Los dos hombres estaban sentados en la habitación y uno de ellos habría de morir, aunque ninguno de ellos tenía aún conocimiento de ello.
—¿Y bien? —preguntó Frederick Pole al hombre situado enfrente suyo. El señor Pole aún sostenía un pequeño papel entre sus dedos. Un papel doblado en cuatro partes, en cuyo interior estaba la razón por la que había vuelto a casa de Alexander Piece.
Como el señor Pole no viera ningún gesto en el otro hombre que delatara una respuesta, se levantó de la butaca donde se encontraba y se acercó a él.
El señor Piece alzó la mirada y vio acercarse al señor Pole sin mostrar ningún gesto en su rostro que denotara algún sentimiento. El señor Pole tendría unos treinta y cinco años, calculó el señor Piece. Alto, moreno, de estatura media para el siglo veintidós, tenía un rostro en el que destacaban unas amplias ojeras, de un color a medias entre el gris y el morado. El elegante atuendo que llevaba contrastaba con sus zapatos, muy sucios. Demasiado sucios, sentenció el señor Piece en un pensamiento.
—¿Y bien? —preguntó el señor Pole. Estaba ahora junto al otro hombre, sosteniendo delante de sus ojos la nota desplegada.
El señor Piece cogió la nota, leyó el contenido y luego miró al rostro del otro hombre.
Entre el cúmulo de pensamientos de Alexander Piece, uno de ellos era el que más le atormentaba: “¿Es éste el compañero que habrá de viajar conmigo atrás en el tiempo?”.
Se levantó y se alejó varios metros del señor Pole. De espaldas a él (quizás a espaldas de todo), pidió de nuevo otra vez una narración, tan trágica como incomprensible:
—Dígame, señor Pole, otra vez sus motivos para viajar atrás en el tiempo.
El señor Pole suspiró y miró su cochambroso reloj de pulsera. Un Casio de fabricación ovalada y letras de moldura le miró a través del cristal holográfico. Se dijo para calmarse que no importaba la hora que fuese. No cuando podía volver atrás en el tiempo. Solo restaba convencer al que había creído que sería un científico loco, con una maraña de pelos blancos, saliendo de un cráneo casi pelado en todas direcciones. No había errado demasiado: en efecto, el señor Piece tenía el pelo blanco, pero solo en algunas mechas del cabello, igual que un caballo pinto; el resto del cabello era negro. Y detrás de aquellos anteojos de cristal azulado (¿la moda de llevar anteojos no se había pasado hacía décadas?) una mirada glacial, a juego con el color del vidrio que había delante de ella. Unos ojos que le miraban sin mostrar ninguna emoción, aunque el científico se hubiese levantado y dirigiese esos ojos hacia el abarrotado paisaje urbano a través de la ventana.
—Me llamo Frederick Pole —dijo, dejándose caer sobre la butaca frente a la que antes acogiera al señor Piece—. Puede llamarme Freddy o Fred, ya me da igual perder algo de compostura —. Y se arrellanó en la butaca acomodando la espalda al respaldo y dejando caer los brazos por los laterales del mueble—. Mire, resumiendo…
—No resuma, por favor —solicitó el señor Piece, cortándole—.Es muy importante: como si acabase de llegar e intentase convencerme de viajar con usted.
El señor Pole tuvo que leer de nuevo para sí el contenido de la nota que aún llevaba en la mano para, luego, afirmar con la cabeza y volver a contar todo desde el principio. Cuando se giró hacia el señor Piece, vio que ya no contemplaba la ciudad. Se había dado la vuelta y le miraba, con el ventanal por donde transcurría la vida urbana del siglo veintidós detrás de él. Como si fuese el decorado de un cuadro. Un decorado de gris acero, autopropulsores aéreos, nubes carboníferas y sol diminuto. Cerró los ojos y contó de nuevo su historia.
«Uno, tres, ocho, quince, veintisiete, cuarenta y seis. Y el ocho, también. Ése fue el número, todo sobrevino por cambiar el número. Yo… bueno, nosotros jugábamos a la lotería, ¿sabe? Mi amigo Micey y yo. Éramos amigos desde pequeños. Los dos crecimos soñando con riquezas y mujeres guapas, nacimos al otro lado del muro, ya sabe. Cuando crecimos, nos dimos cuenta que las mujeres guapas solo van tras el dinero, igual que nosotros. Pero el muro marca la vida, usted sabe, y con nuestros trabajos de gente tras el muro jamás podríamos aspirar a tener un capital decente. Por eso decidimos hace algunos años jugar todas las semanas a la lotería. Los números que le he nombrado antes son… eran nuestros números, excepto el siete. El siete es un número maldito, ¿sabe? Muchos dicen que da buena suerte. Yo puedo asegurar lo contrario.
