El fin de un mundo muy, muy lejano. Filial, tríos, anal, interracial. |
La
carrera y media desde los pastizales hasta el pueblo hubiera agotado a
cualquier hombre. No era así en el caso de Mossa, que caminaba feliz a
buen paso a pesar del joven guepardo de media cabra de peso que portaba
en sus hombros. Había estado a punto de perder un animal de las cuatro
manos de que constaba su rebaño, por el ataque de aquel imprudente gato.
No tendría más de seis lluvias, por lo que era un jovenzuelo inexperto
en las lides de la caza; por ese motivo, un guerrero como él no había
tardado en darle alcance, matándolo de una certera lanzada.
“Se
lo ofreceré a Mika para ganarme sus favores”, iba pensando el joven
mientras caminaba a grandes zancadas en dirección al poblado. Tenía
claro que un joven guerrero no tenía muchas posibilidades frente a
hombres mayores, aunque aquel guepardo sería un punto a su favor a los
ojos de la hija del jefe.
Con
gesto sombrío, observó los dorados maizales que rodeaban el poblado.
“Esto va a ser la perdición de mi noble pueblo. ¿Qué guerrero que se
precie dejaría su lanza y su rebaño para golpear la tierra? Aquellas
mujeres Kunis que se emparejaron con nuestros fuertes guerreros tienen
toda la culpa. Ellas y las otras, que rezan a la cruz e intentan que se
pierdan todas sus ancestrales tradiciones”. Con estos pensamientos en su
cabeza, llegó Mossa al vado donde debían abrevar las cabras. Allí se
quedaron relajadamente los animales, mientras su pastor remontaba el
cauce en busca de la zona de las lavanderas.
Las
primeras jóvenes que encontró, eran las que vestían con aquellas
horribles camisetas y faldas como las de las mujeres blancas. Todas
miraron atemorizadas el magnífico ejemplar de guepardo que cubría los
hombros de Mossa. Él les devolvió una mirada despectiva. No podía
entender por qué una mujer preferiría guardar la hermosura y maternidad
de sus pechos bajo aquellas ajustadas camisetas. Encima, ni siquiera
ofrecían sus favores a ningún hombre hasta que su cruz se lo permitiera.
“No digo yo que ofrezcan su femineidad, pero no deberían negar el
disfrute de sus traseros”, pensó el alto guerrero, desfilando
altivamente delante de la media docena de jovencitas cristianas.
Cinco
pasos más allá del primer grupo, tras un recodo de la ribera, divisó el
grupo que le interesaba. Tuvo que aguardar paciente a que las tres
manos de turistas que acababan de llegar, lo miraran todo con ojos muy
abiertos. Mossa, gracias a su guepardo, consiguió unas provechosas
ganancias por permitir que le fotografiaran. En absoluto estaba de
acuerdo con aquellos blancos vociferantes, pero el dinero no venía mal a
su familia.
Cuando
el último de los impertinentes turistas se hubo marchado, el joven se
acercó al grupo de muchachas lavanderas. Irguiéndose cuanto pudo,
exhibió su abultada musculatura, detenido delante de Mika, aguardando a
que ella diera el siguiente paso. Las demás chicas soltaban risitas
tontas, mirando alternativamente a la muchacha y al joven guerrero.
Finalmente,
la muchacha objeto de deseo del joven, se alzó mostrando por completo
su esbelto cuerpo, cubierto tan solo por el multicolor “shuka” anudado a
su cadera. Los pechos, plenos y erguidos, se mostraban altaneros ante
la mirada de adoración del muchacho. Tras unos instantes en los que
permaneció con la cabeza gacha observando al animal yaciente a sus pies,
alzó la vista y sonrió tímidamente a Mossa. Los nervios le habían
atenazado el corazón en aquellos instantes en que no tenía la certeza de
que ella fuera a levantar la vista o que en cambio, retornara a sus
labores si el obsequio no era de su agrado. Él, posó suavemente su mano
sobre el femenino rostro. Los grandes ojos de la muchacha brillaron ante
el contacto. Ella entrelazó los dedos masculinos con los suyos propios,
tirando del joven hacia unos juncos cercanos.
Si
la belleza de los kusai era legendaria, la de Mika no tenía parangón.
Su precioso pelo, con aquellos suaves rizos que caían hasta mitad de
espalda, sus grandes y luminosos ojos, la señorial nariz y su boca de
carnosos labios, eran la envidia de las jóvenes del poblado. La muchacha
se arrodilló en el suelo esperando paciente a que el cortejo fuera
iniciado. Él daba vueltas alrededor de ella como si fuera una presa a la
que tenía que abordar. No era algo sencillo; si él no estimulaba
correctamente a la doncella, ella tenía derecho a frenar el cortejo en
cualquier momento. Aquello supondría, no solo que ya no optaría al
enlace matrimonial, sino que su virilidad se vería en entredicho en toda
la aldea.
Decidió
atacar por detrás. Era una técnica que no solía fallar, aunque no le
permitiera ver las reacciones de la chica. Con sumo cuidado, se
arrodilló tras Mika comenzando a acariciar los hombros femeninos con
suma delicadeza. Ella fue relajando la espalda poco a poco, aceptando de
buen grado las atenciones recibidas. El siguiente paso de Mossa fue
retirar con delicadeza el largo cabello, llevándolo sobre un hombro. A
continuación posó sus labios sobre la oscura piel, comenzando a lamer
con deleite, desde el lóbulo de la oreja hasta el principio del brazo.
El lado opuesto de la muchacha recibió el mismo húmedo y apasionado
tratamiento. Mientras la boca de Mossa arrancaba suspiros de la hija del
jefe gracias a las atenciones dadas a su cuello, las masculinas manos
abordaron los costados frotando con delicadeza desde las axilas, pasando
por la estrecha cintura hasta las rotundas caderas. La propia Mika fue
quien llevó las manos del chico hasta sus necesitados pechos. Aquello
era muy buena señal, se dijo Mossa, masajeando aquellas tetas firmes y
grandes de oscuros pezones que se endurecían al paso de las yemas de sus
dedos.
Mossa
besó y lamió el cuello y los hombros de la muchacha hasta que esta giró
lentamente la cara ofreciéndole su carnosa boca. No se hizo de rogar y
apresó su gordezuelo labio inferior entre los dientes, dándole un suave
tironcito. “Esto va fenomenal. El shuka está a punto de caer”, pensó el
guerrero saboreando la delicada lengua de la guapa muchacha. Las manos
iban ahora desde los turgentes pechos hasta el comienzo de la tela
multicolor, acariciando el plano vientre femenino. Cuando las manos
ascendían hasta apoderarse de aquellas rocas negras, los fuertes dedos
masculinos se precipitaban hacia las areolas, rozando delicadamente toda
su superficie, la cual se erizaba al mínimo contacto. Culminaban la
ascensión sujetando los endurecidos pezones entre índice y pulgar; unas
veces tironeando delicadamente, otras presionando los duros apéndices y
las menos, retorciéndolos, dando rienda suelta a su excitación.
