—¿Estás llorando?
La penumbra reinaba en la mísera
habitación de motel, ocultando, en parte, la falta de limpieza del
pequeño complejo, situado a la diestra de una sinuosa comarcal. Los
viejos y pesados cortinajes, cubrían casi en su totalidad el gran
ventanal, permitiendo, tan sólo, el paso de un pequeño haz de luz de sol
poniente, que se filtraba a través de la frágil unión de telas opacas.
Al traspasar el halo luminoso, las etéreas motas de polvo que
impregnaban el ambiente, mostraban un sutil baile de cortejo a
cualquiera que se tomara un segundo para contemplar, brillando como
diminutas estrellas en un pozo desolado.
Las paredes, que seguro alguna vez
fueron blancas, revelaban claramente el paso del tiempo, luciendo
húmedas medallas oscuras, premio meritorio al servicio de toda una vida.
El escaso mobiliario, debía ser tan antiguo, al menos, como las
paredes, inundando de melancolía la estancia. En la esquina más oscura,
una cómoda destartalada hacía las veces de tocador, coronada por un
espejo deslustrado. En la esquina de enfrente, un descolorido sillón de
orejas gachas, cuyas entrañas, espuma barata, se asomaban por una grieta
en su espalda; y por último, una silla, de madera, desvencijada. El
único anacronismo en aquella sala de otra época, era la gran cama
carmesí, en forma de corazón, que reposaba justo en el centro de la
habitación, bajo un gran espejo que la reflejaba desde el techo. Una
difusa claridad rojiza, de origen inapreciable a simple vista, teñía
toda la estancia de irrealidad.
—¿Estás llorando? —volvió a preguntar
él, con voz profunda, sentado sobre el colchón, al percatarse del
reguero de reflejo escarlata que la mejilla de ella teñía.
—No, no es nada. —Con el dorso de su
fina mano enjugó la prueba del delito, y forzó la mejor de sus sonrisas,
dejando al descubierto una nívea dentadura, vigilada siempre de cerca
por delicados labios bien perfilados. Ella estaba en pie frente a él,
sosteniéndole la mirada, sin saber muy bien porqué.
—Dime por qué lloras, pequeña. Recuerda que he pagado por ti, hoy te he comprado, eres mía.
—No te equivoques. —La ira, la rabia y
la impotencia, refulgieron en los ojos oscuros de ella—. Tú no me has
comprado, tan sólo has alquilado mi cuerpo, y es a lo único a lo que
tendrás derecho esta noche. Todo lo demás, está fuera de tu alcance.
Él era rápido y fuerte, y antes de que
ella se percatara, su férreo, aunque no excesivamente musculoso brazo,
salió disparado, agarrándola por la esbelta muñeca, tal vez ejerciendo
más presión de la necesaria. Ella se volvió, enfurecida, y tensó con
gracilidad su cuerpo en dirección a la puerta, a la salida, de la
habitación cochambrosa. Pero no pudo moverse más allá de un simple paso,
pues él tiró con fuerza, deteniendo su fugaz intento de escapada.
—No me equivoco, esto siempre fue un
negocio, lo sé. Un negocio en el que ambos ganamos, yo obtengo lo que
quiero, y tú, a cambio, recibes tu dinero. Y lo que yo quiero, es saber
por qué lloras. —Ella había dejado de intentar huir, y poco a poco fue
dejándose arrastrar, de espaldas, sin mirar, hacia donde él tiraba—.
Hagamos un trato. Tú me contarás tu historia, y yo, a cambio, te daré el
doble de lo acordado.
Ella dudó. El doble de lo acordado era
una suma más que considerable. Pero una cosa era abrir sus piernas, y
otra muy distinta dejar al descubierto su alma y su corazón. Él
continuaba arrastrándola hacia sí y ella cada vez oponía menos
resistencia. Cuando notó la presión de sus rodillas en la parte trasera
de las piernas, no tuvo otro remedio que claudicar y sentarse sobre él.
—¿Por qué lloras, preciosa? —insistió
él, mientras aspiraba con fuerza el aroma de sus negros, largos y
ondulados cabellos, rodeando su esbelta cintura con manos varoniles.
Ella dudó por última vez. No tenía
ningún deseo de confesarse ante aquel desconocido, pero había tantas
cosas que no deseaba y con las que había tenido que transigir, que una
más poco importaba. Cerró los ojos, y pensó en su hija, por ella lo
hacía, la situación era desesperada, no había otro remedio, no había
otra forma, se dijo. Y suspiró.
—Lloro porque una vez juré que jamás
volvería a hacer esto que hago. Porque me prometí a mí misma que nunca
más me abriría de piernas ante un hombre por un puñado de billetes.
Porque decidí que sólo me entregaría a la persona a la que amo. —Apretó
con fuerza los dientes durante un segundo y continuó—: Y lloro porque lo
he perdido todo, y sólo me queda vender mi cuerpo, a ti, o al mismo
diablo si pudiera pagarlo, para que con él hagáis lo que os venga en
gana, porque lo necesito para cuidar de mi hija y… y mi marido.
—¿Tu marido… y tu hija? —La voz de él
dejó traslucir sorpresa y cierto desprecio, una burla implícita sobre la
situación de ella, quizás hasta una pizca de condescendencia—. ¿Y que
le dices a tu marido cuando estás aquí, vendiéndote…?
—¡No te atrevas a juzgarme! —Ella se
levantó bruscamente, y le abofeteó con toda la fuerza de la que fue
capaz en la mejilla—. Ya me conozco a la gente como tú…
—De mí no sabes nada —respondió él,
deteniendo a la mujer que intentaba abofetearlo de nuevo. Volvía a estar
sentado, con ella de pie, frente a él, pero con un rápido movimiento se
levantó, obligándola a darse la vuelta, inmovilizándola contra él, al
cruzar sus robustos brazos sobre el pecho vulnerable de ella, y apretar
fuertemente contra sí—. Perdóname, no he debido decir lo que he dicho.
Tienes razón, no tengo ningún derecho a juzgarte. Te prometo que no
volveré a hacerlo.
El cuerpo de ella, tenso hasta ese
momento, se relajó abruptamente, mientras rompía a llorar de forma
desconsolada. Él la liberó del bloqueo al que la tenía sometida y, con
ternura, la ayudó a recostarse sobre la cama.
—Tranquila, preciosa, respira —intentó
consolarla, mientras se recostaba en la cama junto a ella, que, haciendo
un alarde de autocontrol, aspiró profundamente varias veces, y
consiguió que las lágrimas regresaran al lugar del que nunca debían
haber salido.
—¿Qué quieres saber? —preguntó al fin, cuando estuvo algo más calmada.
—¿Cómo una preciosa muchacha como tú, ha
acabado en un sitio como este? Y empieza por el principio, tenemos todo
el tiempo del mundo, o por lo menos, todo el que pueda pagar, y te
aseguro que eso es mucho, mucho tiempo…
Ella seguía tumbada de espaldas en la
cama, por lo que mirando el gran espejo situado en el techo, pudo ver
como él, que estaba junto a ella, tumbado bocabajo, estiraba una de sus
manos, llena de largos y finos dedos, para dejarla caer con suavidad
sobre su vientre aún vestido. El primer contacto fue menos desagradable
de lo esperado, tal vez porque no era más que una caricia suave y
delicada sobre la ropa, pero la intención era clara, él quería usarla,
como tantos otros habían hecho en el pasado, así que aquella simple
caricia escondía mucho más, y ella lo sabía.
—¿El principio? Casi no puedo recordar el principio. De eso hace ya tantos años…
«Tal vez todo empezara el día en que
murió mi madre, tal vez antes, no lo sé, pues por aquella época ya
pasábamos muchas penurias en casa. Mi padre era un hombre jovial, de
baja alcurnia, pero que disfrutaba con su trabajo como carpintero en un
pequeño taller. Su sueldo no era gran cosa, pero nos daba de comer a los
tres.»
Lo que en su momento había parecido una
casta caricia sobre la ropa, comenzaba a tornarse menos inocente. El
hombre continuaba repasando el contorno de su vientre, pero cada vez que
tenía ocasión, enredaba las yemas de sus dedos con la fina camiseta,
haciendo que, poco a poco, ésta fuera dejando al descubierto la tersa y
fina piel que rodeaba el ombligo.
—Mi madre nunca trabajó, por lo menos,
que yo recuerde —continuó ella, mientras un escalofrío, provocado por
las caricias de él, la recorría de los pies a la cabeza—. Aún así, no
nos hacía falta, nunca vivimos en la opulencia, pero teníamos lo
necesario. Hasta que ella enfermó.
