Después de diez años de
feliz matrimonio, habíamos llegado a un cierto punto de conformidad,
seguramente por mi causa, pues nunca acabé de decidirme a realizar
todas las variantes que mi marido proponía, tal vez por la educación
recibida, tal vez por miedo. Lo cierto es que, cada vez que volvía
de sus frecuentes viajes de trabajo, al fin y al cabo debía recorrer
la región con asiduidad, la escena se repetía.
–¡Nora! ¡He llegado!
–decía al abrir la puerta.
–¡Juan, estoy aquí,
en la cocina! –le respondía, ya que habitualmente volvía los
viernes tarde y yo dedicaba las tardes a cocinar.
El beso apasionado que
nos dábamos era la medida del cariño. Y luego, acabábamos en el
dormitorio o en otra estancia de la casa. Nuestro catálogo de
posturas y formas era amplio pero clásico: yo desnuda boca arriba y
él encima, llenándome con su verga, cabalgando hasta el orgasmo,
hasta vaciarse en mi; él boca arriba y yo encima, llevando el ritmo
hasta verle acabar; yo boca abajo y él penetrándome desde detrás,
me gustaba sentirme un poco controlada; él sentado en el borde de la
cama o en un sillón y yo mamándosela hasta que me chorreaba por la
boca; o yo sentada y él comiéndome el coño hasta que me corría.
A veces, sobre todo al
principio, Juan sugería otras formas: metérmela por el culo,
cuerdas o esposas, hacerlo en otros sitios, pero a mí me daba
bastante miedo y nunca accedía. Luego dejó de pedirlo, se conformó
con nuestro sexo un tanto clásico.
Una vez estuve a
punto de caer en la tentación, era mi cumpleaños y me trajo un gran
ramo de rosas blancas, mis preferidas, compradas en una floristería
de la ciudad que había visitado por cuestiones de negocios. Ese día
me dejé acariciar el cuerpo con una rosa, hasta el coño, y era
excitante, muy excitante, el tacto de la flor. Lástima que en un mal
movimiento se me clavara una espina del tallo. Me cortó todo el
momento. Si no, seguro que hubiera permitido un cambio, no sé,
vendarme los ojos o algo así.
Pero todo cambió un
día, estaba amodorrada en el sofá.
Llamaron al timbre,
¿quién podría ser? Seguro que sería algún vendedor de esos que
iban de puerta en puerta. Para mi sorpresa fue una pareja de la
Guardia Civil.
–¿Nora Sánchez? –me
preguntó uno de ellos, seguramente el que mandaba.
–Si, soy yo ¿qué
ocurre? ¿alguna citación? ¿una multa?
–No, nada de eso –dijo
el que mandaba–. ¿Podemos pasar?
–Adelante, pasen –dije
invitándolos a pasar. Les guié al salón y nos sentamos en los
sillones.
–Tenemos la
desagradable misión de comunicarle una mala noticia, su marido ha
tenido un accidente, un conductor que circulaba en sentido contrario
por la autopista ha chocado con su marido. Ha sido imposible
evitarlo.
–¿Y cómo está él?
¿Está herido y por eso no me ha podido llamar? –dije con
angustia.
–No, el resultado ha
sido fatal.
–¡Muerto!...
Te mataron, Juan. Un
loco te mató. Y a mí se me cayó el mundo encima. De repente no
ibas a volver, nunca mas. Nunca volvería a tenerte dentro. Nunca
volveríamos a compartir un fin de semana más, unas vacaciones.
Nunca volverías a pedirme que dejara que me amaras de otra forma,
que como lo hacíamos estaba bien pero tú querías cambiar, que me
amabas pero querías que te permitiera alterar nuestras costumbres
sexuales, que querías vencer mi timidez, porque estabas seguro de
que yo tenía mucho potencial, que podía disfrutar mucho contigo. De
repente me dejaste sola, y sola estuve con mi dolor.
Si, ya sé que
estuvieron conmigo tus padres y los míos, que no se separaron
durante un buen tiempo, que te guardé luto, que me vacié de
lágrimas como para llenar un río. No te olvidaría aunque tuve que
superar tu pérdida.
