viernes, 17 de mayo de 2013

Con su blanca palidez


 
Kalu entró al almacén, sin saber muy bien lo que esperaba encontrar dentro. De momento, sombra; empezaba a hacer calor. Avanzó por la nave hasta casi el final, sin ver a nadie y se sentó en un bulto. Le dolía el tobillo y estaba cansado. Y hambriento. Y sediento. Y… de repente, la nada le envolvió.

Le dolía la cabeza…

Intentó tocarse donde le dolía, pero no pudo: tenía las manos atadas a la espalda. Se revolvió y vio a un pálido mirándole ceñudo. Una pálida, más bien, que tenía en la mano una barra acabada en una pequeña ele puntiaguda; debía haberle golpeado con eso y ahora le miraba de hito en hito. Tuvo la impresión de que tenía tanto miedo como él y se asustó. «Los cobardes son los peligrosos. Nunca temas a un valiente» le había dicho el amo Tembo. Y encima, era una mujer.

Ella le habló, seria, en el idioma de los pálidos (de los pálidos de aquí, no en el de Andriy) y no entendió nada, claro. Mirando al suelo, para no provocarla, le dijo que no hablaba su idioma, pero la pálida tampoco debía conocer el suyo, porque volvió a hablarle en un tono más hostil que antes. Le respondió que se tranquilizara, que iba a portarse bien, pero ella seguía enfadada.

Cuando temía que volviera a golpearle, se sentó en el suelo y le inspeccionó el tobillo; luego, se levantó y se metió en una caseta. Kalu se dio cuenta de que estaba a punto de salirse de los pantalones, porque ella había utilizado para atarle la cuerda que usaba como cinturón, y trató de meterse en ellos. La pálida volvió, se sentó, tomó su pie y se puso a vendarle el tobillo. En un momento dado, le miró y sonrió. El color de su piel le recordó, inevitable y dolorosamente, a Andriy. Pero la sonrisa de ella no se parecía en nada a la de su amigo. Ésta era contagiosa y seductora, como la de él mismo.

¡Maldita sonrisa! Si el amo Tembo no se hubiera enamorado de ella, él seguiría en su casa —pensó—, y quién sabe cómo sería su vida ahora”… Pero el amo quedó fascinado por su sonrisa y le compró a sus padres. Sabía que no fue por dinero (aunque fue mucho), sino por miedo; el amo Tembo era un hombre poderoso y peligroso. Sus padres lloraron al verle marchar. “¿Qué habrá sido de ellos?”.

Era apenas un muchacho cuando se convirtió en el favorito del amo Tembo. El favorito de un capo de la mafia africana, casado y con hijos mayores que él, machista y presunto homófobo, aunque Kalusha sólo sabía que tenía familia, que era poderoso, cruel y posesivo, y que después se avergonzaba de lo que hacía con él. Después… Pero era su amo y había cuidado bien de él durante todos esos años. Incluso estaba convencido de que, a su modo, le quería. «Grandes hombres tienen grandes debilidades. Y tú eres la mía», le había confesado una vez.

Se sintió aliviado cuando le mató. Liberado. Pero pronto comprobó que la libertad es dura. Y cara. Y que él no estaba acostumbrado a valerse por sí mismo, no lo había hecho nunca; así que ahora añoraba el odiado harén en el que había crecido. Era aburrido, casi siempre. Y tenía que dejar que al amo Tembo se vaciara en él cuando venía, lo que algunas noches fue más un placer que un deber. Y sonreírle, sonreír siempre, con ganas o sin ellas, porque decía que su sonrisa le aliviaba su alma herida.

Pero en aquel chalet se sabía a salvo, protegido, custodiado, y no tenía que preocuparse por nada más. Con el amo, nunca pasó hambre, ni frío, ni tuvo miedo de los extraños, con los que nunca tuvo trato. Así había crecido, seguro en su prisión, y ahora la azarosa independencia le venía abrumadoramente grande.

Cuando acabó de vendarle, la pálida volvió a marcharse y regresó enseguida con una botella de un líquido azulado y una caja de galletas, a juzgar por lo que vio en la tapa. Atado como un animal, y con la sed que tenía, acabó por atragantarse con la bebida y le salió líquido por la nariz. “Aquello no era digno”, pensó; pero no se quejó.

Tras darle de beber, empezó a meterle galletas en la boca; eran bastante insípidas pero, con el hambre que arrastraba, le supieron a gloria. Pronto se puso a jugar con él como si fuera una niña, como hacía Andriy en ocasiones, o el amo Tembo cuando se drogaba; aunque cuando el amo Tembo se drogaba, a veces la cosa acababa mal… Pero ella no parecía drogada. No era una niña, pero tampoco era mayor. Le pareció joven, quizás fueran de la misma edad… o como mucho, de la de Andriy, pero no más.

Y su palidez… ¡cómo le recordaba a Andriy! Él también le ataba a veces, y alguna le alimentó también, atado, antes de alimentarse él de su manjar favorito… El recuerdo le provocó un amago de erección que procuró disimular como pudo.

El amo Tembo no les quería ‘femeninos’, les quería ‘hombres’ y les obligaba a machacarse físicamente, para no estar blandengues. «Mujeres, ya tengo en casa. Quiero notar que me estoy follando a un macho…», les decía. Por eso, tenían en el harén un gimnasio impresionante, digno de cualquier club, como único entretenimiento.

Hubo temporadas en que no estuvo solo en el chalet, pero nunca tuvo miedo de la competencia; al contrario, sabía que el amo lo hacía para que no se creyera demasiado imprescindible, pero estaba muy seguro de ser el favorito y no veía a sus eventuales compañeros como rivales. Excepto con Andriy. Debía ser como mucho un par de años mayor que él (a esas edades, dos años se notaban bastante) y era pálido, el único hasta entonces… y después.

Era orgulloso, fanfarrón y presumido, y se llevaron mal desde el principio. De su enconada rivalidad se beneficiaba el amo, que alimentaba esa competencia para obligar a cada cual a rendir al máximo. Pero había algo en aquel pálido, en su piel, en su forma de moverse, de mirarle, que le atraía y le desconcertaba.

Un día, después de una sesión de gimnasio en la que casi llegan a las manos, Kalu no pudo resistir la tentación de tocar la pálida piel de Andriy mientras éste se duchaba de espaldas a él. Éste se volvió, airado, y sus miradas se cruzaron. Cada uno reconoció en los ojos del otro el mismo deseo oscuro y turbador que le consumía, y todo estalló: la desnudez, el agua caliente, la piel suave, los labios trémulos, los cuerpos húmedos, las caricias urentes, todo conspiró para que ocurriera lo inevitable.

Los dos sabían que eran propiedad del amo, que era muy posesivo y que aquello podía costarles la vida, pero ese pequeño detalle sólo les hacía desearse más. Para su sorpresa, fue Andriy, más desarrollado y altanero, quien se ofreció a él, y Kalu averiguó lo que sentía el amo Tembo al poseerle. Y supo también por qué el amo quedaba tan complacido con su rival.

Éste, al salir, fingió ante Chaswe, el guardián que le custodiaba desde siempre, seguir con la bronca del gimnasio con tanto ardor que acabó hiriéndole en el labio. El vigilante, harto de sus peleas, los mandó a cada cual a su cuarto con cajas destempladas. Aquella noche no tuvieron visita del amo, pero el amanecer les sorprendió juntos, con Andrusha curando el maltrecho labio de Kalusha con su solícita saliva.

Ese fue el primero de infinitos amaneceres temerarios e impúdicos, en los que el sueño pugnaba con un deseo nunca extinguido, tras desquitarse del suplicio de fingir durante el día una enemistad que sirviera de tapadera a sus locuras nocturnas…

Acabadas las galletas, la chica intentó incorporar a Kalu, con lo que el pantalón, sin atar, se escurrió y sólo la semi erección de éste impidió que se quedara desnudo delante de ella. El amo Tembo llevaba su homofobia al extremo de asquearle profundamente no sólo tocar, sino ver siquiera el pene erecto de otro hombre, así que les hacía ir con unos slips que, blindando el paquete viril, dejaban libre acceso a lo que él deseaba de ellos, por lo que Kalu había crecido con un fuerte sentido del pudor (salvo con Andriy, claro está). La chica tiró del pantalón hacia arriba con tanto ímpetu que la costura de las perneras impactó contra el escroto de Kalu con violencia (acrecentada por el hecho de que el tiro del pantalón, incomprensiblemente, le llegaba casi a las rodillas), lo que terminó de desarmar el conato de erección.

Una vez de pie, sujetándose el pantalón con las manos atadas, pudo comprobar que el vendaje le sujetaba bien el tobillo, con lo que las molestias y la cojera casi habían desaparecido. Ella intentó desatarle, sin conseguirlo; pero volvió a la caseta y regresó con algo parecido a un cuchillo con el que cortó la cuerda y le ofreció en su lugar, como cinturón, una tira plástica que había cogido del suelo, que él aceptó. Era muy rígida, pero consiguió sujetar los pantalones con ella y evitar que se le cayeran.

La joven le condujo entonces hasta un montón de botellas envasadas en bloques y otro de cajas que, al parecer, contenían estuches de galletas como las que acababa de comer, y se señaló a ambos, ofreciéndole todo aquello. O más bien, ofreciendo compartirlo.

Aquello era mucha comida, y nadie da nada por nada —se dijo—… ¿Dónde estaba el truco?” Los absurdos pantalones que llevaba eran la prueba de que no debía fiarse de la aparente bondad de nadie. Aquel gordito pálido parecía inofensivo y bonachón, pero tuvo que dejarse dar por el culo para poder comer aquella piltrafa nauseabunda. Intentar masticar aquellos tasajos inmundos mientras aquel pene desproporcionado profanaba su retaguardia, ante las risotadas de aquellos otros dos colegas que esperaban su turno… Prefería olvidar cómo acabó aquella desdichada aventura, su último contacto con seres humanos hasta esa mañana.

Su anfitriona empezó una complicada conversación por señas, en la que él creyó entender que quería lavarse en un río. Y la verdad es que le hacía falta: no sólo estaba sucia, sino que olía de un modo que Kalu no sabía identificar; pero de algo sí estaba seguro: no era un olor agradable. Ya sabía que los pálidos olían diferente, pero el de Andriy hasta le excitaba, mientras éste le recordaba al del gordito.

¿Eso era todo? ¿Sólo quería que la condujese al río? Kalu la miró a los ojos y decidió arriesgarse y confiar en ella. Pudo haberle matado y, en vez de eso, le había curado y alimentado; parecía dispuesta a cuidar de él. Era una mujer y el amo Tembo, que las conocía bien, las despreciaba; él apenas recordaba ya a su madre y no había tenido trato con ninguna, pero había algo en aquella pálida que le infundía confianza. Quizás fuera su sonrisa… Como un gato, decidió adoptarla como ama. Después del hambre pasado, por lo menos con ella tendría comida…

Se arrepintió mil veces de haber rechazado, arrogante, el palo que le había ofrecido antes de salir. El vendaje le había aliviado tanto que había sobreestimado sus posibilidades, y ahora estaba pagando las consecuencias. La torcedura de tobillo que arrastraba desde la azarosa huida del gordito y sus secuaces, le había mermado facultades de forma estúpida pero significativa. Ahora que no tendría que seguir vagando buscando comida, esperaba poder recuperarse. Así, si ella le necesitaba para defender sus provisiones, o para lo que fuera, podría contar con él. Pero cojo, no iba a ser de mucha ayuda…

Cuando el amo Tembo se presentó de día en el chalet a buscarle y le llevó con él, le contó vagamente que algo muy grave había pasado, o más bien, iba a pasar: que los dioses les habían castigado y el cielo iba a aplastarlos pronto a todos, y que todo el mundo se había vuelto loco al conocer la sentencia, y tenían que huir… “¿Adónde?” había preguntado Kalu, pero el amo nunca respondió. Primero en furgoneta y, cuando se acabó el combustible, a pie, el amo fue matando a todo el que encontraba en su camino, hombre, mujer, niño, para quedarse con la comida, que muchas veces ni siquiera existía. «Da igual. Menos competencia…», decía.

Kalu estaba horrorizado y halagado a partes iguales. Tembo era tan despiadado como le había conocido siempre, pero había ido a buscarle a él. No sabía adónde iban, pero sabía que iba con él. Ni con su mujer ni con sus hijos: con él. Le había elegido a él, a ‘su debilidad’… Le quería, quizás le había querido todo el tiempo, a su manera. ¿Y él? La ambivalencia que había sentido siempre por el amo Tembo se agudizó. Afecto, temor, rencor, ternura y admiración se mezclaban de tal modo que ni él mismo sabía lo que de verdad sentía cuando le sonreía como el amo esperaba que lo hiciera.

