No entiendo que es lo que hago mal –murmuró el androide, dejándose caer
con pesadez en el sillón de mando de la nave.
Al androide le pusieron el nombre de Demiurgo hacía tiempo y, por eso, cuando
sus ágiles dedos biomecánicos desplazaron varias imágenes en la pantalla
holográfica de la nave y llegaron hasta los archivos protegidos con contraseña,
seleccionó su nombre en el campo dedicado al usuario. Luego conectó su enlace
neuronal de la cabeza al cerebro de la nave y accedió a los datos sensibles
almacenados.
–No puede ser así; algo está mal –se lamentó con un susurro mientras
recorría en milisegundos todos los vastos conocimientos que albergaban los
cristales de flúor. En ellos residía el compendio íntegro del conocimiento
humano.
Cuando llegó a la sección dedicada a la fecundación humana, se extrañó
al encontrarse con un error de lectura.
–Es el colmo –bufó hastiado Demiurgo.
Volvió a intentar el acceso a la información sobre la fecundación de
seres humanos. Un nuevo error de lectura volvió a aparecer en la pantalla
holográfica.
–No debería aparecer ningún error. Antes podía acceder sin problemas.
Estoy seguro.
Desconectó su enlace neuronal y, con un gesto de profundo cansancio, se
levantó del sillón de mando y se dirigió hacia el compartimiento donde se
almacenaban los cristales de flúor.
La chapa estaba abollada y la cerradura, otro enlace neuronal, tenía
arañazos a su alrededor.
El androide observó con detenimiento la cerradura. Estaba seguro de que
él no había abierto el panel con anterioridad. Pero allí estaban los arañazos.
Y los dos humanos que aguardaban fuera de la nave no podían haber sido.
No disponían de enlaces neuronales en sus cuerpos biológicos. Solo podía haber
sido él, pues era el único que poseía en su nuca la abertura donde se conectaba
el enlace neuronal.
Pero el caso es que no recordaba haber abierto el panel previamente.
–Es inaudito –suspiró confundido.
Sin dedicarle más tiempo a aquel sinsentido, pues era algo secundario,
Demiurgo conectó su enlace y abrió el panel. Dentro, los cristales de flúor
seguían conectados a sus cunas de silicio.
Pero… ¡Maldición!
El cerebro artificial del androide chisporroteó de miedo al advertir que
casi la mitad de los cristales, los que estaban más al fondo del pequeño
habitáculo, tenían grietas en su superficie. Algunos estaban visiblemente
rotos. Varios trozos y esquirlas se esparcían entre el resto de cristales.
–Imposible, imposible –repitió la máquina para sí, tratando de negar la
evidencia.
Casi la mitad del conocimiento humano estaba echado a perder. Los
cristales de flúor, los objetos más sólidos y duraderos conocidos, estaban
fragmentados e inutilizados.
–¿Cómo ha podido suceder?
El androide negó con la cabeza y sin poder soportar por más tiempo ver
aquel desastre, cerró el panel y volvió a sentarse, apesadumbrado, en el sillón
de mando.
–Tengo que saber qué ha ocurrido.
Se conectó de nuevo con el cerebro de la nave y se propuso repasar todos
los cuadernos de bitácora. Todos y cada uno de ellos.
Tardaría bastante tiempo pero los humanos, fuera de la nave,
aguardándole, podrían esperar. Además, el hombre y la mujer, al verse solos
quizá encontrasen la solución al problema de la procreación por sí mismos. No
se recordaba dónde ni cuándo pero alguna vez leyó que la vida sabe abrirse
camino por sí sola.
Empezó por acceder a la información desde el origen.
Todo surgió hace poco más de trescientas mil unidades-luz, en el planeta
Tierra. De allí provenían sí, leyó Demiurgo.
El sol, alrededor del cual orbitaba el planeta, se había vuelto
inestable desde que aparecieron aquellas manchas en su superficie brillante.
