A
escasos minutos de la aurora, la niebla lo envolvía todo a su alrededor como un
manto ominoso.
Figuras
caprichosas se condensaban en el momento del día más propicio para la aparición
de los demonios, pero ni Judith, ni ninguno de sus cuatro compañeros, temían a
los seres sobrenaturales que pudieran surgir de la densa bruma, habían huido
del infierno y nada podía ser peor que lo que habían dejado atrás.
No
podían ser vistos, lo que era un alivio, pero tampoco podían ver lo que tenían
delante con sus sentidos. Con los ojos del alma veían las rocosas costas de
Suecia, veían la libertad, veían la esperanza, veían la última oportunidad que
les quedaba.
Los
remos se volvieron a hundir en el agua calma y los cinco ocupantes bogaron con
la cautela de quien no sabe qué tiene delante y no está seguro de a dónde se
dirige. Podrían estar navegando en círculos; tal vez, haciéndose reales sus
peores pesadillas, estuvieran regresando al sur, a la humillación, a la
esclavitud, a la muerte.
Volvían
aquellos recuerdos a sus mentes sin necesidad de evocarlos conscientemente,
pues no había bruma suficientemente
densa para cegar aquellos años de tortura.
Judith
tenía frío, mucho frío, sus músculos estaban ateridos por la humedad y la brisa
de las horas previas a la aurora; pero por encima de todo, tenía miedo, un
pánico atroz y visceral a retornar a Kaiserwald.
Los
niños que habían muerto entre sus manos, por culpa de la fiebre tifoidea; las
amigas que habían sido violadas, supuestamente para beneficio de la ciencia;
las vallas de espino; los perros sanguinarios; pero lo peor de todo, sin duda
alguna, habían sido las horribles botas. Aquel taconeo rítmico que se acercaba
por las noches y presagiaba la muerte, dejando tras de sí la vergüenza, la
culpa por sentirse feliz de no haber sido escogida en esa ocasión, la indecente
satisfacción porque sería otro quien muriera aquel día.
Solo
había podido disfrutar un año de su esposo y aún no había sido madre. En el
fondo agradecía ambas carencias, pues David no podía ver el despojo en que se
había convertido y había tenido sufrimiento de sobra con los pequeños del
campo, como para padecer por el negro futuro de una criatura propia.
Escuchar el vaivén de las olas
contra el frágil casco de la barquita de pesca le atemorizaba, pues no era una
buena nadadora; pero no era nada comparado con el pánico a regresar a
Kaiserwald. Kaiserwald, Kaiserwald, aquella palabra se repetía una y otra vez
en su mente. Ella no pensaba en la arribada a las costas de la libertad, tan
solo quería huir, no regresar jamás a aquel infierno de Kaiserwald.
—Aviones
–susurró Aharón, alzando, sin que nadie le viese, un dedo hacia el cielo.
Eran
insignificantes en medio del mar Báltico, menos que un pequeño grano de sal,
pero aun así, se encogieron entre los bancos del bote, aterrorizados porque un Messerschmitt de la Luftwaffe o un Yakovlev
del Ejército Rojo pudieran divisarlos
entre la densa niebla.
El
sonido procedía, sin duda alguna, de la derecha. Judith deseó con todas sus
fuerzas que se tratase de un caza ruso, pues significaría que remaban hacia el
norte, lejos del demonio que le había atormentado aquel último año.
Durante
las tres horas de angustiosa carrera, desde el campo de concentración hasta la
solitaria playa donde les aguardaba la barca de pesca, los cuatro miembros de
la resistencia les habían podido contar poco sobre la situación de la guerra.
Kaspars, el líder del grupo de rescate, les había insistido en que fueran a
Suecia. Según él, era mucho más seguro que Leningrado, pues los suecos querían
congraciarse con ingleses y franceses y los acogerían bien. Ella hubiera
preferido huir por tierra, pero la resistencia letona había desestimado la
posibilidad pues existían frentes de batalla muy cerca de Riga.
Con
la pequeña vela y ayudados por los remos y la divina providencia, no estarían
en alguna isla sueca en menos de dos o tres días.
No
les preocupaba demasiado el mal tiempo, pues el Báltico no solía ser
tempestuoso y aún lo era menos en los meses de verano. Su mayor inquietud
volaba en aquellos momentos por encima de la lechosa niebla.
El
sonido de motores se hizo más audible, mala señal para los cinco
supervivientes. El avión descendía y, a pesar de que creían ser invisibles, el
terror les encogió el estómago.
La
primera explosión sonó como si el mar se hubiera desgarrado. Segundos más
tarde, una enorme ola levantó por los aires la débil embarcación, haciendo que
todos gritaran de pánico, pero un chillido, más agudo que los demás, heló la
sangre de Judith.
—¡Edna!
–gritó desde el fondo del bote, donde se aferraba con desesperación a uno de
los bancos.
Pero
su compañera no respondió, ni lo haría jamás.
La
siguiente detonación superó con creces a la primera. Una inmensa bola de fuego
se divisó entre la bruma hacia su izquierda. Decenas de explosiones se
encadenaron mientras el fulgor del fuego parecía crecer sin límites.
Judith
pensó que era como si el sol hubiera surgido por el oeste. Aquellas esferas anaranjadas
captaron su interés. Pese a que se repetía una y otra vez que debía agachar la
cabeza, no pudo apartar la mirada de aquellos fuegos artificiales.
Las
grandes olas llegaron enseguida y golpearon la pequeña barca de pesca con
violencia.
Judith
escuchó gritos, lamentos y rezos. Todo giró a su alrededor, se confundió el
cielo y el mar en un remolino de olas y viento abrasador, pero ella no soltó su
travesaño, se aferró a la vida con la fiera determinación de sus veinticinco
años.
Había
aguantado dos años en Salaspils, junto a miles de alemanes, donde solo dos
palabras la habían empujado a continuar adelante: Eretz Israel. El sionismo había sido su tabla de salvación, un hogar
donde nadie les tratase como a animales, donde pudieran vivir felices y en paz.
Se sentía letona, pero aquellas ideas de libertad para su pueblo le habían
calado hondo y practicó el hebreo hasta dominarlo a la perfección.
Más
tarde, Un durísimo año en Kaiserwald junto a judíos letones, en el que había
tenido que aguantar escupitajos, insultos, golpes, incluso que la orinara un
soldado, todo ello sin parar de producir tornillos catorce horas al día. Pero
luego fue peor, llegó su demonio particular y, durante otro año más, incluso le
arrebató la dignidad.
Aquellos
recuerdos pasaron como imágenes fugaces por su mente, mientras su terca
voluntad se sobreponía al frío y al agotamiento. Sus dedos asieron con fuerza
el madero negándose a abandonar aquella barca, que Judith no sabía si estaba
boca arriba o abajo, pero todo daba igual, debía resistir costase lo que
costase, era su único pasaje a la libertad.
La
marejada se calmó tras unos pocos minutos en los que tan solo se preocupó de
respirar y, sin saber cómo, lo logró, logró sobrevivir.
Fue
recuperando la consciencia lentamente. Tenía todo el cuerpo sumergido en el
agua salvo los brazos y la cabeza. No se veía nada y tan solo con el tacto, era
capaz de percibir la rugosa madera de la embarcación.
Gritó
y el sonido amortiguado le confirmó la triste noticia de que se encontraba
sola, pues no le llegó respuesta alguna. La opresiva oscuridad la ponía cada
vez más nerviosa y sus propios jadeos era cuanto escuchaba.
Aguantó
agarrada al banco, intentando pensar en alguna solución. No había sobrevivido a
todo aquello para terminar ahogada.
Aferrándose
con la mano izquierda, liberó la derecha para comenzar a palpar su alrededor.
En los barracones de Kaiserwald había tenido que moverse muchas veces a
oscuras, pero nunca se había sentido tan ciega y desamparada como en aquel
momento.
“Boca
abajo”, se dijo tras inspeccionar con el tacto. Meditó sobre las posibilidades
que tenía, estaba enterrada en una tumba flotante y no sabía cómo salir de
allí.
Apartando
el miedo a un lado, comenzó a moverse hacia lo que ella pensaba que era la
parte posterior de la barca. Se agarró de cuanto halló a su alcance, tablones,
afilados ganchos de pesca, soportes metálicos…
Cuando
alcanzó el final de su camino, tenía multitud de pequeñas heridas en las manos
y los jadeos inundaban la cripta en la que se había convertido la barca volcada.
Palpó
el timón del bote y agarrándose de este, tomó una gran bocanada de aire y se
sumergió siguiendo el delgado madero hasta que se convirtió en una ancha aleta.
Se agarró con fuerza y se escurrió bajo el frío mar. Sus dedos aferraron el
borde de la barca e intentó, dominada por el pánico, volver a trepar, esta vez
por el casco, donde debía haber resquicios donde anclar los dedos.
Ascendió
y volvió a caer pesadamente. Había podido sacar la cabeza fuera del agua por un
segundo, pero solo le había servido para abrir la boca y tragar más agua que
aire.
Con
los pulmones vacíos, comenzó a hundirse más y más y solo la férrea
determinación de vivir la empujó a continuar buscando juntas entre los maderos.
Un
fuego abrasador le oprimió el pecho, consumiendo sus últimas fuerzas. Los dedos
seguían resbalando sobre la madera y el tiempo corría velozmente en su contra.
Cuando
lo creía todo perdido, se impulsó con desesperación y sintió el aire en su
rostro, seguía viva.
Se
pegó al casco del bote, recuperando la respiración y escupiendo con dificultad
todo el agua que había tragado.
