Ese
fue el mensaje que me llegó al teléfono móvil mientras terminábamos el
primer plato del convite de la boda de mi hermana aquella noche.
El remitente era mi prima, Andrea.
A mi mente acudieron, sin poder evitarlo, los detalles de su rostro.
–––––
Andrea. Ojos verdosos, tez pálida
y pecosa, cabello lacio de color negro cuervo, labios de fresa y lengua
de cereza. Estaba sentada en la mesa de al lado, la de los familiares
paternos.
–––––
–¿Quién te envía un mensaje a estas horas? –preguntó mi mujer, tras verme sacar el aparato del bolsillo de la chaqueta.
No podía permitir que ella supiese cuál era la procedencia. No cuando un familiar común a Andrea y yo estaba en lista de espera de un tratamiento de radioterapia para un cáncer de pulmón.
–Trabajo –contesté con voz de fastidio, chasqueando la lengua–. La página web de un cliente está redirigiendo las búsquedas a una base de datos obsoleta. El maldito servidor web. Menuda mierda.
–––––
Andrea. La miré de reojo. Se acababa de levantar. Piernas kilométricas, seda recubriendo el cuerpo de una diosa. Mirada empalagosa, dulcísima.
–––––
Al cabo de unos cinco minutos, me levanté y le susurré al oído a Rosa, mi mujer:
–Tengo que ir afuera. No puedo dejar el mantenimiento del servidor en manos de los chapuzas de la subcontrata.
–Bueno, pero vuelve pronto. Los novios van a dirigirse a los invitados. Y como me vean sola, te juro que hoy duermes en el sofá.
Sonreí y deposité un beso en su mejilla.
–¿Y la chaqueta? –preguntó al verme rebuscar en los bolsillos de la prenda.
No supe qué responderla. Junto al teléfono móvil, en el bolsillo interior de la prenda, tenía el paquete de cigarrillos.
–––––
Cigarrillos. Algunos para mí, algunos para Andrea. Chupar el filtro, aspirar el aroma del tabaco, exhalar el humo denso. Cruce de miradas, aleteo de pestañas, sonrisas satisfechas.
–––––
–¿No saldrás también a fumar, no? –preguntó molesta.
Rosa me conocía bien. Demasiado bien. Llevábamos solo ocho meses de matrimonio pero más de cuatros años de noviazgo. Sabía de mis vicios y de las excusas que encontraba para entregarme a ellos. También ella conocía de la situación de mi tío por permitir que el tabaco arruinase su vida y sus pulmones. El cáncer golpea de forma inesperada, implacable, irrefrenable. Todos los días ella me sermoneaba mi caro e imprudente hábito.
–––––
Pero hoy no. No quería pensar en mi tío. Solo quería
pensar en ella. Andrea chupando el filtro, su saliva humedeciendo el
filtro, su lengua ensalivando el filtro, sus labios apresando el filtro.
–––––
Rosa suspiro de fastidio. Y, como un eco, nuestro hijo creciendo en sus entrañas, la provocó un tirón. Entrecerró los ojos y se acarició la barriga. Rodrigo ya se enrabietaba, sin haber salido siquiera del cascarón. Aún faltaban 2 meses para que Rosa saliese de cuentas pero, a cada día que pasaba, se hacía más evidente que el parto se adelantaría.
Pero ahora era el tabaco. Y Rosa, tras calmar a nuestro pequeño con caricias, me fulminó con la mirada.
Debía apaciguarla.
–Lo estoy dejando, ya sabes. Pero ahora no puedo aguantarme. Solo serán unos pocos. No puedo concentrarme sin ellos. Y el servidor web necesita funcionar lo antes posible.
Bufó fastidiada y agitó su tenedor en el aire.
–Haz lo que te dé la gana.
–––––
Andrea. Claro que me gustaría hacer lo que quisiera con Andrea. Mi dulce y bella prima Andrea.
–––––
Salí al vestíbulo con un sentimiento de dicha y apuro. Estaba feliz porque Andrea sería mi compañera de tabaco, mi confidente de volutas ahumadas.
Andrea
me esperaba apoyada en una columna, cruzada de brazos y sin poder
reprimir una tiritona, mirando las enormes puertas giratorias del hotel
en cuyo restaurante se celebraba el convite. Afuera llovía a cántaros, como si todos los ángeles se hubiesen puesto de acuerdo para mear al unísono. Era de noche y el relente se filtraba por los resquicios de las puertas, haciendo que en el amplio vestíbulo la temperatura se volviese gélida.
–––––
Andrea. Dulce guarra. Pálido pecado enfundado de lujuria y promesas de sexo.