«Fue una enfermedad larga, dura y
difícil. Vimos como mi madre se iba apagando poco a poco hasta morir,
sin que los médicos pudieran hacer nada para remediarlo. Y poco era
también lo que podíamos hacer nosotros. —Contuvo la respiración durante
un instante, sumergiéndose en el recuerdo de la hermosa mujer que fue, y
de cómo se marchitó frente a sus ojos—. Mi padre se endeudó,
hipotecando lo poco que poseíamos, para conseguirle los mejores médicos a
su mujer, para pagar los mejores hospitales y para que se le aplicaran
los tratamientos más efectivos. Pero nada era bastante, y ella seguía
muriendo día a día.»
«Llegó un momento en el que el banco no
estaba dispuesto a prestarnos más dinero, y los costes médicos se habían
disparado. No teníamos muchas opciones, y mi padre tuvo que pedir
dinero prestado a gente… No sé cómo decirlo…»
—¿Poco recomendable? —Sugirió él, que ya
había abandonado gran parte de sus precauciones iniciales y ya
acariciaba con desparpajo su vientre desnudo, subiendo la mano de forma
subrepticia hasta justo el lugar donde comenzaban sus redondeados y
prietos senos, que aún permanecían ocultos bajo el enigmático velo de la
ajustada camiseta.
—Sí, poco recomendable sería una forma
suave de describir a la gente con la que mi padre se vio obligado a
hacer negocios. —Se sentía mareada, el angustioso recuerdo de la muerte
de su madre la turbaba. Y esa turbación se acrecentaba debido a las
tiernas caricias de aquel extraño, al que había vendido alma y cuerpo, y
ante el que se estaba abriendo como no había hecho nunca con nadie. Ni
tan siquiera con el hombre al que amaba.
Por si esto fuera poco, durante toda su
vida, en la que había conocido a cientos, tal vez miles de hombres, sólo
dos la habían tratado con aquella delicadeza. Uno ya había muerto, y
del otro, se había enamorado.
—¿Y tu padre te entregó a aquellos
hombres a cambio de dinero? —preguntó él, procurando que su voz
transmitiera el menor atisbo de emoción. Ya había franqueado la barrera
imaginaria marcada por los pezones, y rozaba con la punta de los dedos
los pechos de ella, consiguiendo robarle un ligero gemido quedo.
—No, no lo hizo, o por lo menos no
directamente… Además, ¿piensas dejarme que cuente la historia yo, o
pretendes contarla tú? — protestó, frunciendo el ceño y los delicados
labios. Si bien al principio era reticente a compartir sus vivencias con
aquel extraño, ahora que había empezado, no se sentía capaz de
detenerse.
Un pellizco en el pezón, fue la única
respuesta que obtuvo, así que tras un pequeño grito de dolor placentero,
prosiguió, mientras él se volvía cada vez más y más osado en sus
caricias.
—Lo que hizo mi padre tan sólo fue
pedirles dinero, mucho dinero, un dinero que a todas luces no iba a
poder devolver. Pero en esos momentos daba igual, la única preocupación
de aquel hombre desesperado era la de salvar la vida de su amada. Y
fracasó.
«Ni todos los cuidados, ni todos los
médicos, ni tratamientos, ni clínicas ni hospitales, todo fue inútil.
Aún no había transcurrido un año del primer diagnóstico cuando mi madre
nos dejaba para siempre.»
Procurando no interrumpirla, la obligó a
incorporarse lo suficiente como para poder pasarle la camiseta por los
hombros, dejando ya totalmente al descubierto los pequeños y turgentes
pechos que apuntaban, firmes, hacia el mismo cielo.
Ella vio en el espejo como él acercaba
sus labios a los erectos pezones y sintió el calor de su lengua recorrer
sus aureolas. La mezcla de sentimientos y sensaciones era extraña, pues
sentía deseo por aquel hombre, y por como la estaba tratando, sentía
desprecio por sí misma, por disfrutar con aquello, por ser débil, y
sentía nostalgia y tristeza por el recuerdo de aquella vida que había
perdido, y que nunca recuperó. Él consiguió robarle un jadeo furtivo al
apretar con fuerza uno de los pezones entre sus húmedos labios,
haciéndola reaccionar y obligándola a retomar el hilo de la historia.
—Cuando mi madre murió, ni yo ni mi
padre pudimos encontrar consuelo. Por si nuestro dolor y angustia no
fuera suficiente, las cuantiosas deudas amenazaban con ahogarnos, y mi
padre acabó por sumirse en una profunda depresión. Al igual que había
visto a mi madre apagarse día a día hasta su muerte, ahora veía a mi
padre, y sentía como su vida se escapaba entre mis dedos, no por
enfermedad o dolencia física, sino por la pena y el dolor.
«El dueño del taller de madera había
sido paciente. Nos había ayudado más de lo inimaginable durante la
enfermedad de mi madre, manteniendo a mi padre en plantilla durante todo
el calvario de clínicas y hospitales, entendiendo y perdonando todas
las ausencias prolongadas. —Conforme hablaba, notaba cada palabra más
pesada que la anterior, convirtiéndose el recuerdo en la propia carga,
pero no se detuvo—. Cuando ella faltó, él esperaba que mi padre
volviera, si bien no a ser el mismo, sí a ser el trabajador responsable
que había sido. Pero no fue así, y mi padre cada vez estaba peor. A las
pocas semanas de enterrar a mi madre, y viendo que no reaccionaba, no le
quedó más remedio que despedir a mi padre, que se dio a la bebida, como
nefasto último refugio.»
«Yo me vi obligada a abandonar mis
estudios, y a tomar las riendas de la casa. Comencé a trabajar como
ayudante en un pequeño colmado del barrio, gracias a que la propietaria
conocía nuestra historia, y se apiadó de mí. Pero si lo poco que ganaba
no bastaba para cubrir nuestras necesidades básicas, mucho menos lo
hacía para saldar nuestras cuantiosas deudas. A las pocas semanas se
ejecutó una de las hipotecas, y el banco nos embargó el coche, lo
siguiente sería la casa, y nos quedaríamos en la calle.»
Él seguía lamiendo con descaro y dulzura
los pechos de ella, invitándola con su silencio a continuar la
historia. Al principio todo había sido un pequeño juego, simplemente
pretendía forzarla a someterse por completo a cambio de dinero, y de
paso, satisfacer su curiosidad sobre el porqué de las lágrimas de la
prostituta. Pero la historia estaba comenzando a fascinarle de verdad, y
sentía que aquel morboso y extraño cortejo, en el que él iba avanzando
por su cuerpo mientras ella relataba su pasado, comenzaba a excitarle.
No era un hombre malvado, ni disfrutaba con el sufrimiento ajeno, mucho
menos provocándolo, pero intuía, por los suspiros, por los gemidos, y
sobre todo, por la relajación de ella, que no era sufrimientos lo que
estaba padeciendo. Sin apartar los labios de los jugosos pezones,
deslizó la mano por sus caderas hasta llevarla justo a la altura del
botón de los pantalones, y con sumo cuidado, casi con devoción, jugueteó
con el cierre durante unos segundos, hasta que finalmente consiguió
abrirlo.
Ella, absorta como estaba en narrar la
historia, no se percató de la pequeña excursión que él realizaba por su
cuerpo hasta la zona baja de su vientre, o, si se dio cuenta, no lo
demostró, pues no hizo nada para colaborar o tratar de impedirlo.
—Por si todo esto fuera poco, aquella
misma noche, justo tras el primer embargo… Mi padre estaba tirado en el
sofá, auto compadeciéndose, mientras yo fregaba los platos de la escueta
cena. Dejé lo que estaba haciendo cuando sonó el timbre, y al abrir la
puerta me encontré a uno de aquellos tipos, de los poco recomendables, a
los que mi padre había pedido prestado. Venía solo, pero no le hacía
falta nadie más. De un empujón terminó de abrir la puerta, golpeándome a
mí con ella en el proceso, y haciéndome caer. Se adentró como una
exhalación por el pasillo, guiándose, supongo, por el sonido amortiguado
del televisor, y frente a él, encontró a mi padre.
«Oí los gritos, y los golpes. Él hombre
le reclamaba un dinero que mi padre no podía pagar, y mi padre rogaba
que dejara de golpearle, “por favor” decía, “por favor”. Pero aquel
hombre no paraba con los golpes, y de seguir así, seguramente, acabaría
matándolo.»
