En estos días de extraños
acontecimientos, recuerdo la vez que tuve que entrevistar a un virtuoso
pianista. No puedo evitar sentirme algo acobardada al revivir aquel
suceso, pues despierta en mi cabeza sentimientos de rechazo.
Hace algún tiempo, cuando carecía de escrúpulos y minimizaba las responsabilidades, al poco de empezar como periodista adjunta en un diario mediocre, me fue asignada la tarea de entrevistar a Visiev Karlochenko, un destacado pianista, muy joven y virtuoso, que iba a dar una serie de recitales en la ciudad.
Hace algún tiempo, cuando carecía de escrúpulos y minimizaba las responsabilidades, al poco de empezar como periodista adjunta en un diario mediocre, me fue asignada la tarea de entrevistar a Visiev Karlochenko, un destacado pianista, muy joven y virtuoso, que iba a dar una serie de recitales en la ciudad.
La entrevista que me pedía el periódico no tenía
más aspiraciones que la de componer un retrato mundano de un portento
de corta edad y fulgurante éxito cuando aún casi no se lo conocía,
con la esperanza de que, en un futuro y si su éxito seguía subiendo,
se publicara la entrevista a sabiendas de que, dado el caso, sería
imposible obtenerla.
No me entusiasma la música clásica ni tenía (ni tengo) la más mínima idea de ucraniano, que era el idioma que el tal Karlochenko se decía que solo hablaba. Sin embargo, el editor del periódico me confió la entrevista debido a dos hechos que no discutiré: 1) Que yo era demasiado guapa como para que me dijesen que no y 2) Que Visiev era feo de cojones pero más salido que el pico de una mesa.
Visiev no tenía representante ni familiar que hablase
por él de modo que, siguiendo los “estupendos” consejos de mi editor,
me planté en uno de sus recitales, en un teatro, vestida con una corta
falda provocativa que dejaba ver mis piernas más de lo que hubiera
deseado y una ceñida blusa de seda sin sujetador que dejaba mis senos
tan expuestos que hasta mi propia abuela me habría arreado con su bastón,
escandalizada para toda la vida.
Tal y como mi jefe supuso (y cualquiera con pocas
neuronas), ninguna mirada masculina podía escapar más que breves segundos
de mi cuerpo semidesnudo y tampoco ninguna mirada femenina era lo suficientemente
recriminatoria. Pocas veces escuché con tanta asiduidad, bisbiseada
o murmurada, la palabra “zorrón” y “puta” a mis espaldas. Sin
embargo, y aunque mi vergüenza era tal que me moría por salir corriendo
del teatro, tirar las sandalias de tacón y deshacer mi peinado de 40
euros, el dinero de aquel trabajo me era vital.
Jamás escuché a alguien ejecutar una pieza musical
con tal maestría. Sus dedos parecían volar, deshacerse en el aire
y presionar las teclas con tal sentimiento que, no pocas veces, solté
varios suspiros de franca felicidad. Sin saber cómo, descubrí que
hasta la música clásica era capaz de excitar un coño tan exigente
como el mío.
Cuando el recital terminó y todo el mundo se puso en pie para ovacionar al joven prodigio, yo también lo hice y, acercándome entre la muchedumbre hacia el escenario, bamboleando mis senos dentro de la ceñida blusa, busqué con la mirada la de Karlochenko.
Sus ojos brillaron, grandes y expectantes de lujuria,
en cuanto me vio. Sin saber si su interés había sido suficiente y
con la certeza de que no podía permitir que en su sesera no hubiese
más idea que la de follarme, me desabroché el botón superior del
escote de la blusa, aparentando un descuido, y le hice partícipe (a
él y a cuantos en ese momento no perdían ojo de mis tetas saltarinas)
de un estupendo primer plano de una turgente teta y, de regalo, un retazo
de pezón oscuro.
Se lamió los labios con gula. Supe que tenía domada
a la fiera de Ucrania sin haber pronunciado una sola palabra de ucraniano,
con el solo desliz de un pecho desbocado y la visión fugaz de un pezón.
Tras la larga ovación, el pianista desapareció
entre bambalinas en dirección a la parte de atrás del escenario. Sin
perder un segundo, me escabullí del público que abarrotaba el escenario
y me dirigí hacia la zona de los camerinos. Varios fervorosos entusiastas
se me habían adelantado y copaban el estrecho pasillo. Todos parecíamos
coincidir en la misma idea de conseguir hablar, tocar y conocer al dios
Karlochenko. Por desgracia, ni mis piernas desnudas ni mis tetas saltarinas
hicieron mella sobre el muro de admiradores y solo pude alcanzar a ver
(y gracias a los tacones) al ucraniano entrar en una pequeña habitación,
rodeado de lo que parecían dos compatriotas suyos, a juzgar por sus
cabellos rubios y rostros apolíneos.