Los
hábiles dedos femeninos manipularon el nudo del shuka hasta que este
quedó suelto tendido en el suelo. Mossa, loco de alegría por haber
logrado superar la penúltima prueba, se deshizo rápidamente de su
zurrón, el machete y su acolchado taparrabos, bajo el cual palpitaba su
endurecida lanza. Volvió a pegarse a la espalda de Mika, frotando ahora
su ardiente erección sobre la superficie de la oscura espalda. La boca
retornó a paladear los jugosos labios y la húmeda lengua de la mujer más
bella de la aldea. Los dedos, tras dedicar unas últimas atenciones a
los pétreos pezones femeninos, comenzaron a descender en busca del nuevo
tesoro desvelado.
Los
labios mayores fueron circunvalados por los ansiosos apéndices
masculinos, enredándose en la maraña de rizos negros del pubis. Las
manos de la chica acariciaban sus propios muslos con rápidas y nerviosas
pasadas sobre la tersa piel.
Uno
de los dedos de Mossa, el más avispado, aprovechando los entreabiertos
pétalos se coló en el interior de la vulva. La temperatura y la humedad
hacían de aquel sitio un paraíso del que no se cansaría nunca de
disfrutar. Ahora, debía andarse con cuidado. Desflorar a la hija del
jefe le costaría el destierro sin apelación posible al círculo de
ancianos.
Con
movimientos lentos y controlados, fue acariciando el interior de los
sedosos labios mayores, sintiendo cómo el joven cuerpo se estremecía
tras su contacto. Rodeó la entrada prohibida, frotando sutilmente los
labios menores para terminar ascendiendo hacia la sensible perla, la
cual masajeó, primero en círculos y luego de arriba a abajo. La
temperatura de la antesala de la gruta del placer aumentaba con cada
pasada por el endurecido clítoris. “Tiene que estar a punto. Si no es
ahora no lo lograré”, pensaba Mossa devorando la cálida boca y la
lúbrica lengua de la chica.
La
boca de Mika se separó de los labios masculinos. Entonces, sucedió lo
que el chico tanto deseaba. La espalda femenina se inclinó hacia
delante. Las rodillas se afirmaron haciendo que se elevaran aquellos
gloriosos glúteos, ofreciendo la más bonita grupa que el chico hubiera
visto nunca. Ver a la guapa hija del jefe ofreciéndosele a cuatro patas,
incrementó la dureza de su vara hasta que comenzó a dolerle. Llevó la
mano izquierda hasta la húmeda vulva. Continuando con las atenciones a
tan agradecida zona, con la derecha rebuscó en el zurrón, extrayendo el
tarro de grasa de vaca.
Debía
andarse con mucho cuidado, pues los dedos de su mano izquierda tendían a
buscar el lugar prohibido, poniéndole en un serio aprieto, pero es que
aquella cálida gruta era deliciosa. Mientras tanto, la derecha había
logrado deshacer los nudos que cerraban su tarro de grasa. Se embadurnó
lentamente el dedo corazón de la untosa materia, preparándolo para abrir
la penúltima puerta; la última ya la abriría si tenía la suerte de que
le aceptara como compañero. No era el primero ni sería el último que
disfrutase de su estupendo trasero, pero solo uno tendría su tesoro.
Mossa
nunca había lamido un culo, pero pensó que si tanto disfrutaban las
hembras con su larga lengua en el resto del cuerpo, no sería diferente
ahí detrás. Jugándose esa baza, se inclinó hasta posar su boca en medio
de los dos diminutos hoyuelos del final de la espalda. Lo apostó todo a
la destreza de su lengua: su futuro como gran guerrero, la prosperidad
de su familia y su felicidad conyugal. Realizó húmedos círculos con la
punta sobre el comienzo del profundo desfiladero que separaba las
carnosas nalgas. Aguardó inquieto a recibir una muestra de aceptación.
Esta llegó en una forma que no se esperaba él. La joven apoyó torso y
cabeza sobre la corta hierba, llevando sus manos a los gordezuelos
glúteos. Con las carnes bien asidas por las manos, estiró hasta
ensanchar el profundo surco que dividía su culo.
La
lengua no se hizo esperar. Descendió cuesta abajo, Lamiendo
alternativamente cada una de las laderas. Atención especial recibía el
fondo del valle, en el cual las lúbricas pasadas eran lentas y
profundas, desde el coxis hasta las proximidades del esfínter. Si la
punta de la lengua se acercaba al ano, la muchacha alzaba el trasero,
propiciando un contacto que Mossa se empeñaba en retardar.
Cuando
las caderas comenzaron a moverse aceleradamente, Mossa decidió aplicar
su apéndice sobre el esfínter. Este comenzó de inmediato a dilatarse y
contraerse como si estuviera lanzando besos al aire. Jadeos rápidos y
cortos comenzaron a surgir de la garganta femenina. El chico se afanaba
en rodear con toda la humedad de su boca el orificio anal, mientras su
mano izquierda continuaba dando alegrías a la cálida entrepierna de la
guapísima kusai.
Las
prietas carnes de las nalgas se bamboleaban presas de los espasmos del
cuerpo de Mika. Ella, pletórica de excitación, había soltado sus glúteos
clavando las uñas en la blanda tierra. La cálida lengua se tenía que
esforzar en no perder el contacto con el diminuto agujero. Por momentos,
alternaba entre penetrar el estrecho orificio con la lengua y lamer
profusamente todo el contorno del ano. La mano izquierda sentía cómo se
incrementaba la humedad y la temperatura de la entrada a la vagina, que
era la zona que recibía atenciones en ese momento.
Un
profundo jadeo sirvió de señal a Mossa para llevar los dedos sobre el
duro clítoris, friccionándolo con deleite. La boca se separó del
trasero, permitiendo que la mano derecha, que descansaba sobre las
lumbares femeninas, descendiera velozmente hasta posarse sobre la
entrada posterior. El inesperado orgasmo arrasó con la muchacha,
llevándola a cotas de descontrol desconocidas para ella. La sensación de
un largo y grueso dedo penetrando en sus entrañas, tan solo sirvió para
enardecerla más aún. Tenía fuego en el coño, fuego en el culo y rayos y
relámpagos recorriendo todo su cuerpo.
