SER PACO PAYNE
—Parece como autista tío, tiene el mirar
perdío.
—Un poco zonao zí que parese, lo mizmo se ha
metío argo.
—Tiene pinta de ocurrirle lo mismo que a un colega
mío del barrio, nunca se metía nada pero siempre tenía pinta de sicodélico de
ese.
—¿Zecodélico?, ¿qué coño ez ezo?, cada vez
hablas máz raro tío.
—¡tú sí que hablas raro!, ¿no te has pensado
ir a un experto en hablar a ver si te cura o algo?. Pues eso, sicodélico… o
siniestro, digo… sicópata quería decir.
Estos dos no me van a dejar en paz por lo
que parece, no sé cual de los dos tiene peor pinta de delincuente, seguro que no
habría un calabozo con dos especímenes más extraños: uno con patillas de Curro
Jiménez y una curiosidad sospechosa que no para de acercarse y alejarse de mí,
y el otro con un acento que hasta parece forzado y que no se ha movido del
rincón donde está sentado en el suelo en las últimas 3 horas que llevo aquí. Y
lo peor es que el lugar donde estamos no es como para pensar que quizá las
apariencias engañan, en este caso seguro que no engañan en absoluto, estos dos
no guardan nada bueno, claro que yo tampoco. Deberían de tenerme miedo si
supieran quien soy, lo que soy… o quizá ya no soy nada, esa maldita monja… ya
no consigo ser lo que era, ¿por qué tendríamos que habernos metido en esa
finca?. Ahora estoy perdido en mi interior, o es ahora cuando ya no estoy
perdido y quizá antes no me encontraba y ella me hizo verme, o no fue ella y me
vi yo mismamente. Me cuesta creer que me hiciera algo, yo solo me he liado
conmigo mismo, ella es una persona normal y corriente, tiene un cuerpo de mujer
normal, caga como las demás, tiene pelo en los mismos sitios, solo es una mujer
que lleva hábito… lo llevará supongo si tiene otro; ’El Pontevedro’ no le dejó
mucho que lo usara, a mí me hubiera dado igual follármela con hábito o sin él,
así era el Paco de antes, así no consigo ser ahora. Y lo peor es que ahora me
siento mejor.
—¡eh tío!, podrías prestarnos algo de
atención, que te estamos hablando.
Este de las patillas se me acerca cada vez
más, se está volviendo algo osado, y ciertamente no huele nada bien, aunque
seguro que yo tampoco, no me acuerdo de cuando me aseé la última vez.
—Lo mizmo es que es mudo tío, o tiene un
trauma.
—Tu sí debes tener un trauma colega, que no
cuesta tanto decir mismo. Escucha: mismo, mismo, miiiiismo. Es muy fácil. Joder,
si ni siquiera eres andaluz.
—No me zale los cojones hablar como tú. Y tú
que zabrás de donde zoy.
No puedo dejar de pensar en ella, Dios me la
puso ahí para encontrarme a mí mismo, para disfrutar de ella, para que ‘El
Pontevedro’ dejase de hacer daño, para que yo también dejase de hacer daño, para
que acabase aquí metido con estos dos.
—Tenemos que hablar seriamente de negocios
tío, tu estancia aquí…
—Si tuviera un hacha te cortaría la cabeza,
no sería la primera vez y me podrías servir para coger más experiencia —intento
hablar con la mayor de mis contundencias a ver si con una sola intervención consigo
zanjar la situación—, que la última que corté no lo conseguí de un solo tajo.
La cara con patillas se queda quieta con la
frase a medio hablar y un atisbo de sorpresa, pero apenas son unas décimas de
segundo, las tablas que le ha dado la vida se reflejan con una rauda reacción.
—¡Qué cachondo el tío!, lo mismo se cree que
es el mismísimo Ser Ilyn Payne cortando
cabezas con su hacha…
—¿Zirilin
Parner?
—Nada tío, no creo que hayas leído un libro
en tu vida –gesticula el de las patillas hastiado sin molestarse mucho en mirar
al zecero—. Incluso habla poco como el verdugo ese, va a ser que sí está algo
sonao.
No sé todavía si ‘El Pontevedro’ se merecía
acabar así, no sé si me arrepiento, no sé si ella me incitó a hacerlo, ¿cómo
estará?
Quizá no era ‘El Pontevedro’ peor que yo,
ambos disfrutamos de ella, ambos hicimos aberraciones, ambos le hicimos sufrir…
¿pero por qué estaba una monja sola en tantos kilómetros alrededor?
Ese cuerpo y esa cara incitaban a lo que le
hicimos. Cuando ‘El Pontevedro’ le rajó el hábito, dejando al aire esas
preciosas tetas de pecado, era imposible resistirse. En aquel momento, cegado
por la lujuria, sólo atiné a pensar que era una viciosa porque debajo del
hábito sólo llevaba unas bragas, pero seguro que era por el calor, ese horrible
calor que hacía… hasta una monja debía de agobiarse con esas temperaturas y,
como pudimos ver después, la ropa que había en esa casa no era para una mujer,
no consigo entender por qué estaba ella sola, no le hubiéramos hecho nada si
hubiera estado acompañada por quienes se supone que debería de estar en una
finca como esa. Eso habrá sido, el calor me ha reblandecido el cerebro, este
maldito verano tórrido que hace parecer que estamos en el mismísimo infierno.
