❶Pensando con la punta de la polla
De nuevo en la prisión madrileña de Republica de Soto, únicamente llevo unas horas en una de sus celdas y su olor me trae desastrosos recuerdos de
momentos no elegidos. ¡Cuánto esfuerzo se ha ido por el garete, por dejar que
la polla y el corazón controlaran mis impulsos! Todo por un coño, un buen culo,
unas buenas tetas y el rostro más dulce que había visto jamás. No sé qué va a
pasar conmigo, la posibilidad de una condena reducida se ha esfumado de golpe y porrazo y lo peor,
¿qué va a ser de mí ahora que ya no cuento con la protección del Barbas y
Cinturón? Aunque mi aspecto sea completamente diferente del hombre que fui, el
patio del presidio es un polvorín de rumores y no se tardara en saber quién soy
realmente: Luis Barcelona, el puto rey de los chanchullos.
Pensar que todo empezó hace cinco años.
En un tiempo donde la palabra crisis, en los ámbitos que yo me movía, se aplicaba solo a la
relaciones de pareja. La economía española vivía un momento glorioso, todos los
que arriesgaban ganaban dinero y los
políticos corruptos como yo, íbamos de la mano de gentuza que parecían salida
de una película de Martin Scorsese. Pero como mi moral era verde y se la comió
un borrico, relacionarme con gente de la calaña del Barbas o Paco Cinturón me la traía floja. Mi ritmo de vida era el de
ellos y a cambio de un favorcito aquí, una concesión allá, tenía acceso a privilegios
que la gran mayoría no podía sino soñar y aquello, me hacía sentirme especial,
muy, muy especial. Tanto gastas, tanto
vales.
Pero como la felicidad dice que nunca
es completa, todos los lujos y excesos materiales no cubrían todas mis carencias
particulares. Mi mujer, más preocupada en aparentar que en ser, se había
olvidado del hombre del que se enamoró y puede que ya no quedara nada en mí de
él, pero tampoco ella hizo el menor intento de buscarlo. Aunque yo
seguía deseándola, ella a mí ya no. Sus
necesidades pasaban exclusivamente por estar a la última, ser una persona
respetable en nuestro círculo social y despertar las envidias de unas
hipócritas amistades. Para mi pesar, seguía siendo una mujer hermosa a la cual
los años no la habían deteriorado, había traspasado ya los cuarenta y
aparentaba apenas unos treinta y pocos.
Mis dos hijos, universitarios ya,
tenían su vida y eran dos islas más en el mar de gente que me rodeaban. Mis
conversaciones con ellos parecían salidas de un manual de protocolo y cualquier
intento mío de acercarme a ellos, era contrarrestado con un: “Papá, perdona pero
ahora no tengo tiempo”. Mis sacrificios y esfuerzos por conseguir que tuvieran
la educación que por su estatus se
merecían, se veían compensando por su parte con indiferencia y desaires.
Tenía más dinero del que había soñado,
era alguien a tener en cuanta en el partido Liberal del país… Se podía decir
que era un triunfador, pero cuando volvía a casa y sus paredes me recordaban mi
fría realidad, me sentía el mayor de los fracasados. Si hubiera tenido el valor
suficiente, hubiera visitado a un terapeuta, pero siempre me había creído un tipo duro y las cosas esas de los
psiquiatras me parecían una mariconada.
Con una vida familiar tan deprimente,
no fue raro que comenzara a salir de
noche con el Barbas, un putañero como la copa de un pino. Al principio eran
unas opíparas cenas acompañados de esculturales bomboncitos, más interesadas en
el bulto de nuestra cartera que en el de nuestra entrepierna. Luego comenzaron las visitas a los sitios de
alternes y por último las fiestas en su chalet de las afueras. Píldoras de
placebo para una soledad, que cada vez se me hacía más insoportable.
Los cuarenta y ocho años que tenía por
aquel entonces, me recordaron que mi cuerpo no era el de un niño y, o dejaba de abusar del alcohol, las drogas y el
sexo o más pronto que tarde me vendría a visitar un infarto. Para evitar males mayores y porque
aquella vida me aburría, deje de frecuentar al Barbas, coincidiendo con él solo
en el Restaurante la Gaviota, un lugar discreto donde prácticamente se llevaban
a cabo todos los trapicheos del partido.
Era como mi segundo despacho. Allí era
donde se concedían concursos a dedos a las empresas, allí era donde se entregaban los
correspondientes maletines de dinero libres
de impuestos.
Fue en aquel restaurante donde conocía
a Mónica, la mujer más bella que había visto nunca. No creo en el amor a
primera vista, ni en nada de esas gilipolleces que nos venden para
aborregarnos, pero verla me hizo olvidar todas mis penurias hogareñas. Jamás
había visto unos labios tan sensuales, jamás había visto unos ojos verdes que
dijeran tanto. La dulzura y ternura eran protagonista de cada uno de sus gestos,
cuando me sirvió la primera copa de vino, no pude evitar fijarme en la chapita
identificativa que colgaba de su solapa y, haciendo gala de esa simpatia mía tan
característica, le dije:
—Mónica, mira que el nombre es bonito,
pues no hace justicia a su dueña.
Ella me miró y se río mostrando unos
dientes perfectos (como todo en ella), una sonrisa que emanaba autenticidad por doquier y eso, para mí que era el León en la Selva de
la hipocresía, me sedujo aún más. Respondí a su gesto con un ademán de complacencia y, sin darnos
cuenta, iniciamos un sutil juego de seducción, que concluyó cuando el Barbas se
percató de lo que ambos nos traíamos
entre mano.
—Pero miren los señores a Don Luis, no
pierde ocasión para ligar, ¡ya hasta con las camareras! —sus palabras estaban mecidas por el alcohol
y seguramente unas cuantas rayas de
coca, su voz, a pesar de que intentaba ser amable, sonaba enfangada y bronca.
La momentánea magia que surgió entre Mónica
y yo se esfumó ante el abrupto
comentario. Clavé violentamente mi
mirada en el descarado crápula y, por
ser yo quien era, calló, no volviendo a
reiterarse en sus bromas de mal gusto.
Durante el resto de la noche, cada vez
que la atractiva mujer pasaba por mi lado, no podía evitar sentirme dichoso
ante su visión. Todo en ella era exquisito y, si alguna vez había tenido un
ideal de mujer, lo acababa de encontrar hecho carne. Podría decir que verla me
ponía cachondo como hacía tiempo que nadie lo conseguía, pero limitar lo que
sentía en aquel momento, simple y llanamente, al plano sexual, sería ofender a Mónica
y ofenderme a mí. Nunca en mi vida antes nadie había despertado aquellas
sensaciones (ni mi mujer de la que cual me casé muy enamorado). Nunca me había sentido tan unido a una perfecta
desconocida y a pesar de que solo
habíamos intercambiado un par de frases, tenía la extraña sensación de
conocerla bastante más.
El motivo de aquella reunión era de los
importantes, los accionistas
mayoritarios de las principales empresas constructoras del país, habían
enviado a sus directivos y hombres de confianza para que, desde el gobierno balear,
se comenzara a hacer las gestiones para la recalificación de unos terrenos en
la costa. Aquella operación suponía un buen pellizco, tanto para mí
particularmente como para la cúpula del partido, sin embargo, a diferencia de
lo que hacía siempre, no estaba regateando al máximo el importe de nuestra
“retribución”. Mi mente no estaba en aquella mesa, mis pensamientos acompañaban
a la hermosa camarera en cada uno de sus paseos por el extenso salón del
restaurante. Debí darme cuenta de que aquel despiste era como una especie de
señal, y los miles de euros que perdí aquella noche eran solo un presagio de lo
que quedaba por venir.
Repentinamente perdí la razón, deje que
la lujuria gobernara mis actos y al verla entrar en los baños, la seguí. Las emociones
que aquella mujer removía en mí, hacía que se me nublara el entendimiento. Comprobando
que nadie me veía entrar en los servicios femeninos y, corroborando que quien
únicamente se encontraba en el interior era ella, atoré la puerta de este para
que no pudiera ser abierta desde fuera y aguardé a que saliera del pequeño
habitáculo.
Al verme, una mueca mitad espanto y mitad sorpresa se
pintó en su rostro, quedándose como petrificada. Haciendo acopio de todas mis
armas de seducción, caminé con paso firme y me paré en seco, a escasos
centímetros de ella. Mónica, para ser mujer, es bastante alta (medirá uno
setenta y seis o setenta y siete), y si a eso, se le une unos centímetros de
tacón, su rostro quedaba casi a la altura del mío. La tensión sexual que creció
entre los dos en unos segundos, se podía cortar con un cuchillo.
Sin esperar alguna respuesta por su
parte, llevé mis manos a su delgada cintura y apreté su cuerpo contra el mío.
Fue sentir como se aplastaban sus senos a mi tórax y sentí como mi polla crecía
dolorosamente dentro de mi ropa interior. Clavé mi mirada en la suya y la
pasión que sus verdes ojos emanaban, me dejó claro que ella deseaba aquello
tanto como yo.
Suavemente cogí su mentón y acerqué mis
labios a los suyos, un sabor a menta
invadió mi paladar al tiempo que un chispazo de placer recorrió mi espalda al percibir
como nuestras lenguas se unían en una danza zigzagueante. Ella anudó sus manos
a mi cuello y yo apreté su cintura a mi pelvis, dejando que mi virilidad
presentará los respectos pertinentes a su entrepierna. Ella se abandonó a sus
instintos y al notar la dureza de mi rabo, restregó su chocho libidinosamente contra este.
El tiempo pareció detenerse mientras nuestras
bocas se fundían, deslicé mis manos por su delicioso y duro trasero, lo apreté
fuertemente y un quejido de placer escapó de su garganta. Froté mi barba en su
cuello, desnudé sus hombros y paseé mis labios por ellos. Sus manos abandonaron
mi cuello, acariciaron delicadamente mis facciones y terminaron jugueteando con
mi incipiente barba, ¡fue lo más tierno que había sentido en mucho tiempo! Nada
que ver con los gélidos gestos de mi esposa, nada que ver con la fogosidad
mercenaria de las mujeres que frecuentaba normalmente. Aquella mujer me tocaba
como hacía años que nadie lo hacía y aunque sus atenciones hacia mí eran tan
falsas como la de las prostitutas que frecuentaba, yo ingenuamente creía que
estaban cargadas de sinceridad y me dejé llevar.
Mis caricias treparon desde su cintura
hasta sus hermosos pechos, ni demasiado grandes, ni demasiado pequeños, un
tamaño justo que al corroborar que eran naturales me motivaron aún más.
Desabotoné el uniforme anhelando conocer la textura de su piel, al bajar el
sujetador advertí que tenía los pezones duros de excitación (¡Qué buena actriz
era la muy zorra!), y sin más preámbulos incliné mi cabeza sobre ellos y
comencé a lamerlos.
Sus dedos como si fueran pequeñas
hormiguitas descendieron desde mi pecho, a mi abdomen y de ahí a mi
entrepierna, de un modo tan sensual como delicado, agarró mi tranca y comenzó a
acariciarla sobre la tela del pantalón. Nadie, repito: ¡na-die!, me había sabido tocar así antes, no sé si
porque no podía pensar con claridad o porque la tipa era realmente buena, noté como
mi calzoncillo se empapaba de líquido pre seminal, hacía años que no gozaba
tanto con los preámbulos del sexo.
Hábilmente su mano sacó mi polla de su
cautiverio, la apretó magistralmente entre sus dedos mientras me dejaba
mordisquear suavemente sus pezones. Los pechos de Mónica, que tendría unos
veintiséis años por aquel entonces, emanaban el aroma de la juventud y su sabor,
la más prohibida de las frutas.
Jamás olvidaré como gemía mientras
saboreaba sus sonrosados senos, jamás olvidaré como sus manos acariciaban los
pliegues de mi escroto, como se deslizaban por mi erecto tronco escrutando las
hinchadas venas, como sus dedos empapados en mi fluido pre seminal, hacían
círculos sobre mi glande.
Sin más dilación, desabroché el último
botón de su bata y dejé que esta cayera a sus pies, me separé de ella un poco,
con la intención de observarla detenidamente y su mera visión propició que mi
pene vibrara de emoción. Si con el ajustado uniforme intuía que Mónica era una
hembra para quitarse el sombrero, en braguitas y sujetador, vulgarmente
hablando, era capaz de levantársela a un
muerto.
Preso del descontrol llevé mi mano a su
pelvis y acaricié su sexo por encima de las bragas, aunque quise ponerle más
pimienta y dilatar el momento, estaba tan ansioso de tocar aquella raja que
pegué un tirón de su prenda interior,
tan fuerte, que estuve a punto de destrozarla.
