Cuando
se poseen unas armas de seducción a cuyo influjo nadie se puede resistir, se
pueden producir consecuencias inesperadas, acabando por practicar sexo en los
lugares más peculiares.
La
pequeña embarcación se deslizaba perezosamente con un ahogado
ronroneo del motor. La prohibición de faenar seguía en vigor pese a
lo cual no eran pocas las barcas de pesca, que rayando el alba, se
habían adentrado en las plácidas aguas del Atlántico.
Aquella
enorme burbuja que emergía de la superficie del mar, junto a los
constantes movimientos sísmicos, había tenido en vilo a toda la
isla durante un mes. Fuese o no la erupción de un volcán submarino,
los pescadores habían decidido que sus familias estaban por encima
de los potenciales riesgos. Ninguna de las pequeñas embarcaciones
tenía pensado acercarse a la zona. Las patrulleras rondaban durante
todo el día impidiendo que algún curioso se acercase a la inmensa
zona convexa.
Ayoze
tenía muy claro que no podía esperar subsistir de la promesa de
ayudas públicas para los damnificados. Cuando la mancha sulfurosa se
desplazó hacia el norte, él y otros muchos pescadores se decidieron
a navegar las aguas del suroeste del mar de Las Calmas.
El
sol salía perezosamente sobre la línea del horizonte bañando el
mar con tonos pastel. La inmensidad infinita, hasta ahora plateada,
adquirió un tono azul suave. El pescador comenzó a preparar la
multitud de aparejos necesaria para poder regresar a la Restinga con
algunas decenas de kilos de viejas y cabrillas. Se había separado
varias millas de la costa, acción necesaria para pasar desapercibido
a los ojos de la guardia civil.
Pasó
la siguiente hora leyendo plácidamente un cómic, mientras la boya
de la red daba suaves tirones de tanto en tanto. Izó las capturas,
observando satisfecho que el mar había sido muy generoso con él.
Revisó la red para verificar que no había ningún desperfecto que
pudiera malograr la faena. Lanzó con energía los aparejos,
permitiendo que la boya se desplazase algo más que la vez anterior.
De
repente, el corcho amarillo comenzó a hundirse rápidamente. Ayoze
miró fijamente cómo la boya desaparecía a toda velocidad bajo las
cristalinas aguas. No tuvo tiempo de pensar la naturaleza del enorme
pez que habría caído en la red, cuando se encontró pataleando
sobre la superficie del agua. Su pequeño bote se encontraba girado
mostrando su quilla al sol. Toda la captura había regresado al mar y
el motor se encontraría inservible.
La
embarcación comenzó lentamente a hundirse. Lo que fuera que se
había enredado en su red tenía una fuerza descomunal. Tan solo los
atunes listados eran capaces de tirar de ese modo, pero no estaba lo
suficientemente mar adentro. Con enérgicas brazadas, llegó junto a
la cuerda que sostenía la red fija al bote. Intentó tirar de esta
comprobando la fuerza del pez. La maniobra fue completamente inútil.
La barca continuaba sumergiéndose en el agua. Con un rápido
movimiento del cuchillo que siempre llevaba al cinto, pudo cortar la
soga que instantáneamente se adentró bajo la calma superficie.
El
mar se encontraba en una serena quietud. La maniobra de girar el bote
sería lenta y costosa, pero Ayoze no tenía más remedio. Si
solicitaba ayuda por radio, de funcionar esta, la multa sería
exorbitante. Un fuerte tirón de su tobillo hizo que su cuerpo se
hundiera como una piedra.
Descendía
a gran velocidad, sin poder advertir qué se aferraba a su pierna,
arrastrándole a las profundidades abisales.
Cuando
el hombre se detuvo, la luz del día se había atenuado
considerablemente. Ignoraba cuántos metros habría llegado a bajar a
aquella velocidad. El aire retenido comenzaba a escasear
preocupantemente. Se proponía comenzar esforzadamente a ascender,
cuando la visión más irreal que se pudiera esperar apareció frente
a él como salida de la nada.
Un
ser de apariencia celestial flotaba graciosamente encima de él.
Cientos de diminutos pececillos jugueteaban sobre las desnudas carnes
de una hermosísima mujer. Como un áureo abanico, su melena rubia se
extendía absorbiendo los tenues rayos de sol que a tal profundidad
pareciera que hubieran incrementado su luz para homenajearla.
Ayoze,
absorto por el faérico espectáculo, no fue consciente de la
ausencia de aire en sus pulmones hasta que estos comenzaron a arder
de forma insoportable. La sorprendente visión había producido la
fuga de las últimas reservas de aire en una cascada ascendente de
pequeñas burbujas.
Aquel
ser sonrió abiertamente al hombre. Sus facciones eran delicadas,
casi adolescentes. Dos profundos hoyuelos se dibujaron junto a sus
labios. Era la viva estampa de la inocencia. Lentamente, se acercó
al pescador, posó cada una de sus delicadas manos sobre el rostro
del hombre y unió sus labios a los de él.
