jueves, 2 de mayo de 2013

A ciegas

Sorpresa inesperada en el supermercado. Más romanticismo que lujuria, más meloso que porno.







Los cinco metros de ascensión, desde la boca del metro hasta la cima de la pirámide de cascotes, se hicieron eternos para Mya. Debía apoyarse en manos y pies para lograr mantener un precario equilibrio en aquella montaña de piedras y ladrillos sueltos.

La claridad, a pesar de la luna nueva, no fue un problema para la joven, que había tenido suficiente tiempo para aclimatarse en los diez largos minutos de escalada.

Oteó a su alrededor en busca de potenciales peligros. La luz de las estrellas no permitía ver demasiado, aunque comparado con las cavernas del metropolitano, era todo un festival de luces y contrastes.

Mya se mordía el carnoso labio con gesto pensativo, frotándose con la mano su rasposo cuero cabelludo. “Pronto se convertirán en apretados rizos”, pensó la afro-americana al mismo tiempo que saboreaba el aire limpio del exterior. Desconocía por qué se había caído todo su precioso pelo, pero, a tenor de las horribles mutilaciones que había podido observar, no había salido la peor parada con aquella calvicie repentina. Además, desde hacía una semana, parecía que su cabello quisiera volver a crecer.

Aferró con fuerza su fusil de asalto y se encaminó cuidadosamente hacia el Walmart de la plaza Westchester. Las avenidas más amplias, los parques y las plazas, eran las únicas zonas que, en cierta medida, quedaban libres de vigas y cascotes. También eran las más frecuentadas por los sobrevivientes, pero encontrarse con uno de ellos era un riesgo necesario si se quería conseguir algo de comida y unas pocas pilas que aún funcionaran y fuego, el vital fuego.

La dieta de Mya durante las últimas dos semanas, había consistido únicamente en las cuatro ratas que habían caído en sus trampas. Sin pilas para la linterna, se había perdido tres veces antes de dar con el camino correcto hacia la salida del metro. Quince días de la más densa negrura la tenían al borde de un ataque de nervios; además, la carne cruda de las ratas le había dejado las tripas deshechas.

Tres horas más tarde, magullada y golpeada, logró divisar los restos de la plaza Westchester. No se había encontrado con nadie en el camino, lo cual, no sabía si era buena o mala suerte. De un lado, le apetecía compañía que no fuera la de un roedor; de otro, deseaba terminar su misión cuanto antes para regresar a su cubil. La carne fresca escaseaba y alguien podría pensar que ella era una buena cena.

En la zona pública del supermercado, no quedaba nada de nada. Mya se golpeó más de cincuenta veces antes de localizar la entrada al gran almacén posterior. “A ver si por lo menos consigo pilas o un puto mechero”, pensó la joven, estirando los brazos al frente en un intento por no estrellarse contra el centenar de estantes abarrotados de objetos inútiles para ella.

El suelo, infestado de ladrillos y cadáveres, suponía una dificultad añadida. A cada instante tropezaba con aquellos pestilentes cuerpos. Las arcadas eran constantes, dada la putrefacción de las carnes de las neveras y los muertos desparramados.

Otras tres horas, un corte en una ceja, cuatro golpes en los pies, dos caídas y veinte botes de supuesta comida. Después, logró encontrar un envase repleto de miles de cajitas de cerillas. ”Pepinillos agridulces”, logró leer a la luz de la titilante llama, en el primero de los botes que sacó de su enorme mochila.

Lamía la última gota del borde del tarro tras comerse todo su contenido, cuando escuchó un sonido a su derecha. Por suerte no había encendido ninguna cerilla más y había hecho muy poco ruido. El deslizar de algo o alguien, volvió a sonar ahora mucho más cerca de la chica. “¿Abro fuego?, ¿Pregunto antes?”, La joven se debatía internamente. En los seis meses desde la catástrofe, Mya pensaba que no había llegado a matar a nadie. Tal vez sí, pero no era plenamente consciente de haberlo hecho. Al menos tres veces había huido pegando tiros a diestro y siniestro, aunque era poco probable que hubiera acertado a alguien.

No creía que todos los supervivientes fueran como el grupo que vio asando a una niña hacía un par de meses, pero no deseaba terminar en el estómago de unos muertos de hambre. Podía sentir cada latido de su rítmico corazón golpeando contra sus sienes, y cómo una mano invisible atenazaba su garganta.

¿Quién… va?… –susurró la joven con voz rasposa por la sequedad de su garganta.

El sonido comenzó a alejarse. Era como si algo o alguien reptara por el suelo. “Mierda, si tuviera pilas podría darle caza fácilmente”, pensó Mya debatiéndose entre seguir el ruido o buscar un refugio para pasar las horas diurnas.

La persecución era desesperantemente lenta. El ser reptante se movía con cautela, emitiendo el menor ruido posible. Mya, con las manos por delante, tropezaba constantemente con todo tipo de artilugios apilados en las estanterías del almacén: cacerolas, sartenes, cuchillos… “¡Coño! Algo de buena suerte”, pensó la muchacha, aferrando seis enormes cuchillos de cocina.

El tacto de Mya fue descubriendo diversos elementos de ferretería: cable, del cual se hizo con un grueso rollo, bombillas, portalámparas, destornilladores, munición, de la cual cargó con varias cajas distintas, anzuelos de pesca y por fin, las tan ansiadas pilas. Un suspiro de alivio brotó desde lo más hondo de la desesperación de la jovencita.

No le había gustado nada hacer tanto ruido, aunque maniobrar con los más de treinta kilos de su mochila no era tarea fácil. Aguzó el oído en busca de aquel peculiar sonido de deslizamiento. Nada, el más sepulcral silencio se cernía sobre todo el almacén, oprimiendo el maltrecho estado de ánimo de la negrita.

Con el pulso cardíaco cada vez más acelerado y con la respiración desacompasada por la ansiedad, Mya se resignó a encender la linterna. Debía orientarse para localizar las apiladas carretillas de carga que le habían servido otras veces de guarida durante las peligrosas horas de luz.

Introdujo la linterna bajo su camiseta, apuntando el foco de esta hacia su tripa, con la finalidad de ocultar la mayor parte de la luminosidad. Cuando estiró del cuello, escondiendo la cabeza bajo la prenda, su barriga ya se encontraba caliente por la potencia del foco a tan corta distancia.

Necesito un aseo cuanto antes”, pensó mientras arrugaba la nariz ante su propio olor corporal. Poco a poco, sus ojos se fueron adaptando a la escasa luz. Comenzó a intuir el bulto de sus pechos, aunque era pronto para apreciar claramente su oscura piel. Tras un minuto escaso, comenzó a liberar el foco de la presión sobre su tripa. Sus oscuros pezones se distinguían ahora con claridad, incluso el leve contraste que hacían con su negra piel. Dos arañazos entre sus senos y un pequeño corte junto al ombligo, se fueron haciendo poco a poco más nítidos. Mya confiaba en que el ser que acechaba no hubiera percibido la tenue luz bajo su ropa.

Con un rápido movimiento, sacó la linterna del interior de su camiseta, enfocándola hacia delante. Un buen trecho del larguísimo pasillo apareció ante Mya, como si hubiera surgido de la nada. Dos segundos fueron suficientes para que la joven se hiciera una composición de lugar. De regreso en la más impenetrable oscuridad, comenzó a andar con toda la seguridad de que fue capaz, en lo que a ella le pareció una perfecta línea recta.