En uno de aquellos
días aciagos vino a verme una señorita. Unos treinta años, una
mujer más bien delicada, guapa, bien vestida, hasta elegante. Dijo
ser amiga de Juan y llamarse Leo, de una ciudad cercana, donde
regentaba una floristería, que resultó ser donde Juan compró aquel
ramo de la rosa y la espina. Naturalmente me dio el pésame y
estuvimos un buen rato hablando. Aquel día estaba sola, y la charla
con Leo me resultó muy reconfortante. Parecía que Juan y ella se
habían hecho amigos y cada vez que visitaba aquella ciudad, comían
juntos. No quise preguntarme si habría habido algo mas entre ellos,
no era cuestión de pensar mal de los muertos.
Pasamos tres horas
juntas, con una confianza cada vez mayor. No sé qué tenía Leo que
hacía que pareciese mi amiga del alma. Algo se removió en mi
interior, alguna vez hablado con Juan: un interés por las personas
de mi propio sexo, una tendencia latente que siempre me negué a
admitir, tal vez esa fuera la causa de lo que ocurrió después.
El hecho fue que
estuvimos charlando tanto tiempo, que se hizo la hora de cenar y me
propuso ir a cenar a algún restaurante. Como llevaba tanto tiempo
encerrada en casa con mis recuerdos, acepté pero la convencí de que
me dejara invitarla. Era lo mínimo que podía hacer tras su visita.
En el restaurante me
contó que conoció a Juan un par de años antes, cuando él entró
en su floristería. Le compró un ramo de rosas blancas, del que me
acordé por que fue el que me regaló por mi cumpleaños aquel año.
Luego se hicieron amigos y se veían siempre que mi marido viajaba
por esa parte, cosa que ocurría a menudo. Me dijo que Juan siempre
le hablaba de mí, y de cómo quería que fuera mas receptiva en el
sexo, mas abierta a todo. De que si hubiera sido así, nuestra vida
hubiera sido perfecta. Y como ella sí era muy abierta, le había
hablado para que se convirtiera en mi maestra, seguro como estaba de
que congeniaríamos. Y creo que Juan me conocía bien, y a Leo
también porque poco a poco fuimos haciéndonos amigas en esa larga
tarde
Al salir del
restaurante, ya para despedirnos, le pregunté donde estaba alojada.
Me contestó con el nombre de un hotel algo lejano. Como era tarde, o
esa excusa me dí, le propuse que se quedara en mi casa. Ciertamente,
a esa altura de la tarde noche, la intimidad entre ambas era mucha, y
además después de tanta noche sola, realmente pe apetecía
compañía, y si era de una amiga de Juan, mejor.
–¿Si te pido que te
quedes esta noche conmigo? –pregunté.
–Pues te diría que si
–me respondió–. En realidad me apetece estar mas rato juntas.
–No se diga mas.
Fuimos a casa.
Nuevamente sentadas una frente a la otra, le pregunté si quería
tomar una copa. Me pidió un Oporto, yo también me serví uno. Tal
vez fuera el vino, tal vez la bebida del restaurante, tal vez que me
sintiera atraída por ella, tal vez muchas otras cosas, lo cierto es
que pasó.
–Nora, ¿te puedo pedir
algo?
–Dime, Leo.
–Será mas fácil si te
vendo los ojos.
–¿Qué has dicho?
–He dicho que te voy a
vendar los ojos, así te resultará mas fácil –repitió. Y
entonces entendí lo que se proponía. Me dejé porque yo también
quería.
Se levantó, tomó un
pañuelo de su bolso, se situó a mi espalda y, con delicadeza, me
vendó los ojos.
–Tú solo tienes que
dejarte ir y verás como disfrutas –me susurró en la oreja. Un
calorcillo que pensé olvidado tras la muerte de Juan nació entre
mis piernas.