Los científicos declararon que jamás habían visto nada parecido. Las manchas
crecieron de tamaño en poco tiempo, reduciendo las radiaciones lumínicas y
caloríficas de la estrella. El planeta acusó el cambio de forma drástica,
desapareciendo en el tiempo de pocas generaciones humanas la mayor parte de las
especies vegetales y, siguiendo la cadena trófica, también un número
considerable de especies animales.
La especie humana, al verse en peligro, comprendió que la estrella que,
durante los miles de millones de años que había propiciado la vida en el
planeta, estaba cambiando, eliminando la propia vida que había ayudado a crear.
Mareas de seres humanos se desplazaron a las zonas del planeta donde aún
llegaban a la superficie suficientes cantidades periódicas de luz y calor,
capaces de mantener el clima de una forma soportable. El poco espacio
disponible donde se hacinaban todos los seres humanos aceleró la creación de
batallas por los escasos recursos de agua y comida disponibles. Cuando las
bombas atómicas de fisión estallaron, empequeñecieron aún más los límites de
tierra que podían albergar aún la vida.
La nave donde Demiurgo escapó de aquel planeta condenado fue lanzada sin
aviso previo. Pocas personas supieron de la construcción o el destino de
aquella nave. El androide que la pilotaba, Demiurgo, era el exponente final del
ingenio humano. Una combinación de cerebro cuántico y esqueleto mecánico,
dotado de los últimos avances en inteligencia artificial.
La nave albergaba todo el vasto conocimiento humano. Al menos, todo el
que estaba disponible en aquellos momentos de tensión, guerra, hambre y muerte.
Miles de seres humanos, reducidos a células primigenias o células madre, fueron
almacenados en la nave. No se incluyeron animales ni plantas porque las pocas
especies que quedaban vivas habían mutado hacia formas de aspecto extraño y
enloquecedor. Sí que hubo lugar, sin embargo, para incluir millones de
insectos, una especie que, insospechadamente, resistió con éxito las duras
condiciones radiactivas de las zonas muertas del planeta.
La nave pilotada por Demiurgo tenía un único fin: llegar a alguna parte.
El propio Demiurgo también tenía su función: ayudar a que el ser humano,
una vez alcanzado aquel hipotético lugar, se perpetuara.
El viaje duró eones. Ayudada de los campos gravitacionales de planetas y
soles e impulsada por un motor de fusión calórica de combustible casi infinito,
la nave vagó sin rumbo fijo durante tanto tiempo como necesitó el ser humano
para evolucionar desde sus parientes, los simios.
En su trayecto, Demiurgo solo encontró soledad y vacío. Galaxias enteras
fueron revisadas sin que, en ninguno de sus vastos sistemas solares, pudiese
encontrar el planeta idóneo. Los seres humanos tenían gran capacidad de
adaptación pero exigían requisitos de temperatura, gravedad, clima, oxígeno y agua
que debían existir en unas proporciones muy exactas.
Por fin, un planeta que orbitaba alrededor de una estrella doble, fue
avistado y elegido por Demiurgo como el destino final.
El aterrizaje fue el esperado, la nave no tuvo ningún problema en atravesar
la atmósfera ni en encontrar un lugar de tierra cercano a grandes extensiones
de agua potable.
Sin sobresaltos, la nave se posó grácilmente sobre aquel planeta virgen.
Demiurgo no perdió tiempo en la tarea para la que fue creado.
Podía, sin demasiado esfuerzo, crear a los seres humanos en cualquier
etapa de su vida pero, por un premura que se le antojaba lógica al haber
esperado tanto tiempo en encontrar el planeta idóneo, decidió que la etapa
biológica precisa era pasada la pubertad, cuando los cuerpos estaban
completamente formados y maduros para la procreación.
Al inicio del día había creado a la primera pareja de seres humanos
perfectos, un macho y una hembra. Solo ellos dos.
