“Mira: puedes ser una más de esa legión de
niñatas estúpidas que van donde las lleva el coño, o puedes ser una
mujer que va donde quiere ir. Tú misma.”
¡Jo, mamá! La primera vez que te oí decir
‘coño’ para referirte al coño… ¡Cuánto me impactaron tus palabras! Me
marcaron, me moldearon; sin ellas, no sería lo que soy. ¿Y qué soy? Soy
yo misma… aunque nunca seré una mujer. Esa tercera opción te la
callaste. Entonces no la sabías, claro. Ni tú, ni nadie.
Nunca seré la mujer que quería ser: desapareceré antes, como ya has desaparecido tú. Todos desapareceremos muy pronto. Y todo mi esfuerzo, mi cruzada contra mis hormonas, mis batallas no siempre victoriosas contra la bestia,
para lograr ser un día ‘una mujer que va donde quiere ir’, habrán sido
en vano… No habrá ningún sitio al que ir. El juego acabará antes de que
ponga un pie siquiera en la casilla de salida. No es justo…
¡Basta! ¿Dónde está tu dignidad? ¡Sé positiva!
¡Sé tú misma, como lo has sido siempre! Eres una superviviente… y lo
eres porque no te abandonas, no te rindes, no claudicas. Sigues siendo
fiel a ti misma hasta el final. Ya tienes las noches para quejarte como
una cría, para llorar hasta quedarte dormida. Ahora es de día, quizás el
último. Sé tú.
Me levanto, me desperezo, me quito las legañas, cojo apósitos y una botella de Aquarius
y salgo fuera a mear. Por querencia, voy al mismo sitio de ayer, y de
anteayer, y… Empieza a oler; si no llueve pronto (y no tiene pinta),
tendré que buscar otro. Me bajo los vaqueros y las bragas, y me pongo a
orinar mientras bebo. Me sube una tufarada nauseabunda. ¿Cuánto hace que no me lavo en condiciones, que no me cambio de ropa?
Despego el improvisado salvaslip, miro mis bragas y me descorazono. ¡Con lo aseada que he sido siempre! Si tuviera una falda que ponerme, me las quitaría. Intentaría lavarlas o iría sin nada pero, con los vaqueros… Tengo agua y comida (bueno, Aquarius
y galletas integrales ‘de régimen’) suficiente para sobrevivir más
tiempo del que voy a durar, pero la higiene empieza a ser un problema
serio. No es que tenga miedo de las infecciones (o quizás debería
tenerlo: la septicemia no debe ser una forma muy agradable de morir), es
una cuestión de dignidad. Esas manchas marrones, rojas, blancuzcas, me hacen sentir sucia, y no sólo físicamente.
Me hago salvaslips para no mancharme
yo, no para no manchar las bragas. Mancharlas yo… ¿Desde cuándo no las
mojo? Vale, alguna noche en mi desesperación he intentado tocarme, pero
siempre he abandonado enseguida, porque me sentía peor. No recuerdo
haber estado excitada desde que esta locura empezó. Si algo bueno ha
tenido esto, es eso: que al tener que concentrar todas mis energías en
la supervivencia, parece como si mis hormonas me hubieran dado una
tregua y me dejaran en paz.
O quizás simplemente esté deprimida, aunque no
quiera reconocerlo. Debería estarlo, lo lógico es que me hubiera vuelto
loca, como todo el mundo (bueno, casi todo…), pero he decidido ser yo
misma, mantenerme fiel a mí misma hasta el final, a pesar de todo y de
todos. Alguien dijo que en una vida feliz, la desilusión definitiva de
la naturaleza humana coincidía con la muerte. Pero yo no he elegido una
vida feliz, ser un coño satisfecho, he elegido ser yo.
“J’ai vielli…” decía la niña protagonista, al final de Zazie dans le métro.
Aunque hace ya algunos años que dejé la infancia, me siento como ella:
no he madurado, he envejecido. Tanto horror vivido, tanto sinsentido
presenciado por culpa del miedo pánico, que ha impedido a tantos encarar
el peligro (no digo ya el desastre) con un mínimo de entereza e
inteligencia… Tanta decepción debería desmoralizar a cualquiera. Pero no
puedo derrumbarme. No lo hice cuando vi violar y matar a mamá, y no
pienso hacerlo ahora.
Me seco con un apósito y usando los demás de salvaslip,
me incorporo, me subo las bragas sin mirar, y los vaqueros. Me estoy
volviendo vaga, porque el sol ya está alto, deben ser sobre las 11 y
parece que va a ser un día caluroso. Ya debemos estar cerca del verano,
lo que significa que el impacto será pronto, quizás inminente. Según
decían, me parece que el asteroide ya debe ser visible a simple vista,
pero no tengo ninguna curiosidad en buscarlo. Ya lo veré… Me hago el
lavado del gato con el Aquarius restante y entro al almacén a desayunar.
He perdido la cuenta de los días y, sin
electricidad, no tengo ningún contacto con el resto del mundo. Ni lo
quiero. Cualquier extraño es ahora una amenaza y más vale precaverse.
Huido mi padre y muerta mi madre, no hay nadie más que me interese.
Bueno, está Alberto, pero no sé nada de él desde… desde que empezó toda
esta pesadilla. ¿No sabían que se desataría la histeria y el caos, en
cuanto se supiera? ¿Qué les costaba tenernos engañados hasta el último
momento?
“La verdad os hará libres”. ¡Y una mierda! La
verdad nos volvió locos, ‘liberó’ lo peor de cada cual, salvo
excepciones heroicas, tan encomiables como irrelevantes. Ante la
inminencia del final, la falta de auténticos valores llevó a la mayoría
al carpe diem, a dar rienda suelta a todo aquello que el orden
social refrenaba, pero cuya represión era, justamente, la que nos hacía
civilizados. Y una vez que se instauró la anarquía, ya no hubo vuelta
atrás.
Naturalmente, lo que primero se colapsó fue la energía y, con ella, las comunicaciones. La aldea global se convirtió de sopetón en un mosaico de aldeas, a secas,
aisladas y repletas de aldeanos desesperados y desenfrenados. La lucha
feroz por la supervivencia, por lo más elemental, desató enseguida la
violencia gratuita de los desquiciados, que degeneró rápido en una
insensata orgía de destrucción. La inseguridad, unida a la insalubridad
por la acumulación de cadáveres (muchos, de suicidios colectivos) pronto
convirtió cualquier sitio habitado en un lugar inhabitable.
A nadie nos han educado para el desastre y
cuando éste llega, hace aflorar en cada cual una naturaleza latente,
profunda, ignorada por uno mismo, que la normalidad y la civilización enmascaraban.
Gente corriente se descubre líder carismático, y presuntos líderes,
como mi padre, dejan que el pánico se apodere de ellos y les vuelva
cobardes en el momento decisivo.
