Cerró los ojos, no era
la primera vez que necesitaba armarse de valor para traspasar aquella puerta.
La tarde anterior le había ocurrido lo mismo. Suspiró. Lo que había al otro
lado era una persona, una mujer. Estaba ahí tan solo para seducirlo y eso, a
él, le fascinaba.
Desde que la había
conocido, sus días no volvieron a ser los de antes. Ella, a su excitante
manera, logró romper con la monotonía de su vida cotidiana. Las horas pasaban
volando, demasiado rápidas para su gusto. En varias ocasiones se encontró
pensando en que si tuviera el don para detener el tiempo, lo haría exactamente
en el instante en el que cruzaba el umbral y sus miradas se encontraban,
porque, en ese momento, lo hacía sentir un hombre, un macho. No como Elena…,
Elena lo frustraba, le recordaba que era un fracasado y le hacía sentir un
inútil por no hacer las cosas bien.
Alfredo sabía que, esa
tarde, cuando su mujer volviera del trabajo, le gritaría. No cabía duda de que
Elena tendría alguna buena razón para hacerlo, y por eso él se quedaría
callado, escuchando todos esos hermosos apelativos que antes, ni siquiera
sospechaba que ella conocía. Pero sí, Elena conocía todas esas palabras y
algunas más.
Soltó el picaporte y se
agarró la cabeza. Pero, ¿qué le podría responder? No tenía forma de justificar
su actuación y, sobre todo, su inactividad para con las tareas domésticas. Era
perfectamente consciente de sus fallas y, aún así, las cometía. Tampoco era
posible un: “Perdona, mi amor, estaba ocupado con otra mujer, una que me
comprende, no me exige nada y me mima. Por cierto, todo lo que tú no haces”.
¡No! Elena, aunque menuda, lo hubiera degollado vivo.
Sentía un poco de
culpa, después de todo, el anillo seguía en su dedo, recordándole que era una
mala persona por dañar a quien amaba. Sin embargo, Alfredo huía de ese
remordimiento, justificando su reacción en que no se trataba de hacer el amor,
sino de sexo, simplemente sexo. Entonces, una punzada de excitación recorrió su
espina dorsal hasta concentrarse en su entrepierna. Seguramente era el único
que estaba agradecido por la ampliación de las horas de trabajo. Si no lo
hubieran echado de la empresa, debido a la crisis, él sería el primero en
quejarse sobre aquella medida, pero estaba desocupado, y esos minutos, le daban
más tiempo para pasarlo junto a ella. Porque su amante era una mujer que había
nacido para satisfacer a los hombres. ¡Y vaya si lo hacía! Lo dejaba extasiado,
era la lujuria personificada, era el oxígeno necesario para lidiar con su vida.
Volvió a colocar la
mano sobre el picaporte y comenzó a abrir la puerta. Se preparaba para sacarle
una foto mental. Duchado, perfumado, depilado y vestido para la ocasión,
conteniendo el aliento, entró. La imagen de la mujer acostaba en la cama, fue
demasiado para él, y casi se ahoga con su propio aire, produciéndole un acceso
de tos. Ella estaba ataviada con el par de zapatos con tacón que lo volvía
loco, elegantes, de esos que tienen el tobillo liberado y se pueden quitar con
facilidad, lentamente, saboreando cada momento, hasta dejar a la vista aquellos
dedos gráciles, perfectamente cuidados; dando paso a esas piernas que ya
conocía, suaves, contorneadas, envueltas en medias de red, que lo único que
lograban era excitar su mente, imaginando el ruido de la tela al hacerlas
añicos; un poco más arriba, el portaligas que rodeaba sus caderas de forma
exquisita, delicada, perfecto para introducir sus dedos y acariciarla mientras
la despojase de esa prenda; y el conjunto de ropa interior, haciendo juego, que
solo lograba resaltar su curvas, generosas, perfectas. Tenía frente a sí, al
sueño de cada hombre de la tierra.
Valeria se acercó
rápidamente a palmearle la espalda. Lo hizo hasta que la tos se fue. Quedó
colorado, sudado y con los ojos lagrimeando. Ella lo tomó por el rostro y le
dio un tierno beso a modo de saludo.
–Hola –le dijo mimosa,
acariciando su mejilla con la nariz, dando inicio al juego de aquella tarde.
–¿Esto es para mí?
–preguntó incrédulo.
–¿Te sientes mejor,
querido? –interrogó ella preocupada–. Por un momento me asustaste.
–Sí, gracias. Contigo
siempre me siento bien, corazón.
