi compartido, ella apartando a Roque de un empujón al tiempo que se abría la puerta y el catedrático Pérez, con sus ojillos inquisitivos, asomaba su corpulencia:

Roque, cuando pueda, le quiero en mi despacho.

Blanca se recompuso rápidamente, recogió los papeles y enderezó el mecanoanotador.

No soporto a Pérez…es…asqueroso…— dijo aún recuperando el aliento— ¿Has visto cómo nos miraba? Capullo…y esa simpleza en la forma de plantear absurdas investigaciones que no son más que réplicas de otras… ¿Cómo pudo llegar a catedrático?

No te precipites en tus juicios, Blanca. — le advirtió Roque— las cosas no son casi nunca como parecen. Pérez es mucho más inteligente de lo que imaginas, es más, yo diría que es uno de los investigadores más inteligentes con los que contamos en el país…

Blanca escuchaba con una mueca de incredulidad mientras se arreglaba el pelo. Se sentía completamente contrariada, y molesta.

El joven suspiró y la miró fijamente. “Allá vamos de nuevo”, pensó Blanca irguiéndose con entusiasmo, sin embargo Roque se limitó a apartar la vista y comenzó a hablar:

Te contaré algo sobre Pérez; las raíces de su árbol genealógico se pierden en las profundidades del Primer Origen. Su linaje hizo grandes cosas, incluso en los tiempos más oscuros de nuestra historia, el apellido de sus antepasados mantuvo su brillo por encima de cualquier calamidad. Sin embargo ahora, desde el gobierno del Segundo Origen, se ve obligado a esconder su pasado y a renegar de sus ancestros si no quiere perder su puesto y su posición social. Este experimento no es sólo lo que parece ¿lo entiendes?— inquirió Roque con gesto grave— Todo lo que has hecho hasta ahora no es más que la investigación oficial: sujetos experimentales sometidos a situaciones clásicas de estrés inducido: frío, calor, hambre, dolor…A partir de ahora las hipótesis varían, y es tremendamente importante que guardes silencio al respecto…Nadie, y recuerda bien, nadie, puede saber qué se está cociendo en este laboratorio a partir de ahora.

Blanca escuchaba en silencio, sin apenas mover un músculo y durante unos momentos el silencio fue absoluto. Roque prosiguió:

Pérez lleva un tiempo realizando investigaciones paralelas. Por supuesto son totalmente ilegales; si el Cuerpo de Indagación y Búsqueda supiera algo de esto se nos caía a todos el pelo.

Quieres decir que desde el principio me buscasteis a mí para colaborar con vosotros

Sí. Desde el principio. Eres la mejor en análisis transferenciales y no podíamos acudir a un profesional en activo, era demasiado arriesgado. Tenerte aquí nos ha permitido observarte hasta asegurarnos de que tu amor por la ciencia haría posible que te unieras a nuestra investigación. Bueno…— se apresuró a aclarar— por supuesto que nuestros digamos roces…no tienen nada que ver con esto.

Blanca estaba perpleja, se levantó y caminó por la sala intentando ordenar sus pensamientos. En el fondo se alegró de no tener que pasar las horas observando las veces que los sujetos experimentales comían o tenían conductas de acicalamiento. Desde el principio había intuido algo raro, pero su juventud, su inexperiencia y sus ganas de percibir un salario le habían hecho obviar toda sospecha.

¿En qué consiste la verdadera investigación entonces?— preguntó finalmente.

Roque se levantó e indicó Blanca que le acompañara. La llevó por el pasillo hasta llegar a una puerta blindada en la que ella ya había reparado anteriormente. Sacó una llave gruesa y la abrió. Al hacerlo sonó una alarma aguda que Roque se apresuró a desconectar. Ambos entraron a una amplia sala donde Blanca se sobresaltó al reconocer al catedrático Pérez sentado delante de un cuadro de mandos y de un gran cristal a través del cual se veía a un grupo de animales deambulando en una habitación. Se sintió tremendamente incómoda. Roque y Pérez cruzaron las miradas y ante el movimiento de asentimiento del primero, el catedrático invitó a Blanca a tomar asiento.

Es un espejo unidireccional, ellos no pueden vernos, como habrá imaginado ¿verdad?

Pérez hablaba como si aquella imagen de los dos jóvenes sorprendidos en plena refriega sexual ni siquiera hubiera sido registrada en su retina, lo que tranquilizó a Blanca.

¿Llevan electrodos en la cabeza?— preguntó la joven.

Sí. Desde aquí puedo controlarlos. Están colocados en áreas estratégicas de su primitivo cerebro: nos llevó mucho tiempo trazar el mapa cerebral— añadió con orgullo. — Tengo la teoría de que estos animales no fueron siempre de una inteligencia tan plana. Sospecho que es posible que durante el Primer Origen incluso tuvieran alguna actividad pensante, aunque no podría precisar el grado.

Esa es una hipótesis absolutamente arriesgada – añadió Roque— pero pensamos que si pudiéramos demostrarlo, nuestro concepto del mundo cambiaría. Digamos que tras esta investigación hay algo más que biología. Tanto el catedrático Pérez como yo tenemos también intereses filosóficos, alfapológicos e incluso muscusóficos. No estamos solos en esto: hay otros investigadores de diferentes especialidades colaborando en este mismo proyecto.

Blanca les escuchaba con la boca abierta sin articular un solo sonido. Pérez tomó la palabra:

Tratamos de ir más allá, de dejar de inducir estrés a través de condiciones físicas y hacerlo por medio de… pensamientos. Le sorprende ¿verdad? Del pensamiento a la emoción hay un paso y sé de buena tinta que usted es una experta en el tema ¿verdad? En este momento trabajamos con la amígdala cerebral…

Es la zona del miedo y de las emociones más primitivas…— susurró Blanca sin apartar la mirada del cristal.

Sin embargo estos sujetos en concreto despliegan actividades que van más allá de la diada “lucha o huída” ¿No le parece asombroso?

¿Qué tipo de “pensamientos” introduce?— preguntó Blanca interesada. Su pasión eran las emociones de sus congéneres. La idea de que otras especies tuvieran la capacidad de sentir o pensar de manera compleja era inadmisible para la comunidad científica, y así se lo habían enseñado desde la infancia. Cualquier declaración en este sentido era contemplada con compasión e inmediatamente corregida en la niñez, y si persistía en la etapa adulta era duramente castigada.

Roque tendió a Blanca un grueso documento dándole estrictas instrucciones: debería estudiarlo, memorizarlo y bajo ningún concepto sacarlo de aquella sala. En un par de semanas comenzaría a participar activamente en el experimento real, mientras tanto debería continuar con sus observaciones oficiales para no levantar sospechas.

La joven se entregó a la tarea con disciplina, aunque seguía acudiendo cada día al laboratorio a cumplir el protocolo experimental según las instrucciones recibidas. Se lamentaba de que desde aquel último encuentro, Roque hubiera dejado de acudir al experimento y era ella la que debía completar la observación de las seis parejas de sujetos experimentales diarias. Pero sobre todo se sentía profundamente molesta: aquel interés de Roque por ella había finalizado automáticamente en el momento en que se desveló la verdadera naturaleza de la investigación y cada uno había vuelto a su lugar. Ahora Roque se encontraba jerárquicamente más cerca de Pérez que de ella que tan sólo era una aprendiz en aquel arriesgado proyecto. O quizá no le había gustado. Este último pensamiento le asaltaba una y otra vez: aquel polvo rápido y desmanotado había sido un error, se habían comportado como los animales a los que observaban, y ahora Roque había perdido todo interés. Blanca luchaba por apartar estas ideas de su mente, pues le impedían concentrarse en su trabajo y especialmente en el estudio de aquellos documentos con los que ahora se sentía comprometida.