Fue palpar su vulva mojada (¡Cómo se
metía en el papel la muy puta!) y tuve la sensación de que lo bueno venía
ahora. Metí un dedo en aquel caliente coño, lo empapé de sus efluvios y lo
llevé a mi nariz. Esnifé aquel aroma y un libidinoso perfume empapó mis
glándulas pituitarias, haciendo que mi cerebro se rindiera a la lujuria. Tras oler mi dedo, lo llevé a mi boca y lo
lamí maliciosamente busqué su mirada y ella me respondió mordiéndose
sensualmente el labio.
Introduje otro dedo más en mi boca, los
empapé con saliva de un modo meticuloso y, con el beneplácito de mi
acompañante, los interné en la rosada cueva.
El ritmo de la respiración de Mónica, al sentir como la punta de mis
dedos acariciaban su clítoris, aumentó de forma desmedida, ver como aquel
pedazo de mujer se corría con solo
tocarla, aumentó mi vanidad. Hoy, en perspectiva, no sé si fue un orgasmo real
o fingido.
Movido por el deseo, busqué un
preservativo en mi chaqueta, lo desenfunde apresuradamente y una vez lo coloqué
sobre el asta de mi virilidad, la penetré de un modo casi violento. Cada
empellón que mis caderas arremetían contra su cuerpo, era acompañado con una
plegaria de gemidos que brotaban de sus labios. Cada vez que mi caliente tranca
entraba y salía de su fogosa oquedad,
mis labios buscaban los suyos y bendecíamos con un beso aquel carnal acto.
Era tanto el fuego que ardía en mi
interior, que cinco minutos más tarde, tras un brutal y placentero quejido, mis
cojones vaciaban su contenido al ritmo de una descompasada respiración que trataba
de volver a su ritmo normal. Saqué mi
pene de su interior y la volví a besar, regalándole con ello toda la ternura de
la que era capaz.
Un instante después arrojaba el
preservativo en la taza del wáter, limpiaba mi verga con una toallita
desechable y recomponía mi aspecto. Mónica, por su parte, hacía algo parecido
delante de uno de los espejos del baño, observé su hermoso rostro y no podía
disimular la preocupación que la embargaba
por lo que acabábamos de hacer.
—¡No te preocupes!, si tu jefe te dice
que donde has estado, dile que
quitándome una mancha de la chaqueta… Yo corroboraré tu historia.
—No, ahora mismo lo que menos me
preocupa es mi jefe —su voz sonaba triste—, es esto que hemos hecho, ¡no está
bien!
—¿Quieres decir que no te ha gustado?
—mi voz estaba cargada de sarcasmo.
—No, simplemente que yo no soy así.
—¿Así…?
—Tan lanzada —hizo una pausa al hablar
como si se sintiera culpable y prosiguió intentando justificarse tanto con sus
gestos, como con sus palabras —. Nunca antes me había comportado así, ¡no sé
qué me ha pasado!
—¿Tú también has sentido un impulso
irrefrenable y te sentías como una marioneta en manos de alguien?
—Suena un poco cursi, ¡pero sí! —al
decir esto sonrió y el desasosiego pareció desaparecer de su rostro.
Nos miramos como si fuéramos algo más que dos completos desconocidos, estuve a punto de
volverla a besar más ella me frenó y, colocando los brazos extendidos con las
palmas de las manos mirando hacia mí, dijo:
—Mejor volvamos al restaurante, antes
de que alguien nos eche de menos.
Mientras quitaba el atoramiento que
impedía abrir la puerta, se echó un poco de jabón en las manos, lo mezcló con
agua y me lo echó en la solapa de la chaqueta.
—Por lo menos que la coartada sea
creíble.
La miré y no pude más que reírme ante
su ocurrencia.
Unos minutos después volvía a ocupar mi
sitio en la concurrida mesa del restaurante, las miradas de todos los presentes
se clavaron en mí cuestionando mi prolongada ausencia, con total desparpajo,
respondí a su silenciosa pregunta:
—Me he manchado la chaqueta y una
camarera me ha ayudado a quitármela.
El Barbas se me quedó mirando
pensativo, me sonrió maliciosamente y añadió:
—Has hecho bien, porque esas manchas o
se quitan en caliente o después no hay manera.
❷ La jodida trena.
¿Puede un acontecimiento volver una
vida de reves? Pues sí, una jodida redada en el restaurante La Gaviota dio la
vuelta a mi mundo personal, mostrándome lo que realmente era y quienes eran mis
verdaderos amigos.
Las tormentas aparecen cuando está todo
en calma, mi vida se había convertido en una balsa de aceite: los “negocios”
del partido iban viento en popa y cada vez me permitían una comisión mayor, mi
relación con mi familia era cada vez más soportable y llevaba un año
manteniendo una especie de relación con Mónica, aunque no le tenía puesto ni un
piso, ni le compraba cosas caras, era lo más parecido a una amante que había
tenido en mucho tiempo.
La reunión del día de marras en el
Gaviota era la “REUNIÓN”. No habíamos pegado una mordida tan grande en años y
es que lo que estábamos “vendiendo” era todo un pelotazo. Nos habíamos dado
cita el Barbas, Antonio Cinturón y los hombres de confianza de las principales
constructoras del país. La recalificación de unos terrenos en la costa levantina,
les iba a hacer ganar muchísimo dinero a todos los implicados y yo como siempre
me llevaría una jugosa parte por hacer
que todos los trámites burocráticos fueran, por así decirlo, un poco más fácil.
Junto con el sexo, lo que más me excita
es ganar dinero y aquel día iba a ganar muchísimo dinero, como en el cuento de
la lechera especulaba sobre lo que iba a hacer con todo aquella pasta, no
obstante mis sueños se fueron al traste en el preciso instante que unos policías de
paisanos irrumpieron en el salón VIP de La Gaviota, de no haber estado yo
recibiendo un maletín con un millón de euros por parte de uno de los directivos
de Ferroviaria constructora, S.A., aquello hubiera sido meramente
circunstancial y los picapleitos del partido hubieran hecho que la causa se
desestimara, pero, como vulgarmente se dice: “Me habían pillado con las manos
en la masa”, y por mucho que yo dijera: “¡No es lo que parece!”, lo cierto es
que lo era.
Por lo que pude enterarme después, anti-corrupción
llevaba tiempo siguiendo la pista a todos lo que se relacionaban con el Barbas y Cinturón, aunque en principio lo hicieron simplemente
por indicios de delito fiscal a la vez que fueron conociendo más nuestros tejes
y manejes, descubrieron que lo del blanqueo de capitales era solo la punta del
iceberg, que tras la fachada de mi partido y el entramado de empresas de
Antonio Cinturón había tejida una red de corruptelas que abarcaba desde el
tráfico de influencias al de drogas, pasando por la trata de blancas. Una organización
estructurada a base de testaferros y que nadie nunca hubiera sabido relacionar,
como no hubiera sido desde dentro. ¿Cómo pude ser tan ingenuo? Aunque yo creo que más que ingenuo
fui el mayor gilipollas del mundo, por confiar en quien no debía.
La redada del Gaviota fue noticia en
todos los periódicos al día siguiente y aunque en un principio todo eran meras
especulaciones, pues no hubo filtraciones judiciales como es habitual en estos
casos. La gente al ver relacionado mi nombre, y por ende el de mi partido, con
la trama mafiosa de Cinturón, comenzó a pensar que no estábamos tan limpios
como presumíamos estar y que en la calle Turín, lugar donde teníamos la sede
política, algo olía a podrido. Más por mucha imaginación que el público le
echara, no tenían ni idea del verdadero alcance de nuestras fechorías.
El mismo día que la policía nos detuvo,
todos los participantes en la reunión del restaurante pasamos a disposición
judicial y el juez dictó prisión provisional sin fianza, la mayoría teníamos los
suficientes medios, para que el alto
riesgo de fuga fuera algo evidente.
Aunque en un principio mis compañeros
defendieron mi presunción de inocencia, a la vez que se conocían más datos
sobre la enormidad de las infracciones cometidas, poco a poco, fueron quitándome su apoyo y desvincularon mi
actuación de la del partido, argumentando que desconocían mis actividades y que
si había perpetrado algún delito lo había hecho a título personal. ¿De dónde
suponían que provenían las gratificaciones bajo cuerda que recibían? ¿Acaso
pensaban que aquellos viajes de lujo de los que disfrutaban ellos y sus
familias caían del cielo? Si eran tan tontos como para desconocer cómo se financiaba su partido, no creo que
estuvieran capacitados para dirigir un país. En fin…
Si
con mi entrada en prisión creía que había tocado fondo, lo peor estaba
aún por llegar. Si la traición de mis compañeros de política había sido un palo
inesperado, el desentendimiento por parte de mi mujer y mis hijos fue tremendo.
Marta vino una única vez a visitarme,
sola y con un objetivo principal: decirme que iba a empezar a tramitar el
divorcio.
—Mujer, cuando se aclare todo y vean
que no tiene nada contra mí, desbloquearan nuestras cuentas y todo volverá a ser como antes…
—¿Qué no tienen nada contra ti? Luis te
cogieron aceptando un soborno… —su voz no podía disimular su ira.
—Mi abogado dice que todo es
circunstancia que la causa será sobreseída.
—Da igual, diga lo que diga la justicia
no quiero seguir compartiendo mi vida contigo, ya no eres el hombre del que me
enamoré…
—¿Qué yo he cambiado? Tú tampoco eres
la mujer con la que me casé —mis palabras estaban cargadas de acritud.
—Pero no me he convertido en una
mafiosa como tú —su respuesta fue un reproche en toda regla.
—Ponte todo lo digna que quieras, pero
tú eres tan culpable como yo… ¿O de verdad no sabías que vivíamos muy por
encima de mi sueldo como tesorero? ¿De dónde creías que salía el dinero? Has comido de mi plato, a sabiendas de que la
cocina estaba sucia.
Marta descolgó el auricular del locutorio,
se recompuso la ropa y se marchó sin siquiera despedirse. No la volví a ver
hasta que los abogados empezaron a tramitar nuestro divorcio, y entonces éramos
dos personas bien distintas: a mí me había cambiado mi estancia en prisión y
ella, sin los lujos a los que yo la tenía acostumbrado, se convirtió en una
sombra de la hermosa mujer que fue.
Con la vida tan arriesgada que llevaba,
sabía que era cuestión de tiempo lo de llegar al precipicio, pero aquello fue
como las muertes anunciadas, nunca uno está preparado del todo. Había
pasado de pasear por los paraísos más
esplendidos, a internarme en el más profundo de los infiernos y si para
disfrutar de las maravillas del edén nunca me había faltado compañía, en la
penitencia de mis pecados la gran mayoría me había dejado solo.
Por temor a que la desesperación me
hiciera cantar todo lo que sabía, los
contactos del Barba y de Antonio Cinturón me hicieron la vida más o menos
agradable en la cárcel. Si había algún recluso que intentaba hacerme la vida
imposible y yo no me bastaba para ponerlo en su sitio, siempre había alguien
que le recordaba lo peligroso que era meterse conmigo.
La única visita que tuve durante
aquella época fue algún que otro periodista, más interesado en sacar los trapos
sucios de mi partido que en mi persona, y mi fiel abogado Augusto, quien cuando
ya nadie daba nada por mí, estuvo a mi lado hasta el final.
—…por lo visto tenían al dueño del
Gaviota cogido por los huevos y no tuvo más remedio que admitir que pusieran
todo un sistema de escuchas en el local, tienen ciento de grabaciones cada cual
más comprometida…
—¿Quieres decir con eso que no voy a
salir de aquí?
—A mi parecer lo único que te queda es
hacer un trato con la fiscalía anti corrupción…
—¿Un trato? ¿A santo de qué?
Se echó
orgullosamente sobre el respaldo del sillón, encogió el mentón y haciendo alarde de toda su maledicencia dijo:
—Piensa Luís, no eres el único que has
vivido por encima de tus posibilidades. El pastel era grande y muchos han
comido de él. ¿Vas a pagar tú solo por lo que ha hecho la gran mayoría?
—¿Has hablado con los abogados del
Barbas y de Cinturón?
—Sí, y sus clientes “cantarán” si tú lo
haces… De hecho hemos repartido los nombres para que todos os podáis beneficiar
del trato.
—¿Y cuáles me tocan a mí?
Se metió la mano en un bolsillo de la
chaqueta, sacó un folio doblado en cuatro trozos, lo abrió ante mí y me dijo:
—Todos estos.
❸Cambio de jeta.