El sexo fue escaso pero intenso, en esos días. Convivir, mostrarse como un hombre, también con sus momentos bajos, y no sólo como el amo siempre dominante, humanizó a Tembo, que empezó a tratarle casi como un amante, no como un objeto. Ya no le poseía como cuando estaba en el harén; casi le hacía el amor, como él con Andriy…

Éste le había preguntado una vez si le gustaba que el amo le poseyera, y había tenido que confesarle que al principio, no; pero que conforme había ido creciendo se había ido acostumbrando y que ahora casi siempre se excitaba y lo disfrutaba. No como cuando estaban ellos juntos, pero lo disfrutaba. “Entonces eres ‘una mujercita’, como yo; no un hombre. A los hombres le gusta hacerlo con mujeres, y a las ‘mujercitas’ les gusta con otros hombres”. “Entonces, ¿el amo Tembo es una ‘mujercita’, también?”. “No, él es cuenta aparte; él es tan macho que no tiene bastante con las hembras… Hay ‘mujercitas’ como tú, y las hay como yo; pero en el fondo es lo mismo. Y tú, que disfrutas de las dos formas, lo eres incluso más que yo…”.

Así que Kalu aceptó lo que era, porque de algo estaba seguro: le gustaba Andriy… con locura. Incluso muchas veces disfrutaba con el amo. Por tanto, asumió que era ‘una mujercita’ y que le gustaban los chicos, no las chicas.

No tenía ni idea de sexo con mujeres y se preguntó inquieto qué pasaría con su nueva ama… “Si ella quería algo, lo tomaría —se dijo—. Es lo que hacen los amos”… Pero sentía que no iba a ser capaz de satisfacerla y no quería despertar su ira; aunque, por lo sucedido con su pantalón, no parecía tener mucho interés en él. No pudo evitar sentirse aliviado de su desinterés… Según la imagen que de ellas le había transmitido el amo Tembo, quizás no había sido una buena idea adoptar a una mujer como ama, pero tampoco había mucho donde elegir, y ella tenía comida…

Por fin llegaron al río. Le había parecido más profundo cuando él lo cruzó, pero debió ser en otro punto. El ama se descalzó y entró en el agua, así que él la imitó. Por su cuenta, se despojó de la camiseta del secuaz del gordito, que le venía pequeña. La chica salió del agua y se quitó los pantalones, para volver al río y sentarse en la corriente. Ella llevaba bragas, pero él no llevaba nada, y ella lo sabía… Salió del agua y se quitó el pantalón, sin tener claro si era eso lo que el ama esperaba, y volvió al río dándole la espalda. Se sentó y se volvió a mirarla y comprobar si había acertado. Por su expresión, dedujo que no, pero que se lo perdonaba.

Ella salió otra vez, cogió un frasco de su bolsa y volvió al agua, sentándose muy cerca de él. Tras unos momentos de incertidumbre, se despojó de la prenda que le cubría el pecho, y sus tetas aparecieron ante él, bamboleándose muy levemente, aún más pálidas que el resto de su cuerpo, casi lechosas…

Andriy quería tener tetas.

Kalu hablaba en su idioma materno con el amo y con Chaswe, los únicos seres humanos con los que se comunicaba desde que llegó al harén. En la escuela había aprendido algo de francés, pero apenas se acordaba ya. En el harén no tenía libros, ni maestros, ni deberes; sólo gimnasio. Para lo que el amo quería de él, no necesitaba estudiar. Chaswe tenía televisión en su cuarto, pero a él no le dejaban verla. “Tú no entiendes este idioma” le decía; y era cierto. Sin embargo, le gustaba espiar la televisión, cuando tenía ocasión. No entendía lo que decían (muchas veces, ni lo oía), pero era menos aburrido que estar en su habitación sin hacer nada…

Andriy hablaba ucraniano, un idioma extraño que incluso se escribía diferente, pero demostró tener una facilidad pasmosa para aprender el de él. El caso es que el amo le ordenó enseñarle su idioma y él, a fingidos regañadientes, obedeció. Las clases se convirtieron en un delicioso martirio, cuando Chaswe no les veía. Besos robados, caricias furtivas, ese juego inocente y perverso de excitar al otro, evitando excitarse demasiado uno mismo; todo servía para hacer más insoportable la espera de la noche… y más acuciantes las urgencias en su reencuentro clandestino.

Pronto pudieron hablar, comunicarse y, al irse conociendo, su pasión casi animal evolucionó hacia algo mucho más profundo. A Andriy le gustaba dibujarle corazones con el dedo en cualquier parte del cuerpo, especialmente cuando el deseo se había saciado. Así que no significaban “te deseo”, sino algo más. A Kalu le parecía un gesto ñoño, fingía desdeñarlo y no correspondía nunca, pero la verdad es que le gustaba sentirlo y lo extrañaba cuando no se lo hacía.

Así, entre corazones efímeros, supo que Andriy se sentía una chica, no un chico. Quería ser una chica, no tener esa ridícula virilidad casi infantil que le colgaba siempre inerte, y que odiaba. Incluso había elegido ya el nombre para cuando lo fuera: Nadiya, que significaba ‘esperanza’. Porque tenía la esperanza de que un día sería una chica, se vestiría como ellas, se pintaría como ellas, cosas que en el harén no podía hacer; el amo le mataría si lo intentaba…

Kalu no lo entendía, no le cabía en la cabeza que, siendo chico, quisiera ser ‘femenina’ (fútil, según el amo), pero lo aceptaba con resignación; le quería como era, adoraba hasta sus defectos y le encantaba oírle fantasear con su vida como Nadiya. Se operaría, se cambiaría de sexo (¿de verdad se podía?). Sería una mujer ‘completa’ (y le brillaban los ojos cuando lo decía). Y tendría tetas. Unas tetas mayores que las que Kalu recordaba de su madre.

Unas tetas mayores que las que ahora tenía delante.

Se dio cuenta de que el ama le miraba, visiblemente molesta. Se había abstraído recordando a Andriy mientras contemplaba las primeras tetas que veía y a ella no le había gustado. Tomó nota. Ya llevaba dos fallos, y sabía lo que ocurría con el amo Tembo cuando alguien cometía un tercero…

Procuró imitarla y lavarse el pelo como su ama, hasta que la muchacha se tumbó en la corriente, de la que sólo emergían su cara y sus tetas. “Con los ojos cerrados —pensó—, su rostro tenía un aspecto relajado. Era de facciones suaves, no duras como Andriy, pero esa misma suavidad le daba un cierto encanto. Y sus tetas, ¿por qué querría un chico tenerlas? ¿Qué se sentía teniéndolas? O tocándolas”… Cuando subió la vista a su cara otra vez, ella tenía los ojos abiertos y le miraba intensamente. Tercer fallo…

El ama se incorporó de golpe y le salpicó agua con los brazos, pero con una expresión maliciosa que le recordó a Andriy y a sus tontos juegos salpicándose en las duchas. Instintivamente, hizo lo mismo y se enzarzaron con entusiasmo en una batalla infantil, hasta que le entró jabón en los ojos y se tumbó a aclararse el pelo. “Estaba jugando —pensó aliviado de haber evitado el terrible castigo que temía—. Al fin y al cabo, eran de edad muy similar… El ama estaba jugando, pero ¿a qué?”. Se sintió más perdido que aliviado.

Cuando se incorporó, ella se estaba lavando el cuerpo, así que la imitó. Le vio hacer unos movimientos extraños y supo que se estaba quitando las bragas. Vio pasar algo e, instintivamente lo cogió. Eran gasas (varias juntas), de las de curar heridas, pero no parecían tener trazas de sangre ni yodo… ¿de pus, quizás? El ama le hizo signos de que las tirara, y obedeció al instante. “¿Dónde estaba herida? —pensó—. ¿Era grave?”. Si estaba herida, parece que no quería que él lo supiera.

Tenía ganas de mear y, aunque estaba aguas abajo de ella, le pareció una guarrada mearse en el agua. Así que, aprovechando que estaba de espaldas lavando las bragas, se levantó y salió del río por la orilla opuesta a donde tenían las cosas. Nada más pisar tierra, un estrapalucio le hizo volverse, para descubrir a su ama en la orilla opuesta, enarbolando su barra, furiosa. Creyó que les atacaban, pero no vio a nadie y se dio cuenta de que ella le miraba directamente a él… “¿Qué había hecho mal, para enfurecerla así?”, pensó asustado.

Hasta que la muchacha no se tapó la entrepierna con la mano no se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Su rostro le pareció ahora de vergüenza, más que de enojo, y la actitud agresiva se había evaporado. Por pudor, él se volvió de espaldas y decidió seguir con lo que había ido a hacer: anduvo unos pasos hasta una mata, y se puso a mear. La oyó entrar al agua y cuando volvió la cabeza, se había sentado de espaldas, como antes. Volvió tranquilamente al río y se sentó de nuevo a esperar acontecimientos.

Tenía algo de sed, pero aguardó a que ella aclarara su prenda antes de beber. Al segundo sorbo, su ama gritó y le dio un manotazo, poniéndose a gesticular y chillarle, de rodillas ante él. Nunca había visto una mujer desnuda; era el primer pubis que veía del que no salía ni colgaba nada. Recordaba muy vagamente cómo eran las niñas, de niño, pero su tenue recuerdo infantil no tenía nada que ver con la rotunda visión que tenía ante sus ojos.

Le asaltó el temor de que el ama le exigiera sexo; no creía que pudiera dárselo, porque él era ‘una mujercita’: a él le gustaban los hombres, no las mujeres. Pero el vértigo de tenerla desnuda tan cerca le recordó al que le hacía sentir el cuerpo de Andriy a veces… Ella se encargó de sacarle de su abstracción tomándole de la barbilla y obligándole levantar la cabeza y mirarle a los ojos. Echaban fuego y le gritó a la cara algo que no debía ser amable. “¿Tanto la había ofendido por mirar lo que ella había puesto delante de su vista?”, pensó. Y ahora no estaba jugando…

El ama salió, desnuda, y fue a su bolsa de la que sacó una botella de agua azul, la abrió y bebió. Se acercó a él con la botella en la mano y se la ofreció. Echó un trago, y lo escupió al instante; estaba caliente y el sabor era empalagoso. Prefería la del río, pero ella le hizo gestos que él interpretó como una amenaza de muerte, así que acató la orden, bebió de nuevo y le devolvió la botella. Refunfuñando, la dejó en la orilla, a la sombra, y volvió a la bolsa de la que sacó la caja de galletas y cogió un par.

De una patada, le tiró su camiseta, haciéndole gestos de que la lavara; ella cogió la prenda que se había quitado y se metió al río de nuevo. Llevaba una galleta en la boca y puso en la de él la otra, antes de sentarse y ponerse a lavar. Kalu la imitó maquinalmente, profundamente afectado. Cada vez estaba más desconcertado y entendía menos los bruscos cambios de la mujer. Con razón el amo hablaba de ellas como hablaba… El gesto cariñoso de darle la galleta no mitigaba la gravedad de su anterior amenaza, que le trajo recuerdos aciagos…

El amo Tembo no los usaba nunca a la vez, pero aquella noche estaba eufórico y le apeteció que se la chuparan al alimón, tras hacerles esnifar algo de coca; el amo no esnifó con ellos, ya venía bien servido. Andriy era un excelente felador, como bien sabía Kalu, pero a él no le gustaba demasiado. Sin embargo, aquella vez se esmeró como nunca. Tumbado boca arriba, con las manos tras la nuca y los ojos cerrados, el amo no se percató del adorable suplicio que supuso para los dos muchachos disputarse su virilidad, mientras sus labios y sus lenguas se rozaban inevitablemente, aunque intentaran no hacerlo. Era demasiado peligroso…

La mamada fue antológica, y al amo Tembo acabó por correrse como un primerizo. Se dijo que era una gran idea ponerlos a competir juntos. Les hizo limpiarle y ponerle otra vez a tono. Incluso acabó tomándolos de la cabeza y haciéndoles juntar sus bocas y sus lenguas hasta envolver su convaleciente polla. Estaba seguro de que les daría asco y eso le supuso un placer añadido.

Cuando estuvo de nuevo en condiciones, eligió a Kalu para que se sentara sobre él y se follara solito con su polla, mientras Andriy esperaba su turno. No era la primera vez que el amo Tembo le requería algo así, pero hacerlo delante de su rival/amante le daba un morbo especial. Estaba tan excitado que su pene le hacía daño, encerrado en el exiguo y mojado slip. Se insertó la polla de su amo sentándose de cara a él, quería ver su rostro cuando lograra hacerle aullar de placer y dejar claro quién era el favorito…

La arrogancia se alió con la coca para hacerle cometer un error fatal: emular el arma secreta de Andriy, esa contracción aparentemente arrítmica de su esfínter que convertía cada penetración en algo único, como bien sabía, y que a él le volvía loco. No lo había hecho nunca antes, pero aquella noche lo intentó… y lo consiguió casi enseguida, no con la perfección de su rival, pero sí con el suficiente arte como para provocar en su amo un rictus de satisfacción que colmó su vanidad.