Decidida a no perder aquella oportunidad ni resignarme
a probar suerte en el siguiente recital, esperé afuera en mi viejo
coche (el cual no era ni tan provocativo ni tan espectacular como mis
tetas) a que apareciese la ocasión de poder abordar al pianista.
Fueron casi tres horas de espera pero valieron la
pena y mi paciencia tuvo su fruto. Protegido por la noche y el anonimato
de una ropa casual aunque acompañado de sus compatriotas, el feo pianista
apareció por fin. Salí corriendo del automóvil y me dirigí hacia
él.
Me reconoció al instante. En su mirada lasciva pude
apreciar sin duda alguna el deseo inmenso de apresar mis pechos y cubrir
de saliva mis pezones hasta quedarse seco.
-Señor Karlochenko, es un honor…
-El «señorr» Karlochenko no hablar español; tampoco
«quierre» molestar a él -interrumpió uno de sus gorilas, en un español
entendible.
Pensé que mi buena suerte había acabado pero el
pianista, pensando más con la polla que con otra cosa, levantó la
mano y se acercó a mí.
-Es un «honorr» conocerla a usted -dijo.
Sonrió encantado al notar mi sorpresa al oírle
hablar en un español más que decente.
-Señor Karlochenko, me llamo Lucía Prado y soy
periodista. Desearía hacerle una entrevista para mi periódico.
-Yo no «serr» tan famoso como para «merrecerr»
eso.
-Pero lo será. Yo lo sé, usted lo sabe, mi periódico
lo sabe y cualquiera que le haya escuchado tocar el piano lo sabe.
«Incluso mi coño lo sabe», quise expresar con
una mirada preñada de admiración.
No estaba exagerando. Aunque no consideraba mi oído
ni lejanamente entrenado para apreciar las sutilezas que podrían encontrarse
en las varias sonatas que había escuchado en el recital, sí podía
entender que la música que lograba extraer de un trozo de madera barnizada
con cientos de alambres tensados en su interior me había puesto la
carne de gallina y había conseguido, incluso, excitarme ante la sola
idea de que alguien me dedicase unas pocas notas como aquellas, tan
bien interpretadas. Creo que, gracias a la belleza de su música, conseguí
reunir las suficientes agallas para hacer botar mis tetas como una vulgar
putilla y enseñar un pezón como si los regalase.
Tampoco podía negar que tenía las bragas ligeramente
húmedas y, aunque me costaba admitir que fuese por la bella música
escuchada, el extraordinario talento que tenía en los dedos compensaba
con creces su cara feúcha.
Su nariz prominente, sus ojos achinados y su barbilla casi inexistente estaban empezando a convertirse en rasgos interesantes.
Visiev se permitió una mirada de duda que recorrió
mi cuerpo semidesnudo y, tras una risa que dejó entrever una dentadura
francamente lamentable, asintió como a regañadientes.
-La entrevista «deberrá» ser pequeña. Mañana
tengo «otrro» сольний концерт.
Supuse que se refería a que
tenía otro recital.
-Son preguntas cortas y muy personales.
Quiero que todo el mundo vea el lado humano de un dios del piano.
Visiev dejó escapar una risa
contenida, demostrando que la adulación era su punto débil (aparte
de las mujeres, claro está, sobre todo si iban igual de ligeras de
ropa que yo).
Me invitó a subir a su coche
y, tras coger mi bolso y armada de una gruesa coraza de desparpajo y
sangre fría, acepté su invitación y monté en el vehículo de un
desconocido, ataviada con ropa provocativa y con un destino incierto.
No cruzamos una sola palabra
durante el trayecto. No porque yo no quisiera sino porque el propio
Karlochenko así lo pidió.
-No «hablarr», місіс Prado.
Se limitó a mirarme fijamente,
comiéndome con los ojos. Soporté estoicamente aquel examen minucioso,
decidida a no echar a perder la imagen de seguridad y control que debía
transmitir.
No estaba preparada, sin embargo,
para el momento en que sus manos se posaron sobre una de mis tetas y,
con todo el descaro del mundo, pellizcó un pezón.
-¿«Permitirr»?
¿Qué si permito que me sobes
y me magrees como si fuese una puta barata de tres al cuarto?
Le solté un manotazo sobre sus
ágiles y finos dedos.