Parece, Juan, que algo
de razón tenías. Me descubrí bisexual con aquella mujer. Me llevó
al orgasmo casi como tú. Hizo conmigo lo que quiso. Me desnudó
mejor de lo que tú hacías. Me recorrió todo el cuerpo con su
lengua y manos. No sé si por la venda, ese juego que tu me
propusiste y yo nunca acepté, pero lo cierto es que mis sentidos se
dispararon, me volví tan sensible que nunca lo hubiera creído.
Cuando, después de recorrer el cuello, las tetas, la cara interna de
los brazos, la espalda y el culo, atacó mi sexo, me llevó a una
altura desconocida. En ese momento dí gracias por haberme puesto en
el camino a aquella mujer. Tu amiga se convirtió en la mía.
Naturalmente quise hacer con ella algo parecido a lo que había
experimentado, pero no quiso, sólo me dejó comerle un poco el coño,
lo suficiente para correrse.
Leo se convirtió en
mi amiga-amante. A la mañana siguiente la llevé a su hotel a
recoger su equipaje y la llevé al tren que la devolvería a su
ciudad. El fin de semana siguiente me planté es su casa. Luego, el
siguiente fin de semana ella volvió a la mía, y así estuvimos un
mes.
Cada vez que nos
veíamos, no sé cómo pero lograba convencerme de variar la forma de
practicar sexo, justo lo que Juan nunca había conseguido de mí.
Había un magnetismo en Leo que me inducía a aceptar todo aquello
que se le ocurría. Y así la primera vez fue ir al cine y luego a
cenar con falda pero sin ropa interior. Naturalmente tanto en el cine
como después practicó lo que ella llamaba “sexo oculto en
público”, consistente en llevarme a la cúspide a base de
masturbarme bajo la falda. En tiempos anteriores ni se me hubiera
ocurrido hacer eso, qué vergüenza me hubiera entrado, pero con ella
me daba como igual, casi era mas excitante que follar en casa.
Otra vez propuso que
llevara unas bolas chinas cuando paseáramos por la ciudad, la mía
en ese caso. El placer de andar con aquello dentro no se puede ni
describir. Acabé pidiéndole que me comiera el coño en el primer
sitio que pudimos: los probadores de una tienda. Luego cambió las
bolas por un vibrador con una especie de mando a distancia,
naturalmente el mando lo llevaba ella y lo activaba en los momentos
mas inoportunos. Ella llamaba a esto “el placer mecánico”.
La tercera vez que nos
vimos, en su casa, propuso que me vistiera de puta, de la forma más
sexual que imaginara. Acabé vistiendo una minifalda que casi parecía
un cinturón, unas medias con liguero y unos tacones con los que casi
no podía andar de lo altos que eran, un top que casi era solo un
sujetador, y tan pintada que daba el tipo de una puta barata. Ella se
vistió de hombre, con traje y corbata, y un sombrero que ocultaba su
pelo. Parecíamos una puta y su cliente. Y acabamos por follar en su
coche en un descampado cercano a una zona donde se colocan estas
mujeres, menos mal que no me pidió que me mezclara con ellas.
La cuarta vez, en mi
casa, nos quedamos sin salir, desnudas o sólo con un bikini todo el
rato. Yo debía llevar las manos esposadas a la espalda y, a ratos
una venda en los ojos o un pañuelo en la boca. De esa guisa me folló
en cada rincón de mi casa. Y yo tenía que darle placer sólo con la
lengua, si la alcanzaba cuando estaba cegada por la venda. Al final
de ese día propuso irnos el siguiente fin de semana a una casa
rural.
Ese mes, Juan, fue el
más intenso de mi vida desde el punto de vista sexual. Y tan
diferente de cuando estabas conmigo. No sólo por que follaba con
otra mujer, nunca sabré cómo supiste siempre, y tantas veces me lo
dijiste, que a mi también me gustaban las mujeres, sino porque hice
muchas de las cosas que tú siempre proponías y yo me negaba ¡Cuan
equivocada estaba! ¡Qué ciega y cómo te negué algo que seguro
que tú hubieras disfrutado! Cómo me arrepentía entonces.