El infierno… allí me espera ‘El Pontevedro’.
Y esa cara de ángel, de timidez, de buena
persona, de sufrimiento cuando éramos salvajes con ella. Esa actitud benevolente
aún estando atada, desnuda, humillada, mancillada y sucia, esa bondad en sus palabras aún
cuando estábamos haciéndole sufrir… me embrujó, no consigo encontrarle otra
explicación.
No tengo perdón, yo también disfruté de su
cuerpo, delicia tras delicia en todos sus rincones y curvas. Me engañaba a mí
mismo pensando que se estremecía con cada envestida que le daba, con cada
lametón en esos pezones rosados y deliciosos que sobresalían de las pequeñas
aureolas de sus firmes pechos.
No tenía que haber sido tan bruto cuando la
sodomizaba, aquello estaba fuera de lugar, pero es que ese culo… ese culo… era
imposible negarse, me cegaba verlo tan bonito, tan redondeado, tan bien hecho,
y lo suave que tenía la piel. No tengo perdón, ni siquiera me esperé a que se
le cerrase el oscuro agujero tras la visita de ‘El Pontevedro’, ni siquiera me
importó que estuviera sucio, ni siquiera me molesté en buscar algo para
lubricarla y que no gritase como lo hacía. Y aún así ni siquiera le permitimos tener
dignidad riéndonos mientras defecaba en el suelo como un animal el semen de su
interior mezclado de heces y sangre. Y aún en esa postura indecorosa que supone
ver a una mujer… una monja… aún así resultaba bella, preciosa, sugerente, todo
un placer contemplarla.
—Abre los ojos hijo mío, tú no eres así, se
te ve en la mirada –eso fue lo único que me dijo en una de las tantas veces que
le penetré, la vez que cometí el error de besarla, de mirarle a los ojos
estando dentro de ella, en esos profundos ojos que me ahogué. Unas simples palabras
que desmontaron mi mundo, mi vida, mi perversión, mi maldad.
Toda una vida de delincuencia, de robos, de
drogas, de vicio; pero no era un violador, no era un asesino, pero ahora…
ahora… ahora me he perdido, o me he encontrado… no lo tengo claro.
Treinta años sin rumbo, con falsas
aspiraciones, sin un camino claro, una vida rota. Y tubo que abrirme los ojos
alguien a quien tanto dolor le estaba causando, alguien a quien no conocía, una
mujer que había violado, sodomizado y vejado; ella me hizo ver el monstruo que
fui, el monstruo que soy. Fue quien me hizo cometer la mayor barbarie de mi
vida, para que no sufriera tuve que hacerlo, no pude resistir nuevamente sus
gritos de dolor y desesperación.
Quizá hubiera sido más inteligente convencer
a ‘El Pontevedro’ de no seguir haciéndole padecer, de dejarla simplemente como
la habíamos encontrado, de abandonar ese tesoro delicioso que la vida nos había
puesto indefenso para disfrutarla… para hacerla sufrir. Hubiéramos seguido por nuestro camino, con
nuestras vidas, aunque su vida ya no sería la misma, la huella ya la tenía
puesta, una huella imborrable.
Pero no creo que ‘El Pontevedro’ la dejase
tal cual, él no querría haber abierto los ojos como lo hice yo, como me los
abrió ella.
No pude seguir permitiéndolo, la estaba
porculizando otra vez y sus gritos me desgarraban, ya no me parecía divertido
ni morboso ver ese precioso culo penetrado por el miembro de mi compañero de
delitos, colofones y aberraciones. Ya no
me parecía tan fascinante ver menearse esas preciosas tetas con los movimientos
de la penetración, ni resultaba excitante los azotes que le atizaba
salvajemente ‘El Pontevedro’ en cada empujón, en ese culo que tan suave
resultaba al tacto y que tantos dedos tenía ya marcados.
Todavía
tengo en el interior de mi nariz el olor de la sangre salir con fuerza del
cuello de mi compañero. No se me quita de la mente el sonido de chocar cabeza
contra cabeza: la del pelo sucio y rizado de ‘El Pontevedro’ medio colgando e
impulsada hacia la de pelo largo y enredado que mostraba una inusual expresión
de espanto. No sé si fue el golpe de la cabeza apenas sujeta al cuello del
porculizador, o la impresión de tener sodomizándola un cuerpo medio decapitado,
o por la aberración que yo había cometido, o su desmayo simplemente fue por el
miedo que le producía que le hiciera lo mismo a ella viéndome con el hacha
ensangrentada en las manos. Su cara reflejaba horror y lágrimas por el
sufrimiento, mi cara también estaba húmeda de lágrimas, pero de pena, de culpa,
de dolor, otro tipo de dolor.
