Sr. Juez:
Ruego
no se culpe a nadie de mi muerte ni todo lo relacionado con ella.
Quiero que quede claro que el único responsable soy yo y por eso me
condenaré, cualquiera que sea mi destino en el más allá.
¿Qué
me ha hecho tomar esta decisión? Ni yo mismo lo sé, porque creo que he
sido presa de mi propia ineptitud, de mi falta de atención, de mi
control de la situación desde el principio y cuando he querido
reaccionar, quizás haya sido demasiado tarde.
Lo
único que sé es que este el fin, que quiero quitarme del medio y
desaparecer. Para resumir, tengo dos motivos para dejar este mundo: una
que sé que mi mujer me engaña con otro y segundo que me he vuelto loco
con tan solo imaginarlo.
Empezaré
por el principio: Mi esposa es una mujer atractiva, con unos ojos muy
bonitos y lo más llamativo de ella son sus pechos, pero para mí
cualquier parte de su cuerpo es digna de admiración. En cambio ella
nunca ha sido una mujer ardiente, ni mucho menos, más bien todo lo
contrario, se ha limitado siempre a un abrazo, un beso cordial, un sexo
del todo monótono y sin ningún tipo de aderezo ni de innovación, que no
fuera un misionero cada quince días.
De
ahí que mi desesperación se multiplique, no solo porque haya conseguido
engañarme con otro, creyéndome yo un buen amante y fiel esposo, sino
que ella parecía no necesitar nada más de lo que tuviera en casa. Puede
que también esa fuera otra de las razones por lo que ella me engañara,
no lo sé, pero si me veía burlado, era doblemente, primero por su
infidelidad y segundo porque no creía haberle dado motivos para que lo
hiciera. También he leído en algún sitio que las mujeres más
conservadoras, son las más morbosas y las que buscan fuera lo que en
casa saben que tienen de seguro prefiriendo el riesgo y las aventuras
extraconyugales a hacer el amor con el marido de forma aburrida y hasta
obligada… El caso es que yo empecé a sospechar de ella a partir de cosas
que no empezaron a cuadrarme. Primero porque ella cambió repentinamente
de actitud, sobre todo cuando descubrí que no me decía la verdad a
preguntas concretas.
Sin
duda alguna mi esposa no estaba donde decía estar ni en la compañía que
también me detallaba cada vez que le preguntaba. Había un engaño a
todas luces, que en principio tomé como una de sus alteraciones
nerviosas o de su deporte compulsivo de irse de compras y dejarse la
visa temblando… no, esta vez no fue nada de eso y traté de averiguar
cuál era el verdadero motivo de su ausencia cada viernes por la tarde,
entre las 7 y las 9, concretamente.
Mi
primera opción fue la de hablar e intentar descubrir alguna verdad
entre tanta mentira, preguntando directamente, pero ella sabía siempre
encontrar todas las evasivas. Si le preguntaba por el viernes por la
tarde, me decía que tenía su café con las amigas.
Naturalmente
esa versión que ella me contaba, quedaba descartada, principalmente
porque la primera vez que aquello no encajó fue cuando me encontré en un
centro comercial con dos de sus amigas y mi esposa no se hallaba entre
ellas. Al preguntarle al día siguiente de forma sibilina, no me nombró
el centro comercial en cuestión y me confirmaba que había estado con
ellas tomando un café en un lugar al otro lado de la ciudad. El caso es
que su mentira se confirmó por segunda vez, cuando recibí la llamada de
un amigo diciendo que había visto a mi mujer en un pub cercano en
compañía de un hombre. Pensé que podría tratarse de uno de sus
compañeros, pero también lo descarté por el lugar y por la hora famosa
en la que ella se tomaba su “café de amigas”.
La
segunda opción para intentar averiguar algo más fue la de contratar los
servicios de un profesional, es decir, un detective privado, pero lo
desestimé, ya que aparte del elevado presupuesto que me ofertaban, no
daban ningún tipo de garantía de éxito, por lo que preferí ser yo mismo
el investigador del tema en cuestión.