Al
otro lado de aquella caverna oscura que representaba su tumba, la niebla no se
había disipado por completo, pero el amanecer la reconfortó, al menos podía
verse las manos que se aferraban a la madera dándole una oportunidad de vivir
un poco más.
Trepó
con todas sus fuerzas a la quilla y cuando lo consiguió, se derrumbó exhausta.
No le importó el aire cargado de densos olores a hierros, maderas y carne
quemada, no le importaron sus prendas mojadas, no le importó el frío que
atravesaba su carne y le mordía los huesos, estaba viva y era lo único que
importaba.
Dormitó
inquieta, pues estaba encogida de frío y a cada instante la barca recibía
golpes de objetos contundentes, que no podía distinguir claramente entre la
bruma real que lo envolvía todo y la que abotargaba sus sentidos por el
cansancio y el sueño.
Jamás
lo había hecho antes por voluntad propia. Las vigilantes del campo la obligaron
para buscar objetos en todos los huecos de su cuerpo; la forzaron para
desinfectarla, junto a sus compañeras, en aquellas horrendas duchas de agua a
presión, y sobre todo, su demonio lo había hecho todas las noches durante el
último año. En aquel momento fue ella quien decidió desnudarse. Si no quería
terminar con una pulmonía en medio del Báltico, sin llegar a su destino, no
había otra solución.
Se
incorporó pesadamente y comenzó a quitarse la parte superior del pijama gris
con torpes y lentos movimientos. Cuando sintió el aire viciado sobre la piel de
sus senos, un rubor ilógico cubrió sus mejillas. Desconcertada, miró a derecha
y a izquierda y las lágrimas acudieron a sus ojos. Ninguno de sus compañeros
estaba allí para que pudiera temer que la vieran. Todos habían muerto ahogados
en el mar, solo quedaba ella.
Una
insoportable angustia la invadió, haciendo que las lágrimas se convirtieran en
un sollozo incontenible. Estrujó la camisola contra su pecho y dejó que su
cuerpo se balancease adelante y atrás, mecido por las suaves olas que empujaban
la embarcación, girada del revés.
Aquella
horrible ropa era infinitamente mejor que los bonitos vestidos que había tenido
que ponerse para su demonio, mejor que las medias de seda, que los ligueros y
las bragas de encaje. Aquel pijama al menos le había devuelto por una noche, la
dignidad de sufrir junto a sus compañeros y de rebelarse contra el opresor como
una más, no como la ramera de un nazi.
Creyó
delirar cuando escuchó un cercano llanto y unas palabras ininteligibles. La
tercera vez que percibió los sollozos se incorporó pesadamente e hizo un
esfuerzo para ver entre la niebla que se había ido aligerando, pero no vio
nada. ¿Podría haber sobrevivido alguien?
—¿Edna…,
Aharón…, Eleazar…, Itzjak…? –preguntó sin esperanza de que le contestaran.
Unos
murmullos la sobresaltaron, pues procedían directamente de debajo de dónde se
encontraba. Con cuidado de no caer, se arrastró hasta un lateral de la quilla y
al mirar hacia el agua, se encontró con la mirada angustiada de un hombre.
La
cabeza le dio vueltas y mil preguntas se amontonaron en su mente delirante:
¿era real?, ¿de dónde había salido?, ¿era peligroso? No era ninguno de sus
compañeros y dudó de que su vista le estuviera funcionando correctamente.
—¡Ayuda!
–gritó afónicamente el hombre agitando un brazo fuera del agua.
Un
sudor aún más frío que su ropa, corrió por su espalda al escuchar la palabra
alemana. El odio y el temor se confundieron bloqueándola por completo.
—Por
favor… ayuda… por favor…
Entre
los fluctuantes sentimientos, se filtró aquella voz aguda y suplicante. Judith
miró con más atención al hombre y confirmó su sospecha, no era más que un niño,
que acababa de dejar atrás la adolescencia.
Para Karl, aquella mujer de cabellos castaños
pegados a su rostro, con los pechos desnudos bamboleándose, le pareció una mermaid salida de las profundidades del
mar, una sirena que venía a rescatarlo.
Había
soñado muchas veces, en su pequeño camarote del acorazado, en cómo sería tocar
la piel de una mujer, en qué se sentiría al ver un cuerpo desnudo de verdad y
no en las postales que ocultaba bajo el camastro. Durante las largas noches de
guardia, la esperanza por tener algún día a su amada Claudia había sido su
único consuelo. Otros compañeros tenían suficiente motivación con las palabras
de der führer, pero aunque a él también
le despertaban profundos sentimientos, más intensos eran los que evocaba al
recordar la cálida rodilla que se había atrevido a rozar la tarde antes de
embarcar.
Se
había tocado en muchas ocasiones poniéndole el rostro de su amada a aquellas
chicas que le sonreían desde las fotografías, pero hacía tres años que no la
veía, desde que fue reclutado con dieciséis años recién cumplidos, y el
recuerdo de su tibia piel era cada vez más tenue.
En
el momento de máxima angustia, cuando las bombas comenzaron a caer en el barco,
solo había podido acurrucarse en su litera, llorando como un niño y pensando que
moriría sin volver a ver a sus padres o a su hermana, pero lo peor de todo, fue
que ya nunca podría disfrutar de Claudia, ni de ninguna otra mujer. Moriría
virgen, pensó absurdamente mientras el barco se agitaba descontroladamente.
Los
ojos miel que le miraban desconcertados, le parecieron los más bonitos del
mundo y aquellas curvas que se mostraban de cintura para arriba, las más
sugerentes que había imaginado en el retrete del navío. Sonrió y se resignó a
lo que tuviera que pasar, aquella visión había logrado que todos sus temores
quedaran a un lado.
Se
consideraba un buen cristiano, pero, en las largas tardes ayudando a reparar
las redes de pesca a su abuelo, nunca se había podido sustraer a aquellas
historias sobre fantásticos habitantes de las profundidades marinas. El viejo,
mientras fumaba su pipa, le había contado decenas de historias de cómo las mermaids rescataron a tal o cual pesquero, incluso de cómo le salvaron la
vida a él cuando era joven.
Judit
se abrazó a sí misma, buscando consuelo ante aquella visión. No podía socorrer
a un nazi, a uno de ellos, que tanto daño les habían hecho, les habían tratado
como a animales: pegándoles, insultándolos, violando sus cuerpos y sus mentes
y, finalmente, matándolos sin la menor dignidad, como si fuesen ganado.
Desde
que la sacaran a golpes de su casa de Riga, junto a su esposo David, había
incumplido las leyes de Moisés en multitud
de ocasiones. Había robado, había mentido, incluso en las noches donde la
desesperación la consumía, había llegado a maldecir el nombre del Señor, pero
nunca había matado, nunca hasta la pasada noche.
El
vigilante de Kaiserwald no era mayor que aquel muchacho que flotaba con
dificultad. Era tan solo un niño. Evocó los ojos desconcertados del guardia,
cuando Eliazar se lanzó contra él y ella le atravesó el cuello con el cuchillo
de trinchar; un escalofrío recorrió todo su cuerpo y tiritó con más intensidad.
Sí, había matado y no se arrepentía, no había tenido elección.
Sintió
bajo sus brazos los pechos desnudos y un rubor intenso tiñó sus mejillas. Aquel
joven la había visto sin ropa. Se recuperó del arranque de pudor en poco
tiempo. Estaban en medio del Báltico, con la muerte rodeándolos y no era el
momento para sentir vergüenza. “Lo que tienes que hacer es tomar una decisión”,
pensó amonestándose.
La mano de Karl se aferró a la quilla, pero resbaló
en su primer intento de subirse a la estructura.
Ante
aquel amago, Judit tembló aún más, encogiéndose sobre sí misma. Volvió a mirar
aquellos ojos inocentes y los comparó con la mirada del vigilante de Kaiserwald
al que había arrebatado la vida. “Es un niño, Señor, ¿qué hago?”, se preguntó
mirando al cielo que poco a poco se iba despejando.
Por
segunda vez, la mano de Karl agarró la quilla, esta vez, sus dedos se pudieron anclar
en un pequeño saliente de una de las tablas del armazón.
El
aspecto del muchacho era horrible, sus labios azuleaban y sus brazos se movían
lentos y torpes, si no le ayudaba pronto moriría de hipotermia, pensó, dando
por válida la suposición de que salvando una vida compensaría haber arrebatado
otra. Pero no, su corazón no albergaba ningún remordimiento por haber matado al
guardián de Kaiserwald, El Altísimo sabía que lo había hecho porque no tenía más remedio.
Se
cruzó de piernas observando al náufrago. Evocó todos los momentos crueles
vividos en los dos campos de concentración, debía acumular toda la ira posible
para dejar morir a aquel muchacho. No le fue difícil condensar todo su odio en
aquellos ojos azules que le miraban suplicantes, pues eran del mismo color que
los de su demonio.
Las
patadas, el hambre, los insultos… pero lo peor de todo había sido el último
año. Los vestidos floreados, los baños de agua caliente, los restos de faisán y
arenque de la mesa de der Kommandant, las
miradas de desprecio, mezclado con conmiseración, que recibía de los que habían
sido sus compañeros, sus vecinos en Riga. Más doloroso aún había sido dormirse
con aquel sabor acre en el paladar, agradecida en el fondo porque ella no
pasaría hambre, no irían a buscarla a mitad de la noche para hacerla
desaparecer, la culpabilidad por aferrarse a la vida a costa de ser la ramera
de un demonio.