A las dos semanas apreció de nuevo Roque. Había estado fuera, le dijo, ya le explicaría, pero ahora era el momento de completar el verdadero experimento y esperaba que ella estuviera preparada y hubiera cumplido con su parte. Blanca asintió: estaba preparada, aunque no acababa de comprender por qué era necesario desgranar la conducta de los animales de aquella manera, describirla hasta el máximo detalle y utilizar términos tan precisos. En esta ocasión los registros serían de voz para luego pasar a analizar cada uno de los comentarios y rellenar unas nuevas planillas que a Blanca le parecieron infinitas. Habría también un sofisticado equipo de registro de respuestas fisiológicas que requeriría un complicado análisis estadístico posterior.

Lo del otro día— añadió Roque— no estuvo nada mal a pesar de la interrupción ¿repetiremos?

Blanca suspiró aliviada. No es que buscara nada estable, pero trabajar mano a mano con alguien con el que había echado un polvo expreso y hacer que no había ocurrido nada le hubiera supuesto un tremendo esfuerzo. Y además, qué cojones, la idea de repetir le había rondado por la cabeza desde cinco minutos después de haber sido sorprendidos por Pérez.

Las siguientes semanas fueron agotadoras. A pesar de que Roque y Blanca trabajaban juntos, apenas tuvieron ocasión de algún escarceo sin más trascendencia. Al menos hasta que los Pensamientos Inducidos fueron concretándose. La primera condición experimental fue el pensamiento “No hay nada que comer”. En la sala de observación deambulaban dos hembras y dos machos a los que se les había transmitido esta idea por medio de ondas cerebrales fractales en una zona muy concreta de su primitivo cerebro. En la sala había varios contenedores de comida fresca a su alcance, y sin embargo los sujetos experimentales mostraban conductas de carencia, gestos parecidos a la preocupación: búsqueda, inmovilización, ataque, llanto. Eran incapaces de registrar la realidad de la comida pues su pensamiento de falta de alimento era lo real para ellos. Blanca y Roque hacían registros de voz independientes que luego contrastarían. Ella estaba francamente fascinada ante el despliegue de respuestas emocionales de aquellos animales a los que se les suponía una simplicidad absoluta y una conducta meramente reactiva. A medida que los pensamientos eran más abstractos, las respuestas de los sujetos eran más sorprendentes. Cada conducta era descrita hasta el menor detalle por medio de Registradores Especializados: los cambios en el ritmo respiratorio, la tensión muscular, la dilatación pupilar, la dirección de la mirada…

Los pensamientos Inducidos fueron variando: “El suelo quema” dio paso a “Se te está cayendo todo el pelo”, “No es posible dormir”, “Algo diferente va a pasar”, “Eres incapaz de planificar tus movimientos”…Hacia el final de la investigación Roque y Blanca estaban extenuados y al tiempo entusiasmados. Lo único que lamentaba Blanca era saber que de ahí no sacaría publicación ninguna que engrosara su curriculum, pues todo debería permanecer en el más absoluto secreto.

Para la última condición experimental el propio catedrático quiso estar presente. A Blanca no le agradó la idea. Le gustaba compartir aquel trabajo con Roque aunque no tuvieran tiempo de mirarse siquiera y acabaran demasiado cansados para prestarse atención. Los dos jóvenes se sentaron tras la mesa uno al lado de otro, como siempre, mientras que Pérez se acomodó a cierta distancia.

El último pensamiento inducido era realmente el alma de la investigación. De hecho todo el trabajo previo no era sino una especie de calentamiento, una forma de ajustar los parámetros y asegurarse de que todo el equipo funcionaba perfectamente. “Mañana es el fin del mundo”.

Un total de ciento veinte sujetos agrupados de cuatro en cuatro serían sometidos a la nueva condición. Blanca, acostumbrada ya a las reacciones básicas de los animales esperaba conductas de desesperación, intentos de huida y autolesiones. De hecho así ocurrió en los primeros minutos. Los sujetos experimentales mostraron inquietud, algunos inmovilidad, mirada perdida, movimientos reiterativos, algún tipo de conducta supersticiosa…y los investigadores anotaron hasta el detalle cada una de ellas.

Pérez parecía estar esperando algo concreto, incluso adelantó su cuerpo con interés cuando uno de los machos comenzó a mostrar una evidente erección.

¿Conducta sexual?— comentó Roque desconcertado.

Vaya que sí— respondió Blanca. Una de las hembras se aproximó al macho y tomó contacto físico con él.

Al cabo de unos minutos la otra pareja se había unido a la primera. Unos y otros comenzaron a lamerse.

Una situación tan estresante y….— murmuró Blanca.

¿Qué harías tú si mañana fuera el fin del mundo? ¿Construir una nave espacial para huir a otra galaxia? ¿o aprovechar cada segundo de placer que te queda?

No son tan simples…— se oyó a catedrático susurrar complacido— no parece una conducta compulsiva…

El macho más grande seguía lamiendo a una de las hembras que a su vez hacía lo propio con la hembra negra. Esta última con los muslos separados recibía con evidente placer los húmedos lengüetazos de su compañera en su sexo, al tiempo que buscaba la verga del macho segundo y la metía en su boca succionando con energía.

Blanca comenzó a sentirse muy excitada. Había presenciado otras conductas de apareamiento durante la investigación, pero habían sido encuentros breves, casi siempre mecánicos, al menos mientras ella observaba. Empezaba a sospechar que los animales tenían cierto sentido de la intimidad y que ahora ante una situación límite, comenzaban a perderlo.

Aquello prometía...científicamente hablando, por supuesto… Sintió la mano libre de Roque explorando su coño y dio un respingo. A pesar de la penumbra de la sala no se sentía relajada con Pérez cerca.

Ahora el macho pequeño se colocó tras la hembra blanca la penetró con una delicadeza que perturbó a Blanca. Ella extendió la mano hasta el sexo de Roque que parecía a punto de estallar. De nuevo miró de reojo al catedrático que parecía más interesado en lo inusual de la conducta de los animales experimentales que en la temperatura sexual que el recinto estaba tomando. El registro de voz de ambos jóvenes empezó a quedar afectado por la excitación.

La hembra Blanca continuaba lamiendo el sexo de la hembra negra al tiempo que recibía las embestidas del macho pequeño. El macho grande procedió a mordisquear los pezones de la hembra negra quien emitía sonidos agudos que Blanca interpretó como “placer” a pesar de que este término raramente se relacionaba con los animales.

A estas alturas Blanca había olvidado la presencia de Pérez que parecía totalmente absorto en los registros mecánicos, y separó aún más los muslos sintiendo los ágiles dedos de Roque introduciéndose en su húmeda raja. Tuvo que contenerse para no inclinarse sobre la polla erecta de Roque y comérsela con ganas, pues no podía ni debía perder detalle de lo que acontecía detrás del cristal unidireccional.

El macho grande ahora embestía por detrás al macho pequeño que a su vez continuaba dentro de la hembra blanca. La hembra negra se colocó a su vez a la retaguardia del macho grande lamiendo su ano en el mismo momento en que Roque no aguantó más y se corrió reprimiendo un gemido que salió ahogado y del que Pérez no pareció percatarse. Blanca le siguió casi de inmediato. Y no tardaron mucho más los sujetos experimentales en quedar exhaustos sobre el suelo. Los seis permanecieron durante unos minutos boqueando como peces recién pescados, mientras Pérez, ajeno a todo, murmuraba y razonaba para sí mismo mientras examinaba los registros que iban saliendo impresos del Registrador Mecánico.