«“Yo te pagaré” le grité, mientras
imploraba que lo dejara, mientras le pedía que no lo matara. —Se tomó un
momento para respirar profundamente, mientras él no cesaba de
acariciarla—. El hombre, contra todo pronóstico se detuvo y se giró
hacia mí. Jamás olvidaré su mirada, y no la olvidaré porque desde
entonces muchos hombres me han mirado igual, pero aquella vez fue la
primera. Nunca antes me habían desnudado con la mirada, nunca antes me
habían evaluado como si tan sólo fuera un trozo de carne, como si fuera
una simple mercancía a la que poner un precio.»
«“¿Eres virgen?” me preguntó. ¿Qué le
iba a decir? Estaba aterrada, sólo quería que dejara de golpear a mi
padre. Le dije la verdad, tal vez eso le salvó la vida, le dije que sí. —
La mano de él ya había conseguido sortear la frágil resistencia que la
cremallera del pantalón de ella ofrecía, y acariciaba sin pudor sobre
las finas braguitas, entre las dos solapas de tela vaquera vencida. Aún
le era imposible alcanzar la entrepierna de ella, objetivo último e
indispensable de la aventura, porque el ajustado pantalón se lo impedía,
pero sospechaba, por la respiración algo acelerada, y por algún jadeo
furtivo, que la delicadeza de sus caricias, estaban excitando a su
acompañante—. Nunca supe muy bien cómo lo hizo, pero en un abrir y
cerrar de ojos había esposado a mi padre mientras le decía que el primer
pago se lo cobraría conmigo, que me iba a desvirgar como si fuera una
perra, y que lo haría frente a sus ojos, que él lo vería todo, que así
no olvidaría con quien se la estaba jugando.»
«Afortunadamente, aquel hombre no estaba
muy bien dotado, aunque no tenía con qué comprar, y me pareció algo
enorme, he de reconocer que era bastante pequeña. De no haber sido así,
lo más probable es que me hubiera desgarrado. Nunca olvidaré la primera
vez que me follaron. La primera vez que me follaron fue por dinero, ¡Por
dinero! Y con mi padre presenciándolo todo, con ojos horrorizados,
llorando y suplicando, frente a nosotros. Al parecer el hombre disfrutó
mucho de mi virginidad, pues después de obligarme a lamerle la polla
durante unos segundos, me tumbó de espaldas sobre la mesa, y subiéndome
los talones, me penetró sin miramientos. A pesar del pequeño tamaño, me
dolió bastante, pero por fortuna el hombre se vació enseguida,
llenándome con su semilla, pero librándome del sufrimiento. Antes de
irse me dijo que ya era una puta, que si quería más dinero, que fuera a
verle, que el me daría trabajo. Mi padre le gritó, le dijo que se fuera,
que no volviese. El hombre le escupió, me agarró por la cintura, me
besó, y se fue. No sé si en ese momento ya era una puta, pero sí sé que
descubrí que poseía entre las piernas algo que podía ser la solución a
todos nuestros problemas.»
—Continúa —pidió él, tras un rato de
silencio. Moviéndose despacio se incorporó ligeramente y acercó sus
labios a los de ella, depositando allí un lúbrico beso.
—No sabía muy bien cómo actuar, mi padre
se negaba a mirarme a la cara, y no hacía más que llorar, pedirme
perdón y echarse la culpa. Me repetía que él había matado a mamá, que no
había hecho todo lo que podía, que él tenía que haber muerto en su
lugar. Me decía que me había abandonado, que era su culpa que aquel
hombre me hubiera violado, que no había sido capaz de mantener el
trabajo, ni de cumplir con los pagos, que todo era culpa suya.
«Yo intentaba consolarle, le decía que
no había sido para tanto, que apenas me había dolido, y que si para
salir de ésta era necesario dejarme follar por todos nuestros
acreedores, que sería un precio bajo. Ante esto, y normal, ahora lo
entiendo, mi padre no encontraba consuelo. Me decía que no, que no podía
hacerlo, que no era correcto. Que no quería a su hija convertida en una
vulgar puta, chuleada por matones de poca monta. Cuanta razón tenía, y
como me arrepiento de no haberle escuchado.»
—Todos deberíamos escuchar los consejos de los padres —susurró él.
—Al día siguiente hice mi primer
experimento —continuó, haciendo caso omiso a la interrupción—. Dejé a mi
padre en casa, durmiendo la culpa y la resaca, y me fui al taller de
madera en el que ya no trabajaba. Sin anunciarme, entré en el despacho
del propietario, y sin mediar palabra, me bajé la faldita. “Si le
devuelves el trabajo a mi padre, todo esto será tuyo cuando quieras”. El
hombre debió echar cuentas, y debió salirle rentable. Supongo que un
trabajador, aún en estado lamentable, sumado a una zorra a quien
follarse, bien valía un salario miserable. Me atrajo hacia él, me besó
con rudeza y me obligó a rodear su polla con mis labios. Aquella era más
gorda que la de la noche anterior, y él me forzaba a comérmela entera,
provocándome ahogos y arcadas. Enseguida se dio cuenta de mi
inexperiencia, lo cual no pareció importarle, más bien al contrario,
disfrutaba enseñándome.
«Mi padre recuperó el trabajo, abandonó
la bebida y empezó a recuperarse, seguramente espoleado por el miedo a
que volvieran a violarme, o algo peor. —Ella ya notaba las caricias por
debajo de la ropa íntima, sintiendo los dedos repasar cada centímetro de
su monte de Venus, pues por culpa de lo ceñido del pantalón, no podía
llegar más allá—. Él no sabía, que cada día, cuando pasaba por el taller
a verle, subía también a ver a su jefe.»
«Él sentado sobre la silla, con los
pantalones en el suelo, agarrándome por la cintura, y yo, sentada
encima, dándole la espalda, con las piernas abiertas, los pies apoyados
en sus rodillas y el chorreante cimbrel inundándome de leche blanca. Así
nos sorprendió mi padre, aproximadamente al mes del acuerdo. Nunca lo
había visto tan furioso. De un golpe me lanzó por el aire, haciéndome
caer de espaldas en el suelo, quedándome sin resuello, y como si el
mismo diablo lo poseyera, arremetió contra su jefe. El hombre era
incapaz de defenderse de los golpes y puñetazos enfurecidos, y mi padre
no paró hasta después de haberle hecho perder la conciencia, cuando por
fin conseguí que oyera mis súplicas “vas a matarlo, vas a matarlo,
déjale, vas a matarlo” le gritaba llorando. Tal vez matarlo fuera su
deseo, no lo sé, pero por fortuna conseguí aplacar su ira. Para mí sólo
tuvo una última mirada cargada de asco y despreció, y salió de allí,
dejándome junto al hombre inconsciente, con su blanca semilla
corriéndome por los muslos desnudos y las frías lágrimas por los
carrillos.»
Como en un reflejo del pasado, una
solitaria lágrima cayó por la mejilla de ella, y él la recogió con
gentileza, acariciándola con el dorso de mano. Ella suspiró, y se detuvo
para tomar aire durante un instante, mientras él se incorporaba y le
bajaba el pantalón lentamente, rozando los dedos con sus caderas y el
contorno de sus piernas.
—Aquella noche mi padre no llegaba a
casa, y yo sólo lloraba y lloraba, sin saber qué hacer. Todo lo que
había hecho, lo había hecho por él, por los dos. No comprendía porqué mi
padre se enfurecía tanto, cuando a mí no me importaba cumplir con aquel
hombre que, a cambio, le proporcionaba trabajo. Es más, había llegado a
aprender a disfrutar de nuestros encuentros, que no por obligatorios,
dejaban de ser, en cierta manera, placenteros. No era un hombre tierno,
ni cariñoso; más bien todo lo contrario, era brusco y descuidado, pero
con él había tenido mis primeros orgasmos. No fueron muchos, porque la
mayoría de las ocasiones tan sólo buscaba que yo le complaciera. Pero a
veces, cuando lo que quería era lamerme la entrepierna, y disfrutar con
mis jugos en sus labios, me recorría con la punta de la lengua, hasta
hacerme disfrutar como una perra, arqueándome y gimiendo.