Mi
tercer iniciativa fue la de buscar entre sus cosas, unas veces en su
bolso, otras hasta en su ropa interior… pero mi principal objetivo fue
el de encontrar algún mensaje o llamada relevante en su teléfono móvil,
algo que me costó al principio al no encontrar la manera de hacerlo sin
que ella se alejase del aparato, además, no sé si por obsesión mía,
creía que ella se cuidaba mucho de dejarme al alcance su teléfono y
descubrir esos secretos tan ocultos, lo que multiplicaba mi mosqueo y
mis sospechas de algo más que un engaño “tonto”. Un buen día,
aprovechando que ella se estaba tomando uno de sus baños relajantes, me
acerqué a la mesita donde estaba su móvil y creí por fin poder destapar
sus fechorías. Sin embargo, no sé si me alegré o me llevé un chasco,
pero el caso es que entre sus muchos mensajes no había ninguno que
hiciera sospechar, ni lo más mínimo.
Otra
de mis pesquisas fue la de rondar, con cierto disimulo por su correo
electrónico y sobre el historial que dejaba en las páginas web visitadas
en su portátil, pero tampoco encontré nada fuera de lo razonable.
De
siempre es sabido que las mujeres han sabido guardarse las espaldas con
estos asuntos, así que dejé de gestionar cosas que se acercaban más a
lo absurdo que otra cosa y meterme de lleno en el tema con exploración
“en vivo y en directo”.
Me
compré una peluca, una barba postiza y unas gafas con un tono oscuro y
me planté en el famoso pub en el que mi amigo había visto casualmente a
mi mujer. Y allí fui cada viernes, con el oscuro propósito de pillarla
in fraganti, pero la habilidad de escabullirse de mi esposa ha sido
siempre notable y en este caso, estaba claro que debía de verse con su
amante en un sitio diferente cada vez.
Al
fin, fue el azar o seguramente algún componente mal elaborado por parte
de ella, pero descubrí todo el pastel por “puritita” casualidad.
A
ella siempre le gustó cocinar y lo cierto es que lo hace con mucho
arte, pero además prepara sus propios platos y participa en algún foro
de cocineros aficionados, intercambiando trucos y recetas, algo que por
cierto, nunca me ocultó, incluso mostrándome con todo detalle los
mensajes que allí se intercambiaban, sin embargo, fue en ese lugar donde
descubrí toda la trama.
El texto que descubrí fue el siguiente:
La primera vez que hice esta receta, estaba
próxima la llegada de la navidad, por eso la
semana anterior, pude comprar de todo, aunque
nos costó un poco localizar el jengibre, pero
encontramos una tiendita cerca de la estación
en el antiguo mercado de abastos de la ciudad,
el que está justo haciendo esquina con el viejo
Hotel del Marqués. La dueña es muy atenta, todo un
sol, que se esfuerza en encontrar lo que buscas,
desde dulces de todo tipo hasta especias exóticas,
las que suelo usar en mis truquitos, y que son como los
siete pecados capitales, menos la pereza, esa solo en mi
habitación antes de levantarme, jeje, pero los demás no los
numero, porque con tantos ingredientes he hecho más de
211 recetas distintas, desde que encontré ese lugar.
Quiero agradecer desde aquí la atención de esa mujer
que se esmera en ofrecerte todo tipo de ayuda
seas de donde seas, porque también habla idiomas,
malo será que no descubráis algo interesante,
conmigo, ha acertado de pleno siempre que he ido.
Yo estoy muy contenta, la verdad, además
te trata con muchísima cordialidad
como si fueras de su propia familia
todo un tesoro, vamos… os lo recomiendo.
Tuve
que leer el texto varias veces, intentando asimilar lo que mi
subconsciente quería revelarme, hasta que no hubo ningún tipo de dudas:
aquel texto contenía un mensaje oculto, el que anduve buscando durante
tanto tiempo…
A
pesar de no verse a primera vista, creo que el diablo o quizás un ángel
reparador se acordaron de mis preocupaciones y me mostraron el texto
con mejor detalle. Leyendo la primera palabra de cada párrafo había un
mensaje clandestino que no dejaba ningún tipo de dudas.