¿Y Alberto? ¿Qué habrá sido de él? Me hubiera
gustado tener noticias suyas antes de… ¡La de noches que he soñado con
un futuro juntos! O mejor, no… Ya no va a haber futuro, ni juntos ni
separados, y seguramente conocer su peripecia sólo aumentaría mi
decepción; con la de mi padre ya tengo bastante… Me gustaba, me gusta,
con sus ojos tristes, sus lánguidos silencios, sus manos asustadas… pero
dudo mucho que el pusilánime se haya convertido en líder, o al menos en
superviviente, como yo. ¡Ojala hubiera sido más lanzado! O yo, menos…
sensata.
Le echo de menos. Echo de menos todo lo que no
hicimos (aunque fuéramos los únicos de nuestro curso) porque, como la
chica juiciosa que soy, pospuse para cuando fuera una mujer ‘que va donde quiere ir’… ¿Por qué no fue él un hombre y
me lo impidió? Pero en el fondo, me gustaba, me gusta por eso: porque
es, era así… No tengo derecho a reprocharle ahora nada, aunque vaya a
morir virgen… si no me violan, como a mamá…
Las galletas de régimen no saben a nada. No sé lo
que alimentarán, pero no he engordado nada, aunque me atiborre de ellas.
Sólo me dan estreñimiento, aunque se supone que aportan fibra. Los
vaqueros me van tan ajustados como siempre, no más; pero no me siento
débil, en absoluto.
Oigo un ruido. ¡Hay gente en la puerta posterior!
El corazón me da un brinco y corro a ocultarme, blandiendo la barra con la que maté a aquél cabrón y que guardo como trofeo. Si tengo que volver a usarla, lo haré…
Nada más veo a uno, que avanza por la nave,
cauteloso, o quizás sólo cojea. Es un negrata, no muy alto. Se acerca a
donde estoy y me escondo del todo, dejando de espiarle. Le oigo pasar y
pararse. Me asomo un poco y está sentado en una caja, de espaldas a mí,
como estudiando lo que ve. Parece no haber descubierto aún el palé de Aquarius,
ni el de galletas, o igual ni sabe lo que son. No parece tener
intención de comunicarse con nadie de fuera, así que asumo que está solo
y que está descansando.
Salgo de mi escondite y me acerco a su espalda con
sigilo. Cuando lo tengo en distancia, le asesto un golpe en la cabeza
con la barra, pero en vez de intentar clavarle la especie de pincho del
extremo, la giro para que el golpe sea lo más plano posible. Suena un
“crock” y se desploma como un fardo.
Me acerco y compruebo que está vivo, pero
inconsciente. No le he hecho sangre. Mi primer impulso es asegurarme de
que de verdad está solo. No sé el tiempo que tardará a despertarse y no
quiero sorpresas. Antes de salir fuera, busco con qué atarlo y opto por
lo más fácil: usar la cuerda que lleva a modo de cinturón. Tras atarle
las manos a la espalda, salgo con cautela, rodeo todo el almacén y oteo
los alrededores, pero no encuentro a nadie. Por suerte, está solo.
Vuelvo a entrar. Sigue inconsciente.
Su olor es indescriptible. Si los negros, de por
sí, ya huelen fuerte, éste, que debe llevar sin lavarse en condiciones
más tiempo que yo, apesta hasta la náusea… Lleva una camiseta sucia y
andrajosa y unos vaqueros que le vienen grandes y, sin la cuerda, se le
han bajado cuando le ataba, dejando medio trasero al aire. Por lo que se
le ve, está claro que no lleva nada debajo…
Le doy la vuelta y al girarse, por un instante el
pantalón se abolsa y atisbo buena parte de su vello púbico. La fugaz
visión me produce un vértigo súbito en el estómago. Al quedar boca
arriba, se le adivina asomando por la cintura, junto con el comienzo de
sus ingles. Azorada, levanto la vista y le miro la cara. Para mi
sorpresa, parece joven, yo diría que de mi edad. No es tan lampiño como
Alberto, pero su barba es rala y lacia, no la cerrada y dura de un
hombre adulto. Al ser de otra raza puede que me equivoque, pero dudo de
que nos llevemos más de uno o dos años…
Le toco en la cabeza y descubro un hermoso chichón.
Al palparlo, gime y parece despertarse. Intenta tocarse el golpe, se
sorprende al notarse atado y me mira asustado. No sé la pinta que
tendré; desde que estoy sola, evito los espejos, para no deprimirme.
Debo tener un aspecto adusto y fiero, con la barra en la mano, porque su
mirada es dolorida y recelosa. Me teme. Y hace bien.
—¿Quién eres, cómo te llamas, de dónde vienes, qué haces aquí? —Trato de que mi voz suene neutra, para impresionarle más.
Me responde sin levantar la vista, con voz
temblorosa, en un idioma gutural del que no entiendo una palabra. Repito
mis preguntas, esta vez con un timbre de impaciencia, obteniendo otro
torrente de sonidos guturales incomprensibles, en los que no percibo
ningún rastro de inglés o francés; sólo ansiedad.
¡Maravilloso! Después de más de un mes sin ver a
ningún ser humano, el único que me tropiezo y que además no parece una
amenaza, resulta que es negro y no habla una palabra de ningún idioma
que yo conozca. ¡Cojonudo! ¡Joder, si hasta voy a acabar hablando mal!
¿Qué voy a hacer con él? ¿Matarlo preventivamente? No ha violado y asesinado a mi madre, no va armado, parece asustado… y famélico (está casi en los huesos). Y cojeaba. Miro su tobillo derecho y está levemente hinchado. Lo palpo y me parece una torcedura casi curada (mal curada, más bien). Recuerdo las mías, cuando jugaba al vóley.
Tengo vendas. Compresas, no; pero apósitos y
vendas, las que quiera. Gracias a ellas he pasado mi última regla sin
manchar demasiado mis bragas. Incluso he pensado en usarlas como bragas y
jubilar de una vez el andrajo asqueroso que llevo, pero tendría que
andar vendándome la crica cada vez que meara, y no es plan. Si por lo
menos tuviera una falda que ponerme…
Me levanto de su lado y me dirijo a la caseta que
hacía de oficina y ahora me sirve de aposento. Dejo la barra, que sé que
no voy a usar (de momento) y cojo vendas. Vuelvo junto al intruso, me
siento a sus pies en la postura del loto y le descalzo. ¡Dios, que
arcadas! Si el olor a negro me repelía, el olor a pies de negro me
descompone. Como puedo, tratando de no hacer demasiados aspavientos,
pongo su pie entre mis piernas y empiezo a vendarlo, como aprendí a
hacerlo conmigo.
Le miro a los ojos, para ver si le hago mucho daño,
y me hace gracia su expresión de desconcierto. No puedo evitar sonreír y
él me devuelve la sonrisa, mirándome sorprendido y aliviado. No es
guapo (bueno, tampoco puedo opinar mucho: no me gustan los negros, así que ninguno me lo parece) pero tiene unos ojos chispeantes y una sonrisa radiante. Como la mía.