Sus
ojos estaban secos de tanto llorar y pese a ello, cálidas lágrimas rodaron por
sus mejillas al recordar todo el sufrimiento acumulado. No, aquellos aterrados
ojos azules no eran los fríos y altaneros de der kommandant; aquel rostro demacrado no se parecía a las rubicundas mejillas
enrojecidas por el brandy, que tan vívidamente recordaba.
Miró
a su alrededor fijando la vista en la orza, que sobresalía del casco, como si
fuera la aleta dorsal de un tiburón. Sin tiempo para reflexionar o para
arrepentirse, se aferró del saliente con una mano y extendió la otra cuanto pudo en
dirección al joven. Había matado una vez, pero era muy diferente quedarse
cruzada de brazos mientras dejaba que aquel niño agonizara lentamente.
No fue hasta el tercer intento, que el alemán
pudo hacer fuerza con los dedos que aferraban el casco, para alzarse lo
necesario tomando con su mano libre la que la letona le ofrecía.
Estuvieron
a punto de caer al mar en un par de ocasiones, pero al final ambos náufragos se
encontraron en lo alto de la quilla.
Judit
no paraba de temblar mirando con pánico al joven, mientras él clavaba sus ojos
en las redondeces de los pechos que se insinuaban bajo los brazos cruzados de
la mujer. No podía ver los pezones, pero la carne apretada sobresalía por encima
de los antebrazos mostrando un profundo canalillo y unas tetas abultadas.
—¡Gracias,
gracias, gracias! –La presencia de un ser mitológico lo atemorizaba, pero era
mayor su alegría por haber sido rescatado y, sin pensárselo, se abalanzó sobre
la mujer abrazándola con fuerza—. ¡Sí, gracias, mermaid, gracias!
Cuando
aquel joven en camiseta interior y calzones se le echó encima, Judit pensó que
todo había terminado, pero se equivocaba. Aunque su alemán no era muy bueno, sabía
el significado de la palabra que tanto repetía el muchacho y no era peligrosa.
Por un instante aquel abrazo la reconfortó, deseó abrir los brazos dejándose acunar
por aquel cuerpo tan frío y mojado como el suyo. Ambos eran seres desamparados,
abandonados en medio del mar. Era un alemán, pero era un abrazo, uno que
llevaba mucho tiempo esperando y necesitando.
Sintió
las cálidas lágrimas bañar su cuello y sin ser demasiado consciente, liberó uno
de sus brazos de la presión de los dos torsos y acarició la rubia cabeza que
reposaba sobre su hombro. Aquel era un muchacho indefenso, no su cruel demonio.
Karl
había pasado media hora pensando en sobrevivir y divagando sobre las más
absurdas cuestiones. Por encima de sus ansias de mujer, más allá del deseo de ver
a su familia, estaba la necesidad de continuar con vida, era demasiado joven
para morir. El más visceral pánico se había apoderado de su mente y toda su
hambre de victoria, todo su orgullo por el Reich había desaparecido bajo
toneladas de terror a la muerte.
No
se consideraba alguien valeroso, pero cuando estuvo encima de la barca, con la
sirena delante de él, las pocas reservas de determinación le abandonaron y el
niño que aún era exteriorizó todo el pavor que aún sentía. No, no era un héroe
ni quería serlo, tan solo daba gracias por continuar con vida, gracias a aquel
ser fantástico que lo había rescatado de las garras del mar.
La
mano de Judit continuó acariciando mecánicamente el corto cabello, mientras los
sollozos iban remitiendo. Había sentido las fuertes manos sobre su espalda y
abrazada a aquel muchacho había experimentado un fugaz momento de paz, pero
ahora se comenzaban a mover acariciando torpemente su piel y aquello le hizo
recordar los dedos del demonio palpando lascivamente todo su cuerpo.
—Eres
muy guapa –dijo en alemán, separando su
cuerpo y acercando una mano para acariciar tiernamente el rostro de la judía.
—No…
no –respondió, sin saber muy bien que decir en aquella situación. Veía gratitud
en aquellos ojos, pero bajo esta, algo más primitivo, más básico hizo que se
estremeciera. No tuvo valor para apartar la mano, pues desde el abrazo, su
cuerpo se había quedado petrificado.
Su
belleza la había llevado junto al demonio y no era algo de lo que se sintiera
orgullosa, pese a haberle proporcionado calor, mientras todos tiritaban;
comida, mientras todos pasaban hambre y todo a cambio de abrir la boca o las
piernas en vez de fabricar tornillos catorce horas al día. También le había
dado la posibilidad de huir de Kaiserwald.
—¿Eres
una sirena?, ¿un ángel?
Ella
no conocía el significado de la primera palabra, pero negó lentamente ante la
segunda.
“Un
ángel”, pensó y la palabra casi la hizo reír, aunque lo había hecho por
necesidad, había infringido La Ley sin cesar y sus pecados la habían llevado
hasta allí, junto aquel alemán que representaba todo el daño sufrido. “¿Será
una prueba?, ¿un mensaje?”, se preguntó sin saber hasta qué punto debía ser
sincera.
El
joven la había abrazado, le había dado las gracias. Estaban los dos solos en
medio del Báltico y las posibilidades eran muy escasas. No quería pasar sus
últimas horas mintiendo, ensuciando más su alma.
Alejó
el brazo izquierdo y lo extendió frente al muchacho, exponiendo a su vista el
tatuaje de siete dígitos.
Karl
alzó las cejas demostrando su ignorancia. “¿Se tatuarán las sirenas?, ¿será
algún número para identificarlas?”, no conocía de aquellos seres más que las
historias de su abuelo, pero aquel tatuaje lo tenía intrigado.
Se
giró mostrando el hombro a la mujer. En este aparecía la figura de una hermosa
mujer, desnuda de cintura hacia arriba y con una larga y plateada cola en vez
de piernas.
Indicó
con su pulgar en dirección al tatuaje de vivos colores y luego extendió el
índice apuntando a Judith, la cual negó con la cabeza.
—Judía
–apuntó señalando a su propio tatuaje, mucho menos bonito que el del hombre,
pero ante todo humillante. La Ley impedía entrar en el paraíso con la piel
marcada y ella repudiaba aquellos números como el insulto que eran.
—¿Judía?
–preguntó él más sorprendido que enojado. Su mermaid se acababa de convertir en
una mujer de carne y hueso. Tomó con su mano el brazo tatuado y lo examinó con
detenimiento.
Judit
había escuchado aquella palabra, durante los últimos cuatro años, en los más
repugnantes e insultantes tonos. Asintió lentamente, conteniendo la respiración
y apretando más el brazo contra sus pechos.
—¿Los
judíos os numeráis?
Aquella
palabra la desconcertó. No sabía si aquel joven se estaba riendo de ella o era
un completo ignorante.
—Es
el número de presa. Estaba esclavizada en un campo de concentración.
Karl
rio sonoramente con voz de barítono.
—Vamos,
vamos, trabajar para la grandeza del Reich no es ser esclava. Los judíos sois
muy exagerados.
Estaba
perpleja, aquel muchacho aparentaba no saber nada de lo que los nazis le
estaban haciendo a su pueblo. Se preguntó si aquello podía ser verdad,
¿ignorarían los ciudadanos las atrocidades de que era objeto su gente?
—Nos
pegan, nos matan a golpes y de hambre, nos disparan si no trabajamos rápido y a
las mujeres nos violan.
—No
creo que os violen, servís a los soldados en sus necesidades, pero eso es
bueno. –Repetía las enseñanzas que le habían inculcado como si fuera un
autómata.
Karl miró a su alrededor, sin despegar una mano
de la muñeca y la otra de la suave piel de la mejilla femenina. La niebla había
ascendido y se podían ver trozos del acorazado flotando aquí y allá, junto al
cadáver de algún compañero de tripulación.
Que
él supiera, ningún prisionero viajaba a bordo y aquella barca no era una de las
reglamentarias en el buque.
—¿De
dónde has salido? –preguntó moviendo su mano en un lento descenso hasta
acariciar el cuello palpitante.
Judit
negó con la cabeza, expresando que no tenía intención de contar nada más. Cada
vez tenía más miedo y su piel se erizaba al contacto de la mano masculina.
La
cercanía de la muerte, su frustración por irse de este mundo sin haber estado
con una mujer y la visión de Judit sobre la barca girada, le tenían en un
estado ilusorio en el que nada importaba salvo aquel cuerpo. Qué más daba que
fuera judía, había escuchado a muchos compañeros contar cómo los satisfacían y
por lo que le habían descrito, ellas no
parecían haber sido violadas.
Ignoraba
si aquella mujer le serviría como otras muchas lo habían hecho con los soldados
del buque, cuando este arribaba a puerto, pero pensó que no perdía nada por
intentarlo.
Bajó
la mano situándola sobre el pecho femenino, a escasos milímetros de llegar a
tocar la piel. Continuaban estando cubiertas por el brazo que se cruzaba
delante de ellas, pero tan solo una quedaba oculta tras la mano, mientras de la
otra se podía ver más de media areola; objeto de todos los deseos del muchacho.
Aquel
gesto había dejado paralizada a Judit. ¿Qué quería?, ¿por qué volvía a mirarle
de forma suplicante?, ¿la deseaba a ella?,
¿allí?, ¿en aquel momento? Su corazón comenzó a latir alocadamente, sintió
miedo, incredulidad, incertidumbre… Aquel muchacho no podía ser como su
demonio.
Tuvo
que desproteger sus tetas para agarrar la mano de Karl y desviarla hasta
posarla entre ellas, sobre su pecho. Había llegado el momento de suplicar.
—No…,
no daño… —pidió en su precario alemán mientras sus senos, ahora libres, se
balanceaban a causa de la respiración alterada.