«“Te pareces tanto a ella” nunca
olvidaré lo que me dijo cuando por fin llegó, borracho como una cuba,
oliendo a whisky, o tal vez a ginebra. “¿Alguna vez te conté como nos
conocimos?” Sí, me lo había contado, cientos de veces, y me lo volvió a
contar en aquella ocasión. Pero tras la historia de cómo conoció a su
gran amor, cuando tenía la misma edad que yo, hizo algo que nunca había
hecho antes: Se acercó hacia mí muy despacio, llamándome por el nombre
de mi madre, diciéndome lo mucho que me quería, cuánto me echaba de
menos, y me besó con una ternura que yo no había encontrado en los
labios de los dos hombres que ya me habían follado. No guardo un
recuerdo claro de lo que pasó aquella noche, sólo sé que mi padre fue el
primer hombre que me hizo el amor, que recorrió mi cuerpo con ternura y
que logró que cada una de mis terminaciones nerviosas se estremecieran
bajo sus manos. Tal vez en ese momento comprendí lo miserable que era
comerciar con aquellas sensaciones, con aquel placer, que lejos de
parecerme prohibido, me pareció lo más valioso y delicioso que tenía.
Comprendí que mi padre no se enfadaba porque yo hubiera practicado el
sexo, sino que su enfado radicaba en que algo tan perfecto lo traficaba
por dinero, cuando lo que él quería era que se lo regalara. Y se lo
regalé con gusto.»
Él había retirado con delicadeza los
zapatos de ella, y le había quitado los pantalones por completo, dejando
su cuerpo sólo cubierto por las braguitas semitransparentes. Con
dulzura, recorrió la parte interna de los muslos con la punta de los
dedos, mientras acariciaba cada centímetro de las largas y bien
torneadas piernas con los húmedos labios. Ella se estremecía asqueada
por excitarse con aquellos suaves besos, avergonzada por sus actos
pasados, y, en el fondo, aliviada por poder compartir, aunque fuera con
un extraño, su pesada carga.
—Me equivoqué. Mi padre no me deseaba
para sí. No sé qué es lo qué quería, o que pretendía, pero es evidente
que para el fue demasiado.— Ahora ya era incapaz de controlar las
lágrimas que durante tanto tiempo había escondido—. A la mañana
siguiente, cuando desperté, no estaba, y no volvió a lo largo de varios
días. Lo encontraron en la playa, muerto y destrozado, seguramente por
las rocas del acantilado desde el que la policía decía que había
saltado.
—No tienes que seguir, si no quieres —susurró él, acongojado.
—No, no, quiero seguir, ahora que ya he empezado. Necesito desahogarme, necesito contarlo…
Él se levantó y buscó en su valija, que reposaba en la silla desvencijada, hasta que encontró un paquete de pañuelos de papel.
—Toma —ofreció, tumbándose junto a ella y
rodeándola con el brazo. No sabía muy bien cómo actuar, pero la culpa
había sido suya. Podía habérsela follado sin más, haber echado un polvo
increíble con una tía impresionante, que bien valía lo que pedía. Pero
no… Tenía que indagar en el motivo de su tristeza, tenía que abrir la
bocaza…
—Gracias —intentó sonreír ella, cogiendo
el paquetito que le tendía y sonándose ruidosamente—. Lo siento, esto
no es muy excitante…
—Culpa mía, yo he preguntado, me lo merezco.
—Puede que al final te haga un
descuento— intentó hablar mientras se le escapaba una carcajada, mitad
por los nervios, mitad por lo surrealista de la situación.
Y después, sólo silencio.
—¿A dónde vas? —Durante un par de minutos habían permanecido callados, sin moverse, pero ahora ella se había levantado.
—Dame un segundo, voy a lavarme la cara —contestó ella, volviéndose para mirarlo y sonriendo—. Ahora vuelvo.
—¿Terminarás de contarme tu historia?
—Te lo prometo.
No entendía lo que le estaba sucediendo,
pero notaba que había conectado con aquel hombre de forma muy especial.
Se repitió varias veces mientras se lavaba con abundante agua, que sólo
era un cliente, sólo otro más, que lo único que estaba haciendo era
vender su cuerpo como ya había hecho muchas veces, y que la única
diferencia era que en esta ocasión también vendía su alma. Pero la
sensación de alivio que sentía al hablar con alguien de su oscuro pasado
no la abandonaba.
Cuando salió del aseo, él seguía tumbado
en el mismo sitio en que lo había dejado; con la espalda sobre el
colchón y con la mirada perdida en el espejo del techo. Ella se acercó
con movimientos lentos, sinuosos, consiguiendo que él fijara los ojos en
sus torneadas caderas y no pudiera apartarlos.
—No, no te muevas, continuaré con mi
historia, pero ahora soy yo la que he de desnudarte a ti —susurró al
tumbarse en la cama a su lado, intentando no apartar la vista de sus
ojos verdes en ningún momento. Él no contestó, y, como si en el reflejo
del espejo se hubieran convertido, ella comenzó a acariciarle el vientre
sobre la camisa, como él había hecho hacía tan sólo unos instantes.
«Supongo que puedes hacerte una idea de
la desesperación en la que me vi sumergida. —Él asintió, pero ella no
pareció darse cuenta—. No habían pasado más que unos pocos meses de la
muerte de mi madre y yo me había convertido en una puta, me había
acostado con mi padre, y lo había conducido al suicidio. Durante muchos
años me he dicho que no fue culpa mía, o que por lo menos, no sólo fue
mi culpa. Pero siempre he sabido que yo fui la que acabó con su vida. No
quise hacerlo, en aquella época era muy inocente, no conocía conceptos
como el incesto y había otros que no los acababa de entender, como el de
la prostitución, pero está claro que aquello fue lo que acabó por
destruir el alma de mi padre. Realmente no le culpo por hacer lo que
hizo, la única responsable soy yo…»
Un nuevo nudo se le había formado en la
garganta, y sentía como volvía a estar a punto de romper a llorar otra
vez. Así que decidió respirar hondo, y dejar la historia durante un
momento. Se concentró en desabrochar, uno a uno, los botones de la
elegante camisa de él, acariciándole la bronceada piel del pecho con las
uñas y las yemas de los dedos. Cuando la carísima, a juzgar pos su
aspecto, camisa, estuvo totalmente suelta, dedicó sus esfuerzos a
recorrer el pecho, libre de vello, con sus tersos labios, repasando cada
marca con la lengua, remarcando cada contorno con los dientes
entreabiertos, mientras él, continuaba en silencio.
—Estaba sola, perdida y sin rumbo
—continuó cuando se sintió con fuerza para ello, separando los labios
del pecho de él, y manteniendo sus caricias que abarcaban todo el
torso—. Las deudas que había contraído mi padre seguían ahí, y yo no
tenía forma de pagarlas. Bueno, en realidad, pensé entonces, sí tenía
forma, sólo una.
«A los pocos días del suicidio de mi
padre, decidí que si quería sobrevivir, debía utilizar aquello que había
aprendido sobre mi cuerpo y sobre el sexo, en mi propio beneficio. Me
prometí a mí misma que nunca jamás volvería a hacer el amor con ningún
hombre, que aquella experiencia permanecería siempre única e inalterable
en mi recuerdo, y sería sólo mi padre al que se la habría entregado por
gusto. El sexo ya no tendría para mí ningún valor más allá del
monetario, pues había conducido a la muerte al único hombre al que había
amado.»
«Como creía que tenía poco que perder,
qué ilusa, fui a ver a los hombres con los que mi padre había negociado
sus préstamos, y busqué a aquél que me había desvirgado hacía unas
semanas. Él ya sabía la suerte que había corrido mi padre, y lo primero
que me dijo fue que yo debía cubrir todas sus deudas, pero eso era algo
que yo ya sabía. Le dije que pagaría, pero que necesitaba que me diera
trabajo, que haría lo que fuera. Supongo que debió ver la desesperación
en mi rostro, porque se rió de mí y me dijo que no valía ni para puta.
Le rogué que me dejara demostrárselo y entre risas despectivas accedió.
Se bajó los pantalones y me ordenó que se la chupara. —Sintiendo que
volvía a derrumbarse, se paró, tomó aire y buscó fuerzas en los labios
del extraño, que le devolvió el beso. No debería sentir seguridad al
besar al hombre que la compraba, aún así, y no entendía por qué, pero el
lengua contra lengua, consiguió tranquilizarla—.Yo me arrodillé frente a
él e hice lo que me pidió, intentando demostrarle todo lo que había
aprendido en mis encuentros con el dueño del taller de maderas. No tardó
demasiado en correrse abundantemente entre mis labios, mientras yo
intentaba tragar toda su leche, pues era algo con lo que el antiguo jefe
de mi padre disfrutaba sobremanera.»