-Se mira pero no se toca, señor
Karlochenko.
-великі сиськи…
Llegamos hasta el hotel más
lujoso de la ciudad donde, como si fuese lo más habitual, el recepcionista
se dirigió en perfecto ucraniano al comité de gorilas de Karlochenko.
Uno de ellos recogió la llave de una suite y otro la correspondencia.
Subimos hasta la última planta
y los gorilas, como dos gárgolas que recuperasen su condición inanimada
y pétrea, flanquearon la puerta y allí se quedaron, en el pasillo,
tras cruzar varias frases con Visiev.
El hotel tenía fama de hacer
realidad los lujos más excéntricos de sus clientes y la suite imperial
era el máximo exponente de aquel derroche de opulencia. Alfombras de
Cachemira, una cama enorme de estilo medieval con dosel y una pantalla
igual de grande que media pared. Sin embargo, todos esos lujos contrastaban
con el viejo piano de madera ajada, barniz descascarillado y butaca
sencilla y desvencijada que había en medio de la suite.
Disimuladamente y comenzando
a tomar nota mental de cada detalle que aquel singular piano, metí
la mano en mi bolso y activé la grabadora digital para luego sacer
un bloc de notas que servía únicamente para parecer una periodista
a la vieja usanza.
-¿Qué sentido tiene tener este
viejo piano aquí, señor Karlochenko?
El pianista feo caminó hasta
la cama medieval, de madera maciza y bellamente decorada con bajorrelieves
pastorales, se tumbó panza arriba sobre ella y se desembarazó de sus
zapatos con los pies.
-Ninguno. Solo lo tengo para
recordarme el papel que interpreto.
Levanté la mirada del ajado
armatoste y miré la figura tumbada sobre la cama, pensando que había
escuchado mal. Miré a mi alrededor y supuse que no estábamos solos
en la suite.
-¿Cómo dice?
El hombre que se incorporó de
la cama era en verdad bien distinto del Visiev Karlochenko con el que
había entrado en la suite. Seguía poseyendo una fealdad manifiesta
pero en su mirada, dos brasas brillantes y sobrecogedoras me hicieron
contener la respiración.
Aquello, fuese lo que fuese,
no podía ser real. ¿Desde cuándo los ojos de una persona emiten destellos
como fulgurantes diamantes? El corazón me bombeó alocado y tomé aire
con dificultad.
-Déjame, querida Lucía, que
clarifique tus caóticos pensamientos. Te preguntas cómo es posible
que ahora hable español sin error alguno. También tienes la indudable
certeza de que estás viendo los ojos de un hombre brillar como dos
ascuas cuando eso tiene que ser imposible.
Emití un sonido gutural que
sonó a gruñido de asentimiento. Algo me resbalaba entre los muslos
y dudé de si me estaba meando de puro asombro o estaba más cachonda
que una mona en celo.
Se levantó de la cama y, lentamente,
comenzó a desnudarse.
A medida que más partes de su
cuerpo iban quedando al aire, el desagradable rostro del ucraniano (si
es que era ucraniano, claro, aunque empezaba a albergar serias dudas
de que fuese siquiera humano) iba pareciendo bello en comparación.
Hombros huesudos, vello donde no debería haber, costillas que arañaban
la piel de su pecho, barriga abultada, glúteos inexistentes y piernas
palilleras que ponían en duda las leyes humanas con su sola existencia.
Solo una polla extraordinariamente enorme, gruesa
como un bate de beisbol y larga como su antebrazo, destacaba entre aquel
amasijo de miembros huesudos y piel apergaminada. Todo el vigor que
aquel cuerpo poseía parecía haberse concentrado en la verga, flanqueada por unos cojones en consonancia, grandes y peludos.
-Dios de mi vida -acerté a murmurar, dando un paso atrás.
-¿Qué sabes sobre el Réquiem de Mozart, Lucía?
Me giré espeluznada hacia atrás, pues la pregunta provino de algún
lugar a mi espalda. Detrás de mí, Karlochenko me miraba sonriente.
Me tomó de los hombros y acercó su cara a la mía. Las ascuas que iluminaban sus pupilas adquirieron un matiz negruzco que me hicieron olvidar que tenía piernas, amenazando con caer tirada en el suelo de no ser porque él me tenía sujeta.
Bisbiseé una incoherencia, incapaz de entender qué estaban viendo
mis ojos y, menos, la respuesta a su pregunta.
-Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart compuso un Réquiem
que dejó inconcluso, pues murió antes de terminarlo.