Ayoce
sintió cómo el aire fresco penetraba colmando todo su ser. Por
increíble que pareciera, aquel ángel le estaba devolviendo la vida.
La tranquilidad invadió su cuerpo. Sus extremidades laxas flotaban
de manera perezosa. Una cálida lengua penetró su boca. Ni podía ni
quería cortar aquella fuente de aire limpio, por lo que recibió al
intruso con la boca completamente abierta y sellada a los labios
femeninos.
Delicados
roces como aleteos de mariposa se sucedían por todo el cuerpo del
pescador. Ninguna zona escapó a los delgados y ágiles dedos de la
enigmática rubia. Las ropas masculinas fueron desapareciendo a
medida que las escrutadoras manos indagaban con mayor ahínco.
Ayoze
no pudo más que pensar que todo aquello era un sueño. No podía
estar besándose con la mujer más bella del mundo bajo el mar y
respirando como si tal cosa. La escasa lucidez para discurrir fue
paulatinamente abandonando al hombre. El ardor de los besos y la
humedad de la lengua femenina comenzaban a despertar sensaciones muy
placenteras en su cuerpo.
Las
largas y torneadas piernas se cerraron como los tentáculos de un
pulpo alrededor de las caderas del pescador. Ni siquiera había sido
consciente de la dureza de su miembro hasta que este comenzó a
penetrar lentamente la gruta más cálida y acogedora que pudiera
existir.
El
ritmo cadencioso que impuso la mujer, hacía perder la consciencia al
atónito hombre. Jamás su entrepierna le había dolido tanto de pura
excitación. En cada ocasión en que las caderas se besaban, creía
morir de placer. Nada en el mundo podía ser tan dulce como aquella
intimidad. Los cuerpos ingrávidos danzaban al son de las corrientes
marinas, arrastrándolos en espirales de lujuria.
Como
un volcán que entrara en erupción, así descargó su esencia
masculina en el interior de la mujer. Los escalofríos recorrían sus
extremidades llevándole a un orgasmo dolorosamente delicioso,
provocándole sensaciones que nunca hubiera pensado que se pudieran
llegar a vivir. Todo su ser se concentró en aquella parte de su
cuerpo que parecía ser absorbida por la cálida vaina femenina.
**—**—**
EL DÍA
El Hierro, 13 de
Diciembre de 2012
Ayer al atardecer, fueron
encontrados dos cuerpos cerca de la zona de exclusión por la
erupción subacuática del mar de Las Calmas.
Un vecino de la Restinga,
Ayoze Díaz Fernández, fue encontrado sin vida flotando en las
tranquilas aguas. Se desconoce aún la causa de su muerte, aunque
fuentes no oficiales aseguran que habían desaparecido todos los
fluidos del cuerpo del joven pescador, que deja viuda y dos hijos.
Junto al cuerpo sin vida
se encontró a una joven inconsciente de la cual aún no se tiene más
información.
**—**—**
—¿Li…
li…? –preguntó el internista de guardia.
—Es
lo único que ha dicho desde que abrió los ojos. –respondió la
enfermera jefe del pequeño hospital herreño de Valverde—. A lo
mejor quiere decirnos cómo se llama.
—¿Lidia
?—preguntó otra enfermera, pensando en el nombre de su propia
hija.
—Pues
vete tú a saber –la enfermera jefe entró tras el médico cerrando
la puerta tras de sí.
Sobre
el lecho hospitalario se encontraba una joven rubia de cándida
mirada celeste. El sol de la mañana despertaba iridiscencias en su
larga y rizada cabellera. “Parece un ángel”, pensó el doctor
Manrique perdido completamente en aquellos grandes ojos.
—¿Cómo
te llamas?, ¿te encuentras bien?
—Li…
li… —fue todo lo que respondió la sonriente muchacha.
—¿Te
llamas Lidia? –volvió a preguntar el doctor recordando lo dicho
por la otra enfermera.
—¿Lidia?
–respondió inocentemente la postrada joven.
La
lectura del informe previo, realizado la noche anterior, no dejaba
lugar a dudas. Aquella mujer tenía todos los niveles vitales de un
toro: exceso de hemoglobina, de leucocitos, de plaquetas, de
cualquier cosa que se pudiera medir. Desde luego no tenía el aspecto
de alguien enfermo. La mantendrían un par de días más en
observación. Debía haber sufrido algún tipo de proceso amnésico.
Sería mejor que la trasladasen al hospital de Santa Cruz. Un
psiquiatra le vendría de maravilla.
El
doctor Manrique reflexionaba sobre la paradoja de los dos cuerpos
hallados en el mar. Aquel desgraciado pescador sin el más mínimo
líquido en su cuerpo y aquella joven que parecía desbordar de vida
y energía.
—Pónganle
la tele y denle revistas como ha dicho el psiquiatra. No creo que se
pueda hacer mucho más por ella –concluyó el médico.
**—**—**
El
doctor Manrique había aguardado con inquietud a que llegase su
próxima guardia. No sabía qué le impelía a visitar aquella
habitación, pero lo cierto es que el influjo que ejercía sobre él
aquella joven desconocida lo había tenido excitadísimo desde hacía
tres días.