Largar todo lo que sabía de los nombres
que me facilitó Augusto, no me sirvió de
mucho, pues argumentaron que no eran pruebas fehacientes y todo era meramente circunstancial, la fiscalía no
pudo abrir ningún caso contra ninguno de nuestros compinches. Tras un largo año
de litigio, nuestro juicio quedó listo para sentencia. A Cinturón le cayeron
veinte años por su cumulo de delitos, al Barbas catorce años y a mí diez. Diez
años como diez soles, cuando saliera de la cárcel tendría sesenta años y
estaría más acabado que una colilla. No solo no podría codearme con la gente a
la que encumbré, sino que sería un viejo
carcomido por los años de encierro. A pesar de que mi abogado dijo de impugnar
la sentencia, sabía que poco quedaba por hacer y que de la reclusión no me
salvaba ni Dios.
Mi única alegría durante mis dos años en
el presidio fue Mónica, aunque tardó un
poco en hacer su aparición por Republica del Soto, una vez lo hizo sus visitas
se volvieron de lo más cotidiano, rara era la semana que no sacaba tiempo para
verme, era un rayo de luz en la oscuridad de mi encierro.
En nuestro primer polvo en los baños
del Gaviota, la atracción animal que
sentimos fue alimentada por el deseo de hacer realidad nuestras fantasías, en
las posteriores ocasiones aunque estaba claro que el deseo jugaba una basa importante en nuestros encuentros,
fue naciendo entre nosotros una especie de cariño, que si bien yo no lo
llamaría amor, bien podría tratarse de una buena amistad.
Está claro que no conocía tanto la
naturaleza humana como yo creía, pues ni había cariño en sus palabras, no había
pasión en sus caricias… ¡Todo era una farsa! Más cada vez que aparecía detrás
del cristal del locutorio, para mí era como un oasis de felicidad en el
desierto de sinsabores que se estaba convirtiendo mi existencia. Aún me es
difícil asimilar que todo fue una sarta de mentiras, que lo que compartimos era
tan irreal como la contabilidad de mi partido. ¡Qué buena actriz se ha perdido el cine! Pues la hija de puta no
solo sabe interpretar bien, sino que está buena para reventar…
Pese a que sé que en nuestra “relación”
la sinceridad y el cariño poco tuvieron que ver, no puedo evitar recordar cada
una de sus visitas a la trena como una gota de esperanza, pues para mí eran lo
mejor del día. Su sonrisa era como un faro en medio de mi
océano de soledad, sus palabras un bálsamo para todo el dolor que aquel
presidio hacía nacer en mi pecho. Nos habíamos vuelto tan cómplices, que al
hecho de practicar el sexo lo llamábamos “encerrarnos en el baño”, en recuerdo
de nuestra primerísima vez.
—Le he dado a un funcionario dos libros
nuevos para ti, espero que te gusten.
—Solo con saber que tú los has
escogido, ya hacen placentera su lectura…
Sonrió agradecida y regalándome una
picara mirada me dijo:
—¡Que cursi te estás poniendo entre
estas cuatro paredes! A mí siempre me habían dicho que la cárcel convertía a
los hombres en tipos duros.
—Los malos modos los guardo para los
cafres de ahí adentro, para ti soy todo ternura.
Complacida ante lo que escuchaba guardó
unos minutos de silencio y haciendo un gesto de como que recordaba algo, se
acercó el auricular un poco más a los labios y comenzó casi a susurrar:
—¿Preguntaste lo del vis a vis?
—Sí —dije afirmando al mismo tiempo con
la cabeza.
—¿Y qué te han dicho?
—El director tras examinar el informe
que el psicólogo hizo sobre nosotros, ha concluido que reunimos los requisitos
de comportamiento y ha dado curso a nuestra instancia. Si no hay ningún
problema, el jueves que viene estaremos juntos.
Mónica apoyó sus dedos sobre el
cristal, yo hice otro tanto. Nos miramos con la misma ilusión que dos
adolescentes enamorados, me dispuse a comentar algo pero ella me interrumpió:
—Voy a contar todas y cada una de las
horas que quedan para ese día.
—Yo también, no veo el momento de
volver hacerte mía…
—Para eso no nos hace falta un vis a
vis —una sonrisa bobalicona iluminó su rostro al decir aquello —, pero he de
reconocer que yo también me muero de
ganas de volver a “visitar los baños” contigo.
Hicimos uso de todos y cada uno de los
encuentros íntimos que nos permitió el director de la prisión. En cada uno de
ellos aumentaban los lazos que nos unían y, aunque, hacía ya tiempo que había
dejado de creer en lo que todos llaman amor, era evidente que el afecto de aquella mujer había calado hondo
en mi... ¡Nunca debí precipitarme y ser tan confiado! Pero si algo tiene los
sentimientos es que nos atontan y entumecen la razón, arma que, con astucia, ella supo utilizar para embaucarme más en su
trampa.
De no ser por mi abogado, la habría
hecho participe sobre lo que maquinábamos, pero él, a diferencia mía, no estaba
cegado por el ritmo que le marcaba su polla.
—Luis, si queremos que esto salga bien únicamente
nosotros dos debemos conocer el plan completo, el resto de participantes solo
conocerán la parte en la que intervendrá, así, en caso de traición, solo podrán
dar datos inconexos.
Miré a Augusto, su sexto sentido para
las negociaciones siempre me había funcionado y si él no quería que Mónica
supiera de lo que iba a pasar, así se haría. Si hubiera seguido confiando en su
instinto, las cosas me irían de otra manera bien distinta.
Nada podía fallar, todo estaba
planificado al milímetro, un amago de infarto simulado y una ambulancia
penitenciaria me tuvo que trasladar al servicio de urgencias más cercanos.
Menos vigilancia de la normal propició que una emboscada fuera más factible de
lo habitual, hora punta en la periferia de Madrid, dos furgonetas bloquearon el paso del
vehículo en el que me encontraba, cuatro matones encapuchados de la Europa del Este (rumanos, según
me contó mi hombre de confianza), sin miramientos de ningún tipo y armados
hasta los dientes, me sacaron del
vehículo y me llevaron con ellos.
Si bien todo era un simulacro, mis
“secuestradores” lo desconocían, con lo que su “actuación” fue impecable y en
vez (de cómo lo que en realidad era) una fuga calculada, aquello pareció una
especie de vendetta por mis mafiosos
tejemanejes.
A unos tres kilómetros de allí, en una
especie de escampado sin cámaras de vigilancia, dos tipos de raza china esperaban la llegada de los dos vehículos,
los rumanos me pasaron a ello como si fuera una especie de paquete, se quitaron
las máscaras, dejaron su transporte abandonado
y se fueron cada uno en una dirección distinta. Los orientales me obligaron a meterme en el maletero de su
Mercedes y tras unos minutos de paradas, cambios de
marchas y demás, fui consciente de que el automóvil se internaba en una
autopista. El habitáculo en el que me
habían metido era bastante amplio para acoger a una persona y estaba
iluminado (yo diría que estaba
modificado expresamente para ello), no obstante, la postura no dejaba de ser
incomoda y no podía evitar sentir cierta claustrofobia. Aquello unido a el
efecto de los fármacos que había ingerido para reducir mi ritmo cardiaco,
propiciaron que el viaje fuera de todo, menos agradable.
Perdí el sentido del tiempo, un cambio
de velocidad me bastó para entender que habíamos abandonado la autopista y que quedaba
poco para nuestro destino final: el polígono industrial de Cobo Calleja. Tras
un breve recorrido por la China Town madrileña, sentí como el coche era
aparcado en una de sus calles, los dos orientales se bajaban del vehículo y,
respondiendo al plan trazado por Augusto,
se desentendían de mí.
Unos minutos más tarde, sentí el sonido
de la apertura electrónica del coche y
como alguien se montaba en él.
—¿Estás bien, Luis? —nunca me
tranquilizó más escuchar la voz de mi fiel abogado.
—Un poco encogido y mareado, pero bien…
—¿Han sido muy rudos tus
“secuestradores” contigo?
—Un poco, pero ya lo hablamos: ante
todo debían ser convincentes.
Sin decir nada, arrancó el vehículo y
comenzó a transitar por las calles del polígono industrial, como si se tratara
de un comprador más. Me encontraba bastante mareado y los constantes giros no
hacían más que acrecentar aquella circunstancia. Poco después, tras estacionar
el auto, hizo una llamada telefónica y
comenzó a hablar en chino. Una vez concluyó su ininteligible conversación, se
dirigió a mí me dijo:
—Luis, está todo previsto, en un par de
días pasaras a ser historia.
Arrancó el coche y poco después, por
los ruidos que llegaban a mí, pude interpretar que entrabamos en una especie de
garaje. Unos minutos después la puerta del portamaletas era abierta y lo que
parecía una nave industrial apareció ante mis ojos. Junto a Augusto había
varios chinos que me miraban atónitos. Mi abogado, con la ayuda de uno de ellos,
me ayudó a salir del estrecho compartimento.
Me sentaron en una silla de ruedas y adentrándonos
en lo que me pareció una inmensa nave, llegamos a lo que se asemejaba a una improvisada sala
médica (El material quirúrgico y demás que había en una de sus repisas, daban
buena fe de ello). Una vez allí, dos mujeres
de avanzada edad, parecían ser las madres o abuelas de los acompañantes
de mi abogado, se encargaron de lavarme y vestirme con un uniforme de trabajo. Me acostaron sobre la camilla que había en el
centro de la sala y se marcharon, dejándome en la única compañía de mi hombre
de confianza.
—Ahora viene lo peor, pero con la
anestesia que te van a inyectar no creo que te duela mucho.
—Cualquier cosa menos pasar un día más en
aquella cárcel de mierda.
—Recuerdas que a partir de este momento
te llamas Bonifacio Robles Escribano, eres camionero y vives en el barrio de
Lavapíes…
—¿Bonifacio? ¿No había otro nombre?
—dije esbozando una sonrisa nerviosa.
—Es lo que hay, ¡así que no te quejes! —Me reprendió cariñosamente mi hombre de
confianza —, y déjate de monsergas que tenemos mucho que repasar antes de que
venga el médico.
Diez minutos más tarde había memorizado
todos los datos que necesitaba de mi nueva identidad, un cambio que no estaría
completo sin el siguiente paso del plan que minuciosamente habíamos orquestado,
para ello vino un tío mal encarado que
tras ponerse una bata blanca e, ignorándome por completo, me inyectó una buena
dosis de anestesia general.
El tipo era un galeno al que las deudas
de juego tenían asfixiado, Augusto dio con él a través de un contacto nuestro
con las mafias chinas, aunque no estaba muy contento con lo que se disponía
hacer, le hacía falta el dinero y haría cualquier cosa que le pidiéramos. Mi
abogado se percató cuenta tarde de que podría ser un problema y aunque el
efecto de los fármacos impidió que escuchara nada de la conversación que tuvo
con él mientras me “intervenía”, ya se encargó posteriormente mi buen Augusto de informarme detalladamente de
su contenido:
—Doctor Baena, no parece usted muy
contento.
—Cuando hice el juramento hipocrático,
no incluía cosas como esta.
—Creo que piensa usted demasiado.
—Lo que estoy haciendo no me hace
sentirme orgulloso, así que no me pida que sonría.
—Creo que debería hacerlo, pues con
esto queda saldada su deuda de juego… De no haber sido así, estaría usted
muerto, y si de algo carecen los muertos
es de problema de consciencia.
Me relató mi abogado que se le quedó
mirando cabizbajo, después levantó la mirada llena de orgullo y sin decir
palabra alguna comenzó a rajar mi cara con el bisturí, treinta y tantos cortes después y cualquier parecido de mi
rostro con el que salían en los periódicos, era pura coincidencia.
—¡Ya está! Aunque puedo imaginarlo, no sé exactamente
que pretendéis con esto, ¡ojalá no os salga bien!
—Pues reza porque sí, porque si algo de
esto se sabe, las mismas personas a las que les debía dinero se encargaran de
hacerte lo mismo a tu mujer, a tu madre, a tus dos hijos o a tu secretaria, ¿o
prefieres que la llame tu amante?
No sé de dónde sacó la entereza mi
abogado para hacer aquella amenaza, el caso es que tuvo su efecto pues si la
policía me ha vuelto a atrapar, creo que no ha sido porque el puto medicucho le
haya dado a la húmeda, sino por culpa de una cabrona que cuando la tocaba me hacía creer que se
ponía toda húmeda. ¿Me podré perdonar alguna vez a mí mismo haber sido tan
imbécil? ¿Cómo no sospeché nunca nada?
