martes, 1 de octubre de 2013

Cinco días de Estigmas


A veces, cuando veía a Jesucristo en la cruz, sentía que mi cuerpo entero se caía a pedazos.





Cada vez que veía a Jesucristo en la cruz, sentía que mi cuerpo entero se caía a pedazos. Dibujado en un banquillo, una pegatina desgastada en la ventana de un coche o tallado preciosamente en la entrada de alguna iglesia. Y los santos y ángeles que a veces le acompañaban parecían mirarme con demasiada severidad. Algo estaba cambiando en mí, algo estaba quemándose bajo mi piel y quería desnudar los secretos tallados en mi carne.
 
Desde que mi amiga Laura y yo habíamos llegado a la ciudad de Valdivia para comenzar nuestra etapa de misioneras en la Iglesia de los mormones, sentía que algo no estaba del todo bien. Tal vez fuera por el frío invernal, o porque llegamos de madrugada y el cuerpo exigía descanso, o tal vez era ese aire más puro en comparación al de mi ciudad natal, Santiago.

El Sumo Sacerdote nos recibió en el predio de la Iglesia, alegre y jovial. Estaba esperando especialmente a Laura, pues nació y se crió en el seno de una familia mormona, tenía inculcados sus valores y se esperaba mucho de ella. Muy a diferencia de mí, que salí de una familia católica en búsqueda de una experiencia distinta que pudiera llenar mi espíritu. La amistad que surgió entre nosotras pese a nuestros orígenes dispares, nos convertía en un dúo de lo más peculiar.

—Bienvenidas, Laura Segovia y Andrea Torales. ¿Cómo estuvo el viaje?

Hice tantos sacrificios en los dos últimos años para llegar hasta ese punto. Sociales y económicos. Mi familia, mis amigos, mi ciudad y hasta tuve que renunciar a mi forma de vestir. Todo debía ser más recatado y humilde: El actuar, el pensar e incluso la vestimenta: la camisa blanca radiante con el cuello abrochado, chaqueta negra y una falda que ocultaba ligeramente las rodillas. Nunca terminaba de acostumbrarme, pero eran cambios necesarios si quería alcanzar la plenitud espiritual.

Teníamos solo cuatro horas para descansar pues al amanecer ya debíamos comenzar nuestra primera tarea. Así fue que, con los ojos pesados, muy diferente a los de la enérgica Laura, nos dirigimos a lo que sería nuestra habitación durante todo un año. No era precisamente un lujo de cuarto, con tan solo dos camas con sendas mesitas de luz, un clóset para ambas y nada más.

Al amanecer me había levantado con una sensación de picazón en la muñeca izquierda, pero solo le presté atención mientras recorríamos, Laura y yo, el pabellón de la Iglesia, rumbo a la capilla. Remangué mi chaqueta y observé con la respiración entrecortada y el corazón acelerado que había símbolos extraños e ilegibles que se repetían una y otra vez, tatuados en mi piel, formando una espiral, y en cuyo centro aparecía un conjunto de letras que se asemejaban vagamente a las de nuestro alfabeto.

Laura se acercó para preguntarme si todo estaba bien. Ella no podía ver las marcas, había intentado mostrárselo pero no lo notaba pese a mi insistencia. Me dijo que si me sentía mal podríamos hablar con el Sumo Sacerdote, pero yo aún no tenía la confianza suficiente como para confesárselo a alguien más cualificado, tenía demasiado miedo de que me consideraran una loca, que me expulsaran de los mormones y destrozaran dos años enteros de sacrificios.

—¿Te encuentras bien, Andy? –preguntó divertida—. Será porque no dormiste bien. ¿O será que estás poseída? Sería fantástico presenciar un exorcismo…

—Pero qué cosas dices… No pasa nada, ¿vale? Mejor nos vamos ya. —Pero mentía. Algo pasaba, algo escocía bajo mi piel y no era bueno.

Fuimos hasta la capilla para orar antes de salir a nuestra caminata. Y cuando me arrodillé y uní las manos para rezar, sentí algo tibio escurriéndose entre mis dedos. Vi alarmada que había sangre en mis manos, nacían en mis nudillos y describían ramales rojos que se extendían hasta la muñeca para terminar cayendo en gotas hasta el suelo. Quería llorar, quería gritar. Sin saber cómo, me encontraba arrodillada sobre un insólito charco color rojo oscuro que, vista la tranquilidad de la gente orando a mi alrededor, nadie más veía. Pero lo soporté, soy una chica fuerte. Más de lo que aparento.

 “Depura mi conciencia. Perdóname si he fallado en algo, porque soy débil. Hoy es un día importante, ayúdame a dejar este problema de lado… Solo por hoy”.

—Vámonos junto al Sumo Sacerdote, Andy, ¿no estás emocionada? Es nuestro primer día de misión. ¡A conquistar el mundo, eh!

Nos encomendaron visitar a un señor llamado Facundo Gonzáles, por petición de un familiar suyo. Un hombre que rondaba los cincuenta y que, aparentemente, necesitaba con urgencia un cambio radical en su vida. Y nuestro Sumo Sacerdote fue muy claro con nosotras: debíamos convencerlo de unirse a nuestra Iglesia a como diera lugar. Debíamos salvar a ese hombre vacío, triste y con una vida sin rumbo.

Tras casi media hora de caminata desde nuestra Iglesia, llegamos a nuestro destino. Tocamos el timbre y fue el mismo señor quien salió a recibirnos. Cuando nos vio a las dos en su portal, impolutas y radiantes, se le iluminó el rostro. ¿Acaso esperaba dos chicos? No tengo por qué negarlo: Laura es hermosa, morena y alta, con ojos verdes y una sonrisa cándida. Y yo podría pasar por su hermana menor. Eso sí, las curvas que pudiéramos tener estaban bien disimuladas por los conjuntos modestos que llevábamos.

—¡Madre mía! ¿A qué se debe la visita de estos dos bellezones?

—¿Señor Facundo Gonzáles Saavedra?

—Soy yo.

—Venimos de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mi nombre es Laura y ella es Andrea. Nos enviaron para charlar con usted. ¿Sería tan amable de dejarnos pasar y escuchar lo que tenemos que decirle?

—¡Ah, mormones! Pues lo había olvidado… Supongo que sí, no voy a rechazar a dos chicas tan encantadoras. ¡Adelante!  
 