Con el corazón alojado en su garganta, intentaba aguzar el oído en busca de aquel perturbador sonido. No se atrevía a volver a encender la linterna por miedo a ser presa fácil. Si la cazaban, por lo menos lo pondría complicado. Por sus cálculos, la joven pensó que debía estar aproximándose al primer cruce de pasillos que había podido ver fugazmente. Sintió cómo desaparecía la presión auditiva de la estantería de su derecha. No sentía nada a ese lado, por lo que debía encontrarse en medio del cruce. Dudó si estirar la mano para cerciorarse, pero si tiraba algo de los anaqueles, podía ser peor. Había logrado llegar allí sin el más mínimo ruido y no deseaba fastidiarlo todo ahora.

Sintió un levísimo suspiro de aire a su derecha. Justo en el instante en que se disponía a encender la linterna, un estrépito se escuchó a varios metros a su izquierda. Apretó el gatillo del fusil, orientando este hacia el repentino sonido. Una corta ráfaga barrió todo el contenido de la góndola de su izquierda. Un fuerte golpe, sobre su espalda, la derribó contra el suelo, inmovilizándola. Algo o alguien, le retorcía la articulación de la mano, intentando que soltase la ametralladora. Sintió cómo una afilada hoja de acero acariciaba su garganta.

¡Suelta! –masculló una voz infernal, expeliendo un aliento tan fétido y putrefacto como si fuera un muerto viviente.

¿Sería un zombi?Por lo menos olía como lo haría uno de ellos”, pensaba Mya mientras el pánico más absoluto hacía presa de su ánimo. Tenía a milímetros su propia muerte y esquivarla era vital. Soltó el fusil, dejando en manos de su captor su futuro inmediato. Aquel ser le retorció el brazo llevándolo con rudeza hasta su espalda. La postura era forzada e incómoda, el cuchillo en su garganta no ayudaba a mejorarla en absoluto y el terror iba ganando terreno rápidamente.

No supo cómo, en aquella situación límite, la luz iluminó su mente. “Si me quisiera comer me habría matado ya. Quiere alguna cosa”, decidió Mya forzándose a permanecer calmada.

¿Quién eres? –otra vez esa fetidez invadió su pituitaria. “¿Me olerá a mí así de mal la boca?”, pensó absurdamente la afro-americana.

Me… llamo Mya… Vengo a por provisiones…

¿Sola? –preguntó aquella voz rasposa.

Sí, sola. Me refugio en los túneles del metro –respondió la joven intentando que aquella afilada hoja no rasgase su piel.

¿No eres de los negratas? ¿de los latinos? –susurró la voz acercándose más al oído de la joven.

Un ruido procedente del supermercado, alertó al captor de Mya que se tensó apretando el cuchillo contra la femenina garganta. Un fino hilo de cálida sangre descendió hacia la clavícula de la chica.

A los pocos segundos, eran claramente perceptibles las voces y las risas de un nutrido grupo de personas que se acercaban al almacén. La mano que aferraba el retorcido brazo, aflojó su presa. De un salto, aquel ser bajó de la voluminosa mochila de Mya, y aferrando a esta por la mano, comenzó a andar con celeridad hacia el fondo del almacén.

Toda aquella situación tenía totalmente desconcertada a la joven Mya. “¿Quién o qué era esa cosa que corría a ciegas delante de ella llevándola de la mano?, ¿Quiénes eran los que estaban entrando en el supermercado?”, pensaba incapaz de aquietar sus miedos.

El ser se detuvo frente a una pared medio derruida. Al otro lado, se intuía algo de claridad debido al inminente amanecer. Aquella cosa soltó la mano de Mya y comenzó a trepar con gran agilidad por la maltrecha pared.

¡Vamos, sube! ¡Si te pillan te degollarán! –susurraba aquella maligna voz desde lo alto del muro.

Mya estaba paralizada por el terror. Intentaba analizar sus posibles opciones aunque su cerebro se negaba a trabajar con normalidad. Por los gritos que llegaban hasta sus oídos, aquellos que se acercaban debían ser de las mafias que controlaban los escasos restos de la ciudad. En lo alto del muro, le aguardaba un ser putrefacto que no parecía tener buenas intenciones, aunque aún no la hubiera matado.

Tras un suspiro de resignación, comenzó a trepar por el montón de escombros hasta alcanzar la cima del muro. “¿Dónde demonios se había metido aquella cosa?” pensaba Mya justo antes de escuchar la sibilante voz desde abajo. El descenso fue muy complicado y varios cardenales más adornarían la morena piel en los próximos días.

Con torpeza, debido a la casi absoluta oscuridad, aquel ser volvió a sujetar la negra mano. A Mya le parecía que aquella cosa debía ser capaz de ver en la más densa negrura. Se movía a gran velocidad, esquivando lo que debían ser montones de escombros.

El zombi, o lo que fuese aquello, se agachó llevando la mano de Mya hasta un frío barrote de acero.

¡Baja! –ordenó una voz ahora algo más chillona.

Antes de descender, estuvo palpando todo lo que pudo. Era una entrada circular hacia abajo. Por el olor que provenía del subsuelo, aquello debían ser las cloacas. Se aferró a los metálicos pasamanos y comenzó a descender aguantando las arcadas para no vomitar. La inmundicia le llegaba hasta medio muslo cuando puso pie en lo que debía ser el suelo, a pesar de sentirse viscoso y pegajoso. Un estruendo metálico le llegó desde lo alto. Segundos después, aquella cosa que por su olor debía vivir allí, se colocó a su lado.

¿Vives aquí? –una especie de gruñido fue toda la respuesta que obtuvo Mya– ¿Eres humano?

Ja, ja, ja, ja, ja, –rio tétricamente aquella voz–. Creo que todos hemos perdido la condición humana.

¿Eres una mujer? –preguntó Mya anonadada, al escuchar la voz desprovista de aquel tono gutural.

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Los seis latinos pandilleros se detuvieron de inmediato al entrar en el almacén. Al fondo, muy lejos de allí, se había oído un deslizamiento de rocas y cascotes. Inmediatamente, las seis potentes linternas iluminaron en aquella dirección, sin poder vislumbrar nada más allá de los escasos metros que alcanzaban los focos.

Torres y Castro, pegad un vistazo –dijo uno de los seis que debía ser quien llevaba la voz cantante. Los aludidos, corrieron precedidos por los haces de luz de sus grandes linternas, en dirección al muro derruido por el que habían huido las dos mujeres.

Ricky, tío. Te dije que debíamos continuar con las guardias –recriminó al líder uno de los restantes pandilleros–. Me cago en todo si nos han vuelto a robar comida.

¿ibas a quedarte tú? Los negratas no se atreverán a volver y ya matamos a toda la inmundicia que nos jodía los suministros –respondió el líder con visibles muestras de irritación.

Los cuatro jóvenes deambularon entre los pasillos del almacén, inspeccionando lo que consideraban sus dominios.

Ey, Ricky. Aquí ha venido alguien. Faltan cuchillos y pilas –dijo uno de los muchachos que no había abierto la boca hasta entonces.

Aquí hay un bote de pepinillos vacío –advirtió otro de los latinos.

¡Ves tío, deben quedar infectados de las cloacas! –gritó alterado el más nervioso de los jóvenes.