El
guerrero no cesó de torturar la dura perla y el prieto ano hasta que
temió por la consciencia de su amante. La muchacha, exhausta, se quedó
inmóvil, incapaz ni siquiera de hacer descender sus caderas. La pasión
se convirtió en ternura al instante. Mossa era un experimentado amante y
sabía que era pronto para continuar con el cortejo. Se aplicó en
acariciar la sudorosa espalda de Mika, la cual suspiraba quedamente a
cada pasada de la masculina mano.
Las
tradiciones a partir de ahí eran claras: si Mika aceptaba ser su
esposa, bebería de la esencia del guerrero como toda su familia debía
hacer para propiciar la prosperidad del ganado. Si por el contrario, tan
solo lo consideraba como amante dejando la decisión de la unión para
más adelante, ella debería ofrecer su precioso culo para el desahogo del
hombre que le había obsequiado una placentera comunión con la diosa
madre.
Mika,
aún con las uñas clavadas en la tierra, tensó los brazos elevando el
torso y permitiendo que sus plenos pechos se mecieran como frutas
maduras. Agitó suavemente las caderas, haciendo que su culo dibujara
pequeños círculos incitantes. “Culo, pues culo. La rondaré los próximos
días por si se decide”, pensó el muchacho colocándose tras la hembra.
Volvió
a untar su mano derecha en la grasa de vaca, comenzando a extender el
ungüento por toda la longitud de su negra y dura lanza. Su verga
brillaba ahora semejando una bruñida vara del más fino ébano. Terminadas
las atenciones a su herramienta, comenzó a untar la grasa por todo el
ano de la muchacha, introduciéndola con uno de sus dedos en el interior
del intestino femenino. Con el fin de relajar a Mika, la mano izquierda
regresó a prestar delicadas atenciones a la sensible vulva.
Mossa
sentía cómo su dedo se deslizaba fácilmente dentro del recto femenino.
Ella continuaba con los suaves e incitadores movimientos de trasero. El
dedo índice no tardó en acompañar al corazón dentro de las entrañas de
Mika. Dos dedos se deslizaban con mayor trabajo, aunque el joven no
había percibido molestia alguna en las reacciones de su amante. Ella
percibía la palpitación de su culo, notaba cómo los dos dedos ora se
deslizaban hacia el interior, ora se separaban distendiendo las paredes
de su recto.
Un
sentimiento de vacío invadió el culo de Mika cuando ambos dedos se
retiraron al unísono. No tardó mucho tiempo en apreciar cómo, algo mucho
más grueso que los dos últimos inquilinos, trataba de entrar lentamente
en sus entrañas. Mossa observaba cómo su brillante rabo entraba poco a
poco por el culo de su querida Mika. Su violácea cabeza, completamente
libre desde que le circuncidaran, se encontraba en la mitad de su
longitud dentro de aquella estrecha cueva. Súbitamente, todo el glande
se introdujo dentro de la bella joven, sin que ella se lo esperase. Un
gemido ahogado brotó de los femeninos labios tras aquella irrupción tan
repentina.
Mossa
detuvo el avance, a la espera de que las paredes intestinales se
acostumbraran al grosor de la cabeza de su badajo. La mano izquierda
proseguía con las caricias a la cada vez más húmeda vulva, mitigando
cualquier molestia que pudiera sentir el culo de la muchacha. Ella se
sentía segura de sus habilidades como amante y no permitiría que aquel
orgulloso guerrero pensase que la había dominado a su placer. Toda una
hija del jefe de la aldea no se podía quedar quieta recibiendo orgasmo
tras orgasmo. Lentamente fue empujando con las caderas, haciendo que su
propio culo fuera engullendo la larga y gruesa lanza que le perforaba.
Aunque necesitaba algo más de tiempo para asimilar aquella enorme
estaca, decidió ensartarse lo más rápidamente posible para demostrar que
ella era tan activa como el joven. Aguantando el creciente ardor de sus
entrañas, Mika empujó y empujó hasta que sus propias nalgas golpearon
contra las caderas masculinas.
A
la chica le había costado un gran esfuerzo no gritar. Tuvo que apretar
los dientes y clavar las uñas en el suelo para soportar la molestia,
pero había logrado dejar bien alto su nombre. Mossa casi se derrama en
el interior del culo femenino de la excitación que sintió cuando su vara
fue engullida completamente por el estrecho orificio. Ambos se
mantuvieron muy quietos durante algunos segundos. Ella necesitaba
relajar su ano acostumbrándolo al intruso. Él no iniciaría nada que
pudiera molestar a la bella hija del jefe.
El
trasero femenino comenzó por hacer movimientos de rotación. Él sentía
cómo su polla friccionaba con las paredes de la estrecha oquedad, aunque
la mayor excitación la producía la visión de las oscuras nalgas
frotándose contra sus caderas en apretados círculos. Mossa no pudo
aguantar ni un minuto más. Aferró con fuerza las caderas de Mika y
comenzó un bombeo parsimonioso y delicado. El placer del muchacho por la
penetración anal y la falta de quejas por parte femenina, hicieron que
el ritmo de la enculada se fuera acelerando poco a poco. El guerrero se
extasiaba en la contemplación de las nubes, dando gracias a todos los
dioses de la sabana por haber puesto ese impresionante trasero a su
alcance. Ella aguantaba las arremetidas como buenamente podía. Había
sido agradable en un principio, pero ahora el ritmo era demencial. A
tiempo de ponerle remedio, se percató Mossa de la creciente incomodidad
de la muchacha. En vez de reducir el frenético ritmo que lo estaba
elevando a las mayores cotas de placer que hubiera sentido nunca,
decidió estimular el clítoris de la bella muchacha, con el fin de que
sintiera nuevas sensaciones más agradables.
Las
escalofriantes descargas que ascendían desde su sensible botoncito,
unidas a la enculada, condujeron a Mika a cimas de placer semejantes a
las de su amante. Cuando giró la cabeza observando la cara desencajada
del duro guerrero, una sensación de orgullo y satisfacción hinchió su
pecho y el orgasmo la arrasó como una fuerte ola de sensaciones y
emociones. No debía haber gritado tan fuerte, pues no se consideraba
propio de una muchacha, pero no pudo reprimir sus instintos. Ante el
profundo gemido de Mika, él se dejó llevar, derramando toda su esencia
dentro de la prieta oquedad femenina. Ella, sintiendo el torrente de
calor en sus entrañas, experimentó una prolongación de su propio
orgasmo, sintiendo oleadas de escalofríos por todo su ser.
Poco
a poco las respiraciones de ambos jóvenes se fueron calmando. Mika,
enfrentando por fin el rostro del guerrero, le dedicó una amplia sonrisa
tras la cual besó con ternura la boca masculina. Mossa no cabía en sí
de la emoción. El encuentro había sido todo un éxito. Debería encontrar
un buen regalo para proseguir con el cortejo en días sucesivos.