No podía colonizar aquel planeta con todas las muestras de células madre
de que disponía a la vez pues, antes, tenía que confirmar que el ser humano
estaba listo para aquel decisivo paso. Tenía que asegurarse de que aquella
generación de humanos podían procrear según sus desconocidas prácticas
sexuales. Si esparcía todas sus muestras sin haberlas probado antes, se corría
el riesgo de perder a la raza humana para siempre.
El problema era que la pareja de seres humanos no procreaban. Y no sabía
cómo ni por qué. Y, lo que es peor, Demiurgo acababa de comprender que el compendio
de conocimientos sexuales del ser humano estaba echado a perder.
Estaba almacenado en los cristales de flúor que estaban astillados.
Demiurgo suspiró amargamente y, consultando su reloj atómico interno, se
dio cuenta de que había dejado al hombre y la mujer solos desde hacía bastante
tiempo.
Atravesó el hangar de proa y, al dejar atrás varios mamparos donde se
almacenaban las reservas de células de insectos, todos los cuales todavía
aguardaban a ser liberados en el nuevo planeta, se fijó en que varias vigas
estructurales estaban contraídas y dobladas. Los recubrimientos tenían grietas
y estaban abollados. Parecía el resultado de un golpe, un formidable golpe
contra la nave.
El aterrizaje no había sido tan bueno como había pensado. La nave sufrió
daños. Severos daños.
Claro, los cristales. Un violento choque al aterrizar tenía que ser la
causa de las roturas.
Más tarde verificaría los daños. Ahora era necesario comprobar que el
hombre y la mujer estuviesen en perfecto estado.
Abrió las diversas compuertas que daban acceso al exterior y, ya fuera,
volvió a sentir aquel extraño zumbido.
Un zumbido como el de miles de cortocircuitos invadiendo su cerebro
cuántico.
Era raro. La mejor manera de definirlo era como un zumbido, tal y como
lo registraban sus sentidos biomecánicos. El aire era puro; la temperatura,
agradable. Pero aquel zumbido… qué raro. Aparecía cada vez que se exponía al
exterior de aquel planeta. ¿Un fallo de sus circuitos cuánticos internos?
Quizá. Desconectó, a diferencia de las anteriores veces que salió al exterior,
varias conexiones neuronales de su cerebro y, eliminado por fin el molesto zumbido,
buscó con la mirada al hombre y la mujer.
No estaban.
Un ramalazo de pánico sacudió a Demiurgo.
¿Dónde se habían metido?
Alrededor de la nave, una espesura de especies vegetales
autóctonas, de colores anaranjados y rojos, se elevaban varios cientos de
metros del suelo. De troncos gruesos y torzonados, aquellas plantas crecían muy
juntas entre sí, a pocos metros una de otra, desplegando ramas pobladas
densamente de hojas de color sanguinolento.
Aquel planeta podía perfectamente albergar, y era muy probable, especies
vivas que podrían moverse y alimentarse de los primeros seres humanos que lo
pisaban. Era imperioso encontrarlos cuanto antes.
Demiurgo se fijó en las huellas dejadas por el hombre y la mujer en el
suelo terroso. Las huellas comenzaban al pie del árbol donde les había indicado
que esperasen, hacia un buen rato. Sus pies desnudos habían dejado huellas
precisas que se perdían en la espesura.
Demiurgo entró de nuevo en la nave y volvió a salir con un rifle láser
de protones. No quería usarlo pero, si debía aniquilar cualquier amenaza viva
que pusiera en peligro a sus seres humanos, no lo dudaría.
¡Qué curioso! El arma no tenía la carga completa; parecía haber sido
disparada. Varias veces.
Pero ahora esa nimiedad no podía frenar al androide. Sus humanos podían
estar en peligro. Se la echó a la espalda y salió al exterior.
Siguió con detenimiento las huellas. La temperatura era agradable y las
hojas de aquellos árboles se mecían bajo una suave y cálida brisa. La luz de
los dos soles aún era visible pero, debido a la espesura del follaje, las
penumbras se extendían por doquier.