¿”Vacío”, “triste”, “sin rumbo”? A mí no me lo parecía. Para rematar la muy grata primera impresión, tenía una casa bastante bonita, a decir verdad, sobresalía de las del resto del barrio. Por la información que recibimos, su esposa no vivía en con él desde hacía tiempo. No estaban divorciados, sino separados. Tenía un hijo pero que prefería vivir con la madre. Mucho hogar para tan poca gente, a decir verdad.

Al entrar en la sala confirmé mis sospechas mientras ojeaba los adornos rústicos y palpaba la textura preciosa de los sillones en los que nos invitó a sentarnos. ¡Ese hombre estaba forrado de dinero! Quedó claro que, si lo que nos dijeron era cierto, él servía de claro ejemplo para el dicho: “El dinero no compra la felicidad”.

Nos sentamos juntas, y frente a nosotras lo hizo el señor Gonzáles. Laura se iba a encargar de todo pues yo aún no estaba muy preparada para hablar. Ella era la experta, ella era la estrella, yo venía a aprender. Y el hecho de que la extraña picazón empezara a extenderse poco a poco a lo largo de mi brazo tal hormigas, aumentó mi desconcentración y desesperación.

—Tranquilízate –me susurré, viendo los símbolos avanzar hasta los nudillos, dibujando sus secretos en mi piel. Para concentrarme en la misión, subí la manga para ocultarlas e incluso estiré mi falda, pues en la rodilla empezaron a dibujarse más y más tatuajes.

—Seré sincero, chicas. He aceptado porque me han insistido una y otra vez. Más vale que lo que tengan que decirme sea realmente bueno.

—Muchas gracias por aceptarnos en su casa, señor Gonzáles. Por lo que me han contado, vive solo y separado de su familia.

—Pues… pues sí, algo de verdad hay en eso.  

—Pero me han dicho que también siente que le falta algo a su vida. ¿No cree que pueda ser debido a que usted es un hombre solitario? En la Iglesia tenemos un grupo de apoyo, un grupo de amigos que le puede ayudar. Nos han encomendado hablar con usted durante los siguientes cinco días, pero considero que es importante que realice una visita a nuestra iglesia. Ta…

—¡Muy interesante, en verdad! Pero es suficiente, realmente ha sido un placer.

Laura no se dejó impresionar. Me había dicho durante nuestro viaje que si se topaba con un católico que se resistía, ella mostraría firmeza y fiereza, que sacaría los colmillos. Cuando le pregunté a qué se refería con eso, simplemente me respondió: “Mira y aprende, Andy”.

Se levantó del sofá, algo errática en su movimiento, como si no pudiera contener toda su energía y quisiera soltarla ya. Sin apartar la mirada del señor González, mostrándole una sonrisita confiada, sin revelar síntomas de debilidad.

—¿Cree que nos retiraremos así sin más, señor Gonzáles? Escúcheme, no vamos a abandonarlo como su mujer. Lo que le está pasando no es culpa suya, es de la Iglesia Católica, maleada desde el reinado de Constantino. ¿Usted también se ha dado cuenta, no? Las órdenes eclesiales, la adoración de los santos, siente que todo está corrupto. El vacío que tiene su vida es solo producto de una realidad distors…

Laura calló repentinamente. Levanté la mirada para saber qué le había pasado… y la vi inmóvil, con los puños temblorosos, observando atónita algo detrás de mí, como si estuviera viendo al mismísimo demonio. Noté también que el señor Gonzáles tenía el ceño molesto, pero algo me decía que no era por el actuar de Laura. ¿Qué se había aparecido a mis espaldas? Lentamente y con miedo me giré.

Era un muchacho bastante atractivo, desnudo y mojado. Solo llevaba una toalla por sus hombros. Pasaba caminando con total naturalidad, con ese enorme miembro colgándole allí entre las piernas, balanceándose de manera hipnótica para mis ojos. Algo empezó a arder en mí. Y ardía demasiado.

—Pero qué cojones… —dijo él—. Digo, buenos días.

—Sebastián, ¡idiota! ¡Ponte ropa o cúbrete con esa toalla!

—Bu… Buenos días –balbuceé sin apartar la mirada de su entrepierna.

—Andrea –me reprimió Laura con un susurro.

—Lo siento –miré al suelo rápidamente. Noté que, extrañamente, los símbolos en mis rodillas habían desaparecido.

—Discúlpame jefe, me vuelvo por donde he venido…

El hecho de que los mormones viajemos en grupos de dos tiene su razón de ser. No es solo por seguridad, no es solo para tener en quién apoyarse en las discusiones. Es también para evitar tentaciones. Aunque quien nos conociera a las dos sabría que la que necesitaba ayuda no era precisamente la que ha sido criada e inculcada con los valores mormones desde su nacimiento. Y así, con dos años de celibato a cuestas, algo empezó a arder. Y para más misterio, los extraños símbolos tatuados en mi piel se habían desvanecido completamente. ¿Acaso la sola presencia de ese muchacho tuvo algo que ver?

Esperamos silenciosamente a que el joven se terminara de retirar de la sala, y nada más cerrarse la puerta por donde se fue, el señor volvió a hablar:

—A ver, chicas, mis disculpas, es mi hijo y es algo tonto. ¿Setenta y siete avemarías debería solucionarlo, no? O lo que sea en quienes crean.

—¿Qué?, debería mostrar un poco más de respeto hacia dos personas que han venido aquí para ayudarlo.

—He aceptado ser visitado por insistencia de mi madre, chicas. ¡Mi madre! ¿Hasta cuándo tengo que aguantar esto? ¿Me podrían hacer el favor de volver a su centro y decirles a sus superiores que soy un caso imposible? Estaría de puta madre que me dejaran en paz.

—Así que es eso, señor Gonzáles.

—Sí, así están las cosas. Siento si se han hecho ilusiones con “convertirme”. Me da igual vuestra religión, ¡me da igual cualquier religión! Están perdiendo el tiempo, chicas. Conmigo y con ustedes mismas. Y la verdad es que me gusta demasiado el café como para unirme, ¡ja!

Laura me tomó de la mano y a rastras me sacó de la casa. Temblaba descontroladamente y tenía el rostro visiblemente colorado. Nada más llegar a la calle, me soltó y se sentó en la acera para llorar. Nunca la había visto así. Era una persona con las ideas muy firmes pero, imagino que por ser tan joven, no estaba preparada para aguantar muchos golpes como los que acabábamos de sufrir.