Con
creciente ansiedad, aguardó a que llegase la media noche. No deseaba
que cualquier compañero del hospital pudiera sacar conclusiones
erróneas. Abrió la puerta con sigilo, intentando no despertar a la
joven. Ella dormía placidamente, recostada sobre su espalda.
El
médico introdujo la mano bajo la sábana, posándola con delicadeza
sobre el firme muslo de la muchacha. Acarició con fruición toda la
pierna sin atreverse a ascender más. El tacto de aquella cálida
piel era embriagador. Su pene comenzó a palpitar lascivo dentro de
su holgado pijama blanco.
El
sexo femenino ejercía una atracción imposible de dominar. Descansó
su mano sobre el recortado pubis, buscando con dedos torpes y
nerviosos la humedad de la oquedad femenina. En cuanto el primer dedo
se halló cálidamente a cubierto, los grandes ojos azules se
abrieron de par en par. Manrique creyó que su corazón se acababa de
detener. Si aquella jovencita gritaba sería el fin de su carrera.
Lidia
tiró lentamente de la sábana que la cubría hasta dejar a la vista
la perfecta desnudez de su maravilloso cuerpo. Un suspiro, mitad de
alivio y mitad de lujuria, surgió de la garganta del doctor. Con
indolencia, las piernas de la rubia se fueron abriendo ofreciendo su
intimidad en toda su amplitud.
Los
dedos redoblaron la intensidad con que masturbaban la cálida vulva.
Lidia negó con la cabeza apuntando con su dedo índice a la
entrepierna del hombre. Él, manipulando el mando de la cama, logró
que esta ascendiera lo suficiente para que no fuera necesario
tumbarse sobre la rubia. Con un rápido gesto, se deshizo del
pantalón del pijama y del slip, permitiendo que su pétreo miembro
brincara alegremente.
El
médico se aferró de los tersos muslos buscando la gruta del placer
con su enhiesto falo. Ella rodeó las caderas masculinas cruzando sus
tobillos tras las nalgas masculinas.
La
calidez y humedad que encontró el médico al adentrarse en las
entrañas de Lidia, fue como si se hubiera sumergido en aguas
termales: Revigorizante y relajante al mismo tiempo. No podía cesar
de taladrar con desesperación aquella gruta que le atraía con la
fuerza de un faro a los navíos. En un arranque de osadía, se
atrevió a posar sus manos sobre los firmes y turgentes pechos. El
bailoteo de estos finalizó de inmediato, apresados como estaban por
las inquietas manos del doctor.
Lidia,
con los brazos abiertos, observaba los rasgos del hombre, que ahora
sabía, se dedicaba a la medicina. Debía controlar su sed si no
quería embriagarse completamente hasta caer inconsciente. Con
sutiles movimientos fue poniendo a trabajar sus músculos vaginales
para que aquel hombre pudiera tocar el cielo antes de descender a los
infiernos.
Con
gran dificultad logró incorporarse. Debía aguantar las náuseas y
los mareos si quería salir de allí sin llamar la atención.
Ignoraba cuánto tiempo tardaría todo el proceso hasta asimilar las
nuevas energías como propias. A sus pies, la carcasa que no hacía
mucho había sido el doctor Manrique, le observaba sin ver desde unas
profundas cuencas oculares.
Comenzó
con presteza a despojar el cuerpo de toda su ropa. El slip le quedaba
holgado, si bien el pijama se adecuaba bastante bien a su altura y
longitud de extremidades. Aún no había logrado poner en orden todas
sus ideas. Los recuerdos venían fugaces sin dejarse atrapar. Por lo
menos se había dado unos días de descanso, los cuales había
aprovechado muy bien para informarse sobre el terreno que pisaba.
**—**—**
Dos
días vigilando la terminal del aeropuerto de Santa Cruz de Tenerife
fueron suficientes para que Lidia pudiera elaborar un plan. Le
desconcertaba todo lo relativo a aquella sociedad y sus extrañas
normas y aparatos. Actuar con cierta discreción era fundamental para
no despertar demasiadas sospechas.
Salir
de la pequeña isla en la que había emergido a la superficie, había
sido relativamente sencillo. Un marinero del ferry, bastante pagado
de su virilidad, había sido cuanto necesitó para poderse embarcar
sin mayor problema. Cuatro horas de flirteo y una de sexo fueron los
últimos momentos de aquel estúpido contramaestre. Abandonar el
barco, mientras toda la tripulación maldecía la dejadez de aquel
marinero que no aparecía por ningún lado, fue tarea sencilla. Algo
más complejo fue imitar las conductas imperantes en aquella
sociedad. Había recurrido al saqueo para poder mimetizarse con
aquellas otras mujeres.
Se
introdujo en la terminal por la puerta de servicio. Tenía claro a
qué compañía dirigirse, si bien desconocía su ubicación entre el
sinfín de pequeños despachos que se alineaban a lo largo del amplio
corredor. Por fin, localizó la puerta que buscaba: Escandinavian Air
Lines. Se adentró en la pequeña sala con paso resuelto. Delante de
una pequeña mesa redonda había un rubio uniformado. Lidia sonrió
haciendo que afloraran sus graciosos hoyuelos. Saludó en un más que
correcto sueco y se dirigió con paso seguro hacia la puerta de los
vestuarios femeninos.