Lloré durante un tiempo indeterminado, no sé
todavía por que, quizá por todo, quizá porque me había encontrado a mi mismo en
mi interior, quizá por todo el daño que le había hecho a ella, a otros, quizá
por mi familia rota, o por mi madre drogadicta consumida en su dependencia;
lloré allí de pie blandiendo el arma que tan honorable función de cortar leña
había servido en su tiempo y tan degradante acción había cometido en esa época
calurosa que tan inútil resultaba un hacha como la leña que debía cortar.
No supe como redimir mis pecados, mis
delitos y mi salvajada, no sabía como tratarla y como ayudarle, simplemente
intenté borrar absurdamente las huellas de mi atrocidad lo mejor que me surgió
de mi desordenada mente. Labé su desmayado cuerpo
con delicadeza, esa delicadeza que no había tenido con ella hasta el momento.
Ya no la veía como un deseo a conseguir, no tenía ansia de poseerla, no se me
pasaba por la cabeza tocarla con lujuria, simplemente limpiaba su magullado
cuerpo, sus partes íntimas mancilladas por mis acciones aberrantes y las de mi
compañero, ahora de mi compañero partido, de mi compañero asesinado.
Tras dejarla en lo que supuse era su
dormitorio, la única estancia de la finca donde encontré una biblia, ya bien
limpia, cómoda, acostada y tapado su cuerpo, su precioso y desnudo cuerpo, por
una fina sábana, me ocupé del otro cuerpo. Al igual que había un hacha, también
habían otras herramientas como una pala, perfectamente útil para ocultar mi
espanto bajo tierra. Lo de limpiar la sangre fue otra historia y otra hazaña
que no conseguí resolver totalmente. Solo quedaría allí la memoria de la monja
para saber aquello que había ocurrido.
Esperé durante horas a que el ángel volviera
en sí, le refrescaba la cara con agua fresca y limpia, la observaba y buscaba
la calma, su perdón, mi perdón. Cuando por fin abrió sus ojos marrones me
tranquilizó su mirada llena de bondad, no encontré perdón, pero tampoco
acusación. Ella no dijo nada, yo no dije nada, no había palabras que tuvieran
cabida allí tras lo acontecido. Levemente le apreté la mano en gesto de
despedida y me fui. Ella no se despidió. La dejé con la calma que bien pueda
conseguir, con el recuerdo del sufrimiento que le infringimos, con la vida que
pudiera llevar a partir de ese momento.
No quise ni me atreví a volver la vista
atrás, anduve campo a través con decisión y buen paso durante un tiempo que se
me antojó agotador y sólo me atreví a parar cuando ya estuve seguro que ni la
distancia, ni el tiempo, ni la escasa luz de la intemperie me permitirían ver a mis espaldas algo que me
impulsara a volver, a recordar, a arrepentirme de haber despertado de mi
horrible vida.
Antes de entregarme a la guardia civil, en
un pueblo que ni siquiera me molesté en saber su nombre ni su ubicación, pasaron unos escasos días inciertos y
solitarios por mi cadenciosa vida y lágrimas por mi angustiada cara. No paré de
llorar hasta no estar seguro de haber llorado por todas y cada una de mis malas
acciones, y las de mi madre, y las de mi padre, y las de cualquier otra persona
que debería de haber apreciado o querido.
Por supuesto no he mencionado a quienes me
entregué de lo sucedido a ‘El Pontevedro’ ni aquello que hicimos en la finca
donde dejé a la monja, mis delitos pasados eran más que suficientes como para
que me tuvieran a buen recaudo para no hacer más daño a cualquiera que tenga la
mala suerte de encontrarse conmigo.
—¿Pero por qué te tiene que moleztar tanto
mi forma de hablar?, vezte a la mierda tío, yo hablo como me zale del capullo.
El sonido de la puerta de la celda
abriéndose interrumpe la conversación de los individuos patillero y zezero,
sacándome de mi meditación.
—Francisco Balsera Gómez, acompáñeme por
favor —el guardia verde ni siquiera se molesta en mirar a mis compañeros de
celda, su mirada sólo se posa en mí con la seguridad y experiencia que da su
oficio—, necesitamos hacerle unas preguntas.
Antes de salir por la puerta de la celda no
puedo evitar de rectificar al de las patillas, por si no me surgiera la
oportunidad más tarde.
—Lo que usaba Ser Ilyn para decapitar no era un hacha, era un espadón, y no es
que hablase poco, es que le cortaron la lengua.
1 comentario:
Pequeña paranoia.
Cuesta entrar en el relato, pero a medida que avanza, dejando de lado al de las patillas y al supuesto andaluz y se centra en la horripilante historia de la monja, mejora.
La ruptura parece algo forzada. Pasa de disfrutar violando a una monja a matar a su compañero por hacer lo mismo simplemente por unas palabras de ella, que parece demasiado serena.
‘El Pontevedro’ se repite en demasía durante un tramo del relato. Habría estado bien utilizar otras formas de referirse a ese personaje.
A pesar de esos detallitos y algún error ortográfico, el relato no está mal.
Por cierto, pensé que al final venía la monja a pagar su fianza y teníamos final feliz... ¡menos mal que no!
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