«Supongo que quedó satisfecho, porque me
dijo que tal vez podría hacer algo conmigo, pero que debía someterme a
otra prueba. No sé cómo no me dí cuenta de que lo único que pretendía
era ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar, con la intención de
aprovecharse de mí todo lo que pudiera. Yo le rogué que probara lo que
quisiera, pero que me diera trabajo. Inocente de mí, podía haber sacado
lo que hubiera querido por mi cuerpo, podía habérmelo montado por libre,
o haber acudido a alguien con más escrúpulos, pero yo era muy inocente y
no estaba preparada para la crudeza del mundo. Me dijo que esperara,
que iba a buscar la siguiente prueba. Debí haber salido de allí en aquel
mismo instante, pero estaba sola y desesperada, así que me quedé
quieta, aguardando la sorpresa.»
«A los pocos minutos volvió, apareciendo
en la puerta acompañado de dos hombres muy grandes, no los recuerdo,
pero me dijo sus nombres. Y después me dijo que si quería trabajar para
él, debía estar dispuesta a cualquier cosa, y que cualquier cosa eran
ellos. Yo le contesté que sí, que hicieran conmigo lo que quisieran, y
eso hicieron. —La amargura del recuerdo la impulsó, de nuevo, a buscar
consuelo, aferrándose a los labios de él, que la escuchaba casi sin
aliento—. No sé cuánto tiempo me tuvieron follando. Me obligaron a
chuparles las pollas, que eran las más grandes que yo había visto hasta
el momento, me obligaron a tumbarme entre los dos mientras me follaban
la boca y el coño a la vez, y, al final, untándose de vaselina los
miembros, me penetraron por el culo. Al principio cada una de sus
embestidas me dolía como si me partieran por la mitad, tanto por delante
como por detrás, y sólo hacía que implorar. Mis sollozos y mis lágrimas
parecían no importarles, más bien al contrario, parecía que disfrutaban
con ellos. Al final, llegó un momento en que ya no sentía nada. Cuando
por fin se corrieron, yo suspiré aliviada, pero solo era el principio.
Unas rayas de un polvo blanco que hasta entonces nunca había probado y
volvieron a la carga, dejándome al final, con el cuerpo destrozado.»
Él suspiró, excitado, cuando notó las
cálidas manos de ella acercándose a su entrepierna. Era una situación
extraña, allí tumbado, mientras escuchaba aquella historia triste de
labios de la puta que había contratado. Las caricias que le
proporcionaba eran tiernas y sensuales, y cuando necesitaba detener las
palabras, tal vez porque se le atragantaban, lo compensaba gratamente,
lamiendo el cuerpo, y besando.
—Trabajé para aquel hombre malvado,
durante al menos, un año. El trato que me propuso fue algo raro, pero yo
no tenía idea de cómo funcionaba aquel mundo, así que acepte, sobre
todo por necesidad. Me convertí en una… no sé cómo decirlo, en una puta
particular. Él me acogió, entregándole mi casa al banco, y me instaló en
una habitación que arregló, pared, pared con su despacho. Él me tomaba
siempre que quería, lo que solía ser varias veces al día, además, yo
siempre debía estar dispuesta para satisfacerle a él o a quien él me
mandase. Todos sus clientes, amigos y parientes desfilaron entre mis
piernas, pues para él no era más que un presente barato para ofrecerme a
la hora de cerrar un negocio, o de agasajar a uno de sus socios.
«Él ya se encargaba de tenerme siempre
dispuesta, y sobre todo, colocada. Primero me dio la cocaína; luego,
mariguana, por último; heroína, con todo esto ya me creía cazada. —Las
manos de ella, juguetonas, se enredaron con el botón del pantalón, hasta
vencerlo, y poco a poco, lo fue, de lado a lado, retirando. Para acabar
de quitárselo, se movió, gateando hasta el final de la cama, dejándolo
vestido sólo con los slips, en los que se veía, perfectamente marcado,
el excitado falo, que quizás sólo por torturarlo, al volverse a tumbar a
su lado, comenzó a acariciarlo, tan sólo rozándolo con la punta de las
uñas, por encima de la tela—. Me obligaba a chutarme, supongo que porque
pensaba que al tenerme enganchada no se me ocurriría irme, y bien es
verdad que a mí me gustaba, pues suponía un alivio a toda mi pesada
carga. Normalmente no sabía ni quiénes, ni cuántos, ni cómo me follaban,
no era más que una muñequita de trapo, en brazos de hombres grandes,
que tan sólo me utilizaban, todo el día por los suelos, todo el día en
sus manos, todo el día drogada.»
«Por fortuna, o por desgracia, un día,
me quedé preñada. No sé cómo pudo suceder, pues mi captor, que aunque no
me tenía secuestrada, sí me tenía capturada, había intentado evitar
esta posibilidad. Me había instalado un dispositivo intrauterino y
además, obligaba a usar preservativo a la mayoría de tíos a los que me
entregaba, supongo que por el riesgo de que me contagiaran algo que yo
luego pudiera pegarle, aunque no a todos. De todas formas, yo solía
estar tan puesta que no me enteraba si se corrían en mi culo, en mi coño
o en mi cara. Tranquilo, no pongas esa cara, que no me pegaron nada.»
Ella ya había liberado del calzón el
erecto miembro de él y lo pajeaba despacio, con una dulzura poco común
en una prostituta. Él se había intranquilizado al escuchar la última
parte del relato, pero el riesgo de contagio no era algo nuevo para una
persona que frecuenta la compañía de mujeres públicas, a pesar de
utilizar siempre las precauciones pertinentes. Si ella decía que no le
habían pegado nada, así sería, y aunque no, a estas alturas nada
impediría que se la follara, evidentemente, con la polla bien
resguardada. Ella pareció leerle el pensamiento, pues estirando la mano,
buscó a tientas el pequeño bolso y extrajo un condón. Abrió con cuidado
el pequeño paquetito de plástico y se puso la goma entre los labios,
después, acercándose despacio, se introdujo el miembro en la boca,
colocando, de paso, el preservativo.
—Como ya te he dicho, pasó más o menos
un año —dijo, sacándose el falo engomado de la boca—. Cuando me di
cuenta de mi embarazó, quise dejarlo todo, pues era algo para lo que no
me había preparado Ya era bastante duro enfrentarme cada día al espejo,
como para además, cargar con una nueva muerte; la de mi hijo nonato.
—Cada vez que hacía una pausa para respirar, bajaba los labios sobre la
polla erecta, que estaba bien sujeta con la mano, por la zona de los
huevos, y jugueteando con la lengua, la introducía lo más hondo que
podía, para después, con suma cautela, sacársela de nuevo y continuar
con su relato—. Si quería salir de allí, sabía que no podía decírselo a
mi captor, pues estaba convencida que no me lo permitiría, hace tiempo
que me había dado cuenta de que no trabajaba para él, sino de que me
retenía, no en contra de mi voluntad, técnicamente, sino sin contar con
ella. En ese momento ya sabía que no era puta, era algo peor, era una
esclava sexual.
«Lo que hice al principio fue lo más
sensato, y es algo con lo que mucha gente no puede lidiar, pero mis
motivos eran fuertes, y sabía que podía. De la noche a la mañana dejé de
tomar coca, en vez de esnifármela, soplaba; cuando fumaba, disimulaba, y
procuraba no tragarme el humo, y al igual con la mariguana. Con el
caballo fue más difícil, pues al dejar de tomarlo, el mono fue tremendo,
y no tuve más remedio, sobre todo, por que no se diera cuenta, que
volver a inyectarme. Pero cada vez me ponía menos, lo que él me daba lo
guardaba, y poco a poco la ansiedad se fue reduciendo. Finalmente,
estando ya casi del todo limpia, al mes y medio de mi primera falta,
cuando ya empezaba a notárseme algo más hinchada, pues siempre he sido
muy, muy delgada, aunque para nada parecía aún embarazada…»
Ella pareció dudar, o perder interés en
la confesión, centrando toda su atención en juguetear con el falo de él
entre sus labios, repasando el glande con la lengua, recorriendo con la
boca toda su extensión, y recibiendo suspiros de placer entrecortados.
—¿Qué pasó, al mes y medio de tu primera falta? —Preguntó él, entre jadeos, totalmente absorto con la historia.