Y de repente, se desató el infierno: el amo Tembo se percató de que era Kalu y no Andriy quien estaba haciendo aquello y, aun bajo los efectos de la droga, su suspicacia le alertó: “¿Cómo conocía Kalu las habilidades de su rival?”. Sólo había una manera…

De un empujón, se deshizo del muchacho, se levantó y fue a por su pistola. «¿Cómo has aprendido a hacer eso? ¿Quién te ha enseñado?», bramó. No hizo falta que ninguno respondiera, ambos llevaban la culpabilidad escrita en la cara. «¡Tú se lo has hecho a él, así lo ha aprendido! ¡Le has dado a él lo que es mío! ¡Mío!», le gritaba a Andriy mientras le golpeaba salvajemente con todo, pistola incluida. El muchacho, sangrando por varios sitios, se hizo un ovillo, tratando de protegerse, colocándose en posición fetal. El amo, de un golpe brutal, intentó insertar la pistola en el ano del chico. «¡Esto era mío!».

Y disparó.

El estruendo acabó de aturdir a un aterrado Kalu, que vio cómo su amante quedaba súbitamente desmadejado y su amo se dirigía hacia él. Ni siquiera intentó cubrirse de los golpes, sólo esperaba el final, deseando que fuera rápido. No pudo evitar volver el rostro cuando aquel enorme ojo metálico miró a los suyos, y sintió el cañón todavía caliente rozar varias veces su sien, dubitativo. El ruido del disparo le dejó sordo y el fogonazo le quemó la mejilla. Sólo el dolor le decía que seguía vivo. Nunca supo el tiempo que permaneció así, arrodillado sobre la cama, sentado sobre sus talones, llorando encorvado con las manos en la cara, esperando el siguiente disparo que nunca llegó.

Chaswe le devolvió a este mundo, tocándole en el hombro. “Lo sabía, lo sabía…” musitaba mientras tiraba del cuerpo de Andriy, arrastrándolo fuera. Tratando de asimilar lo ocurrido, Kalu se quedó mirando la mancha de sangre en el suelo con una extraña lucidez, pero emocionalmente anestesiado. Estaba solo, la ropa y los zapatos del amo habían desaparecido. Buscó la suya y se vistió también. Cuando estaba acabando, sonó un disparo fuera. Imaginó que Chaswe había pagado por su lenidad, pero para su sorpresa, éste se presentó al poco tiempo con un cubo y una fregona. “¡Límpialo!” le dijo. Y se marchó. Fue la última vez que lo vio; a la mañana siguiente había un nuevo vigilante.

Mientras fregaba, ató cabos respecto al último disparo oído. ¡Había sido el tiro de gracia! Andriy había estado vivo, agonizando a unos metros, mientras, cobarde de él, sólo había sido capaz de llorar por sí mismo. Su estupidez le había matado y además, le había dejado morir como un perro. Podría limpiar la sangre del suelo, pero no de su alma.

La primera vez que el amo Tembo volvió tras aquella noche funesta, estuvo inusualmente amable. Serio, adusto casi, pero amable, lo que desconcertó a Kalu, que procuraba sonreírle como el amo esperaba. Cuando terminó y se recuperó, se sentó y le hizo sentarse a él, para hablar ‘de hombre a hombre’. En un tono conciliador, casi paternal, le manifestó su comprensión y le ofreció ‘visitas’ con las que aliviar sus necesidades ‘de hombre’… «Pero no se te ocurra volver a tocar lo que es mío, porque te mataré —añadió, esta vez con su habitual tono intimidatorio. Él bajó la vista y el amo, dándole un codazo de complicidad, añadió amistoso—: ¿Quieres chicos? ¿Chicas?».

Puso tal cara de sorpresa de que el amo le ofreciera chicas, cuando Andriy las había descartado del menú, que éste dijo: «Vale, chicos pues…», y Kalu creyó notar un deje de decepción en sus palabras, pero estaba demasiado sorprendido por la inesperada actitud de su amo. Sólo después, cuando repasó a solas lo ocurrido, comprendió que el amo se había tomado su affaire con Andriy como un mero desafío hacia él… y que ahora le respetaba por haber tenido el valor de desafiarle.

Había cometido el pecado de jugar con su juguete, y por eso había roto el que él había mancillado, pero en el fondo estaba orgulloso de él y, en premio, ahora le ofrecía otros para entretenerse y que no tocara los suyos. “¿Cómo hacerle entender que para él, Andriy no había sido ningún juguete?”, se preguntó Kalu. Pero era una pregunta retórica; sabía bien que perdería el respeto que se había ganado a un precio tan alto (y quizás la vida) si lo intentaba…

A los pocos días, el sucesor de Chaswe le trajo una ‘visita’: un muchacho de su edad, pálido como Andriy. Kalu fue incapaz de acercarse siquiera a él y le rechazó violentamente cuando el chico intentó acariciarle. Al borde de la histeria, lo echó y le dijo al guardián que no quería más ‘visitas’. Sin Andriy, el sexo perdió todo aliciente para él. Dejó de excitarse con el amo Tembo, aunque procuraba complacerlo como siempre; incluso se acostumbró a ejecutar el ‘arma secreta’ de Andriy, que el amo le exigió a partir de entonces, sin sentir nada especial al hacerlo. Se masturbaba a solas cuando ya no podía evitarlo y lo hacía con furia; la mayoría de las veces sentía más dolor que placer al correrse…

Kalu salió de su abstracción y se dio cuenta de que estaba llorando ante su ama, que le miraba con ternura y le sonreía con la misma sonrisa franca con que le había ganado en el almacén. Se preguntó si sabría fingirla como él, mientras se limpiaba las lágrimas. Ella le salpicó con el pie. Estaba jugando de nuevo… ¿La había interpretado bien, de verdad le había amenazado de muerte? Devolvió el ataque y empezaron una nueva batalla, riendo como críos. No, sin duda la había malinterpretado. Aquellas risas ingenuas tuvieron la virtud de disipar de su espíritu los siniestros recuerdos que lo habían nublado.
Ahora tenía un ama nueva, que no le amenazaba de muerte, sino que jugaba y reía con él. Se dijo quedebia dejar atrás el pasado y centrarse en ella.

Fingiendo ponerse seria, le ordenó seguir lavando su camiseta y él obedeció aparentando formalidad, aunque a ambos les costaba contener la risa. La muchacha acabó primero y salió a tender su prenda, sin ocultar su desnudez, lo que volvió a incomodar a Kalu de una manera extraña, porque se suponía que debía dejarle indiferente. Pero se sorprendió a sí mismo acechándola con disimulo, para no ofenderla. Notó que sentía algo más que curiosidad por el cuerpo desnudo de su pálida ama…

Ella cogió sus calcetines y arrastró los de él hasta la orilla, dejándole claro cuál era la siguiente prenda a lavar. Cuando él terminó de aclarar su camiseta, salió a tenderla, pero teniendo cuidado de no mostrarle su sexo. De vuelta, lo tapaba con sus manos hasta que llegó a donde estaban sus calcetines y se agachó a cogerlos. Sus miradas se cruzaron un instante y él vio con nitidez la guasa que había en los ojos del ama. Ella no había tenido ningún recato en mostrarle su sexo y ahora se estaba riendo del pudor de él: quería que se lo enseñara, y esa certeza mejoró el aspecto de lo que su ama quería ver.

Reuniendo valor, se puso en pie y quedó desnudo ante la joven, que lo miró con indiferencia, seguramente fingida. Mientras entraba en el agua, sintió que disfrutaba mostrando su desnudez y que deseaba provocarle a su burlona ama el mismo interés por su cuerpo que había logrado suscitar el de ella en él. Y algo en su expresión le indicó que quizás lo había conseguido…

Siguió un intercambio de miradas y sonrisas que Kalu tomó como un galanteo en toda regla y que prefirió ignorar, más que nada porque le aterraba la posibilidad de que ella acabara exigiéndole lo que él no podía darle. Le daba vergüenza confesarle que era ‘una mujercita’, y pánico cómo se lo iba a tomar.
Sabía que estaba cometiendo un grave error al prestarse a aquel juego absurdo que le iba a llevar de nuevo al desastre pero, por primera vez en mucho tiempo, le apetecía jugar. Además, era agradable sentir que despertaba el deseo del ama, aunque supiera que no podía satisfacerlo. Y bueno, desastre parecía ser su segundo nombre… Para su alivio, ella se puso a canturrear (sin mucho arte) algo rítmico, perdiendo interés en él.

Cuando el ama se levantó a tender sus calcetines, él observó de nuevo su cuerpo con disimulo; le encandilaban sus redondeces y le turbaban sus vacíos. Ella tomó un par de galletas y fue hasta él, dándole una, como la otra vez. Tenía la parte que más le azoraba a dos dedos de su cara, así que levantó la vista, más para aplacar su desazón que para no ofenderla como la otra vez, pero ver sus tetas desde abajo, a esa distancia, tampoco le alivió demasiado.

El ama se puso a hablar en un tono serio, casi solemne, que le hizo bajar la cabeza, sólo para comprobar, ante su pasmo, cómo restregaba su pubis contra el rostro de él. Sentir el vello púbico de ella enredarse con su barba tuvo en su pene un efecto tan inesperado como demoledor. El ama retrocedió un par de pasos y se quedó en la orilla, esperando su reacción.

Kalu se sintió aterrado. Estaba claro que la muchacha quería lo que él sabía que no podía darle, porque era ‘una mujercita’… Pero entonces, ¿por qué sentía esa zozobra? ¿Por qué, en el fondo de su ser, deseaba poder dárselo? Y su pene también parecía querer… Ella le hizo reaccionar, empujándole y haciéndole caer de espaldas. Cuando se incorporó, había salido por la otra orilla y estaba donde él se había puesto a mear, haciéndole señas de que se acercara.

El muchacho se puso de pie, miró su pene cuasi morcillón y decidió intentarlo. Total… Tiró sus calcetines a la orilla donde estaban sus ropas y se acercó a su ama. A lo que estaba a un par de pasos, ella echó a correr y él fingió caerse al perseguirla; el tobillo le seguía molestando y no le apetecía correr descalzo. La treta surtió efecto: la fugitiva se aproximó y se arrodilló a examinar su tobillo. Él reunió valor y palpó una teta. Le encantó su suavidad y le maravilló su consistencia. Sin dejar de acariciarla, rozó con la yema del pulgar su abultado pezón y su rugosa areola y comprobó en su pene cuánto le gustaban aquellas sensaciones increíbles.

El ama se retiró de golpe y le dio un manotazo. Él la miró, asustado, pero su rostro no denotaba enfado, sino picardía; antes de que pudiera reaccionar, la joven le besó y salió corriendo. La fetidez del aliento no impidió que la olvidada sensación del roce de otros labios en los suyos le estremeciera. Al ponerse de pie, ella señaló riéndose a la entrepierna de Kalu y éste se percató de su erección. El ama parecía contenta con ella… y él, más.

Andriy debía estar equivocado, porque aunque él no fuera como el amo Tembo, sentía que aquella mujer le gustaba y, sobre todo, le gustaba que le gustara… Sentir su erección y saber que era ella la que la provocaba, le llenó de gozo; era estupendo sentirse ‘macho’, no ‘mujercita’, y confiar en que podría darle a su ama lo que ella quería… Porque ella quería… ¿o no?

Kalu no acababa de entender su actitud. Sabía que estaba jugando, se le veía contenta y parecía tan encantada como él de excitarle y notar los efectos de sus provocaciones cada vez más audaces. Le recordaba los juegos con Andriy a escondidas de Chaswe cuando le enseñaba su idioma, sólo que estos eran sin tapujos, pero si ella era el ama… ¿por qué le negaba lo que le ofrecía, para volver a ofrecérselo un instante después, cuando nadie les prohibía satisfacer su apetito?

Porque eso era exactamente lo que estaba pasando desde hacía un buen rato, desde que empezó aquel carrusel de persecuciones y fintas. Ella le encelaba con pequeños roces y caricias, pero sin dejarle nunca saciarse. En una ocasión había conseguido sujetarla, abrazarla y besarla durante unos segundos, sentir labios contra labios, pecho contra pecho, vientre contra vientre, muslos entre muslos… Pero la muchacha se había escurrido de su abrazo como un pez y había vuelto a huir de él, dejándole con más ganas que antes, a pesar de su aliento.