Lo siguiente que recuerdo es despertar
en una cama, el fuerte olor a productos desinfectantes mezclado con acetona y
alcohol, me dejo claro que según lo previsto estaba en un hospital. Percibí que
tenía la cara vendada por completo, que mi única ventana al mundo eran dos pequeños
agujeros que habían dejado alrededor de los ojos. Intenté incorporarme para
poder ver mis manos y estas también estaban cubiertas por vendas. No pude
evitar sonreír bajo mi blanca mascara, lo que me acarreó un tremendo dolor
pues, como me temía, las heridas de mi rostro todavía no habían cicatrizado,
por lo que desistí de hablar para evitarme el mal trago.
El rato que pasé en soledad se me hizo
largo en exceso y la incertidumbre de que algo no hubiera salido todo lo bien que debiera, me empezó a agobiar. La
llegada de una enfermera tarareando una canción de Melendi, sería mi
oportunidad para saber cuál era mi situación. Incapaz de pronunciar palabra por
los puntos de sutura de mi cara, hice un gesto con la mano para que supiera que
estaba consciente.
—¡Estás despierto! —Su voz era amable,
lo cual me tranquilizó un poco—Sé que con lo que te han hecho no puedes hablar,
pero hazme una señal con la mano si me entiendes.
En aquel momento ignoraba porque
aquella chica me estaba preguntado aquello de si la entendía, pero de todas
maneras hice una señal con la mano en respuesta a su petición.
—¡Menos mal, con todo lo que has
sufrido, los de psiquiatría nos advirtieron que podrías haber perdido el entendimiento! —La
mujer hizo una inflexión al hablar y, como si se censurara a ella misma por
hablar demasiado, continuó diciendo —¡Bueno, pero ya basta de cháchara! Voy a
informar al doctor Aguilar de que se ha
despertado y que sea él, quien le ponga al día de lo ocurrido…
El comentario de la enfermera disipó un
poco mis dudas, por lo que pude intuir que todo lo que ideamos estaba saliendo según
lo estipulado. El diagnóstico del cirujano plástico me dejó más satisfecho aún.
—Bonifacio, ¡ha tenido usted mucha
suerte! De no ser por unos comerciantes chinos que escucharon sus gritos no lo
habría contado, por si no lo recuerda, ha sido usted agredido y torturado por
el “destripador de Chinatown”…
La verdad es que la idea de Augusto no
tenía desperdicio. Desde hacía meses un asesino en serie se dedicaba a
secuestrar a hombres de entre cuarenta y cincuenta años, tras torturarlo de mil
y una maneras (en algunas ocasiones había constancia de que había abusado de
ellos sexualmente), le desfiguraba el rostro y le quemaba las huellas
dactilares con ácido para que no fueran identificables, en la mayoría de los
casos eran vagabundos o gente que estaba de paso en Madrid. Mi abogado había
movido los hilos necesarios en la mafia china, para que estos me llevaran al
hospital como una víctima más del prolífico torturador, con el rostro deformado, sin huellas dactilares y
una nueva identidad. Había dejado de ser Luis Barcelona, el puto amo de los
chanchullos, y había pasado a ser Bonifacio Robles, un camionero sin familia del
barrio de Lavapiés.
—…Ha sufrido alrededor de treinta heridas
de arma blanca en su rostro, ha sufrido fuertes quemaduras en las extremidades,
sin embargo, a diferencia de las anteriores victimas usted ha conservado la
vida. No sé si decirle que ha tenido suerte.
Una vez los médicos consideraron que
podía hablar fui interrogado por la policía y, de acuerdo con lo programado, mi
declaración se limitó a un sinfín de vaguedades, de datos incompletos que, como
era de prever, arrojó poca luz sobre el caso y fue de escasa ayuda para los
agentes.
—Su enfermera tiene nuestra tarjeta, si
recuerda algo más háganoslo saber.
Uno de mis largos días de convalecencia
en el hospital, a través de una conversación de dos de las limpiadoras del
hospital, me enteré de mi “muerte”:
—¡Tía te has enterado lo del cabrón ese
del Barcelona!
—¡Cómo para no enterarse!, están dando
más por culo con su muerte que con la visita del Papá.
—Por lo visto le dio un infarto y cuando lo llevaban a urgencias, unos rusos lo
secuestraron…
—¿Has visto las fotos del cadáver en el
“Interviu” ? Después de matarlo, intentaron destruir el cadáver quemándolo,
dicen que de no ser por la ropa y la documentación no lo habrían reconocido,
¡ha quedado churruscadito, churruscadito!
—¡Pues ya hay que ser torpe para
dejarle la documentación!
—¡Para mí que lo interrumpieron en
plena faena…!
—Por cierto, Mari… ¿Tú piensas lo que
yo? —la voz de la muchacha sonó intrigante.
—¡No sé qué es lo que piensas tú! ¡A
ver si te vas a creer que yo soy el Sandro Rey ese de la tele?
—¡Pues que va a ser lista! ¡Qué ha sido
un ajuste de cuenta! —La muchacha contestó con cierta acritud ante la
actitud burlona de su compañera.
—Cariño, eso lo sabe el más pintado...
¿Qué va a ser sino? ¡Quien se acuesta con niños amanece “cagao”!, y el
Barcelona ese a saber con quién estaba relacionao
y a quien se la había jugao…
—Toñi,
tú sabes que soy buena persona y todo eso…
—Pero te alegras, ¿no?
—Pues sí, que quieres que te diga.
Las dos limpiadoras abandonaron la
habitación, sin dejar de opinar sobre mi supuesta muerte, como si se tratara del
último cotilleo de moda. He de reconocer que me sentía molesto por sus
palabras, ¿quién coño se creían que eran aquellas dos palurdas para hablar tan
a la ligera de mí?, sin embargo saber que se me hacía en el otro barrio y que la policía no seguiría buscándome era un
alivio. Si lo sentía por alguien era por el pobre Bonifacio, cuya identidad
había usurpado, misma edad, casi idéntica complexión a la mía (decía Augusto
que salvo el rostro era como una gota de agua). Con el rostro desfigurado y las
huellas dactilares destrozadas, solo quedaba detalles como el grupo sanguíneo o
el ADN, pero ese infortunio estaba cubierto: una importante transferencia en la cuenta del
médico forense de la cárcel y su informe no daría lugar a duda alguna. Lo que
no hacía más que acrecentar mi teoría de
que todos tenemos un precio y que el dinero te abre todas las puertas… Lo que
no está en venta, es porque nadie ha ofertado un precio por ello.
Mi estancia en el hospital fue de lo
más rutinaria, hasta que, según lo programado, unos días antes de darme el alta, apareció en el hospital mi supuesta amante,
que no era otra que una actriz venida a menos y, que debido a su afición a la
coca, se prestó a hacer el papelito
por un precio razonable. La verdad es que no sé dónde buscó Augusto a aquella
tipa, parecía salida de una película de Almodóvar, lucía una melena rubio
platino, un maquillaje que era lo contrario de discreto, un ajustado vestido
rosa… Todo en ella era llamativo rozando lo hortera, sin embargo lo que era de
nota era su voz, aguda, estridente y molesta como ella sola. Menos mal que
tenía la cara vendada, porque la cara de
pasmo que se me tuvo que quedar al ver aquel adefesio debió ser de órdago (Más
o menos la misma que la de la enfermera que me acompañaba en aquel momento).
—¡Ay cari! ¡Por fin doy contigo! De no ser porque tu foto ha salido en
todos los “telediarios” jamás me habría enterado de lo que te ha ocurrido. ¿Cuántas
veces te dije que me tenías que llevar en tu cartera como contacto para caso de
emergencias? ¡Pues esto es una emergencia! —cambió su actitud y adoptando una
pose más solicita me preguntó en un tono bastante más bajo —¿Cómo te encuentras
gordi?
La enfermera miró a mi “amorcito” de arriba abajo, ella al
sentirse examinada, procedió a presentarse con vulgar desparpajo:
—Perdone señorita, ¡no me he
presentado! Soy Sole la novia del Boni…—alargó la mano para presentarse a la
mujer, pero ella le dio a entender con un gesto que con los guantes no podía
responder a su saludo —Llevamos más de cinco años de novio, pero como se pasa
la mayoría de tiempo en el extranjero no hemos formalizado nuestra relación...
Como he dicho, de no ser por las noticias, no me hubiera enterado de su
desgracia.
Sin dejar de charlar como una cotorra,
se sentó a mi lado, cogió una de mis vendadas manos entre las suyas y con un gesto compungido, propio de la peor de las
telenovelas dijo:
—¡Ay gordi!, el maldito destripador ese no se ha contentado con
estropearte tu hermoso rostro, también tenía que destrozarte tus manitas…
La pobre trabajadora sanitaria a
superada por tanto drama, puso cara de circunstancia y dijo:
—Veré si el doctor Aguilar está libre,
para que pueda hablar con usted.
Nada más fue consciente que la
enfermera se había marchado, mi novia se recompuso el pelo y esbozando una
artificial sonrisa me preguntó:
—¿Qué tal lo he hecho?
—¡Un poquito sobreactuada! ¡Intenta ser
un poquito más natural, bonita!
La ira de mis palabras tuvo efecto en
la esperpéntica drogata y, poniendo la
misma cara que un niño pequeño cuando se le riñe una falta, musitó un apagado:
“De acuerdo”.
A los pocos minutos apareció mi
cirujano en la habitación, tras las presentaciones y tal, relató el diagnostico
de mi operación a mi “familiar” más cercano. Sole, una vez escuchó todo lo que
tenía que decir el médico, adoptó una postura beligerante y bastante enfadada,
se enfrentó al doctor:
—Entonces, ¿usted me quiere decir que
mi Boni va a quedar hecho un eccehomo por siempre jamás?
El hombre asintió con la cabeza y, como
si tratara de justificarse, dijo:
—Es lo más que podemos hacer en la
sanidad pública…
—Lo que no quiere decir que no se pueda
hacer nada, ¡no?
—Existen técnicas de cirugía
reconstructiva que pueden devolverle su aspecto anterior, pero como le he dicho
no tenemos los medios, ni es una intervención que cubra el servicio público.
La mujer, tras permanecer pensativa
durante unos breves segundos, respondió con desdén al cirujano plástico.
—La verdad es que no me extraña que no
haya dinero para los hospitales, ¡si todo el dinero se lo llevan calentito los putos políticos corruptos!
El doctor aguantó con resignación el
chaparrón y no dijo nada, no obstante mi “novia” tenía todo un guion que
interpretar y, en esta ocasión, no vino mal que fuera hortera a rabiar para
darle más verosimilitud a la historia.
—Lo que usted me quiere decir que en
una clínica privada, mi Boni volverá a ser tan guapo como antes, ¿no es así?
El hombre movió la cabeza en señal
afirmativa.
—Pues sabe lo que le digo, que teniendo
yo dinero mi hombre no va a ser el fantasma de la ópera y si en la clínica que me arreglaron las
tetas y el culo no son capaces de ponerle la jeta en condiciones, en ninguna
más lo hará —haciendo un gesto ordinario que rayaba lo soez, se cogió las tetas y mirando provocativamente a su interlocutor
le preguntó —¿ O acaso ha visto usted unas domingas más bonitas que las mías?
El doctor violentado por la salida de
tono de Sole, intentó salir del apuro con la mayor profesionalidad que pudo:
—¿Usted… lo que quiere… es tras…
ladarlo?
—Sí, efectivamente. Si en este hospital
no son capaces de solucionar el problema de mi Boni, ¡la Sole lo hará!
Aunque evidentemente no era el hospital donde
supuestamente habían puesto la delantera y la retaguardia de Sole, en unos días
mi “novia” había movido todos los hilos para que me trasladaran a la clínica de
cirugía plástica más prestigiosa de
España, la mejor que el dinero escondido en paraísos fiscales podía pagar.
Dos meses más tarde y unas cuantas
operaciones después, los médicos me mostraban en el espejo mi nuevo aspecto.
—¿Cómo se ve señor Robles?
—¡Guapísimo!, ¿cómo se va a ver
sino doctor? Si lo ha dejado usted mejor
que estaba —dijo Sole, quien para hacer más creíble toda la farsa había seguido viniendo por el
hospital, durante todo aquel tiempo, haciendo el papel de mi atenta novia.
—Si ella está contenta, yo lo estoy
—dije sonriéndole al desconocido que me mostraba el espejo.
Lo cierto y verdad es que estaba bastante satisfecho
con mi nueva apariencia, al reconstruir mi cara de acuerdo con las fotos del
tal Bonifacio Robles, no solo me habían dado una nueva identidad limpia de
polvo y paja, el camionero era bastante atractivo y, no es que tuviera quejas
de mi anterior aspecto, pero puestos a ser feo, mejor ser guapo. Por primera vez desde que comenzó mi
complicada fuga, pensé en Mónica y me pregunté si le complacería mi nuevo yo.