Una
hermosa rubia de largo pelo rizado y grandes ojos celestes terminaba
de abrocharse los botones de una chaqueta azul de uniforme. La
azafata saludó alegremente a la recién llegada. Había pensado que
a aquellas horas tan solo salía su avión, pero podría estar
equivocada. Era una isla con mucho tráfico y su aerolínea tenía
numeroso personal al que ella no conocía. Todas las largas horas de
observación le habían hecho a Lidia dar con la persona idónea. En
el preciso momento en que Ingrid atravesó la puerta de servicio, la
joven supo que debía actuar.
Lidia
comenzó a desvestirse lentamente. Primero fueron unas estilizadas
sandalias de alto tacón. Luego se desabrochó el pantalón tejano
haciendo que este se deslizara por sus largas piernas hasta dejar su
mitad inferior cubierta tan solo por un minúsculo tanga de encaje.
Una escueta camiseta de tirantes, bajo la que no había prenda
alguna, fue lo último de lo que se despojó. Ingrid, sentada como
estaba sobre un banco, no pudo dejar de mirar aquella perfección
hecha mujer. Se consideraba atractiva pero, comparativamente aquella
jovencita, jugaba en otra liga.
—Por
casualidad no tendrás algo de crema hidratante ¿no? –preguntó
Lidia esbozando aquella sonrisa cautivadora— Creo que se me han
resecado los muslos ¿no crees?
El
movimiento fue casual. Casi como con desgana, El pie de la extraña
joven se posó en el banco junto al muslo de la asistente de vuelo.
Ingrid jamás se había sentido atraída por ninguna mujer, pero si
dejaba escapar la oportunidad de palpar aquellos muslos no se lo
perdonaría nunca. Con mano trémula, acercó la yema de los dedos a
aquella cálida piel. Recorrió lentamente toda la cara anterior del
muslo hasta llegar a la cadera.
—Tienes
la piel perfecta –dijo la azafata tragando saliva sonoramente.
—¿Seguro?
¿No me lo dices por cumplir? –coqueteó Lidia llevando la mano de
Ingrid hasta su propio trasero— ¿El culito tampoco lo tengo
reseco?
La
rubia azafata, perdiendo todo atisbo de pudor, comenzó a amasar
voluptuosamente aquella firme nalga. La sedosidad de la piel le
atraía como un imán. No había deseado jamás a ningún hombre como
deseaba poseer a aquella jovencita. Se alzó del banco, acercando su
rostro a la hipnótica sonrisa de Lidia. Gracias a los zapatos de la
escandinava, ambas bocas quedaban al mismo nivel. Los labios se
unieron tímidos al principio. Leves roces de las sensibles pieles
fueron todo a cuanto se atrevieron. La azafata, con un deseo que la
consumía, abrió su boca para apresar el labio inferior de Lidia
entre los suyos. Succionó de aquel gajo de pasión como si no se
hubiera alimentado en días. La lengua, intrépida e inquieta, se
introdujo en la boca de la enigmática muchacha. Un suave mordisco y
una subsiguiente succión elevaron la libido de Ingrid, si aquello
era posible.
Todo
giraba a gran velocidad alrededor de la guapa escandinava. Se sintió
desfallecer cuando unos dedos largos y ágiles se introdujeron bajo
su falda acariciando sus muslos con manos incandescentes. La ropa de
la azafata fue desapareciendo con mayor celeridad de lo que lo había
hecho la de Lidia. Inquietas, las manos de Ingrid magreaban con
ansiedad creciente cuanta carne se ponía a su alcance. Lidia, más
sosegada, administraba certeras caricias que erizaban toda la piel de
la sueca.
La
muchacha desconocía cómo debía proceder con alguien de su mismo
sexo. Hizo que Ingrid se recostase sobre el banco de madera, abriendo
sus muslos y enterrando su propia cara entre ellos. “Será tan
sencillo como con el sexo masculino”, se dijo Lidia acercando su
boca a los palpitantes labios íntimos. La nórdica aferró con
energía la cabeza de la muchacha, impidiendo que esta comenzara a
degustar su sexo. Hizo que Lidia ascendiera hasta volver a tener los
rostros enfrentados. Con delicadeza, logró que los cuerpos rodaran
quedando la jovencita bajo su exuberante cuerpo.
La
necesidad que tenía de saborear aquel lozano cuerpo era muy superior
a las ansias de recibir. Lidia se dejó hacer con divertida
curiosidad. Deseaba ver dónde llegaban todas aquellas
manipulaciones.
Ingrid
se irguió sentada a horcajadas sobre los torneados muslos de su
amante. Con la yema del índice delineó los párpados y las doradas
pestañas de la muchacha. Rozó la respingona nariz descendiendo
hacia los labios los cuales acarició como si fueran de extrema
fragilidad. La pasividad de Lidia concluyó cuando abrió su boca
para apresar el dedo. Succionó el apéndice enardeciendo aún más a
la apasionada sueca.