¿Y qué demonios quieres? ¿Apostamos dos hombres todas las noches por un puto bote de pepinillos?

Ricky, hay señales de que aún hay ratas de cloaca –dijo a la carrera uno de los dos que habían ido a examinar la procedencia de los ruidos–. Hemos oído la tapa de la alcantarilla al cerrarse.

Bajad y darles caza como las alimañas que son –ordenó el líder–. Desarmados como están no os debería llevar más de unos minutos.

Pero tío, nos mancharemos todo. Allí abajo está todo lleno de mierda y apesta a muerto y cosas peores.

¿Queréis que nos pillen desprevenidos? Cagando hostias a la cloaca y no tardéis.

Una hora más tarde, Ricky, sentado bajo los suaves rayos del sol naciente, tamborileaba inquieto con los dedos sobre su rodilla. “En una hora tienen tiempo de sobra para cazar a alguna rata suelta. Esperaré una hora más y luego ya veré”, reflexionaba el líder de la pandilla de latinos con un creciente enfado.

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Tumbadas sobre el fango de una tubería auxiliar a la gran cloaca, Mya y su secuestradora vigilaban cualquier sonido que se produjera en aquella insondable negrura. La redonda boca del segmento secundario desaguaba a unos dos metros de altura, por lo que tenían una situación privilegiada de observación, si se hubiera podido apreciar algo más que la más impenetrable oscuridad.

La inclinación de la tubería propiciaba que no hubiera mucho fango pestilente en su fondo, si bien esto no ayudaba, al tener la nariz prácticamente a milímetros de la sospechosa materia viscosa.

Mya no había vuelto a intercambiar una sola palabra con aquella mujer tan extraña. Con las gruesas botas de aquella a un dedo de su cabeza, tampoco era cuestión de importunarla ahora.

Lejos, a la izquierda, se escuchó el sonido metálico de la trampilla al deslizarse. La respiración de la afro-americana se detuvo durante unos segundos. “Vienen a darnos caza como a ratas”, pensó, intentando que los nervios no la dominaran.

Los chapoteos parecía que se alejaran de su posición de vigías ciegas. La joven suspiró aliviada tras la apestosa secuestradora.

A los pocos minutos, sus alertas oídos captaron cómo, lo que parecían dos personas, se acercaban hacia su posición. Algo de luminosidad llegó hasta las dilatadísimas pupilas de Mya. La joven se asustó al pensar que podrían advertir su escondrijo con la luz de las linternas.

Con la escasa luz, la joven pudo distinguir el cuerpo de la pestilente mujer que le acompañaba. “Tiene mi fusil”, pensó Mya, observando cómo la mujer se pegaba al suelo empuñando la ametralladora. Las linternas comenzaron a irritarle los ojos deslumbrándola parcialmente. El sonido de los chapoteos parecía que estuviera directamente bajo ellas, por lo cercano que se oía.

Aaaaahhh, aaaAAAHH –gritó Mya cuando varias ráfagas de ametralladora rompieron el sepulcral silencio.

Shhh –chistó la mujer que dominaba la situación, mientras la escasa luz iba desapareciendo rápidamente. Tras unos segundos de tensa espera preguntó–: ¿Tienes más munición?

Varias cajas aquí y medio centenar en mi guarida, pero no sé si todas son válidas.

Una ráfaga procedente del fusil de Mya, empuñado por su captora, rompió el silencio. A esta segunda le siguió otra más que hizo chapotear el agua terminando por oscurecer completamente el entorno.

Creo que le has dado a una linterna –dijo la afro-americana.

Lo que espero es haberle dado a estos dos idiotas –dijo la mujer al tiempo que comenzaba a descender por los peldaños tallados en el cemento.

La maniobra para desvalijar los dos cadáveres de cualquier posesión de valor fue rápida. Palpando en la oscuridad, puesto que aquella extraña mujer había impedido que Mya encendiera luz, lograron hacerse con una linterna en buen estado, dos fusiles, una pistola y dos walkie-talkie. Tras limpiar, secar y revisar el material, verificaron que todo funcionaba aparentemente bien.

Vamos, debemos escondernos. Por lo menos hay dos más de estos latinos armados y con malas pulgas –la mujer volvía a trepar hacia el desagüe de la tubería secundaria.

Mya se resignó a pasar el resto del día con medio cuerpo hundido en la mierda. “Joder, en la guarida solo me queda una pastilla de jabón”, pensaba la muchacha mientras trepaba al infecto agujero.

Por cierto, ¿cómo te llamas? –preguntó Mya tras acomodarse detrás de la mujer.

Darby, puedes llamarme Darby. Creo que es lo único que aún conservo mío.

Durante la siguiente hora, Darby fue poniendo al día a la muchacha de lo que había sucedido allí abajo. Todo el supermercado era zona latina. Los pocos edificios en pie de los cuales se podía sacar algo, los tenían las bandas, ya fueran de negratas o de latinos. Si veían a alguien en sus dominios lo mataban sin mediar palabra. Se dedicaban a traficar con la comida a cambio de joyas, pasta o tabaco. Como si pensasen que el dinero tenía algún valor en estos momentos.

En las cloacas vivía un grupo de doce personas, según explicó Darby. Cuatro niños, dos hombres adultos, tres mujeres, una anciana y dos adolescentes. Todos sufrían algún tipo de mutilación tras el “Terrible Día”. Algunos con un lado del cuerpo paralizado, otros que no podían mover las piernas, ciegos, sordos, había de todo.

El “Terrible Día” les había pillado a todos en el Walmart. No podían desplazarse más lejos del supermercado pues representaba todo su abastecimiento. De este modo, cuando caía la noche, los físicamente más fuertes subían a la superficie en busca de alimento y de las tan preciadas pilas. El ambiente en las cloacas era opresivo, asfixiante y vomitivo, pero les permitía comer.

Los latinos que se habían apropiado de aquella despensa de alimentos, no habían percibido las escaramuzas nocturnas del grupo de las cloacas hasta la noche de hacía cuatro días.

Esa noche subimos como todos los días las tres mujeres y uno de los dos adolescentes. Nos quedamos en la zona de almacén, intentando como siempre, no apoderarnos de mucha cantidad –Darby contaba la historia con voz queda, carente de cualquier inflexión.

»Lucie se quedó en la división entre el supermercado y el almacén. Era la encargada de avisar si venía alguien. Cyndi, Thomas y yo, recogíamos todo lo necesario a oscuras, recorriendo todas las estanterías con la máxima velocidad que podíamos.

»De repente, varios fusiles comenzaron a abrir fuego. El ataque había venido de la parte trasera del almacén. Allí, los grandes bloques derruidos, hacen muy complicada la entrada y la salida por lo que no esperábamos a nadie por aquel lado.

»Durante un tiempo, aquello se convirtió en un verdadero infierno. Tiros, gritos, maldiciones y cristales rotos se mezclaban en una cacofonía insoportable. No sé de qué manera, terminé debajo de una estantería abrazada a Lucie.

»En el momento que las linternas se apagaron, Lucie y yo salimos corriendo hacia el muro derruido. Por suerte, estábamos bien orientadas y no nos costó enfilar el pasillo de los detergentes que termina justo delante del agujero de salida.