Aquella
palabra, penetró en la abotargada mente del joven como momentos antes lo habían
hecho las bombas soviéticas en el casco del acorazado o como el tatuaje había
despejado al ser mitológico convirtiéndolo en una mujer.
—¿Hacerte
daño?, no, solo quería tocarte… Eres muy guapa…
Sabía
lo que él quería, pero no lo había rescatado para dejarse violar, tampoco lo
satisfaría obligada como con su demonio, ahora era una mujer libre, náufrago
sobre una barca vuelta del revés, pero libre.
Al
menos parecía no ser un bruto que tomaba lo que deseaba sin importarle nada
más. Der Kommandant jamás le había
dicho nada halagador. Desde la última vez que alguien la piropeara, habían
pasado cuatro años. El recuerdo de David volvió a su mente, no sabía nada de
él, si vivía o si seguía en Letonia, le parecía mentira que pudiera pensar en
él con tanta calma.
—Guapa,
no, fea –intentó explicar ella liberando el brazo tatuado y tomando un mechón
de su propio cabello. Durante el último año se había podido peinar y lavar el
pelo a diario, había tenido aguas de colonia y ropas bonitas, pero jamás
recibió una mirada como la de aquel muchacho. Por primera vez en mucho tiempo,
se sintió persona; no era un mueble más, no era una mascota como el mastín que
siempre acompañaba a su demonio, no era un gusano aplastado bajo la suela de la
bota.
El
joven con su mano entre los pechos femeninos, podía rozar la suave piel de las
tetas cuando Judit respiraba. Quiso apoderarse de aquella carne pero su férrea
educación se lo impidió, no forzaría a una mujer por muy judía que fuera,
aunque pensaba que tenía derecho a tomarla, prefería que ella se lo ofreciera.
Lo
que no pudo evitar es que sus pupilas se clavasen en aquellos pechos desnudos
de oscuras areolas y pezones enhiestos. Judit tuvo la intención de cubrirse con
el brazo libre, pero él lo detuvo sin esfuerzo y continuó observando
detalladamente el rítmico movimiento de los senos mientras entreabría la boca.
<Había
sentido, en multitud de ocasiones, unos ojos clavados en sus tetas desnudas,
pero inexplicablemente se estaba poniendo nerviosa con las miradas del
muchacho. Las mejillas le ardían y la mano que tenía entre sus pechos hacía que
su piel quemara como si fuera un ascua al rojo.
Su
demonio había hecho que se encendiera de ira, pero el calor que sentía en aquel
instante era algo muy diferente.
Cuando el brazo se movió, todo el cuerpo de la
mujer tembló, hasta que desconcertada, observó cómo el muchacho agarraba su
blusón gris y poniéndose en pie, se acercaba hasta la orza extendiéndolo para
que se secase.
Pudo
apreciar que la escueta ropa que vestía se pegaba a su cuerpo remarcando toda
su lozana musculatura.
Karl
quería actuar adecuadamente, estaba por primera vez en su vida junto a una
mujer bonita y temía hacer algo que fuese inadecuado. Mientras extendía la
camisola del campo de concentración, pensó en la procedencia de la que había
creído una mermaid.
“Posiblemente
se habrá escapado junto a más personas, mínimo dos más para gobernar la barca”,
reflexionó midiendo con la vista el alto y ancho de la orza emplomada, que era
la única oportunidad de volver a navegar. “Pero, ¿dónde ir?”, se preguntó
comenzando a sentir un miedo diferente.
Si
volvía hacia las costas bálticas que estaban más cerca, posiblemente le
condecorasen y la judía terminaría de nuevo en un campo de concentración, si
era cierto lo que le había contado. Si por el contrario navegaba hacia el
norte, podrían formarle un consejo de guerra, si eran capturados. Giró la vista
hacia la mujer y se extasió en la contemplación de la piel que era bañada por
los primeros rayos de sol. No, definitivamente no tenía valor para tomarla a la
fuerza, pero lo deseaba tanto…
Judit
observó las maniobras del joven, sintiéndose cada vez más tranquila con aquella
actitud. Percibía cómo la tela de sus pantalones y de sus bragas empapaba su
entrepierna incomodándola. Debía desnudarse por completo, sabía que pasaría
mucha vergüenza, pero necesitaba que su ropa se secase.
Con
un arranque de confianza, llevó las manos a la cinturilla del pantalón y tras
un saltito del trasero, comenzó a deslizar la mojada prenda por sus muslos.
Sabía que las bragas estaban sucias, lo que la avergonzó, pero no era momento
para remilgos. Con el rostro acalorado por el rubor, comenzó a quitárselas,
tras lo cual apretó con fuerza los muslos para no exponer más su vulnerable
anatomía.
Karl
dio unos pasos hacia la mano que extendida le ofrecía la húmeda ropa. Sus pasos
fueron ralentizándose a medida que sus ojos devoraban cada curva y cada pliegue
del cuerpo completamente desnudo de Judit. Era la visión más maravillosa que
jamás hubiera tenido al alcance de su mano.
Púdicamente,
ella se tapaba los pechos con el brazo libre mientras que sus piernas muy
juntas y flexionadas intentaban ocultar su entrepierna al joven, pero no
impedían mostrar la redondez de su culo.
Karl
clavó la mirada en aquella gruta que se entreveía tras los talones de la mujer,
aquellas sombras, oscurecidas por las rotundas nalgas que brillaban a la luz
del sol naciente, atraían toda su atención.
Quería
ver más allá, explorar aquella negrura, tocar con sus dedos aquella piel tan
bien resguardada, sentir las zonas más privadas de una mujer.
Judit
comenzó a sudar a pesar del aire frío que mordía su piel. Aquella inspección la
estaba poniendo muy nerviosa, se sentía mucho más desnuda de lo que estaba bajo
la escrutadora mirada del joven, pero algo en el fondo de aquellos iris azules,
le infundía cierta tranquilidad, que nunca había sentido con su demonio.
Sabía
reconocer el deseo en los ojos de un hombre, pero también la lujuria y la
determinación y no las vio en aquella mirada de inocente adoración, no, en
aquel rostro no había ni rastro de der kommandant.
Le
dio la ropa y no pudo evitar un respingo cuando sus dedos se rozaron. Bajó la
vista avergonzada y se encontró frente a un enorme abultamiento en los calzones
del muchacho.
Se
sonrojó aún más y apartó la vista. Él, lejos de sentirse azorado, experimentó
un extraño orgullo por la reacción que había provocado su virilidad. El cuerpo
de ella había logrado excitarle aun en aquellas circunstancias y pensó, que tal
vez su propio cuerpo podría despertar sensaciones similares en la guapa mujer.
Anduvo
muy erguido hasta la aleta dorsal de la quilla y extendió las prendas asexuadas
que no hacían honor al cuerpo de Judit. Se entretuvo más de la cuenta mientras
acumulaba fuerzas para dar el siguiente paso. Pensarlo y hacerlo eran dos
cuestiones muy diferentes.
La
ropa estaba perfectamente colocada y no tuvo más escusas para alargar el
momento. Se había sentido muy seguro en el instante en que ella se sonrojó,
pero quitarse la ropa ahora parecía una prueba difícil de superar con cierta
dignidad, más si tenía en cuenta la erección que ocultaban sus calzones.
Se
quitó la camiseta de tirantes y la extendió junto al pijama gris de Judit, más
tarde, con la boca reseca por la sal y los nervios, introdujo los pulgares por
el elástico de la ropa interior y la deslizó piernas abajo, sintiendo un nudo
en el estómago.
No
sabía si debía taparse la entrepierna con las manos al girarse o mostrar su
verga cimbreante como si no tuviera la mayor importancia. Deseaba a aquella
mujer pero pensaba que cualquier iniciativa por su parte sería un completo
fracaso. Había cometido un error al no tomarla por la fuerza y en ese instante
dudaba ser capaz de conquistarla a las buenas.
Abochornado
por su falta de decisión, se dejó caer con la espalda apoyada en la orza y
flexionó las piernas como lo hacía Judit en uno de los extremos de la quilla.
Sentía
la rigidez de su miembro y las ansias de este por pasar a la acción, pero era
incapaz de mirar a la mujer desnuda que se encontraba a escasos tres metros de
él.
Ella
se sentía tremendamente confundida, comprendía que la mejor opción era la de
desnudarse hasta que las ropas estuvieran secas, pero tener a aquel joven, con
aquella erección, tan cerca, hacía que el rubor cubriera sus mejillas y que por
su espalda, sintiera un cosquilleo incómodo. Su demonio había exhibido su
miembro como si fuese algo a lo que adorar y ante lo que postrarse.
—Gracias
–dijo ella, más por romper el silencio que porque realmente estuviera
agradecida al joven por extender su ropa.
Él
la miró y apretó más los muslos para ocultar su enhiesta verga, el tenue sol
iluminaba el cuerpo de ella, magnificando sus curvas entre el juego de luces y
de sombras.
—¿Frío?
–preguntó Judit, en su escaso alemán, al
ver el escalofrío que recorrió el cuerpo del muchacho.
—Yo…
yo nunca he estado tan cerca de una mujer desnuda y tienes un cuerpo muy
bonito. –Karl era levemente consciente de que ella no dominaba bien su idioma,
pero aun así necesitaba hablar de cualquier cosa para controlar las ganas que
sentía de abalanzarse sobre ella—. He estado mucho tiempo en el agua, yo
también tengo mucho frío y estoy agotado. Cuando descanse, intentaremos darle
la vuelta a la barca.