—Bueno… Eres la primera persona a la que
le hablo de esta etapa de mi vida y… Supongo que ya da igual, han
pasado muchos años… —Durante un momento se tensó, mirando nerviosa a su
alrededor, imbuida por la paranoia, pero tras unos segundos, controlando
la respiración, se sosegó—.Digamos que un día, un fin de semana, en el
que pretendía follarme en sesión maratoniana, abusando de mí, del
alcohol y de las drogas, se me fue la mano al calcular la dosis de
heroína que debía inyectarle, y al parecer, sufrió una sobredosis…
accidental. Supongo que él no se lo esperaba. Cuando llegó la policía,
yo ya no estaba, y aunque supongo que me buscarían, él no guardaba nada
que le relacionara conmigo, y no creo que la gente a la que me cedía,
estuviera muy dispuesta a compartir nada, ni a colaborar, con la
policía.
«Todo mi mundo se reducía a aquella
habitación junto al despacho, a las drogas, y a los hombres que entraban
y salían de mí, nada más. Durante un año, al menos, no había visto la
calle. Así que yo no me di cuenta hasta que no escapé de allí. Al salir,
descubrí que debía ser el invierno más duro de los últimos años, y no
tenía a dónde ir, ni sabía a quién podía acudir. Malviví en la calle
durante unas pocas semanas, intentando resistirme, por mi embarazo, al
asunto de las drogas, y acabé, durmiendo en un edificio abandonado, con
un grupo de toxicómanos, que no tenían inconveniente en que les
acompañara, sobre todo si podían meterse en mi cama. O más bien, bajo mi
caja… Ese invierno, me enteré años después, murieron varios ancianos
debido a las bajas temperaturas, y algunos vagabundos también… A mí me
encontró la policía, una noche helada, con evidentes síntomas de
hipotermia. En el hospital me hicieron entrar en calor, pero me dijeron
que el feto había quedado gravemente dañado por el frío y que era
necesario practicarme un aborto.»
«Me negué, lloré y pataleé, creo que
hasta mordí. Aquel bebé, era mi única familia, lo único que tenía en el
mundo, la razón que me daba fuerzas para levantarme cada mañana, y no
podía permitir que me lo arrebataran. Pero lo hicieron. Ahora lo
entiendo, evidentemente no podían hacer otra cosa. De no haberme
operado, no sólo no hubiera dado a luz, pues el feto ya había muerto,
sino que probablemente se hubiera enquistado, provocándome la muerte a
mí. Pese a todo, aquella perspectiva no era tan mala… en aquel momento»
Las lágrimas volvían a caer por las
mejillas de ella, pero esta vez no eran debidas a la desesperación o a
la culpa, sino, más bien a la añoranza de aquello que pudo ser y no fue,
o tal vez a la nostalgia de aquello que simplemente nunca pudo ser. Él
no lloró, pese a que ella había conseguido que se le formara un nudo en
la garganta, aunque muy posiblemente sus ojos verdes sí se humedecieron
ligeramente.
—Supongo que puedes imaginarte el
suplicio que supuso para mí la perdida de ese niño. —Él asintió,
acariciando su rostro con las manos, enjugando con ternura las lágrimas
que manaban de aquellos preciosos ojos negros—. Aquella fue en verdad,
la peor época de mi vida. Volví a caer en la drogadicción, de la cual
aún no me había recuperado en absoluto, y comencé a vender mi cuerpo por
mucho menos de lo que lo había hecho hasta el momento, y nunca había
sido por demasiado. Estuve bastante tiempo haciendo la calle, chuleada
por un camello de poca monta, que me obligaba a darle todo lo que
recaudaba a cambio de proporcionarme los chutes. Al menos dormía bajo
techo, la mayoría de los días. Pero solía emborracharse hasta perder el
sentido, y cuando no le traía lo que él creía que debía traerle, me
acusaba de robarle, y me pegaba. Nunca entenderé porqué no me escapé de
él. Supongo que a su lado me sentía, de cierta manera, protegida,
segura.
«Debió acabar en la cárcel, o muerto, o
quizás huyó, escapando de algún… —Pareció detenerse, buscando la
palabra correcta—. Proveedor. Sí, escapando de algún proveedor al que le
debía dinero, tan sólo sé que un día regresé a la casucha donde
vivíamos y no estaba. Nunca volvió. Yo continué haciendo la calle
exactamente igual, vendiendo mi cuerpo de yonqui por cantidades
miserables, incluso llegué a dejarme follar por un pico, o por una
mísera dosis de crack. Si no hubiera sido adicta a las drogas, en poco
tiempo habría conseguido suficiente para salir de aquella vida, pues aún
cobrando miseria por cada polvo, acababa sacando una buena cantidad.
Pero todo me lo pulía en drogas y a la noche siguiente volvía a
empezar.»
«No sé cuánto tiempo estuve viviendo de
aquella manera, perdí la cuenta de los días. Pero estoy segura de que
por lo menos, habían pasado dos o tres años desde el día que visité el
hospital por primera vez, del día en que perdí a mi hijo, hasta el día
que me tocó volver. No recuerdo bien los detalles, seguramente algún
otro drogadicto intentó robarme, pero sé que ingresé en urgencias con un
agujero de arma punzante en el abdomen. —Ella, sin moverse, guió la
mano de él con la suya, hasta que rozó con los dedos una cicatriz en el
costado, que hasta el momento le había pasado desapercibida—. Gracias al
cielo no fue una herida excesivamente grave y tan sólo me perforó el
estómago. Pero fue lo suficientemente importante como para ser
intervenida de urgencias y quedarme una temporada ingresada.»
Por fin ella pareció desistir del
intento de felación, pues cada lametón la obligaba a interrumpir sus
pensamientos, así que decidió, de forma unilateral, pasar a mayores,
algo a lo que él no se negó. Con calma bajó su ropa interior, elevó una
pierna sobre el torso de él y se colocó a horcajadas sobre su cintura.
Rodeó la polla utilizando la mano y la guió, acercando la pelvis, hacia
su interior. Cuando sintió que el glande comenzaba a presionar sobre sus
henchidos labios vaginales, apartó la mano e hizo descender sus caderas
de forma repentina, introduciéndosela de un solo golpe. Ambos gimieron
al unísono al entrar en contacto de forma tan deliciosa, y así se
quedaron, él dentro de ella, ella sobre él, durante unos minutos,
mientras la historia proseguía.
—Allí entré en contacto con una
organización religiosa que se dedicaba a ayudar a gente con problemas
como los míos, y siendo consciente de lo cerca que había estado de la
muerte, y de la mierda de vida que llevaba, estaba deseosa de dejarme
ayudar. Cuando me dieron el alta en el hospital, me uní a estas
personas, a esta secta, en lo que ellos denominaban un retiro para
purificarse. Al parecer, la fortuna, que tan mal me había tratado hasta
aquel momento, había empezado a sonreírme, y me permitió recuperarme de
mis adicciones sin dejarme ningún tipo de secuela, algo que no todos los
que allí estaban podían decir. En aquellos retiros había gente con
recursos, o con familias adineradas que pagaban buena plata por su
estancia, y también había gente como yo, gente humilde y sin recursos
que podía recibir ayuda gracias a la caridad, y, para qué negarlo, al
trabajo duro. Ayudar en las cocinas, fregar, barrer, trabajar en el
huerto y en la quesería. Además, creo que el estado les subvencionaba
por su labor social. La peor parte era cuando intentaban convertirme a
la religión verdadera, pero yo tenía claro que no había dios, o que si
lo había, yo le importaba bien poco, así que fingía y asentía. Nunca
llegué a creerme una sola palabra.
«Gracias a la buena comida y a la dureza
del trabajo, y por supuesto, a mi total abandono de las drogas, en
pocos meses recuperé mi anterior figura, sintiendo como los pechos y las
caderas volvían a recobrar forma y tamaño, y como dejaban de marcárseme
todos los huesos del cuerpo bajo la piel. Nunca he tenido grandes
pechos. —Él, como por instinto los acarició con las manos, mientras ella
sonreía—. Pero durante la época que viví en la calle, me quedé tan
delgada que a veces podía pasar por un hombre.»
—No creo que hayas podido pasar por un hombre —interrumpió él clavando su mirada en aquellos ojazos negros que se la devolvían.
—Bueno, seguía siendo una mujer, y
seguía teniendo pechos y caderas, pero llegué a estar tan delgada, sobre
todo en mí última época, que si tuviera fotos de entonces, no se me
reconocería….