Le dolía el tobillo. Y los testículos, del rato que llevaba excitado, sin descargar. ¿Hasta cuándo iba a durar aquel juego? La tenía medio acorralada, pero se sentía fatigado y se apoyó en un árbol a descansar un poco. La postura le trajo recuerdos que prefería olvidar…

El amo Tembo llevaba dos días enfermo y estaba cada vez peor. Por eso, cuando le llamó pidiéndole ayuda para incorporarse y, recostándose contra un árbol como aquél, le tendió la pistola, supo sin palabras lo que le ordenaba. «Apunta bien. Sólo queda una bala», le dijo mientras con sus manos delimitaba en su pecho la posición de su corazón. Quería morir de pie, de un tiro en el corazón. Como los hombres.
Kalu miró a su amo a los ojos, amartilló la pistola, y disparó… a su entrepierna. El amo Tembo cayó al suelo retorciéndose y llevó sus manos a la zona, que se había cubierto de sangre. Sus alaridos ahogaban las maldiciones. El muchacho, extrañamente sereno, se arrodilló ante su amo y le dijo con voz neutra: “Por Andriy”… y, con una frialdad de la que nunca se habría creído capaz, tomó la pistola por el cañón y a pesar de quemarse con él, empezó a golpear, con decisión pero sin saña, la cara del hombre hasta desfigurarla. Cuando el amo dejó de sacudirse y tuvo la certeza de que todo había acabado, se sentó en el suelo y, tomándole de los hombros, recostó la cabeza en su regazo y se echó a llorar, abrazando el cadáver.

Estuvo así mucho rato, llorando en silencio y cuando acabó, no se sintió mejor. El amo era un ser cruel y perverso, él lo sabía mejor que nadie; pero era un hombre y merecía morir como tal, y había confiado en él para morir así. Pero había muerto como un eunuco, retorciéndose por el suelo como un reptil. Había traicionado a un hombre más hombre de lo que él sería nunca, a un hombre que le quería; a su manera, pero le quería… y ¿para qué? Para nada. Andriy estaba muerto, y muerto seguiría.

Los dioses le castigarían por su traición, seguro. “Bueno —pensó displicente—, los dioses iban a castigarlos a todos; según el amo Tembo, el castigo ya estaba en camino, así que… Pero, ¿cómo iba a aplastarlos el cielo?”. No es que creyera que el amo era estúpido, pero aquello le sonaba a fábula para niños, aunque había podido comprobar que todo el mundo parecía darla por cierta. No lo entendía, pero en cualquier caso, acababa de matar a la única persona que podía explicárselo mejor.
Ya no tenía amo. Estaba solo.

“¿Qué había sido de su decisión de dejar atrás el pasado y centrarse en atender a su nueva ama?” se dijo Kalu mientras observaba cómo la muchacha se acercaba contoneándose voluptuosa y mirándole con una sonrisa aviesa, lo que terminó de disipar la espesa niebla que había cubierto su ánimo hacía poco y revitalizó su decaída virilidad. Cuando llegó hasta el chico, atrapó su floreciente pene y le condujo de él hasta una piedra grande, andando de espaldas. En el trayecto, sus manos amasaron las tetas de ella, para regocijo de ambos. Al llegar a la roca, el ama se dejó caer hacia atrás, arrastrándole a él encima. El juego de fintas había acabado. Empezaba el combate cuerpo a cuerpo…

La presión de sus tetas contra su pecho le encantó, aunque prefería sentirlas en sus manos. Las estrujó lateralmente y ella le dijo algo turbador con una voz que le subyugó. “Intentaré complacerte, ama; enséñame”, le contestó él, más que predispuesto. Intuía que le estaba dando instrucciones de lo que quería que hiciera, pero él no la entendía; sólo captaba su anhelo, que no sabía cómo satisfacer. El deseo en la voz de la muchacha era cada vez más apremiante, pero él ignoraba de qué, así que acabó besándola para que callara.

Le pareció que los besos del ama no eran gran cosa, y su aliento… Andriy le había enseñado a besar y él había aprovechado bien las lecciones, pero el amo no les besaba nunca en la cara, así que no había practicado desde… Ignorando su aliento, se puso a demostrarle a la joven lo que sabía hacer con los labios y la lengua. No debía ser eso lo que le había ordenado, porque pareció sorprendida al principio… pero complacida después.

Le fascinaban sus pezones, que notaba duros como guijarros entre sus dedos; eran mucho más grandes que los de Andriy y se preguntó si el ama le permitiría alguna vez besarlos, sorberlos, mordisquearlos, como a los de su amigo. Las tetas de las mujeres son para los bebés, lo sabía, pero… ¡le apetecía tanto! Por un instante, deseó ser amo y hacer con ella lo que quisiera. Iba a darse un festín devorando aquellas tetas, si pudiera…

A la deriva en un mar de sensaciones nuevas y olvidadas, intensas y deliciosas, apenas se dio cuenta de que la diestra mano de la chica había pilotado su nave rumbo a la terra incognita, embocando la quilla entre sus mojados acantilados, hacia una gruta ignorada… Al notarlo, le invadió un miedo pánico y rompió el abrazo, incorporándose algo para poder mirarla a la cara. Estaba seria, esperando tensa, casi impaciente. Era el momento de la verdad: su ama le estaba examinando… y él no tenía ni idea de qué iba el examen.

Empujó con miedo su glande en aquél húmedo y cálido conducto hasta topar con un obstáculo inesperado y se paró, sin saber qué hacer. La miró, buscando instrucciones, pero ella tenía los ojos cerrados; cuando los abrió, sólo vio en ellos extrañeza e insatisfacción. A falta de respuestas, supuso que era un esfínter, como su ano, y procedió a dilatarlo con cuidado. Lubricado estaba, así que debía ser cuestión de ir poco a poco…

El ama, contrariada, le tomó de las caderas y, de un decidido empujón, se clavó su polla hasta el fondo, dando un grito salvaje que le heló la sangre. Sabía por experiencia el daño que hace una penetración sin la dilatación adecuada y el sufrimiento que desencajaba el rostro de la joven, más pálido que nunca, daba fe de que, ahora, ella también. Estaba claro que había suspendido el examen…

Ante su pasmo, el ama le sonrió, perdonándole, y le abrazó como si nada. Él la besó con gratitud; le daba otra oportunidad y no pensaba desaprovecharla… Con el susto, no se había dado cuenta de que tenía su pene enfundado en algo suave y cálido que oprimía por igual su glande y su verga. La sensación era fantástica, muy distinta a la del culo de Andriy, pero sumamente grata. Se movió un poco y la sensación incluso mejoró. La húmeda suavidad del roce, la presión uniforme… Acogedora. Si tuviera que definir aquella experiencia con una palabra, elegiría esa: acogedora.

Quería complacer a aquella mujer, hacerla gozar, así que fue incrementando el ritmo de sus movimientos. Si a él le daban tanto placer, también se lo darían a ella… Su entusiasmo hizo que, en sus arremetidas cada vez más frenéticas, su polla se saliera del guante que la acogía y, para su desesperación, no acertara a enfundarla de nuevo. Tuvo que ser ella quien volviera a introducir otra vez el falo en su recóndito interior y de nuevo lo hizo de golpe, aunque esta vez no notó ningún obstáculo ni ella chilló. Abrazándole con sus piernas, clavó sus talones en el culo de él, inmovilizándole.

Parecía más decepcionada que enfadada. Debía haber cometido una torpeza muy grande al dejar que se le saliera. Con Andriy le había sucedido alguna vez, pero él no se había enfadado, incluso le había divertido… Pero había encontrado fácil el camino de vuelta. ¿Qué le había decepcionado así: que se le saliera o que no supiera volver a entrar? Ahora ya, daba igual: su ama le había dado otra oportunidad y él la había desperdiciado… Quizás le venía grande ser ‘macho’, quizás tenía razón Andriy y las ‘mujercitas’ como él no servían para eso. Le entraron ganas de llorar.

Pero la contrariedad del ama cesó pronto. Antes de que se hundiera en su llanto, ella volvió a sonreírle, perdonándole otra vez y limitándose a indicarle por señas que tuviera más cuidado. “Había escogido una buena ama”, pensó mientras recuperaba el ánimo. Comprensiva y bondadosa, no como el amo Tembo. Se prometió a sí mismo no decepcionarla más.

Empezó a moverse con cuidado, y el rostro de ella pronto se arreboló (como les ocurre a los pálidos cuando están muy, muy excitados), igual que su pecho. Le encantaba el rostro de Andriy cuando se ponía así… Pero, por primera vez, en vez de resultarle doloroso recordar a su amante muerto, se sintió culpable por distraerse pensando en alguien distinto a la persona que le acogía entre sus piernas. Nunca había disfrutado así satisfaciendo al amo y, a veces, evocaba a Andriy para hacerlo más llevadero; pero ahora le parecía un sacrilegio apartar su mente de todo lo que no fuera el placer de su dulce ama.

Se imaginó por un instante que ella era él, Andriy, que había cumplido su sueño y se había transformado en chica. Sabía que no era cierto, pero… Cayó en la cuenta de que se estaba apareando con alguien que ni siquiera tenía nombre y le pareció lo más natural llamarla Nadiya. El ama Nadiya. “Tendré que enseñarle mi idioma, también —se dijo—. Siendo pálida, seguro que lo aprende enseguida y podremos hablar, entendernos.” Pero ¿qué le iba a contar? ¿Que era ‘una mujercita’?

Los gemidos de Nadiya le volvieron a la realidad. El ama estaba disfrutando a ojos vista, le abrazaba, se soltaba; se retorcía… y gemía. ¡Cómo le enardecía oírla gemir! La rabia provocada por la vergüenza anticipada de imaginar confesarle su pasado le había hecho acelerarse otra vez, sin darse cuenta. Pero esos gemidos, espontáneos y profundos, le mostraban que estaba en el buen camino y siguió por él, feliz de recorrerlo juntos. La presión de aquel guante maravilloso sobre su polla, sobre toda ella, su húmeda calidez, la locura de su roce increíble, le impelía a moverse en vaivenes cortos (para no salirse) pero muy rápidos.

El cansancio le hacía bajar el ritmo, a veces; pero volvía enseguida a aquella cadencia imposible que conseguía arrancar de la mujer esos gemidos casi salvajes, le producía ese delicioso arrebol y provocaba esos gozosos espasmos que la sacudían a veces, aun a sabiendas de que así, pronto alcanzaría el inevitable punto de no retorno… Cuando el orgasmo le desbordó, empezó a gritar, eufórico: “¡Soy un hombre, ama Nadiya, soy un macho!”. Y se derrumbó, exhausto, sobre ella.

Ésta, agradecida, siguió acariciándole mientras él se reponía. Kalu sintió que había aprobado el examen con nota. “Satisfacerla iba a ser una tarea apasionante; vivir con ella, una aventura maravillosa —soñó—. Había sido un acierto adoptarla como ama”. Quiso corresponder a su agradecimiento llenándola de besos mientras susurraba su nombre: Nadiya, esperanza…

Cediendo a un súbito impulso, le dibujó un corazón en la tripa, y se sintió mal por no haberlo hecho nunca con Andriy. “¿Sólo una vez, y ya le hacía a ella lo que nunca quiso hacerle a él? —pensó—. ¿Acaso sentía por el ama lo que sintió por él?”. No, claro que no; pero Andriy estaba muerto hacía tiempo y ella estaba viva entre sus brazos. Y (¿por qué no?) tenía la esperanza de llegar a sentir por aquella mujer lo que una vez sintió por él. Su Nadiya, su esperanza. Se dijo que nunca más se avergonzaría de expresar su ternura. No con ella.

El ama Nadiya empezó a jugar con su flácido pene y sus testículos, como le gustaba hacer a Andriy, como nunca hizo el amo Tembo. Era su ama, pero no le importaba rebajarse a su nivel y ser su compañera, jugar con él de igual a igual. Esa constatación le agradó aún más que sus caricias. Ella tomó la mano del chico y la llevó a su oquedad. ¿Para qué? Allí no había nada, así que él la devolvió a sus tetas, que no se cansaba de agasajar y notaba que ella también lo disfrutaba.

Con voz cálida, la muchacha debió de piropearle, orgullosa de él, y se le puso encima, lo que le obligó a moverse hacia el centro de la roca para no caer a tierra. Nadiya volvió a hablarle, ahora en el mismo tono de deseo febril que al principio. Estaba claro que quería repetir, pero él no estaba listo… Una vez más, el ama le sorprendió con su paciencia y humildad, porque se puso a horcajadas sobre él y empezó a frotar muy despacio el suave vacío de su entrepierna contra la verga de su pene, demostrándole que no tenía prisa, ni se sentía humillada por ponerle de nuevo a tono. ¿Se la chuparía, también? No, parece que quería conseguirlo sólo con su pringoso vaivén…

Kalu seguía fascinado por su juguete favorito; el suave bamboleo de sus tetas le tenía hechizado y su posición actual le permitía contemplarlas mientras sus manos las veneraban, sin perder de vista los ojos lujuriosos de su Nadiya, ni su sonrisa cargada de inocente malicia. Su polla empezó a revivir, en parte por los sensuales roces de su pálida ama, pero también por esa sensación que le asaltó, por primera vez en su vida, de que todo estaba en su sitio, las cosas eran como debían ser y estaba con quien debía estar, haciendo lo que debía hacer.