La
joven se anudó su shuka y corrió a reunirse con sus compañeras de
colada. El joven recogió el cuerpo del guepardo y, dedicándole una
última sonrisa a Mika, se marchó en dirección a su choza. Tenía que
comenzar con la limpieza del cuerpo para no postergar demasiado el
curtido de la hermosa piel. Los próximos días se presentaban agotadores.
Tras
encerrar en el pequeño vallado a todo su rebaño, Mossa se dirigió al
interior de la cabaña. Las caras serias de su madre y su hermana lo
aguardaban.
-¿La vaca? –preguntó el joven.
Un asentimiento de ambas mujeres confirmó las sospechas de Mossa.
—¿Cuánto? –continuó el interrogatorio el guerrero.
—Medio cubo –respondió la madre al borde del llanto.
La
única vaca de que disponían, llevaba una semana sin querer dar leche.
No debían estar comulgando correctamente con la madre tierra o con los
dioses del ganado; si no, no se habría secado una vaca tan productiva.
El
guerrero se acercó a un rincón de la choza con el fin de almacenar su
trofeo. “Bueno, ahora, el trofeo de Mika”, pensó el muchacho. Madre e
hija se afanaron en avivar el pequeño fuego que ardía en el centro de la
única estancia de la cabaña. Se movieron con presteza, organizando
pequeños quemadores de hierbas aromáticas, cuencos repletos de leche y
utensilios varios que tan solo conocían las mujeres cusai.
El
trabajo se multiplicaba para Mossa. De un lado, había que rogar por la
producción lechera de la vaca; de otro, pediría porque esta se quedase
preñada en uno de los muchos encuentros que le habían proporcionado con
el toro del poblado.
Las
dos mujeres se arrodillaron delante de los cuencos repletos de leche
fermentada, aguardando la decisión del hombre de la casa. El padre de
Mossa había muerto años atrás por una de aquellas extrañas enfermedades
que habían traído los hombres blancos. El cabello se desprendió de su
cabeza, los dientes amarillearon y ennegrecieron y su cuerpo se consumió
hasta quedar en los huesos.
Mossa,
aflojando el nudo de su taparrabos, se deshizo de este y de cuantos
utensilios de caza colgaban de la prenda. Se arrodilló y tomó entre sus
manos el tazón de leche que había delante de su hermana, bebiéndolo
hasta el fondo de un largo trago.
Era
una joven esbelta y risueña, aunque ahora su rostro mostraba la
preocupación por la sequía de la vaca. Los juveniles pechos se
bambolearon cuando la hermana se inclinó acercando su boca al mustio
falo de Mossa. El joven nunca había descuidado sus obligaciones con los
dioses, pero la hija del jefe había sido muy ardiente y en aquellos
momentos dudaba si podría complacer a la madre tierra.
Miha,
la hermana del guerrero, introdujo la fláccida carne entre sus labios,
degustando el sabor a hombre que destilaba la menguada lanza de su
hermano.
Se
esmeró en proporcionar un tratamiento de primera al mustio pene.
Acariciaba los muslos y los vellosos testículos del cabeza de familia,
buscando la reanimación de la vara. Sintió en el interior de su boca,
cómo el miembro crecía, invadiendo toda su cavidad bucal.
Miha
sabía hacer buen uso de su pequeña y juguetona lengua. Lamía con lentas
pasadas toda la superficie del glande, utilizando sus carnosos labios
para presionar y ensalivar el grueso tallo. Las manos de la chiquilla no
debían romper el contacto con la tierra apisonada de la cabaña; era la
forma de estar en comunicación directa con la Madre. Su delicada boca de
jugosos labios, era todo lo que necesitaba Miha para ordeñar la esencia
del hombre de la casa.
Mientras
tanto, Riha, la madre de los dos muchachos, ofrecía tazones de leche
fermentada al guerrero con el fin de incrementar la fuerza de su
esencia.
Mossa
bebía, uno tras otro, los cuencos de la embriagante sustancia,
deleitándose con el trabajo oral que su hermana administraba a su dura
herramienta. Se había esforzado mucho por satisfacer a la hija del jefe,
pero su hermana desde bien joven conocía perfectamente cuáles eran sus
puntos débiles.
Miha,
movía rítmicamente la cabeza de adelante hacia atrás, mostrando el
brillante y negro falo o escondiéndolo en lo más profundo de su boca. En
estas idas y venidas de la verga, fuera y dentro de la húmeda y cálida
boca, la muchacha aprovechaba para succionar el sensible glande, con lo
que elevaba la excitación de su hermano a cotas inimaginables. Con cada
vaivén del menudo cuerpo, los lozanos pechos de la muchacha se agitaban
estimulando la libido del guerrero.
Mossa
no podía probar el pequeño culo de su hermana so pena de destierro,
pero si lo movía igual de bien que su boca, seguro que haría feliz a
muchos mozos de la aldea. El guerrero bebía uno tras otros todos los
cuencos que su madre le alcanzaba. El mareo comenzaba a hacer efecto en
su ánimo, aunque aquello era un pago necesario si se quería comulgar con
la Madre.
La
joven Miha, sentía en sus labios toda la vida que la naturaleza había
insuflado en el cuerpo de su fuerte hermano. El duro miembro palpitaba
en el interior de su propia boca, recordándole la fuerza de la comunión.
Hacía tan solo cuatro lluvias que había atravesado el río, lavando su
sangre en este. El cruce de la orilla de la infancia a la orilla de la
plena madurez. Aquella noche, ya como mujer adulta, comulgó con el duro
miembro de todos los guerreros de la aldea; más de cinco manos de duros
hombres con penes enormes y palpitantes. Desde aquella noche, tan solo
había probado la esencia de su hermano cada vez que había que solicitar
los favores de la Madre. Era un momento muy especial para la joven, la
cual se sentía partícipe del devenir de su familia, agasajando a los
dioses por todos los dones que les ofrecían.
Recorría
con sus humedecidos labios la longitud de la tersa y dura lanza. Quería
mucho a la Madre tierra y era un privilegio poderla servir en aquellas
ocasiones. Con toda su alma deseaba que su pequeña boca se llenase de la
esencia de la vida. La pírrica extracción de leche de su querida vaca
era insuficiente para las necesidades de los tres. Su dedicación estaba
asegurada; agradaría a la que todo lo puede trayendo abundancia.
Mossa
comenzaba a verlo todo doble. En la postura en que estaba no confiaba
en la firmeza de sus rodillas. Su enhiesta verga era devorada con
maestría por su joven hermanita, mientras los vapores de la leche
fermentada subían con rapidez a su cabeza.