Cuando termino de vendarle, le calzo, me levanto y voy a buscar una botella de Aquarius
y una caja de galletas integrales. Abro la botella y se la acerco a la
boca; él la abre y vierto lo que puedo. Me paso, o él tiene demasiadas
ansias, pero el caso es que termina atragantándose y le acaba saliendo
líquido por la nariz… Me echo a reír y él me imita, pero le noto
avergonzado. Abro la caja de galletas y le meto una en la boca. La traga
casi sin masticar.
—Tranquilo, despacio, hay muchas… —le digo, en tono
conciliador. Aunque no entienda mis palabras, el tono de mi voz y mis
gestos le trasmiten el mensaje.
Le doy una segunda y, cuando la traga, le ofrezco
más agua. Bebe un poco y le meto otra en la boca, que abre como un bebé.
La siguiente se la doy haciendo el avión, como a los niños pequeños:
—Éeesta por papáaa…
Me gusta oír mi voz. Hace más de un mes que no
hablo con nadie y, sola, me negaba a hablar en voz alta. Me parecía que
era de locos y además, peligroso, porque podía delatar mi presencia a
posibles intrusos. Pero sobre todo, me parecía de locos. No es que
escribir mis memorias, sabiendo que nadie va a leerlas (¡y a mi edad!)
sea de cuerdos; pero en algo tenía que ocupar el tiempo. Ahora, aunque
no pueda tener una conversación formal con él, por lo menos tengo
alguien a quien hablar, a quien decirle algo, aunque no me entienda (ni
yo a él). Es curioso hasta qué punto echaba de menos el sonido de mi
propia voz…
Así, jugando, le voy alimentando y se va relajando,
a pesar de tener las manos atadas a la espalda y de la postura tan
incómoda en que se ha sentado: de medio lado, enseñando casi todo el
culo. Me fijo y veo que el pantalón que lleva es de esos de tiro hasta
casi las rodillas, por lo que no se puede sentar con las piernas
cruzadas, como yo. La camiseta le va pequeña, el pantalón (semejante pantalón), grande… ¿Qué le habrá pasado, qué habrá sido de su ropa? Esos pantalones no son lo mejor para caminar…
Cuando se acaba la caja y se ha bebido casi toda la
botella, doy por concluida la comida. Se le ve contento, relajado,
risueño. Sus ojos vivarachos me miran con gratitud y su sonrisa devuelve
la mía. Decido arriesgarme.
Tomándole de las axilas, tiro de sus hombros y le
ayudo a incorporarse. Al ponerse de rodillas, el pantalón se escurre
hasta dejar a la vista sus buenos dos o tres centímetros de pene,
asomando entre un tupido bosque de pelos rizados. No sé si es el resto
de su pene o sus nalgas (o su gesto instintivo de sujetarse el pantalón
con sus manos atadas) lo que impide que se caiga del todo pero, antes de
que suceda, tiro de los costados para arriba con tal fuerza que su
escroto acaba pagando mi exceso de vigor.
La cintura del pantalón le llega ahora hasta donde
acaban los pectorales, y su aspecto es ridículo. Su rostro, con la
mirada fija en el suelo, denota más vergüenza por el ‘accidente’ que
dolor por la ‘caricia’. Sólo ha sido un instante, pero la visión me
ha conturbado y la punzada de vértigo ha vuelto. Casi ver (o mejor, ver
casi) un pene en directo, tan cerca… Sólo había visto otro, el del que
violó y mató a mamá, cuando se lo destrocé con el pico de la barra
mientras se sacudía en convulsiones (producto de mi primer golpe en la
cabeza) antes de rematarlo. Y aquél, obviamente, sólo me dio asco. Pero
éste… Me alegro de que evite mirarme, así no se da cuenta de mi
desasosiego.
Le ayudo a incorporarse del todo y le invito con
gestos a comprobar si mi vendaje le ayuda. Prueba y asiente con la
cabeza, mientras me dedica una sonrisa de agradecimiento. Me pongo a su
espalda e intento desatarle las manos. No soy experta en nudos y, con
los nervios, los he apretado demasiado y ahora es penoso soltarlos. Tras
casi dejarme las uñas, decido cambiar de Gordio a Alejandro… Ya le
encontraré algo que pueda servirle de cinturón.
Voy al despacho, cojo el cúter que hay en un cajón
y, de regreso, agarro al pasar un largo fleje de plástico del suelo.
Corto la cuerda y, mientras se frota las muñecas, le tiendo el fleje,
atenta a salir pitando a por la barra al menor atisbo de amago de
agresión. Toma el fleje y se da la vuelta, pudoroso, para pasarlo por
las trabillas del pantalón y, a pesar de la rigidez del material,
consigue anudarlo. El problema será desatarlo luego, pero ese será su problema… Se vuelve y quedamos frente a frente, sonriéndonos. No me he equivocado.
Le tomo de la muñeca y le llevo a donde están los palés; le muestro la provisión de Aquarius
y galletas integrales y nos señalo alternativamente a ambos, mientras
asiento con la cabeza. Le tiendo mi mano y él, desconcertado, la
estrecha. Le sonrío y me devuelve una sonrisa, franca, relajada. Será negro, pero parece de fiar.
Cojo una botella y, por señas, le explico que es buena para beber, pero no para lavarse (aunque yo lo llevo haciendo desde que estoy aquí)
y le pregunto si conoce algún río. Explicar algo así por señas es
complicado y no estoy segura de que me haya entendido; pero ante mi
sorpresa, se vuelve y señala en una dirección para, al instante,
rectificar y señalar unos diez grados más a su derecha, mientras asiente
con la cabeza y hace con la mano el gesto de fluir. ¡Me ha entendido; y lo que es mejor: sabe orientarse!
Me siento estúpida. Siempre he sido una negada
para orientarme y las personas capaces de hacerlo y no perderse nunca,
me han parecido siempre magos. Desde que, al borde de la inanición,
descubrí esta nave en medio de la nada, no me he atrevido a alejarme más
de doscientos metros de ella, por miedo a perderme. Aquí tengo todo lo
necesario para subsistir, así que, ¿a qué arriesgarse?
Sola, el aseo no me preocupaba en exceso; si olía, yo me olía. Pero ahora… Le
pregunto por señas lo lejos que está el río y parece que no demasiado;
si se puede ir y volver en el día, y parece que sí, pero no estoy segura
de que me haya entendido; si puede guiarme, en su estado y, tras dudar,
accede.
Le busco un palo para que le sirva de bastón, pero
lo rechaza. Pongo en mi macuto un frasco casi entero de champú que
encontré en el despacho (¿qué haría allí?), agua y comida. Rompo los albaranes en que escribía mis ridículas memorias y los tiro a la basura; ya no necesitaré escribir sandeces para evitar volverme loca: tengo compañía. No
es que me pesara estar sola; dicen que la peor soledad es no estar a
gusto con uno mismo, y no era el caso. Pero me alegro de estar
acompañada, aunque sea de un negro… Cojo la barra, le enseño la sangre seca del pincho y le explico por señas que es de un miserable que ya no existe. Por si acaso.