Un gemido que oyó a lo lejos le puso sobre alerta. Era la mujer, no
cabía duda. Y parecía estar en peligro. Ubicó con precisión la fuente sonora y
avanzó con rapidez.
Los gemidos se sucedieron. Ahora también procedían del hombre. Demiurgo
redobló su veloz carrera. Armó el rifle láser y se lo colocó al hombro, en
posición de disparo.
Llegó hasta un claro donde, bajo una pequeña pendiente pedregosa,
un arroyo de agua moría en forma de cascada hasta un pequeño lago de superficie
cristalina. Alrededor del lago, en la playa de arenas blancas y finas, estaban
el hombre y la mujer.
Estaban solos. Demiurgo respiró tranquilo. La integridad del hombre y la
mujer estaban a salvo.
Pero… algo marchaba mal. Ambos seres humanos estaban tumbados en la
playa. El macho sobre el cuerpo de la hembra.
Demiurgo afinó su sentido visual para captar los detalles.
Una parte del cuerpo del hombre parecía penetrar el cuerpo de la mujer,
allá donde sus pelvis se unían con las piernas.
El androide contempló, entre la fascinación y el miedo, aquella danza.
Sí, una danza. El hombre y la mujer parecían estar ejecutando una
especie de baile donde sus cuerpos se movían sincronizados, en una sucesión de
ritmos lentos y rápidos.
La mujer, con las piernas recogidas y entrelazadas sobre las nalgas del
hombre, soportaba con gemidos intensos las breves pero intensas embestidas que
la pelvis del hombre le propinaba. Una extremidad del hombre, de tamaño y
proporciones distintas a como Demiurgo las recordaba, parecía deslizarse dentro
de una abertura que la mujer parecía disponer en su entrepierna, cerca del
orificio por donde defecaba.
Un momento. ¿Dos agujeros? ¿La mujer tenía dos agujeros? No, él la
construyó solo con uno.
El hombre la había perforado, había mutilado el cuerpo de la mujer.
Ambos seres humanos emitían quejidos de puro dolor con aquella danza.
Era evidente, viendo sus caras contraídas por el esfuerzo y la pena.
Demiurgo estaba confundido. ¿Cómo era posible que el ser humano tuviese,
en sus propios genes, nada más nacer, el impulso de dañar a su semejante?
Sin embargo, había algo todavía más aberrante. Ambos humanos parecían
disfrutar, a juzgar por sus sonrisas y besos. Hombre y mujer se besaban y
acariciaban mientras lloraban y jadeaban de dolor.
Demiurgo sabía que los besos eran una muestra de afecto y cariño entre
seres humanos de modo que, ¿por qué razón el hombre y la mujer se profesaban
mutuo cariño mientras ejercían y soportaban dolor a la vez?
Era incomprensible.
Las manos del hombre se agarraban a los senos de la mujer, y ella, sin
razón alguna, parecía corresponder con agrado.
Sus cuerpos acumulaban calor con aquellos movimientos enérgicos y
sudaban, haciendo brillar su piel.
Pero Demiurgo, que asistía a aquella danza humana entre la incomprensión
y la confusión más extremas, no estaba preparado para lo que estaba por llegar.
La mujer se desplazó y huyó del abrazo del hombre. Le indicó por medio
de miradas que él se incorporase y ella, arrodillándose, quedó a la altura del
miembro deforme del hombre.
El androide tuvo la oportunidad de contemplar aquella monstruosidad
larga e hinchada que el hombre disponía en la pelvis. Cuando lo construyó,
estaba totalmente seguro de aquel miembro era mucho más pequeño y descansaba
entre una bolsa de piel. Ahora, su forma era muy distinta, al igual que su
color. Un rosa encendido, pringoso, teñía el extremo de aquel miembro.