»Casi lo habíamos logrado. Nos faltaba apenas un metro para llegar a lo alto de la pared. Cuando Lucie se sentó a horcajadas en el muro, alargándome su mano para ayudarme, sonó el disparo múltiple de varias ametralladoras. El cuerpo de mi compañera cayó del otro lado del muro. Yo continué subiendo a pesar de los fuertes impactos en mi pesada mochila repleta de pilas y paquetes.

»Lucie murió entre mis brazos. Me rogó que cuidara de su pequeño Petter, era de las pocas mujeres con la suerte de tener a su hijo con ella. Corrí hacia la alcantarilla. Era mi única oportunidad. Entre aquellas ruinas no había salida posible, pero aquellos bastardos me siguieron. Intuirían que la única salida era la tapa de las cloacas.

»Aquí abajo todo fue una masacre. Con sus potentes linternas nos cazaban como a ratas. No podía hacer nada contra ellos. Me acobardé y me limité a hacer el muerto sumergida entre el fango. Aguantando la respiración en los intervalos que escuchaba a alguien cerca, logré que se marcharan sin reparar en mí.

»No pude cumplir el encargo de Lucie. Solo tres sobrevivimos a la cacería: la anciana señora Stevenson, uno de los niños y yo. La mujer murió al día siguiente. El pequeño Paul sufrió fiebres altísimas por la infección hasta hace unas horas, en que su pequeño cuerpo se negó a seguir luchando.

La voz de Darby se había convertido en un susurro casi imperceptible. En aquella opresiva oscuridad, Mya no podía asegurar que la mujer llorara aunque decidió respetar su dolor guardando silencio.

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Tuvieron que pasar cuatro horas para que Darby accediera a bajar de la tubería secundaria. Ambas mujeres estaban agarrotadas por la inmovilidad y por la forzada postura. En la cloaca principal, con la mierda hasta medio muslo, no se estaba mucho mejor, pero por lo menos se podían mover.

Darby se había quedado taciturna tras contar su historia más reciente. Mya decidió no molestarla, no parecía que fuera alguien con mucho aguante. Tampoco volvió a insistir más en el tema de encender luz tras la segunda negativa de la mujer.

Cuando faltaban poco más de tres horas para el anochecer, Mya se decidió a interrogar a su silenciosa acompañante.

¿Qué vamos a hacer ahora?

Tienes que sacarme de aquí –respondió Darby con voz firme—. Fuera de las cloacas no tengo ninguna oportunidad.

Bien, parece que acabo de conseguir una compañera de cuchitril”, reflexionó Mya tras oír las palabras de Darby.

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La noche hacía más de dos horas que había caído según el cálculo de las mujeres. Ambas se prepararon para la excursión nocturna. Darby recogió todo aquello que tuviera algún valor de la decena de nichos que le servían como alacena. Mya se cargó su pesada mochila y emprendieron el viaje hacia la superficie.

Una vez de camino, Darby volvió a insistir en no encender luces. Ella sería capaz de guiarlas a ambas hasta el exterior del supermercado. Tan solo se detuvieron en el pasillo de los detergentes para hacerse con una pequeña botella de algún tipo de jabón concentrado.

Llegaron al exterior del supermercado sin el menor incidente. Mya respiró profundamente degustando el más o menos limpio aire de la noche. Las estrellas iluminaban mejor que ayer, puesto que el cielo estaba completamente despejado de nubes.

¿Vamos? –preguntó la joven a una inmóvil Darby.

Por toda respuesta, se giró lentamente encarando a Mya. La faz de la mujer aparecía tan oscura como la piel de la afro-americana, aunque ese no era su color original. Dos ojos azules la miraban sin ver. La opacidad de esa mirada la había visto en otros supervivientes. Un escalofrío recorrió la espalda de la muchacha.

Deberás guiarme hasta tu refugio –Darby tendió su mano con cierta inseguridad por la reacción de Mya. La negrita dudó unos segundos, en los que la invidente hizo girar el fusil ofreciéndoselo por la culata a su compañera.

Ante aquella muestra de confianza, las intenciones iniciales de dejarla a su suerte se desvanecieron. Algo dentro del corazón de Mya se rebeló a la deshumanización. Con una mano aferró el fusil, mientras que con la otra tomó delicadamente la mano temblorosa que le ofrecía Darby.

Si el camino entre los escombros ya era duro de por sí, se complicó bastante más para Mya, teniendo que controlar dónde pisaba ella y dónde, su compañera de escaramuzas. El viaje se prolongó por más de cuatro horas hasta que, entre el mar de ladrillos y cascotes, localizó la sima de descenso hacia la entrada del metro.

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Tras recorrer todo el laberinto de vías en activo, ramales de servicio y antiguos tramos clausurados, llegaron al pequeño cuarto de señales que hacía las veces de vivienda de Mya.

No te apoyes en nada. Iré a por agua –dijo la negrita desembarazándose de su enorme mochila.

¡Joder! ¿Cómo diste con este lugar? Está en el culo del mundo.

Es un cuarto de señales de la línea original de 1904. Tuve problemas con unos supervivientes y huí por las vías sin saber bien a dónde iba –Mya se armó de dos grandes bidones vacíos–. Pasé tres días deambulando, perdida, con la única ayuda de un mechero. Lo vi un sitio seguro para no ser molestada.

La joven muchacha pasó una de las grandes garrafas a Darby y ambas se dirigieron unos centenares de metros vía adelante. En un punto determinado del trayecto, Mya se agachó empuñando una llave inglesa enorme. Tras maniobrar varios minutos con una gruesa tubería, logró que comenzara a manar agua clara por la junta de la tuerca.

Dios, desnuda casi apesta más que vestida”, pensó Mya mientras vertía agua sobre el cuerpo de Darby que se mantenía acuclillada sobre una rejilla metálica. Hicieron falta los dos bidones y medio bote de detergente, para que apareciera la blanquísima piel de la mujer, así como el color dorado de su larga cabellera.

¿Medio oeste? –preguntó Mya observando la amplia frente ligeramente convexa, la nariz respingona y la barbilla afilada, a la luz de una pequeña lámpara portátil.

Minnesota –respondió Darby mientras frotaba con ímpetu todo su cuerpo–. ¿Algún problema?

Si no lo tienes tú por compartir piso con una negra del Bronx… –replicó Mya ante la inmovilidad repentina de Darby.

Esto… yo… siento lo de negratas…

Mya le quitó importancia con un gesto de su mano, hasta que recordó que su compañera no veía nada de nada, ni con la luz ni sin ella. No parecía estar desnutrida, tenía los muslos firmes y una bonita figura que sin sobrarle nada, no se veía huesuda.

No importa –dijo Mya cambiando el gesto visual por las palabras–. ¿No ves nada?

Distingo claridad de oscuridad, pero nada más.

La joven nunca había tocado el cuerpo desnudo de una mujer. Durante el baño, se había hecho imprescindible que frotara enérgicamente a Darby en aquellas zonas donde ella no llegaba bien. Igualmente, ella fue frotada por las manos de la rubia. A pesar de la aspereza de estas, tuvo que reconocerse a sí misma que había sido reconfortante aquel contacto fraternal.

Mya ofreció una vieja camiseta, a modo de pijama, para su nueva compañera. Ella lo rehusó argumentando que la ropa también la debían cuidar al máximo. Los párpados de ambas mujeres se caían de puro cansancio cuando intentaron acomodarse sobre la colchoneta hinchable. Cada movimiento de una de las mujeres, repercutía irremediablemente en la otra.