Alquilamos una casita
en un pueblo de la sierra, con la idea de pasar un tiempo juntas,
hacer un poco de turismo. Quedamos dos semanas después, yo la
recogía en su ciudad y de ahí iríamos a la casa. Llegó el día,
partí en mi coche, recogí a Leo y su maleta, un tanto grande, y nos
encaminamos al pueblo de la sierra. Llegamos fácilmente antes de la
hora de la comida, encontramos la casa y a su propietario, nos
instalamos y salimos a comer y a dar una vuelta al pueblo.
Yo estaba totalmente
convencida de que Leo planeaba algo especial. El momento llegó por
la noche, Leo propuso cenar en la casa, yo estuve de acuerdo, segura
de que la intimidad ayudaría, no me equivoqué. La cena normal, un
poco de vino para acompañar, quizá tomé un poco mas de la cuenta
por aquello de que el alcohol da confianza, y la necesitaba, ambas
sabíamos a qué habíamos ido allí.
–Nora, ven.
–¿Donde?
–Al dormitorio, cuando
llegues te desnudas y te tumbas boca abajo. Confía en mi.
Yo estaba como
hipnotizada, me levanté, entré en el dormitorio, me despojé de
todas las prendas que llevaba puestas y me tumbé como me había
dicho. La cosa estaba cambiando, vale que me vistiera de puta pero
¿qué me tenía preparado? Al poco entró Leo.
–Te voy a amarrar las
manos y los pies con unas esposas, déjate y disfruta –me comentó
dulcemente–. Verás como lo pasamos bien.
Agarró con suavidad
mi mano derecha y me puso una esposa en la muñeca, luego cerró la
otra esposa al barrote del extremo del cabecero de la cama. Lo mismo
hizo con mi mano izquierda. Después asió mi pie derecho y colocó
otra esposa en el tobillo, como la cama no tenía pie, pasó la
cadena de las esposas por debajo del somier para hacer aparecer por
el otro lado a la otra esposa, que cerró en mi tobillo izquierdo. De
esa forma estaba con las piernas y los brazos abiertos en cruz y boca
abajo.
–Dime, Leo ¿esto lo
haces a menudo? –pregunté aun sabiendo que seguramente no me
respondería.
–Mucho de lo que
haremos lo he hecho antes, otras cosas no –me respondió para mi
sorpresa–. Pero piensa que no importa lo que haya hecho, sino lo
que tú vas a aprender y disfrutar. Te voy a poner una mordaza con
forma de bola en la boca, si en algún momento quieres parar,
únicamente mueve la cabeza como para decir que no ¿lo has
entendido?
–Mover la cabeza como
diciendo que no –repetí.
–Bien, tu viaje a otros
sexos empieza aquí.
Me hizo abrir la boca
para morder una especie de bola de goma, que tenía una correa de
cuero a cada lado. Ajustó la hebilla de la mordaza para que no
pudiera quitarme la bola, pero sin que me apretara la cabeza.
–Ahora probarás el
sexo anal, seguro después te preguntarás ¿cómo no lo he hecho
antes?
Antes incluso de tocar
mi ano, Leo se tumbó en mi espalda, para darme un masaje con su
cuerpo, de forma que todos mis miedos se esfumaron. Estando como
estaba, atacó mis tetas con sus manos, haciendo hueco para
abarcarlas, pellizcándome los pezones hasta el punto de dolerme pero
sentir un placer oculto, cosa que me hizo jadear en la mordaza.
–Ya veo que te gusta un
poco de dolor, descubrirás que es la antesala al placer más intenso
que nunca hayas experimentado.
Debía ser verdad,
porque mi sexo se llenó de fluidos rápidamente como nunca antes lo
había hecho de veloz. Deseé poder tocarme para alcanzar el orgasmo,
Leo debía de saber cómo me estaba sintiendo, porque desplazó una
mano para acariciar mi clítoris de modo que al poco había me corrí,
tan fuerte que no recuerdo otra corrida así. Pero eso sólo era el
principio.
