El Padre Alonso recibe una visita inesperada, una que cambiará su vida para
siempre.
—Bueno, lo primero es darle gracias por concederme
esta entrevista privada. Comprendo que corre un gran peligro mostrándose en
público.
—Vale.
—¿La primera pregunta puede ser que me diga cuál es
su nombre?
—Alonso Cifuentes. Padre Alonso, si prefiere. No,
espere, mejor Padre Alonso, solo eso, sí. Sin apellido.
—Padre Alonso, ¿cuántas personas han muerto en sus
manos?
—Vaya, menuda pregunta diplomática donde las haya…
Pienso que no más de siete veces siete, si me permite continuar con la
diplomacia.
—Siete veces siete. Eso son 49. Según los cálculos
que maneja…
—No. Siete veces siete significa muchas. Pero, si lo
desea, puede indicar que, cuando finalice la entrevista, serán “muchas” más
una.
—¿Quiere decir que va a matarme?
—Estoy casi seguro.
—Lo dudo.
—Yo no.
***
***
***
Hay un dilema en la vida en la vida de toda persona,
¿sabe? Una pregunta que se instala en la cabeza cuando empezamos a tener
consciencia y que no nos abandona hasta que exhalamos el último aliento. Una
pregunta para lo que no obtendremos respuesta nunca. Una pregunta que aparece
de improviso, cuando menos lo esperas, todos los días de la vida. Una pregunta
que nos inquieta porque no sabemos qué responder ni cómo abordarla. Una
pregunta que, con frecuencia, gobierna el sentido común de cualquiera y le hace
tomar rumbos en la vida que ignoraba o que había despreciado previamente.
Cuando era joven, recién salido del seminario, me
asignaron la parroquia de un barrio de Valladolid. Era y es un barrio
abarrotado de cucarachas, literalmente hablando. A cualquier hora del día encuentras varios de esos bichos
negros y brillantes corriendo por las esquinas de las calles, las aceras, junto
a los portales, entre las ruedas de los coches aparcados, bajo las papeleras de
los parques, esperando al final de las rampas de los toboganes. Cucarachas de
todos tipos: grandes y planas, pequeñas e hinchadas, de colores negro apagado,
azul cobalto o negro obsidiana. Agitan sus antenas como bastones en manos de un
ciego. No importaba las veces que se intentase erradicarlas. Pesticidas,
hongos, gases, insectos; no importaba el método, volvían a aparecer. Parecían
emerger del suelo mismo, alimentarse del aire, reproducirse sin control. Todo
estaba infestado. Todas las casas contaban con un grupo numeroso de cucarachas,
en la cocina, en el cuarto de baño, en el dormitorio, entre las sábanas, en
todas partes. Sus tiqui-tiqui se oían por la noche, en cualquier lugar. A veces
había que pisarlas varias veces para matarlas, sobre todo las planas. Pero no
importaba cuántas murieran, cuántas dejaran sus restos amarillentos y pútridos
alrededor suyo, otras se alimentaban de sus congéneres aplastados y continuaban
su expansión.
Nacías, crecías, te casabas, fornicabas, envejecías
y morías entre cucarachas. La gente ya nos las mataba. Las ignoraba.
Mi iglesia, un edificio alto y esbelto, construido a
finales de los años sesenta, poseía formas peculiares, quizá contaminadas por
la abundancia de drogas psicodélicas ingeridas por el arquitecto que la diseñó.
Nada en ella era simétrico pues las paredes se erigían con un grado de
inclinación distinto del de sus adyacentes. Las vidrieras componían un
caleidoscopio de luces al caer la tarde y, en vez de un campanario de formas
ortodoxas, se levantaba un monolito de aristas cambiantes, de mármol negro
veteado de cuarzo apagado y que terminaba en un vértice afilado, como el de una
espada, sobre el que se asentaba, en un imposible equilibrio, una campana
apoyada en su borde.
El interior de la iglesia presentaba un aspecto más
formal aunque los bancos, debido a la disposición de las paredes, tenían
distintas longitudes.