Karl
había pensado en aquella posibilidad desde un principio, pero la maniobra
requeriría de bucear para soltar todos los cabos de la vela y luego ejercer
mucha fuerza sobre la orza que era la única manera de devolver la verticalidad
al barquito. Necesitarían el impulso combinado de los dos y aun así, no tenía
claro que lo lograran.
Casi
dio un salto cuando sintió el cuerpo de Judit junto al suyo. Las caderas se
rozaron y un estremecimiento recorrió el cuerpo del joven que miró embobado a
los ojos de la mujer.
Judit
se preguntaba por qué aquel joven no se había abalanzado sobre ella. Su deseo
era patente, pero sorprendentemente se había sabido controlar. Karl tensaba
todos los músculos de su cuerpo para dominar las ansias por tomar a la judía
entre sus brazos, haciéndole lo que había visto hacer a sus compañeros.
Tras
un año completo siendo la furcia de un demonio, no tenía reparos en seducirlo
si con ello lograba que la llevase a Suecia, pero estaba agotada mental y
físicamente.
Estuvo
pensando en aquella posibilidad para sobrevivir a aquel nazi, pero la inocencia
con la que había ocultado su virilidad, en el fondo, la halagó. Había provocado
aquella dureza y el muchacho había tenido el decoro y la delicadeza de
ocultarla para no sonrojarla aún más. “Sí, creo que se trata de un buen chico,
nazi, pero no desea mi mal”, se dijo observando la mirada perdida del joven.
Ambos
temblaban de frío, pero también de nervios e incertidumbre.
Karl
se deleitaba sintiendo la cadera femenina contra la suya, rozando el hombro con
su brazo y oliendo aquel perfume a mar y a algo indefinible.
Judit
se debatía entre abrazarse al muchacho y seducirlo, pero cierta vergüenza le impedía
cualquiera de las dos opciones. No podía recurrir a aquello que había
despreciado con todo su alma y tampoco se sentía a gusto recibiendo consuelo de
un nazi. La temperatura de la piel que estaba en contacto había ascendido y
sabía que era la mejor solución hasta que las ropas estuvieran secas, pero con
aquella erección, que ahora podía ver de reojo, no sabía qué reacción
despertaría en el alemán si lo abrazaba.
Karl
sintió cómo una mano temblorosa asía su muñeca, moviendo su brazo torpemente
hasta que descansó sobre los hombros de la mujer. Involuntariamente, su
entrepierna dio un respingo cuando su palma descansó sobre el hombro femenino.
—Mucho
frío –dijo Judit a modo de escusa, pasando su brazo alrededor de la cintura de
Karl.
Estaba
completamente extasiado. Aunque ella seguía cubriendo sus pechos con el brazo
que no lo rodeaba, tenía al alcance de su mano apoderarse de una de esas tetas
turgentes que había visto bambolearse.
Judit
apoyó la cabeza en el hombro y comenzó a frotar la espalda del joven con lentas
pasadas. Había temido dar aquel paso, pero ahora que se sentía reconfortada
entre los brazos masculinos se alegró de haber dejado a un lado sus miedos, el
calor que emanaba del lozano cuerpo era una auténtica bendición para sus
ateridos músculos. Solo esperaba que él interpretase correctamente sus friegas.
Así
fue, la mano que descansaba sobre su hombro, comenzó torpemente a acariciar
todo su costado, desde arriba hasta llegar a la cadera y vuelta a empezar.
El
calor que se aportaban era escaso, pero se sentían más consolados juntos. Karl
alternaba entre disfrutar del momento de quietud y concentrarse en las yemas de
sus dedos, que intentaban rozar el lateral del pecho de la mujer de manera
delicada, cuestión que él creía hacer con disimulo, pero que ella advirtió.
Con delicadeza, liberó sus pechos que cayeron
libres y tomando con la suya la mano del joven, la retrasó hasta que la volvió
a colocar entre su costado y su espalda. Tuvo miedo de que aquella acción
enfadara al soldado, pero si realmente era tan honesto como parecía, sabría
atender su solicitud velada.
El
seno más cercano se abrió apoyándose contra el costado de Karl. Apreció la
morbidez de la carne y el tenue roce del erizado pezón contra su piel y creyó estallar.
Se mordió con fuerza los labios mientras ella volvía a rodear el pecho con su
mano, alejándole de tan maravilloso placer.
Con
el poco autocontrol que mantenía, se levantó enérgicamente y anduvo hasta el
final de la embarcación a grandes zancadas.
Ella
miró atónita la espalda del joven y, más tarde, los movimientos frenéticos de
su brazo derecho. No fueron más de unos segundos, en los que decenas de
pensamientos se agolparon en su mente. Se sorprendió por la rectitud y respeto
del muchacho, agradeció al Señor por que
no hubiera puesto un degenerado en su camino y una cierta coquetería femenina
la hizo sentirse orgullosa del efecto que había logrado en un joven.
Observó
fijamente el miembro semierecto, mientras él volvía sobre sus pasos. No apartó
la mirada, no se sintió avergonzada, aquella muestra de respeto le había
llegado al fondo de su corazón. Nunca se hubiera imaginado que en aquella
situación, no terminase violada a capricho del alemán y la sorpresa la concilió
temporalmente con el ser humano.
Karl
tomó asiento junto a ella y, mucho más calmado, la volvió a rodear con un
brazo, pero ella no volvió a apoyar la cabeza sobre su hombro. Miraba fijamente
al rostro, a esos ojos que se negaban a girarse en su dirección, a aquella
mandíbula firme, que se apretaba intensamente.
Debía
agradecerle la entereza con la que se había comportado, tenía que trasmitirle,
en su precario alemán, que era el hombre más caballeroso y atento que había
conocido.
Primero
fue la mano, que indecisa acarició su torso hasta rodearlo también por delante;
luego aquellas dos jugosas tetas que se aplastaron contra su costado y más
tarde aquellos labios resecos y a un mismo tiempo húmedos que le dieron un
ligero beso en la mejilla.
—Gracias…
—Habría querido decir muchas cosas, pero en aquel momento las emociones la
dominaron.
Karl
giró el rostro lentamente y averiguó el porqué de la humedad de aquellos labios
resecos por el agua salada. Las lágrimas caían lentamente por aquel rostro
agotado pero bello. Antes de que se ocultara en su propio hombro, pudo ver los
vidriosos ojos de la mujer.
Karl
no comprendía nada, se había contenido al máximo para no tomarla a la fuerza,
incluso se había aliviado en solitario, todo para que ella ahora llorase
triste, pero le había dado las gracias y eso aún lo desconcertaba más.
Tomando una decisión se inclinó, no sin
cierto temor, y pasó un brazo por debajo de sus rodillas. Como si no pesase, la
alzó colocándola sobre su regazo y la abrazó con fuerza, sintiendo todas y cada
una de sus curvas.
Nunca
hubiera pensado que era aquello lo que necesitaba de un nazi, pero cuando los
dos brazos la rodearon, permitió que su mente se desconectase de su cuerpo y
tan solo se dejó acunar como una niña.
Él
no se podía contener durante más tiempo y había decidido que si lo que la mujer
necesitaba era consuelo se lo daría, pero al menos la acariciaría a placer.
Tras
su masturbación, había imaginado que sería sencillo mantener alejados los
pensamientos libidinosos, pero su carne era joven y su mente obstinada. Las
desnudas tetas contra su pecho, las rotundas nalgas que rozaban su entrepierna,
todo unido volvió a encender su mecha.
Al
principio, ella la intuyó, pero enseguida estuvo segura de qué era lo que
presionaba por debajo de su muslo. Más reconfortada por el abrazo que temerosa
por la erección, fue cayendo en un sopor y, finalmente, se abandonó al sueño.
Karl
sintió la rítmica respiración en su cuello y se atrevió a desviar la vista del
mar, donde miraba sin ver los fragmentos de la que había sido su casa los
últimos años, que flotaban a la deriva junto al bote.
Con
delicadeza apartó el pelo del rostro de la mujer y contempló por largo rato la
paz de aquellas delicadas facciones. Acarició la mejilla atemorizado porque se
pudiera despertar y continuó algo más tranquilo hacia el delgado cuello. Si
ella no se enteraba de sus toqueteos, mucho mejor, no deseaba asustarla.
Las
yemas de sus dedos parecían electrificarse al contacto con la suave piel. Una
fuerza invisible los atraía haciendo imposible que dejasen de delinear, como si
se tratase de un ciego, cada curva, cada saliente y cada hendidura que
encontraban a su paso. Siguieron la línea de la clavícula y descendieron por la
axila hasta alcanzar, al fin, el contorno del pecho más libre.
Cuando
las veía en las postales, Le parecían las carnes más deseadas e inalcanzables del
mundo, pero las tenía allí, bajo sus dedos. Su tacto era tierno y firme a un
tiempo y su piel, con el recuerdo de la rodilla de Claudia tan lejano, le
pareció la más delicada que hubiera rozado nunca.
Había
tenido un sueño extraño donde alguien la acariciaba, pero sin necesidad de abrir
los ojos, supo que había ocurrido en la realidad. No se consideraba una mujer
tonta, estaba sobre el regazo de un joven y ambos estaban completamente
desnudos. Además, su alemán, como le llamaba para sí misma, había demostrado
tener las hormonas muy activas.
No,
lo cierto es que lo había temido desde que la mirase con deseo al subir a la
barca, pero aquellos dedos en su pecho estaban despertando sensaciones que no
hubiera imaginado poder sentir en aquella situación y, mucho menos, en brazos
de un nazi. Jamás había sentido algo igual en manos de su demonio.
Se
hizo la dormida y dejó que él continuase, le había demostrado que era un
caballero y tal vez si manifestaba estar despierta, no se atreviese a continuar
con las delicadas caricias, que en aquel instante alcanzaban su pezón.