–––––
Estaba guapísima. Andrea vestía
un palabra de honor entallado de color rojo cereza con un amplio escote
por delante y la espalda desnuda hasta la cintura por detrás, justo donde el inicio de un tatuaje gótico escribía la palabra “pecado” sobre los hoyuelos de la pelvis. Llevaba el cabello moreno recogido en un moño complicado, realzado con cintas de colores que hacían juego con el color del vestido. Andrea era alta, y esa noche lo era aún más con los tremendos tacones de sus sandalias, y que permitían estilizar unas piernas que se mostraban allá donde la abertura de la falda abierta se iniciaba, al poco de comenzar uno de los muslos.
–Por fin, Antonio. Gracias por llegar tan pronto.
–––––
Andrea, cuervo maléfico
vestido de mujer infame. Tu cuerpo me induce al pecado, tus hombros
desnudos hacen brotar mi insulto, tus pechos me inclinan al crimen, tus
piernas claman violación sin remisión.
–––––
El tono de su voz me agradó. Me gusta que me consideren indispensable. Y, para Andrea, era su salvador, su príncipe montado en un alazán albo que le traía un regalo especial.
Un regalo especial de compañía y cigarrillos.
Miramos ensombrecidos el exterior, donde las cortinas de impenetrable lluvia difuminaban las luces de las farolas del jardín de la entrada. La lluvia salpicaba sobre la escalinata, produciendo un sonido de campanillas entre hipnótico y sensual.
No podíamos fumar en el vestíbulo ni tampoco queríamos salir afuera.
–Hagámoslo en los servicios –propuso ella.
La seguí hasta el fondo de la sala, junto a la entrada de la cocina de donde salían y entraban los camareros con bandejas para el segundo plato y las sobras del primero.
–––––
El culo de Andrea se mecía
con cada paso, comprimido en la entallada falda, meneando nalgas
perfectas, rebosantes de anhelos y desconciertos; clamaban mordiscos,
pedían besos, suplicaban palmadas hasta enrojecer de un daño perpetuo.
–––––
Entramos en el cuarto de baño de caballeros y nos encerramos en un excusado. No parecía que fuésemos los primeros en fumar a escondidas pues el aroma del tabaco se intuía en el ambiente.
Saqué un cigarrillo para ella y otro para mí. Le acerqué la llama del mechero y encendí también el mío.
Exhalamos la primera calada con alivio y euforia.
Andrea estaba sentada sobre la tapa del inodoro, con las piernas cruzadas. Una de ellas aparecía totalmente desnuda, mostrando toda su perfección suave y torneada.
–––––
Piel blanca, inmaculada. Vibrante, ansiosa de ser acariciada, besada, mordida.
–––––
Andrea se daría cuenta de mi mirada apreciativa sobre su muslo al aire porque apoyó un brazo sobre él, tratando de ocultar su desnudez.
En silencio, sin importarnos que los únicos ruidos fuesen nuestros labios al expulsar el humo, fuimos consumiendo nuestros cigarrillos.
Terminamos el primero y encendimos otro par.
Andrea tenía una cara bonita, alargada y angulosa. Unos pómulos redondeados, además de unos ojos grandes y expresivos, imprimían a su mirada acicates a los que cualquier hombre sucumbía sin remedio. Por si fuera poco, su boca amplia, de labios perfilados, y su mentón definido la hacían ya no atractiva, sino deseable. En conjunto, su rostro irradiaba perfección y subrayaba un carácter pragmático y solemne.
Andrea trabajaba de azafata de congresos y, ocasionalmente, de modelo. Su cuerpo era su herramienta de trabajo, su modo de vida.
Su pecho rezumaba el aroma de un perfume a flores silvestres que persistía sobre el humo del tabaco.
–Estás muy guapa –terminé por decir, sin poder contenerme.
–––––
Guapa era decir poco. Me comía su mirada, me bebía su aliento, me tragaba cada milímetro de su cara. Besaría aquellos labios hasta enrojecerlos de pasión. La susurraría guarradas al oído hasta que enrojeciese de vergüenza, hasta que suplicase que hiciese realidad las numerosas perversiones que acudían a mi imaginación.
–––––
Andrea sonrió incómoda,
con esa sonrisa que las mujeres expresan cuando se saben objeto de los
impertinentes y lujuriosos pensamientos de un hombre que las observa con
afán carnal, imaginando sus cuerpos desnudos y sofocados, sudorosos y retorcidos entre los pliegues de sábanas arrugadas.
–––––
Sí,
me la estaba imaginando desnuda, con las piernas abiertas y recogidas;
los brazos alzados, las manos agarradas el cabecero de una cama,
mientras su vientre se convulsionaba al son de los retortijones de un
orgasmo enloquecedor. Me imaginaba su cabello suelto y mojado,
desordenado y desparramado en bucles alborotados. Su frente perlada de
gotas de sudor, sus labios entreabiertos, suplicando una bocanada de
serenidad. Sus pechos agitándose bajo una respiración frenética,
y sus pezones erguidos, duros como dos rocas oscuras y puntiagudas. Su
ombligo agitado y mecido por los estertores de la corrida. Su sexo
abierto y brillante, oscuro y encendido, empapado por una película de lubricación que desbordaba del interior. Y sus muslos temblando, imposibles de contener la palpitación que recorría toda su entrepierna y que invadía todos sus músculos limítrofes.