La
humedad de los labios de la escandinava recorrió todo el torso de la
muchacha. Lamió con fruición aquellas rocosas tetas. Mordisqueó
dulcemente aquellos pezones que coronaban la obra más perfecta de la
naturaleza. Continuó más al sur, dejando un cálido rastro tras su
lengua. Alcanzó el sedoso vello íntimo. Posando sus fruncidos
labios sobre los rizos, recorrió los escasos centímetros hasta
llegar a la oculta flor que abría receptiva sus pétalos.
Un
latigazo recorrió la espalda de Lidia cuando sintió la inquieta
lengua sobre su perlita. Era la primera vez que sentía algo similar
y le gustó la reacción de su cuerpo. Ingrid, glotona, lamió y
sorbió el clítoris mientras penetraba la cálida intimidad de Lidia
con dos intrépidos dedos.
La
joven percibió cómo sus muslos y su vientre se tensaban, cómo su
respiración se hacía jadeante. Lo que no pudo adivinar es la
explosión de sensaciones que anunciaban aquellas reacciones. Llegó
como un violento espasmo que contrajera todo su cuerpo. Una energía
elemental que nació en sus entrañas y que se expandió por todo su
ser. Durante lo que le parecieron horas, perdió cualquier control
sobre sus reacciones musculares. Las manos y los pies se engarfiaron
tensos como cuerdas de violín. Su espalda se arqueó y su cabeza
golpeó varias veces contra la dura madera del banco.
Ingrid,
con ojos vidriosos, admiraba el espectáculo. Nunca había pensado
que dar placer podía ser algo tan sensacional. Siempre se había
sentido orgullosa de excitar a sus amantes, pero aquella vez había
sido especial. Desconocía si era igual con todas las mujeres o solo
con aquella jovencita tan particular. Cuando el cuerpo de Lidia dejó
de convulsionar, la escandinava se recostó a su lado cubriendo su
rostro de rápidos y amorosos besos. Ella se dejaba mimar ronroneando
cual gatita satisfecha. Unos largos dedos se cernieron sobre el
cuello de Ingrid. Un chasquido seco y la rubia cabeza descansó
inerte sobre el hombro de la joven.
**—**—**
El
guardia de aduanas observó la alta mujer que se acercaba por el
pasillo de servicio con andares resueltos. No pudo evitar hacer un
gesto con la cabeza a su compañero de vigilancia Joaquín, apuntando
con el mentón a la guapa rubia que se acercaba. Estaban
acostumbrados a ver mujeres de bandera. Muchas de las asistentes de
vuelo eran verdaderas preciosidades, aunque ninguna serviría ni
siquiera para besar los pies de aquella hembra.
—Documentación
–solicitó Joaquín con tono adusto. Para nada se dejaba
impresionar por aquellas espectaculares señoritas. En el aeropuerto
de Barajas no eran pocas las bellas auxiliares que deambulaban por
aquí y por allá.
Lidia
puso su mejor cara de inocencia y extrajo el pasaporte de la rubia
Ingrid. Manolo, con mirada depredadora, pegó un somero vistazo al
documento dedicando más tiempo a admirar las largas piernas de la
joven azafata. Joaquín, con cierta desconfianza, movió el detector
alrededor del esbelto cuerpo. Algo no le gustaba en aquella
jovencita. Parecía buscar guerra y no tendría más edad que su hija
mayor. Antes de que se plantease el porqué, había aferrado de las
manos de su compañero el pasaporte de la rubia.
—Esta
no eres tú –afirmó contundente el guardia—. Deberás
acompañarnos un momento.
—¡Hostias!
Pues es cierto. No me había fijado. Hay que ver cómo se parecen. Si
quieres ya le tomo los datos yo.
—Será
mejor que tú te quedes en el control. Enseguida termino con ella.
Debe haber confundido la documentación con alguna compañera. Estas
nórdicas…
Joaquín
indicó a la muchacha que le siguiera a un despacho adjunto al
control de pasaportes. Ella, sumisa, hizo cuanto le indicó el
hombre. La estancia era pequeña. Una amplia mesa de oficina la
ocupaba casi por completo. Joaquín intentó preguntar a la joven
rubia de mil maneras diferentes, utilizando su macarrónico inglés,
pero no obtuvo ninguna respuesta comprensible. Lidia se limitaba a
repetir diferentes fórmulas del “no comprendo”, todas ellas en
sueco.
El
guardia pidió permiso para tomar la mano de la azafata, con el fin
de poder digitalizar sus huellas. Un cosquilleo le recorrió todo el
cuerpo. Intentó luchar contra las ganas de poseer aquel monumento
hecho mujer. Treinta años en el cuerpo no se merecían concluir
expedientado por pillarle con los pantalones bajados. Soltó
bruscamente la mano cuyo tacto le había perturbado tanto. Su querida
Esperanza y sus dos hijas abominarían de un padre tan crápula.