Tras un breve instante, los sujetos experimentales reanudaron su actividad hasta el punto que Blanca hubo de retirarse los auriculares pues los alaridos y sonidos guturales que emitían los animales amenazaban con dejarla sorda.

Cada uno de los grupos experimentales mostró una conducta parecida: tras la desesperación y los intentos de huída, los sujetos acababan indefectiblemente desarrollando conductas de apareamiento.

Qué asombroso — comentó Roque,— ante la aniquilación la reproducción, eternos Eros y Tánatos…


***

Blanca recorrió el pasillo apresuradamente llevando una carpeta con los resultados de los análisis transferenciales preliminares. Estaba exultante. Una vez acabado su trabajo había salido a cenar con Roque y al fin pudieron consumar su encuentro con la calma y el tiempo que se merecía. Solo de recordarlo se le ponía una sonrisa bobalicona en su hocico rosado y se le erizaban cada uno de los pelillos de su blanco pelaje.

En el despacho le esperaban Roque y Pérez. El joven roía una nuez con ganas. Al ver a Blanca se le iluminaron los ojillos rojos. Después de aquella gloriosa noche había tenido que correr varios kilómetros en la rueda de Hamster para calmar la euforia que sentía y apenas podía controlar. El catedrático enroscaba y desenroscaba su rabo gris con nerviosismo, ansioso de comprobar los primeros resultados del experimento. Para él no sólo era una cuestión científica, en el fondo le movía su necesidad de comprender su propio origen y la razón por la que el apellido Pérez enlazaba de una manera tan llamativa con la civilización preoriginaria e incluso con especies tan burdas como la de los humanos y concretamente con sus crías.

En una semana tendría lugar una importante reunión en la que los diversos investigadores del proyecto pondrían en común sus conclusiones, y quizá pudieran dinamitar el orden establecido demostrando que antes del Segundo Origen hubo otro mundo del todo diferente.

Querido lector, acabas de leer el décimo relato correspondiente al XXI Ejercicio de Autores.


martes, 23 de abril de 2013

Hotel California


Esto podría convertirse en el cielo o el infierno.







 “On a dark desert highway
Cool wind in my hair
The warm smell of colitas
Rising up through the air”.

“No esa canción, no de nuevo”. Me hacía recordar esa verdad dolorosa asomándose cada vez que la metanfetamina me abandonaba. 

Observé los agujeros negruzcos dispuestos alrededor de la vena más rebelde de mi brazo. Parecía la puta constelación de la Osa Mayor. Me hacían ver que, por más lejos que escape, siempre tendré fundidos los recuerdos, encadenados ahí en la vena que quería llevarme a su falsa tierra del olvido.

Cuando el vértigo me hacía suyo, cuando reventaba un vaso sanguíneo más, cuando me tumbaba en el asiento con los ojos en blanco y los labios grisáceos para sentir la sangre desperdigándose. Siempre moría por breves segundos esperando encontrar esa tierra prometida con la que podría olvidar. Nunca la encontré. Jamás olvidé. “You can´t never leave”.  

“No esa canción”. Y apagué la radio.

Una y media de la madrugada. Aparqué el coche en un costado de la ruta acompañado solamente por el cielo estrellado y una molesta polvareda propia de la zona. Estaba todo tan a oscuras que me sentí observado, siendo el vehículo uno de los pocos puntos luminosos en todo el lugar.

En el horizonte la ciudad irradiaba como un lejano domo verdoso. Tan lejana y silenciosa. Había pasado gran parte de mi vida allí pero últimamente me sentía alienado. Ya no era parte de ella, no extrañaría sus calles perfumadas con flor de coco ni el cantar de las cigarras en cada esquina.

Encendí un cigarrillo antes de salir. El mechero estaba en las últimas, pero pareció dar un esfuerzo postrero para contentarme. Le sonreí. “Tú también” le dije antes de tirarlo por la ventanilla.

Agarré el hacha que estaba en el asiento del acompañante. Pertenecía a la oficina: “En caso de emergencia rompa el vidrio”. Y vaya sí lo hice, solo dudo que los demás estuvieran de acuerdo con mi concepto de emergencia.

Ya afuera, contemplé el  hermoso Mercedes de último modelo en el que vine. Había perdido un poco el brillo por el polvo de la ruta, pero seguía luciendo como para mil y una fotos con putas desnudas lamiendo cada rincón.

Mis dedos se fundieron con el mango del hacha. Aflojé mi corbata y el cuello de mi camisa con la otra mano, tomando respiración lentamente, contemplando las sinuosas curvas tanto del automóvil como las del humo de mi cigarrillo.

Y atiné a dar un par de enérgicos golpes contra la puerta. Solo yo y el violento crujir del metal. Luego otros golpes en el cristal trasero y un par más para reventar los faroles. Esbocé una sonrisa de maniático, con el pitillo aprisionado entre mis labios y el arma como una extensión más de mi brazo. Es que siempre había querido hacerlo: destrozar algo valioso en mi último día de vida. Y qué mejor manera que con el coche de mi jefe.

Salté hacia el capó, y luego de reventar todo el cristal frontal, di otro brinco hacia el techo. Me deshice del hacha, lanzándolo junto al mechero. Allí en la nada, en los arbustos.

El coche ya estaba lo bastante desfigurado, ya sin curvas sinuosas, ya sin putas. Aunque aún no había terminado la faena.

Pero el brazo empezó a doler y mi mano parecía encallecer, por lo que decidí acostarme en el techo para perder la mirada en ese cielo que cabrilleaba. Por algún castigo del destino el dar tantos golpes terminó por encender de alguna manera la radio… Y la canción volvió a hacerse presente.

¿Pero qué más daba? Todo estaba por acabarse, al menos para mí. Iría en búsqueda de esa tierra prometida, tierra de lo indoloro y olvido. Allá, más lejos de lo que la marihuana y las jeringas pueden.
El cigarrillo sería el verdugo, el encargado de hacer arder todo el combustible que bañaba el asiento trasero. Solo sería cuestión de tirarlo hacia allí. Y arderíamos. Gracias y adiós.

Y mientras buscaba la Osa Mayor en ese cielo perlado, una estrella fugaz irrumpió la noche. Qué conveniente fue, como si alguien me ofreciera un último deseo antes de irme del mundo. ¿Pero acaso valdría la pena lanzar una petición sabiendo que con mi muerte no podría atestiguar y disfrutar de ella?

¿Qué clase de deseo podría pedirte un hombre que se despide de la vida? ¿Recuperar las ganas de vivir? Bah. ¿Pedirte que la canción “Hotel California” deje de sonar? —Otra bocanada y posterior danza sutil del humo.

Tras esfumarse el hálito en el aire, noté que la estrella fugaz paró su marcha, y estática, empezó a brillar más fuerte. Levanté mi brazo y culpé las alucinaciones a mi Osa Mayor. Con una sonrisa observé de nuevo al supuesto astro, extrañamente más grande. Y le lancé una carcajada a ella, a mis vasos rotos y al veneno en mi cuerpo. ¿Se estaba acercando hacia mí?... Sí, y rápidamente. Puta ponzoña que frió mi cerebro. Más grande, más cerca y más violenta. 

En un acto reflejo me cubrí ante lo que pensé iba a ser un inminente choque de aquello contra mí. Un ruido terrible, similar al de un motor de avión aunque a menores decibeles, estuvo a punto de destrozarme el tímpano al mismo tiempo en que una luz cegadora me rodeó.

Poco a poco el sonido fue apaciguándose. Con el corazón latiéndome a mil por hora y un zumbido terrible, abrí levemente los ojos esperando encontrarme ya en el paraíso o en el infierno. Pero no, allí seguía el cielo estrellado y la música dándolo con todo.