Se
había endurecido por efecto del agua y del frío, se había ablandado contra el
torso masculino y de nuevo se volvía a erizar, por los dos dedos que lo toqueteaban
como si fuese del más frágil cristal.
Judit
se sorprendió deseando que aquella manaza agarrara toda su teta y la amasara,
pero tuvo que contenerse inspirando con fuerza y aplacando su corazón que
intentaba escapársele por la garganta.
Karl,
ante aquella respiración desacompasada, retiró rápidamente la mano volviendo a
rodear la espalda de la mujer. Su corazón retumbaba con fuerza, tenía miedo de ser
descubierto y vergüenza por haber traicionado la confianza que ella había
depositado en él al dormir en sus brazos. Su verga, por el contrario, le
incitaba a continuar con los toqueteos, avanzando más y más por aquel cuerpo
que le producía escalofríos con solo mirarlo y ahogos con su mero contacto.
Ella
se mordió con fuerza el labio inferior, sabía lo que le ocurría pero se negaba
a admitirlo. Se preguntaba una y otra vez, cómo era posible que su cuerpo la
estuviera traicionando.
Quería
levantarse y alejarse de él, quería que la volviera a acariciar y aún más, que
le agarrara las tetas con pasión, quería hacerse la dormida obviando la difícil
situación y quería incorporarse y enseñarle a aquel niño lo que debía hacer a
una mujer que comenzaba a tener su entrepierna empapada.
Finalmente
dejó que su cuerpo tomase la decisión, se apretó con más fuerza al cuerpo del
alemán y besó su cuello, muy cerca de la oreja, en la que susurró un gracias
muy quedo, jamás hubiera pensado volverse a sentir mujer tras su demonio, pero
aquel niño lo estaba logrando.
Karl
se quedó petrificado, intentando discernir el significado de aquel beso y de
aquellas palabras. ¿Le estaba dando permiso para continuar?, ¿le agradecía que
parara? Con un nudo en el pecho que amenazaba con ahogarlo, su mano acarició el
costado, pero no se detuvo en la cintura. Continuó ascendiendo la suave cresta
de la cadera femenina, se abrió cubriendo gran parte de la nalga y continuó
hasta recorrer toda la longitud del muslo. Había contenido la respiración y aún
lo hacía cuando emprendió el camino de regreso.
Lentamente
disfrutó de la firmeza del muslo, sus dedos delinearon el pliegue donde la
pierna y las nalgas se encuentran y se adentraron ligerísimamente en el valle entre
los glúteos.
Cuando
comenzó a amasar la carne trémula, sintió que el corazón se le iba a salir por
la garganta. “Una señal, dame una señal”, rogó al cielo. “Una respiración, un
movimiento, un gesto que me haga continuar. No me dejes así, déjame seguir
adelante, que no tenga que usar la fuerza, porque la usaré, juro que lo haré”.
Por
fin, tras un segundo beso muy cerca de su oreja, pudo soltar todo el aire que
había estado reteniendo. Su pecho se hinchió de alegría y un cosquilleo ascendió
desde sus ingles hasta el estómago.
Nunca
antes se había sentido tan vivo, tenía una hermosa mujer desnuda sobre su
regazo y le permitía que la tocase. Pensó que aquello debía ser el cielo.
Los
deseos se acumularon en su abotargada cabeza. Quería tocarlo todo, amasarlo,
masajearlo. No se decidía por ninguna zona en especial porque tanto llamaba su
atención, aquellas grandiosas tetas, como el triángulo de vello que adornaba su
pubis.
Judit
besó por tercera vez el cuello masculino y presionó con su muslo la dureza que
desde hacía minutos empujaba hacia arriba.
Aquel
muchacho le había demostrado tantos sentimientos positivos en tan poco tiempo,
que se sintió abrumada, por la calidez de aquel cuerpo, pero mucho más por la
bondad de aquel corazón.
La
podría haber violado sin ningún problema pues era más fuerte, se lo podría
haber exigido y ella no se hubiera negado, podría habérselo pedido de buenos
modales y habría consentido, pues no tenía alternativa, pero con su delicadeza
y su devoción la había conquistado, deseaba demostrarle un poco de la gratitud
que sentía hacia él. Durante un año eterno lo había tenido que hacer todos los
días y a cambio de la humillación, ahora lo haría por consideración.
“No,
Judit, no te engañes”, se dijo. “Es guapo y estás orgullosísima de las
erecciones que le has provocado”.
Apoyándose
en el hombro masculino enderezó el cuerpo y lo miró a los ojos, ojos que
mostraban tanto deseo como cautela.
El
corazón de Karl volvió a retumbar con fuerza cuando la boca se fue acercando.
Contuvo la respiración cuando los labios de Judit se entreabrieron y sintió una
presión insoportable en la verga cuando ambas bocas entraron en contacto.
Los
labios resecos y agrietados dieron paso a las lenguas húmedas y calientes.
Sentir a otra persona dentro de él, quemarse en aquel fuego abrasador, mezclar
las densas salivas… todo le parecía un sueño. Prolongaron el beso hasta que el aire les
faltó pero tan solo se separaron para renovarlo con más brío. Las lenguas
habían comenzado tímidas, tanteándose ligeramente con sus puntas, pero no
tardaron en explorar libres todo el interior. Se chuparon, se lamieron, se
succionaron, no dejando resquicio por atender. Se besaron lenta, rápida, suave
y enérgicamente. El mar salado se sentía en sus bocas con olas que golpeaban
entre sus labios.
Judit
comprendió todo lo que no habría podido entender en palabras. La lengua de Karl
le habló de inexperiencia, de timidez, del deseo que le consumía y del temor
que le frenaba.
Se
olvidaron del mar, de los trozos del buque de guerra que salpicaban la
superficie, del frío, de la humedad, no, de la humedad de sus bocas eran muy
conscientes. Ambas lenguas bailaban sin cesar en una danza cálida y tan húmeda
como comenzaba a estar la entrepierna de Judit.
Se
separaron para volver a respirar y ella aprovechó para variar el rumbo,
comenzando a lamer y succionar el mentón del joven. De ahí descendió al cuello
mientras sus manos acariciaban cada milímetro de la piel de la espalda,
palpando la fuerte musculatura.
Karl
no sabía qué hacer, sus manos se habían quedado paralizadas, una sobre la
espalda y otra agarrando una nalga. Solo podía respirar, respirar y sentir cómo
latían sus dos corazones, uno en su pecho y otro entre sus piernas.
Judit
continuó descendiendo, besaba el torso masculino alternando entre cortos besos
cariñosos y profundos lametones lujuriosos.
Aunque
él era mucho más alto, no podía alcanzar sus pezones sin doblarse en exceso.
Bajó de las rodillas de Karl y algo durísimo rozó su muslo para ir a golpear
contra el vientre masculino.
Toda
intención de continuar besando el pectoral del muchacho se desvaneció cuando
contempló el fruto de sus caricias. Aquella verga gruesa y venosa la llamaba
con insistencia, como si fueran polos opuestos de un imán.
Posó
un dedo sobre la piel del prepucio, acariciándola con curiosidad. Era cálida y
suave, tremendamente suave. Recorrió toda la longitud con la yema de sus dedos,
percibiendo bajo ellos, el pulso de la sangre que la hinchaba y la ponía tan
dura como el acero.
Tras
los abusos de su demonio, se había resignado a las pollas con prepucio, pero en
aquel momento, ni siquiera aquella piel le supuso un problema.
La
tocó como si se tratase de la primera verga que tocaba en su vida. Una sonrisa
traviesa se dibujó en sus labios al rodearla con sus dedos y comprobar la
firmeza y el calor que emanaba de todo el tallo. “Sí, Judit, esto lo has
logrado tú solita, aún eres una mujer atractiva”, se dijo sintiendo un
cosquilleo en el estómago que descendía hasta colarse entre sus inflamados
labios mayores. “No eres un objeto que se usa sin más, no eres una oruga bajo
la bota de der kommandant, no, eres
una mujer” atractiva.
Con
un movimiento coqueto, se acomodó la larga melena sobre un hombro y sonrió
pícaramente; descendió lentamente hacia el faro que guiaba su rumbo.
Karl
sintió cómo la mano tiraba de la piel dejando el glande desprotegido por poco
tiempo, pues unos labios lo devoraron de inmediato. Su mente fluctuaba entre la
razón y el delirio, aquello no podía ser tan solo una boca, las miles de
sensaciones que despertaba en su miembro no podían ser obra de una mujer común.
No sería una sirena, pero hacía cosas aún más fantásticas, que el más
fantástico ser de la mitología.
No
sabía qué hacer, ¿debía continuar quieto?, ¿sería buena idea acariciarle la
cabeza?, ¿gritar?, ¿morderse los puños?
Los
sonidos de succión que llegaban hasta sus oídos, la imagen de la mejilla
abultada por la presión de su rabo y aquel calor que se extendía desde su
glande hasta sus ingles, lo tenían petrificado.
Judit
liberó el capullo del abrazo de sus labios y sacó la lengua, lamiendo
repetidamente la corona del prepucio y el frenillo. Sentía como la verga cabeceaba
satisfecha, lo que la henchía de vanidad. Era un sentimiento egoísta pero la estaba
haciendo sentirse feliz, por primera vez en los últimos cuatro años sentía que
hacía algo bien y por su propia voluntad.