Debía ser firme como exigía el vestir el uniforme del cuerpo.
Un
movimiento rápido y los dedos de Lidia se entrelazaron con los del
guardia. Él intentó desasir la mano del dulce abrazo de los
tentáculos femeninos. Cuando Joaquín alzó la vista para mirar a
aquella jovencita, toda su fuerza de voluntad se desvaneció.
—Tómame
–dijo Lidia en un perfecto castellano.
El
hombre luchaba en vano con sus deseos más primitivos. Nunca le había
sido infiel a su querida esposa, pero aquella orden parecía haber
atravesado todas las barreras de autocontrol. Sin perder el contacto
visual, Lidia fue rodeando la mesa hasta situarse junto al guardia.
Con movimientos felinos fue arrodillándose entre las temblorosas
piernas del maduro hombre. Comenzó a manipular la bragueta de los
pantalones al mismo tiempo que intensificaba la mirada de dominio. La
voluntad de Joaquín se había quebrado por completo. Podría pedirle
lo que fuera, que estaría dispuesto a hacerlo en tal de que ella no
parase en aquel instante.
Cuando
las yemas de los delicados dedos acariciaron el prepucio, el pene de
Joaquín se puso tan duro y largo como una estaca. Parecía haber
recuperado el vigor de hacía años. Su violáceo glande asomaba
orgulloso, sobre el cual, se posaron los labios con delicadeza,
saboreando golosamente toda la cabeza. La dulzura de aquella boca no
era normal. Joaquín no había estado jamás con ninguna mujer que no
fuera su Esperanza, pero no creía que una simple lengua pudiera
despertar aquel millar de sensaciones.
Lidia,
hambrienta, degustó todo el tallo con lentas lamidas de su húmeda
lengua. Succionó el glande con aquellos jugosos labios que volvían
loco a Joaquín. Se introdujo toda la longitud de la dura virilidad
en su boca. Pudo sentir en su paladar la vida que fluía por el
cuerpo del hombre. Cómo su corazón se esforzaba por bombear sangre
a su enhiesta herramienta y cómo la lujuria recorría cada célula
de su ser. Aquella febril carne comenzó a convulsionar en el
interior de la boca de lidia. No tardó en comenzar a fluir la vida
de aquel hombre a grandes chorros. La garganta, ávida, deglutía
cuanta cremosa sustancia llenaba la delicada boca. Joaquín pensaba
que no se podía ser más feliz. En aquel instante se alegraba de no
haberse podido reprimir. Perderse aquello habría sido un pecado.
Manolo
escuchó un tenue gemido procedente del interior del despacho. Se
acercó, abriendo cuidadosamente la puerta. Ignoraba qué se iba a
encontrar pero aquella manifestación de placer era inequívoca.
Cuando entró en la habitación, un terror gélido atenazó su
corazón. Sentado sobre la butaca principal se encontraba lo que
parecía ser Joaquín. Arrodillada a sus pies, la felona muchacha
trabajaba incansable.
A
través de la piel del rostro de su compañero se podía adivinar la
forma de la calavera, los ojos hundidos en sus órbitas, los labios
pálidos y retraídos luciendo una sonrisa mortal. El canoso cabello
de Joaquín se había desprendido del cráneo cayendo a grandes
mechones sobre sus hombros. “Qué mierda de pesadilla es esto”,
se dijo Manolo extrayendo con mano temblorosa la nueve milímetros.
No
se podía decir que la esencia de aquel hombre fuera la más vigorosa
que Lidia hubiera exprimido, pero ayudaba a incrementar su energía.
Cuando sintió que las últimas briznas de vida henchían su boca, se
separó lentamente del reseco falo. Con gesto aprendido en sus
múltiples horas de televisión, se secó los labios con el dorso de
la mano.
Con
mirada pícara y divertida, observó las temblorosas manos del otro
guardia que empuñaba lo que ahora sabía era un arma de fuego.
—De…
detente… —ordenó Manolo con voz insegura.
—¿Vas
a disparar? –preguntó Lidia acercándose con paso tranquilo.
—Si
das un paso más dispararé. ¿Qué carajo le has hecho? –preguntó
el guardia dirigiendo la mirada al montón de huesos y piel que era
Joaquín.
Aquella
mirada fugaz a su compañero fue la perdición de Manolo. Cuando
sintió el brutal golpe en la boca del estómago, ya era demasiado
tarde para presionar el gatillo. Con absoluta indiferencia, la joven
tomó el arma de las débiles manos. El hombre, arrodillado, jadeaba
buscando aire desesperadamente. Con calma, Lidia guardó la
automática en su bolso. No sabía muy bien para qué le podía
servir aquello, pero le había llamado la atención. Con un gracioso
movimiento, casi delicado, tomó la cabeza del guardia entre sus
manos y puso fin con un enérgico giro a la vida de aquel
entrometido.
**—**—**
EL PAÍS
Madrid 22 DE Diciembre de
2012
Siguen sucediéndose las
extrañas muertes. Un taxista fue encontrado sin vida, completamente
desecado, en el interior de su vehículo. Ya son nueve las víctimas
que se atribuyen a la extraña joven encontrada en las costas de la
isla del Hierro. De momento tres de ellas en Madrid.