Seguía igual… Excepto por una mujer pelirroja con las piernas apoyadas a mis costados. Llevaba una extraña camisilla blanca de tiras y una falda de mismo color. Me observó con ceño serio, con ojos de color sangre. Como la sangre que hervía y escapaba de mi constelación.

“Welcome to the Hotel California
Such a lovely place, such a lovely face”.

— Dime tu nombre –ordenó, presionando su pie contra mi pecho. Amenazante.

— ¿Qui-quién eres? –pregunté tratando que el cigarrillo no resbalara de mis temblantes manos.

— ¡Yo he preguntado primero! –presionó con más fuerza.

— ¡Argh, diosss! ¡Nathaniel, me llamo Nathaniel!

Era una mujer poco amistosa. Demasiado peligrosa, de hecho. Pero lo que más me inquietó fue no saber de dónde había salido. ¿Me siguió desde que salí de la ciudad?, ¿acaso la envió mi jefe? Si la cosa se ponía difícil, podría tirar el cigarrillo y ambos moriríamos en el fuego. Yo no tenía nada que perder.

Fue cuando ella retiró su pie y cruzó sus brazos. Acto seguido arqueó los ojos para decirse a sí misma:

— Pfff…

— ¿Qué pasa?

— Tienes un nombre aburrido, eso pasa.

— ¿Abur…? ¿De dónde eres? ¿Te ha enviado el Señor Saavedra?

Sin siquiera prestar atención a mis palabras decidió bajar al suelo. Me repuse, pero no quise bajar del techo. Desde allí comprobé que esa mujer no era realmente una persona normal y corriente. Restregué las manos por mis ojos, ¿acaso la última tanda de vicio que me inyecté tenía tanta potencia?

— Me llamo Rubí –dijo de espaldas a mí, entre la polvareda que había levantado.

— Dime que estoy muerto.

— ¿Te gusta mi nombre? Pues claro que sí, es muy bonito.

— Tienes… dos… putas… alas.  

— ¿Ah, estas? – Las extendió, como queriendo lucirlas en todo su esplendor. ¿Había venido acaso para llevarme a mi tierra prometida? Las agitó un poco para sacarse de encima el polvo, antes de hablarme de vuelta:

— Oye, ¿eso que está allí a lo lejos? ¿Es tu ciudad?

— Sí. Sí, lo es.

— Pfff…

— ¿Pero qué problema tienes?

— Será mejor que nos apuremos, Nathaniel.

— Que me apure dices. Ve tú, llegarás rápido volando.   

— Mira infeliz, antes del amanecer comenzará una batalla entre ángeles y demonios. Pelearán aquí. Pelearán en el resto del mundo en búsqueda del líder de dichos demonios, quien engendrará un hijo con una humana. A mí me importa realmente poco, pero parece que a los arcángeles…  ¿Qué…. Qué estás haciendo Nathaniel?

— Estoy mirando mi cigarrillo… Creo que lo he confundido con la marihuana antes de salir. Espera que este tiene un tufillo raro.

— No me estás creyendo.

— Me has perdido cuando extendiste esas putas alas.

Rubí negó al aire con su cabeza, lamentándose haberse encontrado con algo como yo. Y con sus manos reposando en la cintura dio unos pasos alrededor del coche.

— Pertenezco al ejército de los seiscientos mil del Arcángel Miguel. Pero ahora que lo pienso, conviene decir “fui parte de lo que ahora es el ejército de quinientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve…”. He desertado. He concluido que no vale la pena.

— ¿Eres un ángel? ¡Ja! ¿Y dónde está tu aureola?

— ¿Aurequé? ¿De qué estás hablando? Ahora dime, ¿qué haces aquí lejos de tu… tribu?

— ¿Tribu? No creo conveniente contar mis penas a una alucinación mía. Te dejo con tus asuntos, que yo me voy —preparé el cigarrillo.

Suspiró y se acercó para agarrar mi mano. Fue un contacto electrizante, como si mi cuerpo reaccionara a ella y me dijera “Es real”. Subió y acarició un poco mis heridas, ¿sabía acaso por qué las tenía? Pareció entenderlo, o pareció sentir lo mismo que yo, porque al mirarla noté que estaba dibujando una sonrisa leve, tímida pero con unos ojos extrañamente socarrones. Me conmovió, de hecho, así que intenté responderle:

— Mira, estoy aquí po…

Y violentamente tiró de mí, haciéndome caer de bruces contra el suelo y tragar tierra. Pateó con puntería el cigarrillo aprisionado entre mis dedos, haciéndolo volar por los aires, rumbo al coche. Ella lo cogió hábilmente, sin inmutarse, sin siquiera observarlo. Siempre clavando sus ojos sangre en los míos.

Traté de reponerme pero volvió a pisarme el pecho.

— ¡Quieto! No soy tonta, sé lo que has querido hacer. Me importan una mierda los humanos. Me importan una mierda los ángeles, demonios y toda esta guerra en ciernes. Puedes suicidarte si quieres pero no lo hagas conmigo presente.

— Por el amor de dios… ¡Argh!, ¿¡qué estás haciendo!?

— ¿Por el amor de quién? Mucho nombrarlo por aquí y yo no lo he visto nunca. Si hay alguien allá afuera dudo que le importemos demasiado. ¿Quieres un consejo? Yo que tú me replantearía quitarme la vida. No encontrarás el olvido que anhelas.

¿Cómo supo que mi motivo era olvidar? Pero aquello me destrozó, ¿no había tierra prometida? Retiró su pie, lanzando el cigarrillo junto al hacha y el encendedor. Aprovechando que yo estaba en un estado de shock, se acostó sobre mí, sujetando mis manos con las suyas y dejando su rostro a escasos centímetros del mío.

— Dime Nathaniel, ¿alguna vez has estado encerrado durante ciento cincuenta años? ¿Sabes acaso cómo se siente alguien al liberarse tras tanto?

— ¿Por qué cojones me preguntas eso?

Llevó una mano a su pubis, y mordiéndose los labios me miró lastimeramente:

— Si ellos supieran lo que yo he sentido, me expulsarían. Pero es muy tarde, salí por mi cuenta. ¿Y sabes qué siente alguien cuando, al segundo de estar libre, le ordenan prepararse para una guerra? Ellos tienen determinación en sus corazones, por eso sonríen cuando surge la batalla. Pero yo no sonrío.

— Voy a pretender que te estoy entendiendo, así que preguntaré… ¿Quiénes son “ellos”?

— Ángeles. Hablo de ángeles. Solo piensan en pelear y cazar cuando llega el momento. ¿Y después qué? ¿Nos encerraremos hasta que aparezca otra amenaza? De mi parte he puesto un basta. Quiero huir, humano, eso es lo que quiero. Me he desnudado ante ti, así que dime, ¿por qué estás aquí agujereado en carne y espíritu? ¿Tú también quieres escaparte?

Ojalá supiera cómo hacerlo. You can’t never leave, angel. Pero seguía buscando, persiguiendo el lugar donde no haya recuerdos. Allí donde no me atormenten las muertes de mi esposa e hija. Allí no habrá más cielos estrellados que rememoren la noche en que murieron.

— Sí, a la tierra del olvido, ahí quiero ir, ángel.

Acercó sus labios a los míos. Torpemente dibujó siluetas con su lengua mientras sentía cómo sus alas nos acariciaban. Con ambas manos tomó de mi atónito rostro y se alejó, dejando finos hilos de saliva colgando entre mi pálida boca y la suya.

“Some dance to remember
some dance to forget”.

— Por favor Nathaniel, aunque sea solo por hoy, déjame acompañarte en tu dolor. Llévame a tus tierras del olvido. 