Una semana más tarde, haciendo acopio
de toda la precaución de la que éramos capaz, mi abogado y yo nos reuníamos en
un café en la periferia de Madrid. Se me hacía extraño estar rodeado de gente y
no ser el centro de atención como había sido lo habitual en los últimos años,
primero por ser un político de renombre, después por ser el chivo expiatorio de
toda la corrupción política. El anonimato me resultó más agradable de lo que pude
suponer.
—En ese sobre tienes toda tu
documentación con tu nueva identidad, como pactamos está cerrado, por lo que
pueda pasar, ninguno de los dos conocerá el nombre del otro. Te he hecho un
pequeño ingreso en esta cuenta a tu nombre… Es una cuenta que tenía Bonifacio,
con ella tendrás suficiente para el billete de avión para Panamá y para algunos
gastillos. No lo olvides, paga el billete en efectivo y a nombre de quien
quiera que seas ahora.
A pesar de que intentaba ser impersonal
y no implicarse afectivamente, la mirada de Augusto brillaba de satisfacción.
Aquel profesional había crecido a mi sombra y, aunque en esta sociedad egoísta
nuestra el agradecimiento y la lealtad no sean monedas al uso, me había
devuelto todos y cada uno de los favores que les presté en su momento. De él
partió todo el complicado plan de fuga, él fue quien movió cada uno de los
hilos para que hoy tuviera la apariencia que tengo. Todo hubiera salido
perfecto, de no ser porque el deseo me llevó a comportarme como un adolescente, ¡el más descerebrado de
los adolescentes!
—Augusto, verte ahí ahora, dándolo todo
por mí, sin esperar nada a cambio… No hace más que refrendar que hice bien en
confiar en ti.
—Lu… Bonifacio confiaste en mí, cuando
nadie lo hizo, todo lo que tengo y todo lo que soy te lo debo a ti.
—Pero es que lo vas a entregar todo, de
donde vamos no hay vuelta atrás y lo sabes —recalqué las dos últimas palabras,
señalándolo con el dedo.
—Aquí nunca tuve nada que no fuera mi
trabajo, no tengo ni novia, ni familia, ni perrito que me ladre… En unos días
mi secretaria llamaran a mis clientes ofreciéndole los servicios de sus nuevos
jefes, un bufete de abogados de alto prestigio que a cambio de mi cartera de
clientes ha accedido a contratarla en el mismo puesto que tenía en mi despacho.
—Siempre pensando en los demás —dije al
tiempo que movía la cabeza en señal de aprobación de su más que enorme
generosidad.
—¡Es lo menos que puedo hacer! A mí me
contrata una importante empresa de abogados de los Estados Unidos, yo dejo a
mis clientes con unos buenos profesionales y a mí secretaria con un empleo.
—¿Has contado que te han contratado en
un despacho norteamericano? ¡Te va a crecer la nariz como a Pinocho!—mis
palabras estaban cargadas de sorna.
—Si no me ha crecido en los años que llevo trabajando contigo, ¡no creo que lo
haga! —una amable sonrisa se dibujó en el rostro de Augusto.
—Debes de reconocer que muchas veces
eras tú solito, él que metías las trolas. Yo creo que a los abogados os enseñan
a mentir desde el primer día de Universidad.
Era la primera vez en mucho tiempo que
me sentía realmente libre, hablaba con mi abogado como si nada hubiera pasado
en los últimos meses y, aunque yo me empeñara en obviarlo, nuestra reunión para
ultimar los pasos finales de nuestra
confabulación, era como una especie de despedida.
—¿De verdad confías en que ninguno de los participantes, dirá nada?
—Completamente… A los rumanos se les
contrató para que te entregaran a los chinos, así que al ver tu “cadáver” en
las noticias, habrán supuesto que te liquidaron. Los chinos viven en su mundo
particular y no tenían ni idea de quien era…
—¿Seguro? He salido en todos los
periódicos y en todos los informativos cientos de veces.
—Créeme, ellos vienen a hacer negocios
y punto, no se mezclan para nada con la población local… De hecho los que yo
contraté, no hablaban ni una puñetera palabra en castellano.
—¿Y el doctor Baena?
—Ese por la cuenta que le trae no
hablara, les hice creer que éramos los Al capone del Barrio Salamanca y sé que mis
amenazas no cayeron en saco roto… En cuanto a Sole, creía que su interpretación formaba parte de una estafa
una aseguradora y en la clínica, han operado a Bonifacio Robles, al forense no
solo se le pagó, sino que se le amenazó con revelar ciertas intimidades que de
salir a la luz, acabaría en presidio por mucho y él, mejor que nadie, sabe lo
que le pasa a los pederastas en la cárcel…
—La verdad es que lo tenías todo
pensado… —pegué un largo sorbo de café y
tras disfrutar profundamente de su sabor, dije —¡No sabes lo que me alegro de
haber confiado mis asuntos a aquel chaval recién salido de la facultad, y por
el que mis colegas de partido no daban un duro!
Mi hombre de confianza me miró
orgulloso y sonrío complacidamente. Pero el gesto de satisfacción se borró de
su rostro al escuchar lo que le dije a continuación:
—Sin embargo, chaval, hay una cosa que
no me termina de cuadrar: ¿Era necesario matar al tal Bonifacio?
—Sí —su voz intentaba sonar
contundente, como si intentará zanjar un asunto que deseaba que yo siguiera
ignorando.
—No te voy a censurar que te hayas
cargado al tipo, pero sé que eres muchas cosas pero no eres un asesino… Por lo
menos hasta ahora.
Augusto encogió el mentón y frunció el
ceño, se quedó pensativo durante un instante. Pegó un sorbo de café, como si
este le fuera a dar fuerzas para lo que se tenía que enfrentar, y adoptando una postura solemne me dijo:
—Ese puto camionero estaba muerto antes
de que yo planificara nada.
Hice un mohín de perplejidad y lo
interrogué con la mirada, haciéndole saber que no me tragaba de ningún modo lo
que me estaba contando.
—… aunque textualmente hablando seguía
vivo, iba a morir de todos modos. Por lo que si lo hacía unos días antes o unos
días después, era algo irrelevante.
—¡Te explicas como un libro cerrado!
—Todo ha salido bien, pero más que una
genialidad mía, fue fruto de la
casualidad.
Lo volví a mirar haciéndole hincapié
con la mirada de que no me estaba enterado de nada.
—Como sabes tenía algunos clientes en
el polígono Cobo Calleja, pues un día arreglando unos chanchuchos con el registro de aduanas, en el almacén de la tienda
aparecieron un grupo de chinos con un tipo amordazado y que, como supuse, le
iban a dar matarile. Intenté no prestar atención, pero es que si no hubiera
sabido que estabas encerrado habría pensado que eras tú, el tío era una fotocopia tuya y al llevar la
cabeza tapada por una capucha, el parecido era aún mayor.
—¿Tanto se parecía?
—¡Más! … No sé porque se me ocurrió que
el tipo podía ocupar tú lugar en la cárcel y así me ahorraría tener que hacer
un sinfín de apelaciones. Instintivamente le pedí a mi cliente que aplazaran lo
que tuvieran que hacer con él unos días, treinta mil euros más tarde el chino
accedió a mi solicitud sin preguntar
siquiera porque.
—¿Treinta mil euros? Pues sí que venden
caros los favores los amarillos esos…
—Bueno, en realidad fue el triple,
porque a la vez que avanzaba en los pormenores de tu fuga, esta se volvía más
complicada y yo intentaba perfeccionarla más, lo que en principio era unos días
se convirtió en casi un mes.
—¿Por qué se querían cargar los chinos
al tal Bonifacio?
—¡No lo quieres saber! —sus palabras
más que una orden, eran un consejo.
—La verdad es que sí, ¡y tú me lo vas a
contar!
—El tal Bonifacio era el destripador de
Chinatown… Los chinos lo pillaron deshaciéndose de su última víctima y como no
se fían de la policía, intentaron ellos hacer justicia por su cuenta.
La cara de pasmarote que se me tuvo que
quedar al escuchar aquello tuvo que ser notable, toda la estructura de mi fuga
giraba en torno a aquel asesino porque él era la génesis de todo. Aunque la
idea de tener el rostro de un psicópata para el resto de mi vida no era lo que
había soñado de pequeño, no dejaba de admirar la genialidad del hombre que
tenía ante mí. Me tragué mi vanidad, y deje que mi corazón hablará por mí:
—La verdad es que te lo has currado,
campeón.
Augusto me miró haciendo un gesto de
condescendía y movió la cabeza afirmativamente.
—Verte aquí, aunque parezcas otro, hace
que todo el esfuerzo haya merecido la pena.
Unos días después, tras cumplir mi
promesa de hacer una transferencia de
diez millones de euros a una cuenta a su nombre nos despedíamos en el
aeropuerto de Panamá.
—Boni.. ¡Qué coño! Luís, aquí se
separan nuestros caminos —me tendió la mano pero yo le abrí los brazos y nos
pegamos un fuerte abrazo. Era la última vez que nos veríamos, y la verdad es
que nos habíamos terminado cogiendo aprecio.
—Ha sido un placer trabajar contigo,
aunque las cosas al final no salieran como quisimos.
—Luis con lo que me has transferido
tendré las espaldas bien cubiertas, ¡no te preocupes!
—Es lo menos que podía hacer…
—Sabes que no lo he hecho por eso…
—Sí, pero deberás tener algo con lo que
empezar a donde quieras que vayas.
—Con ese dinero tengo para empezar y
terminar —dijo sonriendo y agarrándome afectuosamente el antebrazo en un gesto
de agradecimiento.
—Pues con lo que te sobre, pégate unas
cuantas huelgas a mi salud.
—Descuida que así lo hare —esta vez su
sonrisa se vio enturbiada por una mirada tristona —¿Sabes cabrón, te voy a
echar de menos?
—Yo también. ¡Cuídate, chaval!
Una nueva vida se abría para los dos,
ninguno sabría jamás del paradero del otro, para que en caso de que algo
fallara no pudiera delatarlo. Si las despedidas suelen ser triste cuando son un
hasta luego, la de aquella tarde lo era aún más, pues era un “hasta nunca”.
❹ La más zorra de todas las zorras.
Conocer a Mónica en el restaurante,
cambio el concepto que yo tenía del sexo, pues
ella me recordó que todavía era capaz de sentir y de echar un polvo como
Dios manda. Entrar en su coño era lo mejor que me había pasado en la vida… pero
el precio que creo que voy a pagar por ello, la convierten en la puta más cara del mundo.
Tras despedirme de Augusto, mi
siguiente destino fue Venezuela. Un país con en el que ni había acuerdo de
extradición y las relaciones del gobierno de España con el suyo, no pasaban precisamente por su mejor momento
diplomático. Caracas era una ciudad como otra cualquiera y salvo que, al
principio, la dicción de sus habitantes
me daba la sensación de estar inmerso en una telenovela, con la cartera
repleta de dinero, ofrecía los mismos
lujos y comodidades que en el mundo occidental.
Me instalé en una urbanización de lujo,
un paraíso de very important people
donde abundaban los “hombres de negocios a secas”, nadie sabía exactamente a
que se dedicaba ninguno de los demás y
entre ellos había una especie de código no escrito para no tocar nunca el tema.
Si alguna vez había fantaseado en cómo
sería mi jubilación, la realidad estaba demostrando ser mejor: tenía más pasta
de la que pudiera desear y mi única
preocupación cada día era como gastar el tiempo libre que tenía. Fiestas
nocturnas, barbacoas con los vecinos, en mi cama, mujeres de lo más apetecible y de la índole más variada… todo lo que el
dinero podía y no podía comprar. Se pudiera decir que era feliz, pero no lo
era, me faltaba algo y ese algo estaba a miles de kilómetros.
Dicen que todos tenemos una media
naranja, alguien que completa nuestro yo personal. Ignoro si esa gilipollez será cierta o no, lo que sí
sé es que por más mujeres que me follara y por más que aumentara el nivel
sexual con ellas, ninguna era comparable a Mónica, ninguna me hacía sentir ese
impulso irrefrenable de poseerla, ninguna convertía cada polvo en una fiesta
especial, ¡no había otra como ella!
Tanto más pasaban los días, más la
echaba de menos y, aunque sabía que el simple hecho de pensar en ella era,
cuanto menos, peligroso, no la podía sacar de mi cabeza. Era tanta mi obsesión
con ella que, yo que en la cama suelo
tener bastante aguante y tal, empecé a sufrir gatillazos, un día sí y otro
también. Con lo que el sexo en compañía más que un placer, comenzó a ser un
suplicio. Únicamente llegaba al clímax cuando imaginaba estar con ella y, como si fuera un adolescente, el
onanismo se convirtió en parte de mi día
a día.