Supuso que también ella experimentaba un sentimiento parecido, porque le dijo algo solemne en un tono emocionado que le conmovió. Dejó que el placer se fuera apoderando de él, abandonándose a sus sentidos…

La nada regresó, esta vez para quedarse. Pero ellos, obviamente, nunca lo sabrán.

Querido lector, acabas de leer el decimoseptimo relato correspondiente al XXI Ejercicio de Autores.

jueves, 16 de mayo de 2013

Tribal


El fin de un mundo muy, muy lejano. Filial, tríos, anal, interracial.




La carrera y media desde los pastizales hasta el pueblo hubiera agotado a cualquier hombre. No era así en el caso de Mossa, que caminaba feliz a buen paso a pesar del joven guepardo de media cabra de peso que portaba en sus hombros. Había estado a punto de perder un animal de las cuatro manos de que constaba su rebaño, por el ataque de aquel imprudente gato. No tendría más de seis lluvias, por lo que era un jovenzuelo inexperto en las lides de la caza; por ese motivo, un guerrero como él no había tardado en darle alcance, matándolo de una certera lanzada.

Se lo ofreceré a Mika para ganarme sus favores”, iba pensando el joven mientras caminaba a grandes zancadas en dirección al poblado. Tenía claro que un joven guerrero no tenía muchas posibilidades frente a hombres mayores, aunque aquel guepardo sería un punto a su favor a los ojos de la hija del jefe.

Con gesto sombrío, observó los dorados maizales que rodeaban el poblado. “Esto va a ser la perdición de mi noble pueblo. ¿Qué guerrero que se precie dejaría su lanza y su rebaño para golpear la tierra? Aquellas mujeres Kunis que se emparejaron con nuestros fuertes guerreros tienen toda la culpa. Ellas y las otras, que rezan a la cruz e intentan que se pierdan todas sus ancestrales tradiciones”. Con estos pensamientos en su cabeza, llegó Mossa al vado donde debían abrevar las cabras. Allí se quedaron relajadamente los animales, mientras su pastor remontaba el cauce en busca de la zona de las lavanderas.

Las primeras jóvenes que encontró, eran las que vestían con aquellas horribles camisetas y faldas como las de las mujeres blancas. Todas miraron atemorizadas el magnífico ejemplar de guepardo que cubría los hombros de Mossa. Él les devolvió una mirada despectiva. No podía entender por qué una mujer preferiría guardar la hermosura y maternidad de sus pechos bajo aquellas ajustadas camisetas. Encima, ni siquiera ofrecían sus favores a ningún hombre hasta que su cruz se lo permitiera. “No digo yo que ofrezcan su femineidad, pero no deberían negar el disfrute de sus traseros”, pensó el alto guerrero, desfilando altivamente delante de la media docena de jovencitas cristianas.

Cinco pasos más allá del primer grupo, tras un recodo de la ribera, divisó el grupo que le interesaba. Tuvo que aguardar paciente a que las tres manos de turistas que acababan de llegar, lo miraran todo con ojos muy abiertos. Mossa, gracias a su guepardo, consiguió unas provechosas ganancias por permitir que le fotografiaran. En absoluto estaba de acuerdo con aquellos blancos vociferantes, pero el dinero no venía mal a su familia.

Cuando el último de los impertinentes turistas se hubo marchado, el joven se acercó al grupo de muchachas lavanderas. Irguiéndose cuanto pudo, exhibió su abultada musculatura, detenido delante de Mika, aguardando a que ella diera el siguiente paso. Las demás chicas soltaban risitas tontas, mirando alternativamente a la muchacha y al joven guerrero.

Finalmente, la muchacha objeto de deseo del joven, se alzó mostrando por completo su esbelto cuerpo, cubierto tan solo por el multicolor “shuka” anudado a su cadera. Los pechos, plenos y erguidos, se mostraban altaneros ante la mirada de adoración del muchacho. Tras unos instantes en los que permaneció con la cabeza gacha observando al animal yaciente a sus pies, alzó la vista y sonrió tímidamente a Mossa. Los nervios le habían atenazado el corazón en aquellos instantes en que no tenía la certeza de que ella fuera a levantar la vista o que en cambio, retornara a sus labores si el obsequio no era de su agrado. Él, posó suavemente su mano sobre el femenino rostro. Los grandes ojos de la muchacha brillaron ante el contacto. Ella entrelazó los dedos masculinos con los suyos propios, tirando del joven hacia unos juncos cercanos.

Si la belleza de los kusai era legendaria, la de Mika no tenía parangón. Su precioso pelo, con aquellos suaves rizos que caían hasta mitad de espalda, sus grandes y luminosos ojos, la señorial nariz y su boca de carnosos labios, eran la envidia de las jóvenes del poblado. La muchacha se arrodilló en el suelo esperando paciente a que el cortejo fuera iniciado. Él daba vueltas alrededor de ella como si fuera una presa a la que tenía que abordar. No era algo sencillo; si él no estimulaba correctamente a la doncella, ella tenía derecho a frenar el cortejo en cualquier momento. Aquello supondría, no solo que ya no optaría al enlace matrimonial, sino que su virilidad se vería en entredicho en toda la aldea.

Decidió atacar por detrás. Era una técnica que no solía fallar, aunque no le permitiera ver las reacciones de la chica. Con sumo cuidado, se arrodilló tras Mika comenzando a acariciar los hombros femeninos con suma delicadeza. Ella fue relajando la espalda poco a poco, aceptando de buen grado las atenciones recibidas. El siguiente paso de Mossa fue retirar con delicadeza el largo cabello, llevándolo sobre un hombro. A continuación posó sus labios sobre la oscura piel, comenzando a lamer con deleite, desde el lóbulo de la oreja hasta el principio del brazo. El lado opuesto de la muchacha recibió el mismo húmedo y apasionado tratamiento. Mientras la boca de Mossa arrancaba suspiros de la hija del jefe gracias a las atenciones dadas a su cuello, las masculinas manos abordaron los costados frotando con delicadeza desde las axilas, pasando por la estrecha cintura hasta las rotundas caderas. La propia Mika fue quien llevó las manos del chico hasta sus necesitados pechos. Aquello era muy buena señal, se dijo Mossa, masajeando aquellas tetas firmes y grandes de oscuros pezones que se endurecían al paso de las yemas de sus dedos.

Mossa besó y lamió el cuello y los hombros de la muchacha hasta que esta giró lentamente la cara ofreciéndole su carnosa boca. No se hizo de rogar y apresó su gordezuelo labio inferior entre los dientes, dándole un suave tironcito. “Esto va fenomenal. El shuka está a punto de caer”, pensó el guerrero saboreando la delicada lengua de la guapa muchacha. Las manos iban ahora desde los turgentes pechos hasta el comienzo de la tela multicolor, acariciando el plano vientre femenino. Cuando las manos ascendían hasta apoderarse de aquellas rocas negras, los fuertes dedos masculinos se precipitaban hacia las areolas, rozando delicadamente toda su superficie, la cual se erizaba al mínimo contacto. Culminaban la ascensión sujetando los endurecidos pezones entre índice y pulgar; unas veces tironeando delicadamente, otras presionando los duros apéndices y las menos, retorciéndolos, dando rienda suelta a su excitación.

Los hábiles dedos femeninos manipularon el nudo del shuka hasta que este quedó suelto tendido en el suelo. Mossa, loco de alegría por haber logrado superar la penúltima prueba, se deshizo rápidamente de su zurrón, el machete y su acolchado taparrabos, bajo el cual palpitaba su endurecida lanza. Volvió a pegarse a la espalda de Mika, frotando ahora su ardiente erección sobre la superficie de la oscura espalda. La boca retornó a paladear los jugosos labios y la húmeda lengua de la mujer más bella de la aldea. Los dedos, tras dedicar unas últimas atenciones a los pétreos pezones femeninos, comenzaron a descender en busca del nuevo tesoro desvelado.

Los labios mayores fueron circunvalados por los ansiosos apéndices masculinos, enredándose en la maraña de rizos negros del pubis. Las manos de la chica acariciaban sus propios muslos con rápidas y nerviosas pasadas sobre la tersa piel.

Uno de los dedos de Mossa, el más avispado, aprovechando los entreabiertos pétalos se coló en el interior de la vulva. La temperatura y la humedad hacían de aquel sitio un paraíso del que no se cansaría nunca de disfrutar. Ahora, debía andarse con cuidado. Desflorar a la hija del jefe le costaría el destierro sin apelación posible al círculo de ancianos.

Con movimientos lentos y controlados, fue acariciando el interior de los sedosos labios mayores, sintiendo cómo el joven cuerpo se estremecía tras su contacto. Rodeó la entrada prohibida, frotando sutilmente los labios menores para terminar ascendiendo hacia la sensible perla, la cual masajeó, primero en círculos y luego de arriba a abajo. La temperatura de la antesala de la gruta del placer aumentaba con cada pasada por el endurecido clítoris. “Tiene que estar a punto. Si no es ahora no lo lograré”, pensaba Mossa devorando la cálida boca y la lúbrica lengua de la chica.

La boca de Mika se separó de los labios masculinos. Entonces, sucedió lo que el chico tanto deseaba. La espalda femenina se inclinó hacia delante. Las rodillas se afirmaron haciendo que se elevaran aquellos gloriosos glúteos, ofreciendo la más bonita grupa que el chico hubiera visto nunca. Ver a la guapa hija del jefe ofreciéndosele a cuatro patas, incrementó la dureza de su vara hasta que comenzó a dolerle. Llevó la mano izquierda hasta la húmeda vulva. Continuando con las atenciones a tan agradecida zona, con la derecha rebuscó en el zurrón, extrayendo el tarro de grasa de vaca.

Debía andarse con mucho cuidado, pues los dedos de su mano izquierda tendían a buscar el lugar prohibido, poniéndole en un serio aprieto, pero es que aquella cálida gruta era deliciosa. Mientras tanto, la derecha había logrado deshacer los nudos que cerraban su tarro de grasa. Se embadurnó lentamente el dedo corazón de la untosa materia, preparándolo para abrir la penúltima puerta; la última ya la abriría si tenía la suerte de que le aceptara como compañero. No era el primero ni sería el último que disfrutase de su estupendo trasero, pero solo uno tendría su tesoro.

Mossa nunca había lamido un culo, pero pensó que si tanto disfrutaban las hembras con su larga lengua en el resto del cuerpo, no sería diferente ahí detrás. Jugándose esa baza, se inclinó hasta posar su boca en medio de los dos diminutos hoyuelos del final de la espalda. Lo apostó todo a la destreza de su lengua: su futuro como gran guerrero, la prosperidad de su familia y su felicidad conyugal. Realizó húmedos círculos con la punta sobre el comienzo del profundo desfiladero que separaba las carnosas nalgas. Aguardó inquieto a recibir una muestra de aceptación. Esta llegó en una forma que no se esperaba él. La joven apoyó torso y cabeza sobre la corta hierba, llevando sus manos a los gordezuelos glúteos. Con las carnes bien asidas por las manos, estiró hasta ensanchar el profundo surco que dividía su culo.

La lengua no se hizo esperar. Descendió cuesta abajo, Lamiendo alternativamente cada una de las laderas. Atención especial recibía el fondo del valle, en el cual las lúbricas pasadas eran lentas y profundas, desde el coxis hasta las proximidades del esfínter. Si la punta de la lengua se acercaba al ano, la muchacha alzaba el trasero, propiciando un contacto que Mossa se empeñaba en retardar.

Cuando las caderas comenzaron a moverse aceleradamente, Mossa decidió aplicar su apéndice sobre el esfínter. Este comenzó de inmediato a dilatarse y contraerse como si estuviera lanzando besos al aire. Jadeos rápidos y cortos comenzaron a surgir de la garganta femenina. El chico se afanaba en rodear con toda la humedad de su boca el orificio anal, mientras su mano izquierda continuaba dando alegrías a la cálida entrepierna de la guapísima kusai.

Las prietas carnes de las nalgas se bamboleaban presas de los espasmos del cuerpo de Mika. Ella, pletórica de excitación, había soltado sus glúteos clavando las uñas en la blanda tierra. La cálida lengua se tenía que esforzar en no perder el contacto con el diminuto agujero. Por momentos, alternaba entre penetrar el estrecho orificio con la lengua y lamer profusamente todo el contorno del ano. La mano izquierda sentía cómo se incrementaba la humedad y la temperatura de la entrada a la vagina, que era la zona que recibía atenciones en ese momento.

Un profundo jadeo sirvió de señal a Mossa para llevar los dedos sobre el duro clítoris, friccionándolo con deleite. La boca se separó del trasero, permitiendo que la mano derecha, que descansaba sobre las lumbares femeninas, descendiera velozmente hasta posarse sobre la entrada posterior. El inesperado orgasmo arrasó con la muchacha, llevándola a cotas de descontrol desconocidas para ella. La sensación de un largo y grueso dedo penetrando en sus entrañas, tan solo sirvió para enardecerla más aún. Tenía fuego en el coño, fuego en el culo y rayos y relámpagos recorriendo todo su cuerpo.