–––––
Me la imaginaba así. Y me la imaginaba así de bien porque fue así como la vi la última vez que lo hicimos, hacía poco más de tres años.
–Antonio, por favor, deja de follarme con los ojos –susurró con las mejillas encendidas.
Estaba claro que se había ruborizado, incómoda con mi fascinada mirada libidinosa.
–¿Tanto se me nota? –pregunté alarmado.
–Llevas toda la boda echándome miradas a las tetas y el culo como un pervertido. Solo espero que Rosa no se haya dado cuenta.
Vaya. Pensé que había sido más discreto. Yo también esperaba que mi mujer no hubiese advertido las miradas cargadas de lujuria que dirigía hacia el cuerpo divino de mi prima.
–¿Recuerdas cuando lo hicimos en aquella casa abandonada del pueblo? –solté de improviso, rememorando la primera vez que follamos.
–Cómo olvidarlo –respondió tras unos segundos. Acercó el cigarrillo a su boca y aspiró el humo. Me di cuenta de que el filtro de su cigarrillo estaba manchado con el carmín de sus labios–. Se me retrasó la regla casi una semana. Creí que era el fin del mundo. Casi me muero del susto. Menos mal que luego usamos condones.
Un silencio de varios segundos propició que ahondara en mis recuerdos. Andrea me miraba resentida.
–Pero qué hijo de puta fuiste, Antonio.
Lo
recuerdo bien. La primera vez. Fue hace años. Éramos muy jóvenes. Al
día siguiente de hacerlo, cada uno volvimos con nuestros padres a la
ciudad. Una semana más tarde empezó su infierno, su “fin del mundo”,
como ella lo llamaba. Cada día me enviaba docenas de mensajes y me
llamaba con voz histérica, sin poder contener el terror creciente que la
invadía sin que la regla le bajase.
–¿Y qué quieres hacer?
–¿Qué coño crees, Antonio? Me has jodido la vida, me has matado. Ven aquí y diles a mis padres que me has preñado.
–No me seas así. Seguro que te baja la regla. La primera vez nunca cuenta: es de cajón, Andrea. Estás haciendo un castillo de un grano de arena.
–Hijo de la gran puta. A ti esto te parece un chiste, ¿no? Me has jodido la puta vida.
–No, solo digo que yo no hice nada malo. Además, eso es cosa tuya, ¿no?
–Me cago en todos tus muertos, Antonio, ¿cómo puedes desentenderte de todo esto?
–Sin faltar, Andrea, que solo digo que la cosa no es tan grave.
–¿Qué no es tan grave, dices, hijo de mala madre? Es el fin del mundo, payaso, el puto fin del mundo. ¿Dónde quieres que vaya en la vida con un hijo a mi edad?
–Espera, espera. Pensemos una cosa, ¿tan segura estás del embarazo?
–¿Acaso te baja a ti la regla para saberlo, idiota? Sí, claro que lo estoy, joder. Los riñones me arden cuando me va a bajar la regla. Y no siento nada. Nada de nada. Llevo cuatro días de retraso. Hostia puta, es el fin del mundo, es el jodido fin del mundo, ay Dios mío.
Pero el fin del mundo terminó cuando al sexto día, por fin, le llegaron los pinchazos en los riñones.
El fin del mundo terminó oficialmente con un mensaje de texto:
“Me ha bajado la regla. Qué bonita es la sangre en mis bragas, joder. Te has salvado esta vez, capullo egoísta”.
Torcí los labios al recordar aquellos días nefastos. Era muy joven, también bastante idiota y no pensaba en las consecuencias. Me importaba más haber perdido la virginidad con mi bella prima que lo mal que lo pasó ella ante la idea de un posible embarazo.
–Bueno, fue la primera vez –dijo ella, supongo que al verme tan serio–. En las siguientes, follamos con condón. Me hacía gracia que cada vez vinieses con uno distinto. Fresa, caramelo, moras. Mamártela era como comer fruta.
Negué con la cabeza, resistiéndome a olvidar aquellos 6 días de pesadilla.
–Creo que nunca te pedí perdón, Andrea. Lo hicimos varias veces en los años siguientes y nunca te pedí perdón. Y nunca me lo reprochaste.
Encogió los hombros, restándole importancia.
–Lo siento mucho, Andrea –continué–. Creo que debes saber que durante esos días no pude pegar ojo por las noches. Aunque fuese un irresponsable, recuerdo que pensé que para mí también llegaba el fin del mundo.
–El fin del mundo –repitió ella tras unos segundos.
Terminamos nuestros cigarrillos y tiramos las colillas al retrete, igual que los anteriores.
Andrea se levantó y se acercó a mí para salir. El aroma de su perfume me invadió por completo.