Completamente
decidida a continuar hasta el final, volvió a envolver el glande con sus labios
y succionó suave y constantemente, provocando nuevos movimientos espasmódicos del
miembro. Había tenido sus dudas al ver que no estaba circuncidado, pero al
contrario que la polla de su demonio, aquella estaba limpia y sabía bien, a
mar, a sal. Los cabeceos se intensificaron y sintió cómo toda la polla se
hinchaba antes de que la primera leche llegase a su lengua.
Abrió
los ojos mientras acomodaba la gran cantidad de semen en su boca, viendo cómo
Karl cerraba los ojos y las mandíbulas con fuerza, mientras todo su cuerpo
temblaba de pies a cabeza. Pensó que el semen le sabía a mar, a libertad.
Mientras
pensaba qué hacer con la leche de su boca, recordó la primera vez que chupó la
polla de un alemán. Una noche, en los barracones, había mirado con la boca
abierta cómo varios soldados se llevaban a una compañera. Uno de ellos decidió cerrársela
con su verga, durante lo que le parecieron horas. Ella no había chupado nada,
ni siquiera había tenido que mover la boca, simplemente se la follaron hasta
que apunto de vomitar, le llenaron la boca de semen. El guardia se marchó riendo
y ella escupió aquella porquería en un rincón, mientras lloraba desconsolada.
Decidió
tragarla, aquella sustancia había sido fruto, si no del amor, al menos del
cariño y del respeto. Era salada, pero sobre todo cálida, como los brazos que
la habían arropado, como las manos que la habían acariciado. Satisfecha por su
decisión, lamió sus labios en búsqueda de algún resto, sin agua que beber, no
había que desperdiciar ningún método de hidratación, aunque en el fondo sabía
que lo hacía por coquetería, pues se había ido sintiendo más traviesa a medida
que la excitación del joven se incrementaba.
La
polla comenzaba a menguar y la respiración de Karl a normalizarse. Judit se
abrazó a los fuertes muslos y reclinó la cabeza hasta tenerla junto a la ingle.
Frente a sus ojos tenía el orgullo del muchacho que ahora se mostraba más
humilde, a su nariz llegaba el olor acre del semen, del que también guardaba el
sabor en el fondo de la boca.
Los
fuertes dedos del joven comenzaron a desenredar la cabellera de Judit, logrando
que se sintiera cada vez más cómoda y relajada. Continuaba preguntándose, cómo
podía estar tan a gusto con un alemán, pero había sufrido el prejuicio por su
origen y tampoco todos los judíos eran iguales.
Corderitos
les llamaban, posiblemente aquel guardián de la valla también lo pensase antes
de que ella le clavase el cuchillo de der
kommandant en el cuello.
Apartó
aquellos pensamientos de su mente y volvió a concentrarse en las piernas que
abrazaba y los dedos que la peinaban.
Deslizó
su mano por la cadera de Karl, acariciando todo su muslo. Jugueteó con sus
vellos, ensortijándolos con la punta de sus dedos. Tal vez todo hubiera terminado
para el muchacho, pero ella continuaba teniendo aquel cosquilleo que la
incitaba a ser traviesa, se sentía mucho más viva de lo que se había sentido en
años y no se iba a echar atrás.
Pasó
la palma por la laxa hombría sintiendo la humedad que aún hacía brillar el
glande, semioculto por la piel.
Sopesó
los testículos, primero uno, luego el otro y para terminar los dos a un tiempo,
lo que hizo que el alemán ronronease como un gatito. Eran grandes, llenaban por
completo su mano, pero no por ello dejó de manosearlos delicadamente.
Apretó
los muslos excitada al ver como la virilidad crecía lentamente.
Karl
la tomó de los hombros y la colocó a horcajadas sobre sus muslos. La polla, que
estaba cada vez más dura, quedó aprisionada entre los dos pubis.
Judit
podía sentir contra su monte de Venus la palpitante dureza de Karl, mientras
sus lenguas volvían a danzar dentro de sus bocas.
Las
fuertes manos acariciaban su espalda delicadamente, pero no era suficiente para
Judit. Había rebasado la línea del decoro y se sentía con mucha más confianza.
Quería que toda la consideración que le había demostrado el muchacho se tornara
en fuego que inflamara las ascuas que aún ardían en sus entrañas.
Aferró
las manos y las llevó a su culo, incitando al hombre a que amasase sus glúteos
con pasión.
Él
besó el cuello de Judit tras apartarle el pelo a un lado. Ella acomodó sus
caderas hasta lograr que su hinchado clítoris se frotase contra la verga de
Karl.
Sintiendo que la razón la abandonaba, aferró
los cortos cabellos y tiró de la cabeza hasta hundirla entre sus tetas mientras
movía las caderas frenéticamente contra el tallo de la polla.
Con
el rostro enterrado entre aquellos trémulos montes, con sus manos masajeando el
prieto culo, volvió a pensar que todo aquello debía ser algo sobrenatural, no
podía existir algo tan placentero en este mundo. Se alegró de no haber
intentado algo por la fuerza, estaba seguro de que no habría recibido tanto
placer de haberse impuesto como los brutos de sus compañeros.
Giró
la cara e inhaló el salado aroma de aquella piel tan sedosa, lamió y degustó el
sabor de la vida que emanaba por los poros de aquella carne que devoraba.
Su
nariz rozó el duro pezón y sus labios se lanzaron a él cual niño hambriento.
Mamó con delicadeza, lamió con deleite, incluso se atrevió a morder ligeramente
ante los gemidos de la mujer.
Judit
no podía más, toda la tensión vivida durante aquel infierno se la estaba
llevando aquel niño con sus atenciones. Su vulva se frotaba espasmódicamente
con el tronco de la polla y cuando el cosquilleo de sus pezones se transformó
en un tenue dolor, estalló como una bomba que lo arrasase todo, dejándola
completamente vacía.
A
la primera oleada le siguieron otras de menor intensidad que la hacían alternar
entre la laxitud más anímica y la crispación más visceral.
Al
fin cayó derrengada sobre el pecho de Karl y él, con la intuición más animal,
cambió los magreos por delicadas caricias.
Judit,
con el rostro enterrado en el cuello masculino, sentía cómo los pechos se
hinchaban buscando aire y sosiego.
Se
sintió feliz, todo lo feliz que se podía sentir en aquella situación. Unos
brazos fuertes la rodeaban, unas manos delicadas acariciaban su espalda y una
voz profunda susurraba palabras bonitas en su oído. Desconocía el significado,
pero la entonación y la cadencia hacían que se sintiera dichosa por primera vez
en varios años. Su demonio nunca la había abrazado, nunca le había regalado una
caricia, ni mucho menos un susurro, todo habían sido órdenes como ladridos.
Se
había abierto la caja de sus angustias, la caja donde guardaba todo el
sufrimiento acumulado día tras día: los insultos, los golpes, el hambre, el
frío… Se había abierto y se había liberado de un gran peso.
Pensó
ingenuamente que podía volver a volar, con la espalda muy recta y el mentón
alzado. Aquel momento de intimidad había logrado que dejase de arrastrarse como
un gusano , que dejase de ser la oruga bajo la bota de der kommandant.
Con
una eufórica alegría, tomó a Karl por las mejillas y le plantó un beso largo,
más de gratitud que de pasión. Las bocas no se abrieron, las lenguas no se
buscaron, solo labios agrietados y miradas cómplices.
Sintió
la virilidad cabecear entre los vientres y supo que deseaba continuar vaciando
aquella caja. Sabía que jamás llegaría a ver su fondo, pero sacaría de su
interior toda la inmundicia que pudiera y aquel alto rubio era una ayuda
inmejorable, para limpiar la ponzoña con la que su demonio la había ensuciado.
Introdujo
la mano entre los estómagos y buscó a tientas la fuente de calor que presionaba
su pubis.
Alzó
las caderas y con la verga bien aferrada, la dirigió lentamente hacia su
interior, empalándose con lentitud.
Tras
el orgasmo, su humedad no había descendido ni un ápice y el fuego que sentía en
sus entrañas seguía palpitando a la espera de algo con qué extinguirlas.
Si la boca de la mujer le había resultado cálida,
aquella gruta era un verdadero horno; si la lengua sobre su capullo le había
parecido húmeda, las paredes vaginales fueron un lago de aguas termales en las
que le gustaría bucear por siempre.
Judit
llegó al fondo y se alzó para iniciar una lenta cabalgada. Karl la miró
suplicante y la detuvo asiéndola de las caderas. Por nada del mundo permitiría
que le sacasen de aquella gruta tan acogedora.
Comprendiendo
la expresión de su amante, rio por lo bajo y le dio un fugaz beso en los
labios, luego agarró las manos que la detenían y las retrasó hasta que se
apoderaron de su culo.
Karl
apretó los dientes con fuerza cuando sintió la fricción de los primeros
movimientos. No apartaba la mirada de los ojos miel mientras el cuerpo de Judit
ascendía y descendía. Quería memorizar cada sensación, cada roce, cada mirada y
cada segundo de aquella maravillosa experiencia.
La
verga en su interior llenándola por completo la excitaba, pero la mirada de
adoración del joven la enardecía hasta cotas inimaginables. Deseaba comérselo a
besos, hacerle disfrutar como jamás lo haría ninguna otra mujer, aquel muchacho
le había devuelto algo que nunca habría pensado que pudiera recuperar tras el
último año y la visión de sus ojos era cuanto necesitaba para inflamar su
libido y hacer palpitar su intimidad.
Aceleró
las penetraciones pasando a un galope ligero. Sonrió al ver que el muchacho
abandonaba sus ojos, como objetivo, y se fijaba en el bamboleo de sus tetas.
Le
encantaba cada una de sus expresiones, la adoración, la lujuria. Completamente
desmelenada quiso exhibirse más aún.