Alojado en una esquina del interior, lejos de las
luces multicolores, donde la oscuridad era perpetua, estaba el confesionario.
De allí surgían centenares de cucarachas que, quizá, eran las que provocaban
aquella negrura pues al pisar la oscuridad se escuchaban sus chillidos al ser
aplastadas.
Proveía el sacramento de la confesión cinco veces
por semana, de siete a diez. Los pecados que se me encomendaban eran igual de
retorcidos que las paredes donde se declaraban.
Pero hubo uno que, hace tiempo, fue el que me
impulsó a buscar una respuesta a la pregunta.
Una tarde, cuando estaba a punto de abandonar mi
edificio, una joven, vivaracha y desaliñada, me solicitó el sacramento. Era de
tez oscura, cabello perfumado, pintado de mechas de tonalidades ocres y vestía
ropas provocativas. Poseía una belleza innata, que se manifestaba en las formas
ovaladas y agradables de su rostro y en las abundantes curvas de su cuerpo
núbil.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Confieso que he pecado, padre.
—Dime, mi niña, ¿en qué has ofendido a nuestro
Señor?
—Me toco.
—Te tocas, dices.
—Me masturbo, padre. Me alivio, me froto el coño con
suavidad y luego con energía para alcanzar el orgasmo.
—Gracias por la aclaración, pero ya te había
entendido.
A través de la celosía que separaba nuestros
cuerpos, vislumbré como la joven abandonaba su postura de devota arrodillada
para sentarse sobre el almohadillado de las rodillas y apoyar su cabeza sobre
la celosía. El aroma a jazmín y rosas de su pelo inundó el habitáculo donde me
encontraba.
—¿Ese es tu único pecado? —pregunté al encontrarme
con su silencio solo roto al desabotonarse sus pantalones.
—No, claro. He mentido a mis padres, he injuriado a
mis amigas, he probado muchas drogas y a veces me asalta el recuerdo, real o imaginado,
de haber matado a varias personas que lo merecían. Pero considero que tocarse
es mi mayor pecado aunque no me arrepiento.
—Y esperas que te administre la absolución tras
haber confesado este y tus otros pecados sin mostrar culpa alguna.
—Mmm —gimió con sonido largo y gutural—. Suena
absurdo. Y más cuando me estoy tocando ahora. Solo me toco en las iglesias,
¿sabe?
—¿Por qué te tocas?
—¿Ahora u otras veces? Bueno, da igual. Busco a
Dios. Quiero comunicarme con él. Creo que rezar está sobrevalorado, padre.
Considero que una buena corrida es más efectiva. Cuando siento como mi tripa se
revuelve, mi culo se contrae y mis tetas se hinchan al tocarme, siento a Dios a
mi lado. Muy cerca de mí, susurrándome lo guarra que soy, lo puta que soy, lo
cerda que soy. Dios me ama y ama mis dedos empapados. Lame el sudor de mis
sienes y huele el aroma de mi coño encharcado. Dios me ama y yo le amo.
Escuché el sonido de una oquedad húmeda penetrada y
un suspiro a continuación.
Reprimí mi ira.
—¿Qué me dices del amor de un hombre y una mujer?
Dios nos creó diferentes pero complementarios. El sexo tiene como único fin el
de agradar a ambos cónyuges para que, en el seno del matrimonio, puedan
engendrar un vástago con el que iluminar la gracia de nuestro Señor.
Un salpicar de humedades acompañó mis palabras a la
vez que la cabeza de la joven golpeaba la celosía con un repiqueteo creciente.
—El hombre no puede amar, padre. Usted lo sabe bien.
Quizá no quiera reconocerlo porque tendrá la verga tiesa escuchando mis
tocamientos. Y eso le incomoda. Los hombres no aman, padre. Solo quieren
follar. Quieren usar mi cuerpo como si fuese un corcho donde clavar sus pollas,
una esponja que absorba su semen, un papel donde dibujar una cruz. Sé de lo que
hablo, padre, y no me desagrada, antes bien, me encanta. Quizá sea joven pero
mi cuerpo ya ha conocido falos de todos los tipos y mi boca degustado todos los
sabores que el semen pueda tener.