–––––
Efluvios de locura, efluvios de lujuria. El olor de Andrea me alimentaba. Enraizaba en mi imaginación y se hundía hasta el núcleo de mi ansia, hasta la obsesión de poseerla y sorber cada gota de su esencia.
–––––
El habitáculo del excusado estaba rebosante de volutas de humo azulado, como si allí dentro una niebla espesa londinense hubiese descendido, tiñendo todo a nuestro alrededor, difuminando la realidad.
–––––
La niebla se me antojó pasarela hacia mis anhelos, puente para alcanzar mis deseos, sendero hacia mi obsesión. La niebla difuminaba mi razón.
–––––
La tomé de los hombros desnudos y la besé sin
dudarlo. Sin poder resistirme a esa boca amplia donde, adyacentes a las
comisuras de los labios, los pliegues de una sonrisa perpetua
acentuaban la belleza de su rostro. La jugosidad de sus carnosos labios
se realzó con la untuosidad de la capa de carmín.
Su sorpresa duró poco. No se apartó.
Comía su boca con hambre, con hambre voraz, devorando la carne suave y caliente.
Andrea abrió por fin los labios ante la insistencia de mi lengua y el interior de su boca me supo a tabaco y miel, a saliva caliente y humedad inmensa. Respiramos con dificultad, penetrándonos mutuamente con nuestras lenguas, recreándonos en la viscosidad de nuestros interiores.
Se separó de mí cuando coloqué mis manos en su cintura, buscando recoger la falda de su vestido ceñido.
La atraje de nuevo hacia mí.
–Estás loco, Antonio –susurraron sus labios rozando los míos. Su aliento encendido me quemaba la piel.
–Estoy más que loco, Andrea –respondí junto a su oreja, lamiendo el lóbulo donde el pendiente de aros tintineaba. Sentí como su cuello vibraba y su cabeza se inclinaba hacia mí, incapaz de soportar tanto placer.
–¿Por qué me haces esto? –murmuró confusa, dichosa, alborozada, asustada, mientras yo besaba y lamía la piel de su cuello.
Mis manos se apoyaron en sus nalgas prietas y estrujaron el contenido de su carne bajo el vestido. Apreté su pelvis contra la mía, presionando contra ella la enorme erección que crecía imparable dentro de mis pantalones.
Andrea respondió mordiéndome la garganta con ansia, abarcando con sus labios toda la piel que pudo apresar hasta el cuello de mi camisa. Sus caderas se mecían con rudeza sobre mi entrepierna, avivando el fuego inmenso que me ardía dentro de los calzoncillos.
Deslicé mis dedos sobre su espalda desnuda y el solo contacto la hizo estremecer y gemir. Mis dedos acariciaron su piel aterciopelada y caliente, deslizándose hasta llegar a sus axilas, donde una humedad comenzaba a iniciarse.
Introduje una de mis manos por la abertura de la falda y busqué ansioso el volcán de su entrepierna. El tanga que ocultaba su sexo fue objeto de mis manoseos hasta que oí el chasquido de los pliegues de su sexo chapotear empapados. Su vello púbico recortado escapaba por el elástico al arrugar la prenda interior y me hacía cosquillas en las yemas de los dedos. Sus piernas temblaron y un cataclismo de convulsiones comenzó cuando mis dedos accedieron a su encharcada entrada.
–¡No, no, ya basta! –gruñó, con voz desesperada.
Me empujó con brusquedad, separándose de mí y apartando mi mano de su sexo con un golpe seco.
–Eres un desgraciado, Antonio –susurró con voz ronca, intentado reponerse del frenético respirar que hacía que su pecho pareciese saltar fuera del escote. Sus pezones erectos arañaban con fuerza la tela del vestido, magnificando su excitación y la mía.
–Uno rápido –supliqué, posando una mano sobre una de sus tetas.
Me la apartó de un manotazo.
–Sigues siendo un irresponsable, un hijo de la gran puta –masculló, llevándose un mechón suelto de su frente detrás de la oreja. Se pasó un dedo por la comisura de sus labios y vio el carmín en la yema. Tenía esparcido el pintalabios alrededor de la boca hasta el mentón.
–Lo mismo hiciste conmigo, desentendiéndote de mí cuando creí estar preñada. ¿Eso quieres para tu mujer, para tu hijo? Me das asco.
Supongo que tenía razón. Dentro de poco Rosa y yo seríamos padres. No entendía cómo podía sentir aquella atracción tan intensa por Andrea, violando la confianza de mi mujer. Quizá el hecho de que mi prima y yo compartiésemos el vicio del tabaco propiciaba nuestra relación. O los numerosos polvos que habíamos compartido.
–––––
Sirena de las humedades, no puedo resistirme a tu influjo, al canto de tu coño, a tu bello rostro. Me someto a ti, no puedo ignorar tu llamada.