Cuando quise ayudarla a reponerse, volví a notar cómo el dolor se hacía lugar en mi muñeca. Recogí la manga y noté que los extraños símbolos habían vuelto. Primero en mi muñeca izquierda y luego en la otra. Mientras sentía cómo aquello se extendía por todo mi cuerpo como una marabunta, decidí que no iba a rendirme. Si ese chico de alguna manera logró calmar las manifestaciones, yo lucharía hasta el final para volver junto a él.

—¿Estás bien, Laura?

—Menudo cabronazo… Mírame. Es mi primera tarea de misionera y he terminado llorando en menos de cinco minutos.

—No es para tanto, vamos, levántate –intentaba tomarle del hombro, del brazo, de las manos, pero ella se negaba una y otra vez.

—¿Que no es para tanto? No lo será para ti. Nadie espera nada de ti, Andrea. ¡Vengo de familia mormona! ¡Y mírame aquí lagrimeando como cría!

—Nadie tiene por qué saberlo, Laura. Vamos, tenemos que ver la forma de volver a entrar.

—¿Qué? ¿Pero tú lo has visto, Andy? Ese viejo está loco. 

—¿Y entonces qué vas a hacer? ¿Vas a rendirte así de fácil? Yo te admiraba, ¿sabes? Voy a tocar el timbre…

—Espera, ¿lo dices en serio?  Si es que… Andy, no sabía que estabas tan comprometida… Le daré otra oportunidad, pero como vuelva a faltarme el respeto se arrepentirá… Deja que me arregle el rostro.

Volvimos a llamar. Apareció nuevamente el señor Gonzáles, algo sorprendido al vernos otra vez. Pero estaba lejos de mostrar signos de molestia ante nuestra presencia. Sonreía, tenía una mirada amistosa y pacífica. ¿Cómo era posible si su propia madre lo describió como un hombre en pena que necesitaba ser rescatado? 

—¿Se han dejado algo, chicas?

—Sí, a usted, señor Gonzáles –solté con cierta confianza. 

—¡Ja! Veo que son tercas como mi madre. Sinceramente no tengo muchas ganas de escucharlas…

—Eso es, su madre. Hágalo por ella, por favor, denos una oportunidad de hablar.

—¡Qué adorables! Utilizando a mi debilidad… supongo que fui muy rudo al cortarles el discurso. ¿En serio tengo que abandonar el café, chicas?

Suspiré aliviada viendo de reojo cómo los símbolos volvían a ceder. El hombre aceptó, y los cinco días para intentar convencerlo empezaron a correr. 

DÍA UNO

Nuestra meta principal era hacer ver que la felicidad del señor Gonzáles no era realmente tal. Decidí seguir la senda que marcaba mi amiga, de insistir en la idea de que aquello no era felicidad, era solo una quimera producto de su percepción maleada de la realidad, que pronto esa ilusión terminaría por desmoronarse. Pese a que la apoyaba, muy en el fondo dudaba de sus palabras. Miraba la sonrisa del señor y no podía ver la falsedad que aseveraba. 

Nos recibió el Sumo Sacerdote cuando volvimos a la iglesia, y su único interés era saber cómo nos fue en la primera casa, la del señor Gonzáles. Cuando ambas sonreímos y le dijimos que el hombre era algo duro pero que pensaba seriamente en unirse, el sacerdote felicitó a Laura y la invitó a hablar en privado.

Se notaba quién era la estrella.

Ella volvió a nuestra habitación ya entrada la noche, y me contó de lo que habló con el Sumo Sacerdote: el señor Gonzáles estuvo a punto de suicidarse días atrás. Urgía salvarlo pues su madre era de nuestra Iglesia y debíamos concentrar nuestros esfuerzos en él. ¿Ese hombre tan alegre tenía deseos suicidas? Por lo visto las apariencias engañaban. 

Pero mis pensamientos estaban mayoritariamente en otro lugar. No podía quitarme de la cabeza al hijo del señor, su cuerpo esbelto, su sonrisa matadora y su polla morcillona. Y, sobre todo, el que por alguna razón su sola presencia afectó a mi estigma.

Cuando volví a fijarme en mi brazo, noté que la espiral de símbolos había vuelto a aparecer de manera más intrusiva: estaban ocupando casi toda mi piel, y no solo estaban en los dedos, manos y piernas, pues en el baño comprobé que en la espalda también. Esa vez, las letras en el centro de todas las espirales habían cambiado. Eran los únicos que podía reconocer, y me apresuré en anotarlos en un papel.

¿Qué me estaban queriendo decir? De vuelta en la cama, uní las manos para rezar. Observando con impotencia mis manos manchadas de un rojo intenso, y luego la cama y hasta el propio suelo envolviéndose en un charco de sangre, rogué compasión:

“Dime que al día siguiente todo se borrará. Lo peor de todo es que tengo ganas de ir al baño y hacerme un par de dedos para tranquilizar al calor que asoma entre mis piernas. Dime que una oración será suficiente. Porque arde, y arde mucho. Perdóname, porque tengo pensamientos impuros”.

DÍA DOS

De nuevo en la casa del señor Gonzáles, Sebastián nos acompañó en el sofá. Se sentó a mi lado, muy sonriente y distendido. Gracias a eso, los tatuajes de la noche anterior se estaban disolviendo. Estaba confirmado: Él tenía algo especial, y yo lo necesitaba.

—¿Sebastián? ¿Qué cojones haces aquí?
—Jefe, yo apoyo a estas dos chicas. En serio creo que deberías replantear tu vida.

—¡Ja! ¡Otro! Si me hago mormón tú terminarás en la puta calle.

—¿Lo ves, ves a qué me refiero? Tanta amargura no es buena. Me haré novio de una de las chicas, así la traeré siempre conmigo a casa. Tendrás clases de moral el resto de tu vida.

—No juegues con fuego, cabrón.

—Cómo vas a hablar así delante estas chicas, jefe –me tomó del hombro. Sentí un ardor indescriptible en mi entrepierna—. Oye muchacha, ¿cuál es tu nombre?

—A… Andrea.

—¿Puedo ser tu novio, no? Prometo no decepcionarte. Y que juntos convertiremos a este mal hombre.