«Antes de ayer fue el sorteo de esta semana. Hoy estamos a domingo, así que fue el viernes. Pues el jueves, justo antes de entregar el boleto en la sucursal virtual de mi comunicador personal, decidí cambiar el ocho por el siete. El siete no, el ocho, elegí el ocho, maldito ocho. No sé por qué lo hice, es algo que aun no entiendo. Pero el caso es que, al día siguiente, salieron nuestros números. Pero el siete era uno de ellos, ¿sabe? No el ocho. El siete. No creo que usted juegue a la lotería, señor Piece, parece rico, no sabrá las reglas. Y vive en la zona noble, seguro que es usted rico. Pero sólo hace falta saber una regla: si no aciertas todos los números, no hay premio. Así de fácil.
«Dos minutos más tarde Micey me llamó al comunicador. Estaba exultante. Reía como un loco. Casi no le entendía cuando hablaba. Supongo que notaría que yo no estaba tan eufórico como él. Le conté lo del siete y el ocho. Siguió riendo, pero su risa era distinta. Al fondo oí a su mujer, que le preguntaba qué pasaba. Micey calló y ella se acercó a su comunicador a la carrera y me gritó qué había hecho. Usó varios insultos que jamás se deberían decir; usted parece todo un caballero, señor Piece, igual que yo, así que no se los mencionaré.
No, pensó el señor Piece, usted no es un caballero.
«Antes de cortar la comunicación, mi amigo Micey me juró que me mataría. Eso fue ayer. Me llamó más tarde y me repitió que esa noche, o sea, ayer, moriría. Detrás se oía a su mujer, que le decía que lo olvidase, que solo era dinero. Mi amigo Micey cortó la comunicación. Cuando volví del trabajo, me estaba esperando en casa, en la cocina. Había forzado la entrada de mi cubículo y me apuntaba con un láser de potencia AA, los de luz verdosa.
«Le expliqué que aún no sabía por qué cambié el siete por el ocho. Gritó mucho. También lloró mucho, todos lloramos mucho. Aproveché un descuido y le arrebaté el arma. Rodamos por el suelo, me rompió varios dientes y yo unas cuantas costillas. Un zumbido resonó. Luego sobrevino un olor a carne descompuesta. Cuando el láser le pulverizó los órganos internos no lo podía creer. Toda una pared de mi cocina tenía adheridos pedazos de su abdomen. Los ojos de mi amigo miraban al techo. Me pareció que sonreía, quizás pensó que el disparo me había alcanzado a mí. Cuando llamó su mujer a su comunicador dejé que sonase sin iniciar la comunicación. Luego oí el mío. Tenía una petición de holo-comunicación y yo estaba cubierto de sangre y trozos de víscera. Rechacé la comunicación.
«Ayer por la noche leí su anuncio en la sección de clasificados del diario virtual. Creo (corríjame si me equivoco) que decía: “Busco compañero para viaje atrás en el tiempo. Se traerán armas propias. No se garantiza la seguridad. Solo lo he hecho una vez”. Contacté con usted y cuando llegué a su residencia, muchos otros estaban esperando antes de mí. Cuando entré la sala contigua, me hizo desnudarme e hice la prueba… Se rio de mí, de todos nosotros. Los del muro somos cándidos, confiados, y ustedes, los nobles, unos desalmados. Hasta que vine hoy. Bueno, el resto ya lo sabe.
—¿Y esa nota, señor Pole? —preguntó el señor Piece.
Frederick la desdobló y volvió a leer su contenido. Al subir la vista, el señor Piece se había vuelvo a sentar frente a él. Había cruzado las piernas y también los brazos. Y mantenía aquella misma mirada fría tras esos anteojos fríos. El señor Pole retomó su relato:
«Cuando volví a mi cubículo ayer, tras la prueba en esta casa, estaba destrozado, ¿sabe? Me hizo cosas que ni a una mujer le consentiría. Pero yo estaba desesperado. Y cuando entré el cubículo, el panorama no fue mejor. La mujer de Micey me estaba esperando en la cocina, junto a los restos de su marido. Se había disparado en la cabeza y la mitad de su cara estaba ahora adherida a la otra pared de la cocina. No era una de esas mujeres guapas, ¿sabe? Pero era una buena mujer. La conocía de toda la vida. Estaba embarazada. Me senté en una silla, junto a ellos y, antes de dispararme, encontré esta nota en mi chaleco. En ella, como ve, está escrito el número siete. No es mi letra, yo no la escribí. Y sé que yo no dejé esa nota en mi chaleco. Obviamente, alguien me ha querido prevenir sobre este número. Y puesto que yo no he sido, alguien me ha introducido esta nota en mi chaleco, no sé cuándo. Usted me mintió: el viaje atrás en el tiempo es posible. Y por eso he vuelto.
—¿Usted lo cree así? —preguntó el señor Piece. Y su puño derecho, oculto bajo el brazo, se contrajo aún más.