“La
próxima semana nos encontramos en el hotel Sol, desde las siete.
Habitación número 211. Quiero que seas malo conmigo. Yo te como todo.”
Nunca
pude imaginar que escondido en una receta estuviera su pérfido plan y
toda su malicia, esa que ha llevado a engañarme cada viernes de 7 a 8
desde hace ya más de un año.
Lo
siguiente no fue muy difícil, y era preparar un plan de observación a
pleno rendimiento. Como soy aficionado a las novelas de espionaje, eso
me ayudó a trazar un plan perfecto para descubrir a mi mujer en su
aventura extraconyugal. Esa misma tarde me dirigí al hotel en cuestión,
algo cochambroso, por cierto. Me acerqué al recepcionista, contándole
una historia algo rebuscada, diciéndole que era viudo y que había vuelto
a la ciudad, relatando que estuve en su hotel años atrás y que me hacía
mucha ilusión rememorar viejos tiempos en la habitación 211, dándole la
excusa de haber sido la misma que utilizamos en nuestro viaje nupcial.
No sé negó, claro y la suerte quiso que estuviera libre ese día, porque
me confirmó que el viernes la tenía reservada. Subí a la habitación y me
dispuse a colocar innumerables cámaras para grabar con todo lujo
detalles lo que ese viernes ocurriría. Me esmeré en camuflarlas por
completo, no quería que las camareras encontraran ningún cable ni
ninguna mini cámara y me echaran por tierra todo el invento. Puse una en
la lámpara del techo, escondida tras el cable y que ofrecía una
panorámica perfecta de la cama de matrimonio. Una cámara en lo alto de
la barra de la cortina, otra sobre el cabecero, alguna más en sitios
disimulados pero perfectos para filmar una peli con un contenido que no
estaba seguro de querer ver.
Los
datos se enviarían a través de un pequeño emisor escondido en el baño y
que lanzaba la señal remota por internet a mi ordenador de casa.
Después, bajé a recepción y anulé la reserva de la habitación, porque le
dije que era muy fuerte para mí y que no quería tener más recuerdos de
aquel lugar. Lo entendió a la perfección y amablemente no me cobró
ningún tipo de servicio.
Volví
a casa para no levantar sospechas a mi mujer y esperé impaciente la
llegada del viernes, no sin darle vueltas a la cabeza una y otra vez,
creyendo en algún momento que todo era fruto de mi imaginación y que en
verdad aquello no iba a pasar, que era sencillamente eso, una paranoia
de las mías.
…
Hoy,
viernes, como siempre hago, le he preguntado a ella esta mañana que
planes tenía para esta tarde y también como siempre me ha contestado que
tenía su café con las amigas y que no regresaría hasta pasadas las 9.
A
las siete en punto, la primera cámara mandaba la señal de movimiento y
era el de mi mujer entrando en la habitación. Aquello mostraba una
triste realidad: Era ella y nada más que ella. Estaba guapísima, por
cierto. Llevaba el vestido que le regalé en uno de nuestros aniversarios
y que yo creía para mí en exclusividad. Aquella prenda resaltaba más su
busto, pues era algo más escotado de lo normal y recuerdo que esa fue
la principal razón por la que se lo regalé, además era corto, lo que
ofrecía una amplia panorámica de sus piernas. Después, sus zapatos de
tacón de aguja, esos que nunca se quería poner conmigo y que “le hacían
mucho daño” según decía, pero que la mostraban preciosa.
A
los pocos minutos entró el desconocido en cuestión. Un tipo alto y
aparentemente fuerte, pero por lo demás tampoco me pareció nada del otro
mundo. Seguramente a ella sí, porque nada más cerrar la puerta tras de
sí, mi mujer se abalanzó sobre él, dándolo un morreo de tomo y lomo. Aquello me irritó sobremanera porque nunca lo había hecho así conmigo,
ni tampoco su manera de engancharse con su mano por el cuello, afirmando
que el beso era el que ella le proporcionaba a él y no al revés como
ocurría en nuestros pocos encuentros íntimos. El hombre la complacía con
sus manos sobando sus pechos y apretando sus nalgas. Yo cambiaba de
cámara y veía en primer plano como los labios de ella se mezclaban con
los de aquel tipo, para dar paso a continuación a sus lenguas que se
volvían locas saliendo y entrando de ambas bocas.