*—*—*—*—*—*—*—*

Vou apresentar uma garota que capturou na periferia, é ouro puro.

Volví a oírlo. Ese sonido metálico de las cadenas corriéndose y librando la puerta. Lo he estado escuchando los últimos días y en cada una de ellas me he preguntado: “¿Será hoy el día en que por fin termine el mundo?” Si fuera así, ya no sufriría más.

Se oyeron las llaves tintinear. Sus voces. Ese acento que me helaba la piel.  Y oí el sonido del pomo de la puerta abrirse.

De vez en cuando me llamaban “Demônio”. Decían que mis ojos tan oscuros y el pelo largo y negrísimo les recordaba a una imagen del diablo. ¿Por eso me mantenían viva? ¿Para mostrarme como un objeto exótico ante sus amigos y camaradas?

No había palabras de piedad que pudieran servirme. No había lugar donde correr de ellos, encadenada del pie izquierdo hasta una gruesa argolla en el centro de la habitación. En los primeros días me rehusé, peleé como fiera. Los harapos que me quedaban colgando eran muestra de ello. Las rajas rojas cubriendo mi espalda y brazos también. Pero ya no podía luchar contra al cansancio, el dolor y la impotencia.

Lanzaron sus armas a un costado de la habitación. ¿Tenían acaso la sangre de los míos? ¿Tenía sangre de inocentes? Deseé que al menos estuvieran impregnadas de aquellos que nos metieron en tan lamentable situación.

— Ei, você, garota, levantese.

¿Qué sentido tenía responderle? Intenté acurrucarme en una esquina pero rápidamente me agarró del brazo, trayéndome a rastras hacia ellos. Observé de reojo las miradas lascivas de esos soldados. Sus sonrisas demoniacas. Vi a uno apiadarse de mí.

— Eu trouxe alguns amigos, espero que você se divertir.

Uno a uno se desvistieron. El más grande se sacó el cinturón y lo dobló en sus manos. Mi corazón se detuvo al verlo, mi piel sabía de memoria la sensación de esa hebilla hundiéndose en mis carnes, quemándome y haciéndome chillar como posesa. No pude evitarlo. Temblé, dejé escapar algunas lágrimas mientras él caminaba a mi alrededor.

Eu não vou usá-lo se você é bom. Suas cicatrizes são testemunhas: você é uma garota difícil de domar.

Lo chasqueó al aire. Gemí lastimeramente y temblé. Ellos rieron. Aquel piadoso no, aún seguía vestido y no parecía tener muchas ganas de despellejar lo que quedaba de mi humanidad. El grandulón volvió a chasquearlo. Mientras yo temblaba como si hiciera un frio demencial, uno de los hombres se arrodilló detrás de mí, abrazándome, haciéndome sentir su sexo palpitante restregándose por mi espalda.

Me besó el lóbulo.

— Se o mundo acabar hoje vou sair com um sorriso, porque eu vou ter com a mulher mais bonita do mundo.

Y mientras me tumbaba contra el mugriento suelo, podía escuchar el ritmo del atabaque, sonando desde afuera de mi celda. Los otros soldados lo hacían todas las noches, danzaban y cantaban al compás del tambor:
TUM TUM-TUM-TUM TUM TUM-TUM-TUM

— ¿Será hoy el día en que por fin acabe el mundo?

*—*—*—*—*—*—*—*

¿Cómo era posible que, aun sabiendo que solo quedaban pocas horas para una batalla entre ángeles y demonios, yo solo me veía capaz de pensar únicamente en esa mujer alada? Y unos pensamientos poco morales, he de confesar.

Estaba sentado en el mullido asiento de la sala, contemplando la puerta del baño donde Rubí se había encerrado por unos minutos.

Hasta que por fin salió. Desnuda. Tosiendo también, lo ha hecho torpemente desde que decidió probar los cigarrillos.

— Esta mierda me va a matar –dijo volviendo a darle una bocanada más.

Se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Reposando ese macizo cuerpo contra el marco y, perdiéndose en el paisaje, me confesó que unos días antes había visitado otra ciudad junto con un grupo de varios de los suyos. Cuando vio el montón de edificios se sintió conmovida. Era la primera vez que los veía.

— Pensé que eran monumentos –rió débilmente—, pero cuando uno de mis compañeros me contó lo que realmente son, me invadió una sensación sobrecogedora. No sabía que podían llegar tan alto. ¿Qué más me estoy perdiendo? Me gustaría disfrutar de esto solo un poco más antes que quede convertido en cenizas.

— ¿Cenizas has dicho, ángel? —pateé una jeringa ya negra para esconderla bajo el sofá.

— Bueno, para que todo quede destruido será necesario que gane el bando adecuado. Pero yo creo que es posible.

— ¿Entonces no sois inmortales? —otra jeringa, una gomita grisácea también.

— Ápsaras murió hace dos noches. ¿Dónde ha ido, te preguntarás? Eso ya no lo sé. Pero sangramos, si eso es lo que quieres saber.

— Y… ¿Sabes dónde está follando el demonio ése?

— ¿Cómo voy a saberlo? Oye, tú… Nathaniel.

Se acercó a mí. Lanzó el cigarrillo al suelo y lo mató con una pisada. Sin frenar su marcha. Sin quitarme esos ojos amenazantes de encima.

— ¿Qué quieres saber?

— ¿Estoy haciendo algo mal? Mucho preguntar y poco actuar. ¿Te resulto poco atractiva? –Se sentó a horcajadas. Animalesca. Ladeando su cabeza.

— No, no estás haciendo nada mal. Es que, con el miedo de saber que todo aquí será cenizas… Así cuesta pensar.

— A ti no te importa mucho el mundo, Nathaniel. Tú lo odias y has querido abandonarlo –reposó su mano en mi mejilla—. ¿Por qué crees que te elegí a ti? Si voy a pecar como ningún ángel pecó, me gustaría hacerlo con alguien como yo.

Era diferente. Ella, la situación, el ambiente. Todo. Pero me aseveraba que también éramos iguales. Más allá de lo surrealista que pudiera parecer, mi libido estaba “in crescendo” a cada tacto. No lo podía evitar y probablemente Rubí ya podía notarlo.

Con mucho miedo llevé mis manos a su cintura. Ella gimió al sentir mis manos frías y se sujetó de mis hombros. Sus alas antes firmes se destensaron al tiempo en que se inclinó para morder mi cuello. Muy fuerte, sádica casi. Y subiendo a besos, golpeó mi lóbulo con su nariz:

— No las escondas, que te he visto pateándolas. Por favor, llévame allí donde mis alas no pueden. Llévame a tu tierra del olvido.  

Se salió de encima solo para arrodillarse ante mí. Y aun así no parecía una sumisa, con esa mirada desafiante que no dejaba de clavarme. Reposó las manos en su regazo y miró fijamente una jeringa limpia en la mesita de luz.

Suspiré.

— Vas a cavar en tus propias carnes, ángel, y solo para encontrar en el fondo tu triste reflejo. No hay el “nada” que busqué, no lo habrá para ti tampoco por más especial que seas —agarré la jeringa.  

—Eso lo decidiré yo cuando llegue —me extendió su brazo—. ¿Es así, no? Porque he visto tus marcas.

—No, más bien… Es así, tráelo más aquí, eso es… Perfecto.  

Su brazo tensado reposó en mi pierna. ¿Qué iba a buscar ella? ¿Debería permitirlo yo? Pero esos ojos eran similares a los míos, esa determinación y ganas de probar la experiencia, experiencia capaz de hacer sentir el paraíso escurriéndose entre los dedos mientras el cuerpo se quema en el infierno. Éramos distintos pero también iguales.