He llegado a temer que tuviéramos que volvernos,
por su tobillo, pero aquí estamos. El sol pega fuerte y la hora y media
larga que nos ha costado llegar se ha hecho pesada hasta para mí, que no
cojeo. Pero la caminata ha valido la pena: es un río o riachuelo de
poco más de dos metros de ancho y palmo o palmo y medio de profundo, en
su centro; no parece haber ninguna poza donde darse un chapuzón, pero es
un río. El agua no es fría ni cristalina; debe ser el tramo final. Eso
hace más probable que esté contaminada por cadáveres en descomposición
más arriba, pero no pienso beberla, sólo asearme.
Me quito las zapatillas y los calcetines. Son mis
pies pero aun así, hasta a mí me atufa su hedor. Y la roña entre mis
dedos… me da vergüenza y asco que me los vea. Corro a meter los pies en
remojo. ¿Y la cara? ¿Y los pelos? Lavándome con Aquarius desde
ni me acuerdo, debo tener una pinta espantosa. ¡Un momento! ¿Me estoy
preocupando por mi aspecto, por lo que le parezco a un negro apestoso?
El negro apestoso se ha descalzado
también, unos metros más allá y, sin quitarse mi venda, se ha metido al
agua, despojándose de su camiseta andrajosa. Está delgado, pero su
cuerpo es fibroso, nada fofo. Aunque hace calor, mojarme los vaqueros no me parece buena idea. Tardan mucho en secarse y llevarlos mojados es un castigo.
Salgo y me los quito. Me miro las bragas y veo un mosaico de manchas a
cual más repugnante. Corro al río de nuevo y me siento en la corriente.
Con la turbiedad del agua, no se me ven las bragas.
Le miro y me observa, indeciso. Sale del agua y, de
espaldas a mí, se suelta el improvisado cinturón; sus vaqueros caen al
suelo, descubriendo un culete de los que invitan a la zurra… Dándome
siempre la espalda, vuelve al río y se sienta, desnudo, a unos metros de
mí. Sólo cuando el agua le tapa hasta casi la cintura, se vuelve,
expectante, y me sonríe, como pidiendo perdón por su travesura. No me hace gracia, pero comprendo que también para él sería un suplicio llevar semejantes pantalones, mojados. No le sonrío; me muestro seria, pero no enfadada, y me encojo de hombros.
Con la vergüenza de que viera mis bragas sucias, no
he cogido el jabón (en realidad, es champú, pero da igual). Me levanto,
voy a buscarlo al macuto y vuelvo, sentándome al lado del chico; sin
tocarnos, pero de modo que sea cómodo compartir el frasco.
Nuevo problema: no llevo sujetador. El que
tenía era uno muy viejo, de copa B todavía, que me molestaba un montón
y, durante la última regla, con lo sensibles que se me ponen los pechos,
simplemente no lo soportaba. Así que me lo quité y no he vuelto a
ponérmelo más. Y como nunca he tenido una gran pechonalidad (aunque eso sí, firme), me siento tan cómoda sin él que he llegado a olvidarme… Pero ahora, ¿qué hago? ¿Me quito el top o me lo mojo? Él está en pelotas, pero le tapa el agua… Si me lo quito, me va a ver las tetas… pero un top mojado (y más si me empitono) igual es peor…
Le miro, seria, y me quito el top,
lanzándolo a la orilla. Me tumbo para atrás, mojando mi pelo, me
incorporo, me echo un buen chorro de gel y le tiendo el frasco. Cuando
vuelve a mirarme a los ojos y se da cuenta de que le estoy ofreciendo el
champú, meneo la cabeza, negando con desprecio, y me pongo a lavarme el
pelo como si él no estuviera delante. Imitándome, se echa para atrás
con intención de mojarse el pelo, sin darse cuenta de que así sube su
pelvis y me parece adivinar su falo entre el agua turbia. Aunque no
estoy segura.
Cuando le vi un trozo, en el almacén, me dio la
impresión de que era más bien delgado; aunque sólo fue un momento y, al
ser oscuro, entre pelos, y tan poco trozo… ¡¿Y a mí qué me importa cómo lo tiene?! Bueno, un poco, sí; para qué engañarnos.
Me sigue mirando las tetas mientras se lava el
pelo, pero ya no es esa mirada pasmada del principio. Intenta no
enfadarme y mirarme a la cara, pero no lo consigue, es superior a él. Como por lo menos lo intenta, le doy cuartelillo y hago como que no me doy cuenta.
Desenmarañar el pelo después de más de dos meses sin lavarlo, y sin un
buen cepillo, es tarea imposible. Y eso que lo llevo más bien corto.
Me echo para atrás y me tumbo, con lo que lo único
que asoma del agua es mi cara… y mis tetas lechosas. Cierro los ojos y
me relajo, dejando que la suave corriente aclare mi pelo y acaricie mi
cuerpo. Abro los ojos de golpe y, naturalmente, le cazo. Pone
tal cara de niño pillado en falta, que me echo a reír y, sentándome de
golpe, le salpico con los brazos toda el agua que puedo. Él hace lo
propio y, entre risas, ambos reculamos un poco para salpicarnos mejor.
Con el agua que le salpico, se le escurre el champú
y le entra en los ojos. Abandona la lucha y se tumba para aclararse el
pelo, como acabo de hacer yo, pero con las piernas encogidas y los
talones pegados al culo, con lo que esta vez no me enseña nada
indecoroso. Pudoroso y considerado… No me lo esperaba.
No hay ninguna ley que impida usar el champú como
jabón, así que me enjabono el cuerpo, porque la roña de tanto tiempo sin
lavarme no se elimina con un simple baño. Y además, la sensación de
frescura, de pureza, que te queda cuando te aclaras el jabón y sientes
la caricia de la corriente en tu piel limpia, es una tentación a la que
resulta estúpido resistirse.
Hay una parte de mi cuerpo que no sólo no he lavado
sino que sigue en contacto con una prenda indecentemente guarra. Sin
pensarlo, le doy la espalda y me quito las bragas. Si el agua me tapa su sexo, también le tapará el mío. Me vuelvo y le veo con los apósitos que usaba de salvaslip
en la mano; le hago gestos de que los tire, y obedece. Evitando
mirarle, cojo el frasco de champú, echo un buen chorro sobre las bragas y
se lo devuelvo para que se siga lavando. Le doy la espalda de nuevo y
me pongo a lavarlas, frotándolas fuera del agua.
He debido abstraerme… Le oigo levantarse y un chapoteo de pasos. Me asusto y brinco rápida hacia donde he dejado la barra. ¡Negro de mierda! ¡No he debido darle la espalda!
En dos saltos, cojo la barra y me vuelvo, buscándolo. Le descubro en la
otra orilla, mirándome alucinado, tapándose su sexo con las manos.