—Venga, Sebastián, la estás asustando…

Ardía. Yo lo sentía, escurriéndose entre mis piernas y curándome. No me asustaba, tan solo me despertaba curiosidad y un deseo inusitado. Cuando miré al chico a sus ojos, prácticamente todo desapareció: No había sofá, no había una fanática mormona a mi lado. No había padre indeciso,  quimeras tatuadas ni charcos rojos a mis pies. Solo ardor.

—Si… si te haces mormón me lo pensaré –sonreí.

Él reventó a carcajadas. El padre también. Laura por su parte estaba bastante seria, esperando un segundo de silencio para poder atacar con todo. Fue en medio de las risas cuando inició su charla:

—Le ofrecemos algo que no podrá conseguir con todo el dinero del mundo, señor Gonzáles. Le ofrecemos amigos de verdad…

Y siguió hablando. Sebastián se dispuso también a escucharla. Aunque yo aún no podía quitarme de encima una idea alocada: si el solo hecho de estar cerca de él calmaba mi estigma, ¿qué sucedería si consumara la relación física que me exigía el cuerpo? Claro que mi religión no me lo permitiría, pero era una posibilidad que mi libido creciente no quería descartar.

Cada vez que podía, el muchacho interrumpía a mi amiga para pedir alguna aclaración. A veces ponía su mano en mi hombro para implicarme en una broma con su padre, otras veces me rozaba el muslo, pero yo hacía poco o nada para demostrar mi desaprobación. Soy una pecadora. Momento jodido para pensar en ser montada tras dos años de sacrificios.

Esa noche se lo confesé a Laura, antes de dormir. Que tenía estigmas que nadie veía. Que aumentaban de potencia conforme avanzaban los días. Que esa tarde, cuando regresábamos a la Iglesia, veía ríos de sangre en vez de calles. Le confesé que el hijo del señor Gonzáles parecía paliarlo, sin saber yo cómo. Que por ello quería estar con él, pecar con él y curarme. Lejos de tomarme como una loca, vio mis lágrimas y se apiadó de mí. Abandonó su cama para acompañarme en la mía y me dijo que pasara lo que pasara, debía permanecer fuerte.

—Por lo que sé, los estigmas no aparecen solo en forma de tatuajes, y además deberían verse porque de otro modo no tendrían su razón de ser: alertar. El hecho de que solo tú los veas me hace pensar que simplemente tu mente te juega malas pasadas. Pero a partir de ahora dormiremos juntas, Andy. No vayas a trepar por las paredes y a girar la cabeza trescientos sesenta grados. Al menos, trata de no hacerlo mientras duermo, que tengo el oído sensible…

—Entendido. Gracias Laura… 

Abrazada a ella, me dormí, preguntándome para mis adentros si alguien me habría escuchado masturbándome en el baño, media hora atrás. Preguntándome cuántas veces más necesitaré meterme dedos para saciar a este cuerpo que quiere guerra. El cabronazo de Sebastián me había calentado toda la tarde con tanto roce, y yo necesitaba algo que me llenara. Y no me refiero a lo espiritual.

 “Agrégame más cordura, que la estoy perdiendo. Y perdóname, porque creo que he mencionado tu nombre en el baño, mientras me corría”. 

DÍA TRES

“Mira y aprende, Andy. Mira y aprende, Andy”. Sinceramente, no estaba aprendiendo ni una mierda.

Esa mañana me sentí bastante mal nada más llegar a la casa, el hijo del señor no estaba en la sala y los símbolos se extendían violentamente por donde yo pisara. Lo veía en todas partes, en donde yo tocara, en donde mirara, se extendía como una marabunta y la casa del señor Gonzáles se había convertido, poco a poco, en un espectáculo dantesco. Era una maldita locura, me mareaba, me ponía nerviosa y tuve que pedir permiso para ir a mojarme el rostro.

Dejé a Laura y al señor discutiendo en la sala, y fui en el pasillo ya negro de tantos garabatos en espiral. Nada más llegar frente al baño me topé con su hijo saliendo de allí, con el rostro delatándole que estaba recién despierto. Como si tuvieran miedo de él, los símbolos desaparecieron de las paredes y de mi cuerpo.

—Hola Andrea. No sabía que ya habían llegado. 

—Buenos días Sebastián.

—Oye, me preguntaba si tu amiga Laura tiene móvil. Quería charlar con ella en privado, pero no llego a encontrar tiempo. ¡Se marchan muy rápido!

—¿Y… y me lo pides a mí? ¿De qué quieres hablar con ella?

—No me malinterpretes, por favor. Hay cosas que me he estado preguntando tras escucharla, y necesitaba aclararlas.

¿Hablar con mi amiga? Ese chico era mi pasaje para salvarme de lo que fuera que me perseguía. Sentí de nuevo el escozor en mi piel. Los tatuajes querían volver, pero yo no iba a permitirles. Me armé de valor y traté de ganar terreno cuanto antes. Me acerqué peligrosamente, casi arrinconándolo contra la pared:

—Puedes… si lo deseas, puedes hablar conmigo. Fui cristiana antes de unirme a los mormones… Laura es una mormona de nacimiento, un poquito cerrada. Co… Conmigo en cambio puedes hablar de lo que sea, sin temor.

—No me jodas, pues eso es interesante. ¿No te molesta que te llame esta noche?

—N… No, no, no. Estaré encantada –respondí sonriéndole, corriendo el mechón en mi frente mientras me mordía la puntita de la lengua. Estaba sacando mis armas, y nada me iba a detener.

Me sentía fuera de mí, actuando como una maldita ramera fácil, riéndome a cada tontería, mostrándome coqueta, libertina, pecadora. Cada movimiento mío estaba fríamente calculado, la lengua humedeciendo mis labios, fingiendo un picazón en mi muslo para levantar mi falda, escuchando interesadamente sus anécdotas sin apartar mis ojos de los suyos. Me estaba volviendo loca, el estigma y el celibato estaban rasgando mi piel y revelaban mis huesos tupidos de secretos: soy una puta deseosa de carne. La temperatura subía. Afuera el frío embestía, adentro algo marchitaba mi piel.

“Dime si hay otra manera de curarme. Porque siento que solo me libraré pecando, siento que no soy capaz de aguantar mucho, que estoy reventando… Estoy rompiendo tres mandamientos solo con verlo…”.

Esa noche, ya en mi habitación, no podía conciliar el sueño, con el móvil siempre en mi mano esperando la llamada de Sebastián. ¿Acaso no tenía intención de llamarme? ¿Acaso solo quería el número de Laura, y por amabilidad aceptó el mío? 