De creerme afortunado, pasé a sentirme
el más desgraciado del planeta. Sonreía con los labios, pero en mis ojos
brillaba una frustración cada día mayor. En un hábitat donde la amistad estaba
vestida de conveniencias, una soledad interior me golpeaba cada mañana al
despertarme y daba igual si al lado tenía una tía despampanante o no. Intentar
echar un casquete era lo más descorazonador del mundo, si no pensaba en ella,
no se me ponía dura y si pensaba en ella, después de correrme me invadía una
enorme nostalgia.
Sopesé incluso visitar a un loquero con
quien compartir mis demonios interiores, pero sospechando que me atiborrarían a
Prozac, desestime la idea. Lo que más añoraba de estar con ella era sentirme
vivo, y las malditas píldoras me convertirían en un puto zombi.
Como todas las locuras, la idea de
traérmela conmigo se me ocurrió de un día para otro y pasé, de verlo como un imposible, a algo plenamente realizable. Siguiendo
las mismas tácticas irrastreables de
mi fiel Augusto, lo primero que hice fue comprar dos móviles de tarjetas (uno para ella y otro
para mí) el cual pagué en efectivo. Cogí un tren y me fui hasta la ciudad de
Santa Lucia, con la única intención de enviarle a Mónica el paquete con el teléfono, para que supiera que era yo quien
se lo enviaba le puse una tarjeta el número que debía marcar, junto con nuestra
pequeña clave: “¿Nos encerramos en el baño?”.
A pesar de que en la oficina postal me
dijeron que tardaría en llegar a Madrid entre diez y quince días, transcurrió
casi un mes y no había señales de Mónica. La espera se se me hizo tan insoportable que, suponiendo
que el paquete se había perdido, estuve tentado de repetir la operación. Más no
hizo falta, porque aquel mismo día recibí la llamada de la mujer de mis sueños.
´
—Hola
—¿Luis? —su voz al escuchar la mía sonó
tan apagada, como desconcertada.
—Sí, soy yo guapísima.
—¿Estas vivo?
—Sí, cariño, lo que tienes en la mano
es un teléfono móvil, no una guija —dije con cierto cachondeo, intentando
tranquilizarla.
—Pero es que… en las noticias dijeron que
habías muerto… que los rumanos te habían asesinado…
—Las noticias de mi muerte han sido
exageradas.
Un agobiante silencio fue su única
respuesta, intenté salir de aquella incertidumbre gastándole una broma:
—Al menos podrías decir que te alegras
de que siga vivo…
—¡Por supuesto que sí, hombre! Pero es que me he quedado sin palabras… ¡Es
todo tan extraño! ¿Por qué no has llamado antes? ¿Tienes idea de lo mal que lo
he pasado?
—Lo entiendo… y lamento no haberte
llamado antes, pero es que todo ha sido demasiado complicado.
Le relaté mi fuga, sin entrar en
demasiados detalles. A decir verdad solo le conté lo del cambio de cadáver y lo
de la cirugía estética, a pesar de que con solo escuchar su voz se me levantaba
la tienda de campaña de la entrepierna, la vida me había enseñado a ser
desconfiado, y una cosa era el deseo y
otra “contar la verdad y nada más que la verdad”.
Le ofrecí unirse a mi nueva vida y ella
aceptó sin reservas, como no las tenía mucho conmigo (creo que había una parte
de mí que no se fiaba de ella en absoluto), en vez de darle la dirección de mi
refugio de alto standing, decidí ir a recogerla a Madrid, pues con mi nuevo
rostro y mi nueva identidad nadie sospecharía de quien era en realidad.
Fiel a mi dogma de “tanto vales tanto
gastas” y con la única intención de deslumbrar a Mónica, reservé una suite en
el hotel Ritz de Madrid y una vez estuve instalado la llamé para decirle donde la esperaba. Pedí una botella
de champan del más caro, fruta fresca y unas ostras. Lo deje todo al lado de la
cama, quería que el momento del reencuentro fuera lo más perfecto posible. Incluso
para prolongar más el momento sexual, me tomé unas píldoras que me consiguió un
vecino de Caracas en el mercado negro. Estaba tan ansioso por verla, que al ver que tardaba
comencé a dudar de si vendría.
El sonido del teléfono móvil me sacó de
mis cavilaciones: era mi chica.
—Ya estoy aquí.
—Habitación seiscientos doces. Cuando
llegues dame un toque en la puerta —dije envolviendo a conciencia mis palabras
en un halo de misterio.
Hay momentos en nuestra vida que no por
largamente esperados, son menos satisfactorios. Llevaba dos años sin ver a la
que, para mí, era la mujer más hermosa del mundo y oír
su voz consiguió que la polla se me pusiera dura como una piedra. El deseo, en
ocasiones, nos hace creer que caminamos
hacia la felicidad, aunque en mi caso, solo estuviera dirigiéndome hacia el
mayor de los desastres.
Unos minutos después, sus nudillos
golpeaban suavemente la madera de la entrada. Estaba tan nervioso como un niño
el día de su cumpleaños, su sola visión me tranquilizó. Se había maquillado y
peinado a consciencia, una tenue capa de cosmético cubría su cara
destacando aún más su natural belleza,
llevaba la melena suelta, dejando que sus negros rizos cubrieran sus
sensuales hombros. Vertía uno de los vestidos que le regalé, uno ajustado y
negro que acentuaban la voluptuosidad de
sus curvas y mostraban sus sensuales piernas en la justa medida. Observarla
allí de cuerpo presente, me recordó lo mucho que me gustaba aquel ejemplar de
mujer y que había merecido plenamente el riesgo de volver a España.
Nada más cerré la puerta de la habitación, se
me quedó mirando absorta, sin decir palabra alguna.
—Hola cariño —dije moviendo la cabeza
como un imbécil —, soy yo.
—Sí, la voz y el cuerpo son los
mismos, pero tu cara… —fue acercando sus
dedos a mi rostro y los posó sobre él, como si tuviera que cerciorarse de que
era cierto lo que veía —es tan distinta.
— A mí también me costó trabajo
acostumbrarme…
Sin motivación aparente, su gesto se
truncó y me abofeteó. Cogí su mano entre mis dedos y mientras la acariciaba
tiernamente, le pregunté:
—¿A qué ha venido eso?
—Te lo debía por los dos años que he
pasado. No sabes lo desesperanzador que fue levantarme por las mañanas y saber
que no te vería más —su voz pareció agrietarse y un presagió de llanto brilló
en sus ojos.
—No tuve más remedio que hacer lo que
hice —abrí mis brazos, invitándola a que se refugiara en mi pecho.
El calor de su rostro sobre mi tórax fue lo más hermoso
que me había pasado en los dos últimos años, si las gilipolleces como el amor
tuvieran una parcela en mi corazón, creo que sensaciones como aquellas serían
de lo más parecido. Mónica irguió la cabeza, la tristeza se había borrado de su
cara, me miró a los ojos directamente y me dijo:
—Ha sido escuchar los latidos de tu
corazón, y no tener duda alguna que eras tú, pero es que estás tan cambiado…
—Lo sé, pero no te queda más remedio que acostumbrarte. A todo
eso, ¿qué te parece mi nueva apariencia?
—¡No está mal! Aunque me gustabas más
de antes —al decir esto la lujuria pareció encender su rostro —Si sigues siendo
el mismo monstruo en la cama, por mi encantada.
—Eso es fácil comprobarlo —le respondí
mordiéndome lascivamente el labio inferior.
Sin darme tiempo a reaccionar se abalanzó sobre mí, me anudó los brazos al
cuello y me besó apasionadamente. ¡Dios,
como había echado de menos el sabor de sus labios! Instintivamente pegué su
cuerpo al mío y al mismo tiempo que sus pezones se clavaban en mí, deje que la
dureza de mi entrepierna se restregara contra su pelvis.
Ni que decir tiene que la ropa nos duró
puesta escasos segundos y un irrefrenable apetito sexual, igual al del día que nos conocimos, nos
invadió (por lo menos a mí, porque lo de ella por muy convincente que me
pareciera, solo era una puta falsa). Loco por acariciar sus pechos, casi le
arranque el sujetador de cuajo. Fue notar la firmeza de su piel bajo mis dedos
y creí que me corría de gusto, sin pensármelo, escondí la cabeza entre sus
tetas y comencé a besarlas como si estuviera poseído.
Ella, por su parte, había metido la
mano bajo mi slip y jugueteaba con mi verga, primero de un modo delicado y, al percibir
como mi lengua circulaba por sus senos, infringió más fuerza a su muñeca y
comenzó a masturbarme.
Anhelante de meterme en su cuerpo, la
empujé suavemente sobre la cama y, una vez tendidos sobre ella, seguí lamiendo
la aureola de sus pezones, que se endurecían a cada toque de mi lengua. Preso
del deseo, le bajé las bragas y busqué
con mis dedos la entrada de su gruta, estaba húmeda a más no poder, introduje
el indicé en su interior, dejando que se
impregnara de sus jugos vaginales y después,
como si de un acto reflejo se tratara, lo llevé a mi boca para chupar
golosamente el delicioso fluido.
Fue paladear aquel manjar y la cordura
dejó de ser la dueña de mis actos, me
agaché ante ella, hundí mi cabeza entre sus muslos con la única intensión de
aspirar el perfume de su coño, un aroma que no hacía más que corroborar las
razones de mi sinrazón. Posé mi nariz sobre su vello púbico y uní la humedad de
mi boca con la de su gruta con un único propósito: degustar aquella ovalada fruta. Aparté delicadamente los labios vaginales, como si se trataran de
los pétalos de una flor y froté mi lengua sobre su clítoris, cada lametada era
correspondida por un placentero quejido de Mónica. Comprobar que aún era capaz
de dar placer a aquel bellezón, alimentó tremendamente mi vanidad.
¿Dónde se habrá escondido mi ego, cuando
he sabido que todo era mentira?
—¡ Cariño, súbete a la cama!, estoy
deseando comértela…
Como no estaba dispuesto a renunciar a
seguir saboreando aquella delicia, nos acoplamos rápidamente en un improvisado
sesenta y nueve. No sé qué me pasa con esta mujer, fue notar el calor de sus
labios sobre mi capullo y un colosal placer invadió mis sentidos, tan inmenso
fue que, a pesar de la medicación para
retardar la eyaculación, tuve que hacer un gran esfuerzo y concentrarme para no
correrme en su boca. La muy zorra, seguramente porque tenía prisa por terminar,
siguió dándome con la lengüita en los pliegues del prepucio, más sobrepasado el
primer momento, mi cuerpo parecía haberse acostumbrado a las gratas sensaciones
y aunque seguía disfrutando como un enano de la mamada que me estaba pegando,
tuve la sensación de que tardaría un buen rato en alcanzar el orgasmo, así que
sin temor a que todo se acabara demasiado deprisa, proseguí dejando que mi lengua se internara en aquella
palpitante vagina.
He de reconocer que el sesenta y nueve
es una de las posturas que más me gusta, y aunque poseer a una buena hembra ya sea por el coño o por
la entrada trasera me complace una barbaridad, he de admitir que es una de las posiciones con la que más disfruto. Cuando follamos solo
controlamos nuestro placer, ignoramos hasta qué punto disfruta ella (bueno
tenemos una idea, pero egoístamente estamos más concentrado en nuestro goce
particular), con el sexo oral es más fácil medir el placer que damos y según la
respuesta obtenida dosificarlo o intensificarlo, si al mismo tiempo que nos
comemos un buen coño, nos hacen un buen lavado de cabeza, el placer que nos dan lo devolvemos con creces
y, paulatinamente, entramos en una espiral de placer que parece no tener fin.
Entre las muchas cualidades de Mónica,
está la de saber chuparla como Dios manda, ella no me cogía la polla y se la
metía con la única intención de que me corriera, ella procuraba que yo
disfrutara a toda costa y sus labios parecían fusionarse con los pliegues del
tronco del erecto miembro viril. Aunque hacía gala de una amplia variedad de
técnicas, lo que mejor se le daba era improvisar y en aquel momento, para
satisfacción particular mía se estaba dejando llevar como nunca.
Comenzó succionando mi glande como si se
tratara de una bola de helado, lamiendo cada milímetro de aquel trozo de carne
como si no hubiera otra cosa mejor en el mundo. Paseó la lengua por las venas
de mi tronco, al tiempo que jugueteaba con mi escroto. Se la tragaba hasta el
fondo y la retenía unos segundos dentro de su boca, dejando que el capullo
rozara su campanilla. Todo ello, sazonado hábilmente para que el momento
culminante no me visitara y mi esencia vital no inundara su insaciable boca.