Estate quieta que me vas a tirar de la cama –refunfuñó Mya intentando estirar el saco de dormir para cubrir mejor su desnudez.

Es que me siento rara. En seis meses es la primera vez que duermo en algo parecido a un colchón –Darby intentaba acomodarse dando involuntarios caderazos a su compañera de lecho.

Por fin pareció que ambas habían encontrado una posición confortable. Mya podía escuchar la cercana respiración de la rubia. A los pocos minutos, las suaves exhalaciones se convirtieron en un silencioso sollozo. “Como comience a llorar me lo va a contagiar”, pensó Mya sintiendo cómo se humedecían sus propios ojos.

Darby había pasado los últimos cuatro días contando las horas que le quedaban de vida. Ahora no solo no corría peligro, sino que se encontraba junto a alguien que aún conservaba algo de humanidad. En aquel momento, la ausencia de su hija y de su marido, muertos durante el “Terrible día”, se hizo más acusada. Sin saber muy bien por qué, estiró los brazos aferrándose con fuerza al espigado cuerpo de Mya.

El lazo se cerró con fuerza por parte de las dos mujeres. Mya, al sentir los delgados brazos de la rubia rodear su propia cintura, apoyó la cabeza sobre la clavícula de su compañera, dejando por fin que la angustia brotara. ”Quién me iba a decir a mí que el momento más reconfortante de estos meses sería estar desnuda abrazada a una rubia del medio oeste”, una sonrisa afloró a los labios de Mya ante aquel pensamiento absurdo.

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Los días y las semanas fueron transcurriendo. La camaradería de las mujeres fue incrementándose hasta el punto de que se convirtieron en inseparables. Si Mya se marchaba a revisar las trampas de ratas, Darby se quedaba inquieta hasta que no oía la voz de su amiga saludar desde la lejanía. La negrita se impacientaba durante los largos minutos en que la rubia iba a la tubería a enjabonar y aclarar las pocas ropas que tenían.

La última salida al supermercado había sido todo un éxito: habían logrado conseguir suficiente comida para un mes, si la administraban con cautela. Nadie les había importunado durante la noche, ni en su escondite diurno, tras la pila de carretillas.

La discusión comenzó a medio camino del regreso a las viejas vías del metro. Darby insistía en realizar expediciones para encontrar más gente superviviente. Mya tenía miedo de que las cazaran como animales.

¿Qué pretendes, que nos quedemos aquí juntitas hasta morir de hambre o de viejas? –gritaba Darby agitando los brazos por los pasajes vacíos del tren subterráneo.

¡Mira, si te parece tan divertido salir de expedición, agarra un cuchillo y comida y te vas tú solita. No me pienso jugar el cuello por un capricho tuyo!

¿Un capricho? ¿A contactar con otras personas lo llamas un capricho?

¿Qué pasa, que estar con la negrita del Bronx ya no te es suficiente?

¡Eres una estúpida!, ¡Eres todo lo que tengo en la vida! –gritó Darby con las lágrimas amenazando con desbordar sus ojos.

Lo siento –dijo Mya tras descargar su mochila en el reducido refugio.

¡Y una mierda lo sientes!, ¡No entiendes nada!, ¡Nada!

¿Y qué se supone que debo entender? –preguntó Mya, comenzando a enojarse.

¡Nada! –aulló Darby mientras se perdía por las oscuras galerías en busca de un lugar solitario donde tranquilizarse.

Mya confiaba en la orientación de la rubia por aquellos pasadizos. Tranquilizarse no le llevaría más de media hora, como las demás veces que había tenido arranques emocionales. Resignada, con la confusión que le generaba su amiga, comenzó a ordenar los botes de comida y utensilios varios.

Hacía más de dos horas que Darby se había marchado por los negros túneles. Mya, intranquila, llevaba media hora recorriendo los pasajes más frecuentados por las dos. Los únicos movimientos que había percibido a la luz de su linterna eran, como siempre, cucarachas o roedores. “Joder. No sé de dónde sacan alimento, pero cada día hay más”, pensó Mya observando la plaga de insectos.

Desalentada, decidió regresar al cuarto de señales. Su irritada compañera podría haber decidido regresar. Desde la puerta, escuchó cómo alguien sollozaba quedamente en el interior del pequeño refugio.

Sentada en el suelo, vio a Darby que se sujetaba el tobillo con las manos, mientras lloraba suavemente.

¿Qué ha pasado? –Mya se dejó caer a su lado con creciente ansiedad–. ¿Te encuentras bien?

Creo que me he hecho un esguince.

¿Puedes moverlo?, ¿Te duele mucho? –preguntaba inquieta Mya.

¿Crees que con la de golpes que llevo, un simple esguince tiene importancia? –replicó irritada Darby.

No comprendo… ¿Por qué lloras?

Ese es el problema, que no entiendes una mierda.

La joven negra había apagado la linterna para ahorrar batería. Realmente, era incapaz de comprender nada. ¿Por qué aquellos arranques irascibles contra ella si luego quería ir en busca de más personas?, ¿A caso ya no la soportaba?

Escúchame, Darby. Puede que no entienda nada. No es sencillo en estas circunstancias comprender algunas cosas, pero estoy a tu lado, tía. Puedes contar conmigo –Mya se inclinó y tomó a su rubia amiga entre sus brazos, transmitiendo todo el afecto que sentía por ella–. Si necesitas más personas, las buscaremos, pero no me dejes.

¿Que no te deje yo? No me dejes tú, Mya –rogó Darby apoyando su cabeza en la clavícula de la chica negra, la cual se limitó a acariciar la larga cabellera rubia con delicadas pasadas de su mano-. Eres todo cuanto tengo.

Tranquila Darby, somos socias. –Mya no supo qué la impulsó a depositar un beso sobre la frente de su amiga.

Darby alzó la cara, buscando ciegamente aquellos labios que le habían besado tiernamente la frente. Con un último esfuerzo, mandó todos los miedos que la corroían a lo más profundo de su alma. Buscó aquella boca de carnosos labios y besó suavemente a su amiga.

Se siente atraída por mí”, pensó Mya percibiendo la calidez de la boca de Darby en sus labios. ”Y yo, ¿Me siento atraída por ella?”, reflexionó, pensando en todo lo que habían supuesto aquellos seis meses sola. Seis meses de llantos en la más triste soledad. Seis meses de angustia, de un intenso pánico. En los últimos dos meses, había vuelto a disfrutar de las risas, del calor y el afecto de un amigo, del apoyo incondicional de alguien, que ahora sabía, nunca la abandonaría. Y Todo aquello había sido gracias a Darby.

Qué lejos quedaban sus estudios de magisterio, Sus padres, sus hermanos, su novio Frank, del cual apenas ya si se acordaba. Solas ella, Darby y el Apocalipsis. La joven dudaba de su atracción por la rubia, pero Ambas necesitaban aquello por desesperación, por soledad, por amistad.

Los labios de Mya se abrieron, permitiendo que la lengua de Darby explorara las profundidades de la cavidad bucal de aquella. Un espasmo involuntario recorrió la espalda de la negra cuando ambas lenguas entraron en un cálido contacto. Se sentía delicioso, pensaba cada una de ellas, sin conocer que sus sensaciones eran recíprocas.