Y coloqué la gomita alrededor de su brazo mientras su mano masajeaba mi bulto.

— ¡Aghm! ­—ahogó ella.

—Qué pasa, ángel, solo estoy dando golpecitos y ya te duele.

—Idiota, puedo arrancarte el corazón antes de que te des cuenta…

Y se enterró en su vena. Dejó el masaje, arqueó sus ojos y abrió la boca torpemente. El pasaje a la tierra prometida entraba. El cielo en sus dedos, el infierno en las tripas. La muerte sonriéndonos esperando algún paso en falso.

Raudo saqué la jeringa de su brazo, y antes de que cayera contra el suelo, la atraje hacia mis rodillas para que pudiera recostarse en ellas.

Pasaron unos minutos silenciosos. Ya estaba viajando, buscando. Acaricié su cabello, por curiosidad palpé sus alas durante otros minutos más hasta que, respirando débilmente, gimió y volvió. Sudada, confusa, temblante.

— Aghm… No los he encontrado, Nathaniel.

— ¿Qué buscabas, Rubí?

—Dioses. Busqué dioses. Pero no están allí tampoco.

Se apartó un momento, enrojecida, con una media sonrisa y el pelo restregado por toda la sudorosa frente. Le aparté un mechón para volver a admirar esos ojos. 

— Aun así me alegra haberlo hecho. No puedo creer que Miguel nos lo prohibió desde el mismo instante en que nos liberaron: relacionarnos y disfrutar aquí. Solo hay encierro para nosotros. Pero he seguido mi instinto, ¿sabes?

Se levantó tambaleándose, extendiendo sus manos hacia mí. Invitándome a pararme también, a acompañarla, a pegarme a su cuerpo.

Me tomó de las manos y las guió, una contra un voluptuoso seno, la otra hacia su boca para besar mis dedos y consolar luego mis heridas. Ella me comprendía. Sí, éramos iguales.

— Vente, humano, aún me queda algo por probar.

Y enredó sus dedos entre los míos, guiándome hasta mi habitación. Nunca dejó de sonreírme. Tal vez ella sí encontró, aunque sea por un momento minúsculo, su felicidad, su olvido. Y solo con eso le bastaba.

Me deshice de mis ropas durante mi torpe caminar, y llegando a la cama, la invité a acostarse sobre mí. Yo estaba a tope, quería hacerla mía y rematar mi última noche. Nuestra última noche. Evité, eso sí, quejarme por sus putas alas rozándome y picándome las piernas y la cintura.

Pero fue cuando amagué entrar en ella cuando me di cuenta que la radio de la cabecera estaba encendida. ¿Acaso alguien me estaba queriendo cargar la situación con esa maldita música de nuevo?

 “And i was thinking to myself
This could be heaven or this could be hell”.

— Me gusta la canción –confesó al tiempo que, con un movimiento de cadera, sus carnes empezaron a recibirme —. Hmmm… Podrá ser toda una maldición ser un ángel, pero me encanta saber todos y cada uno de los idiomas hablados de los humanos. Creo que la primera vez que la escuché fue visitando esa ciudad de los incontables edificios… ¿o fue en ese pueblito hacia los cerros?

Me importaba una mierda, la verdad. Di un envión fuerte, mirándola fijamente. Le dolió un poco, o eso pensé porque arañó mi pecho al son de un grito felino. Rápidamente me devolvió unos ojos amenazantes que parecían decir “No vuelvas a hacerlo”.

— ¡Aghm! —chilló de nuevo. Le había propinado una nalgada sonora que le hizo dar un brinco excitante, quedando un par de plumas revoloteando por la habitación—, ¡Imbécil!, ¿quién te crees que eres?

—Tal vez en tu culo macizo o en el rojo oscuro de tus ojos encuentre mi paraíso, ángel. Salta, salta con más ahínco, que si lo que has dicho es verdad, el mundo se nos acaba enseguida.

Se apretó los labios que poco a poco emblanquecían. Se acercó a mi cuello y me dio el mordisco más doloroso de mi vida. Me quedé pasmado por unos segundos, pero aguanté como un campeón.

— ¿Son acaso esas unas lágrimas de dolor? —rió la muy puta, limpiándolas luego con su lengua—.  Tienes razón, disfrutemos de esta noche sin límites. Pero por favor, como vuelvas a lastimarme juro que te arrancaré los ojos.

*—*—*—*—*—*—*—*

TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM

El sonido rítmico de los tambores acompasó mi vejación. Y lo siguió haciendo todo el resto de la noche.

Me acerqué lo que más pude a la ventana de mi celda. Quise ver una vez más ese cielo estrellado que desde niña me tenía conmovida. Allá afuera estaba mi libertad.

Al otro extremo de la habitación dormían las bestias que me violentaron durante hora y media. Y en la esquina opuesta a ellos estaban tiradas las armas. Eran mi salida. Mi venganza personal también. Aunque estaban tan lejos y la cadena me impedía alcanzarlas.

Pero quise volver a intentarlo. Observé por última vez la constelación de la Osa Mayor. Me armé de valor y a gatas fui avanzando hasta el centro de la celda, hasta esa enorme argolla incrustada en la cadena de mi pie.

Por quincuagésima ocasión volví a removerla, esperando encontrar algún mecanismo mágico que me librara. Pero tuve que dejarlo, máxime si mi objetivo era hacer el menor ruido posible.

Lenta y segura, fui esquivando los durmientes cuerpos hasta que la cadena dio el máximo alcance. Era imposible llegar a las armas, ni siquiera estirando mis brazos. Pensé que tal vez si lanzara mis harapos podría, con suerte, alcanzar el arma más cercana.

Comprobé por última vez que nadie se percatara, que nadie despertara. Me retiré la mugrienta camisilla y la preparé en mis manos.

Al volver mi vista hacia mi objetivo, contemplé atónita las piernas de alguien a escasos centímetros de mí. ¿Estuvo observándome todo este tiempo? Temí la peor de las represalias, cerré los ojos y agaché la cabeza.
Pero el hombre se acuclilló y levantó mi mentón. Era la misma persona que nunca se atrevió a violarme como sus compañeros.

TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM

Essas armas não têm balas. Você… Vos… Tú eres el “Demonio del Yermo” –dijo con esfuerzo.

*—*—*—*—*—*—*—*

Ambos estábamos sentados en unas sillas tipo hamaca instaladas en la azotea del edificio.  Estábamos demasiado cómodos, a decir verdad, esperando al sol, viendo cómo el cielo azul negruzco poco a poco se esfumaba ante una ciudad tranquila, bañada con el cantar de las cigarras y la brisa veraniega.

Resultaba difícil pensar que todo acabaría pronto. Si, estaba confirmado. Traje la radio y escuchamos las primeras noticias al respecto.

Al ser tan temprano, nadie o muy pocas personas se habían enterado de las novedades: Algo avanzaba desde el este haciendo que las comunicaciones quedaran cortadas poco después de ser atacadas. Mucho desconcierto, muchas bromas y muchas teorías.

Pensé en preguntarle a Rubí si sabía algo al respecto, pero inmediatamente dudé que estuviera por la labor de responder. Ya me había dejado claro que solo había venido a vacacionar antes de un probable fin de los tiempos.

— ¿Te gusta el daiquirí, ángel?

— Aham. Mejor que ese vino de hace rato.

— Bien. Mira, cuando caíste del cielo… Antes de aparecerte como una puta cabra ante mí, lanzándome por el suelo y pateándome… Pensé que eras una estrella fugaz, así que pedí un deseo.

— ¿Volver a tener ganas de vivir? Sí, lo he escuchado.

— ¿Pero qué…? ¿Lees la mente?