Trato de imitarle, poniendo mi mano izquierda (con las bragas en un
rebullo en ella) delante del mío, y dejo de blandir la barra, bajando el
brazo derecho.
Al ver que me apaciguo, da media vuelta, avanza
unos pasos y se pone a mear, de pie, contra un arbusto. Avergonzada,
dejo caer la barra y vuelvo al río. Mientras le veo orinar de espaldas,
se me ocurre usar mis bragas enjabonadas como esponja y las restriego
por la canal de mi trasero a mi vulva, provocándome sensaciones
olvidadas hace meses. ¡Menos mal que no me ve!
Antes de que se gire, me siento dándole la espalda y
me pongo a aclarar la prenda. Le oigo regresar, meterse en el agua y
sentarse de nuevo, pero no me vuelvo. A pesar de lo frotado, en mis
bragas siguen quedando manchas, ahora de color beige y rosa, en
vez de marrón y rojas, pero igual de afrentosas. Supongo que haría
falta lejía para sacarlas del todo y no tengo; pero, por lo menos, ahora
no necesitaré usar apósitos, de momento.
Dudo si ponérmelas otra vez o dejarlas a secar. La comodidad me aconseja secarlas, pero la sensatez, ponérmelas.
A lo que estoy pasándolas por una pierna, me giro y le descubro
llevándose las manos, en cuenco, a la boca. ¡Va a beber del río! Le
grito que no y me abalanzo sobre él, dándole un manotazo.
—¡No, del río, no! ¡Lavarte, sí; beber, no! ¡Beber, sólo Aquarius!
—le grito, mientras escenifico con gestos mis palabras. Pero a lo que
menos atiende él es a mis gestos. De rodillas a un palmo de él, su
mirada va y vuelve una y otra vez de mi felpudo a mis tetas, que caen a
la altura de su cara. Le tomo de la barbilla y le hago mirarme a los
ojos, iracunda—. ¡Cretino! —Como haga mención de tocarme, le sacudo.
Salgo del agua, recojo mis bragas, que llevo en un
tobillo, y las tiendo en un arbusto. Voy al macuto y saco una botella,
la abro y bebo, mirándole ceñuda. Está caldo, asquerosa; parece un
jarabe. Me acerco y se la tiendo. Sin levantarse, la toma, da un sorbo y
lo escupe. Por señas, me dice que prefiere la del río, y por señas le
contesto que puede morir.
Me ve tan enfadada que procura mirarme sólo a la cara, pero es un chico… ¡qué le vamos a hacer!
Le da un trago a la botella y me la devuelve. Echo yo otro, la cierro y
busco un sitio a la sombra donde dejarla a remojo, como debería haber
hecho cuando llegamos. “¡También podía habérsete ocurrido a ti, que
tengo que estar yo en todo!”, le gruño. Aunque no me entienda, mi tono
de voz y mi expresión es bastante elocuente.
Vuelvo al macuto, abro la caja de galletas
integrales y cojo un par. Me como una, engancho con el pie su camiseta y
se la tiro, haciéndole señas de que la lave. Cojo mi top y me vuelvo al agua de nuevo, a lavarlo yo. Le meto la otra galleta en la boca y me siento. Fin del espectáculo.
Me he sentado de cara a él, para compartir el
champú. Al poco rato, noto el silencio de que ha dejado de restregar su
prenda y le sorprendo mirándola sin verla, compungido, llorando
mansamente en silencio. Dejo de restregar yo también y, como a mí, el
silencio le saca de su ensimismamiento y me mira. Le sonrío, tratando de
animarle. ¿Qué le habrá pasado, qué horrores le habrá tocado vivir a él? ¿Cuál es su historia?
Traga saliva, se limpia las lágrimas con su antebrazo (tiene las manos
mojadas) e intenta devolver mi sonrisa. Incluso forzada, tiene una
sonrisa preciosa.
Le salpico con el pie, provocándole, y me devuelve
el ataque. Empezamos una guerra de salpicaduras y, a los veinte
segundos, estamos riendo como idiotas. Finjo ponerme seria y le hago
señas de que siga lavando. Su sonrisa vuelve a ser amplia, distendida,
generosa, contagiosa… Como la mía.
Siempre me han dicho que lo más bonito de mí es
mi sonrisa, y he podido comprobar que me da un cierto poder del que
procuro no abusar. Alberto me dijo una vez que era como el gato de
Cheshire, que mi sonrisa perduraba aunque ya me hubiera ido. Supongo que
quería ser poético, pero me hizo maldita la gracia. No he leído Alicia y
mi única fuente son los dibujos animados de Disney, donde el personaje
lo recuerdo más bien grotesco. Aun así, le di un beso, acompañado de mi
mejor sonrisa, por la intención.
Me da la impresión de que este chico es como un
amplificador de sonrisas. Yo le sonrío y él me devuelve mi sonrisa,
amplificada. ¿Tendrá el don de la empatía, y eso le hace sonreír como
yo? Su sonrisa parece tener la misma virtud lenitiva que la mía. A cada
sonrisa suya me siento más serena y mis prejuicios xenófobos parecen más
ridículos. A fin de cuentas, es un chico, como yo… Bueno, yo no soy un
chico…
¡Parece tan irreal todo! Un negro y yo,
desnudos, lavando nuestras prendas, sonriéndonos, bromeando como si
nada… Como si no estuviéramos desnudos, como si el mundo no fuera a
desaparecer en breve… ¿Lo sabe, siquiera? Por un instante, estoy tentada
de preguntarle, pero me contengo. ¡Ojalá no lo sepa!
Aclaro mi top, lo escurro y me levanto a
tenderlo en un arbusto. Cojo mis calcetines, arrastro con el pie los
suyos hasta la orilla y me meto al agua, sorprendida de mi
espontaneidad. Me tumbo en la corriente, para volver a mojar mi cuerpo y
refrescarme, echando agua a mis tetas, que sobresalen. Su mirada es
alegre, curiosa, pero no salaz, como al principio. Parece haber aceptado mi desnudez con naturalidad, como debe ser…
Me incorporo y me pongo a lavar mis calcetines,
mientras él termina de aclarar su camiseta. Divertida y expectante, le
observo con disimulo, a ver lo que hace. Tras dudar, se gira y se pone
de pie de golpe; sale del río y la tiende en otro arbusto. A ver cómo vuelve al agua…
Se vuelve hacia mí, con las manos en la entrepierna y mirando al suelo,
llega a donde están sus calcetines y se pone en cuclillas. Me mira y
debe sentirse ridículo siendo más pudoroso que una chica, porque de
repente, coge los calcetines y se incorpora bruscamente, quedando parado
frente a mí, sin hacer mención de taparse.
Pongo cara de póker para disimular mi sorpresa. Seré
virgen pero no pánfila. Que en vivo, sea el segundo pene que vea no
significa que no haya visto otros, en foto o en vídeo, y no sepa muy
bien que el que le cuelga entre las piernas es… normalito, tirando a
pequeño, en longitud y grosor. Por conjeturas verosímiles, juraría que así lo tiene Alberto, pero él no es negro. Se supone que el de un negro tiene que, no sé… asustarte, ¿no? ¡Vaya decepción! ¡En fin, otro mito para el desguace!