La joven dejó escapar un gemido largo y preñado de
sabor.
—Excepto uno —susurró, encadenando sus palabras con
el final del gemido—. El suyo.
—¿Quieres mantener relaciones sexuales con un
sacerdote?
—No, padre. No me ha entendido. Solo quiero una cosa
de usted. O de su polla, mejor dicho; lo demás no me importa. Quiero follarle,
padre. Quiero extraer la simiente de sus huevos, quiero tragar su líquido
lechoso y luego escupirlo entre mis tetas y mi vientre, mezclado con mi saliva.
Quiero que mi piel absorba el mejunje y luego luzca sucia, esplendorosa,
olorosa. Esto nada tiene que ver con el sexo, padre. Yo ya me procuro sola el
placer que necesito.
—Perviertes esta santa casa con tus palabras y tu
impudicia, mujer. Debo pedirte que salgas de ella pues aquí no encontrarás lo
que buscas.
La joven detuvo sus tocamientos y giró su cabeza
hasta apoyar una mejilla en la celosía.
—Temes aquello que no puedes controlar, mi buen
padre de verga tiesa —dijo riéndose. Extrajo su lengua y lamió el enrejado
hasta colar la punta de su apéndice rosado por un agujero.
Me santigüé y salí del confesionario.
La chica estaba recostada, con los brazos alzados y
recogidos, sus dedos amarrados a la celosía. Su camiseta estaba subida y
mostraba sus pechos desnudos y sus pezones erizados. Sus pantalones estaban
bajados y en su pubis negro el vello estaba apelmazado, creando sus humedades
mechones acaracolados y brillantes.
—Déjeme follarle, padre —ronroneó mirándome con ojos
grandes y vidriosos, su lengua depositando saliva sobre su labio inferior, su
mentón húmedo y su frente perlada. —Su polla me desea, logro imaginar su rabo
hinchado bajo la sotana, sus huevos repletos de semen caliente. Huela mi coño,
mire dentro de mis agujeros abiertos, exprima mis tetas perfectas.
—Fuera de aquí.
Negó con la cabeza, sonriendo juguetona, contoneando
su vientre gateando hacia mí. Varias cucarachas habían trepado por sus pies y
su sexo y ahora recorrían sus nalgas y muslos desnudos y se enganchaban en el
vello de su sexo, dejando luego un rastro líquido sobre su vientre y el suelo.
—Fóllame, padre. Jódeme con tu polla gruesa. Lo
deseas. Seguro que te masturbas antes de dormirte, imaginando en tu mente las
cerdadas que oyes a diario para luego sentir como la leche tibia y pegajosa
pringa tu barriga y las sábanas aparecen por la mañana manchadas de ocre.
Úsame, padre. Usa mi coño y mi boca, mi culo y mis tetas, padre. Solo quiero a
cambio tu santa leche.
—¡Basta! —chillé tapándome los oídos y cerrando los
ojos— ¡Fuera, fuera!
Di un salto al sentir sus dedos sobre mi vientre.
Retrocedí a oscuras pero sus uñas estaban clavadas en mi piel, en mi ropa.
—¡La quiero! Es mía —la oí chillar— ¡Dámela, hijo de
puta, dame tu leche, cabrón remilgado!
Sus dedos se aferraron a mi miembro. Me provocó un
dolor lacerante, un dolor inhumano, un dolor horrendo. Palpé lo que tenía más a
mano, lo empuñé y golpeé.
Me costó desclavar el arma y el dolor no cesaba.
Golpeé de nuevo, con más energía, y escuché como algo se derramaba y salpicaba.