–––––
Pero también parte de culpa la tenía mi mujer. Rosa hacía meses que no me dejaba acercarme a ella: el embarazo le había cambiado el humor hasta la suspicacia más extrema.
Hacía poco que habíamos ido al dentista porque sus encías sangraban cada día y había empezado a desarrollar unas hemorroides dolorosas. Incluso, la última vez que quisimos hacer el amor, no hubo ninguna humedad en su vagina y, tras las primeras penetraciones, abandonó quejumbrosa. Era como penetrar un coño forrado de papel de lija. Amaba a mi mujer, incluso a pesar de la falta de sexo, pero…
Hacía poco que habíamos ido al dentista porque sus encías sangraban cada día y había empezado a desarrollar unas hemorroides dolorosas. Incluso, la última vez que quisimos hacer el amor, no hubo ninguna humedad en su vagina y, tras las primeras penetraciones, abandonó quejumbrosa. Era como penetrar un coño forrado de papel de lija. Amaba a mi mujer, incluso a pesar de la falta de sexo, pero…
Allí estaba Andrea. Tan húmeda que de su coño desbordaban fluidos sin fin. Tan ardiente que su boca trazaba cardenales de pasión sobre mi cuello. Tan intensa que su frenesí carnal me hacía endurecer mi polla hasta dolerme.
–––––
Me dejé llevar. No podía resistirme. Tu cuerpo de pecado me sorbía la mente.
–––––
Me bajé la bragueta y me saqué el miembro empalmado delante de Andrea.
–Chúpamela –supliqué.
Mi prima abrió los ojos, apabullada, para luego apretar los labios en un rictus de rabia.
Me soltó un sopapo que sonó a un martillazo sobre un yunque. Estaba tan excitado que su golpe encendió aún más mi excitación. Sonreí enseñando los dientes.
Andrea rugió enfadada.
Me cogió la polla con las dos manos e intentó metérmela de nuevo dentro del pantalón. Sus uñas se clavaron en la roca que era mi sexo.
–Métetela, grandísimo hijo de la gran…
No acertó a escondérmela. La erección era tan acusada que no atinaba a metérmela dentro.
Al ver que no podría, desistió con un bufido y quiso salir del excusado, todavía envuelto en la niebla del humo del tabaco.
No se lo permití. La empujé sobre el inodoro y cayó sentada sobre él. El desconcierto y el miedo tiñeron sus ojos de un brillo que se me antojó inmensamente bello. Acerqué mi erección sobre su cara, golpeándola la mejilla. Apartó la cabeza y me empujó sobre la puerta.
–¡Aparta eso de mí! –gimió.
La levanté y la tomé de las mejillas.
De pie, frente a frente, la obligué a mirarme a los ojos.
Respirábamos con dificultad. Nuestros cuerpos solapados se confundían cuando respirábamos.
En lo más profundo de mi ser, en algún lugar de mi cerebro en el que aún quedaba un resquicio de raciocinio, la idea de que estaba cometiendo una locura me hizo titubear.
¿Pero qué coño estaba haciendo? ¿De verdad estaba obligando a mi prima a comerme la polla? ¿En qué clase de monstruo me había convertido su pálida cara de belleza irreal y su cuerpo de diosa?
Pero Andrea estaba radiante. Su cabello desmadejado y su rostro encendido avivaban las brasas de mi lujuria. Sus labios entreabiertos y su mirada preñada de miedo terminaron por desembarazarme del escollo de la razón. La besé de nuevo.
Apretó los dientes, resuelta a impedirme el acceso a su boca.
Restregué mi miembro por su vestido, sobre su vientre. Sus manos se interpusieron entre nuestros pechos.
Me apartó de nuevo con otro empujón. Sus labios brillaban con el reguero de saliva que mi lengua había dejado.
Me miró con desprecio, con odio infinito, entornando sus ojos y frunciendo el ceño.
Nos miramos fijamente.
Andrea se dio cuenta de que no cedería, que nada podría pararme. Ni la razón ni el odio. Nada.
–De acuerdo, Antonio –soltó en voz baja, sin dejar de mirarme con ojos asesinos–. Tú lo has querido.
Se acuclilló sobre mí y se llevó mi sexo a la boca, engullendo toda su longitud de un bocado.
La polla hinchó uno de sus carrillos.
Creí morirme de felicidad
La sacó brillante, embadurnada de su saliva. Replegó el prepucio y lamió el glande. Andrea todavía recordaba cómo me gustaba que me la comiesen. Su lengua depositó grandes y espesas raciones de saliva que escurrían por la amoratada punta, viscosas secreciones que luego sorbía. Sus dientes arañaban el anillo del glande y sus manos extrajeron mis testículos del calzoncillo para amasarlos, estrujarlos y comprimirlos con rudeza, imprimiendo un ritmo doloroso que aceleraba mi excitación.