-Vale -acerté a decir, sintiendo como su dura polla ascendía entre
mis piernas, abriéndose camino entre ellas como un arado que abre la
tierra, como una boa que repta hacia su presa.
El mejunje que bañaba mis muslos y que lubricaba el ascenso de su
polla, no tuve duda entonces, procedía de mi coño.
-Es una pieza soberbia, inalcanzable para cualquier oído humano,
inabordable para cualquier entendimiento, por largo y concentrado que
sea. Uno se pregunta cómo es posible que un ser humano haya creado
algo tan bello y, a la vez, tan profético.
-¿Profético?
Tenía el corazón latiendo a mil pulsaciones por segundo y sentía
los pechos tan hinchados que la blusa ceñida me impedía llenar los
pulmones.
-La Misa de Réquiem de Mozart, cuenta la leyenda, se la dedicó a
él mismo, después de ser encargada por un desconocido vestido de negro
al que el propio Mozart tomó por la misma Muerte.
La polla se internó en su ascenso bajo mi falda y presionó contra
mi pubis. El solo contacto me hizo soltar un suspiro tan grande que
me sentí desfallecer. Si no me corrí entonces, poco le faltó. El
calor y fuerza que desprendían aquel miembro imposible eran inhumanos.
Karlochenko continuaba sujetándome de los hombros, impidiéndome alejarme
de él y de su fantástica herramienta.
Negué con la cabeza, sin comprender lo que me contaba.
-No… no lo sabía.
-Pues ya lo sabes, Lucía. Ahora te contaré un secreto, algo que
solo yo conozco, pues soy aquel que encargó a Mozart su Misa de Réquiem.
Acercó su cara a la mía y me susurró al oído, con aliento empalagoso
y preñado de un calor insoportable:
-El Réquiem no era para él; era y es para todos vosotros, infelices
humanos.
De un solo tirón, Karlochenko me abrió la blusa y dejó mis pechos
inflamados al aire. Apresó uno de ellos con la boca y chupó con ansia.
Sentí el mordisco del fuego en mi carne y chillé espantada.
Sacando fuerzas de algún lugar recóndito de mi interior, empujé
al sátiro ucraniano dotado de una polla inhumana y me aparté de él.
Miré mi teta y descubrí anonadada las marcas inconfundibles de una
quemadura. Un dolor agudo surgió de mi carne herida.
-¿Quién cojones eres? -grité, dando otro paso atrás.
-Aquel que viene para finalizar.
Tropecé con el pie de la cama y caí sobre ella.
Un solo parpadeo mío bastó para tenerle sobre mí, inmovilizándome
los brazos sobre la cama.
-¿Finalizar el qué? -logré preguntar mientras su lengua recorría
mi garganta, dejando un rastro candente a su paso.
Me subió la falda y me bajó las bragas empapadas. Quise desembrazarme
de la visión enfermiza de su polla enorme y ciclópea, enfilada entre
mis piernas, pero era incapaz de revolverme. Algo mantenía una presión
firme sobre mi cuerpo, inmovilizándome.
-¡Todo, Lucía, soy aquel que finaliza todo!
Y, sin esperar respuesta, la polla se abrió paso en mi interior.
Jamás sentí un dolor semejante. Mi interior pareció romperse, partirse
en dos.
Chillé como nunca antes lo había hecho. Sentí como aquel miembro
se internaba en mi vagina y más allá, abriéndose paso como una barra
candente que me empalase, destrozando tejidos y órganos, evaporizando
vísceras, triturando huesos.
Su boca buscó mis pechos con ansia. Su boca humeaba, su lengua brillaba
al rojo vivo. Sus mordiscos eran afilados y ponzoñosos. Miles de agujas
parecieron clavarse en mi pecho y el sudor me bañó por completo. Sentí
mi carne desgajarse y mis costillas hincharse ante el avance inmisericorde
de aquella polla de fuego puro.
El dolor era tan inmenso que supliqué morir en ese instante o, al
menos, perder el conocimiento. Pero no hubo piedad.
Solo abrí los ojos un segundo, tiempo suficiente para sentir como
mi cordura estallaba en pedazos como un cristal que explota. Karlochenko,
o la bestia inhumana que tenía encima, mascaba con gula pedazos de
la carne aún palpitante de mis tetas. Regueros de sangre espesa mezclada
con grumos gelatinosos le goteaban de su mandíbula huidiza mientras
el hueso blanquecino de mi esternón quedaba al aire y, de entre las
costillas, surgían volutas de humo procedentes de mis órganos internos,
consumidos por el frenético empalamiento de una polla de fuego abrasador.