Miha
logró introducirse la totalidad de la masculina herramienta. Era algo
para lo que no tenía demasiada destreza aún, por lo que en ocasiones le
producía arcadas. Sintió en su labio inferior la inflamación del
conducto por el que saldría la esencia. Con presteza, extrajo la mayor
parte de la gruesa verga, dejando tan solo la violácea cabeza dentro de
su delicada boca.
El
primer trallazo de espesa leche fue acomodado con naturalidad por la
ágil lengua. Los restantes lechazos se fueron acumulando sucesivamente
en el carrillo derecho e izquierdo. La joven Miha temía no ser lo
suficientemente eficaz para aquel trabajo. Si tragaba algo de la vital
esencia, la Madre podría enfurecerse y no otorgar los dones solicitados.
Era complicado mantener toda aquella cantidad de densa y cálida leche
dentro de la boca sin que esta se escapase garganta abajo o bien se
derramase por las comisuras de los labios. No hacía mucho que era mayor
de edad y su falta de destreza en aquellos menesteres quedaba patente.
Por
fin, la palpitante verga cesó en sus bombeos y Miha pudo extraerla de
su boca, con cuidado de no derramar la importante sustancia allí
acumulada.
La
madre colocó un cuenco bajo la barbilla de la lozana Miha. Ella, con
suma delicadeza, vertió el contenido de su boca, en el recipiente
escupiendo hasta la última gota de la leche de la vida.
Mossa
estaba derrengado y medio borracho. Su fidelidad a las tradiciones y la
reverencia hacia aquel acto, eran lo único que le mantenía derecho
sobre sus rodillas.
Riha
se marchó, con el cuenco repleto del semen de su hijo, hacia un pequeño
altar donde depositó el contenedor, flanqueado por cuatro llameantes
lámparas de grasa.
La
joven Miha se sentía exultante por haber realizado su parte del ritual
con la profesionalidad exigida a toda una mujer. No había nada
pecaminoso en saborear los restos de leche que habían quedado adheridos a
las paredes de su boca. Con disimulo, repasó el interior de los
mofletillos, en busca de aquella cálida viscosidad, paladeando los pocos
restos que allí quedaban.
El
apuesto guerrero intentaba recuperar las energías para la segunda
ofrenda. Se había rogado por la producción lechera de la vaca, quedaba
por tanto pedir por su preñez. Todo su cuerpo era presa de la más
profunda laxitud. Sus fuertes brazos colgaban inertes a los costados y
sus piernas temblaban, incapaces de sostener con naturalidad el peso de
su atlético cuerpo.
La
madre prendió cuatro platillos repletos de hierbas aromáticas. Los
colocó marcando las cuatro esquinas de un cuadrilátero imaginario sobre
el que se tendió de espaldas en el suelo. Con habilidad, desanudó el
shuka que ceñía su cuerpo desde las axilas hasta las rodillas,
abriéndolo hacia los costados y mostrando las opulentas curvas de una
mujer madura pero en plenitud física.
Mossa,
observó con mirada vidriosa, el negro y rizado triángulo que se
mostraba entre las poderosas piernas de su progenitora. Los dos hermanos
se alzaron al unísono. La pequeña Miha se arrodilló tras la cabeza de
su madre, haciendo con sus jóvenes muslos de almohada para ella. Mossa,
se sentó a horcajadas sobre el estómago de su madre, incrustando sus
genitales entre aquellas dos opulentas masas de carne.
La
joven hija tomó los grandes pechos de su madre con sus manos y masajeó
con ellos los testículos y la menguada verga de su hermano. Mossa no
pudo reprimir el malestar de su intestino por la gran cantidad de leche
fermentada que había ingerido. Una ventosidad escapó de su trasero
haciendo que el orgulloso guerrero se envarara.
Miha
escupía sobre el fláccido miembro de su hermano para favorecer el
deslizamiento de este con las grandes tetas de su madre. Era misión suya
que alcanzara la dureza y longitud necesarias para la comunión. Poco a
poco, Riha fue notando cómo algo entre sus dúctiles pechos ganaba
consistencia. La joven aceleró el movimiento de las tetas maternas en
busca de la excitación del miembro masculino. La mujer adulta debía
comportarse como receptora de los bienes de la Madre; por este motivo,
no podía forzar nada que no hicieran los demás. Tan solo debía aguardar y
ser custodia de la vida que la naturaleza guardaba para la preñez de su
vaca.
Mossa,
extenuado, asistía incrédulo a una nueva erección de su falo. Parecía
increíble que tuviera fuerzas para reaccionar de nuevo. Comenzó a sudar
con profusión, tan solo con imaginar el sobreesfuerzo que le esperaba en
cuanto su verga tuviera la consistencia adecuada. Ajena al cansancio de
su propietario, la lanza del guerrero aumentaba de tamaño
ininterrumpidamente. La violácea cabeza asomaba grande y brillante de
humedad entre los opulentos senos maternos.
Miha,
facilitando la preparación previa, se agachó más, aplastando su
estómago contra la cabeza de su madre. Apresó uno de los grandes y
oscuros pezones entre sus labios, comenzando una cadenciosa succión que
enardecía por igual a la chica y a la mujer madura. Humedecía con su
lúbrica lengua toda la superficie de la areola, haciendo especial
hincapié en la cúspide del montículo. Cuando hubo dedicado suficientes
atenciones a uno de los pezones, cambió a saborear la punta de la
herramienta de su hermano. Esta asomaba por el estrecho canal que
separaba mínimamente los oprimidos pechos. Miha repasaba con la lengua
todo el glande, deteniéndose en la corona del circuncidado prepucio. La
lanza de Mossa había ganado consistencia hasta mostrarse en toda su
plenitud.
El
guerrero se retiró hacia atrás, liberando su duro falo del abrazo de
los senos maternos. Con delicadeza, se arrodilló entre las extendidas
piernas de su progenitora. Con la mano izquierda, abrió los femeninos
pétalos, mostrando la empapada vulva; Con la mano derecha, asió su dura
vara y la dirigió a la boca de la cálida caverna. El glande se acopló a
la entrada de la vagina, penetrando en esta con facilidad. La húmeda
sima se abrió, acogiendo al hombre en sus entrañas con la naturalidad de
la costumbre. Los centímetros hasta la cerviz de la mujer, se
recorrieron lentamente por parte del miembro masculino. El roce de las
cálidas paredes sobre el despejado glande provocaba estremecimientos en
el joven guerrero.
La
muchacha irguió su delgado torso, dedicándose únicamente a acariciar
con las yemas de sus dedos los enhiestos pezones maternos de los cuales
había lactado en su infancia.
Las
caderas de Mossa se retiraron permitiendo que el falo saliera casi en
su totalidad del cálido abrigo de la vagina. El retorno a la lubricada
cueva fue igualmente lento y placentero.