Sin romper en ningún
momento el contacto visual, ella dio unos pasos hacia atrás, con el
dedo índice sobre sus labios, aparentando considerar qué hacer y tomando una
decisión, esbozó una sonrisa. Era, como otras veces lo había sido, una clara
señal de lo que pretendía y que no presagiaba nada agradable para él. Valeria,
como si se estuviera acariciando los hombros, bajó muy lentamente los breteles
del sujetador hasta liberar sus brazos. Estaba atenta a la mirada
masculina, él no se perdía ni un detalle. Su sonrisa se amplió cuando por
fin desabrochó la prenda, dejando al aire sus senos. La expresión de
él cambió, parecía un adolescente embobado, sólo que, con unos cuarenta años más:
Alfredo no era un jovencito. Si Elena lo hubiera visto, no lo hubiese
reconocido porque allí, en esa pequeña habitación, su esposo era feliz.
–Te quedaste mudo.
–Siguió jugando Valeria. Tras comprender que Alfredo se encontraba paralizado,
tendió una mano y dijo-: Ven conmigo.
El hombre, como si de
pronto recordara dónde se encontraba y para qué había ido, caminó hacia ella y
acarició la marca que los tirantes habían dejado en su piel. Formando
pequeños círculos llegó hasta su cuello, lo liberó de la melena que caía
libremente y la saboreó. Fresas, le encantaban las fresas, eran su fruta
preferida. Jugó con el lóbulo de su oreja y, desde allí, emprendió el
recorrido hasta sus labios. «Solo sexo», repetía mentalmente. Pero sus gestos
parecían contradecirlo. Se separó de ella y observó sus labios hinchados.
–Hola –respondió,
tardío, al saludo.
–Me hiciste esperar –Se
quejó ella mientras lo desnudaba.
Lo primero que le quitó
fue la camisa: botón a botón. Lamió los pezones masculinos cuando fueron
descubiertos y, al terminar, la tiró al suelo. Por unos instantes acarició su
entrepierna, viendo como su verga crecía ante su grácil tacto. Alfredo gemía y
se dejaba hacer, recreándose en las atenciones de Valeria. Lo que siguió fue el
cinturón: primero la hebilla; luego, muy lentamente, fue tirando de un extremo
hasta que lo tuvo en la mano; lo pasó por detrás de su cuello y lo atrajo para
compartir otro beso. Con las yemas de los dedos recorrió su torso, cuando llegó
al extremo del pantalón, lo desabrochó. El ruido de la abertura del cierre no
se hizo esperar. Interrumpió la unión de sus labios para arrodillarse y, así,
trabar sus dedos en el bóxer y bajarlos, arrastrando todo a su paso. Alfredo la
ayudó y terminó de desvestirse. Valeria, que hasta ese momento lo había tocado
por encima de la ropa, comenzó a masturbarlo. Acercó su boca al glande y lamió
el frenillo. Después se puso de pie. Alfredo, jadeando, se posicionó a su
espalda. La abrazó pegando su torso sobre la suave piel femenina y apretó su
miembro contra sus nalgas.
–Me halaga que te hayas
depilado –elogió Valeria mientras con su culo agradecía el gesto.
–Y a mí –corroboró
mordiendo su hombro.
Desde esa posición,
mientras acariciaba un seno, deslizó la mano por su vientre, y la dejó en el
triangulo que anunciaba la frontera con aquella parte, de su anatomía, que
pensaba invadir. Con las yemas de los dedos fue subiendo y bajando, imitando la
caricia femenina que le había prodigado, y
provocando que el agarre de Valeria, sobre sus antebrazos, aumentase la
presión y le clavase las uñas.
Un pellizco en el pezón,
un gemido, una orquesta para los oídos de Alfredo. Una caricia en el clítoris,
la penetración de dos dedos en su vagina, un jadeo, notas musicales que
deleitaban al semental, en el que se transformaba cuando entraba en la
habitación.
–¿Todavía te molesta que
te haya hecho esperar? –preguntó él, sabiendo que la mente de Valeria estaba
centrada en otra cuestión.
Eso fue todo lo que
necesitó Valeria para tomar cartas en el asunto. Se dio la vuelta, y comenzó a
masturbarlo. Debido a sus alturas, y teniendo en cuenta que no le gustaba que
él llevara la voz cantante, le dio un piquito y lo empujó sobre la cama.
–Veamos qué tan macho
eres –amenazó Valeria con expresión desafiante.