El guerrero no cesó de torturar la dura perla y el prieto ano hasta que temió por la consciencia de su amante. La muchacha, exhausta, se quedó inmóvil, incapaz ni siquiera de hacer descender sus caderas. La pasión se convirtió en ternura al instante. Mossa era un experimentado amante y sabía que era pronto para continuar con el cortejo. Se aplicó en acariciar la sudorosa espalda de Mika, la cual suspiraba quedamente a cada pasada de la masculina mano.

Las tradiciones a partir de ahí eran claras: si Mika aceptaba ser su esposa, bebería de la esencia del guerrero como toda su familia debía hacer para propiciar la prosperidad del ganado. Si por el contrario, tan solo lo consideraba como amante dejando la decisión de la unión para más adelante, ella debería ofrecer su precioso culo para el desahogo del hombre que le había obsequiado una placentera comunión con la diosa madre.

Mika, aún con las uñas clavadas en la tierra, tensó los brazos elevando el torso y permitiendo que sus plenos pechos se mecieran como frutas maduras. Agitó suavemente las caderas, haciendo que su culo dibujara pequeños círculos incitantes. “Culo, pues culo. La rondaré los próximos días por si se decide”, pensó el muchacho colocándose tras la hembra.

Volvió a untar su mano derecha en la grasa de vaca, comenzando a extender el ungüento por toda la longitud de su negra y dura lanza. Su verga brillaba ahora semejando una bruñida vara del más fino ébano. Terminadas las atenciones a su herramienta, comenzó a untar la grasa por todo el ano de la muchacha, introduciéndola con uno de sus dedos en el interior del intestino femenino. Con el fin de relajar a Mika, la mano izquierda regresó a prestar delicadas atenciones a la sensible vulva.

Mossa sentía cómo su dedo se deslizaba fácilmente dentro del recto femenino. Ella continuaba con los suaves e incitadores movimientos de trasero. El dedo índice no tardó en acompañar al corazón dentro de las entrañas de Mika. Dos dedos se deslizaban con mayor trabajo, aunque el joven no había percibido molestia alguna en las reacciones de su amante. Ella percibía la palpitación de su culo, notaba cómo los dos dedos ora se deslizaban hacia el interior, ora se separaban distendiendo las paredes de su recto.

Un sentimiento de vacío invadió el culo de Mika cuando ambos dedos se retiraron al unísono. No tardó mucho tiempo en apreciar cómo, algo mucho más grueso que los dos últimos inquilinos, trataba de entrar lentamente en sus entrañas. Mossa observaba cómo su brillante rabo entraba poco a poco por el culo de su querida Mika. Su violácea cabeza, completamente libre desde que le circuncidaran, se encontraba en la mitad de su longitud dentro de aquella estrecha cueva. Súbitamente, todo el glande se introdujo dentro de la bella joven, sin que ella se lo esperase. Un gemido ahogado brotó de los femeninos labios tras aquella irrupción tan repentina.

Mossa detuvo el avance, a la espera de que las paredes intestinales se acostumbraran al grosor de la cabeza de su badajo. La mano izquierda proseguía con las caricias a la cada vez más húmeda vulva, mitigando cualquier molestia que pudiera sentir el culo de la muchacha. Ella se sentía segura de sus habilidades como amante y no permitiría que aquel orgulloso guerrero pensase que la había dominado a su placer. Toda una hija del jefe de la aldea no se podía quedar quieta recibiendo orgasmo tras orgasmo. Lentamente fue empujando con las caderas, haciendo que su propio culo fuera engullendo la larga y gruesa lanza que le perforaba. Aunque necesitaba algo más de tiempo para asimilar aquella enorme estaca, decidió ensartarse lo más rápidamente posible para demostrar que ella era tan activa como el joven. Aguantando el creciente ardor de sus entrañas, Mika empujó y empujó hasta que sus propias nalgas golpearon contra las caderas masculinas.

A la chica le había costado un gran esfuerzo no gritar. Tuvo que apretar los dientes y clavar las uñas en el suelo para soportar la molestia, pero había logrado dejar bien alto su nombre. Mossa casi se derrama en el interior del culo femenino de la excitación que sintió cuando su vara fue engullida completamente por el estrecho orificio. Ambos se mantuvieron muy quietos durante algunos segundos. Ella necesitaba relajar su ano acostumbrándolo al intruso. Él no iniciaría nada que pudiera molestar a la bella hija del jefe.

El trasero femenino comenzó por hacer movimientos de rotación. Él sentía cómo su polla friccionaba con las paredes de la estrecha oquedad, aunque la mayor excitación la producía la visión de las oscuras nalgas frotándose contra sus caderas en apretados círculos. Mossa no pudo aguantar ni un minuto más. Aferró con fuerza las caderas de Mika y comenzó un bombeo parsimonioso y delicado. El placer del muchacho por la penetración anal y la falta de quejas por parte femenina, hicieron que el ritmo de la enculada se fuera acelerando poco a poco. El guerrero se extasiaba en la contemplación de las nubes, dando gracias a todos los dioses de la sabana por haber puesto ese impresionante trasero a su alcance. Ella aguantaba las arremetidas como buenamente podía. Había sido agradable en un principio, pero ahora el ritmo era demencial. A tiempo de ponerle remedio, se percató Mossa de la creciente incomodidad de la muchacha. En vez de reducir el frenético ritmo que lo estaba elevando a las mayores cotas de placer que hubiera sentido nunca, decidió estimular el clítoris de la bella muchacha, con el fin de que sintiera nuevas sensaciones más agradables.

Las escalofriantes descargas que ascendían desde su sensible botoncito, unidas a la enculada, condujeron a Mika a cimas de placer semejantes a las de su amante. Cuando giró la cabeza observando la cara desencajada del duro guerrero, una sensación de orgullo y satisfacción hinchió su pecho y el orgasmo la arrasó como una fuerte ola de sensaciones y emociones. No debía haber gritado tan fuerte, pues no se consideraba propio de una muchacha, pero no pudo reprimir sus instintos. Ante el profundo gemido de Mika, él se dejó llevar, derramando toda su esencia dentro de la prieta oquedad femenina. Ella, sintiendo el torrente de calor en sus entrañas, experimentó una prolongación de su propio orgasmo, sintiendo oleadas de escalofríos por todo su ser.

Poco a poco las respiraciones de ambos jóvenes se fueron calmando. Mika, enfrentando por fin el rostro del guerrero, le dedicó una amplia sonrisa tras la cual besó con ternura la boca masculina. Mossa no cabía en sí de la emoción. El encuentro había sido todo un éxito. Debería encontrar un buen regalo para proseguir con el cortejo en días sucesivos.

La joven se anudó su shuka y corrió a reunirse con sus compañeras de colada. El joven recogió el cuerpo del guepardo y, dedicándole una última sonrisa a Mika, se marchó en dirección a su choza. Tenía que comenzar con la limpieza del cuerpo para no postergar demasiado el curtido de la hermosa piel. Los próximos días se presentaban agotadores.

Tras encerrar en el pequeño vallado a todo su rebaño, Mossa se dirigió al interior de la cabaña. Las caras serias de su madre y su hermana lo aguardaban.

-¿La vaca? –preguntó el joven.

Un asentimiento de ambas mujeres confirmó las sospechas de Mossa.

¿Cuánto? –continuó el interrogatorio el guerrero.

Medio cubo –respondió la madre al borde del llanto.

La única vaca de que disponían, llevaba una semana sin querer dar leche. No debían estar comulgando correctamente con la madre tierra o con los dioses del ganado; si no, no se habría secado una vaca tan productiva.

El guerrero se acercó a un rincón de la choza con el fin de almacenar su trofeo. “Bueno, ahora, el trofeo de Mika”, pensó el muchacho. Madre e hija se afanaron en avivar el pequeño fuego que ardía en el centro de la única estancia de la cabaña. Se movieron con presteza, organizando pequeños quemadores de hierbas aromáticas, cuencos repletos de leche y utensilios varios que tan solo conocían las mujeres cusai.

El trabajo se multiplicaba para Mossa. De un lado, había que rogar por la producción lechera de la vaca; de otro, pediría porque esta se quedase preñada en uno de los muchos encuentros que le habían proporcionado con el toro del poblado.

Las dos mujeres se arrodillaron delante de los cuencos repletos de leche fermentada, aguardando la decisión del hombre de la casa. El padre de Mossa había muerto años atrás por una de aquellas extrañas enfermedades que habían traído los hombres blancos. El cabello se desprendió de su cabeza, los dientes amarillearon y ennegrecieron y su cuerpo se consumió hasta quedar en los huesos.

Mossa, aflojando el nudo de su taparrabos, se deshizo de este y de cuantos utensilios de caza colgaban de la prenda. Se arrodilló y tomó entre sus manos el tazón de leche que había delante de su hermana, bebiéndolo hasta el fondo de un largo trago.

Era una joven esbelta y risueña, aunque ahora su rostro mostraba la preocupación por la sequía de la vaca. Los juveniles pechos se bambolearon cuando la hermana se inclinó acercando su boca al mustio falo de Mossa. El joven nunca había descuidado sus obligaciones con los dioses, pero la hija del jefe había sido muy ardiente y en aquellos momentos dudaba si podría complacer a la madre tierra.

Miha, la hermana del guerrero, introdujo la fláccida carne entre sus labios, degustando el sabor a hombre que destilaba la menguada lanza de su hermano.

Se esmeró en proporcionar un tratamiento de primera al mustio pene. Acariciaba los muslos y los vellosos testículos del cabeza de familia, buscando la reanimación de la vara. Sintió en el interior de su boca, cómo el miembro crecía, invadiendo toda su cavidad bucal.

Miha sabía hacer buen uso de su pequeña y juguetona lengua. Lamía con lentas pasadas toda la superficie del glande, utilizando sus carnosos labios para presionar y ensalivar el grueso tallo. Las manos de la chiquilla no debían romper el contacto con la tierra apisonada de la cabaña; era la forma de estar en comunicación directa con la Madre. Su delicada boca de jugosos labios, era todo lo que necesitaba Miha para ordeñar la esencia del hombre de la casa.

Mientras tanto, Riha, la madre de los dos muchachos, ofrecía tazones de leche fermentada al guerrero con el fin de incrementar la fuerza de su esencia.

Mossa bebía, uno tras otro, los cuencos de la embriagante sustancia, deleitándose con el trabajo oral que su hermana administraba a su dura herramienta. Se había esforzado mucho por satisfacer a la hija del jefe, pero su hermana desde bien joven conocía perfectamente cuáles eran sus puntos débiles.

Miha, movía rítmicamente la cabeza de adelante hacia atrás, mostrando el brillante y negro falo o escondiéndolo en lo más profundo de su boca. En estas idas y venidas de la verga, fuera y dentro de la húmeda y cálida boca, la muchacha aprovechaba para succionar el sensible glande, con lo que elevaba la excitación de su hermano a cotas inimaginables. Con cada vaivén del menudo cuerpo, los lozanos pechos de la muchacha se agitaban estimulando la libido del guerrero.

Mossa no podía probar el pequeño culo de su hermana so pena de destierro, pero si lo movía igual de bien que su boca, seguro que haría feliz a muchos mozos de la aldea. El guerrero bebía uno tras otros todos los cuencos que su madre le alcanzaba. El mareo comenzaba a hacer efecto en su ánimo, aunque aquello era un pago necesario si se quería comulgar con la Madre.

La joven Miha, sentía en sus labios toda la vida que la naturaleza había insuflado en el cuerpo de su fuerte hermano. El duro miembro palpitaba en el interior de su propia boca, recordándole la fuerza de la comunión. Hacía tan solo cuatro lluvias que había atravesado el río, lavando su sangre en este. El cruce de la orilla de la infancia a la orilla de la plena madurez. Aquella noche, ya como mujer adulta, comulgó con el duro miembro de todos los guerreros de la aldea; más de cinco manos de duros hombres con penes enormes y palpitantes. Desde aquella noche, tan solo había probado la esencia de su hermano cada vez que había que solicitar los favores de la Madre. Era un momento muy especial para la joven, la cual se sentía partícipe del devenir de su familia, agasajando a los dioses por todos los dones que les ofrecían.

Recorría con sus humedecidos labios la longitud de la tersa y dura lanza. Quería mucho a la Madre tierra y era un privilegio poderla servir en aquellas ocasiones. Con toda su alma deseaba que su pequeña boca se llenase de la esencia de la vida. La pírrica extracción de leche de su querida vaca era insuficiente para las necesidades de los tres. Su dedicación estaba asegurada; agradaría a la que todo lo puede trayendo abundancia.

Mossa comenzaba a verlo todo doble. En la postura en que estaba no confiaba en la firmeza de sus rodillas. Su enhiesta verga era devorada con maestría por su joven hermanita, mientras los vapores de la leche fermentada subían con rapidez a su cabeza.