Ayoce Díaz (pescador de
la Restinga), Ancor Manrique (médico internista del hospital de
Valverde), Enrique Padrón (contramaestre del Ferry Nuestra Señora
de los Mares), Carlos Pérez (dependiente de una boutique), Tomas
Larson (turista sueco), Ingrid Palme (asistente de vuelo de
Scandinavian Airlines), Manuel Expósito (Guardia Civil de Aduanas),
Joaquín Reinosa (guardia civil de aduanas) y la pasada madrugada,
Eustaquio Rodríguez (taxista del barrio de Vallecas).
Se ha decretado una orden
de búsqueda y captura para la joven de la fotografía. Las
Autoridades solicitan la colaboración ciudadana para dar con el
paradero de la presunta asesina.
**—**—**
Lidia
se miraba fijamente en el espejo del lavabo de la habitación de
aquel cochambroso hostal. Llevaba dos días escondida por culpa de la
televisión. Su fotografía, en camisón hospitalario, aparecía
constantemente en todos los canales nacionales. Por lo menos aquel
taxista había hecho bien su trabajo. Le había llevado al hotel que
menos preguntas hacía en toda la ciudad.
Durante
los dos últimos días, había permanecido en vela analizando todos
los deshilachados recuerdos de su mente. Un extenso conocimiento del
cuerpo humano había germinado haciendo que supiera tanto del tema
como un médico experimentado. El sinfín de calles y avenidas de
Madrid se representaban en su cabeza con toda nitidez. Conocía la
ciudad a la perfección. En un instante de aburrimiento volvió a
entretenerse desmontando y montando la nueve milímetros Parabellum.
Esa acción siempre le traía a la memoria la imagen de una triste
mujer de mediana edad junto a dos bonitas muchachas adolescentes.
Su
cuerpo y su mente evolucionaban a gran velocidad. Se sentía más
poderosa cada día que transcurría. Tan solo debía despejar la
multitud de preguntas que rondaban en su cabeza. Los retazos
inconexos de recuerdos estaban ahí. Únicamente debía encadenarlos
dotándolos de sentido.
Se
recostó sobre el desvencijado camastro. El amarillo enfermizo de las
paredes, junto a las manchas de humedad aquí y allá, daban un
aspecto deplorable a la estancia. A pesar de no sentir frío, la
apertura de la pequeña ventana tampoco le alegraría la vista. Un
oscuro patio interior atestado de olores malsanos era todo el
espectáculo que se le ofrecía.
Encendió
la televisión a la búsqueda de alguna diversión. Hacía unas horas
la visión de quien se decía ser el monarca le había revuelto las
tripas. Cómo podían permitir aquellas personas que les reinaran
individuos tan débiles. Los cánticos y las danzas le habían
entretenido durante buena parte de la tarde y el principio de la
noche. Ahora le resultaban monótonos y repetitivos.
Un
extraño ritual apareció en pantalla. La curiosidad de Lidia se
despertó y atendió con interés a las palabras que un anciano
narraba a la concurrencia. Hablaba de la natalidad de un Mesías. Con
absoluta dedicación escuchó la joven aquellas lecturas evangélicas.
Los
pensamientos se agolpaban en el subconsciente de la joven como si de
un momento a otro fueran a emerger concretándose en ideas sólidas.
Se esforzó al máximo captando cuanta información transmitía la
pantalla.
—Génesis
2.18 Dijo
Yahvé Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una
auxiliar a su semejanza —recitó el anciano orador frente a la
multitud y a las cámaras tiempo después de haber hablado del
nacimiento de Jesucristo.
Una
luz se abrió paso con celeridad en la abotargada mente de Lidia. Una
idea fue tomando forma haciendo que todas las piezas, dispersas hasta
aquel momento, encajaran perfectamente.
—No,
apestosos manipuladores. Antes que Eva, antes de que el hombre
sometiera a su voluntad a la mujer, antes del bien y del mal nació
Lilith para enseñorearse de las bestias del mar, del aire y de la
tierra. No para doblegarse, no para someterse a los designios de
quien no es superior a ella, no. Para reinar en igualdad sin volver a
ser súcubo de nadie.
«Lilith
ha emergido de las más lúgubres profundidades. Lilith la
irreductible, Lilith que desafió al propio Creador pronunciando su
nombre en voz alta. La expulsada del Edén ha vuelto para cobrar
merecida venganza en el nombre de todas las ultrajadas, de las que
fueron siervas, quebradas, doblegadas. Ha retornado para hacer
justicia por la matanza de sus hijos.
Gruesas
y cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas. Había sufrido una
eternidad por defender lo que era suyo, por reclamar sus derechos de
igualdad, de insumisión. A su mente regresó la imagen de la azafata
Ingrid. Le dolió a la joven en lo más profundo de su ser aquella
muerte. No cabían reproches. Tenía una misión y debía asumir
ciertos daños colaterales.