Ha entrado al río, despacio, y se ha tumbado boca
arriba, como he hecho yo antes, para refrescarse, sin preocuparse ya de
si se le adivina o no. Debe estar ‘morcillón’, porque casi sobresale del
agua… Restriego con energía mis calcetines, en parte para quitarles la
mugre y en parte para quitarme la desazón. ¿Y a mí qué me importa cómo la tenga? No es asunto mío… ¿o sí?
¿A quién quiero engañar? Sé muy bien cómo
terminará esto, los dos lo sabemos, aunque finjamos comportarnos con
‘naturalidad’, como si no fuera a pasar nada… Yo lo finjo por miedo a lo
que sé desde el principio que acabará pasando, aunque no lo reconozca.
Mi peor virtud ha sido siempre la lucidez, que me ha impedido toda mi
vida cometer hasta los errores que vale la pena cometer y, lo que es
peor: disfrutar siquiera, por lo menos, de los que cometo…
Aunque no lo confiese, ¿no deseo en el fondo lo
que temo? ¿No he estado provocando, inconscientemente, toda esta
situación desde el principio? ¿Por qué, si no, esa sensación de
decepción? ¡Maldita lucidez! ¡Ojalá fuera una imbécil que no se da
cuenta de lo que le pasa! Una niñata estúpida de las que
hablaba mi madre… Al final, ¿voy a acabar convirtiéndome en lo que
siempre he despreciado y claudicar ante mi coño? ¿Y mi dignidad? Me he
jurado ser yo hasta el final… ¿Voy a regalarle mi virginidad a un negro
rabón, después de negársela a Alberto? Bueno, la verdad es que Alberto
nunca llegó a pedírmela…
Los calcetines deben estar limpísimos, de los
restregones que les doy, frenética. Le miro como si le viera por primera
vez, y me sonríe. ¿Por qué me sonríe? ¿Porque imagina ya lo que sabe que va a pasar?
¿Y si él no lo sabe? No sé lo que sabe, de
nada: ni de nosotros ni del mundo. A pesar de su mirada pícara y de su
sonrisa encantadora, de repente me parece bobalicón. ¿De verdad no ha
aprendido ni una palabra de español? Y su pasividad… ¡qué extraño! La
convicción se impone como una revelación: es imposible que sepa lo que
va a pasar. Le he visto asustado, triste, herido, pero no angustiado, ni
desesperado; está desconcertado, nada más. Estoy segura de que no lo
sabe. No sonreiría así, si lo supiera…
Su ignorancia del destino que nos acecha me
recuerda a Sigfrido. Supongo que no era su intención, pero Wagner fue la
mar de coherente al construir el personaje del superhombre sin miedo:
le salió un buscarruidos que nunca se entera de qué va la fiesta.
Protagoniza dos óperas larguíiisimas sin saber jamás quién es, ni lo que
hace; ni por qué vive, ni por qué muere. Vale, en carácter parecen
antagónicos, pero en no percatarse de lo que pasa, me da la impresión de
que son clavaditos…
Brunilda, la Valquiria, también le salió
bordada: una mujer de pies a cabeza, que nunca da puntada sin hilo. Sabe
en todo momento lo que sucede y lo que está haciendo. Hasta cuando la
caga, sabe que la está cagando y asume las consecuencias que no ignora
que van a tener sus actos. En una palabra: lúcida, como yo. Y, sin
embargo, al final de la primera ópera se entrega a él, despojada ya de
su inmortalidad, como simple mujer. A papá le encanta ese dúo final de Siegfried, vibrante y salvaje, en el que ambos festejan su unión con un brindis feroz a ‘la Muerte sonriente’.
Me pongo a tatarear lo que recuerdo de ese final, y
me mira como si estuviera loca. “Yo, Brunilda; tú, Sigfrido”, remedo
aunque sin señalarnos, como si él me entendiera, como si supiera de qué
estoy hablando. Un Sigfrido negro… Si Wagner levantara la cabeza… Yo, Brunilda… No una niñata estúpida; Brunilda, nada menos. Y ella se entregó a su Sigfrido… ¿por qué yo no? Éste no parece un mequetrefe como el de ella, no va de superhombre sin miedo… ¿por qué no puedo hacer yo también mi brindis a la Muerte sonriente?
Aclaro mis calcetines como si los estuviera
estrangulando. La letra, en alemán, nunca la he sabido pero aun así,
canturrear a voz en cuello la música (“¡Ta-chán, chan, chán, chan-chan-chán chan, chán…!”) consigue enardecerme hasta la exasperación. Cuando me levanto a tenderlos, la decisión está tomada:
Yo, Brunilda; tú, Sigfrido.
Tiendo los calcetines. Mis bragas están casi secas, pero ya no me interesan.
Cojo otro par de galletas, mordisqueo una mientras me acerco hasta él y
le meto la otra en la boca. Me quedo con mi triángulo de las Bermudas a
pocos dedos su cara, y le digo:
—Vale, Sigfrido, seré tuya, pero lo vas a sudar.
Cuando consigas que cada poro de mi piel, cada fibra de mi ser, desee
ser poseída… sólo entonces me entregaré a ti. Mientras… —Acerco mi pubis
hasta restregarlo contra su rostro, retrocedo un par de pasos y me
quedo en la orilla, mirándole retadora. Como declaración de guerra, no ha estado mal…
Me mira atónito, como un pasmarote. Aunque no haya entendido mis palabras, ¿qué es lo que no comprende? Más claro, agua…
Le saco la lengua, corro hacia él y le empujo hacia atrás, tirándolo
largo. Salgo por la orilla opuesta y sigo corriendo un poco, invitándole
a perseguirme. Se pone de pie, desconcertado, y le hago señas con el
dedo para que se acerque, mientras le sonrío burlona. Arroja sus
calcetines a la otra orilla y se aproxima despacio, expectante. Cuando
está a un par de pasos, echo a correr de nuevo. Esta vez intenta
perseguirme, pero se cae a los pocos pasos.
Me acerco a ver cómo está y su rostro no denota
apenas dolor. Me arrodillo y le toco el tobillo; no parece estar mal,
sólo le ha fallado. Cuando voy a levantarme, su mano acaricia mi teta.
La sorpresa me paraliza unos segundos, durante los que él coge
confianza. Cuando reacciono, me retiro y le doy un manotazo en sus dedos
atrevidos, pero sonriendo con picardía. Su cara es un poema de
desconcierto y deseo. Su estupefacción me acicatea y le beso fugazmente
mientras me incorporo y huyo de nuevo.