— Bah, no es tan útil como quisiera. Pero siento curiosidad por saber si al final ha sido concedido tu deseo. ¿Conseguiste un motivo para vivir? Cuéntamelo rápido, que se nos acaba el mundo –dijo tomando los últimos vestigios del daiquirí.

— No, la verdad. 

— Bueno, parece que no habrá final feliz para nosotros —levantó su brazo, admirando la estrellita que nacía en su tímida vena— Entiérramela de nuevo, por favor, que yo estoy en las mismas que tú.

*—*—*—*—*—*—*—*

— Los soldados cuentan historias, las cuentan con cierto miedo.

— ¿Historias? ¿Sobre mí?

Susurrábamos en un rincón. Sin molestar a nadie. Sin despertarlos. Me cedió un abrigo para hacerme sentir algo más cómoda. “Que te sientas más cómoda”… Eso es lo que me dijo. Me reí tan silenciosamente pude.

— Te dicen “Demonio” y “Monstruo” por lo que has hecho. Pero yo, que vivo el día a día de este ejército, sé que en el fondo lo has hecho por amor. Porque lo que les espera a las prisioneras en este lugar no es agradable, y cuando terminemos con este lugar y avancemos, todas aquí morirán.

— Lo que les he hecho.

— Te dicen Demonio porque has matado a tus dos hermanas antes de que fueran capturadas. Pero aquí, y en esta guerra, yo te reconozco como una heroína. Como un ángel.  

— Me importa poco lo que tú me consideres. Llámame como quieras que no quitarás el dolor. ¿Y quién eres tú?

— Solo soy alguien que quiere ayudar –dijo acercando a mis manos una pistola.

— Yo… Mira, hay un centenar de hombres afuera. No va a ser tan sencillo como matar a estos cuatro borrachos ahí tirados.

— Va a ser imposible –dijo con una sonrisa.

— ¿Tienes familia? –pregunté cogiendo el arma.  

— Tengo.

— Entonces desaparece de aquí, si te descubren te tocará algo peor que a mí. Yo voy a causar tantas bajas pueda antes de morir, conozco perfectamente las caras de los hijos de putas que me han tocado.

— ¡Jo! Realmente eres un demonio, garota. Pero dime antes de irte a una muerte segura, ¿cuál es tu verdadero nombre?

Me levanté, apuntando a uno de los que dormían. Primero iba a matarlos y luego podría disparar a la cadena para librarme. Esa noche iban a ver al maldito demonio con el que tanto me han comparado. Miré por última vez al soldado, quien arrodillado aún, esperaba mi respuesta.

TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM

— Me llamo Rubí.

*—*—*—*—*—*—*—*

“¿Para qué sirve la religión si en la hora de las calamidades no presta ningún socorro?…”

“…No es una guerra... No lo ha sido nunca, del mismo modo que nunca hubo una guerra entre los hombres y las hormigas..."

“¿Ángeles… ángeles destruyéndolo todo a su paso? ¿Están reaccionando porque elegimos un Papa argentino?”

— Lo dejo. Estoy harto de pasar el dial, ya no hay ninguna sola emisora que ponga música.

— Lo hacen en vano, Nathaniel —dijo Rubí, recostada sobre mi pecho, débil, mareada y con la mirada perdida en la nada. Para lo único que tenía fuerzas era para sostener el vino.

— ¿Qué hacen en vano?

— Me refiero a esas navecitas que estoy escuchando a nuestro alrededor —se repuso y me señaló una azotea lejana—. Esos soldados que están allí cargando las armas, a ellos también me refiero. Nada va a servir, todo dejará de funcionar.

— ¿Qué estás diciendo, ángel? ¿Cómo van a ha…

La radio que habíamos traído se apagó. ¿Se acabó la batería acaso? Tragué saliva. Rubí cayó sobre mi pecho de nuevo, susurrando un crispante “Te lo dije”.

Y contemplé. Contemplamos.

Las luces de la ciudad se esfumaron como un baile cronometrado, desde el lejano horizonte hasta nuestro edificio. El murmullo leve de la gente en las calles se convirtió en silencio. Como si nos hubiéramos enmudecido al compás de las luces.

Sin nubes de ningún tipo, las estrellas mañaneras y la débil luna desaparecieron del cielo. Se fueron las brisas de verano y el cándido perfume de flor de coco impregnado en el aire, el cántico de las cigarras fue remplazado por el crujir violento de los metales que impactaban en las calles y los gritos desgarradores del gentío, como si estuviéramos en una de esas viejas noches de dictadura.

Por si fuera poco, las primeras luces del sol desaparecieron del horizonte. Nunca vi una noche tan negra.  

— Te contaré un poco sobre el pasado que yo quiero olvidar –dijo Rubí, acomodándose sobre mí, acomodando su culo entre mis piernas como si fuera la más puta en la tierra, contemplando serena la infinita oscuridad que se expandía. Guardó el vino en una hielera a nuestro costado, y prosiguió:

— ¿Sabes por qué me encanta esa canción? Habla sobre un círculo vicioso del que no puedes salir. Puedes intentar huir pero no conseguirás desprenderte nunca de los recuerdos, ni siquiera en otra vida.

—“You can´t never leave”.

Yo aún retengo mi pasado, Nathaniel. Aquel que mueve los hilos se ha encargado de hacérmelo recordar día tras día, pues ha coloreado mis ojos y cabello con el color de la sangre de mis víctimas. Y heme aquí, ciento cincuenta años después, recordándolo todo como si fuera ayer.

Pero una fuerte ventisca le interrumpió. Por un instante el cielo se cubrió de un cabrilleo de infinitas estrellas. Atónito contemplé el espectáculo, pero me di cuenta de que ellas no eran realmente lo que aparentaban. Imposible, no podían ser estrellas, allí no estaba la constelación de la Osa Mayor.

Una a una empezaron a caer. Otra danza sincronizada y un brillo infernal, como si hubiera miles de soles llenando el cielo, nos cegaron unos segundos. Tras eso volvió la oscuridad, ya más leve pero nunca menos amenazante.

Se erizó mi piel, se escuchó y se sintió en el ambiente. Estaban entre nosotros. El viento se hizo más fuerte. Demasiado ruidoso. Demasiado oscuro. Ya el aire no olía a flor de coco. Ya las cigarras murieron. Era obvio, llegaron, desperdigados y escondidos en las negruras.

— Ése es Miguel –dijo enredando sus dedos entre los míos, señalándome con su mirada la azotea donde antes estaban los francotiradores. Apenas podía verlo, pero juraría que había un ángel enterrando una espada en la cabeza de uno de los militares.

— ¿Se supone que ellos son los buenos?  

— ¿Buenos? Ellos velan por los suyos y nada más, así que pobre del que se cruce en el camino.   

— Por… ¿Por qué te está apuntando con su espada?

— Yo qué sé, Nathaniel. ¿Acaso se creen que soy el diablo? —preguntó volviendo a coger la botella, sorbiendo el último vestigio de vino.

— Dime que enseguida vendrá un ejército de demonios para distraerlos.

— No he visto ningún demonio. Es gracioso, pero siempre pensé que serían de aspecto perturbador… ¿ya sabes, no? De piel roja y cuernos.

— ¿Gracioso dices? Vamos a pelear contra una legión de ángeles con piedras.

— ¿Quién dijo que vamos a pelear?

Sin apartar la mirada de los demás ángeles que como fieras le apuntaban, decidió levantarse y extender los brazos en cruz. Les estaba rogando el tiro de gracia. Ella lo había entendido: era un ángel caído, una traidora, un punto oscuro en el historial. Una estrellita en una vena. Pero Miguel empezó a volar a nuestro alrededor. Inspeccionando, buscando enemigos, buscando alguna trampa que no teníamos.