Miha logró introducirse la totalidad de la masculina herramienta. Era algo para lo que no tenía demasiada destreza aún, por lo que en ocasiones le producía arcadas. Sintió en su labio inferior la inflamación del conducto por el que saldría la esencia. Con presteza, extrajo la mayor parte de la gruesa verga, dejando tan solo la violácea cabeza dentro de su delicada boca.

El primer trallazo de espesa leche fue acomodado con naturalidad por la ágil lengua. Los restantes lechazos se fueron acumulando sucesivamente en el carrillo derecho e izquierdo. La joven Miha temía no ser lo suficientemente eficaz para aquel trabajo. Si tragaba algo de la vital esencia, la Madre podría enfurecerse y no otorgar los dones solicitados. Era complicado mantener toda aquella cantidad de densa y cálida leche dentro de la boca sin que esta se escapase garganta abajo o bien se derramase por las comisuras de los labios. No hacía mucho que era mayor de edad y su falta de destreza en aquellos menesteres quedaba patente.

Por fin, la palpitante verga cesó en sus bombeos y Miha pudo extraerla de su boca, con cuidado de no derramar la importante sustancia allí acumulada.

La madre colocó un cuenco bajo la barbilla de la lozana Miha. Ella, con suma delicadeza, vertió el contenido de su boca, en el recipiente escupiendo hasta la última gota de la leche de la vida.

Mossa estaba derrengado y medio borracho. Su fidelidad a las tradiciones y la reverencia hacia aquel acto, eran lo único que le mantenía derecho sobre sus rodillas.

Riha se marchó, con el cuenco repleto del semen de su hijo, hacia un pequeño altar donde depositó el contenedor, flanqueado por cuatro llameantes lámparas de grasa.

La joven Miha se sentía exultante por haber realizado su parte del ritual con la profesionalidad exigida a toda una mujer. No había nada pecaminoso en saborear los restos de leche que habían quedado adheridos a las paredes de su boca. Con disimulo, repasó el interior de los mofletillos, en busca de aquella cálida viscosidad, paladeando los pocos restos que allí quedaban.

El apuesto guerrero intentaba recuperar las energías para la segunda ofrenda. Se había rogado por la producción lechera de la vaca, quedaba por tanto pedir por su preñez. Todo su cuerpo era presa de la más profunda laxitud. Sus fuertes brazos colgaban inertes a los costados y sus piernas temblaban, incapaces de sostener con naturalidad el peso de su atlético cuerpo.

La madre prendió cuatro platillos repletos de hierbas aromáticas. Los colocó marcando las cuatro esquinas de un cuadrilátero imaginario sobre el que se tendió de espaldas en el suelo. Con habilidad, desanudó el shuka que ceñía su cuerpo desde las axilas hasta las rodillas, abriéndolo hacia los costados y mostrando las opulentas curvas de una mujer madura pero en plenitud física.

Mossa, observó con mirada vidriosa, el negro y rizado triángulo que se mostraba entre las poderosas piernas de su progenitora. Los dos hermanos se alzaron al unísono. La pequeña Miha se arrodilló tras la cabeza de su madre, haciendo con sus jóvenes muslos de almohada para ella. Mossa, se sentó a horcajadas sobre el estómago de su madre, incrustando sus genitales entre aquellas dos opulentas masas de carne.

La joven hija tomó los grandes pechos de su madre con sus manos y masajeó con ellos los testículos y la menguada verga de su hermano. Mossa no pudo reprimir el malestar de su intestino por la gran cantidad de leche fermentada que había ingerido. Una ventosidad escapó de su trasero haciendo que el orgulloso guerrero se envarara.

Miha escupía sobre el fláccido miembro de su hermano para favorecer el deslizamiento de este con las grandes tetas de su madre. Era misión suya que alcanzara la dureza y longitud necesarias para la comunión. Poco a poco, Riha fue notando cómo algo entre sus dúctiles pechos ganaba consistencia. La joven aceleró el movimiento de las tetas maternas en busca de la excitación del miembro masculino. La mujer adulta debía comportarse como receptora de los bienes de la Madre; por este motivo, no podía forzar nada que no hicieran los demás. Tan solo debía aguardar y ser custodia de la vida que la naturaleza guardaba para la preñez de su vaca.

Mossa, extenuado, asistía incrédulo a una nueva erección de su falo. Parecía increíble que tuviera fuerzas para reaccionar de nuevo. Comenzó a sudar con profusión, tan solo con imaginar el sobreesfuerzo que le esperaba en cuanto su verga tuviera la consistencia adecuada. Ajena al cansancio de su propietario, la lanza del guerrero aumentaba de tamaño ininterrumpidamente. La violácea cabeza asomaba grande y brillante de humedad entre los opulentos senos maternos.

Miha, facilitando la preparación previa, se agachó más, aplastando su estómago contra la cabeza de su madre. Apresó uno de los grandes y oscuros pezones entre sus labios, comenzando una cadenciosa succión que enardecía por igual a la chica y a la mujer madura. Humedecía con su lúbrica lengua toda la superficie de la areola, haciendo especial hincapié en la cúspide del montículo. Cuando hubo dedicado suficientes atenciones a uno de los pezones, cambió a saborear la punta de la herramienta de su hermano. Esta asomaba por el estrecho canal que separaba mínimamente los oprimidos pechos. Miha repasaba con la lengua todo el glande, deteniéndose en la corona del circuncidado prepucio. La lanza de Mossa había ganado consistencia hasta mostrarse en toda su plenitud.

El guerrero se retiró hacia atrás, liberando su duro falo del abrazo de los senos maternos. Con delicadeza, se arrodilló entre las extendidas piernas de su progenitora. Con la mano izquierda, abrió los femeninos pétalos, mostrando la empapada vulva; Con la mano derecha, asió su dura vara y la dirigió a la boca de la cálida caverna. El glande se acopló a la entrada de la vagina, penetrando en esta con facilidad. La húmeda sima se abrió, acogiendo al hombre en sus entrañas con la naturalidad de la costumbre. Los centímetros hasta la cerviz de la mujer, se recorrieron lentamente por parte del miembro masculino. El roce de las cálidas paredes sobre el despejado glande provocaba estremecimientos en el joven guerrero.

La muchacha irguió su delgado torso, dedicándose únicamente a acariciar con las yemas de sus dedos los enhiestos pezones maternos de los cuales había lactado en su infancia.

Las caderas de Mossa se retiraron permitiendo que el falo saliera casi en su totalidad del cálido abrigo de la vagina. El retorno a la lubricada cueva fue igualmente lento y placentero.

La opulenta mujer suspiraba contenidamente a cada embestida de su poderoso hijo. La negra lanza percutía sin cesar en las cálidas intimidades de la exuberante mujer. Mossa estaba al borde de la extenuación, pero aún así sabía de su deber para con los dioses y nada haría que incumpliera su obligación.

Desde que los autobuses de turistas comenzaron a llegar repletos de irrespetuosas visitas, desde que algunos buenos guerreros comenzaron a golpear la dura tierra en busca de alimento, desde que los misioneros habían erigido aquellos templos suyos, la gran Madre había dejado de escuchar sus plegarias.

Estas y otras cosas pensaba Mossa observando las sudorosas tetas de su madre abrazadas por las pequeñas manos de su dulce hermana. Por mucho que intentara concentrarse en cosas ajenas al calor de la gruta femenina, la excitación se incrementaba, haciendo que el clímax se aproximara irremediablemente.

La contención en los jadeos de la madre, contrastaba con el sonoro resuello del embravecido joven que observaba con deleite los pétreos pechos de la bella Miha, al tiempo que se adentraba en las húmedas profundidades maternas.

Las juveniles manos de Miha ascendieron, acariciando suavemente el rostro sudoroso de su madre. Los pechos de la madura mujer, libres de la sujeción, temblaron y se agitaron como consecuencia de los potentes embates del fogoso joven.

Riha se esforzaba por retardar su orgasmo hasta la llegada de la esencia masculina. Debía aguardar paciente para recibir la cascada de vida en su interior. Mossa sintió cómo una extraña sensación, mezcla de dolor y placer, ascendía por el tallo de su dura verga hasta inflamar el sensible glande. Todo el atlético cuerpo se estremeció con la llegada de la eyaculación. Apoyándose en manos y rodillas, intentó clavar más aún su vibrante rabo en las entrañas de su dispuesta madre. Presionaba con fuerza, sintiendo cómo se deshacía en el interior de la cálida oquedad, inundándola de su tibia leche.

La mujer sintió cómo su gruta era colmada por la virilidad de su hijo, al mismo tiempo que cálidos chorros de denso semen la saciaban, liberando el orgasmo tan celosamente reprimido. Su espalda se arqueó separándose del duro suelo de tierra apisonada, sus piernas se entrelazaron apresando el cuerpo de su hijo en un intenso abrazo. Las mandíbulas se abrieron, permitiendo la salida de un alarido gutural de pleno gozo.

El fuerte guerrero rodó sobre su propio costado devastado por el último orgasmo. Su joven hermana corrió a cumplir con su cometido final: debía impedir por todos los medios que se malgastase ni una sola gota de la preciada sustancia. Arrodillándose entre los prietos muslos de su madre, comenzó a lamer con fruición todo el exterior de la vulva femenina. Repasó primero los rizados vellos, entre los cuales lamió los escasos restos del tibio semen. Descendió hacia las ingles en las cuales saboreó algunos restos de la masculina leche mezclados con el sabor del sudor recién exudado. Incrustó la punta de la ágil lengua entre las nalgas maternas, repasando con esta la zona del perineo y el esfínter. Riha, buscando la comodidad de la que aunque fuera ya una mujer, a sus ojos siempre sería su pequeña niña, alzó las caderas abriéndose las nalgas con sus propias manos. La joven hincó más la cara entre los carnosos glúteos en busca de cualquier resto de la preciada esencia de la vida. Lamió y degustó el culo de la mujer, el exterior de los abultados labios y las ingles, eliminando cualquier posible resto de semen, siempre evitando introducir la lengua dentro de la femineidad de su madre.

Terminada la concienzuda limpieza de la mujer, repitió la tarea con la fláccida verga de su hermano. Lamió cuanto resto blanquecino encontró en su inspección. Retiró la poca piel del circuncidado prepucio, secando la escasa humedad allí encontrada.

Cuando la muchacha estuvo segura de haber rebañado bien los dos cuerpos, se alejó en busca de la vasija con el agua aromatizada de pétalos. Empapando una gamuza, refrescó primero el opulento cuerpo de su madre, evitando con cuidado no acercarse en exceso a la zona de la vagina. Después de cerciorarse de la pulcritud de su progenitora, se dirigió a su hermano, el cual fue objeto de las mismas delicadas atenciones. Terminadas las abluciones, la joven recogió los útiles y se dirigió con paso rápido hacia el corral donde se guardaba el ganado.

Tras vaciar el contenido del cuenco, Miha se acercó a la vaca que rumiaba con su acostumbrada mirada bobalicona. La chiquilla abrazó con fuerza el grueso cuello del bóvido ante la impasibilidad de este.

Ya verás cómo te pondrás buena y nos darás terneros fuertes y mucha leche fresca.

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Se acercaba el ocaso cuando Mossa corría sobre la sabana en busca de un buen punto para otear el horizonte. La partida de caza había sido un completo fracaso. El tránsito de la adolescencia a la etapa adulta para los tres kusai había quedado truncado de por vida. Podría haberse dado el caso que alguno de los cuatro guerreros tuviera que haber matado al león. De este modo, la ignominia habría caído sobre los tres futuros guerreros. Otra posibilidad era En cambio, que el león hubiera matado a alguno de los jóvenes adolescentes. Aquello hubiera sido honor y victoria para los supervivientes aunque el felino hubiera sido abatido por uno de los cuatro guerreros acompañantes.

El peor resultado de una cacería del león se había dado: el rey de la sabana había salido indemne y los seis kusais, los tres adolescentes más tres de los guerreros, habían tenido que huir. Tan solo Mossa se había negado a abandonar el prado donde habían decidido dar caza al felino. Aquellos blancos impertinentes, que siempre buscaban frustrar la caza del león, habían logrado su objetivo por primera vez. Decían defender la sabana de las atrocidades del pueblo kusai, pero tan solo les allanaban el camino a los ricos cazadores que disponían de más y mejores medios que el noble pueblo de Mossa. Se llamaban a sí mismos protectores del planeta, pero tan solo eran pobres hombres en busca de una gloria efímera.

El joven guerrero trepó a la cima del amontonamiento de rocas. Desde allí arriba disponía de una vista privilegiada de parte de su entorno. Oteó el horizonte en busca de algún rastro de la familia del león. Aunque este hubiera salido en persecución de sus compañeros, tras la irrupción de los llamados ecologistas, estaba seguro de que aún quedaban miembros de la gran familia felina. No podría limpiar su propia mancha cazando una leona o un pequeño león, pero serviría para aplacar a los dioses y sobre todo, para que no tuvieran que abandonar su tribu.