Se pone en pie y me doy cuenta de que su pene está
en erección. Se la señalo y me burlo, pero él parece orgulloso de ella,
en vez de avergonzado, como pensaba. Su pudor va despareciendo y él va
entrando en el juego. Con la ventaja que me da su cojera, me dedico a
torearlo, regatearle, rozarnos, incluso dejarme atrapar a veces, durante
unos instantes, en los que sus manos amasan ansiosas mis tetas o mis
nalgas. Una de esas veces, rodamos por el suelo y nos besamos con
hambre… hasta que me suelto y salgo corriendo otra vez.
Espero que él sepa volver, porque yo ya no sé dónde está el río.
Estoy acorralada en la cara escarpada de una pequeña loma que me da
sombra. Él está apoyado en un árbol, tapándome la salida, pero sin
intentar atraparme. Parece cansado, de las carreras y del juego; incluso su erección parece flaquear. Veo a mi derecha una roca casi plana, grande, de como un metro de altura. Perfecto. Ese será mi altar.
Me acerco a mi Sigfrido, atrapo su pene semi-enhiesto y le conduzco de él hasta la roca. Es el primero que toco en mi vida. Me sorprende su calor y suavidad, parece palpitar. No se lo esperaba, y se deja llevar dócilmente, aunque sus manos ávidas no se están quietas durante el trayecto…
Al llegar, me tumbo boca arriba en la roca, sin
soltar mi presa, con lo que le arrastro sobre mí. Nos miramos con deseo,
nos sonreímos con malicia y nos besamos con pasión. Sólo entonces
suelto mi candente trofeo y le abrazo. Su pecho aplasta mis tetas… y su
sudor ultraja mi pituitaria.
—Tendré que acostumbrarme a tu olor. Vas a ser mi
amante el resto de mi vida… —le digo, incitante, como si le dijera una
guarrada. Mi Sigfrido me responde algo que, seguro, me haría sonrojar. ¿Cómo puede excitar tanto un tono de voz, sin saber siquiera lo que dice? Sigo susurrándole lo primero que se me ocurre, sólo para oírle responderme.
Volvemos a besarnos y mete su lengua en mi boca.
Superado mi asco inicial, su experta lengua me descubre un mundo de
sensaciones nuevo para mí, que eleva mi fiebre hasta el paroxismo. Su
lengua en la mía, sus manos en mis tetas, su brasa en mi ingle, logran
que todos los poros de mi cuerpo, todas las fibras de mi ser ansíen lo
mismo. Estoy lista.
Me retuerzo para que su pene pase de mi ingle a mi
entrepierna, pero no parece captar el mensaje, porque sigue poniendo
todo su empeño en hacerme una exhibición de su don de lenguas. No me
deja más remedio que la acción directa, así que abro las piernas, bajo
una mano hasta su pene y deslizo su húmedo glande por mi mojada vulva. Más claro…
Deja de besarme y me mira. No sonríe, ni yo
tampoco. Leo en sus ojos el mismo anhelo que supongo en los míos, pero
está, estamos muy serios. Lo mío es miedo, lo suyo… espero que no.
Vuelvo a deslizar su pene hasta dejarlo embocado en mis labios, empujo
levemente y retiro mi mano, sin dejar de mirarle a los ojos. Es su turno.
Empuja despacio, mientras se incorpora y me sujeta
por debajo de mis riñones; yo cierro los ojos. Llega hasta mi himen y al
notar el obstáculo, se detiene. Abro los ojos y le descubro mirándome
extrañado. ¿Qué pasa? ¿No sabes lo que es? Empuja otra vez, muy despacio, como si quisiera forzarlo sin romperlo. Empiezo a ponerme muy nerviosa.
Él parece empeñado en dilatarlo poco a poco… así que, agotada mi escasa
paciencia, me incorporo lo justo para asirle de las caderas y me
impulso contra él con todas mis fuerzas.
Me asusto de mi grito. El miedo ha aguzado mis
sentidos y probablemente ha magnificado un dolor que quizás no fuera
para tanto, pero así desahogo la tensión acumulada. El dolor agudo cede
rápidamente, pero la molestia difusa aumenta. Mi Sigfrido parece
aterrado, casi temblando, con su virilidad incrustada en mi femineidad,
sin atreverse a mover un músculo.
Le sonrío y le atraigo hacia mí, abrazándole. Me
devuelve la sonrisa, aliviado, y me besa sin lengua, con ternura.
Empieza a moverse tímidamente; las molestias no ceden, pero empiezo a
sentir un gustito muy especial. Sus manos han abandonado mis riñones y
vuelto a mis tetas. Sus movimientos en mi vagina se van acelerando
progresivamente hasta llegar a ser frenéticos. A ese ritmo, seguro que va a terminar enseguida… ¿Qué le ocurre? ¿Qué prisa tiene? Si acabamos de empezar…
En su ímpetu, se le sale, y parece no saber
encontrar el camino de vuelta. Aprovecho para tratar calmarle, hacerle
gestos de “despacio, despacio…”, pero él está tan obcecado con volver a
penetrarme que no me atiende. Acabo guiándole yo, pero rodeándole con
mis piernas y clavando mis talones en su culo al mismo tiempo, para
intentar inmovilizarlo, ensartado en mí. Vuelve la molestia, y la
obviedad se impone…
¡Es tu primera vez, también! ¡Eso es lo que te pasa! ¡Eres tan virgen como yo y no sabes ni cómo es una chica!
¡A nuestra edad! Que sea virgen yo, vale, fue
mi elección; pero tú… ¿Qué pasa? ¿Que tu colita ‘white size’ era la
vergüenza de tu aldea y ninguna quería invitarla a entrar en su cosita?
Porque con tus ojos maliciosos y tu fascinante sonrisa, deberías haber
debutado hace mucho… Y besar sabes, ¡doy fe! ¿Cómo es que nunca has
rematado la faena? ¿Qué se me está escapando?
Bueno… ya lo averiguaré luego. Ahora tengo otro
asunto entre piernas y, por una vez, no pienso dejar que la lucidez me
impida disfrutar de él… Aunque la verdad es que sus salvajes acometidas
de antes han acentuado mis molestias, cuando se supone que debían
atenuarse con el tiempo. El dueño del asunto parece en trance; su
rostro, contrito y desencajado a la vez, me observa con inquietud. Le
sonrío y libero la presión en sus nalgas, mientras trato de apaciguarle
con las manos. “Despacio, despacio…”. Mi sonrisa le relaja y su
calentura atropella a su zozobra.
Empieza a culear suavemente otra vez y con los
primeros roces, las molestias parecen descender hasta un nivel
testimonial, mientras el gustito va in crescendo. El “flop,
flop” de su carne contra mi carne, de su sexo en mi sexo, me recuerda
al que oía desde mi escondite mientras veía a aquel bestia violar a mi
madre; y cómo la sordidez de aquel “flop, flop” acrecentaba mi estupor.