Yo por mi parte, con la ayuda de mis dedos deje bien a la
vista su clítoris, dirigí mi boca a él, lo atrapé entre mis labios y comencé a
lamerlo muy despacito. Con la cabeza pegada a su entrepierna, situé mis manos agarrando la parte exterior de sus
muslos, aumenté de forma gradual la
velocidad de movimientos de mi lengua, de izquierda a derecha para producir un
mayor frotamiento contra su botón de placer, luego en movimientos circulares y,
finalmente, endurecí mi lengua todo lo que pude, al aplicar esa presión
adicional, Mónica se sacó mi verga de la boca, gimió como una perra y, entre
jadeos, me gritó:
—¡Luis, no puedo esperar más! ¡Fóllame!
Minutos después, tumbado sobre el
respaldo de la cama, permitía que ella
se sentara sobre mí, estaba tan húmeda que mi pene resbaló a su interior, apoyó
sus manos en mi hombro y comenzó a cabalgarme, yo por mi parte me relajé,
dejando que el coño de aquella mujer
hiciera lo que placiera con mi polla. Me sentía en el séptimo cielo y la visión de su cuerpo retozando
frenéticamente, con sus pechos danzando libremente,
me hicieron creer por un momento que la
insensatez de volver a España había merecido la pena.
Las paredes de su sexo plegándose en
torno a mi verga, al ritmo de su incesante galopar, conseguirían más pronto que
tarde que alcanzara la meta del placer, más no quería que aquel momento
terminara tan súbitamente. Delicadamente aparté sus manos de mis hombros y,
silenciosamente, le pedí que sacará mi cipote de su interior, una vez lo hice
la abracé contra mi pecho y la besé con toda mi pasión.
Sin separar nuestros labios, fuimos
incorporándonos sobre la cama, una vez la tuve de rodillas sobre esta comencé a
mordisquear sus hombros y desde allí,
paseé mis labios por toda su espalda hasta llegar a sus nalgas. Me acomodé como
pude tras ella, hundí mi cabeza entre
sus glúteos y los cubrí de mimos, separé los firmes cachetes en pos de
localizar el rosado agujero, este se me mostró como el más apetitoso de los frutos
y, como si el mundo se fuera a acabar después, froté compulsivamente mi lengua contra el caliente orificio.
Al sentir el roce del húmedo órgano, la
muy zorra comenzó a gemir descontroladamente, llevó una mano a uno de sus senos
y apretó este fuertemente, mientras que, con los dedos de la otra, aprovechaba
para frotar su botón de placer.
Proseguí impregnando de saliva su ano,
al tiempo que, con la única intención de
empaparlo de sus jugos vaginales para que hiciera las veces de lubricante, uno
de mis dedos acompañaba a los suyos en
el interior de su vulva.
El primer dedo, excitada como estaba,
entró en su ano sin ningún problema, el
segundo tardó un poco más en hacerlo y
cuando pude introducir el tercero, tuve claro que aquel boquete estaba
preparado para contener algo de mayor grosor.
Mentiría si no dijera que ese pedazo de
mujer me tenía hechizado, pero si había algo que me hacía perder el control por encima de todas las cosas, era encularla. A
pesar de lo dilatada que se encontraba ya, tuve la sensación de que mi verga tenía que hacer las veces de un ariete, para conseguir derribar las
defensas de su estrecha entrada trasera, una vez conseguí que gran parte de mi pene
entrara y, mientras su esfínter se
adaptaba al tamaño del invasor, sentí
como las paredes de su recto se contraían contra mi viril dureza, poco a poco,
fui introduciendo mi cipote en toda su dimensión.
Al comprobar que la babeante bestia de
mi entrepierna entraba y salía sin dificultad, aceleré el ritmo de mis caderas,
como si en cada envite pudiera introducir una porción más de mí en el interior
de aquella hermosa mujer, como si con cada golpe de mis caderas mi cuerpo se
fusionara al suyo. Mónica, por su parte, seguía masturbándose frenéticamente y encorvando su espalda, facilitando con ello
que mi trabuco la atravesara de un modo notorio.
A pesar de la medicación, sentí que mi
cuerpo estaba loco por correrse así
que una de las veces que sentí que ella
caía presa de las convulsiones propias de un orgasmo, la acompañé y vacié todo el contenido de mis cojones en su
interior.
Intenté
compartir el momento de éxtasis con ella, sin embargo se zafó de mi
abrazo sutilmente, se levantó y se fue para el servicio, supuse que era debido
a cualquier contingencia propia del sexo
anal, por lo que no me llamó la atención que cogiera el bolso para entrar en el
baño.
Complacido y extenuado por igual, me
tendí en la cama pensando que a pesar de mis cincuenta y tres años todavía era
capaz de hacer disfrutar a un bomboncito como Mónica. No sé qué tiempo estuve
adormilado, sólo sé que me despertaron unos golpes en la puerta.
Como si fuera un autómata, cubrí mis
vergüenzas con la bata y me dirigí hacia
la entrada de la habitación.
—¿Quién es?
—Servicio de habitaciones.
—Ya me han traído todo lo que pe… —fue descorrer el pestillo y las palabras se atascaron en mi garganta, ante
mí tenía la mayor de mis pesadillas: un grupo de seis o siete hombres
apuntándome con una pistola, los dos primeros vestían ropas de calles y los
demás el uniforme reglamentario de la policía.
—¡Bonifacio Robles, queda usted
detenido por falsedad documental!
Instintivamente volví la cabeza hacia
detrás buscando a Mónica, intentando protegerla de todo aquel embrollo y lo que
me encontré destrozó mi mundo por completo: la mujer de mis sueños, completamente
vestida, apuntándome con un arma y gritándome:
—¡No se mueva, sino quiere que le
dispare!
❺La puta verdad.
Cuando el funcionario de prisiones ha
venido para llevarme a la sala de interrogatorios, no he podido evitar tener
una asquerosa sensación de deja vu, con
la salvedad de que la primera vez tenía
a mi lado a mi fiel Augusto y, en esta ocasión, no tengo ni perrito que me ladre. ¿Cómo he
podido ser tan imbécil? ¿Cómo no me di cuenta que era una puta infiltrada?
Porque es la única explicación que le veo… que su trabajo en el Gaviota, fuera una puta tapadera. Lo que sí
está claro, es que a mí me gusta hacer todas las cosas a lo grande, ¡mi cagada ha sido de
las que hacen época! ¿Quién me mandaría a mí regresar a España?
Mi acompañante me esposa a la barra que
hay en mi lado de la mesa y se marcha,
dejándome con la soledad de mi frustración y mis miedos. Otra táctica policial
de manual que me conozco al dedillo: crear incertidumbre en el detenido para hacerlo
más vulnerable. ¡Cómo si con todo lo que he pasado y he hecho, eso tuviera
efecto en mí! ¡Gilipollas!
Puede que con cualquier otro, la
estancia cerrada a cal y canto, la cámara de vigilancia espiando y el intencionado calor sofocante reinante en la pequeña
habitación, pudiera ser motivo de desasosiego, pero para mí, que me había
codeado con reyes, nobles de alta alcurnia, presidentes, ministros del
gobierno, alcaldes, ejecutivos de los más altos niveles, mafiosos de todo tipo…
esto me parece como un mero trámite burocrático. Mi suerte ya está echada, y
ponerme nervioso o preocuparme, no va a solucionar nada.
Los minutos en aquel nefasto cuartucho
se me hacen eterno, me armó de valor y empiezo a pensar en cosas bonitas, que
me hagan aliviar la tensión mental ¿Por qué será que siempre que pienso en lo
que me gusta, sale Mónica a coalición?
Sera una maldita poli, pero eso no quita que
este para reventar de buena y haya echado con ella los mejores polvos de
mi vida. ¿Por cierto, será Mónica su verdadero nombre? ¡Coño!, va a ser que la puñetera espera me está poniendo más nervioso de lo que quiero reconocer, pues estoy
empezando a divagar…
Veo abrirse la puerta y una sensación
de tranquilidad y nerviosismo me invade por igual. Quien entra primero en la
habitación es “Mónica”, ataviada con un uniforme de las fuerzas de seguridad
del estado, la acompaña un oficial de policía de unos veinte y pocos años.
Las tres ramas de laurel en la parte
inferior de las divisas sobre sus hombros, me dan a entender que la mujer a
quien me he estado follando no es una policía cualquiera, sino una que ostenta el cargo de inspector.
Debo estar mal de la cabeza, pues a
pesar de todo lo que me ha hecho, de la puñalada trapera que me ha pegado, no
puedo evitar sentirme salvajemente atraído por ella. No puedo reprimir el deseo
de fijarme en como su voluptuoso cuerpo se marca bajo el oscuro uniforme y, sin
poderlo remediar, nace en mí el irrefrenable impulso de poseerla. Igual que me
pasó la primera vez que la contemplé.
Suelta la carpeta que trae en la mano
sobre la mesa y se sienta frente de mí. Cuando nuestras miradas se cruzan le
respondo con un gesto huraño, ella frunce el ceño, se yergue sobre el respaldo
del sillón y de un modo frio se dirige al joven que nos acompaña:
—García, ¡quédese fuera, si tengo algún
problema le aviso!
Una vez el muchacho cierra la puerta
tras de sí, “Mónica” se dirige a la cámara de vigilancia y la voltea mirando
hacia la pared. Con paso firme se dirige hacia mí, se sienta en mi lado de la
mesa y cruzando las piernas, de un modo que se me antoja libidinoso, me dice:
—Ya estamos solo, nadie nos escucha y
nadie nos ve. ¡Di todo lo que tengas que decirme!
—No sé qué esperas que te diga, soy un
detenido y tengo derecho a guardar silencio.
—Sería mejor que aplicaras la máxima de las bodas: “Hable ahora o calle
para siempre”.
Permanezco callado un momento, me
parece mentira que unas horas antes, estando dentro de esta mujer, haya sido el más feliz de los hombres.
—…cualquier cosa que se me ocurre, pasa
por pensar que he sido el tío más gilipollas del mundo y tú, la policía más
entregada… Por cierto, ¿cómo debo llamarte?
¿Inspectora qué?, porque imagino que lo de Mónica era tan falso como
todo lo nuestro.
—Con Ada bastara… y te equivocas, no
todo fue mentira —su voz suena apagada, como si le costara trabajo hablar.
—¡Evidentemente que no! Contigo me he
pegado los mejores polvos gratis de mi vida… Aunque lo de gratis lo quitaría,
porque creo que me han costado bastante caro… ¡Muy, muy caro! —ella guarda
silencio ante mis palabras, lo que hace
que me vaya enervando más y más —¿Aunque sabes lo que creo? Creo que te has
equivocado de profesión, con lo buena que eres fingiendo en la cama y lo buena
que estás, te podrías hacer de oro en cualquier burdel de lujo… ¡Serías de las
más cotizadas!
Ada me mira con el gesto fruncido, si
no supiera que es una puta embustera y manipuladora pensaría que hay cierta
tristeza en su semblante, como sigue sin decir nada y la “boca” se me está
calentando cada vez más prosigo, y esta
vez, sin cortapisas de ningún tipo:
—¿Y sabes lo que más me duele? No, el
que me hayas engañado, ¡no! Lo que más me duele es que hayas jugado con mis
sentimientos o, ¿acaso era necesario lo de ayer noche en el hotel?
—No, no era necesario… pero yo lo
prefería así.
La miró escrutando en su rostro que
demonios ha querido decir con todo aquello, la franqueza que emana su rostro me
deja perplejo. Bajo las defensas por completo, a pesar de su felonía, a pesar
de las mentiras, no puedo evitar sentir algo por ella.
—¿Se puede saber por qué lo preferías
así?
—Porque añoraba estar contigo…
La miró buscando algún resquicio de
falsedad en su expresión y no la encuentro. Estoy a punto de creerla, pero
recuerdo que todo lo que sé de ella es incierto y, en vez de caer como
hipnotizado bajo sus encantos, me aferro
a mis recelos. Es muy difícil confiar en las palabras de alguien, cuando uno no lo hace
ni en uno mismo.
—Sé que todo cuanto diga o haga, no va
a servir de nada. Pero quiero que sepas que cuando supe de tu muerte, estuve a
punto de coger una depresión… Era pensar que no te vería más y era como si me
faltara un pedazo.
—¡A otro perro con ese hueso, bonita!
—¿Acaso crees que mi trabajo incluía
acostarme contigo? Si no hubiera querido, conozco mil maneras de hacer que un
hombre pierda la cabeza por mí, sin entregarle lo que quiere. ¿O acaso piensas
que lo que pasó en los servicios del Gaviota no fue real?