Me aflojé la corbata y me desabotoné el cuello de la camisa, pues me era complicado respirar. Hundí mis dedos en su cabello, haciendo saltar las horquillas de su recogido, deshaciendo los pocos restos de su peinado de peluquería. Sus orejas ardían y los chasquidos de su boca al succionarme la verga pringosa elevaban mi excitación hasta el límite.
Descargué todo mi esperma en el interior de su garganta. Violentos estertores impulsaron mis eyaculaciones en su interior. Empuñé su cabello y cerré los ojos, sintiendo como su boca tragaba incansable mi corrida, absorbiendo cada gota de mi semen.
Cuando solté su pelo, terminado mi orgasmo, Andrea se apoyó en las paredes del habitáculo para sentarse de nuevo sobre el inodoro. Se limpió la boca con el dorso de la mano y tragó saliva.
Nos miramos fijamente, reponiéndonos de nuestra respiración desordenada. El rímel se le había corrido y dibujaba líneas verticales bajo sus ojos, como tinta china desleída que se deshilacha sobre papel mojado.
Me metí el miembro escuchimizado y aún brillante de jugos y, dándome la vuelta, hice ademán de salir del excusado.
Andrea levantó una pierna, apoyándola sobre la puerta, impidiéndome abrirla.
–¿No te olvidas de algo, Antonio?
Me volví hacia ella despacio.
Mi prima se recogió la falda entallada y levantó la otra pierna apoyándola también sobre la puerta, encerrándome entre ellas.
Una gran mancha oscurecía su tanga azul de rayas. La humedad de su sexo había dibujado un enorme manchurrón y los elásticos apenas contenían una viscosidad que brillaba alrededor de ellos. Sus muslos torneados se tensaron al hacer fuerza sobre la puerta.
Me acuclillé hacia el origen de un aroma penetrante, hondo, ineludible. Deslicé la prenda a un lado y el coño de Andrea, brillante y enrojecido, me saludó con una vaharada de perfume femenino. El vello púbico oscuro crecía salvaje encima de la raja, confinado a un triángulo de coquetas proporciones. A su alrededor, los folículos pilosos, algunos aún enrojecidos tras el afeitado, se extendían por la vulva para volver a crecer finos donde las nalgas confluían.
Separé los labios bañados de lubricación y la entrada se me mostró como una oquedad
fruncida. Arriba, medio oculto entre los pliegues, el clítoris asomaba inflamado, exhibiendo un rosa encendido.
Apliqué una lamida intensa a su raja y un sabor acre y salado, que se acentuaba alrededor de la entrada, me llenó la boca de licor. Mi saliva se mezcló en mi boca con la humedad de su coño y tragué el mejunje de dioses. Lamí nuevamente, decidido a emborracharme del jugo de su sexo, degustando el sabor de Andrea.
–––––
Bebí de la copa de Andrea, besé sus otros labios, brindando por nuestras mutuas pasiones inflamadas.
–––––
Sabía cómo comerle el coño a Andrea. Lo sabía
mejor que el de mi mujer Rosa, a cuyo sexo raras veces dejaba asomarme.
Ayudado del lubricante que manaba de nuestros distintos labios, acaricié con el pulgar el botón carnoso mientras mi lengua se concentraba en la entrada de la vagina. Andrea gemía y soltaba soplidos de angustia cada vez que mi lengua atormentaba su entrada. Sus uñas
se clavaban en mi nuca, acentuando sus pesares, disfrutando de mi buen
hacer. Sus muslos se cerraron alrededor de mi cabeza, tensando sus músculos a la vez que movía su pelvis al ritmo de mis bocados. El horno que era su sexo se tornó infierno cuando la temperatura se disparó en su entrepierna. La hembra a la que estaba comiéndole el coño nunca dejó que la mojigatería o la vergüenza
frenasen sus ansias de placer; arrimaba su entrepierna a mi boca con
avaricia, intentando extraer de mi lengua todo el placer que pudiese
obtener. El calor y la humedad que brotaban de su fragua eran inmensos e
inagotables.
Cuando aumentó el ritmo de sus embestidas sobre mi boca, supe que su orgasmo era inminente. Aceleré el bruñido de su clítoris, penetré con mi lengua el interior de su cueva y sorbí con gula el licor que escanciaba su coño. Tensó sus muslos de repente, comprimiendo mi cabeza. Su vagina comenzó a convulsionarse y su entrada a boquear. Un chillido agónico, hermoso, manó de sus garganta a la vez que se agitaba entre espasmos. Me encantaba sentir como Andrea se corría sobre mi boca, desparramando su orgasmo con enloquecedora vivacidad. Había comido varios coños en mi vida pero nunca como el de mi prima, dispuesto a ofrecerme sin reparos el fruto del orgasmo.
Cuando quedó aita, liberó mi cabeza de entre sus piernas y yo, perdiendo el equilibrio, caí sentado, apoyándome sobre la puerta.