—Así lo creo, Alexander Piece. El viaje atrás en el tiempo es posible, y usted y yo vamos a viajar a él para poder avisar a mi yo del pasado para que no cambie el ocho por el siete, ¿sabe?
—Usted no podrá disfrutar del dinero, Frederick Pole. Lo haría su yo del pasado —indicó el señor Piece.
Frederick bajó la vista hacia el papel y luego dirigió su mirada hacia la ventana por donde se podía contemplar el sucio horizonte urbano.
—No le entiendo —dijo.
—Contemple el transcurrir del tiempo como una línea recta, trazada de izquierda a derecha, Frederick. Si volvemos hacia atrás, hacia el pasado, imagine que traza una curva desde un punto de esa línea hacia atrás, hacia la izquierda, hasta el punto del pasado donde quiera llegar. En el pasado coexistirán dos Frederick. Y cuando el Frederick del futuro llegue al punto donde se inició el viaje, de donde surgió esa nueva línea, usted dejará de existir. Quedará el otro Frederick, alguien totalmente distinto a usted.
El señor Pole cruzó su mirada con la del señor Piece, alarmado.
—¿Y lo que yo haga en el pasado tendrá alguna repercusión en la línea recta? ¿Podré cambiar el pasado?
El señor Piece miró sin parpadear al señor Pole y, tras unos segundos, afirmó con la cabeza.
—Lo hará, Frederick. El resultado de sus acciones constituirá una nueva línea recta, distinta de la actual, en tanto en cuanto los cambios que haya hecho sean motivo suficiente para la creación de una nueva línea.
El señor Pole se levantó y caminó hacia la ventana. Miró la nota y luego a los edificios que recortaban el cielo gris, encapotado. Se metió la nota en el bolsillo del chaleco y juntó sus dos manos a la espalda.
—¿Cuántos, de los que respondimos ayer a su anuncio, han vuelto con una prueba del viaje en el tiempo, señor Piece?
—Solo usted.
—Luego usted y yo viajaremos atrás en el tiempo; el papel que le he enseñado lo demuestra.
—Así es.
—Y ahora, paralela a esta línea del tiempo, otra línea temporal puede estar transcurriendo. Una en la que Micey y yo somos ricos. En la que él y su mujer siguen vivos.
—Y también mi mujer —añadió el señor Piece.
El señor Pole se giró y le miró.
—¿Su mujer, señor Piece? ¿Es ése el motivo por el que usted quiere viajar atrás en el tiempo?
Ambos hombres permanecieron en silencio. Al poco rato las gotas de lluvia negra apedrearon el cristal de la ventana del salón. El señor Pole se sobresaltó al escuchar los primeros golpeteos de las gotas; en su cubículo no tenía ventanas, la lluvia solo ensuciaba las residencias de los ricos, como ésta, pensó el señor Pole. Los demás solo sabemos que llueve cuando ascendemos a la superficie.
—Mi mujer fue asesinada en esta misma residencia hace tres días, señor Pole, por un asaltante. No me interesa atrapar al asesino. Solo quiero que mi mujer viva. Y aunque ello implique que jamás pueda disfrutar de su existencia en esta línea temporal porque lo hará otro yo, si tengo la certeza de que es posible en otro futuro, que otro Alexander y otra Martha puedan seguir viviendo juntos, con eso me conformo.
—¿Amaba a su mujer, señor Piece? —preguntó el señor Pole. Imaginaba que esa mujer pertenecería al grupo de las mujeres guapas.
Alexander Piece se levantó de la butaca, caminó hasta situarse frete al señor Pole y le miró fijamente a los ojos.
—Tanto que estoy dispuesto a que otra persona, aunque sea otro yo, disfrute de su amor, señor Pole.
Frederick Pole sonrió y posó su mano sobre el hombro de Alexander Piece.
—Muy bien. Tenemos un viaje por hacer, Alex, ¿sabe? Llámeme Fred, por favor.
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—No comprendo muy bien porqué es así, pero le aseguro que es cierto, Fred.
—Yo tampoco lo comprendo, Alex. De modo que, según me dice, estando en el pasado, la luz aún no nos ha alcanzado y por ello somos invisibles a los ojos de los demás. Pero, sin embargo, mantenemos nuestro cuerpo físico y podemos interactuar con las gentes del pasado. Se me hará raro ¿Nos pueden oír si hablamos?
El señor Piece borró una sonrisa de su cara y miró fijamente al señor Pole, recordando una llamada recibida hacía tres días, mientras su mujer agonizaba.
El señor Pole luchaba por colocarse el traje de plástico celular y amoldarlo a su cuerpo. Se encontraban ambos en el sótano de la residencia, a varios metros bajo tierra. En la sala se encontraba la máquina, ellos, sus armas y las bolsas que contenían su equipo.