La
opulenta mujer suspiraba contenidamente a cada embestida de su poderoso
hijo. La negra lanza percutía sin cesar en las cálidas intimidades de
la exuberante mujer. Mossa estaba al borde de la extenuación, pero aún
así sabía de su deber para con los dioses y nada haría que incumpliera
su obligación.
Desde
que los autobuses de turistas comenzaron a llegar repletos de
irrespetuosas visitas, desde que algunos buenos guerreros comenzaron a
golpear la dura tierra en busca de alimento, desde que los misioneros
habían erigido aquellos templos suyos, la gran Madre había dejado de
escuchar sus plegarias.
Estas
y otras cosas pensaba Mossa observando las sudorosas tetas de su madre
abrazadas por las pequeñas manos de su dulce hermana. Por mucho que
intentara concentrarse en cosas ajenas al calor de la gruta femenina, la
excitación se incrementaba, haciendo que el clímax se aproximara
irremediablemente.
La
contención en los jadeos de la madre, contrastaba con el sonoro
resuello del embravecido joven que observaba con deleite los pétreos
pechos de la bella Miha, al tiempo que se adentraba en las húmedas
profundidades maternas.
Las
juveniles manos de Miha ascendieron, acariciando suavemente el rostro
sudoroso de su madre. Los pechos de la madura mujer, libres de la
sujeción, temblaron y se agitaron como consecuencia de los potentes
embates del fogoso joven.
Riha
se esforzaba por retardar su orgasmo hasta la llegada de la esencia
masculina. Debía aguardar paciente para recibir la cascada de vida en su
interior. Mossa sintió cómo una extraña sensación, mezcla de dolor y
placer, ascendía por el tallo de su dura verga hasta inflamar el
sensible glande. Todo el atlético cuerpo se estremeció con la llegada de
la eyaculación. Apoyándose en manos y rodillas, intentó clavar más aún
su vibrante rabo en las entrañas de su dispuesta madre. Presionaba con
fuerza, sintiendo cómo se deshacía en el interior de la cálida oquedad,
inundándola de su tibia leche.
La
mujer sintió cómo su gruta era colmada por la virilidad de su hijo, al
mismo tiempo que cálidos chorros de denso semen la saciaban, liberando
el orgasmo tan celosamente reprimido. Su espalda se arqueó separándose
del duro suelo de tierra apisonada, sus piernas se entrelazaron
apresando el cuerpo de su hijo en un intenso abrazo. Las mandíbulas se
abrieron, permitiendo la salida de un alarido gutural de pleno gozo.
El
fuerte guerrero rodó sobre su propio costado devastado por el último
orgasmo. Su joven hermana corrió a cumplir con su cometido final: debía
impedir por todos los medios que se malgastase ni una sola gota de la
preciada sustancia. Arrodillándose entre los prietos muslos de su madre,
comenzó a lamer con fruición todo el exterior de la vulva femenina.
Repasó primero los rizados vellos, entre los cuales lamió los escasos
restos del tibio semen. Descendió hacia las ingles en las cuales saboreó
algunos restos de la masculina leche mezclados con el sabor del sudor
recién exudado. Incrustó la punta de la ágil lengua entre las nalgas
maternas, repasando con esta la zona del perineo y el esfínter. Riha,
buscando la comodidad de la que aunque fuera ya una mujer, a sus ojos
siempre sería su pequeña niña, alzó las caderas abriéndose las nalgas
con sus propias manos. La joven hincó más la cara entre los carnosos
glúteos en busca de cualquier resto de la preciada esencia de la vida.
Lamió y degustó el culo de la mujer, el exterior de los abultados labios
y las ingles, eliminando cualquier posible resto de semen, siempre
evitando introducir la lengua dentro de la femineidad de su madre.
Terminada
la concienzuda limpieza de la mujer, repitió la tarea con la fláccida
verga de su hermano. Lamió cuanto resto blanquecino encontró en su
inspección. Retiró la poca piel del circuncidado prepucio, secando la
escasa humedad allí encontrada.
Cuando
la muchacha estuvo segura de haber rebañado bien los dos cuerpos, se
alejó en busca de la vasija con el agua aromatizada de pétalos.
Empapando una gamuza, refrescó primero el opulento cuerpo de su madre,
evitando con cuidado no acercarse en exceso a la zona de la vagina.
Después de cerciorarse de la pulcritud de su progenitora, se dirigió a
su hermano, el cual fue objeto de las mismas delicadas atenciones.
Terminadas las abluciones, la joven recogió los útiles y se dirigió con
paso rápido hacia el corral donde se guardaba el ganado.
Tras
vaciar el contenido del cuenco, Miha se acercó a la vaca que rumiaba
con su acostumbrada mirada bobalicona. La chiquilla abrazó con fuerza el
grueso cuello del bóvido ante la impasibilidad de este.
—Ya verás cómo te pondrás buena y nos darás terneros fuertes y mucha leche fresca.
|||||||
Se
acercaba el ocaso cuando Mossa corría sobre la sabana en busca de un
buen punto para otear el horizonte. La partida de caza había sido un
completo fracaso. El tránsito de la adolescencia a la etapa adulta para
los tres kusai había quedado truncado de por vida. Podría haberse dado
el caso que alguno de los cuatro guerreros tuviera que haber matado al
león. De este modo, la ignominia habría caído sobre los tres futuros
guerreros. Otra posibilidad era En cambio, que el león hubiera matado a
alguno de los jóvenes adolescentes. Aquello hubiera sido honor y
victoria para los supervivientes aunque el felino hubiera sido abatido
por uno de los cuatro guerreros acompañantes.
El
peor resultado de una cacería del león se había dado: el rey de la
sabana había salido indemne y los seis kusais, los tres adolescentes más
tres de los guerreros, habían tenido que huir. Tan solo Mossa se había
negado a abandonar el prado donde habían decidido dar caza al felino.
Aquellos blancos impertinentes, que siempre buscaban frustrar la caza
del león, habían logrado su objetivo por primera vez. Decían defender la
sabana de las atrocidades del pueblo kusai, pero tan solo les allanaban
el camino a los ricos cazadores que disponían de más y mejores medios
que el noble pueblo de Mossa. Se llamaban a sí mismos protectores del
planeta, pero tan solo eran pobres hombres en busca de una gloria
efímera.
El
joven guerrero trepó a la cima del amontonamiento de rocas. Desde allí
arriba disponía de una vista privilegiada de parte de su entorno. Oteó
el horizonte en busca de algún rastro de la familia del león. Aunque
este hubiera salido en persecución de sus compañeros, tras la irrupción
de los llamados ecologistas, estaba seguro de que aún quedaban miembros
de la gran familia felina. No podría limpiar su propia mancha cazando
una leona o un pequeño león, pero serviría para aplacar a los dioses y
sobre todo, para que no tuvieran que abandonar su tribu.