El
oculto amante, ese que siempre imaginé, estaba ahora frente a mis ojos,
o mejor dicho, frente a mi monitor, en las diversas cámaras que lo
filmaban. No sentí odio, no… ni rabia, ni nada por el estilo, sino más
bien envidia, por no haber sabido darle a ella lo que él le regalaba
cada viernes.
Apliqué
el zoom de la número 4, cuando aquel hombre empezó a desabrochar los
botones delanteros del vestido de mi querida esposa, que se dejaba hacer
sin dejar de acariciar su nuca y mirándolo con unos ojos llenos de
deseo…. Los que nunca obtuve yo.
Una
de sus tetas salió a la luz y el tipo sonrió victorioso y no es para
menos, aquellos pechos, que yo creía en exclusiva, son de lo más
impresionante del mundo y ahora eran lamidos lascivamente por la lengua y
los labios de aquel odiado ser.
Ella
cerraba los ojos, sintiéndose en la gloria y recibiendo aquellas
lametadas que me irritaban, porque me hacían sentir mi propia culpa, el
sentimiento de no haber sabido como complacerla, como entrar en ese
juego que nunca sospeché tanto le podría gustar.
El
vestido cayó al suelo, a los pies de ambos, dejando la estampa divina
de ella con tan solo sus braguitas blancas. Las manos del tipo iban de
un lado al otro, por la espalda de ella, por su estrecha cintura, por el
borde de las braguitas, por sus pechos, su cuello y todo siempre sin
dejar de besarla.
Ella
no tardó en desabotonar la camisa de aquel hombre, para dejarle con el
torso desnudo, lo que me llevó a comparar unos abdominales que yo nunca
tuve, pero que él parecía cuidar con mimo, con el mismo que cuidaba de
mi mujer en ese momento. Y con esa misma habilidad con la que fue
bajando sus bragas hasta que desaparecieron por sus tobillos.
Él
le dio la orden y en pocos instantes ella estaba tumbada sobre la cama,
completamente desnuda, solo vistiendo sus zapatos de tacón, algo que le
convertían todavía en más hermosa, si cabe, de lo que ya es, hasta que
abrió sus piernas de una forma que no había visto antes. Le ofrecía todo
sin miramientos, sin ningún tipo de vergüenza, dándole la oportunidad
de devorar su sexo sin compasión y lógicamente así lo hizo el hombre,
arrodillándose entre las piernas de su amante y comenzando a lamer aquel
coño como si fuera un manjar, algo que yo podía corroborar: más que
delicioso. Subía hasta sus tetas, las lamía, volvía a bajar por su
ombligo y seguía deleitándose con los pliegues de los labios vaginales
de ella, mientras esta gemía con todas las ganas. ¡Cómo nunca!
En
un momento dado ella le dijo que se detuviera, que aún era pronto para
correrse. Se incorporó y sentada al borde de la cama soltó el cinturón
de su amado para bajar sus pantalones en un abrir y cerrar de ojos. La
polla de aquel hombre salió a escena dejando a mi mujer otra de sus
caras de vicio que desconocía y lo que más me sorprendió es cuando la
agarró con sumo cuidado entre sus dedos y comenzó a mamársela como una
auténtica conocedora del sexo oral y no era precisamente porque lo
hubiera ensayado conmigo, pues nunca me regaló una triste mamada. Ahora
estaba allí, sentada sobre la cama, desnuda y chupándosela a un tipo que
disfrutaba de aquellas lamidas, de aquellas artes que ella parecía
darse en el asunto, pues el tipo temblaba con los ojos cerrados mientras
acariciaba el cabello de aquella mañosa mamadora. Los gordezuelos
labios de mi mujer se tragaban una y otra vez aquel sable que
desaparecía casi por completo en su boca, mientras que sus deditos
jugaban con las bolas balanceantes de él. No podía imaginar lo que se
sentiría teniendo la polla metida en la boca de mi esposa, pero viendo
aquellas imágenes, podía comprobar que era algo increíblemente
placentero para él… para ambos.