Alfredo, comprendiendo
el error que había cometido, cerró los ojos y se encomendó a todos los santos
que conocía, que no eran muchos. La mujer, sabiendo que él esperaba una
canallada por su parte, agarró un pie y comenzó a hacerle cosquillas. Él se
retorció y se retorció hasta que imploró que se detuviera y ella, un alma
caritativa, así lo hizo.
Después de que las
carcajadas cesaron, Valeria tomó su dedo gordo y lo introdujo en su boca,
simulando que era su pene. Por lo menos, allí lo podría morder y lo mordió
hasta que escuchó un gruñido.
–No llores porque sé que
te gusta –lo reprendió con el dedo gordo entre los dientes.
–Es fácil para ti
decirlo, no eres la que tiene otra parte que necesita tu atención. -Ella se
rió, más porque su plan había dado resultado, que por la ganas de Alfredo de
recibir una mamada. –No seas mala –rogó quitándose el sudor de la frente.
Entendiendo que los
jueguitos habían terminado, subió a la cama, se colocó entre las piernas del
hombre, bajó su torso hacia el pene de Alfredo, mientras lo sostenía desde la
base, le dio un piquito y comenzó a lamerlo. Ya estaba segregando
líquido preseminal, se untó los labios, lo miró y se los limpió con la punta de
la lengua.
Alfredo elevó las
caderas para darle a entender que su boca estaba lejos del lugar donde se iba a
apreciar su destreza. Valeria enfundó con los labios sus dientes, formando un
anillo, e introdujo el glande en su boca, aprisionándolo contra su paladar. Esa
sensación, que él estaba experimentando, lo obligó a cerrar los ojos para dar
paso a un gemido. Ella continuó metiéndose cada centímetro de carne, muy
lentamente, disfrutando del sonido de la respiración de Alfredo, cada vez más
dificultosa. Cuando su boca llegó a la base del pene y su nariz tocó el vientre
masculino, la mano de Valeria se coló por su ropa interior y comenzó a frotarse
el clítoris. Ella estaba muy húmeda y parte de sus flujos, se fueron deslizando
por la parte interna de sus muslos.
Intentó retirarse cuando
sintió las manos de Alfredo sobre su cabeza: primero, acariciando; y, luego,
marcando el ritmo de la mamada. Ella se limitó a aprisionarlo con los labios y
a jugar con su lengua; algunas veces por todo el tronco, y otras, por su
exquisito glande.
En un determinado
momento, cerca del orgasmo, Alfredo tuvo que decidir si acabar allí o penetrarla.
Ambas opciones le atraían, pero recordó que, el día anterior, ella
había insinuado que lo dejaría experimentar con su culo. A raíz de eso, su
reacción fue rápida, retiró su cabeza y reemplazó al pene por sus labios. Sin
dejar de besarla, fue posicionándola en el borde la cama, con sus rodillas
sobre el suelo y sus tetas aprisionadas contra el colchón. No
usaría preservativo, quería sentir todo lo que pudiera, debido a que su esposa
jamás le había dado permiso para hacerlo, y no sabía si la oferta de Valeria
volvería a repetirse.
Después de tomarse un
poquito de tiempo para dilatar el ano, objetivo alcanzado gracias a sus
dedos y saliva, dejó el pulgar dentro para seguir trabajándolo mientras la
penetraba por la vagina. Su fin era la lubricación, por eso empapó
toda su verga hasta la base. Cuando consideró que ya había sido suficiente, la
retiró y, sosteniéndola, probó meterla en su culo. El primer intento no había
resultado; el segundo tampoco; pero el tercero, sí. A medida que entraba,
ella apretaba el miembro con su esfínter, mientras las venas de su
cuello delataban el esfuerzo que hacía para no quejarse. Alfredo, sudado y con
palpitaciones, presionaba cada vez más para ir invadiendo ese conducto
prohibido. Cuando su miembro llegó a la mitad del camino, escuchó la puerta de
entrada.
–Alfredo –gritó Elena–.
Ya llegué –anunció como si nadie en el edificio se hubiera dado cuenta.
–¡Mierda! –exclamó con
los labios sobre el cuello de su amante, deteniendo sus movimientos.
–Si te sales, te mato –amenazó Valeria, sin
darle importancia a lo que sucedía.
Alfredo, maldijo a todos
esos santos a los cuales se había encomendado al principio. Por fin con su
verga dentro de un culo, y ¡ni siquiera había llegado a disfrutar! Entonces,
también, maldijo a Elena.