Rubí estaba decidida. En todo el mundo parecía desatarse una cruenta batalla, pero aquí en cambio éramos dos contra casi seiscientos mil. Aquí no habría masacre. Aquí no habría edificios caídos y llamas alzándose hasta las nubes. Solo un cielo sin estrellas y sin dioses.

— Óyeme, Nathaniel. En otra vida fui humana. Maté catorce hombres en una sola noche. Todos ellos abusaron de mí durante tres días en los que me mantuvieron encerrada. Primero asesiné a cuatro dentro de una celda… y luego al resto mientras dormían en las afueras… Tres días antes maté a dos niñas para evitar que fueran violadas hasta el hartazgo antes de ser ejecutadas como si de animales se trataran. Así que dime, ¿tú tienes idea de por qué estoy aquí? Porque yo he pasado ciento cincuenta años sin poder respondérmelo.

Di un largo suspiro y miré mi Osa Mayor. ¿Qué iba a saber yo?

Me levanté, aunque parecía que el fuerte viento me tumbaría. Rubí contempló atónita cómo me puse delante de ella como si fuera su escudo. Observé apenas al ejército que nos apuntaba, y con cierta tranquilidad me llevé las manos a los bolsillos. No les temía, ni a ellos ni su oscuridad. Yo también quería morir, y primero. Después de todo ya lo tenía asumido.

— Ya que estamos por la labor… Hace dos años en la misma ruta donde me encontraste. De la nada nos apareció un vehículo pesado… Ugh, dios, ¡entró algo en mi ojo!…  Esto, el camión venía zigzagueando y el choque era inminente. ¿Sabes lo que planeé en una fracción de segundo? Virar mi coche para yo recibir el mayor daño y salvarlas. A mi esposa e hija.

— Pero hete aquí – terminó Rubí. Pude sentir sus brazos rodeándome. Sus alas luego. Reposó su cabeza en mi hombro y, a pesar del tremendo ruido a nuestro alrededor, pude escuchar su llanto. Íbamos a morir juntos en un mundo sin dioses.

Repentinamente el viento frenó su mortal baile y un silencio sepulcral invadió la ciudad. ¿O simplemente ya nos recluimos en nuestros pensamientos? “Susana y Elizabeth. ¿Así se llamaban, no? Lo sé, Nathaniel. Y mentiría si te dijera que no he sentido algo o alguien empujarme hacia ese puntito blanco en medio de la ruta, mientras yo volaba sin rumbo fijo. Me susurraron tu nombre”.

Oímos un golpe seco. Luego otro y uno más. ¿Era acaso la muerte así de indolora? Un leve murmullo… y el viento regresó.

“In the masters chambers they're gathered for the feast
They stab it with their steely knifes but they just can't kill the beast”.

El arcángel Miguel cayó fulminado por tres flechazos en el pecho. El cielo bramó. A lo lejos uno de los suyos lo traicionó. Antes que él pudiera darse cuenta, su legión de ángeles se había dividido en dos grupos: Los que nos apuntaban amenazantes… Y los que no.

Un sinfín de gritos y flechas se extendió por esa noche de cielo negro. ¿Acaso esa era la misma batalla que se estaba librando en todo el mundo? ¿Traición entre los propios ángeles? ¿Había algún motivo especial para ello?

Golpe de estado celestial.

Aún sin saber cómo reaccionar ante el panorama, un ángel bajó frente a nosotros. Era el mismísimo que había traicionado a su líder. Acomodó su arco en la espalda, observando de reojo la cruenta guerra que se desataba tras él.

Volvió la vista hacia nosotros y rompió silencio:

— Así que tú eres el ángel caído que ha venido a procrear con un humano. Aquella cuya profecía temen los arcángeles.

Procrear dijo el cabrón. Me reí tan tontamente pude, me reí de mis vasos rotos y venenos otra vez. Rubí probablemente también dudó si todo ello era solo producto de la ponzoña en sus venas. No era posible aquello, ¿acaso era una manera retorcida de darme motivos para vivir? Puta drogadicción, pensé en dejarla cuanto antes.

El ángel dio un paso más y continuó:

— Algunos te hemos observado y nos hemos preguntado lo mismo que tú. Unos vienen a eliminarte, pero otros decidimos unirnos a tu rebeldía. Has reventado un poco los dogmas pero estamos contigo, garota –dijo riéndose.

Se arrodilló ante nosotros y le ofreció una espada para finalizar:

— Nos han mentido. No hay demonios. Solo ángeles, solo miedo a lo que podría pasar si alguien cruzara la línea como tú lo has hecho. Guíanos en esta guerra, por favor.

A nuestro alrededor caían ángeles de ambos bandos. Los que querían libertad y los que querían mantener su pureza. Caía sangre y anhelos rotos: noche de dictadura, noche de golpe de estado.  

Rubí se acercó para tomar esa hermosa espada con diseño de alas en el mango. Por primera vez sintió que tenía un gran poder en sus manos, y algo me decía que ya tenía clara su posición.

— ¿S… Será lo que yo quiera?

— Será lo que tú desees.

Y sonrió. 
*—*—*—*—*—*—*—*

TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM

A los lejos se escuchaba a los soldados danzar y cantar al compás del atabaque. Sus sombras reptaban por mi cuerpo pero nunca fueron capaces de notarme en la oscuridad. Gracias a su ritmo pude disparar a prácticamente todos los violadores sin ser escuchada por sus compañeros.

TUM. Disparo. TUM. Disparo.

Demônio –susurró el último hombre antes de morir, tratando de observar el cañón que estaba entre sus ojos.

— Tu puta madre.   

Terminé mi trabajo con la cara, mano y pechos salpicados con la sangre de todos ellos.

Con las piernas temblándome vi venir un grupo de soldados hacia mí. ¿Acaso fallé el ritmo disparo-tambor? Ya no me quedaban balas para rematarme a mí misma, y odiaría ser capturada de nuevo, así que les amenazaría con mi vacía pistola a fin de que me liquidaran.

Era un buen plan.

Siempre odié a los suicidas, me daban ganas de darles un buen par de tundas para que viesen la ridiculez que cometían. Durante la guerra vi a muchos, incluidos mis propios padres. Pensaba en ellos como unos cobardes… Pero durante aquellos últimos días terminé comprendiéndoles, deseando estar al otro lado, libre de todo, queriendo unírmeles en su triste fin. Unírmeles en una tierra indolora.

Con lágrimas asomando en los ojos, caí de rodillas y con temblantes manos les apunté. Como lobos hambrientos enfilaron sus mirillas en mi dirección. Pero vi destellos de miedo en sus ojos, ¿por qué temían a una chica flaca, sollozante y repleta de heridas?, ¿realmente pensaban que yo era un demonio? Tal vez lo era. Bañada en sangre como estaba. Tal vez.

Les mostré mis dientes.

TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM TUM-TUM-TUM

  ¡Adelante! Disparen, pero sobre ustedes caerá toda la culpa, porque juro que volveré y de alguna manera conseguiré barrer este mundo de mierda en el que he caído. Les haré pagar, a sus hijos, a los hijos de sus hijos y a todo aquel que disfrute de la paz conseguida tras esta y todas las guerras habidas. No escaparéis de vuestro destino, hijos de putas.

Relamí la sangre que corría hacia mis labios. Era deliciosa, nunca ese regusto metálico supo tanto a azufre. Nunca unos ojos negros destellaron tanto odio como esa noche… Sí, yo era un demonio.

Y les sonreí.


“Good night said the night man, we are programmed to receive
You can check out anytime you like, but you can never leave”.

Escuchar canción (subtitulada al español): http://tinyurl.com/HotelCaliforniaSub