Sobre la tapa del inodoro, de un azul inmaculado, entre sus nalgas, las humedades que dejaron su coño y mi boca, formaban un charco incoloro que se escurría por el borde, empapando el borde de su falda y cayendo en hilos densos y viscosos hasta el suelo. Yo mismo tenía toda la cara regada de nuestros fluidos y la humedad bajaba por mi cuello hasta empapar el cuello abierto de la camisa y la corbata.
Nos sonreímos sin disimulo. Sabía sin dudarlo que nadie como yo podía comerle el coño con tanta pasión ni desenfreno.
El escote de su palabra de honor se había escurrido, dejando asomar la carne palpitante de una teta y, en el borde del escote, la areola oscura que rodeaba el pezón aparecía arrugada y encogida. El propio pezón, de carnosidad y dureza similares, se escurrió de improviso del borde del vestido cuando Andrea inspiró con fuerza.
Me arrodillé entre sus piernas abiertas y ascendí hasta su pecho para liberar por completo sus tetas del vestido. Las de mi mujer habían experimentado un crecimiento desorbitado, acentuándose en estos últimos meses de embarazo. Estrías largas como lívidos cardenales habían aparecido en la parte superior y las areolas se habían tiznado de un marrón oscuro, agigantándose los pezones. Pero los pechos de Andrea seguían conservando su tersura juvenil, su lozanía virginal. Las tetas de mi prima seguían tan bellas como el primer día.
Apresé sus melones con mis manos y amasé el contenido. La lubricación que aún conservaba en los dedos facilitó que las yemas se deslizaran por la piel, hasta los pezones endurecidos.
Cerré mis labios sobre ellos y lamí y sorbí por turnos el sudor que los cubrían.
La miré desde abajo. Andrea dejó escapar un suspiro de complacencia. Hundió sus dedos en mi cabello y compuso una estampa de beatífica solemnidad, viéndome mamar de sus pechos.
Pero, cuando mis dientes apresaron la carnosidad, su sonrisa demudó hacia la desdicha. Se mordió el labio inferior y arañó mi cabeza. Un murmullo ronco, como el de una gata, ascendió de su garganta. Me agarró de las orejas y, alzando mi cabeza hacia la suya, buscó mi boca con la suya.
Mi corazón volvió a bombear con fuerza desmesurada.
Sin pensarlo, me incorporé tirando de ella para que también se levantase del inodoro. Me senté en su lugar y, abriéndome la bragueta, me saqué de nuevo la polla, ya erecta.
De un tirón, arranqué el tanga húmedo y coloqué a mi prima sobre mi erección. Guié el extremo de mi verga hacia su entrada entornada. El glande patinó por entre los pliegues viscosos. Andrea exhalaba un chillido sordo cuando la punta presionaba sobre su entrada, hasta que al final encajó con la oquedad.
Ella misma se dejó caer, dejando que la longitud empalase su interior de un solo movimiento. Mi verga se acomodó en su vagina como si fuese un guante. Sus nalgas aprisionaron mis huevos, su vientre se solapó junto al mío.
Andrea se apoyó en mis hombros para ascender con movimientos pendulares, armónicos, cadenciosos. Sus tetas se sacudían con cada embestida y su cabello suelto y apelmazado se desparramaba por sus hombros y espalda.
Quizá de aquel movimiento hipnótico ella extrajese algún placer pero yo necesitaba más rapidez y rudeza para el mío. La tomé de las caderas e imprimí un ritmo más salvaje. La fuerza que me proporcionaba la excitación me ayudaba a levantarla a pulso como si fuese liviana cual pajarillo. Su cara se contrajo en una máscara de dolor y placer y eso la hacía aún más bella, aún más deseable.
Sin pensar en mi fuerza ni en su peso, me incorporé y la levanté de las nalgas en el aire, a pulso, y, apoyando ella sus sandalias sobre la tapa del inodoro, la follé con penetraciones salvajes. Alzaba sin esfuerzo su pelvis lejos de la mía, sacando casi por completo mi verga de su coño y, usando su propio peso, la dejaba caer sobre mi verga con efectos devastadores para nuestras corduras. Ambos gemíamos y soltábamos roncos sollozos.
Ella fue la primera en sufrir los embates del orgasmo. Me abrazó con fuerza y apresó mis nalgas entre sus piernas mientras convulsionaba. Luego llegué yo, descargando toda mi simiente en su interior, sintiendo como su coño absorbía cada borbotón de esperma que eyaculaba.
Cuando la solté, se sentó sobre el inodoro, derrengada. Yo tampoco podría soportar el equilibrio por mucho tiempo. Los hombros y la espalda me pasaron factura por el tremendo esfuerzo y las piernas estuvieron a punto de fallarme. Un mareo imposible de dominar amenazó con hacerme perder el conocimiento pero, por fortuna, logré apoyarme en las paredes del cubículo.
Ambos estábamos empapados de sudor, con nuestras ropas deshechas y el aroma del sexo consumado impregnándolo todo.