De repente noté algo
húmedo que recorría los alrededores de mi ano, era su lengua
moviéndose, luego sentí que algo resbaladizo entraba por ese
orificio, era uno de sus dedos empapado en algo que era como aceite y
que mas tarde averigüé que era un lubricante acuoso. El experto
dedo trabajó mi orificio, ensanchándolo hasta que introdujo un
segundo dedo, para entonces ya estaba otra vez a punto del clímax,
me gustaba el juego y me repetía una y otra vez por qué no le había
dejado a Juan.
Cuando Leo creyó que
ya estaba suficientemente dilatada, se puso un arnés con un pene
mediano de plástico, lo lubricó y apoyó la punta. La dilatación
debía ser tal que el aparato sólo me produjo una pequeña molestia
al entrar. Entonces empezó a meter y sacar el falso pene, haciéndome
descubrir el placer del orificio trasero. Bajo la mordaza gemía de
gusto. El mete y saca duró un buen rato, y al final me corrí casi
sin querer, tal era la excitación que tenía, allí desnuda, boca
abajo, atada con mis extremidades en cruz amordazada y follada por el
culo por una chica como Leo. Era imposible no correrse a poco que
algo rozara mi sexo: el cojín que Leo había puesto para elevar mi
culo.
–Te ha gustado, Nora ¿a
que sí?
Claro que me gustó,
Juan. Me entró una duda porque reconocía tu forma de hacer las
cosas en cómo Leo me fue preparando. Así follábamos, si bien nunca
lo hicimos por el culo, casi siempre ibas calentándome poco a poco
hasta tenerme ardiente, en ese momento me provocabas el orgasmo ¡cómo
me acuerdo de las veces que me llevaste a la cima!
–Mmmmmmhhh!! –respondí
todavía con la mordaza puesta, y asintiendo con la cabeza.
–Ya veo, la respuesta
es si, pues esto no ha hecho más que empezar. Descubrirás muchos
modos de alcanzar el placer –comentó–. Ahora te voy a liberar,
descansas un rato y luego te amarraré con cuerdas en otra postura.
Ese fin de semana en
la casa rural, Juan, aprendí lo divertido que puede llegar a ser una
cuerda, unas esposas, unas cadenas o una fusta. Si pienso en todas
las ocasiones que me pediste que me dejara atar... Claro que entonces
no sabía que un poquito de dolor podía generar después un placer
tan indescriptible, eso sí, dolor moderado: un mordisquito en los
pezones, un azote con la palma de la mano en el culo, un fustazo
ligero, etc. Y Leo también quiso que pasara al otro lado y me
convirtiera en su dueña en un par de juegos. Fue excitante poder
manejar a aquella mujer excitante y deliciosa. Pero...
Al volver en el coche
el domingo.
–Nora, hay una cosa que
tengo que decirte –empezó Leo al poco de iniciar la vuelta.
–¿Qué, Leo?
–Es mejor que te lo
diga sin ambigüedades. Tu marido y yo fuimos amantes –me soltó
casi de sopetón. De la impresión casi pego un frenazo.
–¿Qué has dicho? ¿He
oído bien?
–Has oído
perfectamente: Juan era mi amante o yo era su amante, pero aquí no
para la cosa –prosiguió casi sin dejarme replicar, casi como muda
estaba–. Me pidió varias veces y me lo hizo prometer, que te
enseñaría otras maneras de disfrutar del sexo. Sabía que tú eras
una mujer excepcional y que si te dejabas enseñar, verías que hay
otras formas de placer sexual, y sabía que yo podría ser la mejor
maestra ya que, en el fondo, siempre supo de tu bisexualidad. ¿Te
das cuenta, Nora, de lo mucho que nos conocía a las dos?
Me desvié en cuanto
pude de la autovía y me paré en el arcén de la primera carretera
que pude. Me enfrenté a ella.
–¿Me estás diciendo
que todo esto te pidió que me lo hicieras? ¡Será cabrón! ¡Así
se pudra en el infierno!
–¡Cálmate, Nora! Juan
te quería, y me quería...
–¡Y un cuerno! Me
engañaba contigo, y ¿cómo fuiste capaz de presentarte ante mí con
esa pinta de mosquita muerta? ¡Zorra! Y pensar que me sentía
atraída por tí. ¡Vibora! ¡Hija de puta!