Como aún Alexander no había respondido a la pregunta de las voces, Frederick alzó la cabeza y se encontró con la mirada de su compañero de viaje, fija en él.
—Sí, Fred. Nos oirán. Y nos olerán. Y podrán tocarnos. Tenga cuidado y solo cambie aquello que sea necesario para que su vida, o mejor dicho, la de su otro yo, siga el curso que quiere usted.
—Descuide, Alex. Tengo pensado, una vez en el pasado, enviarme un mensaje al comunicador, de modo que cuando llegue el viernes por la noche, cuando vaya a comprar el boleto de lotería, el mensaje aparezca en mi comunicador y me avise de no cambiar el ocho por el siete. ¿Y usted ya ha pensado qué hará, Alex?
Alexander Piece se caló la capucha de plástico alrededor de la cabeza y se ajustó las lentes a los ojos.
—Impedir el asesinato de mi esposa, Fred —dijo—. Recuerde que usted me acompaña para ayudarme. El asesinato ocurrió el jueves, y usted comprará el boleto el viernes…
—Tenemos tiempo para todo, Alex, ya lo sé. Yo le ayudo a cambiar su futuro y usted me permite cambiar el mío. En eso estamos de acuerdo, ¿sabe? Pero escuche: si yo muero en el pasado, habiendo cambiado algo en él antes, ¿servirá para algo lo que he hecho?
—¿Por qué motivo me pregunta eso, Fred? No necesita saberlo, todo irá bien.
El señor Frederick Pole bajó la vista y, tras unos segundos, negó con la cabeza.
—Creo que tengo derecho a saberlo. No sabemos qué nos vamos a encontrar. Ni cómo vamos a afrontarlo, ¿sabe? Y bien, Alex, ¿servirá de algo lo que haya hecho si muero en el pasado?
—No, Fred. Al igual que antes no podía explicarle el por qué no pueden vernos pero sí sentirnos con el resto de sentidos, sí que puede confirmarle, categóricamente, que lo realizado por un ente del futuro en el pasado, si este no llega vivo hasta el punto de escisión de la línea temporal, el propio pasado se encargará de impedir que algo cambie. Es como una goma tensada.
—¿Una goma tensada?
—Si usted tensa una goma y tira del medio, curvándola, a menos que mantenga esa curva hasta el punto de inicio de viaje al pasado, la goma se soltará, y tras unos vaivenes, volverá a su posición original. Si mantiene la goma curvada, Fred, cuando llegue al punto del viaje en el pasado, la goma conservará la curvatura. Puede soltarla y seguirá estando curvada, el futuro habrá cambiado. Para siempre. Un nuevo futuro habrá nacido.
—Necesitamos cambiar el pasado y llegar vivos hasta hoy mismo, cuando viajemos en el tiempo. Es eso, ¿no? Y cuando lleguemos al punto de escisión, desapareceremos y solo quedarán nuestros yo del pasado, con un nuevo futuro.
El señor Piece afirmó con la cabeza.
Después, ambos hombres se colocaron los respiradores artificiales en la boca y, tras comprobar sus armas láser, se introdujeron en el tanque de agua hidropónica. Unos focos iluminaban el tanque desde abajo. El conjunto parecía una enorme redoma puesta al fuego, y cuando el señor Piece pulsó un botón de un mando a distancia y el agua comenzó a burbujear, el parecido se fue estrechando.
Ambos hombres aguantaron el agua calentándose. Sus trajes de plástico celular les protegieron del agua cuando entró en ebullición. Los focos de luz bajo el tanque redoblaron su intensidad y, pulsando otro botón de su mando a distancia, Alexander Piece, inició el vertido en el agua burbujeante del líquido rosa que haría diferenciar a la máquina el agua corporal del agua del tanque. La máquina, en contacto con el tanque de agua, se puso en funcionamiento e inició la parte más delicada del proceso. Miles de millones de vatios de potencia descompusieron las moléculas de ambos viajeros junto con su equipo y la máquina se encargó del resto del proceso. Ocurrió en un milisegundo. El agua del tanque, al instante, se tornó hielo compacto. La redoma gigante se agrietó y terminó por estallar en cientos de fragmentos. El bloque de hielo rosáceo cayó al suelo y se dividió en dos trozos. Ambas partes tenían, en bajorrelieve, la mitad de los huecos vacíos de Alexander y Frederick, y evidenciaban el éxito del viaje.
Alexander Piece y Frederick Pole ya se encontraban muy lejos de allí. No dónde, sino cuándo.
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Primero sintió frío. Luego más frío y después mucho más aún. Tanto que pensó que si no dejaban de castañearle los dientes, toda su mandíbula se rompería en pedazos, su cuerpo se agrietaría y terminaría por esparcirse en pedazos de diversos tamaños.