Miré el reloj. Hacía casi media hora que había abandonado a mi mujer. Andrea se subió el vestido e intentó alisárselo sin remedio. También yo estaba desastroso: nuestras ropas hedían a sexo, a fluidos, a tabaco, a sudor.
Andrea me miró apesadumbrada. Olvidados ya los placeres del sexo desenfrenado, del sexo impulsivo, tocaba rendir cuentas con la realidad: nadie podría creerse cualquier excusa que encontrásemos. Nuestras ropas señalaban sin duda alguna lo que había ocurrido.
–¿Has traído paraguas? –pregunté, pergeñando una locura.
Afirmó tras un instante, sin adivinar mi idea.
–Vale. Esto es lo que haremos. Escucha bien.
Fumamos otro cigarrillo mientras desgranaba mi plan.
Salimos corriendo al vestíbulo tras unos minutos y, atravesando la puerta del hotel, la lluvia inmisericorde barrió en unos segundos todo rastro de nuestro encuentro, empapando nuestras ropas sin remedio. El aguacero también borró toda huella de nuestros cuerpos olorosos.
Caminamos despacio hacia el aparcamiento, atravesando el embarrado jardín. Andrea corrió hacia su coche mientras yo iba hacia el mío. Desarmé la alarma del automóvil. Agarré un adoquín que delimitaba un parterre y bastaron dos golpes para hacer añicos el cristal de una de las puertas traseras.
–––––
No me importó destrozar mi propio coche. Mi vida, mi mundo estaba en juego. Debía ocultar, a cualquier precio, todo rastro de mi encuentro con Andrea. Disipar cualquier duda. Necesitaba elaborar la excusa más perfecta. Ni Rosa ni nadie debían sospechar nada.
–––––
Un polvo glorioso bien se merecía un hipotético robo. Agarré el navegador GPS del salpicadero y tiré de él hasta que arranqué los cables que lo conectaban a la corriente y la antena. Lo tiré bien lejos, más allá del muro que delimitaba el recinto del aparcamiento del hotel, junto con el adoquín.
Las impenetrables cortinas de agua confundían mi silueta y me ocultaban de las cámaras de vigilancia.
Andrea se reunió conmigo después en la escalinata del hotel, con su paraguas abierto. El móvil aún funcionaba aun a pesar de estar calado dentro del bolsillo de mi pantalón. Llamé a la policía y denuncié el destrozo y el robo de mi coche. Llegarían en veinte minutos.
–¿Preparada?
Andrea asintió. Su rostro empapado me sonrió en un gesto de confianza.
–Por si no hay una próxima vez –dije ronco.
Le planté un beso en los labios que me fue correspondido con decisión.
Entramos a la carrera en el hotel y los camareros se nos quedaron mirando asombrados. En sus bandejas estaban los restos del postre de los invitados.
Entré en el restaurante junto con Andrea. Me dirigí directo hacia la mesa donde estaba mi esposa.
No le di tiempo a Rosa para que me preguntase porque chorreaban nuestras ropas.
–Nos han abierto el coche.
Rosa se tapó la boca asustada, borrando cualquier rastro de enfado.
–Andrea estaba fuera paseando y lo vio. Se han llevado el navegador y no sé qué más.
Los invitados de la mesa se levantaron y mis padres, que estaban en otra mesa, junto con mi hermana y mi cuñado, presidiendo el convite, también llegaron asustados.
–Ya he llamado a la policía –contesté cuando me indicaron qué había que hacer– ¡Qué puta suerte, joder!
No fue una noche agradable a partir de entonces. El resto de la boda transcurrió entre el pesar y el enfado. El director del hotel me pidió disculpas. Los agentes de policía levantaron un atestado y confirmé que al día siguiente iría a presentar una denuncia en comisaría para que se hiciese cargo el seguro.
–Por lo menos, conseguí antes que esos zoquetes arreglasen el servidor web –suspiré mientras mi mujer me consolaba.
Transcurrió casi un mes.
–––––
Un mes desde aquel polvo donde la locura de revivir antiguos recuerdos nubló mi razón.
–––––
El seguro se hizo cargo de la reparación. Mi mujer salía de cuentas en tres semanas. Mi hermana y su marido hacía casi una semana que habían vuelto de la luna de miel en Tailandia.
Yo seguía fumando a escondidas.
Yo seguía fumando a escondidas.
No tuve noticias de Andrea durante todo ese tiempo. Hasta esta mañana.
Dejé caer el teléfono móvil al suelo tras leer el mensaje que me había enviado.
Los compañeros en la oficina me miraron asustados. La pantalla del ordenador se me tornó borrosa y un agudo dolor de cabeza se me manifestó de la nada.
“Ahora sí que la hemos jodido bien. Acabo de salir del ginecólogo. Estoy embarazada. Adivina quién me ha preñado. Esta vez no podrás esconderte. Quiero ser mamá. Tenemos que hablar”.
El fin del mundo.
Ahora sí que era el puto fin del mundo.
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