Pero llamó casi al tiempo en que Laura entraba con un libro en mano. Nos sorprendimos. Mi corazón se aceleró, mis manos temblaron. Laura me dijo que yo parecía una adolescente. Me ordenó que dejara de balbucear y que le contestara. Por último, se acostó a mi lado a modo de apoyo moral, disponiéndose a leer el libro. Ella no podía escucharle a Sebastián, pero sí podía entender por dónde iba nuestra conversación debido a mis respuestas.

La plática fue interesante. Lejos de parecer un chico muy intrusivo, fue muy respetuoso y se mostró muy interesado en mi pasado como católica, sobre todo en el porqué de mi cambio. Tras casi media hora, con Laura muy metida en su lectura, Sebastián avanzó en el terreno:

—¿Oye, Andrea, tienes novio?

—N…No.

—Me sorprendes. Tú que eras católica, ¿no extrañas un poco el sexo?

“Maldito seas, cabrón, has tardado media hora en ponerte las pilas”. Claro que lo extrañaba. Hacía exactamente dos días que lo extrañaba, cuando vi su maldito cuerpo apetitoso expuesto desnudo con total naturalidad, plus, curándome de mi estigma. Me caía a pedazos, restregué un poco mi mano libre cerca de mi sexo anhelante, aprisionándola entre mis muslos, oculta toda bajo la manta.

—A veces lo hago. Qué preguntas más rara has hecho…

Laura dejó el libro y me susurró: —¿Se está pasando? Córtale el rollo, dile que has accedido hablar con él solo sobre los mormones.

—Está bien, Laura, no es nada…

—No me jodas, ¿tu compañera está contigo?

—Sí, Sebastián. Creo en Dios pero no en la adoración de los santos.

—¡Ja! Entiendo… Andrea, debo decírtelo, desde que nos topamos en el pasillo no he dejado de pensar en ti.

El ardor se disparó, el corazón aumentó el ritmo, una sonrisa se esbozó pues el chico cayó. Restregando más y más fuerte los dedos contra mi sexo, respondí con un suspiro:
—Uhmm… Yo también. Yo también pienso que la Iglesia es muy bonita pero que necesita algo de remodelación.

—Bueno… ¿Te encontrarías mañana conmigo? Puedo ir a buscarte…

—No puedo. Quiero, pero no puedo. Quiero decirte que estarás a salvo, pero si no te unes a los mormones, no puedo asegurártelo.

Laura me codeó con una sonrisa: —Bien dicho, Andy.

—Y, ¿qué tal si cuando vienen a casa, pides permiso para ir al baño o algo así? Madre mía, quiero estar contigo. No te puedo quitar de mi cabeza.
Sinceramente, sentí que ni todos los dedos del mundo podrían apaciguar el calor que sentía en mi entrepierna. Necesitaba curarme. Necesitaba carne.
—Veré que puedo hacer, Sebastián. Tengo que irme. Debo decirte que Dios te desea… en su rebaño. 

—De puta madre, chica. Te espero mañana. Y ven sin ropa interior.

—¿¡Pero qué acabas de decirme!?

Laura cerró su libro, alarmada: —Joder Andy, ¿qué te ha dicho?

—Esto… nada, Laura… Algo de tomar café frente a nosotras, mañana, para cabrearnos…

—Pero tranquilízate Andy, es una tontería.

Andrea, venga, tú ya me has visto desnudo. Dame algo, chica.

—Dios te dará todo lo que quieras, pero paso a paso, que parece que quieres mover montañas de buenas a primeras.

… La verdad es no sé a qué cojones te refieres con eso último… ¿Vendrás sin braguitas?

—Buenas noches, Sebastián.
  
DÍA CUATRO

—Dime que está bien –me susurré en esa oscura habitación repleta de símbolos inentendibles. Se movían, me seguían.

—Ven, Andrea –Sebastián se sentó en su cama inundada de sangre invisible a sus ojos, esperándome. 

Avancé, cruzando el charco rojo oscuro que estaba por todo el suelo. El estigma aquel día había aumentado hasta el punto en que todo era un maldito infierno. Afuera el cielo no era azul, el suelo no era de asfalto ni las aceras tenían baldosas. El aire olía a azufre, las palomas eran cuervos, las personas parecían gárgolas y los coches ardían. Pero no me afectaba, no me dejaría ganar. La solución estaba allí, en ese muchacho que nada sabía de su verdadero rol.

Frente a él, remangué mi falda por encima de mi cintura, mordiéndome los labios, revelándole que sumisa acepté su proposición: no traje braguitas. Y envió su mano, palpando la piel, el vello y la humedad. Sentí que el dolor se estaba corroyendo lentamente. Lo vi de reojo mientras gemía de placer y me inclinaba para abrazarlo: los símbolos se retiraban de las paredes, la sangre se descorría del suelo. El aire por fin supo a aire. Puedo confesar con total confianza que ha valido la pena, para llegar a paliar esa sensación, esa oscuridad que se disolvía con el fuego de sus dedos y su mirada, si para ello he tenido que hacer la caminata más incómoda de mi vida al ir sin bragas en pleno invierno, confieso que ha valido todo la pena.

Me he encontrado. He visto mi reflejo en la piel de mi muslo, marcada por los trazos de su mano poco experta. He visto el sol en sus ojos, he encontrado ese haz de luz que estaba buscando desde la profundidad de ese estigma que me engullía. La piel picaba porque las heridas que no se ven empezaban a curar. Y ardía, ardía fuerte porque he contemplado la verdad tatuada en mis huesos: si lo que hago es pecado, me gusta pecar.

—¿Y tu amiga Laura?

—Laura… está abajo, en la sala. Les dije a ella y a tu padre que me sentía mal… y me mandaron al baño. No… no creo que tengamos mucho tiempo.

Me desabotoné la camisa ante su atenta mirada. Con una canción romántica de fondo a modo de escudo para no ser oídos, me quité el sujetador sin apartarle mi mirada cargada de deseo.

—Basta una palabra, Andrea, y me detendré.

—¿Detenerte… detenerte, has dicho? Más te vale no detenerte, chico, no me has dejado dormir, no he dejado de pecar desde que te conocí, como te pongas puritano te vas a arrepentir –dije revelándoselas en todo su esplendor.

—Hala, con ese lenguaje has roto otro mandamiento. El “no putearás”.