Apenas
quedaba luz en el oeste y, a pesar de las crecientes tinieblas, la
aguda vista de Mossa detectó movimiento bajo la densa copa de un baobab.
No podría jurar que se tratase de un familiar del león macho, pero
debía intentarlo por él, pero sobre todo por su pequeña Miha y por su
madre. Si volvía con las manos vacías, la muerte sería preferible al
destierro de su propia familia.
Con
la determinación en el semblante, corrió por la llanura en dirección al
gran árbol. Aferraba con fuerza su larga lanza, preparado para vencer o
morir en el intento.
Su
propia cacería del león había sido fácil. La ceremonia realizada en
honor de los futuros guerreros, había sido solemne y emocionante. Mossa
recordaba con nostalgia su propia cacería hacía cuatro estaciones
lluviosas. Él y sus tres compañeros, que ahora corrían despavoridos,
habían cazado sin problemas un espléndido ejemplar de oscura melena. Por
supuesto, habían tenido la inestimable ayuda de los cinco guerreros de
la ceremonia anterior, que como ahora ellos mismos, habían ejercido de
maestros de caza. Ellos, como ahora los tres jóvenes adolescentes,
habían bebido de la esencia de los fuertes guerreros, buscando adquirir
sus virtudes. Mossa también había bebido del néctar de la vida de
aquellos cinco guerreros, uno detrás de otro.
Su
día de la caza volvía una y otra vez a su mente, mientras se acercaba
inexorablemente hacia el gran baobab. Nunca había cazado al gran rey de
la selva sin ayuda ninguna, ni tan solo a una hembra o un joven macho.
Con
la escasa luz de las crecientes tinieblas, divisó al felino que
asediaba el inmenso tronco del árbol. Debía tratarse de un joven león de
no más de una cabra de peso. También podría ser una hembra adulta, lo
cual le traería más problemas. El gran gato rugía mirando fijamente a la
copa del baobab. Aquel sonido, sacado de la más profunda caverna, erizó
todos los vellos del cuerpo de Mossa. El león era un enemigo formidable
al cual nunca había que subestimar.
El
joven guerrero presumía de ser el más certero de su aldea con la lanza.
En aquellas circunstancias críticas, cualquier fallo le costaría la
vida. Rodeó el gran árbol para acercarse a contraviento. No tenía muchas
posibilidades pero daría todo cuanto tenía por el bien de su hermana y
de su madre. Con el aire ardiendo en los pulmones, Mossa se acercó con
paso firme, si bien el ritmo de su corazón denotaba que la ansiedad y el
miedo se habían alojado en lo más profundo de su alma.
Todo
transcurrió tremendamente rápido. Cuando el joven león se giró
encarando al cazador, él, con rapidez, arrojó su lanza con fuerza y
tino. Esta atravesó el cuello del felino, siendo instantáneamente
partida por una poderosa zarpa. Media asta colgaba del cuello
ensangrentado del gato cuando Mossa sintió el aliento fétido de la
muerte. Una majestuosa mandíbula, repleta de afilados dientes, se cernió
sobre él. El joven pudo oler la carroña de la boca del león antes de
que este le derribara de un poderoso zarpazo. Todo fue confuso. Los
cuerpos, negro de Mossa y amarillento del león, se mezclaban en una
maraña de piernas y patas. En un momento dado, un nuevo y afilado
colmillo de acero, apareció en la mandíbula inferior del león. El
guerrero había logrado atravesar el cuello y la boca del gran felino.
Mossa
se dejó caer exhausto sobre el cuerpo caliente del gato. No sabía si
estaba herido de muerte o tan solo agotado hasta la extenuación. No supo
cuánto tiempo pasó hasta que una mano temblorosa se posó sobre su
frente.
A
la luz de las estrellas, pudo observar a una joven de cabellos dorados
mirarlo arreboladamente. "¿Habré muerto y estaré en otra vida?", pensó
Mossa al ver aquella aparición tan desconcertante. En cuanto el guerrero
tuvo fuerzas para sentarse sobre sus talones, la joven de piel pálida
se abrazó a su ensangrentado torso llorando desconsoladamente.
Tras
unos minutos, las intensas emociones se fueron apaciguando. Mossa
observó a la muchacha, la cual parecía estar herida aunque no de
gravedad. Su cuerpo casi desnudo, aparecía arañado aquí y allá por ramas
o rocas. Un firme y níveo pecho asomaba por su camiseta desgarrada,
haciendo que la viril sangre del guerrero despertase.
Con
su pobre inglés, Mossa pudo adivinar que la joven mujer era de los
llamados ecologistas. Tras ahuyentar al gran rey león, ella había caído
del jeep y se había refugiado en la copa del árbol, siendo perseguida
por aquel joven león que Mossa había matado. En aquel momento, el joven
observó con detenimiento a la fiera que yacía a sus pies. En efecto,
había dado muerte él solo a un joven león macho; además, tenía cautiva a
una de las que frustraron su cacería. La entregaría a las autoridades
del parque y llevaría la pieza cazada a su tribu. "No todo está
perdido", pensó Mossa esbozando una amplia sonrisa hacia la joven rubia.
Ella,
malinterpretando la sonrisa lobuna del guerrero, se llevó las manos a
los pechos en un intento de cubrir su parcial desnudez. La joven, viendo
que aquello no hacía disminuir la intensa felicidad del guerrero, se
abrazó a sus piernas suplicando por su honor. Mossa no había pensado en
ningún momento en la intensa femineidad de la blanca mujer, pero aquel
rostro sollozante a escasos centímetros de su taparrabos, unido a la
adrenalina acumulada por la cacería, despertaron en el joven un intenso
deseo sexual por aquella que había cortado de raíz cualquier posibilidad
de triunfo para la expedición.
Mossa
aferró las temblorosas manos de la muchacha, desasiéndola de sus
propios muslos. Con delicadeza, introdujo una de aquellas pálidas manos
bajo su taparrabos. La joven se alarmó ante la predisposición del joven
indígena. Nunca había tenido entre sus manos algo tan grande y duro. El
pánico a una violación, el intenso miedo vivido hacía poco tiempo y la
masculinidad del joven, hicieron que las delicadas manos comenzaran a
moverse de manera autónoma.
A
la azulada luz de la luna, la ecologista miraba alternativamente el
bulto del felino tendido cuán largo era y el bulto cada vez más grande,
que se escondía bajo el taparrabos del hombre. Lo intenso de todo
aquello no había hecho que la joven cesara en su llanto; muy al
contrario, este se había incrementado, haciendo que Mossa temiera por
ella.