Fue un beso lento, largo y profundo. Se saborearon con deleite por las sensaciones tanto tiempo olvidadas. Las manos acariciaban con ternura mientras los brazos se enredaban en fuertes lazos de consuelo.

Mya, yo…

Calla –dijo la más joven silenciando a su amiga con un nuevo beso.

Madre mía, parezco una adolescente en el baile de graduación –rio nerviosa Darby—, pero lo necesitaba tanto…

Por toda respuesta, Mya apoyó su frente sobre la de su amiga.

Creo que las dos necesitábamos esto –Mya la volvió a besar en los rosados labios.

Se arrodilló a los pies de la mujer, aferrando entre sus manos las gruesas botas de “treikking”. Tras pelearse con la maraña de nudos de los cordones, por fin, pudo descalzar los femeninos pies.

Tras despojarlos de los gruesos calcetines, la negrita se dedicó a masajear el tobillo del pie dañado. No tenía experiencia previa en rehabilitación. Pensaba, que si no era muy brusca, no podría perjudicar el ligamento. Por la cara de satisfacción de Darby, no debía estar haciéndolo demasiado mal.

Llevó sus pulgares, presionando suavemente, a lo largo de toda la planta del pie. Tenues gemidos surgían de los labios entreabiertos de Darby. “Qué necesitadas de atenciones estamos”, pensó Mya agachándose para depositar un beso sobre la blanca piel del empeine.

Las manos de Darby no podían estarse quietas y, con sutiles movimientos, fueron desabrochando los cuatro botones del pantalón tejano.

¿Tienes prisa? –susurró Mya con aquella voz grave que enamoraba a su amiga—. Aquí abajo el tiempo es infinito.

Yo no, pero mis pantorrillas sí tienen un poco de prisa por ser masajeadas –Darby, alzaba las caderas, permitiendo el paso del pantalón hacia abajo.

Mya estiraba de las perneras despojando la pálida piel de cualquier protección. Observar el boxer masculino que utilizaba su amiga como prenda interior, la tranquilizó mínimamente. Se había acostumbrado a verla pasearse con aquella prenda como si se tratase de un pantaloncito corto, por lo que no causó inquietud alguna en el inseguro ánimo de la muchacha.

Las oscuras manos masajearon con delicadeza las prietas carnes de las pantorrillas y de los muslos, ascendiendo cada vez más a zonas de alta sensibilidad.

¡Para! –gritó silenciosamente Darby, con la voz algo tomada.

¿Cómo?

Esto no va así. No he hecho más que recibir cariño desde que llegué y necesito… –la rubia se incorporaba sujetando las manos de Mya con las suyas propias–. Necesito… que me dejes expresarme.

Ambas se recostaron juntas en el movedizo colchón inflable. Las bocas se volvieron a encontrar con la lentitud con la que se degusta un sabor desconocido. El gordezuelo labio inferior de Mya fue apresado y succionado por la cálida boca de la rubia. Los leves tirones de este, junto a la sensación de la húmeda lengua sobre su superficie, hicieron que la negrita se olvidara de que era la boca de una mujer quien le despertaba aquellas sensaciones.

Las oscuras manos se aferraron al talle de la rubia. Mya no necesitaba de tocamientos libidinosos para sentirse en las nubes. Las manos blancas en cambio, eran más osadas. Buscaron el borde de la fina camiseta, introduciéndose bajo ella en busca de la oscura piel de la espalda.

A cada pasada de las ágiles manos por el desnudo dorso de Mya, provocaban en ella escalofríos que la recorrían hasta la punta de los pies. No podía ni quería evitar incrementar la fusión de las bocas cada vez que los ágiles dedos rozaban su nuca.

Estirando de la parte inferior de la prenda, Darby logró desnudar el torso de su compañera, arrojando la camiseta a un lado. La necesidad porque las dos pieles se tocaran, la llevó a despojarse de su propia camiseta con celeridad. Cuidadosamente, la rubia aferró los generosos pechos de Mya haciendo que coincidieran lo más posible con los suyos propios. Los pezones de ambas se erizaron al contacto con la cálida piel ajena. Los torsos se movían, incrementando la fricción de los turgentes y sensibles pechos, haciendo que la temperatura aumentase rápidamente.

Boca con boca, senos contra senos, ambos cuerpos se fusionaban con el calor que alejaba la desesperación. Todo, fuera de ese tierno y protector abrazo, seguía siendo una mierda, pero ahí, en ese momento, las dos mujeres se sintieron seguras.

Sus cabezas y sus almas tan solo buscaban consuelo. Sus pieles por el contrario decidieron, de manera autónoma, despertar instintos tantos meses enterrados. Los besos no tardaron en pasar de cálidos y emotivos a ardientes y desesperados. Los pechos se aplastaban unos contra otros enfrentándose en una batalla de tiernas carnes.

Darby, más afectada por el creciente calor, introdujo su rodilla entre las piernas de Mya. Ella permitió el paso franco al muslo que ascendía peligrosamente hacia su intimidad, aprovechando para acariciar la tersa piel de la blanca pierna.

Se estuvieron frotando y besando hasta que la excitación las abocó al siguiente paso.

Darby retiró su pierna de entre los muslos de Mya. Empujó a la chica hasta tumbarla de espaldas sobre el movedizo colchón. Descendió con su boca cubriendo de lúbricos besos la negra piel del mentón y el cuello. Las habilidosas manos no tardaron en abrir el cierre de los pantalones, haciendo que estos descendieran al tiempo que sus labios llegaban a los voluminosos senos. Darby tuvo que esforzarse por separar su boca de aquellas majestuosas tetas.

Sentada sobre sus talones, ayudó a retirar por completo los pantalones de su amiga. A estos, acompañaron las pequeñas braguitas que usaba Mya. La propia Darby se deshizo de su boxer, única prenda que le quedaba puesta.

Ninguna de las dos veía lo más mínimo. La absoluta oscuridad no las intranquilizaba; muy por el contrario, incrementaba el millar de sensaciones que experimentaban ambas mujeres. Las manos recorrieron los costados reconociendo las sinuosas curvas de dos cuerpos femeninos. Descendieron hasta las plenas nalgas, masajeando cuanta carne cabía entre sus dedos y anhelando amasar la que se desbordaba de sus ansiosas manos.

Necesitaban aquello. El mundo podía irse al carajo en cualquier momento. Ese momento era especial, único. Era solo para ellas.

Mya, ansiosa por disfrutar de atenciones más profundas, aferró una de las blancas manos llevándola hacia la humedad que sentía entre sus piernas. Darby, con sus diestros dedos, no tardó en encontrar los dos puntos que más le interesaban de la vulva de su negra amiga. Penetró cariñosamente la vagina con su dedo corazón, mientras el pulgar presionaba sutilmente el inflamadísimo clítoris.

Descargas eléctricas recorrieron a gran velocidad la espalda de Mya, que se aferraba con todas sus fuerzas a la boca de la rubia, la cual recibía los lujuriosos bocados con placer extremo.

Un segundo dedo exploró las cálidas intimidades de Mya. A ella, todo lo que pudiera entrar en su interior, le parecía poco. Necesitaba sentir por completo a su amiga dentro de su propio cuerpo. Toda la joven musculatura se crispó, presa de una creciente tensión sexual. Algo en el estómago de Mya creció hasta que tuvo que escapar convertido en un aullido de liberación.