Los sonidos de su boca masticando mi carne, tragando mi piel, me enloquecieron.
Mis gritos quedaron mudos cuando sus dientes apresaron mi cuello y,
arrancando piel, músculo, tendones y cartílagos, me despojaron de
la tráquea.
Desperté con un gritó que incluso a mí me asustó.
Tardé en comprender que seguía viva. Me palpé las tetas, la garganta,
el coño y la barriga. Todo estaba en su sitio. Además de un oloroso
charco de orina entre mis piernas; me había meado de puro terror.
Seguía en el interior de mi cochambroso coche. Estaba bañada en
sudor y la blusa y la falda estaban pegadas a mi piel, empapadas. Apestaba
a meado y sudor. Me miré en el espejo del parasol y advertí que tenía
todo el maquillaje corrido y mi cabello lacio y húmedo. Incluso el
respaldo del asiento tenía una brillante capa de sudor que hacía complicado
mantenerme sentada porque me deslizaba sobre la tapicería.
-Hostia putísima -murmuré, dándome cuenta de que lo intensa que
había sido aquella pesadilla.
Cerré los ojos y, en la oscuridad, podía sentir los latidos potentes
y discordantes de mi corazón.
Unas voces de la calle me hicieron abrir nuevamente los ojos.
Eran Karlochenko y sus dos gorilas.
Mi cuerpo no hizo el menor gesto de salir del coche. Contuve la respiración.
Un automóvil mucho más mundano que el de mi pesadilla se detuvo
en la acera a pocos metros del mío y en él montaron los tres hombres.
El coche se puso en marcha y pronto se perdió entre el tráfico de
la madrugada.
Decidí que iba a mandar a la mierda aquella entrevista. No iba a ser capaz de preguntar al ucraniano sin poder evitar sentir un escalofrío, reviviendo la intensa pesadilla.
Días más tarde, cuando al editor del periódico se le acabaron los
adjetivos con los que recriminarme mi sentido de la responsabilidad,
no tuvo otro remedio que enviarme a entrevistar a un futbolista que
había marcado el gol que permitió a su equipo subir de categoría.
Además de la música clásica, tampoco sabía gran cosa sobre fútbol
por lo que ni siquiera había escuchado antes el nombre de aquel delantero.
El chaval (porque tendría mi edad, aproximadamente), no puso objeción
alguna a ser entrevistado en una tranquila cafetería.
Metí la mano en el bolso, activé mi grabadora digital a escondidas
y saqué el bloc de notas para propiciar un ambiente acogedor.
La entrevista fue corta y el chaval era simpático y atractivo, aunque
bastante presumido. Me tiró los tejos varias veces (lo cual agradezco
porque una no es de piedra) pero tras dejar tirado al jefe con la entrevista
del ucraniano, no podía dejar que mi coño pensase por mi cabeza.
Cuando llegué a casa, me dispuse a transcribir la entrevista en el
ordenador. Pulsé el botón de reproducción de la grabadora.
Una voz grave y potente salió del altavoz del aparato.
Un intenso escalofrío me sacudió el alma.
La grabación, la única que estaba almacenada en la memoria del aparato,
solo duraba 5 segundos.
Pero esos pocos segundos hicieron que reviviese cada detalle de mi
angustiosa pesadilla.
«Tu carne bien vale un año más, Lucía. Aprovecha esta moratoria,
porque quizá sea la última que la humanidad tenga».
Tardé varios días en recuperarme de un miedo extremo que me hacía
chillar por el más mínimo ruido. Consumía las horas temblando, encogida
en un rincón de la casa, sin dejar de farfullar: “Una año más,
un año más”.
De aquello hace ya casi una década. Sospecho que, por increíble
y fantasiosa que resulte mi explicación, aquella cosa que me empaló
y devoró a su manera ha ido encontrando más mujeres a las que resquebrajar
su cordura y su cuerpo.
La otra explicación es que he perdido la chaveta.
Ahora escucho las noticias de la televisión y creo que sé por qué
hay personas muertas que están saliendo de sus tumbas y caminan por
las calles. Y también por qué una fina llovizna ensucia todo de rojo
sangre a todas horas y humea como líquido vivo recién extraído de
un animal.
Creo que el fin de todo ha llegado. Que ninguna mujer se ha ofrecido
para que aquella cosa de rabo enorme la violente y atormente.
Es una pena porque, antes de que estos hechos apocalípticos empezasen,
me mudé y pagué por adelantado tres meses de alquiler y me temo que
va a ser dinero echado a perder.
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