Aunque
debería odiar a aquella pálida entrometida, ante todo él era un
guerrero honorable. Con delicadeza, agarró a la joven por los hombros,
apretándola contra su sanguinolento pecho. Ella, que no esperaba muestra
de afecto alguna, incrementó aún más la intensidad del llanto. Mossa
acariciaba los largos cabellos dorados con movimientos mecánicos, los
cuales parecían tranquilizar poco a poco a la mujer.
Aunque
aquella belleza no era comparable a la de su querida Mika, el olor a
hembra, la suavidad de aquel cabello y las tersas curvas que aferraba
con su otra mano, volvieron a encender el deseo del guerrero, el cual no
se había llegado a extinguir.
Con
delicadeza, apoyó a la joven sobre el cálido lomo de la fiera. Aquello
pareció reconfortarla porque su llanto cesó ligeramente. Con su cuchillo
de comer, puesto que el machete seguía incrustado en la garganta del
león, el joven fue cortando las raídas prendas de la muchacha. Ella
temblaba ligeramente, más de inquietud e incertidumbre que de verdadero
miedo.
La
blanca piel fue apareciendo poco a poco, mostrando arañazos y cortes
superficiales aquí y allá. Mossa, extrajo de su zurrón un ungüento con
el que comenzó a embadurnar los cortes y magulladuras. La joven no pudo
reprimir un creciente cosquilleo cuando el guerrero le extendió aquella
pomada entre los firmes senos. Las manos de Mossa se fueron abriendo,
cubriendo por completo las blancas redondeces. Un suspiro surgió de la
garganta femenina ante el masaje del que eran objeto sus pechos,
ignorando el leve escozor de los arañazos cuando el ungüento los cubría.
Mossa
sintió cómo los pequeños pezones se endurecían bajo sus callosas
palmas, alcanzando una consistencia pétrea. Las poderosas manos
masculinas se dirigieron entonces a la maltratada espalda. El abrazo se
estrechó para que el hombre pudiera rodear el esbelto cuerpo femenino
con sus musculosos brazos. Las manos de Mossa recorrían lentamente toda
la extensión de la espalda. La joven, encantada por el afectuoso trato,
se dejaba llevar apoyando su cabeza en el poderoso hombro del guerrero.
Sin saber cómo ni cuándo, la ecologista introdujo una mano bajo el
taparrabos y retomó la tarea que había detenido por exigencia de aquel
kusai.
Mossa
estaba complacido con las atenciones de la pálida mujer. Aquella hembra
sabía cómo utilizar su mano con delicadeza y maestría. Llevando las
fuertes manos a las caderas femeninas, alzó estas lo suficiente para
colocar sus rodillas bajo el carnoso trasero de la rubia. Ella,
entendiendo lo que pretendía el guerrero, se recostó más aún sobre la
áspera piel del felino. La joven percibía el olor acre de la sangre
reciente, notaba la poderosa musculatura inerte del rey de la sabana en
su dorso, mientras sentía el vigor de la lanza del kusai abriéndose paso
en su húmeda intimidad. Los muslos femeninos se abrieron, facilitando
la intromisión del grueso falo, tras lo cual, las piernas se abrazaron a
las caderas masculinas, sellando el lujurioso lazo. El olor a bestia
salvaje lo envolvía todo excitando aún más a la sorprendida mujer. Ella
alternaba miradas de adoración entre el poderoso felino y su exótico
amante.
A
cada embestida del formidable cuerpo de Mossa, la joven ecologista
sentía en su espalda la firmeza de la carne del depredador. Aquello no
era una violación, tampoco era amor, simplemente era salvaje, primitivo.
Los
turgentes pechos femeninos luchaban por escapar de la presión del
musculoso pectoral masculino, buscando libertad para brincar
alegremente. La cálida caverna se dilataba, permitiendo que los lanzazos
fueran más profundos y más placenteros. Las nalgas eran masajeadas
violentamente por las grandes manos de Mossa mientras en su nuca se
enlazaban los delgados dedos de la muchacha. Las pieles se teñían del
intenso rojo de la sangre del león, sin importarle lo más mínimo a
ninguno de los dos amantes, en cuyos cuerpos pegajosos se mezclaban los
efluvios de la pasión, el sudor y la espesa sangre del felino.
El
orgasmo invadió el cuerpo femenino como una ola que arrasara con todo a
su paso. La impresión fue tan brutal, que no pudo reprimir morder con
fiereza el pétreo cuello del kusai, tras lo cual gritó con toda su alma
sin el más mínimo pudor.
La
explosión masculina llegó segundos más tarde. Mossa clavó los dedos en
las tiernas carnes de los glúteos femeninos, atrayendo hacia sí mismo
aquel delicado cuerpo. La penetración alcanzó su máximo exponente en el
momento que la esencia del guerrero regó las entrañas de la temeraria
ecologista.
Ambos jóvenes estuvieron un rato recuperando las fuerzas, diciéndose al oído palabras en idiomas que ninguno de ellos conocía.
El
camino hasta el poblado fue arduo por los múltiples accidentes del
terreno y por la escasa visibilidad. A todo esto, había que sumar el
esfuerzo por arrastrar entre los dos el magnífico ejemplar de joven
león.
Cuando
ascendieron la pequeña loma que bordeaba el meandro del río, un fulgor
alertó a Mossa. Él corrió hasta la cima ante la desconcertada mirada de
su fugaz amante, la cual quedó custodiando el cadáver del felino. Cuando
la muchacha alcanzó a Mossa en lo alto de la loma, las llamas hacían
brillar el ébano del tenso rostro del guerrero. Las lágrimas manaban
descontroladas de los oscuros ojos del kusai. La joven Mary sintió cómo
una fuerte garra atenazaba su corazón, ante aquella insólita visión del
gran guerrero que le había salvado la vida, llorando como un niño
desconsolado.
|||||||
Survival International 22 Diciembre 2012
Una
nueva tragedia se cierne sobre otro poblado kusai. La pasada noche del
día 21, un grupo de individuos no identificados, prendió fuego a todas
las cabañas de la aldea kusai de Monmote. The movement for tribal
peoples, advierte del grave riesgo que corren estas comunidades
indígenas si las autoridades no ponen freno al acoso que sufren por
parte de las compañías de cacerías organizadas.
Una
mujer y su joven hija fallecieron durante el asedio a la aldea. Los
supervivientes, que han perdido todos sus rebaños y propiedades, serán
llevados a la capital, reubicándolos en diversos centros de acogida.
Las
asociaciones colaboradoras con las tribus kusai, advierten que para
este noble pueblo de pastores y guerreros, la vida en las grandes urbes,
supondrá su completa extinción.
Fin
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