–¡Escúchame Nora!
Reflexiona y mira en tu interior todo lo que has vivido conmigo.
–¡Una mentira! ¡Un
engaño! Zorra, sal del coche.
–Piensa, reflexiona...
–¡Sal del coche de una
puta vez!
Leo me miró con ojos
de cariño, se desabrochó el cinturón, abrió la puerta, salió del
coche con su bolso y cerró la puerta. Arranqué inmediatamente.
Dolida hasta el fondo de mi corazón. Engañada por mi difunto marido
y vuelta a engañar por su amante. ¡Y yo que creía estar viviendo
un renacer tras el dolor!
Volví a mi casa. En
silencio todo el rato, sin música, sin interés por casi nada, sólo
atenta a no tener un accidente. Noqueada por completo. Casi no me lo
podía creer, mas de un mes follando con la amante de mi marido sin
saberlo. ¡Qué bien se lo habría pasado la muy puta!
¡Qué cabrón fuiste,
Juan! Engañarme con otra y no sólo eso sino que enviármela después
de muerto para ¿para qué? No sé qué me duele más si tus cuernos
o la mentira de Leo, me siento doblemente engañada. Cornuda y
apaleada. Y lo peor es que tu amante me ha hecho vivir de nuevo y
descubrir cosas que no conocía y me negaba a conocer. Eso no se
hace.
Llegué y me fui
directamente a la cama, presa de un llanto nervioso. Continuamente me
preguntaba ¿de verdad me ha pasado esto a mí? Ni siquiera deshice
las maletas. Por supuesto no podía conciliar el sueño y tuve que
recurrir a la química en forma de pastilla para dormir.
A la mañana
siguiente, el dolor de cabeza que tenía no me dejaba hacer nada.
Vegeté como pude. Traté de escuchar música, en balde. Intenté
cocinar, imposible. Un baño de espuma tampoco me relajó. La imagen
de Juan y Leo era recurrente.
En un momento dado
reparé en las maletas: la mía y la de Leo ¡Tenía su maleta!
Claro, cómo no me dí cuenta antes. Ahora al dolor de los cuernos y
la mentira se unía el malestar por haber obligado a Leo a bajarse de
mi coche ¿cómo habría vuelto a su casa? Y sin su maleta, que
estaba en mi casa. En ella se que guardaba todos los artículos que
habíamos usado en la casa rural, aparte de su ropa.
No sé qué impulso
tuve que abrí su maleta, allí estaba todo. Como hipnotizada, elegí
un vibrador y unas esposas. Me desnudé casi por completo, dejando
únicamente mis bragas para que el aparato, que introduje en mi coño,
no se saliera. Active el falso falo a un rimo moderado, me coloqué
las esposas con las manos a la espalda y me tumbé en el suelo,
encima de la alfombra del salón. No tardé en calentarme, tratando
de no pensar en nada, dejé que el vibrador trabajara. Con la mente
en blanco, vinieron a mi cabeza las imágenes de Leo y yo misma
follando de todas las formas en que lo hicimos, y, curiosamente, la
voz de Leo era la de Juan. Le vi en mi cabeza cómo siempre quiso
follar en publico, cómo una vez me pidió que me quitara las bragas
en el cine, cómo quiso que me vistiera de puta para follar en un
descampado, cómo una vez intentó vendarme los ojos, cómo trató de
utilizar unas esposas, cómo... tantas y tantas cosas.
Me corrí, claro que
me corrí. La acción del vibrador, la excitación de las esposas, el
recuerdo de los buenos momentos con Leo..., todo ello logró que me
corriera. Y lloré, lloré cuando acabé de correrme. Lloré porque
comprendí. Porque vi con claridad que al enviarme a Leo, Juan me
hizo su regalo póstumo: me regaló el resto de mi vida. Y yo había
tratado a Leo como una vulgar ramera, una roba maridos, cuando en
realidad yo fui la que dejé que buscara fuera lo que no tenía en
casa.