—Tienes que estar jodiéndome, Sebastián… -dije retirándole su camiseta. Me senté a horcajadas, abrazándolo, arañando su espalda, ofreciéndole mis senos para que chupara los pezones y tocara todo mi cuerpo a gusto. A lamidas, fui avanzando desde el cuello hasta sus labios para comenzar el beso más violento de mi vida.

Me empeñé en memorizar el sabor de su saliva y la textura de su lengua con la mía, tenía la sensación y el miedo de que tal vez no volvería a estar en una situación similar por un buen tiempo. Chupé su lengua, la mordí un poco, dejaba que el ardor me poseyera y sacara la ramera escondida.

Pero mis manos, tras dejar estelas rojas en su espalda, ya no sabían dónde ir. Era evidente que mis ganas superaban a mi experiencia, y Sebastián lo notó. Me tomó una mano y la llevó hasta su bulto creciente. Me ayudó a bajar el cierre de su jean para que por fin pudiera palpar su polla erecta. Mordiéndome los labios, lo toqué con una curiosidad inusitada, con una lentitud probablemente frustrante para él. Yo quería aprovechar cada tacto, cada segundo, quería grabar cada milímetro de aquello que me volvía loca.

Posando el dedo índice en la punta del glande, jugando un poquito con el líquido preseminal que se le escapaba y se pegaba en mi dedo, le miré con una leve sonrisa: —Siento que me muero, Sebastián, siento que me marchito porque la estoy jodiendo en grande. Pero a la vez me siento tan libre de carga. Vértigo… eso es lo que siento…

—Pues yo me siento de puta madre, chica –suspiró. ¿En serio este maldito muchacho era la cura para mi estigma? Si de algo puedo estar segura, es que allá afuera hay un ser superior que obra de manera misteriosa. Demasiado misteriosa para mi gusto.  

Blanqueando los ojos, lo empujé para que se acostara por completo en su cama. Repté por él, dejando su sexo a la altura de mi húmeda feminidad. Me tomó de la cintura con una mano para atraerme, mientras que con la otra apuntaló su miembro contra mi raja chorreante.

No había vuelta atrás. Rogué amabilidad y buen trato con mi mirada. Le hablé con los ojos, aunque dudo que me haya oído:

“Acompáñame a pecar, Sebastián. Cúrame, exorcízame. Si me voy al infierno te ruego que vengas conmigo. Porque arde, arde fuerte. Y tú, que hueles a herrumbre en tu cruz: Perdóname, porque estoy amando”.

Y dio la estocada final con la que destrozó cualquier atisbo de la maldición. Lancé un leve gemido al sentirlo entrando en mí, lentamente y abriéndose paso entre mis pliegues. Se sentía tan delicioso, lejos del placer que mis dos o tres dedos podrían proporcionar. Estuve a punto de chillar cuando dio un maldito empujón fuerte, pero lo acallé rápidamente mordiendo su cuello y arañando sus hombros.

Tal vez si no me viera embargada por la calentura, me hubiera preocupado sentir la cama elevándose en el aire. No sé si era algo bueno o malo, pero sinceramente no le presté demasiada atención puesto que Sebastián estaba follándome como un auténtico animal. Demasiado rápido, demasiado fuerte. Mis tetas se bamboleaban vulgarmente frente a su rostro, mi cara rojísima mezcla del morbo que representaba follarme al hijo de un hombre al que debía convertir en mormón, con placer y algo de dolor. Me mordía los labios para no gritar como una marrana pues me iba a correr en muy poco tiempo y sin haber hecho casi nada.

No me soltaba de la cintura, no me dejaba apartarme de aquella montada salvaje. Intenté protestar pero de mi boca solo salieron balbuceos inentendibles y algo de saliva, de manera tan vergonzosa. Por un momento creí que perdería el conocimiento, pues mi vista se nubló y perdí la sensibilidad de mis extremidades.

Antes de perder completamente la visión y la razón, vi en la pared de su habitación un nuevo símbolo, naciendo de la nada y quemándose en mi retina por varios segundos.  Fue el último de todos.

 Y algo ardía, todo ardía. Sus dedos, los míos, mi sexo contra el suyo, mi piel en su piel. La cama se había convertido en un infierno flotante, en un vaivén desenfrenado solo enmudecido por la canción que nos protegía. Afuera invierno, adentro verano.

Llegó el clímax. No pude evitarlo, lo solté todo, arrugué mi rostro de manera soez al tiempo en que chillaba como una maldita marrana. Caí rendida sobre su pecho, pidiendo clemencia en forma poco clara mientras él seguía embistiendo con todo y la cama volvía al suelo.

No tardó mucho en separarse, depositándome a su lado tal muñeca de trapo. Pensé que por fin podría descansar pero él se arrodilló allí mismo, en su cama, y vi que su miembro palpitante y venoso me apuntaba de manera amenazante. Lo tomé con ambas manos y lentamente empecé a cascársela.

Tras dos años de abstinencia tuve relaciones. Y fue terrible. Duró poco, sufrí algo, gocé brevemente… pero sentía que había valido la pena. Había suturado esas heridas que no se ven, había calmado ese fuego que no alumbra pero que sí destruye mi razón. Había logrado borrar la sangre negra repleta de secretos que quería tatuarse en mi piel.  

 “¿Pero es normal que ese pedazo de carne enhiesta me llame tanto? Dime que es normal que me esté acomodando para mamársela. Siento que la saliva y mi religión se desbordan de la comisura de mis labios”.

Iba a exprimir hasta la última gota. Mis manos se aferraban en su polla con mucha fuerza, apretando el largor, jugando con sus huevos, como queriendo que me bañara de semen hasta que él quedara vacío y mi boca repleta. Su sexo poco a poco palpitaba con mayor intensidad gracias a mi lengua jugando con su uretra, y no tardó él en empezar un vaivén lento, llegando incluso el glande a tocar mi garganta en un momento. Poco le importó mis sonidos de gárgaras e intentos de salirme, me sujetó fuerte y aumentó el ritmo.

Antes de que pudiera quejarme por la follada a la que era sometida mi boca, Sebastián retiró la tranca y me dejó respirar unos instantes. Me sujetó del mentón y colocó la punta de su miembro entre mis labios. Por las venas a punto de reventar, por su rostro, por el color rojo intenso de su piel, lo supe. Cerré los ojos, besé la puntita y con gusto dejé que se corriera dentro.