Oyó una voz, pero era lejana. Sintió como alguien le echaba una manta al hombro, y la voz sonó más cerca, como si estuviese al lado. De hecho, cuando el señor Pole se arriesgó a subir los párpados, pensando que se astillarían como dos hojas de papel quebradizo. No fue así y vio a su lado al señor Piece, que se había recuperado antes que él de los efectos del viaje temporal. Ya se había vestido, con la misma ropa que llevara tres días más tarde, o hace unas horas. Quizás fuese porque no ha habido tal viaje, pensó el señor Pole. Otra broma de aquel desalmado.
—¿Hemos… viajado… bien? —balbuceó el señor Pole.
Como vio que su compañero le confirmaba con un gesto serio de la cabeza que se encontraban en el pasado, el jueves, se animó y la esperanza de poder solucionar su vida le hizo entrar en calor con más rapidez.
Al cabo de media hora el señor Polo estaba listo para la primera misión: la mujer de su compañero.
Habían comprobado que sus armas funcionaban correctamente. Sus provisiones de comida para los cuatro días que tenían por delante estaban correctas. El señor Pole consultó su comunicador para comprobar los datos temporales.
—Debido a que, cuatro días antes del viaje, el planeta no se encontraba en la misma posición del espacio, ahora no estamos en el sótano de mi residencia, sino en una… —empezó a decir.
—Estamos en un lugar cercano, Alex —le cortó el señor Pole—, ya lo sé. Me lo explicó muy bien antes de partir. No hace falta que perdamos el tiempo con explicaciones que todavía recuerdo. Seré del muro, pero no tonto.
Era de noche. Llegaron a la calle y cuando una pareja chocó con ellos de frente, todos cayeron al suelo. Alex le indicó a Fred con un gesto que mantuviera silencio.
—¡Qué demonios…! —exclamó una de las personas caídas al suelo, un hombre alto y recio, que se levantó con rapidez y ayudó a una mujer muy delgada, a su lado, a levantarse.
—¿Contra qué hemos chocado…? —preguntó la mujer.
—Qué extraño, parecían otras personas… dos hombres, he escuchado a uno respirar, y al otro quejarse —dijo el hombre.
Los dos miraron a su alrededor y, extendiendo sus manos delante de ellos, palparon el aire como unos recién invidentes. Los dos viajeros, debajo de ellos, se apartaron gateando en silencio a un lado de la acera. Tras unos minutos, el hombre y la mujer se encogieron de hombros y siguieron caminando.
—Es cierto… —murmuró el señor Pole cuando se vieron solos, mirándose las palmas de las manos en la oscuridad. Sus dedos eran visibles, pero solo para ellos—. Tenemos cuerpo. Pero no nos ven y sí nos oyen.
Alexander Piece se levantó solo y ayudó a su compañero a levantarse. Los dos se miraron y en sus rostros una sonrisa se formó. Por diversos motivos.
Corrieron hacia la residencia del Alexander Pole..
Enfrente de la residencia había un puente. Comunicaba la “zona noble” con el muro. Siempre está llena de gente que lo cruza, de día y de noche. Muchos de ellos creen que si pasan más tiempo al día en la zona noble que en la suya, adquirirán algo de la riqueza que impregna el otro lado de la ciudad. Los que no lo creen se dividen en dos mitades: aquellos que no creen el argumento de la mayoría y los que tampoco lo creen pero les gustaría creerlo. Ansían creerlo.
Ambos viajeros cruzaban el puente en dirección hacia la residencia Pole. Una persona, un anciano miserable que toda su vida fue un firme defensor de la futilidad del tiempo perdido en la zona noble, esa noche quiso cruzar el puente. Sabía que mañana moriría. Pertenecía al tercer grupo. Siempre quiso creer.
El anciano apartaba con codazos y empujones a las demás personas que cruzaban el puente hacia la zona noble de la ciudad. Golpeó al señor Piece en un costado y éste no pudo sujetarse a la barandilla. Cayó al vacío.
—¡Alexander! —gritó el señor Pole.
Todas las personas se apiñaron a ambos lados del puente al oír el grito. El señor Pole tuvo que apartarse porque si no, los demás le empujarían al vacío, igual que a su compañero. Era invisible, no pertenecía a aquella línea temporal. El río que había debajo tenía poco caudal y estaba muy contaminado. Todas las personas hablaban y gritaban. Llegaron los cuerpos de seguridad y preguntaron quién había caído. Nadie respondió. Alguien había caído, se decían, ¿quién es Alexander?, se preguntaban, ¿quién ha gritado?, se extrañaban. Nadie sobrevive a una caída de diez metros teniendo un metro escaso de caudal el río y estando tan contaminado, sentenció la gente, y se disgregó.
El señor Piece dejó la bolsa con su equipo al lado suyo, en la esquina oscura de una calle donde se sentó para pensar.