Noté gotas calientes aterrizar sobre mis manos y cara. Seguí golpeando a
oscuras. Solo quería que aquel dolor cesase y hasta que no sentí sus garras
soltar mis partes seguí aplicando golpes en la oscuridad. Algunos barrían el
aire y otros machacaban. Igual que pisar una cucaracha, los sonidos eran los
mismos.
Solo cuando me sentí libre, dejé caer el objeto y un
sonido metálico y húmedo golpeó repetidamente contra el suelo de la iglesia.
No pude abrir los ojos sin antes limpiármelos. Miles
de cucarachas se amontonaban y cubrían el cuerpo desnudo, dándose un festín con
el cadáver. Donde antes había una bella cabeza, un pelo recogido y perfumado,
un rostro juvenil y ovalado ahora solo había una pulpa informe de colores
rosas, blancos, amarillos. La mandíbula inferior estaba enganchada en el borde
de mi sotana, cuyo color negro no disimulaba del todo los pedazos de hueso y
músculo, de sangre espesa y materia cerebral.
Di un paso atrás, sintiendo como el contenido de mi
estómago bullía imparable hacia mi boca, y tropecé con el objeto. Era un
candelabro. Un ojo desinflado, con el iris rajado, parecía empotrado en su
superficie.
Vomité sobre los restos.
Me froté la cara y las manos con la sotana, luego me
la quité y salí de la iglesia. La parte inferior de las perneras estaban
salpicadas de sangre pero la sotana había impedido que se manchara el resto.
Los zapatos estaban empapados por dentro y por fuera. Detrás de mí, las huellas
sanguinolentas eran rápidamente cubiertas por cucarachas sedientas.
La noche estaba casi instalada y en la calle había
pocos transeúntes, más pendientes de sus vidas que de la mía. Anduve sin
descanso hasta la otra punta de la ciudad, sentándome en un banco cuando la
sangre de los calcetines creó costras que dolían al pisar.
Me eché las manos a la cabeza y me encontré con que
la sangre seca había creado en mi pelo mechones apelmazados y, entre los dedos,
lascas finas y de color rojo ennegrecido caían al suelo, recordándome, al igual
que las perneras de mis pantalones, que había profanado el quinto mandamiento.
En una fuente cercana me lavé la cara y, sentado en
el banco, esperé al día siguiente. No sabía qué hacer de modo que solo tenía
una opción posible. Busqué la primera iglesia abierta al alba que encontré y
solicité al párroco que me administrase confesión.
No le conocía. Era joven como yo, de figura
encorvada y rasgos huesudos.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida. Dime, hermano, ¿de qué te
arrepientes?
—De matar, padre, de matar a un semejante.
—¿Matar, dices?
Lo noté incómodo, revolviéndose en su asiento. Yo
tampoco querría estar en su lugar, yo tampoco querría cargar con aquel
compromiso.
—¿Cómo ha sucedido?
—Soy también sacerdote, padre, aunque ahora me
arrodille como pecador. Me llamo Alonso Cifuentes y mi iglesia se levanta en el
barrio de Los Vientos, allí donde las cucarachas han tomado la vida de todos
los que allí moran. Ayer, por la noche, el diablo me visitó con forma de joven
lujuriosa y sedienta de sexo. Sus palabras sucias me turbaron y realizó actos
obscenos dentro de la iglesia. Resistí hasta que usó la fuerza y el dolor,
momento en el que dejé que mis sentimientos más animales emergieran y, sin
saber aún porqué, la maté a golpes con un candelabro.
—Dios Santo. ¿Estás seguro de que la mataste y no
está solo herida?
—Está muerta, padre. Que su cadáver y su sangre
están en el suelo de mi iglesia es algo tan cierto como que ahora lo confieso.
—¿Por qué lo hiciste, Padre Alonso?
—No lo sé, padre, ya se lo he dicho. Aún no lo sé.
Podría haber escapado de allí y haber llamado a la policía. O ceder a la
tentación. Pero, en su lugar, acabé con una vida.
—¿Buscaba mantener relaciones sexuales contigo?
—Sí, padre, perseguía ese deseo malsano.
—¿La mataste antes o después de… eso?