Darby abrazaba el laxo cuerpo de su amiga. Se sentía extrañamente orgullosa por haber sido la causante del momento de placer de su compañera. Lo que no podía conocer, es que no solo había provocado placer en Mya. Más allá de las sensaciones físicas, había desterrado todos los miedos de su amiga por un breve espacio de tiempo.

Poco a poco, la consciencia de Mya fue retornando. Estaba en la gloria entre aquellos protectores brazos. El orgasmo le había permitido liberar toda la tensión acumulada durante los terribles meses de supervivencia extrema. Una mano de negros dedos se posó sobre la blanca piel de Darby. Daba igual el color de las pieles en aquella insondable negrura, tan solo el calor y el tacto de los desnudos cuerpos tenía algún significado. Los carnosos labios de Mya volvieron a degustar la boca de su rubia compañera. Lamió y saboreó las orejas, la mandíbula, la barbilla. No quedó un milímetro de piel por cubrir con la húmeda lengua de la muchacha. La afro-americana se debatía entre dar rienda suelta a sus instintos o replegarse a sus prejuicios. “Qué más da todo si estamos solas. Tan solo nos tenemos la una a la otra”. Con este pensamiento la boca de Mya descendió hasta apoderarse de uno de los endurecidos pezones del delicado cuerpo de la rubia. Fue una sensación rara para Mya, pero pronto se convirtió en placentera al detectar las reacciones que despertaba en Darby. Ella acariciaba los prietos rizos y el rostro de la negrita en muestra de agradecimiento por el tratamiento recibido en sus senos.

Mya, enardecida por una mezcla de lujuria y afecto, descendió, cubriendo el vientre de Darby de ardientes besos. Con sus propias manos, determinó la posición de los muslos de la rubia y bajó hasta ellos para cubrirlos de cálidos lengüetazos. Podía intuir el fuego de la vulva de su amiga cuando ascendía peligrosamente por la cara interna de los muslos. Palpando con sus largos dedos, abrió delicadamente los labios mayores de Darby. Su boca, temerosa pero ávida de proporcionar placer, se apropió de la húmeda cavidad. La lengua, tanteó en busca de los delicados labios menores, los cuales fueron delineados por suaves pasadas del lúbrico apéndice, mientras un inquieto dedo había explorado hasta dar con el endurecido botón presionándolo con delicadeza. La lengua se asomó ligeramente a la ardiente vagina, decidiendo que aquella no era la mejor estrategia. Un rápido cambio de posiciones llevó a la boca de carnosos labios a succionar el hinchado clítoris, dedicándose a la empapada gruta, dos de los ágiles dedos.

La boca succionaba y la lengua lamía el clítoris, provocando espasmos en las caderas de Darby. Dos de los negros dedos penetraban la ardiente intimidad provocando fricciones con las sensibles paredes de la vagina.

Darby no podía evitar sujetar la cabeza de su amiga presionándola contra su propio sexo. Aquel tratamiento la estaba elevando al cielo. Mya notaba el fuerte y cálido abrazo de los pálidos muslos sobre sus mejillas. El contacto de la cálida piel y el sabor de las lúbricas esencias, le reconfortaba, llevándola muy lejos de aquel cuartucho en la clausurada línea de metro.

Una progresiva crispación se apoderó del cuerpo de Darby. Los dedos de las manos apretaron con fuerza los densos rizos de Mya mientras la espalda y los pies se arqueaban en concavidades imposibles. No quiso gritar. Toda aquella marea de emociones la quería guardar para sí misma. Intentó saborear cada una de las sensaciones que le transmitía su convulso cuerpo, hasta que el cansancio la venció.

Aquella fue la primera vez en muchos meses en que verdaderamente se sintieron unidas. “Lo lograremos”, pensaba Darby acariciando la cara de su amiga. “No me dejes nunca”, pedía Mya al borde de las lágrimas, abrazando con fuerza a la mujer que ahora era todo su universo.

Nunca volvieron a hacer el amor como en aquella ocasión, con ternura, con delicadeza. El sexo pronto se convirtió en una válvula de escape, en una liberación del miedo y la tensión que les atenazaba. Se amaron como si fuera la última vez que fueran a estar juntas, con la violencia de la necesidad, de la exigencia. Se devoraron con fervor, con angustia. Cada una sentía que la otra era de su propiedad. Buscaban aplacar sus propios miedos con el calor y la protección ajena, sin reparar en sutilezas.

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La lámpara fluorescente iluminaba suficientemente la pequeña habitación cuando Mya entró en esta. Ella insistía en no dejar a oscuras a su amiga, aunque la luz no fuera necesaria para la mujer ciega. Observaba la larga cabellera rubia, de espaldas a ella, meciéndose al ritmo de los movimientos de cabeza. Hacía tan solo un par de horas que habían yacido juntas. Cada vez necesitaban más el contacto entre ambas durante las interminables horas ociosas. El sexo terminaba derivando en algo más primitivo, instintivo. Se amaban con desesperación, como si se aproximase el fin del mundo o como si ese fin ya hubiera llegado.

Mya apoyó con ternura su mano sobre la bruñida melena. Darby se entretenía en las horas muertas desmontando, limpiando y volviendo a montar todas las armas de que disponían. La destreza que mostraba en aquella tarea le parecía increíble a la joven del Bronx. Sin saber de dónde vino, una idea se abrió camino en la mente de Mya.

Darby, cariño –llamó Mya jugando con los rizos de su corta melena.

¿Si?

Sabes que me quedé calva tras el “Terrible Día”. Ahora ya me llega el pelo por los hombros.

Creo que poco a poco recuperamos lo que ese nefasto día nos quitó –un tenso silencio se instauró en la reducida habitación.

No perdiste la vista ese día –Mya no sabía por qué sentía un angustioso vacío en el estómago.

No, Mya, no voy a recuperar la vista jamás –suspiró alicaída Darby–. Siento habértelo ocultado.

Mya abrazó por detrás el delgado cuerpo de su amiga, dejando caer su cabeza sobre el hombro de Darby.

A todo el mundo le había pasado algo. Era todo más sencillo así –explicó Darby.

¿Cuándo…?

Con ocho años.

Darby narró a su amiga aquellos duros años en su pueblecito natal hasta que poco a poco fue asimilando la situación. Reía recordando cómo su padre insistía en enseñarle a disparar a las latas con una carabina, cómo se tuvo que marchar del pueblo a una escuela especial en la ciudad y cómo terminó finalmente en Nueva York, estudiando derecho mercantil. Mya no sabía por qué toda aquella historia la entristecía. Tal vez en su subconsciente se hubiera planteado cómo sería la vida cuando Darby recuperara la vista y toda aquella pesadilla hubiera pasado de largo. Tal vez solo fuera una pequeña gota más en un gran estanque de desolación.

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Caminaban agarradas de las manos. Cada vez les costaba más esfuerzo no mantener el contacto físico constantemente. Cualquier oportunidad era excelente para besarse, abrazarse o simplemente rozarse los dedos. Era lo único que tenían para templar sus desesperanzados corazones. Cargadas con los dos grandes bidones, se dirigían a la tubería a recoger agua para la ducha y la colada.

Darby maniobró con destreza la gran tuerca de unión del conducto. Al instante el rostro de Mya se quedó lívido. Su compañera había recuperado el gusto y el olfato hacía poco tiempo y tardó algo más en percatarse de la tragedia: el agua estaba viciada.