¿En
qué me había equivocado? ¿Qué había hecho mal? ¿Qué era lo que yo no
ofrecía a mi esposa para que ella me regalase aun cuando fuera una sola
vez, una mamada antológica como aquella?
El
hombre le dio unos toques a mi mujer, para indicarle que también estaba
a punto, por lo que ella entendió que aquello no podía quedar así y que
había que rematarlo con un buen polvo. Dicho y hecho, se preparó para
tal fin, salvo que completamente distinto a como solía hacerlo conmigo
en nuestras relaciones sexuales, absolutamente nada que ver. No era ella
la que se tumbaba en la cama y dejaba que yo yaciera sobre ella como un
mono, sin sacarle seguramente esos impulsos lascivos que ahora tenía en
pantalla. Ahora era ella, la que le ordenaba tumbarse a él sobre la
cama, para empezar a subirse encima, sí, eso que siempre soñé y nunca se
cumplió, ahora se lo daba ella a otro, montándose sobre aquella polla,
como una experta amazona. Se elevaba por completo para luego dejarse
caer y empalarse de nuevo estirando sus brazos. El tipo se incorporaba y
se abrazaban con ternura, con un amor que envidiaba, que no podía
sentir en nuestros encuentros más íntimos. Los pechos de ella se
balanceaban sobre el torso de su amante y sus bocas sedientas se
devoraban sin parar.
Mi
mujer empujó al tío, obligándole a ponerse completamente tumbado sobre
la cama mientras que las caderas de ella hacían todo lo posible por
abarcarle por sentir la penetración a lo más profundo. Era ella la que
estaba follándoselo vivo, hincando su pelvis y su coño en su polla y no
al revés. El tipo se agarraba a su culo y se dejaba hacer, lo que sin
duda disfrutaba, con solo ver su cara, sus ojos… su respiración
entrecortada. Luego, se posó sobre él, pegando su cuerpo desnudo al de
su amante, sintiendo cada parte del uno pegada a la del otro, sus sexos,
sus pechos, sus bocas, estaban completamente unidos, mientras un baile
incesante les entregaba indudables oleadas de placer. Solo se oían
respiraciones intermitentes y prolongados gemidos.
Ella
abrió la boca, intentando capturar algo de aire, en un afán por
controlar los espasmos de un orgasmo que no tardó en llegar,
acompañándolo de múltiples pequeños alaridos. Estaba irreconocible.
A
continuación fue el hombre el que aferrándose a sus dos enormes pechos,
empujaba su pelvis para meter más profundamente su polla en el interior
del sexo de mi esposa y tras unas cuantas fuertes envestidas correrse
dentro de ella en innumerables espasmos.
Aquello
me provocó un mareo que hizo caerme de la silla, pero fui incapaz de
levantarme para seguir observando por más tiempo y sentir tanto dolor,
preferí cerrar los ojos intentando asimilar todo aquello, algo que
evidentemente no pude.
Sr.
Juez, estos son más o menos los motivos y razones para haber tomado tan
drástica decisión. Tras pensarlo detenidamente he convenido que lo
mejor es quitarme del medio y abandonar este mundo que ya no es el mundo
que quiero... Ruego no culpe a nadie de mi muerte, pero los motivos,
son no precisamente los celos o la rabia, o quizás sí, pero yo creo que
más bien la sensación de vacío, de sentirme sin nada. Tenga en cuenta
que soy el único responsable de este hecho y también de los dos
cadáveres que encontrará en la habitación 211 del hotel Sol, que aunque
parezcan dormidos, han sido envenenados por un gas que emitió la cámara
número 6.
¡Adios mundo cruel!
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