La amante y la esposa en
el mismo lugar y al mismo tiempo. Estaba siendo castigado y se lo merecía.
Deseó que la puerta de la habitación estuviera cerrada con llave. Valeria se
estaba inquietando ya que no se había dado cuenta que estaba apoyado sobre
ella, ahogándola con su peso.
–Dale, Alfredo, comienza
a moverte o gritaré. –Volvió a amenazar.
–Shhh… –La silenció
tapando su boca–. No hagas nada. –Aún, a pesar de todo, su erección continuaba
y comenzó a embestirla muy lentamente.
–¡No hiciste nada de lo
que te pedí! –Se quejó Elena–. ¿Dónde te metiste? –preguntó mientras revisaba
la casa.
-Estoy en mi estudio.
Enseguida salgo –aseguró para evitar que entrase.
-La verdad Alfredo, es
que no me sorprende… –Comenzó a decir Elena.
Escuchando los gritos de
su esposa, empezó a irritarse y, con esa bronca, inició una serie de embestidas
duras y cortas en el culo de Valeria.
–Espera, me estás
haciendo daño –dijo su amante.
–¡Oh!
Se escupió la verga,
untó la saliva por su tronco y volvió a penetrarla, esta vez más despacio,
mientras le besaba el cuello. Los primero segundos fueron muy placenteros,
además, el hecho de que Elena estuviera allí, le daba morbo al asunto. Pero la
maldita voz atravesaba la puerta y los ladrillos. Se olvidó de Valeria, pero
continuó embistiendo como un autómata.
Después de descargarse,
Elena continuó con el resumen que todos los días le proporcionaba a él, al vago
dibujante, al fracasado, y todo el odio volvió. Intentó tranquilizarse, pero la
diatriba de Elena no paraba: pasaba de las quejas del trabajo, a lo caro que
estaba todo en el súper, y, sin ser suficiente, a que ese año no les iban a dar
su adicional de Navidad, «aquella era nueva data», a que si seguían así se iban
a tener que ir del país, «No, que se vaya ella». A cada frase de Elena, Alfredo
le respondía con sus pensamientos.
–¿Me estás escuchando,
Alfredo? –preguntó su esposa a lo lejos.
–No le respondas
–exigió Valeria–. Ahora comprendo todo. Es insoportable.
Sentía la necesidad de
defenderla, pero lo cierto era que estaba de acuerdo, y tener una discusión con
el miembro entre sus nalgas, no le parecía muy serio. Entonces, decidió que lo
mejor sería concentrarse en la faena y terminar de una vez por todas, después
tendría que pensar cómo sacar a su amante de la casa. Valeria no se había
quejado y ahora sí que estaba seguro de que lo iba a dejar repetir. No en su
estudio, eso estaba claro, pero quizás en… Poco importaba en ese momento, luego
lo decidirían.
La tomó por el pelo y
aceleró las embestidas, no le llevó mucho. Sentía como el semen se liberaba de
sus huevos para salir disparado dentro del culo. Con tanta satisfacción, no
pudo evitar gritar con todas sus fuerzas mientras se derramaba en el interior
de su amante.
Semejante ruido alertó
a Elena que, corriendo, se metió en la habitación donde su marido se escondía
del mundo y lo vio todo. Por unos segundos se quedó sin reacción, sin poder
asimilar lo que estaba viendo. Cuando se hubo recuperado exclamó:
–¡Pervertido! Mientras yo me
rompo la espalda trabajando para mantenernos, tú… tú… –No podía decirlo. Con
toda la bronca del día acumulada, le quitó de las manos el dibujo manchado con
semen, lo arrugó, y se lo tiró al cuerpo–. Hijo de una gran perra, podrías
haber salido a buscar trabajo en vez de hacerte una paja con un dibujo.
Alfredo, que estaba a punto de
llorar por haber sido descubierto, se arrodilló para agarrar el dañado papel.
Y, con mucha solemnidad, intentó alisarlo. El daño ya estaba hecho. Elena, no conforme,
y viendo que, su marido, prefería al dibujo antes que a ella, se lo volvió a
quitar de las manos y, esta vez, lo rompió en pedacitos. Después salió de la
habitación.
–No te preocupes, corazón –dijo Alfredo
mientras juntaba los pequeños papeles–. Cuando mañana ella se vaya a trabajar,
te voy a dibujar de nuevo. –Le dio un beso a lo que parecía ser la parte de
unos labios carnosos, y se fue tras su esposa–. Elena… Elena… Mi amor…
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de Bubu: http://tinyurl.com/BubuTR
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