Ninguna tuvo ánimos para abrir la boca. Las lágrimas corrían silenciosas por ambos rostros. Si el agua no era potable, sus pocas esperanzas terminaban ahí y ahora.

Deberíamos probarla al menos. A lo mejor no está mala del todo –dijo Mya sin creer realmente en sus propias palabras.

Sabíamos que este día llegaría tarde o temprano. Era cuestión de tiempo que la putrefacción llegase al agua.

No llevó mucho tiempo recoger todas las pertenencias acumuladas en el pequeño cuarto de señales. Calcularon agua para un par de semanas si la racionaban, comida para un tiempo similar y pilas para algo más de un mes.

Marchar hacia el sur era una estupidez. Lo más probable es que Manhattan estuviera inundada o por lo menos los pasajes del metro. Hacia el este les esperaría algo similar; por tanto, la decisión se limitaba al norte o el oeste.

El norte fue la decisión inicial, aunque, tras deambular varios días por las vías clausuradas y los tramos de servicio del metro, no sabían muy bien hacia dónde se dirigían. Continuaban gastando la poca confianza que les quedaba en trasmitírsela la una a la otra. Tres días habían pasado, cuando algo perturbó la inmutabilidad de aquellas cavernas. Los pies de ambas comenzaron a chapotear en agua estancada. Ese tramo de vías descendía ligeramente, por lo que en pocos metros se vieron con el agua hasta la cintura. No podían jurarlo, por el fuerte hedor a estancamiento, pero la salinidad marina flotaba en el ambiente.

Mierda, mierda y mil veces mierda –gritaba Mya regresando a grandes zancadas al terreno más elevado.

Aún queda tiempo. Tranquilízate y sigamos.

Intentaron probar con varias tuberías en su peregrinaje, pero todas contenían agua viciada, incluso creyeron que la de su antigua residencia era la más clara comparativamente. En todas las estaciones intentaron hallar salida al exterior pero toneladas de escombros bloqueaban cualquier posible camino.

Darby –dijo abatida Mya tras hacer el amor en lo que imaginaban que era una nueva mañana—. No puedo más.

No, pequeña –respondió Darby aferrando con fuerza la oscura mano–. Ya lo hemos hablado. Pelearemos hasta el último segundo.

Pero…

No tengas miedo. Cuando llegue estaremos juntas.

Mya había declarado, en multitud de ocasiones, el miedo que tenía a que Darby la dejara. A medida que la situación se recrudecía, los miedos de la joven negra se incrementaban, llenándola de ansiedad.

Por fin, en una de las estaciones, apagaron las linternas detectando algo de luminosidad. La salida se encontraba cubierta por cascotes, aunque estos no representaban un muro sólido e infranqueable. Tras dos días de arduo trabajo, lograron despejar las escaleras lo suficiente para trepar, aferrándose a las vigas que sobresalían.

La visión de Mya tardó en acostumbrarse a la intensa luminosidad de un soleado día. La umbría de la sima por la que escalaban, la protegió un buen rato hasta que culminó la ascensión.

Cuando por fin los ojos de la joven dejaron de emitir molestos destellos, pudo otear a su alrededor. Destrucción y desolación se extendían hasta el horizonte, dando un aspecto irreal a aquel bonito atardecer.

Por lo menos ahora sabemos dónde está el oeste –dijo Mya observando el sol esconderse por su izquierda.

¿Y bien?

Parece que haya meses y meses de caminata. Avanzaremos muy lento por aquí arriba.

Bueno, nos quedan seis días y puede que encontremos agua o comida –Darby sabía que debía infundir ánimo en su deprimida compañera. “Novia, amiga, socia; cualquier apelativo se queda corto para expresar lo que siento por ella”, reflexionó la rubia con la firme decisión de lograrlo, por ella y por Mya.

Las montañas de cascotes, las quebradas, los callejones sin salida, se sucedían desesperando el ánimo de las mujeres. El avance era tortuosamente lento. Durante las frías noches dormían fuertemente abrazadas sin fuerzas para otra cosa que apoyar cabeza contra cabeza transmitiéndose sin palabras, todo el amor que se profesaban.

El sol despuntaba por el este, cuando un sonido puso punto y final a su desdichada aventura. Un ruido de madera quebrada, de fin de la esperanza, al que acompañó un grito desgarrador. Mya gritaba descontrolada, tres o cuatro metros más abajo de donde se encontraba Darby, aferrada precariamente a unos retorcidos hierros.

Con la temeridad que da el amor, la rubia descendió a trompicones, recibiendo golpes y cortes, hasta llegar a una Mya que aullaba entre terribles dolores. Tomó la cabeza de negros rizos entre sus manos e intentó con todas sus fuerzas transmitir algo de calma a su doliente amiga. Más de media hora fue necesaria para que la respiración de Mya se acompasara lo justo para permitirle hablar.

¡La pierna!, ¡joder!, ¡la puta pierna!, ¡coño, cómo duele! –Mya gritaba tras el velo de lágrimas que cubría su rostro.

Darby rebuscó en su enorme mochila, cada vez más vacía, hasta dar con algo que había conservado para un momento de emergencia. Alzó victoriosa la botella de “Four Roses” que había guardado durante meses en la cloaca y mucho tiempo después en el cuartito de señales.

¡Joder, Darby! ¿Sabes que eres maravillosa? –dijo la negrita entre muecas de dolor.

Media botella de bourbon después, ambas mujeres lloraban quedamente abrazadas con fuerza.

Lo tienes que hacer tú –exigió Mya con la poca calma que fue capaz de acumular.

Terminaremos por lo menos la botella. Después de tanto tiempo entra de maravilla.

Una inconsciente sonrisa iluminó por unos segundos los agotados rostros.

Creo que ahora es cuando nos decimos cuánto nos queremos –intentó bromear Darby.

Preferiría demostrártelo –dijo una Mya con los ojos velados por las lágrimas, apretando con fuerza la blanca mano de su amiga–. Sabes, ahí abajo, nunca te pude ver tan bien como estos últimos días. Eres muy guapa cuando sonríes.

Darby, por toda respuesta, aferró la oscura cara entre sus manos y depositó un casto beso en los labios de Mya. Las bocas rápidamente se abrieron, dando paso a las desesperadas lenguas. Saboreaban la calidez y rugosidad de estas como si pudieran alimentarse tan solo con sus bocas. Los brazos de Mya rodearon con fuerza el cuerpo de su amada amiga. Darby respondió al abrazo con su brazo izquierdo, acariciando con lentas pasadas la espalda de quien había sido todo su universo en los últimos meses.

La boca de Mya se tensó con fuerza sobre los labios de su querida rubia. Una fuerte detonación selló aquel beso para siempre. Darby reclinó el cuerpo de su amiga sobre los cascotes. Con delicadeza, palpó en busca de los abiertos párpados, cerrándolos con infinita ternura. Sintió el calor de la sangre de Mya mientras se recostaba a su lado y besaba por última vez aquellos labios que le habían dado la vida. El oscuro fluido corría por el costado inerte de la serena jovencita. La pálida mujer, con esfuerzo, se colocó completamente encima del laxo cuerpo. Una segunda detonación rompió el silencio. Darby, con el último hálito de vida, sonrió aferrándose con fuerza a su amada.

Fin


Querido lector, acabas de leer el duodécimo relato correspondiente al XXI Ejercicio de Autores.

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