Pero éste (aunque tan torpe como aquél) en vez de asquearme, espolea mis
ganas. Ahora son mi carne, mi sexo, los que hacen ese ruido innoble, y
me encanta lo que siento al hacerlo…
Las buenas intenciones duran poco y pronto vuelve a
embalarse. Está muy congestionado, y no sonríe; tiene los dientes
apretados y su mirada parece perdida. Su ritmo infernal me está
volviendo loca; no creo que él aguante mucho así, pero la verdadera
locura sería pararle de nuevo. Todo mi ser, condensado en mi vagina,
quiere que siga, y siga, y siga… Me escucho gemir y apenas me reconozco,
pero la lubricidad de mis gemidos me enardece más aún; a mi
perforadora, también. Cuando mi excitación está llegando a cotas
insoportables, siento algo caliente inundar mis entrañas. Su frenético
vaivén se troca en estocadas profundas y con cada una, va gritando
monosílabos en un tono salvaje. Se está corriendo. Yo no.
Se desploma, inerte, sobre mí, aplastándome contra
la dura piedra. Sólo los latidos de su corazón delatan que sigue vivo.
Noto cómo su ego se desinfla en mi interior. La fiesta ha terminado. Tonta de mí, aún acaricio su espalda y sus costados, como agradeciéndole, encima, haberme dejado así. ¡Hombres…! ¿También sería así la primera vez de Brunilda y Sigfrido? Conociendo al botarate wagneriano, sería peor, seguro…
Bueno… ya ‘he conocido varón’, ya ‘soy mujer’.
Entonces, ¿por qué me siento más cría, en vez de más adulta? Echo de
menos a mamá. Si ella me viera ahora… ¡qué vergüenza! ¿Soy una niñata
estúpida, jugando a ser una Valquiria? ¿Qué he hecho? ¿He claudicado
ante mi coño? ¿Dónde está mi dignidad? Bueno, mamá se fue con aquel tío,
ni dos semanas después de que papá nos dejara tiradas. No soy tonta, sé
que se acostó con él. Ni dos semanas aguantó sin un hombre…
Pero no soy quién para juzgarla. Es mi madre y
está muerta… por mi culpa. ¿Por qué asistí impotente a su violación y
asesinato? Si hubiera reunido el valor para atacar a su agresor antes, y
no después de que la violara y matara, ella seguiría viva. ¿Por qué
tuvo que hacer falta verla morir para arrancarme del marasmo? No lo sé;
herencia paterna, quizás. Dejémoslo: mortificarme no va a resucitarla.
Yo no he hecho este mundo, yo sólo vivo en él… mientras dure, que será
poco.
Mi Sigfrido sí resucita; me acaricia con ternura, me besuquea con dulzura y me sonríe con placidez. Se nota que se ha quedado a gustito…
El pecio de su sexo abandona el mío y sus ojos, otrora vivarachos, me
exploran como si me viera por primera vez, transmutados en los de un
cordero degollado. Dibuja un corazón en mi estómago. ¡Uy, qué mono…! ¿Pues no se pone románico y semental? Su sudor me sigue matando.
Debe hacer dos semanas que tuve la regla… ¿Y si
me preña? ¡Ojalá! ¡Ojalá me preñara! Ya me gustaría quedarme
embarazada; incluso no me importaría parir un mulato… significaría que
sigo viva. Pero eso no va a pasar… Ni siquiera sé si duraré lo
suficiente como para dar tiempo a que algún procaz espermatozoide de mi
zaino garañón copule con mi inocente ovulito…
¿Y si ocurre como en las pelis? ¿Y si
la Muerte pasa de largo, porque venía a buscar a una y ya soy dos? ¿Y si
sobrevivo, después de todo? ¡He deseado tanto estar en el punto cero del
impacto y ahorrarme la agonía que aguarda a los desgraciados que no
sean aniquilados en el primer momento! Pero ahora… ¿Y si cae en la Fosa
de las Marianas y el agua amortigua el choque? ¿Y si sobreviviéramos, a
pesar de todo?
Sentir una vida dentro de mí. Otra vida… Sentirme viva y además, dadora de vida… ¡Sería genial! Tener muchos hijos, hacer muchos hijos, dar mucha vida, ser los nuevos Adán y Eva… Sería… sería… ¡Será, estoy segura! ¡Seré exceptuada! Seremos exceptuados, mi oscuro Sigfrido, mi desvirgador, mi fecundador…
Formaremos una familia: “Juro amarte y
respetarte; y serte fiel todos los días de mi vida”… Lo juro. “Con este
anillo, yo te desposo”… Bueno, para ponerte mi anillo tendré que esperar a que tu dedo vuelva a estar en condiciones…
Toco su dedo y, además de pringoso, parece
bastante fuera de combate. Su dueño me mira entre divertido y
sorprendido. Palpo su escroto y jugueteo con sus testículos. Me hacen
gracia. Le gusta, pero no me imita. ¡Ya podía jugar él también con mi entrepierna! Llevo su mano a la zona, pero no sabe qué hacer; juguetea con mi vello y enseguida vuelve a mis tetas.
—Tengo clítoris, chaval —le digo, mimosa—, tengo un
hermoso clítoris que tú has ignorado. Puede que las chicas de tu aldea
no lo tengan, pero yo sí. Aquí las chicas no somos meros sumideros de
vuestro semen, tenemos nuestros derechos, nuestras necesidades… Yo
también quiero mi pequeña muerte sonriente… y me la vas a proporcionar.
Me pongo encima de él e instintivamente se mueve hacia el centro de nuestro pétreo tálamo, para evitar que nos caigamos.
—¿Sabes, maridito mío? Ahora no vas a ser Sigfrido,
vas a ser Grane, mi brioso corcel negro, y Brunilda te va a cabalgar
hasta que la lleves al Valhala —le amenazo.
No entiende una palabra de lo que le digo, pero la lascivia de mi voz la capta bien y su mirada vuelve a ser rijosa. Las
molestias siguen siendo testimoniales, pero siguen ahí… ¿No será un
castigo excesivo para mi coño casi virgen? Bueno… habrá que averiguarlo…
Me siento a horcajadas sobre su vientre, buscando
el contacto con su pene. Lo tomo con mi mano, lo pongo sobre su pubis y
restriego mi vulva suavemente sobre él, despacio, muy despacio. A
pequeños latidos, su cosa parece revivir. Y mi calentura, también.
A mi Grane parece gustarle mi iniciativa y aun asumiendo su papel pasivo, coopera animoso. Empezamos a compenetrarnos,
de momento sólo en espíritu, pronto literalmente… Sus manos
aprendiéndose mis tetas, mi raja frotándose contra su verga, sus ojos
fijos en los míos, transmitiendo sin palabras nuestro impúdico anhelo,
su sonrisa en mi sonrisa… ¡Ah, su sonrisa! Su radiante, su lenitiva sonrisa… como la mía…
—Aunque todo desaparezca, quedará nuestra sonrisa… —me oigo decir con voz tan solemne que me emociono como una boba.
Noto cómo mis flujos van humedeciendo su cada vez
más redivivo pene. Paso un dedo por sus labios recorriendo su sonrisa y,
sin apartar mis ojos de los suyos, bajo a su estómago y dibujo un co
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