Cuando la mujer se tragó el miembro, Demiurgo parpadeó horrorizado
El hombre agarró la cabeza de la mujer, intentando apartarla, juzgó el
androide, y comenzó a gritar agónico. Eran gemidos espaciados, como si el dolor
le viniese en oleadas. La mujer cubrió de besos y lametones el miembro
hinchado, cubriéndolo de su saliva.
La mujer intentaba alimentarse del cuerpo del hombre, sin duda alguna.
Una mujer caníbal.
La idea hizo chisporrotear de odio y tristeza al androide.
Pero, ¿por qué? Tenían cuerpos saludables, bien formados. Los había
alimentado hacía poco; la mujer no podía tener hambre de nuevo. A menos…
A menos que ella tuviese un error.
Una mujer errónea. Sí, eso era. La célula madre femenina debía contener
una tara, un fallo de diseño genético.
Demiurgo se fijó en el hombre. En los ojos de él se advertía, sin
posibilidad de fallo, el dolor y la honda pena. Chillaba y emitía jadeos de
dolor. Pero también había placer. Se notaba en su sonrisa, en los gestos
delicados para apartar y atraer la cabeza de la mujer. Pero no lo hacía con
decisión, sino que parecía complacerse en la idea de dar de comer a la mujer.
Dar de comer parte de su propio cuerpo, aunque fuese una parte deforme y
horrenda, ponía al hombre al mismo nivel de canibalismo que el de la mujer.
Cuando el androide creyó haber visto el límite de la peor faceta humana,
la mujer se tumbó y el hombre dirigió su cabeza hacia la entrepierna de la
mujer.
Ahora fue el macho quien, como si estuviese dominado por una sed
acuciante, sorbió el interior de la hembra.
El androide bizqueó, incapaz de entender aquel comportamiento.
El hombre tenía agua a su lado, procedente del lago. Toda la que
quisiese, potable y cristalina, pura como ninguna otra. Pero, en su lugar,
elegía la que parecía manar del interior de la hembra, del agujero que le había
practicado. La mujer emitía hondos quejidos y sonoros bufidos. También el
hombre era caníbal, sin duda alguna.
También el hombre era erróneo. Un macho con tara.
Y la mujer accedía, eso era lo más inaudito. Quizá fuese algún tipo de
desagravio para con el hombre por haberse alimentado de él previamente pero, en
cualquier caso, eso no justificaba la actitud de ambos.
¿Qué clase de horrorosa descendencia tendrían aquellos seres, en el
hipotético caso de que supiesen reproducirse? Tarde o temprano, la especie
humana se eliminaría por sí misma y eso era inaceptable.
Cuando ambos seres humanos adoptaron de nuevo sus posturas iniciales, en
las que el hombre penetraba el cuerpo de la mujer con su miembro deforme,
Demiurgo estaba casi seguro de lo que debía hacer.
La danza se sucedía a un mayor ritmo. Ambos cuerpos se entrelazaban. El
hombre estaba matando a la mujer, quizá no hubiese extraído suficiente fluido
del cuerpo de ella. Pero la hembra accedía gustosa, como si el castigo fuese
justificado.
De pronto, el hombre gritó fuerte.
Demiurgo dio un respingo, asustado. Era el colmo. El hombre moría sin
remedio y, desafiando toda lógica, el placer parecía recorrer todo su cuerpo.
A su vez, la mujer también se sacudió, presa de convulsiones. Chilló
agónica, arañando la espalda del hombre mientras sus brazos y piernas temblaban
incontrolables.
El androide disparó dos veces. Sin dudarlo. Ya había presenciado
suficiente crueldad.
Era lo mejor, sin duda alguna. Aquellos seres humanos eran defectuosos.
El macho tenía una deformidad en su cuerpo, la mujer tenía un agujero en el
suyo y ambos tenían actitudes sádicas y caníbales, complaciéndose con el dolor
y el sufrimiento ajenos.