Tragué. Fue asqueroso e hice poco para disimular el mal momento. Pero estaba feliz porque la habitación ya no estaba enrojecida, ya no estaba bañada de letras. Desapareció, todo desapareció. En la ventana se contemplaba el cielo azul. Sentí un ligero cosquilleo en el estómago: fuera lo que fuera, por fin se marchó. Él me vio riendo como tonta y me besó la nariz. Y acariciándome luego la mejilla, susurró la pregunta menos apropiada:

—¿Dejarás la Iglesia?

—En serio no eres bueno eligiendo temas para charlar, chico.

—Acabas de romper el celibato, Andrea… ¿Y entonces? ¿La dejarás?

—Únete tú a los mormones y acompáñame –dije blandiendo su polla ya sin vigor.

—¿Yo, mormón? Pero por favor…

Me levanté para hacerme con mis ropas. No lo había pensado mucho, pues bien es cierto que el uso de la razón es dificultoso cuando las hormonas están a tope. Dada la situación, ni él ni yo podríamos estar juntos. Pero aún me quedaba un día más para visitar su casa, aún quedaba algo de tiempo para decidirme.

Esa noche, ya en la habitación de la Iglesia, no podía dejar de sonreír. Estaba curada y feliz. No obstante, a Laura se la veía ida, fuera de sí, recluida en su cama. Aún no sabía si decirle la verdad era lo apropiado, que destrocé dos años de castidad en pos de curar un estigma que nadie veía.

—¿No vas a acompañarme en mi cama, Laura?

—¿Te me estás poniendo bollera, Andy? Además, muy feliz te veo, no creo que me necesites más… Debo decirte que hoy tengo la cabeza muy ocupada, pero antes que me olvide, te contaré un par de cosas. La primera es la palabra “Ángel”.

—Dime la segunda rápido y luego vente aquí para darme arrumacos. 

—Presta atención. El símbolo que me dibujaste en un papel, el que supuestamente viste tatuado en tu brazo, significa “Ángel”. El que has visto posteriormente, significa “Corrupción”.

—¿Cómo… cómo lo sabes?

—¿Te acuerdas del libro que estuve leyendo ayer mientras tú charlabas con el muchacho? Pues es un diccionario, tiene símbolos del lenguaje hebreo y arameo. Te los he averiguado por ti. Debo decírtelo, al principio no te creía, pero cuando los he visto en el libro…

—Madre mía, Laura… no sé qué decirte.
 
—Simplemente trata de no exaltarte demasiado, que no quiero que termines vomitando algo verde. Ahora cuéntame, por curiosidad, ¿hoy has visto algo más?

Me entregó el libro mientras tímidamente le respondía que sí. Curioseé un poco entre el montón de símbolos, anotando, dibujando, borrando, buscando. Bajo su atenta mirada, logré unir los símbolos que había visto por última vez, al alcanzar el orgasmo en la habitación de Sebastián. Más confundida que nunca, susurré varias veces la palabra en arameo para posteriormente traducirlo, esperando disolver la maraña de pensamientos en la que me había metido:

—“Líder”.

—¿Líder? ¿Eso es todo?

—No tiene el más mínimo sentido.

Laura cogió mis apuntes y susurró una y otra vez las tres palabras. “Ángel, corrupción, líder. Ángel, corrupción, líder. Ángel, corrupción, líder”. Suspiró cansada al no encontrarle la vuelta, arrugó el papel y lo lanzó al basurero.

—Mira, Andy, tengo que irme. No me esperes despierta, ¿vale? Traje un vasito de agua bendita por si te ponías burraca pero veo que no será necesario…

Se levantó, dejándome sola y sumida en mis pensamientos. Todo lo que podría tener sentido para mí era la palabra “Corrupción”: probablemente en alusión a mis actos consumados. Con la culpa engulléndome, apenas concilié el sueño.

DÍA CINCO

Esa mañana hacía más frío de lo usual. Me encontraba esperando a Laura, sentada en un banquillo de la plaza Libertador, vacía a esas horas tan tempranas. No tardó mucho en aparecer con un rostro de perros. Con tono severo, habló:

—Recibí tu mensaje. ¿Y bien? ¿Por qué saliste tan temprano?

—Laura, quiero confesarte algo.

Se negó a sentarse. En cambio prefirió dar vueltas frente a mí con el rostro muy preocupado. 

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata ahora, Andrea? ¿Vas a levitar?

—No… Quiero contarte algo y necesito que me ayudes a aclararme.

—Pues suéltalo ya, ¿crees que tenemos todo el tiempo del mundo?

—Yo preferiría que estuvieras sentada, pero bueno… Pues joder, Laura, ayer he estado con el hijo del señor Gonzáles…

Cerré los ojos. Sentí que bastaba que saliera una simple sílaba de su boca para que yo rompiera en llanto. Reposé las manos en mi regazo, temblorosas. Sentía cómo mi vida, mis sentidos y mi propia religión se escurrían entre mis dedos. Era una maldita pecadora, y le estaba dando motivos a Laura para demostrarle que tenía poca fuerza de voluntad. 

—Mierda Andy, solo era eso…

—Pero qué dices… ¿“Solo era eso”? ¿Qué te pasa?

—¿Vas a abandonar la misión? ¿A dejar la Iglesia?

—Tal vez, esperaba que tú me ayudaras a decidir.
Y por fin se decidió a sentarse a mi lado. Llevó sus manos a su cara y pude oír su llanto. No supe muy bien qué le sucedía, pero instintivamente acaricié su hombro esperando reconfortarla de lo que fuera su tormento. ¿No era yo quien necesitaba esas caricias? Pasado un breve tiempo, retiró su móvil de su chaqueta y, sosteniéndola con la mano temblorosa, me lo confesó:

—¿Sabes que el señor Gonzáles nunca fue un hombre deprimido? ¿Que nunca ha tenido deseos suicidas? Yo me emperré en no verlo, en creer que él estaba en un pozo sin fin porque así me lo ha dicho el Sumo Sacerdote. Pero no soy tonta, lo he visto, ese hombre es feliz así como está…

Empezó a buscar entre los menús, y me acercó el móvil.

—El Sumo Sacerdote me encomendó esta misión especial. No le interesa el estado de salud del señor Gonzáles, sino más bien su estado de cuenta corriente. ¿Sabes lo bien que le vendría un hombre así de rico en la Iglesia de esta ciudad? Su madre simplemente le rogó al Sacerdote que convirtiera a su hijo porque, al verlo separado de su mujer, consideró que debía encauzar el rumbo de su vida. La pobre no sabía en lo que le había metido…

—¿Qué me estás mostrando?