Mi compañero ha muerto, pensaba. Quizás la línea temporal se esté sacudiendo a sí misma, para desembarazarse de nosotros, para impedir que la combemos. Quizás mi fin esté próximo, también. Pero estoy aquí y debo hacer algo.
Se levantó y programó a través de su comunicador un mensaje escrito a su yo del pasado, o sea, a su propio comunicador. El mensaje llegaría una el viernes por la mañana, antes de que su yo del pasado comprase el boleto, y en él suplicó que no eligiese el siete, que no modificase los números.
Cuando terminó de escribirlo, cogió su bolsa y se encaminó hacia la residencia Pole. En su interior, deseó que la esposa de Alexander aún no hubiese sido asesinada, pero también un sentimiento contrario, muy débil, empezaba a carcomerle.
Corrió hacia la residencia.
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Desde fuera, la residencia tenía el mismo aspecto que tendría dos días más tarde, cuando fuese allí la primera vez, respondiendo a un anuncio en el diario virtual. Pero el señor Pole sonrió al pensar en ello, porque si todo funcionaba como él suponía, en esta realidad, diferente de la que él provenía, sería rico.
Él también dispondría de una residencia en la zona noble, y por el día, cuando se cansase de amar a su mujer guapa, podría ver a través de una ventana a la gente cruzar el puente.
La puerta principal estaba entornada. Quizás en esta zona de la ciudad no existiesen ladrones y la gente acostumbrase a dejar las puertas de sus casas abiertas. No estaba seguro. Entró y oyó un objeto caerse y romperse en el piso superior y, a continuación, una voz de mujer gritó. Sacó de su bolsa el arma láser. Era muy parecida a la que utilizó su amigo Micey para matarle. En realidad era la que la mujer de su amigo utilizó para volarse la cabeza en su cocina.
Subió corriendo hasta el piso superior. Oía los gritos de un hombre. No los reconocía. No le importaba hacer ruido, se sabía invisible. Cuando llegó a la habitación de dónde provenía el alboroto, vio a un hombre apuntar con un arma láser a una mujer, tendida en el suelo, con el comunicador en su mano. No se movía, no gritaba. El hombre tampoco gritaba ya.
Alexander Pole disparó al hombre sin pensarlo. El primer disparo abrió un boquete en hombro. El desconocido se giró como pudo, a punto de caer al suelo. No vio a nadie y eso le asustó aún más.
—¡Maldita sea! —gritó cayendo al suelo el desconocido, y disparó varias ráfagas de láser a su alrededor.
Luego sintió la boca, aún templada, de un arma láser apoyada en su sien. Gimió al notar el zumbido del disparo inminente.
Luego, parte de su cabeza desapareció por el disparo y los restos se esparcieron en una esquina del dormitorio. El cuerpo sin vida pareció intentar mantener el equilibrio, pero cayó sentado, se dobló sobre sí y el resto de la cabeza descansó entre las piernas.
Alexander Pole suspiró y se sentó en la cama. Se fijó en que la mujer respiraba. El señor Pole sonrió y dejó el arma junto a él. La mujer del señor Piece no era guapa, más bien era una mujer normal y corriente, como las que encontraría al otro lado del muro, al otro lado de la ciudad.
La sonrisa en su cara se fue deshaciendo a medida que un súbito pensamiento, en un principio débil, se fue adueñando de su mente.
—Si la señora Piece sigue viva, el Alex de este pasado no tendrá necesidad de viajar en el tiempo, y por tanto, todo lo que he hecho no tendrá sentido —pensó sintiendo como el horror se iba haciendo grande en su interior.
Se levantó y caminó por el dormitorio con pasos pequeños.
—Alex no me advirtió de esto. No sé cómo actuar, no sé qué pensar —murmuró para sí—. ¿Este viaje es posible si la causa del viaje no tiene lugar?
Aunque en su interior, una solución pugnaba por salir, por ahora la desechaba. No quería aceptar esa solución.
Se fue poniendo cada vez más nervioso mientras sus pasos eran cada vez más rápidos. Andaba tan deprisa que casi corría, de un lado a otro de la habitación.
Un pensamiento le acuciaba, le sometía, le abrumaba.
—¿Qué debo hacer? —se decía en voz alta—. ¿Debo marcharme de aquí? Pero la línea temporal está combada, según Alex. Estoy tirando de ella. Y ella tiende a volver a la misma posición, como una goma tensada, ¿no? Si ahora dejo sola a la señora Piece, alguien más podría matarla. Si alguien la asesina, el Alexander Piece de esta línea temporal querrá hacer el viaje atrás en el tiempo para poder salvarla. Si nadie la asesina… no habrá viaje en el tiempo, ¿no?