Cuando me harté de
llorar, me di cuenta que tenía que devolverle la maleta a Leo y
disculparme con ella. Disculparme o algo mas. Fui a devolver a la
maleta las esposas y el vibrador, cuando las dejaba en su lugar,
descubrí un sobre en el lateral de la valija. La curiosidad me pudo
y lo abrí. Contenía unas fotos, la mayoría de Leo, en posturas muy
eróticas: sobre una cama atada en cruz, con las manos amarradas
sobre la cabeza, amarrada a un poste, e incluso a un árbol,...; en
otras aparecía en primer plano chupando una polla y siendo
penetrada; y había otra serie con Juan como amo y ella como sumisa.
Me calenté otra vez y tuve que masturbarme.
Al día siguiente
volví a conducir hacia la ciudad de Leo, con una idea fija: pedirle
perdón. Aparqué cerca de su floristería, tomé su maleta y entré.
–¡Nora!
–Leo, toma, tu maleta
–dije con voz suave–. Te debo una disculpa. Y algo más. Mira.
Me quité todo lo que
llevaba encima hasta quedar desnuda ante ella.
–Después de Juan, eres
lo mejor que me ha pasado –dije serena–. Por eso quiero que me
castigues como quieras.
–Espera, voy a cerrar
la puerta y ya pensaremos qué hacemos.
Fue hacia la puerta de
entrada y la cerró con llave. Después volvió junto a mi. Yo
mantenía los ojos bajos.
–No soy una buena Ama
–dijo–. Mas bien me gusta ser la sumisa. Pero no voy a
castigarte, ambas tenemos cosas de qué arrepentirnos. Ven, toma la
maleta y sígueme.
Recogió mis ropas del
suelo, yo tomé la maleta y la seguí a la trastienda. Abrió la
maleta y cogió una cuerda.
–Date la vuelta.
Me di la vuelta, unió
mis manos con las muñecas a la espalda y las ató con la cuerda.
Tomó el vibrador del mando a distancia y me lo metió. Con otro
trozo de cuerda lo aseguró para que no se me saliera.
–Arrodíllate y cómeme
el coño hasta que me corra –dijo levantándose la falda mientras
se bajaba las bragas.
Apliqué mi boca a sus
labios buscando con la lengua su clítoris. Mientras sentí como el
artefacto vibraba en mi interior. Empezamos a jugar, si yo la
excitaba mucho, ella aumentaba la vibración, hasta que notaba que
iba a correrme, y entonces paraba. Yo seguía el juego y separaba la
lengua de su botón. Ella reactivaba la vibración, y yo reanudaba el
trabajo lingual.
….
–¡Nora! ¡He llegado!
–escucho cuando mi marido, Juan, entra.
“Al fin” pienso.
Estoy desnuda, una barra separa mis piernas estando los tobillos
unidos a ella mediante sendas correas de cuero. De cada pezón cuelga
una pesa pequeña unida a mi cuerpo por una pinza de cocodrilo. En mi
boca, una mordaza de bola hace que no pueda hablar y tenga toda la
barbilla llena de saliva. Una venda en mis ojos me ciega. Mis manos
están esposadas por encima de la cabeza y unidas al techo por una
cadenita que va desde una argolla del techo hasta las esposas. En mi
coño, un vibrador puesto en funcionamiento intermitente me ha estado
trabajando durante la hora que llevo en esa postura. El suelo está
manchado con mi saliva y los flujos que han salido de mi sexo cuando
me he corrido. Lo que pase después será lo que Juan quiera.
1 comentario:
No he acabado de entender el final. ¿El marido no ha muerto? ¿No es real todo lo que se cuenta antes? ¿La ruptura de personalidad no es más que una fantasía? Me ha descolocado.
Dejando de lado ese final, aunque el desarrollo de la historia me parece algo forzado (no veo los motivos por los que Nora se lía con Leo), me parece una idea original en la que la ruptura la provoca esa relación y no la supuesta muerte del marido.
Echo en falta unas cuantas tildes, sobre todo en los “mas” en vez de “más”.
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