—Se acercaba el quinto día y parecía que el señor Gonzáles no se decidía. El Sumo Sacerdote entonces me pidió anoche que lo… que lo extorsionara a cambio de silenciarlo. Me pidió que lo hiciera por el bien de la Iglesia, o al menos me pidió que pensara eso. Que hoy tuviera sexo con ese hombre y que lo grabara, para luego poder sacarle dinero a cambio de silencio. ¿Lo entiendes? Tal vez por eso decidió elegir a la “fanática” para esta misión tan especial.

«Ahora mismo tengo una sensación horrible en el cuerpo…  No iba a joder la vida de un hombre que está planeando volver a unirse con su mujer. Le íbamos a destruir, Andy. ¿Pero sabes qué? Anoche mismo he decidido otra cosa mientras leía tus apuntes. No podía ser demasiada la coincidencia, me armé de valor y fui a hablar con el Sumo Sacerdote de nuevo.
Todo es por dinero. Los hombres se convierten y se deshacen por dinero. Pero yo también sé otra debilidad de ellos. No soy tonta, no soy tan burra como él piensa… Volví y le pedí que me reconfirmara todo su plan, que yo no estaba segura… lo he grabado todo. Y más.»

Le dio al play. Era un vídeo filmado desde un ángulo forzado, mostraba al Sumo Sacerdote sentado en su sillón. Era cierto, reveló con lujos de detalles el plan de extorsionar al señor Gonzáles. Creí que todo terminaría allí, pero vi sorprendida que Laura entraba en escena, muy para mi sorpresa, desnuda y con las nalgas totalmente enrojecidas, al igual que la espalda repleta de rajas rojas que se entrecruzaban. Se sentó a horcajadas y apoyó su cabeza en el pecho del hombre mientras él le acariciaba la carne trémula. Boquiabierta, escuché apenas: “Ya no tengo dudas, Sumo Sacerdote, ya lo veo claro. Por favor, suelte la vara y fólleme, si es eso lo que quiere”.

—¿Por qué mierda crees, Andrea, que solo me llamaba a mí para charlar? Le voy a denunciar –dijo mientras el llanto se hacía más fuerte y el móvil caía al suelo.

Con mi teléfono llamé a Sebastián. Le dije sin muchos preámbulos que nos buscara, que estábamos en la Plaza Libertador. Tenía miedo de que lo del día anterior fuera una simple aventurilla para él, y que ya estaría en búsqueda de otra conquista. Muy para mi sorpresa, no dudó en venir.

“Guíame. Guíame hasta la comisaría, que siento fuego en mi cuerpo. Déjame mostrarte que yo también puedo abrir el suelo y revelarle el infierno a quien se lo merece. Obsérvame, porque moveré edificios y esparciré sangre y el olor a herrumbre de tu cruz. Verás cómo tatúo mi odio en su piel”. 

DÍA SEIS

No hemos logrado convertir al señor Facundo Gonzáles Saavedra. Aunque sí tengo la certeza de que pronto esta ciudad se convertirá en una auténtica tormenta mediática cuando la denuncia se cuele al público. Nunca tardan en aparecer los periódicos con interesantes fajos de dinero en la comisaría, a cambio de jugosas portadas y morbosas historias.

Tal vez los estigmas fueron solo una mala ilusión de mi mente, en un intento desesperado por calmar mi libido. Pero no puedo evitar pensar que era un mensaje, no para mí, sino para Laura, la persona que realmente estaba sufriendo. Es rara la sensación, la de sospechar que fui la cobaya de un plan superior para desenmascarar a un ángel corrompido.

Hoy levanto la mirada al cielo y sonrío al sentir al sol tibio en mi rostro. Me coge de la mano un chico muy especial, que ha decidido dejar a su familia y hacer otros “sacrificios” para estar conmigo, para acompañarme en una misión que no sé yo si debería continuar. Pero ya nada arde. Ya no hay secretos tatuándose en mi piel. Ya nada se escurre cuando rezo.
No sé si lo correcto sería continuar con la Iglesia tras todo lo vivido, pero cuando veo a Laura, tan sonriente y contenta pese a todo lo que ha ocurrido, pienso que tal vez esa fortaleza espiritual me venga bien.
Su familia y la Iglesia de nuestra ciudad se han prestado para ayudarnos y apoyarnos. Cuando pienso en ellos, pienso que una fruta podrida como nuestro Sumo Sacerdote no siempre tiene por qué joder al resto de la canasta. Ella me lo ha demostrado. Tal vez valga la pena darles una oportunidad más.
El bus está por llegar. Y subiremos en él, iremos a Santiago. No sé qué me deparará el futuro, y juraría que tampoco Laura lo sabe. Tal vez un descanso en el séptimo día de nuestra pequeña aventura nos venga bien. Para pensarlo detenidamente.

—Oye, Andy –dice Laura mientras me coge un brazo—. ¿Y ahora qué? No sé cómo se las apañan los católicos cuando sienten que no pertenecen a ningún lado.

Sebastián me da un ligero codazo porque le resulta divertido verla tan desconcertada. Mientras el bus se observa a lo lejos, acercándose, me inclino hacia ella para besarle la mejilla. Y golpeándole su lóbulo con mi nariz, le susurro:

—Mira y aprende, Laura.

1 comentario:

doctorbp dijo...

Como los propios estigmas de Andrea, la historia presenta claroscuros. Por cierto, no tendrá nada que ver, pero me ha venido a la mente el videojuego Silent Hill en el que hay dos realidades paralelas.

No está mal la excusa de la cura que Sebastián ofrece al dolor de Andrea para hacerla pecar. A pesar de eso, no me creo esa atracción que me parece algo forzada. Y, por último, tampoco acabo de entender la decisión de ser mormones para estar juntos. Si quieren estar juntos deberían dejar la religión y sus creencias, ¿no?

Dejando esos aspectos de lado, la historia y su narración me ha gustado. Aunque no he acabado de enganchar con los personajes. Pero supongo que por la forma de narrar los hechos a través de uno de ellos.

Hablo de memoria, pero diría que no se cumple el requisito del “fólleme, padre”. No obstante, un buen inicio de Ejercicio :)