Frederick Pole se quedó quieto en medio del dormitorio. Se fijó en el arma láser encima de la cama. Luego se fijó en la señora Piece, aún inconsciente en el suelo. Levantó las manos y se miró las palmas de las manos.
—Alguien tiene que asesinar a la señora Piece para que el viaje en el tiempo tenga lugar. Y, lamentablemente, solo estoy yo aquí.
El señor Piece empuñó el arma láser que había dejado en la cama y apuntó con ella hacia el cuerpo de la señora Pole.
La señora Pole no es una de esas mujeres guapas, pensó el señor Piece. Es más bien una mujer como las del muro, pensó. En realidad se parecía a la mujer de su amigo Micey. Estaba en una posición desvalida, como asustada. Conservaba el ceño fruncido y las cejas alzadas. Una mano descansaba sobre su vientre y la otra aún sostenía el comunicador. Seguro que intentaba llamar a su marido, pensó el señor Pole.
—Lo siento —dijo Frederick Pole—. No tengo nada en contra de usted, señora Piece, pero debo matarla. Todo fue, o será, a causa de un siete, ¿sabe? Sé que como excusa, vale poco, pero es la única que tengo. Si usted vive, dos personas a las que aprecio mucho morirán. Espero que lo entienda.
Se oyó el zumbido de un arma láser disparando, pero no fue la del señor Pole. No sintió el disparo, solo un dolor lacerante que se fue agigantando, a la altura de su pecho. Cuando bajó la cabeza y se miró el pecho, vio incrédulo un boquete del que manaba humo y sangre. Las piernas se le tornaron inútiles para poder sostenerle en pie y cayó de bruces.
Se dio la vuelta con ayuda del brazo que aún le respondía, mientras unos pasos detrás de él se acercaban. Cuando se dio la vuelta, se encontró con el rostro adusto de Alexander Piece.
—Sé lo que estás pensando —dijo con voz calmada mientras se acuclillaba frente a él. Su mano aún portaba el arma láser con la que le había disparado—, y la respuesta es no. No soy el Alexander Piece del pasado, soy el Alexander Piece que ha viajado contigo atrás en el tiempo. El otro está escuchándonos a través del comunicador que tiene mi esposa en su mano.
El señor Pole se acercó a su esposa y la tomó el pulso del cuello. Sonrió y luego la dio un beso en la frente mientras la acariciaba una mejilla con el dorso de la mano. Luego se giró hacia su agonizante compañero de viaje y se sentó en la cama, frente a él.
—Eres un estúpido, Pole —dijo—. Pero, al fin y al cabo, así había de ser… ¿sabes? —y marcó la última palabra con un tono de voz más alto.
Frederick Pole tragó saliva. Le costaba respirar y sentía como la vida se le escapaba por el boquete del pecho.
—El mensaje que… el mensaje para… mi yo del pasado… —quiso preguntar, pero el aire no le daba para formar una frase completa.
—Ese mensaje dejará de existir cuando tú mueras —respondió el señor Pole— Tu yo de esta línea temporal no será rico ¿Te acuerdas de la goma tensada? Los del otro lado del muro sois todos iguales —añadió, golpeando el aire con el dorso de la mano, apartándolo—. Solo pensando en el dinero, el dinero y el dinero. Me dais asco. Os veo cruzar el puente cada día, y me río al ver en vuestros rostros el anhelo de pertenecer a nuestra zona de la ciudad.
—¿Por qué? —preguntó el señor Pole.
—¿Por qué qué?
—Tu muerte…
Alexander Piece chasqueó la lengua divertido.
—¿Lo ves? —rió—. Esta es la confirmación de que todos sois estúpidos. Este es el segundo viaje en el tiempo que hacemos, ¿sabes? Además, lo dije en el anuncio que puse en el diario virtual. En el primero, mataste a mi mujer. Tú eres el asesino de mi mujer.
—¿Y tú?
—Mi yo de esa línea temporal no llegó a tiempo de salvar a mi mujer de ti. Pero yo sí. Mi mujer vivirá, como ya te dije, aunque sea en otra línea temporal.
El señor Pole bajó la mirada y terminó por cerrar los ojos. No estaba muerto, pero desearía estarlo. De modo que era un asesino. Lo entendía perfectamente. El señor Piece había hecho bien en matarle, él también lo habría hecho. Cada vez le costaba más respirar y el frío, que ya le había consumido las piernas, empezaba a reptarle por el vientre. Todo acabaría pronto. Pero aún tenía una última pregunta.
—¿Dos viajes? ¿Por qué… hubo un segundo… viaje temporal?
—No lo sé, Pole. Pero no negarás que me ha venido muy bien, ¿verdad?
—Yo te diré… te diré por qué, Piece —respondió comprendiendo de pronto todo.
Tragó saliva, intentó olvidar el dolor inhumano del pecho y mantuvo la mirada en su compañero de viaje.
—Porque yo quise, Alex.