Apenas quedaba luz en el oeste y, a pesar de las crecientes tinieblas, la aguda vista de Mossa detectó movimiento bajo la densa copa de un baobab. No podría jurar que se tratase de un familiar del león macho, pero debía intentarlo por él, pero sobre todo por su pequeña Miha y por su madre. Si volvía con las manos vacías, la muerte sería preferible al destierro de su propia familia.

Con la determinación en el semblante, corrió por la llanura en dirección al gran árbol. Aferraba con fuerza su larga lanza, preparado para vencer o morir en el intento.

Su propia cacería del león había sido fácil. La ceremonia realizada en honor de los futuros guerreros, había sido solemne y emocionante. Mossa recordaba con nostalgia su propia cacería hacía cuatro estaciones lluviosas. Él y sus tres compañeros, que ahora corrían despavoridos, habían cazado sin problemas un espléndido ejemplar de oscura melena. Por supuesto, habían tenido la inestimable ayuda de los cinco guerreros de la ceremonia anterior, que como ahora ellos mismos, habían ejercido de maestros de caza. Ellos, como ahora los tres jóvenes adolescentes, habían bebido de la esencia de los fuertes guerreros, buscando adquirir sus virtudes. Mossa también había bebido del néctar de la vida de aquellos cinco guerreros, uno detrás de otro.

Su día de la caza volvía una y otra vez a su mente, mientras se acercaba inexorablemente hacia el gran baobab. Nunca había cazado al gran rey de la selva sin ayuda ninguna, ni tan solo a una hembra o un joven macho.

Con la escasa luz de las crecientes tinieblas, divisó al felino que asediaba el inmenso tronco del árbol. Debía tratarse de un joven león de no más de una cabra de peso. También podría ser una hembra adulta, lo cual le traería más problemas. El gran gato rugía mirando fijamente a la copa del baobab. Aquel sonido, sacado de la más profunda caverna, erizó todos los vellos del cuerpo de Mossa. El león era un enemigo formidable al cual nunca había que subestimar.

El joven guerrero presumía de ser el más certero de su aldea con la lanza. En aquellas circunstancias críticas, cualquier fallo le costaría la vida. Rodeó el gran árbol para acercarse a contraviento. No tenía muchas posibilidades pero daría todo cuanto tenía por el bien de su hermana y de su madre. Con el aire ardiendo en los pulmones, Mossa se acercó con paso firme, si bien el ritmo de su corazón denotaba que la ansiedad y el miedo se habían alojado en lo más profundo de su alma.

Todo transcurrió tremendamente rápido. Cuando el joven león se giró encarando al cazador, él, con rapidez, arrojó su lanza con fuerza y tino. Esta atravesó el cuello del felino, siendo instantáneamente partida por una poderosa zarpa. Media asta colgaba del cuello ensangrentado del gato cuando Mossa sintió el aliento fétido de la muerte. Una majestuosa mandíbula, repleta de afilados dientes, se cernió sobre él. El joven pudo oler la carroña de la boca del león antes de que este le derribara de un poderoso zarpazo. Todo fue confuso. Los cuerpos, negro de Mossa y amarillento del león, se mezclaban en una maraña de piernas y patas. En un momento dado, un nuevo y afilado colmillo de acero, apareció en la mandíbula inferior del león. El guerrero había logrado atravesar el cuello y la boca del gran felino.

Mossa se dejó caer exhausto sobre el cuerpo caliente del gato. No sabía si estaba herido de muerte o tan solo agotado hasta la extenuación. No supo cuánto tiempo pasó hasta que una mano temblorosa se posó sobre su frente.

A la luz de las estrellas, pudo observar a una joven de cabellos dorados mirarlo arreboladamente. "¿Habré muerto y estaré en otra vida?", pensó Mossa al ver aquella aparición tan desconcertante. En cuanto el guerrero tuvo fuerzas para sentarse sobre sus talones, la joven de piel pálida se abrazó a su ensangrentado torso llorando desconsoladamente.

Tras unos minutos, las intensas emociones se fueron apaciguando. Mossa observó a la muchacha, la cual parecía estar herida aunque no de gravedad. Su cuerpo casi desnudo, aparecía arañado aquí y allá por ramas o rocas. Un firme y níveo pecho asomaba por su camiseta desgarrada, haciendo que la viril sangre del guerrero despertase.

Con su pobre inglés, Mossa pudo adivinar que la joven mujer era de los llamados ecologistas. Tras ahuyentar al gran rey león, ella había caído del jeep y se había refugiado en la copa del árbol, siendo perseguida por aquel joven león que Mossa había matado. En aquel momento, el joven observó con detenimiento a la fiera que yacía a sus pies. En efecto, había dado muerte él solo a un joven león macho; además, tenía cautiva a una de las que frustraron su cacería. La entregaría a las autoridades del parque y llevaría la pieza cazada a su tribu. "No todo está perdido", pensó Mossa esbozando una amplia sonrisa hacia la joven rubia.

Ella, malinterpretando la sonrisa lobuna del guerrero, se llevó las manos a los pechos en un intento de cubrir su parcial desnudez. La joven, viendo que aquello no hacía disminuir la intensa felicidad del guerrero, se abrazó a sus piernas suplicando por su honor. Mossa no había pensado en ningún momento en la intensa femineidad de la blanca mujer, pero aquel rostro sollozante a escasos centímetros de su taparrabos, unido a la adrenalina acumulada por la cacería, despertaron en el joven un intenso deseo sexual por aquella que había cortado de raíz cualquier posibilidad de triunfo para la expedición.

Mossa aferró las temblorosas manos de la muchacha, desasiéndola de sus propios muslos. Con delicadeza, introdujo una de aquellas pálidas manos bajo su taparrabos. La joven se alarmó ante la predisposición del joven indígena. Nunca había tenido entre sus manos algo tan grande y duro. El pánico a una violación, el intenso miedo vivido hacía poco tiempo y la masculinidad del joven, hicieron que las delicadas manos comenzaran a moverse de manera autónoma.

A la azulada luz de la luna, la ecologista miraba alternativamente el bulto del felino tendido cuán largo era y el bulto cada vez más grande, que se escondía bajo el taparrabos del hombre. Lo intenso de todo aquello no había hecho que la joven cesara en su llanto; muy al contrario, este se había incrementado, haciendo que Mossa temiera por ella.

Aunque debería odiar a aquella pálida entrometida, ante todo él era un guerrero honorable. Con delicadeza, agarró a la joven por los hombros, apretándola contra su sanguinolento pecho. Ella, que no esperaba muestra de afecto alguna, incrementó aún más la intensidad del llanto. Mossa acariciaba los largos cabellos dorados con movimientos mecánicos, los cuales parecían tranquilizar poco a poco a la mujer.

Aunque aquella belleza no era comparable a la de su querida Mika, el olor a hembra, la suavidad de aquel cabello y las tersas curvas que aferraba con su otra mano, volvieron a encender el deseo del guerrero, el cual no se había llegado a extinguir.

Con delicadeza, apoyó a la joven sobre el cálido lomo de la fiera. Aquello pareció reconfortarla porque su llanto cesó ligeramente. Con su cuchillo de comer, puesto que el machete seguía incrustado en la garganta del león, el joven fue cortando las raídas prendas de la muchacha. Ella temblaba ligeramente, más de inquietud e incertidumbre que de verdadero miedo.

La blanca piel fue apareciendo poco a poco, mostrando arañazos y cortes superficiales aquí y allá. Mossa, extrajo de su zurrón un ungüento con el que comenzó a embadurnar los cortes y magulladuras. La joven no pudo reprimir un creciente cosquilleo cuando el guerrero le extendió aquella pomada entre los firmes senos. Las manos de Mossa se fueron abriendo, cubriendo por completo las blancas redondeces. Un suspiro surgió de la garganta femenina ante el masaje del que eran objeto sus pechos, ignorando el leve escozor de los arañazos cuando el ungüento los cubría.

Mossa sintió cómo los pequeños pezones se endurecían bajo sus callosas palmas, alcanzando una consistencia pétrea. Las poderosas manos masculinas se dirigieron entonces a la maltratada espalda. El abrazo se estrechó para que el hombre pudiera rodear el esbelto cuerpo femenino con sus musculosos brazos. Las manos de Mossa recorrían lentamente toda la extensión de la espalda. La joven, encantada por el afectuoso trato, se dejaba llevar apoyando su cabeza en el poderoso hombro del guerrero. Sin saber cómo ni cuándo, la ecologista introdujo una mano bajo el taparrabos y retomó la tarea que había detenido por exigencia de aquel kusai.

Mossa estaba complacido con las atenciones de la pálida mujer. Aquella hembra sabía cómo utilizar su mano con delicadeza y maestría. Llevando las fuertes manos a las caderas femeninas, alzó estas lo suficiente para colocar sus rodillas bajo el carnoso trasero de la rubia. Ella, entendiendo lo que pretendía el guerrero, se recostó más aún sobre la áspera piel del felino. La joven percibía el olor acre de la sangre reciente, notaba la poderosa musculatura inerte del rey de la sabana en su dorso, mientras sentía el vigor de la lanza del kusai abriéndose paso en su húmeda intimidad. Los muslos femeninos se abrieron, facilitando la intromisión del grueso falo, tras lo cual, las piernas se abrazaron a las caderas masculinas, sellando el lujurioso lazo. El olor a bestia salvaje lo envolvía todo excitando aún más a la sorprendida mujer. Ella alternaba miradas de adoración entre el poderoso felino y su exótico amante.

A cada embestida del formidable cuerpo de Mossa, la joven ecologista sentía en su espalda la firmeza de la carne del depredador. Aquello no era una violación, tampoco era amor, simplemente era salvaje, primitivo.

Los turgentes pechos femeninos luchaban por escapar de la presión del musculoso pectoral masculino, buscando libertad para brincar alegremente. La cálida caverna se dilataba, permitiendo que los lanzazos fueran más profundos y más placenteros. Las nalgas eran masajeadas violentamente por las grandes manos de Mossa mientras en su nuca se enlazaban los delgados dedos de la muchacha. Las pieles se teñían del intenso rojo de la sangre del león, sin importarle lo más mínimo a ninguno de los dos amantes, en cuyos cuerpos pegajosos se mezclaban los efluvios de la pasión, el sudor y la espesa sangre del felino.

El orgasmo invadió el cuerpo femenino como una ola que arrasara con todo a su paso. La impresión fue tan brutal, que no pudo reprimir morder con fiereza el pétreo cuello del kusai, tras lo cual gritó con toda su alma sin el más mínimo pudor.

La explosión masculina llegó segundos más tarde. Mossa clavó los dedos en las tiernas carnes de los glúteos femeninos, atrayendo hacia sí mismo aquel delicado cuerpo. La penetración alcanzó su máximo exponente en el momento que la esencia del guerrero regó las entrañas de la temeraria ecologista.

Ambos jóvenes estuvieron un rato recuperando las fuerzas, diciéndose al oído palabras en idiomas que ninguno de ellos conocía.

El camino hasta el poblado fue arduo por los múltiples accidentes del terreno y por la escasa visibilidad. A todo esto, había que sumar el esfuerzo por arrastrar entre los dos el magnífico ejemplar de joven león.

Cuando ascendieron la pequeña loma que bordeaba el meandro del río, un fulgor alertó a Mossa. Él corrió hasta la cima ante la desconcertada mirada de su fugaz amante, la cual quedó custodiando el cadáver del felino. Cuando la muchacha alcanzó a Mossa en lo alto de la loma, las llamas hacían brillar el ébano del tenso rostro del guerrero. Las lágrimas manaban descontroladas de los oscuros ojos del kusai. La joven Mary sintió cómo una fuerte garra atenazaba su corazón, ante aquella insólita visión del gran guerrero que le había salvado la vida, llorando como un niño desconsolado.

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Survival International 22 Diciembre 2012

Una nueva tragedia se cierne sobre otro poblado kusai. La pasada noche del día 21, un grupo de individuos no identificados, prendió fuego a todas las cabañas de la aldea kusai de Monmote. The movement for tribal peoples, advierte del grave riesgo que corren estas comunidades indígenas si las autoridades no ponen freno al acoso que sufren por parte de las compañías de cacerías organizadas.
Una mujer y su joven hija fallecieron durante el asedio a la aldea. Los supervivientes, que han perdido todos sus rebaños y propiedades, serán llevados a la capital, reubicándolos en diversos centros de acogida.
Las asociaciones colaboradoras con las tribus kusai, advierten que para este noble pueblo de pastores y guerreros, la vida en las grandes urbes, supondrá su completa extinción.

Fin


Querido lector, acabas de leer el decimoquinto relato correspondiente al XXI Ejercicio de Autores.