La miro expectante, aunque sé que voy a
pasar una buena temporada a la sombra, saber que ella ha sentido algo por mí y
que lo que hemos compartido no ha sido una completa falsa, hace mi frustración
más liviana. Le hago una señal con la
cabeza, dándole a entender que me interesa lo que tiene que contar.
—En principio, cuando se planeó el
operativo en el Gaviota no fue pensando en ti, a pesar de tu cargo eras una
persona más o menos anónima. Simplemente,
íbamos tras la trama de Cinturón y el Barbas, se sabía que había políticos
detrás pero se pensaba que serían de poca monta, ya sabes concejales, algún que
otro alcalde. La primera vez que te vi, no tenía ni idea de quien eras. Como te
conté en su momento, el haber crecido sin una figura paterna propició que me
sintiera atraído por los hombres maduros. Tú no solo me parecías seductor a rabiar, sino que tenías ese puntito canalla
que tanto me pone en un tío. Fue verte y, aunque no te lo creas, despertaste en
mí una pasión que no había sentido nunca…
—…sentiste el impulso de tener sexo
conmigo como si te fuera la vida en ello —concluyo su frase con una sonrisa en
la boca, ella me responde con una leve sonrisa de complicidad y prosigue
hablando.
—Yo
nunca había hecho nada como aquello, el riesgo que corría era doble pues
no solo se podía descubrir mi tapadera, sino que me podía costar la expulsión
del cuerpo. Pero la atracción que sentía hacia ti era tan salvaje e
irrefrenable, que deje que mis instintos primarios me dominaran… ¡Fue la mayor
locura que había hecho jamás!
Por inconcebible que pareciera, Ada y yo (¡Que extraño me resulta llamarla así!)
nunca habíamos hablado de las circunstancias en que nos conocimos, nos habíamos
limitado a llamar al estar juntos: “encerrarnos en los baños”. A pesar de lo
bien que nos lo pasábamos juntos, nuestra relación no pasaba por ser un abanico
de confidencias, hoy la verdad se encarga de responderme porque.
—…nunca planeé lo que sucedió, todo se
me fue de las manos y aunque sabías que no estabas limpio del todo, desconocía
por completo en la escala que estabas, ni mucho menos que era uno de los peces
gordos. ¿Quién iba a suponer que el tesorero de un partido político era tan
poderoso? La trama se fue destapando
poco a poco, cuantos más datos teníamos del alcance de los negocios sucios que
movíais, más interés tenían mis jefes en que prosiguiera con mi “romance”
contigo. ¡No sabes la cantidad de información que se te escapa en una
conversación telefónica a altas horas de la noche!
Abrumado ante tanta sinceridad, no
puedo evitar pensar de nuevo lo imbécil
que había sido no dándome cuenta de nada. De nuevo, nace en mi interior una
rabia incontenible y vuelvo a cargar contra ella, esta vez en plan sarcástico.
—¡Ole mis huevos! Creía que me estaba
acostando con una simple camarera y lo estaba haciendo con la jodida Mata Hari.
Haciendo caso omiso de mi comentario y
tras dejar que una sonrisa de perplejidad ilumine su hermoso rostro, prosigue con
su historia.
—Tras tu detención, se desmanteló
el operativo y “nuestra relación” dejo
de ser útil… ¡hasta que se descubrieron tus millonarias cuentas en los paraísos fiscales! Nada más
mis superiores supieron de su existencia, me enviaron a prisión con la única
intención de sonsacarte sobre ese tema…
—…Pero… Si tú nunca me has preguntado por
ellas…
—Ni siquiera hice el intento…
—¿Y?
—Después de que Cinturón recusará al
primer juez de la causa por escuchar las conversaciones con sus abogados, tanto
la fiscalía como el nuevo magistrado no nos dieron los permisos que
precisábamos para instalar los micrófonos en nuestros encuentros intimos, así
que se tenían que conformar con los que yo le contara —hace un gesto extraño
con las manos, como si intentara justificarse —Y aunque yo sabía que me la
estaba jugando, no estaba dispuesta a renunciar a ti. ¡Eras lo mejor que me
había pasado! En vez de hacer lo que me pedían mis jefes, me limité a vivir el
momento. Todo lo que vivimos en nuestros vis a vis era real…
Sentir toda la emoción que pone en sus
palabras, hace que me estremezca a la vez que me invaden sentimientos
contradictorios, aborrezco y deseo a la mujer que tengo a mi lado por igual y,
aunque no le grito todo lo negativo que pienso de ella, puedo sentir como, involuntariamente, mi polla se llena de sangre.
—Pese a que quiero fiarme de ti, no sé
si lo que me estas contando es cierto. Hay cosas que no me terminan de cuadrar
—hago un pausa y buscando su mirada le pregunto —, ¿no es un poco ortodoxo que
una policía se acueste con un preso para sonsacarle información?
—No es habitual, pero los infiltrados
tenemos que hacer “lo que sea” con tal de no destapar el operativo, sé de
compañeros que se han tenido que drogar cuando han estado con traficantes y
algunos han tenido que pegar una paliza que otra, cuando lo han hecho en banda
de neo-nazis… Lo mío era inapropiado, ¡pero no era delito!
—Inapropiado y bastante surrealista
—sentencio, haciendo patente mi desconcierto.
—Creo que “esto nuestro” nos ha dado a ambos
demasiado fuerte y los dos hemos hecho demasiadas locuras.
—¡Qué me lo digan a mí!, que estaba más
a gusto que un arbusto en Venezuela y, visto lo visto, me parece que voy a
tardar una buena temporada en salir de aquí—aunque hay cierta sorna en mis
palabras no puedo ocultar mi amargura.
—Sí, tendrás que estar en la prisión de
Republica de Soto, pero no por el tan largo tiempo que supones.
—¿Qué coño quieres decir?
—Que la fiscalía y el juez tienen
planes para ti.
—Como no te expliques…
—¿Qué tiempo tardé en llamarte?
—Si el paquete tardaba como mucho
quince días, como mínimo otros quinces.
—¿Y qué crees que estuve haciendo hasta
entonces?
—No sé, ¡arranca ya de una puñetera vez! —respondo groseramente, harto
de tanta intriga.
—El ministerio de Interior sabía desde
hace un año que no estabas muerto, un tal Doctor Baena vino en busca de
protección policial para su familia, por lo visto debía dinero a las mafias
chinas y entre los muchos pecados que contó, se dejó caer con lo de tu fue
participe de tu deformación.
«Intentamos seguir tu rastro, pero este
se perdía cuando abandonabas la clínica. Mis superiores pensaron que, en el
caso hipotético, de comunicarte con alguien, lo harías conmigo. Así, que al
piso franco en el que yo vivía mientras estuve infiltrada le pusieron
vigilancia. Cuando llegó el teléfono de prepago que me enviaste se fue
preparando todos los pormenores de tu detención…
»Una vez estuvo todo cronometrado, se
me ordenó que te llamara. Como exactamente no se sabía cuál era tu aspecto, ni
cual era tu nombre tuvimos que movernos al son que tú nos marcaras.
»Nada más supimos el hotel, se preparó
el operativo para una vez yo lo considerara oportuno fueran a detenerte a la
habitación…
—Y eso pasaba por terminar de echar el
polvo conmigo, ¿no?
—Sí —su voz suena apagada, como si se
avergonzara.
—La verdad es que hay que tener muchos
cojones para hacer lo que hiciste, ¿cómo pudiste disfrutar conmigo sabiendo que
más tarde me detendrías?
—Sí te callaras y me dejaras terminar.
Ante su reprimenda y, no de muy buen
grado, guardo silencio en espera de su
explicación.
—Si se movió todo tan meticulosamente
no fue por meterte entre rejas, fue por la información que todavía guardas
sobre tus antiguos socios de partido…
—Pero si me dijeron que no eran pruebas fehacientes, que
era todo meramente circunstancial y que no servía para nada—no puedo reprimir
que el enfado camine entre mis palabras.
—¡Eso era antes! Ya no gobierna tu
partido, ahora lo hacen los “otros” y fiel a la maniobra política que yo llamo
el ventilador…
—¿El ventilador?
—Sí, airear la mierda de los demás para
que la tuya no se vea—sonríe levemente como la que ha hecho una gracia y
prosigue con su perorata—. Tenemos orden de sacar todo lo que podamos de tus
archivos, de tus grabaciones y demás. Una filtración a la prensa de lo que nos
interese, y antes de que los miembros de tu partido sean llamados a declarar,
la opinión pública los habrá considerado culpables, con lo que la oposición
estará más pendiente de limpiar su imagen de cara a la galería, que en la de ensuciar la de los miembros del
gobierno.
—¡Muy bonito! ¿Pero qué gano yo en todo
esto?
—Una reducción de condena bastante
notable, ya te lo dirán formalmente el fiscal jefe, y unos privilegios durante tu tiempo en prisión, equiparables a
los presos políticos.
Lo que Ada me estaba contando sobre mi
futuro tiene muy, pero que muy buena pinta, pero yo de naturaleza desconfiada
sabía que no me lo estaba contando todo.
—¡Y el premio de la lotería ha caído en
la prisión de Republica de Soto! —el retintín que inculco a mi voz, hace que el
gesto de mi “chica” se frunza.
—¿Qué te pasa ahora?
—¿A quién se la tengo que chupar?
Porque te recuerdo que durante meses fui la imagen viva de la corrupción
política en este país.
—A nadie. Simplemente tendrás que
devolver todo el dinero que te llevaste a los paraísos fiscales y en cuanto a lo de tu identidad. Solo mis
superiores, el fiscal del caso y el juez conocen quien eres realmente, para el
resto eres el “testigo X”.
Aunque no me hace ninguna gracia
devolver “mi dinero” (ya me inventaré algo para no entregarlo en su totalidad),
lo de una identidad nueva me parece, junto con Ada, lo mejor que me ha pasado
últimamente. Borrón y cuenta nueva no es algo que le ofrezcan a uno todos los
días. Haciendo alarde de ese don de gente y ese saber estar intrínsecos en mí, me dirijo a la espectacular
mujer que tengo sentada a mi lado:
—No me parece mal del todo, pero me
gustaría pedir algo más.
—¿Algo más? ¿Qué?
—Todos los vis a vis que sean posible
con la inspectora del caso.
Ada me mira complaciente y sonriendo
pícaramente me dice:
—No sé, no sé… no creo que pueda
esperar a que nos concedan dicho privilegio.
Pensar por un momento que, al igual que
en otras ocasiones, se pase el reglamento por el arco del triunfo y sea capaz
de hacer algo allí conmigo, tiene el
efecto inmediato que la tienda de campaña de mi entrepierna se levante, ella se
percata de ello y en plan broma me
reprende:
—¡Qué guarro, te has empalmado!
—Como una mala bestia, pero a ti te
faltan segundos para estar mojada como una perra…
Mientras seguimos bromeando sobre las
banalidades del sexo, no puedo evitar pensar lo que seguir aquel impulso en el
Gaviota cambió mi vida. No sé de haber reprimido aquel instinto dónde y cómo
estaría ahora, lo que si tengo claro es que no me sentiría deseado y (porque no
decirlo) querido por la que, para mí, es
la mujer más guapa del mundo.
1 comentario:
¡¿Ada?! ¡Dime que es un homenaje a Ada Wong!
Aunque gracias al final la sensación global no es mala, siento decir que el relato me ha aburrido. A pesar de ser una historia compleja, currada, con idas y venidas, me parece que todo transcurre muy lentamente, a un ritmo cansino. Tal vez la culpa sea por el tema tratado, que no me entusiasma y se narra con excesivo detalle.
El inicio se ajusta al tema del Ejercicio demasiado de manual. Luis siente un impulso, quiere follar y ella acepta. Falta conflicto, todo ocurre demasiado fácil. Pensé que el final lo arreglaría, descubriendo la actitud falsa de la agente en acto de servicio. Sin embargo, que su actitud en aquel primer encuentro fuera sincera, lo hace más soso de lo que me hubiera gustado.
A partir de ahí parece que estemos leyendo otro relato, la parte que más me ha costado. No voy a entrar en si todo lo ocurrido es creíble o no. Para mí es completamente aceptable aunque se haya tomado alguna licencia que otra.
El final no es tan sorprendente como podría haber sido si el protagonista no dejara continuas pistas a lo largo de la narración. Una lástima. Y, como ya he dicho, aunque no fuera tan creíble, me hubiera parecido más canalla que ella solo se hubiera acostado con él por trabajo.
En lo técnico se percata un mal uso de los signos de puntuación, sobre todo de las comas. También se aprecian algunas faltas incomprensibles para el buen tono general de la narración. Hay bastantes tildes mal colocadas.
Conclusión: relato globalmente bueno, pero excesivamente enrevesado.
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