Alexander Piece sonrió y se rascó la sien con la boca del arma láser. Sonreía porque no conseguía averiguar porqué Frederick Pole había dicho eso.
—¿Qué quieres decir? —terminó por preguntar.
Frederick Pole respiró varias veces antes de hablar.
—Si yo hubiese matado a la señora Piece, jamás habría tenido necesidad de viajar por segunda vez, Alex. Yo sería rico, Micey y su mujer serían ricos. Y tú serías viudo, Alex. Me has dicho que escuchabas lo que la dije a la señora Piece a través del comunicador antes de dispararla. Por eso supiste que era yo, ¿verdad? Por la voz.
—No, Pole.
No supe que eras tú por la voz. Solo escuché que, antes de dispararla, mencionaste algo referente a un siete. Publiqué el anuncio y a todos los candidatos les deslicé en su ropa una nota con el número siete escrito en ella tras sodomizarlos. Sólo tú volviste, tú eras el asesino.
Los dos hombres callaron. El señor Pole tosió y la sangre salpicó el suelo.
—No es la sangre de mi esposa la que ahora mancha el suelo —dijo aliviado el señor Piece mirando las gotas sanguinolentas. De repente, frunció el ceño y miró a su compañero de viaje, a punto de expirar. Ahora lo comprendía.
—¿Te suicidaste, verdad, Pole? —murmuró perplejo. Le era imposible llegar a una conclusión que no fuese otra.
Frederick Pole sonrió.
—Después de matar a mi esposa, habrías tenido tu futuro resuelto, Frederick Pole. Serías rico. Tuviste que matarte, para que el futuro no cambiase, para que volviésemos a viajar al pasado, Fred. La goma tensada: al suicidarte, los cambios hechos serían borrados, la goma volvería a su posición original, mi esposa estaría muerta, tú serías un desgraciado. Ambos tendríamos motivos para viajar otra vez al pasado. Incluso podríamos haber viajado cientos, miles, millones de veces antes. Y esta vez, yo sobreviví a la caída del puente, llegué a tiempo para poder impedir la muerte de mi esposa, para poder dispararte
¿Por qué lo hiciste, Fred?
A Frederick Pole le costaba mantener los párpados abiertos. Los fue cerrando mientras la sonrisa que había en sus labios se fue deshaciendo.
El señor Piece escuchó el estertor de Pole antes de morir. Cuando expiró, cerró los ojos. Nadie le encontraría, era invisible para todo el mundo en esa realidad.
El señor Piece al fin había comprendido las palabras de Fred.
—Nunca quisiste matar a mi mujer, Pole. Pero debías hacerlo, y luego suicidarte tú, para que volviésemos a viajar de nuevo al pasado.
Para que, alguna vez, yo sobreviviese a la caída del puente y pudiese salvar a mi mujer. Quién sabe cuántas veces tuviste que hacerlo. Viajábamos al pasado, yo moría en el puente y tú matabas a mi mujer y luego te suicidabas. Porque preferías que Martha viviese antes que tú fueses rico. ¿Cuántas veces lo hiciste, Fred?
Alexander Piece se levantó de la cama y se inclinó sobre el cadáver del señor Pole.
—Gracias —musitó.
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—Qué mentirosos son algunos, ¿verdad, cariño? —dijo Martha a su marido.
—¿Por qué lo dices, cariño? —preguntó Alexander.
—Es por la noticia del diario virtual, Alex, mírala.
Alexander Pole consultó el panel holográfico y leyó la noticia.
—Será cierto si dice la verdad —dijo el señor Pole—. Uno de ellos confiesa que ganó el premio porque alguien le dijo en el último momento, antes de comprar el boleto, cuáles eran los números ganadores de la lotería.
—Quizás los veamos pronto por aquí, en nuestra zona, ¿no crees, Alex? Es lo primero que hacen todos, mudarse a lo que ellos llaman la “zona noble” de la ciudad. Son todos iguales.
—No lo sé, Martha, no todos son iguales.
Martha Pole miró extrañada a su marido.
—Tú siempre dices que todos son iguales, cariño, que solo piensan en el dinero.
Como aquel ladrón, el que casi me… —dejó en suspenso la frase, no quería recordarlo. Habían pasado solo tres días y aún estaba asustada.
—Algo me dice que éste no, Martha. No sé decirte el porqué.
La mujer calló. El señor Piece leyó de nuevo la noticia y sonrió para sí. Aún recordaba la extraña llamada que su mujer le hizo hace tres días, durante su agresión. Aquella en la que dos hombres hablaron sobre la vehemencia de un tal Frederick Pole.
Por supuesto que conocía a uno de los tipos que acababa de ganar la lotería, ese tal Frederick Pole. Había hablado con él, de hecho. Y sabía, con total seguridad, que aquel hombre no era igual a los demás.
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica".
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