—No hubo… eso, padre. Resistí la tentación.
—Puede que lo hicieses, Alonso. Pero, ¿y ahora?
Levanté la mirada, estupefacto.
Tras la celosía, la joven me miraba sonriente,
lamiendo el enrejado, depositando saliva espesa que traspasaba los agujeros.
—Dios mío.
—Dame tu semen, Alonso, déjame ordeñar tu polla,
mmm.
Abrí los ojos, sintiendo como la ira me nublaba la
vista. Sin pensarlo, agarré una barra de hierro maciza que servía de sostén
para un cirio y arremetí con furia sobre la celosía. Cirio y metal atravesaron
la celosía y empalaron la cabeza de la joven. La barra vibró durante varios
segundos en el aire.
Al mirar el interior del confesionario, la joven
yacía sentada, con la cabeza atravesada y empotrada sobre la pared posterior.
Tras la pared de madera, el extremo puntiagudo de la barra sobresalía entre
astillas y pelo.
Abandoné la iglesia antes de que cualquier feligrés
me viera.
Cuando el diablo vestido de joven se me presentó
días más tarde en el interior de las ruinas de una fábrica del polígono
industrial de San Cristóbal, no tuve duda de que El Señor me había elegido y me
estaba poniendo a prueba. Prueba tras prueba. Detrás de mí dejaba una sucesión
de cadáveres que no eran sino el rastro tangible de mi fe inquebrantable.
***
***
***
—¿Inquebrantable?
—Mi fe es firme pero mi alma flaquea. No encuentro
sentido a lo que me ocurre y la duda ha comenzado a debilitar mi espíritu. No
sé cuántas veces me has tentado y yo he resistido. Siete veces siete, muchas.
—De modo que, si ahora dejase la grabadora y el
cuaderno sobre la mesa y te pidiese por enésima vez ese semen que tanto ansío,
¿me lo darías gustoso?
—Es posible.
—Déjame comprobarlo, Alonso. Pero antes, dime,
¿sabes la respuesta a la pregunta que las personas buscáis? Esa que tenéis tras
disponer de consciencia.
—No, aún no. Venga, hazlo. No me resistiré. Incluso
esconderé mis manos en los bolsillos.
—La tienes dura, Alonso. Eso es innegable. La siento
tan dura entre mis dedos, tan salvaje, tan vibrante. Al fin has demostrado
tener sentido común, Alonso, al fin has descubierto que a mí nadie puede…
Espera, esto no es…
¡BANG!
Sonrío y contemplo el cuerpo desplomarse. La pistola
oculta en mi entrepierna aún vibra. La cabeza perforada golpea contra el suelo
y los miembros, desprovistos de gobierno, se agitan entre espasmos.
—Le he cogido el gusto, ¿sabes? Ya no me atormenta
la culpa. Resistiré, ¿entiendes? ¿Entiendes? Porque sí sé cuál es la respuesta
a la pregunta que todos buscamos.
Los ojos de la joven se giran y me miran vidriosos.
Una sonrisa comenzó a dibujarse en sus
labios.
No dejo que continúe. Un nuevo disparo deshace su
cara.
Mientras salgo de la habitación del hotel buscando
el anonimato, medito acerca de la pregunta. O, mejor dicho, de mi respuesta.
—Claro que sé la respuesta, cucaracha. Claro que la
sé.
1 comentario:
La mayor virtud del relato es que te deja con ganas de conocer la respuesta.
Con esa conversación inicial pensé que el relato iba a ser malo. Con las desmesuradas descripciones iniciales sobre las cucarachas y la arquitectura de la iglesia, pensé que iba a peor. Pero finalmente, el relato me ha gustado.
Aunque no hay sexo, ese lenguaje y comportamiento soez del diablo en forma de mujer me ha gustado mucho.
La historia en sí es simple, pero bien hilvanada. El descubrimiento de que es el propio diablo a quién confiesa el primer asesinato es muy bueno. Le ha dado su punto de terror al relato.
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