Separó
las palmas de los hombros masculinos y las llevó tras su nuca entrelazando los
dedos. Apoyada tan solo con las rodillas, arqueó la espalda mostrando el vaivén
de sus pechos, ahora más altos y orgullosos.
Karl
agarró con fuerza el culo y la ayudó en los ascensos, sin perder detalle del
movimiento hipnótico de las tetas.
Hubiera
necesitado cuatro manos y cuatro bocas para tocar y paladear todo lo que
deseaba, pero tuvo que tomar una decisión y fue la derecha la afortunada.
Se
amorró al pezón sintiendo en la lengua la dureza. Era rugoso y suave a un tiempo,
era duro y tierno a la vez, era algo maravilloso tenerlo entre sus labios,
mientras su rabo se frotaba constantemente con las húmedas paredes del refugio
que lo acogía.
—Muerde…,
muerde un poquito… —pidió Judit en letón.
Karl
no comprendía y siguió deleitándose con el pezón entre sus labios y su lengua,
pero la excitación iba en aumento y el control se perdía rápidamente.
Succionó
introduciéndose cuanta carne pudo en la boca, la sensación de tener media teta
entre sus fauces despertó su instinto más caníbal, pero logró contenerse
mínimamente. Su lengua jugueteó con el pezón lamiéndolo con la punta en lentos
círculos que recorrían toda la areola en una cerrada espiral que terminaba en
la durísima punta. Finalmente, cumplió el deseo de Judit, había acariciado el
pezón con sus labios, con su lengua, pero todo era insuficiente para aquel
botoncito al que su boca se había fusionado. Rozó la erizada piel con los
dientes mordisqueando tímidamente la
areola y luego su punta.
Judit
lo sintió llegar y no quiso esperar, fue a su encuentro acelerando el ritmo y
volviendo a apoyarse en los hombros de Karl.
El
ritmo era salvaje, sudaba y jadeaba como una yegua a galope tendido, mientras
sus nalgas golpeaban una y otra vez contra los muslos del muchacho y sus tetas
brincaban descontroladas. Nada le importaba, nada salvo dejar atrás, muy atrás
a la vieja Judit, a la oruga que había escapado de debajo de la bota y abría
sus alas convertida en mariposa.
Gritó,
gritó con todas sus fuerzas. De lo más profundo de su ser brotó un alarido
liberador y lloró mientras el gozo y la plenitud la invadían desde la punta de
los pies hasta la cabeza.
Cabalgó
sin saber dónde quería llegar, tan solo deseaba continuar hasta caer agotada,
agotada por el placer, que levantaba un muro infranqueable para que no la
alcanzase el demonio que había dejado atrás y que jamás la había hecho
disfrutar. Follar y follar hasta olvidar, correrse una y otra vez hasta que su
cuerpo no recordase los golpes y abusos, clavarse hasta el fondo de sus
entrañas aquella polla dura hasta que el mundo volviese a aquietarse de su
atroz locura.
Karl
gruñó acompañando el pandemónium de sollozos y risas nerviosas de Judit. Se
corrió pensando que toda la vida salía por su verga. Las fuerzas le abandonaban
y una placentera laxitud se apoderó rápidamente de todo su cuerpo.
Sudorosos
y agotados, se abrazaron de nuevo, Judit con el rostro enterrado en aquel hueco
que comenzaba a hacérsele familiar y Karl acariciando aquella espalda ahora
bañada por el sol y el sudor.
Los
flujos y el semen llenaban por completo a Judit, pero jamás se le hubiera
pasado por la cabeza desacoplarse de aquella estaca que más que penetrarla, la
abrazaba desde el interior de su vagina.
Comenzó
a menguar a pesar de la concentración de Karl por retrasar el momento. Ella
hubiera querido decirle que no pasaba nada, que no era importante, pero a
medida que el roce iba disminuyendo una sensación de vacío indescriptible se
alojó en su pecho. Aquella polla había sido su conexión con la vida verdadera y
temía volver a la oscuridad si salía de su interior.
-*-
Karl,
apoyado en un codo, acariciaba con la mano libre el pecho de Judit mientras
susurraba palabras que a ella le parecían preciosas aunque desconociera su
significado.
El
frío del anochecer erizó su piel y se abrazó al hombre que la cubrió con su
cuerpo en el hueco entre dos bancos.
Girar
la barca les había llevado gran parte del día. Colgados de la orza habían
logrado ponerla en posición horizontal en un par de ocasiones, pero habían
caído al mar sin lograr que la aleta dorsal se hundiera junto a ellos.
Judit
había temido morir la primera vez que cayeron al mar, pero Karl, atento a sus
necesidades, la había sujetado antes de que pudiera llegar a tragar agua.
Al
fin lo consiguieron cuando pensaban que sería imposible. Una ola, como enviada
por el Señor o por una mermaid, había dado el último empujón necesario y el
bote de vela pasó de estar horizontal a colocarse de modo vertical mientras
ellos observaban el giro flotando torpemente en el agua.
Una
vez colocados todos los cabos y con la vela flameando, elegir el rumbo fue
sencillo. Karl temía el consejo de guerra por deserción, pero más temía perder
a su sirena. No podría volverse a embarcar, volver a empuñar un fusil, sabiendo
que Judit, de la cual ahora conocía su nombre, estaba lejos de él.
-*-
El
juego de luces del ocaso se pintó en el oeste mientras Judit descansaba su
cabeza sobre el pecho de Karl tras haberse amado de nuevo.
Varios
metros por debajo de la parte más profunda del bote, la línea de minas
submarinas les permitió el paso sin causarles ningún contratiempo. Si todo
continuaba así, en dos noches podrían dormir en una de las islas suecas.
Judit
besó la boca de su amante antes de que el sueño la alcanzase, acunada por el
vaivén de las olas y protegida por sus fuertes brazos, en aquel momento, el
recuerdo de su demonio iba quedando cada vez más lejano, en breve volvería a
ser libre.
En
medio del oscuro Báltico, un pequeño punto de luz amarillenta iluminó la noche
a su alrededor. Cuando no hay nadie que pueda escuchar, posiblemente una
explosión no haga ruido; cuando nadie
mira en una dirección determinada, no se puede ver una bola de fuego sobre la
superficie del mar. La mina que flotaba a la deriva puso el broche final a una
historia de pasión y cariño que tal vez nunca ocurrió, pues nadie la recuerda,
pero tal vez el oscuro Báltico guarde en sus profundidades sucesos que los
hombres han olvidado. Tal vez, una mermaid judía socorre a los marineros cuando
se encuentran en peligro, conduciéndoles a un maravilloso mundo de sensaciones
desconocidas para ellos.
2 comentarios:
Lo leí esta mañana. Iba a empezar haciendo un elogio de tu prosa, tan cuidada, hermosa a ramalazos. Después a quejarme (otra vez) de la larguísima escena de sexo, y por último, seguramente arrastrada por la segunda ola de comentarios, iba a comentarte que los "protas" son tan sin sangre como los de "Crepúsculo". Eso ya es casi pasarse, raya el insulto.
Eso fue esta mañana. Pero resulta que esta tarde han puesto en la tele "BillY Elliot, quiero bailar", y me he pegado una importante panzada a llorar. Resultado: Esta mañana estaba más gamberra y esta tarde estoy más sensible que el culito de Mimosin.
Y si hubiera leído el relato esta tarde, se me hubieran caído unos lagrimones como puños con la historia de Judit y el buen corazón de Karl.
Toyal, adonde quiero llegar a parar es que si falta una tilde, falta. Ese es un hecho indiscutible. Pero cuando comentamos la impresión que nos causa un relato, lo que estamos haciendo en realidad es una foto fija de lo que nos produjo el día en que lo leímos condicionados por el estado de ánimo de ese momento. Para hacer un gran relato, creo, debe ser el relato el que sea capaz de cambiarnos el estado de ánimo. A mí, por ejemplo, esta tarde me ha ocurrido con "Billy Elliot".
"La Sirena" no ha llegado a tanto. pero pasé un rato muy bueno de lectura y aprendí un poco más sobre como hay que cuidar un texto para que quede bien, Longino sabe sobre eso, y solo por eso le he puesto un 10.
Me he liado tanto que igual no ha quedado claro, me ha gustado mucho. Felicidades Longino.
Está claro que si este relato no formara parte del ejercicio no lo había terminado de leer. El principio no me ha seducido nada. Sobre todo cuando llega al párrafo:
“No podían ser vistos, lo que era un alivio, pero tampoco podían ver lo que tenían delante con sus sentidos. Con los ojos del alma veían las rocosas costas de Suecia, veían la libertad, veían la esperanza, veían la última oportunidad que les quedaba.”
Que me ha parecido un poquito facilón y con un aire poético que roza lo cursi.
¿Qué pasa? Que me alegro que haya formado parte del ejercicio, porque a pesar de esos primeros párrafos que me han echado un poco para atrás, el relato no tiene desperdicio por ningún lado.
Simplemente esbozaré unos detalles que me han encantado (porque si no, tendrían que pormenorizar el relato entero).
1) El naufragio que es de nota como está descrito.
2) El pasado de ambos esbozados en unas pocas líneas.
3) Como introduces la escena sexual se me ha hecho de lo más inverosímil (y mira que es surreal la situación).
4) Lo real que se me han hecho los personajes.
Podría, como he dicho enumerar más cosas. Pero sería extenderme demasiado. Me has hecho pasar un buen rato (a medias, porque vaya el final, amigo mío). No es de los relatos que más te haya disfrutado, pero me parece buenísimo.
Va directamente a favoritos.
Mi más sincera enhorabuena.
Machi.
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