—Y aparte de comer y trabajar ¿qué hacías? Si no te gustaba rezar…
— Pues el poco tiempo libre que tenía lo
empleaba en leer en la pequeña biblioteca del refugio. Al principio
sólo me permitían leer panfletos y libros religiosos, pero finalmente
conseguí, utilizando todos mis encantos, que el encargado de la
biblioteca, un hombre apuesto, aunque algo simiesco, que también había
venido de la calle hacía muchos años, me diera acceso a novelas, a
libros de historia y de economía. Recuerdo que leía con avidez los
periódicos, cuando en un momento de flaqueza, normalmente después de
practicarle sexo oral hasta dejarle seco, conseguía sonsacárselos al
bibliotecario. Allí había un mundo entero que yo desconocía, que estaba
esperándome, y lo único que quería era prepararme bien para él.»
«El rumor de que me acostaba con el
bibliotecario acabó extendiéndose por el refugio, pero los responsables
parecían hacer la vista gorda, dado que trabajaba mucho y bien. Además,
imagino que todos deseaban en mayor o menor medida acostarse conmigo, y
pensaban que si me mantenían allí posiblemente acabaría cayendo, y así
fue. Al bibliotecario no le hizo mucha gracia enterarse de que también
me acostaba con el cocinero, y a ambos les dolió bastante lo del
encargado de los establos... Nunca presté demasiada atención al aspecto
religioso, pero supongo que cuando se corrió la voz de que también me
metía en la cama del padre cenobiarca, fue demasiado, y me expulsaron.»
Ambos parecían estar disfrutando a su
manera aquella extraña situación que mezclaba la erótica del sexo, la
complicidad de la confesión, la tranquilidad del anonimato y la
discreción de la prostitución, con la que ambos estaban familiarizados.
«Pero en aquel momento, y tras más de un
año con aquella secta, aprendiendo tanto de los libros como de los
hombres, ya era una persona totalmente distinta. Ahora ya sabía como
podía sacarle un mayor rendimiento a mi cuerpo, y eso pensaba hacer.»
«Cuando llegué a la capital, me dediqué a
recorrer un buen número de clubs de alterne ofreciendo mis servicios.
No tardé en encontrar trabajo en las afueras, con, incluso, contrato de
camarera, una buena paga fija y por supuesto… comisiones. Conseguir mis
documentos para formalizar el contrato fue una odisea, pues no tenía
ninguno desde que me marché de mi casa, pero finalmente lo conseguí.»
«Ni que decir tiene, que en aquel local
selecto me obligaron a hacerme las pruebas para todas las enfermedades
habidas y por haber. Afortunadamente, tanto para el negocio como para
mí, estaba totalmente libre de enfermedades venéreas. Con el dinero que
gané trabajando en el club de alterne me alquilé un piso de bastantes
metros, lo amueblé a mi gusto y comencé a vivir la vida que desde
siempre se me había negado, por primera vez comenzaba a ser feliz.
Además, después de malvenderme de forma callejera, para mí aquello era
un lujo. Disfrutaba con lo que hacía, disfrutaba con el sexo. Pero nunca
lo entregaba, como una vez me prometí, sólo intercambiaba una
mercancía, que era yo, por un dinero que me permitía vivir como creía
que merecía.»
Desde que ella se había penetrado con el
miembro de él, ambos habían permanecido totalmente quietos, simplemente
absortos en la historia, en contarla o en oírla. Entonces, como si el
recuerdo de la felicidad pasada hubiera servido de espuela, ella comenzó
un acompasado y tierno movimiento circular sobre él, haciendo que ambos
sexos se deslizaran húmedamente, uno dentro del otro.
—En aquella época conocí a algunas
chicas muy interesantes. Una de ellas, con la que hice verdadera
amistad, era una estudiante universitaria, de familia bien, que se
dedicaba a la prostitución por puro capricho, simplemente porque le
gustaba vestir a la última y vivir en la opulencia. La verdad es que
ella era todo lo que yo hubiera querido ser; inteligente, segura de sí
misma, con las cosas claras y con un cuerpazo y una belleza tal, que
casi rivalizaba con la mía. —Tanto él como ella rieron a gusto la
ocurrencia, consiguiendo que los espasmos producidos por las carcajadas
les proporcionaran un doble placer—. Ella tenía un plan para ganar más
dinero, y me propuso llevarlo a cabo junto con otras tres chicas. Quería
alquilar un piso en el centro con varias habitaciones y que nos
dedicáramos a la prostitución de lujo, llevándonos todo el dinero limpio
para nosotras, y pagando todos los gastos entre las cinco.
«Las perspectivas eran buenas, así que
aceptamos, poniendo anuncios en periódicos y en Internet, algo que para
mí era totalmente desconocido. En poco tiempo estábamos viviendo una
vida de lujo y desenfreno, ganando más dinero del que yo hubiera podido
soñar. Pero nos encontramos con algunos problemas. Primero fue un
exnovio de una de las otras chicas, que vino bebido e intentó forzarla,
después un cliente que se convirtió en acosador, algún otro cliente
agresivo… Acordamos que con lo que ganábamos podíamos permitirnos
contratar un guarda de seguridad para la casa. El trabajo era sencillo,
sólo tenía que pasar la noche en el salón, viendo la tele y tomando unas
cervezas, y socorrernos si teníamos problemas. Como extra, algunas
noches, si estábamos solas y teníamos frío, o si algún cliente nos había
dejado insatisfechas, él podía hacernos compañía, si quería. Y ya te
puedo decir que sí quería.»
Los movimientos lentos y acompasados de
ella comenzaron a acelerarse en sube y baja, mientras cerraba los ojos y
clavaba sus uñas en el pecho de él, como si estuviera haciéndoselo a
otra persona.
—Era un joven guapo, atento y divertido,
además de bien dotado, pero sobre todo era muy cariñoso y delicado. Al
principio todas nos peleábamos por sus atenciones, pero pronto quedó
claro, que aunque cumplía con las cinco, solo tenía verdaderos ojos para
una. A las pocas semanas yo prácticamente no aceptaba ningún cliente, y
él apenas vigilaba, pues nos pasábamos la noche haciéndonos arrumacos.
Una vez juré que no volvería a amar a ningún hombre, que jamás volvería a
regalarme a cambio de nada, pero por él rompí, sin dudarlo, mi promesa.
«Yo renuncié, sin pensarlo demasiado, a
mi vida de locura, lujo y desenfreno, para vivir a su lado. Dejé el piso
que tenía alquilado y abandoné a mis compañeras, que encontraron a otra
chica para llenar el quinto cuarto. Él continuó trabajando en la
empresa de vigilancia y seguridad, pero lejos de la casa donde me había
conocido, y yo, que ya sólo le pertenecería, comencé mi carrera como
camarera en un pequeño hotel de las afueras. Ninguno de los dos
ganábamos una fortuna, pero haciendo alguna hora extra a la semana, nos
daba para pagar el alquiler del pequeño apartamento al que nos mudamos y
para vivir holgados. Además, yo tenía, por si acaso, un buen dinero
ahorrado, de todo lo que había ganado… trabajando.»
«Él quería ser padre, aunque yo no
estaba tan segura, después de todo lo pasado, de haber perdido a mi hijo
nonato, de haber sufrido tanto… pero finalmente admití, que tener un
hijo suyo, era lo mejor que podía pasarme. Cuando me quedé finalmente en
estado, me sentí la mujer más afortunada del mundo, no había nada que
deseara y no tuviera. Pensando en el futuro, acudimos al banco, deseando
convertirnos en propietarios, para poder proporcionar a nuestros hijos
un lugar apropiado. Con todo lo que me quedaba ahorrado, pagué la
entrada de un precioso adosado, que el banco nos financió a cómodos
plazos. Cuando nuestra hija nació, nos volvimos algo osados, y volvimos
al banco, con la intención de financiarnos para iniciar por nuestra
cuenta una pequeña empresa.»
La historia se veía interrumpida a cada
acometida, pues un suspiro jadeante siempre conseguía escaparse. Y si
ella conseguía no alterarse, era él el que la obligaba a detenerse,
exhalando bruscamente, y de forma insinuante.
—En el banco tampoco nos pusieron pegas,
y, cargados de ilusión, compramos el pequeño hotel de las afueras, en
el que había estado trabajando durante algunos años, ya que los ancianos
propietarios se jubilaban. La vida me sonreía, mi hija crecía sana y
fuerte, y el negocio que regentábamos era, relativamente, rentable.