Los cuerpos quedaron inmóviles, con sus cabezas atravesadas por los
impactos de láser.
Demiurgo se echó el arma a la espalda, bajó por la pendiente y,
agarrando ambos cuerpos sin vida por los pies, los arrastró sin esfuerzo camino
de la nave.
En el ánimo del androide se sucedía una mezcla de decepción. ¡Qué
desperdicio tan inútil!
Millones de unidades-luz de viaje, llevando consigo aquel par de células
madre de seres humanos defectuosos. Otra pareja perfectamente sana podría haber
ocupado su lugar.
Cuando llegó hasta la linde donde se aposentaba la nave, se preguntó qué
hacer con los cuerpos.
Eran totalmente inaprovechables, pues sus células podían contaminar de alguna
forma la siguiente pareja que crease. Además, las cabezas mutiladas de ambos
seres incomodaban sobremanera al androide. Pero, al fin y al cabo, eran cuerpos
que, quizá, servirían de sustrato y abono a la vegetación de aquel mundo. De
modo que llevó ambos cuerpos hasta cerca de los primeros árboles de la linde y
excavó dos tumbas.
La tarea le llevó un buen rato pues no deseaba entrar dentro de la nave
para buscar herramientas apropiadas. Quería desembarazarse de aquellos cuerpos
cuanto antes.
El ocaso apareció cuando Demiurgo terminaba de rellenar con tierra los
dos agujeros.
Al instante, como si aquellas plantas agradeciesen el regalo, dos tallos
emergieron del suelo con rapidez inusitada, creciendo a un ritmo acelerado.
El androide suspiró de fastidio cuando terminó. Se encaminó hacia la
nave y, antes de entrar, se permitió echar un vistazo atrás.
Las plantas que crecían sobre las tumbas tenían ya la altura de medio
metro.
Recordó los destrozos de la nave.
Era necesario comprobar de los daños sufridos en la estructura, ya que
el aterrizaje no había sido tan perfecto como recordaba. El fuselaje de la
nave, ahora que lo veía desde el exterior por completo, estaba
irremediablemente dañado.
Los propulsores de fusión estaban inutilizados. ¡Qué desastre!
Pero era necesario sobreponerse a aquella eventualidad y priorizar sus
objetivos.
El primero era desplegar la vida humana en aquel planeta. Una vida
humana perfecta, sin defectos.
Entró en la nave, selló las compuertas y volvió a conectar las
conexiones neuronales de su cerebro. Ya no sufriría aquel molesto zumbido en su
cabeza.
Una convulsión sacudió al androide, pero fue momentánea. Fue como si
algo desapareciese de su... cabeza.
Parpadeó desconcertado.
–Qué extraño –se dijo de repente el androide al notarse el rifle láser
de positrones a su espalda– ¿Para qué me habré echado el arma a la espalda?
La dejó en el cajón de la armería, junto a las demás. No recordaba por
qué la había cogido.
Pero, de todas formas, no tenía tiempo para dedicarle a aquel fallo en
su memoria.
La nave acababa de aterrizar en aquel paradisíaco planeta, hacía pocos
segundos, sin sobresaltos, y tenía que cumplir la misión para la que fue
creado.
Demiurgo caminó con paso decidido hacia la sala de Vida, donde debía
comenzar a construir la primera pareja de seres humanos que poblaría aquella
tierra.
Por fin, tras tanto tiempo de viaje, tras tantos y tantos planetas
desechados, podría empezar su tarea.
Echó un vistazo a través de una ventanilla y contempló un inmenso vergel
poblado de altos y densos árboles. ¡Qué paisaje más bello! El lugar perfecto
para que la primera pareja de seres humanos creciese.
Con andar resuelto, el androide se permitió una sonrisa.
¡La raza humana se perpetuaría en aquel paraíso!
Querido lector, acabas de leer el tercer relato correspondiente al XXI
Ejercicio de Autores.
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