Nunca en toda mi vida había pensado que llegaría a ser tan feliz. Por
desgracia, la felicidad no fue eterna. ¿Qué puedo contarte, que ya no
sepas? Desaceleración, retraimiento del consumo, crisis, destrucción de
empleo, son conceptos que nos son a todos muy familiares en estos
momentos. Culpa nuestra por no haber sido previsores, pero, ¿quién lo
hubiera dicho? La economía iba viento en popa, la gente gastaba a manos
llenas, y nosotros, también. Ganábamos bastante dinero, pero lo
gastábamos, y trabajábamos en base a deuda. Pedimos un crédito para
reformar la fachada del hotel, un crédito para redecorar las
habitaciones, un crédito para comprar la casa de la playa… No pasaba
nada, el banco nos lo daba, y el hotel, lo pagaba.
«Al ver los primeros síntomas nos
asustamos, pero todos nos aseguraban que la cosa seguía viento en popa.
Los ministros desde el informativo nos tranquilizaban, el banco nos
animaba a continuar con las andadas, e incluso nuestro gestor, el que se
ocupaba de las cuentas del hotel, nos decía qué no había de que
preocuparse. Aún así, intentamos ser precavidos, bajamos nuestro nivel
de vida, dejamos de endeudarnos, y empezamos a llevar una vida más
relajada, pero sin privarnos de nada.»
Conforme hablaba, de forma entrecortada,
notaba como los calores empezaban a embargarla, naciendo entre sus
piernas, y muriendo, a lo largo de la espalda.
—Finalmente, el castillo de naipes se
vino abajo. la crisis arrasó con todo, y también con nosotros. Cuando la
cosa se puso fea, e intentamos solucionarlo, descubrimos asombrados,
que el gestor que nos aconsejaba, había arramblado con lo poco que nos
quedaba, al igual que con el resto de clientes, y se debía estar riendo
de nosotros, desde una tumbona en el caribe. No sólo nuestro hotel
estaba arruinado, sino que estábamos totalmente endeudados. Intentamos
vender la casa de la playa, que con tanta ilusión habíamos comprado,
pero no conseguíamos que nadie se interesara por ella. Seguíamos
trabajando, el hotel aún funcionaba, pero lo que ganábamos no nos
bastaba para cubrir las cuantiosas deudas. Finalmente, malvendimos la
casa de la playa, por una cantidad que aunque irrisoria, nos permitió un
ligero desahogo. Pero pronto vimos que eso no era todo. El hotel dejó
al fin de dar dinero, se convirtió en un monstruo que sólo nos chupaba,
la vida, la sangre, y lo poco que nos quedaba. Intentamos venderlo a la
desesperada, pero ahora ya sí, a nadie le interesaba.
Ella, como podía, contenía el orgasmo,
centrando sus pensamientos tan sólo en la historia que contaba, pero
notaba como su interior se encendía cada vez que alzaba la cadera,
haciendo que la gran polla de él saliera de sus entrañas, y como cuando
recorría el camino, a la inversa, hincándose en aquel falo, un
escalofrío la invadía, obligando a contraerse, de forma involuntaria,
las paredes vaginales, produciéndole si cabe, un placer más delicioso, y
a la par, culpable.
—Totalmente consternados, tuvimos por
fin, que bajar la persiana, entregando nuestro hotel a aquel director de
banco que tanto, decía entonces, nos apreciaba. Pero nuestra deuda con
él no había sido condonada, y aún teníamos que pagar una cantidad
desorbitada. Intentamos encontrar trabajo, para poder hacer frente a los
pagos, pero imagino que ya sabes como está el mercado. Ninguno de los
dos encontrábamos nada y en última instancia, malvendimos el adosado,
para alquilarnos un pequeño estudio, en una finca destartalada, mientras
continuábamos haciendo frente a los pagos que mensualmente nos
llegaban. Muchas veces hablamos de nuestra situación, pero para él,
mandarme a la calle nunca fue una opción. Yo se lo sugerí en más de una
ocasión, pues aunque cuando le conocí, juré que jamás volvería a dejarme
follar por dinero, sabía que así podríamos pagar nuestras deudas y
salir adelante.
«Yo he vivido en la calle, he malvivido
en la calle, y no pienso permitir que mi hija tenga que pasar por nada
parecido. Este mes nos llegará la orden de desahucio, pues ya no podemos
ni pagar el alquiler. Antes mi marido aún conseguía algo para comer en
los contenedores de los grandes comercios, pero ya llevamos tiempo
recurriendo a los comedores sociales… No voy a permitirlo, mi pequeña no
se merece eso. Ya casi no soy capaz de mandarla al colegio, porque sé
que ha de enfrentarse a las burlas de sus compañeros. Así que si he de
follar por dinero, si he de abrirme de piernas ante todo aquel que este
dispuesto a pagarme, por ella, por mi pequeña, estoy dispuesta. Ahora,
ya lo sabes.»
Toda la tensión acumulada estalló
repentinamente, haciendo que sus piernas temblaran espasmódicamente,
mientras alcanzaba un clímax como nunca antes había conocido. Todos los
recuerdos, todo el dolor y la rabia se acumularon en sus ojos negros
como el carbón, haciendo manar un mar de lágrimas cargadas de tantos
sentimientos, que sería imposible discernir cual era el motivo de su
llanto. Al mismo tiempo, los gemidos incontrolados acompañaban el
movimiento de caderas desbocado, que introducía una y otra vez entre sus
piernas el falo de él. Lloraba y jadeaba, y cabalgaba sobre el mayor
orgasmo que hubiera tenido nunca, porque en aquel momento no sólo
follaba, como había hecho en tantas ocasiones, ni siquiera hacía el
amor, como con su marido, o con su padre, aquella lejana vez en el
pasado, no. Lo de aquel día había sido algo especial, había conectado
con aquel hombre como no había hecho nunca con nadie, había desvelado
sus secretos más oscuros y se había confesado, limpiando su interior en
el proceso.
Él se mordía el labio con fuerza, con
los ojos fijos en la cara desencajada de ella, que saltaba como loca
sobre su polla, gritando y jadeando como si no hubiera mañana. El
orgasmo era inminente, pues ante aquellos movimientos, espasmos y
contracciones, no había hombre que pudiera evitar correrse. Ella no
paraba sus movimientos, haciendo que las lágrimas gotearan por su
rostro, inundándole a él el torso, mientras se corría sin medida. Él se
unió al jadeo desenfrenado, mientras su preciada semilla, borboteaba
abundantemente, llenando por completo el preservativo que aún llevaba
puesto.
Cuando ya ni sus propias piernas
pudieron soportar su peso, cayó rendida sobre el pecho de él, intentando
aspirar profundamente, sin poder contener el llanto.
—¿Y… y tu marido…? —Se atrevió a
preguntar él al cabo de un rato, notando aún como las lágrimas de ella
le recorrían el pecho y morían en su hombro—. ¿Tu marido lo sabe?
—Sí. No permitiré que se entere como se
enteró mi padre. Él lo sabe, y lo comprende. No le gusta, no nos gusta a
ninguno de los dos, pero no hay otro remedio, si lo hubiera….
Se quedaron allí tumbados, abrazados,
durante al menos un par de horas. Ella había estado todo el tiempo
llorando, y él, no sabía porqué, se había quedado a su lado, acariciando
su oscura melena. Pero finalmente ella se durmió, seguramente agotada
por el llanto. Él sonrió y negó con la cabeza. Sólo era una puta, sí,
con una vida triste, pero seguramente la mayoría de ellas tenían vidas
tristes, y en el fondo a él no le importaba.
Se levantó de la cama procurando no
hacer ruido, para no despertarla, y guiado por la difusa luz carmesí se
vistió con su ropa. Antes de abandonar la habitación, sacó un fajo de
billetes de la cartera, y contó hasta alcanzar la cantidad pactada, la
mitad por la historia, la mitad por el polvo. Dejó el dinero encima de
la cómoda y salió lo más sigilosamente que fue capaz. Pensó en ella
durante un rato, de camino a casa, pero al poco tiempo casi se había
olvidado. No había sido más que una triste historia de una triste puta, a
la que no volvería a ver, seguramente nunca…
Cuando ella abrió los ojos, se maldijo
por haberse quedado dormida, era un lujo que no podía permitirse. Se
tranquilizó al descubrir el dinero sobre el tocador. Lo cogió y lo contó
entre lágrimas. Con aquello les daría para cubrir el alquiler de un
mes, pagar luz y agua, y tal vez, la comida de un par de semanas. Con
los ojos enrojecidos, salió de la habitación y puso rumbo a casa,
sabiendo que la próxima vez que tuviera que venderse por dinero,
volvería a ser doloroso.
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de Silvade: http://tinyurl.com/Silvade
No hay comentarios:
Publicar un comentario