**—**—**
Los
últimos parroquianos abandonaban perezosamente el templo. Una
amalgama de edades, nacionalidades y tonalidades, habían adornado
los bancos de la iglesia no hacía mucho. El padre Varela tenía
sentimientos enfrentados. Le henchía de felicidad ver todos los
bancos repletos. Aquel humilde barrio necesitaba de toda la fe que la
palabra de Dios pudiera transmitir. La amargura venía dada porque
era en la misa del Gayo, la única vez en que las tres naves y el
crucero se encontraban repletas de fieles. Una o dos filas de
asientos eran más que suficientes para albergar a los pocos devotos
que asistían con regularidad a las eucaristías diarias.
El
padre apuntó con el mentón a José el diácono. Tras ello, fijó la
mirada en las grandes puertas del fondo. El seglar no necesitó de
más indicaciones para encaminarse a ordenar la iglesia y cerrar los
grandes batientes de doble hoja. Eran pocas las ocasiones en que el
templo se vestía de gala, pero por eso mismo a José no le importaba
que el trabajo se multiplicase.
A
sus cincuenta años, el padre Varela había tenido varios diáconos y
algún coadjutor. De todos ellos, sin duda alguna, José era el que
mejor había servido a la iglesia y al que más había estimado.
Comenzó lentamente a recoger sus útiles de faena. Cerró el gran
Misal. Colocando con cuidado la cinta marcador, se acercó al ambón
y tomó el Leccionario llevando ambos libros a la sacristía. Una vez
allí, él mismo, sin esperar a José, comenzó a desvestirse. Retiró
la casulla doblándola amorosamente. Se quitó la estola y
seguidamente el alba. Vistiendo su sencilla sotana se sentía mucho
más cómodo.
Hacía
más de diez minutos que el café había burbujeado indicando que
estaba listo. El diácono debería haber regresado hacía mucho. El
padre Varela, paciente como era, no se inquietó y aderezando su café
con unas gotas de brandy decidió no esperar a José para tomar su
reconstituyente.
Cuando
terminó su carajillo, anduvo hasta la iglesia con el fin de poder
averiguar la causa del retraso de su ayudante. Había cumplido
diligentemente con la misión de apagar todas las luces. Tan solo los
dos cirios que adornaban el altar continuaban dando algo de luz a la
amplia nave. Tomó el pasillo principal dirigiéndose hacia las altas
puertas. Llevaba veinte años en aquella iglesia y no consideraba que
necesitase más luz que aquellos grandes velones y las pequeñas
bujías eléctricas que los fieles encendían por cincuenta céntimos.
Conocía la estructura palmo a palmo; no obstante, era la casa del
Señor pero también la suya.
Las
pisadas producían ecos en el abovedado techo. El padre Varela,
tranquilo como era, no temía nada procedente de la morada de Dios,
pero una extraña sensación se apoderó de él. Un sudor gélido
comenzó a discurrir por su columna vertebral. Giró la vista hacia
la capilla de nuestra Señora del Olvido y creyó percibir luz en su
interior. Algo tiraba de él hacia el pequeño altar que mostraba la
imagen de la Virgen.
A
medida que se acercaba a la nave lateral, no le cupo la menor duda:
habían encendido velas en el pequeño recinto. Una alta y delgada
joven miraba fijamente los frescos de la bóveda. El techo se
encontraba a menor altura que el de la nave central, pero aún así
resultaba imposible percibir algo con tan poca luz. El padre Varela
se quedó petrificado al comprender que aquella joven estaba
completamente desnuda. A sus pies aparecía el bulto informe de un
hombre tumbado.
—Es
mejor marcharte por tu propio pie que esperar a que te echen, ¿no
crees Jacinto? –preguntó Lilith con voz meliflua.
—Co…
co… cómo… —pudo responder a duras penas el religioso.
La
joven debía estar mirando el fresco que representaba la expulsión
del paraíso pero era imposible que lo pudiera apreciar. El sacerdote
miró el cuerpo de quien debía ser José, su diácono.
Repentinamente, la cabeza comenzó a darle vueltas.
—No
sabes quién soy, ¿verdad?, por lo que veo solo te interesan mis
pechos al igual que los de doña Mercedes ¿no? –la joven se
acercaba con paso felino hacia el inmóvil padre—. ¿Ella tiene las
tetas tan bonitas como las mías?
El
religioso dejó caer laxamente su mandíbula, observando atónito
cómo aquella muchacha sostenía entre las manos sus propios senos.
¿Cómo podía saber que él había desviado alguna vez la mirada
hacia el voluptuoso busto de doña Mercedes? Con la ligereza de una
gacela, aquella muchacha comenzó a girar alrededor del atónito
hombre sin que este pudiera dar respuesta a los interrogantes que se
agolpaban en su cabeza.
—Me
habéis olvidado. Qué decepción –susurró al oído del fornido
religioso.
—¿Qui…
quién… eres?
—Soy
tu madre Jacinto, la madre primigenia, aquella que marchó por propia
voluntad del Edén. Soy Lilith –La rubia muchacha posó una mano
protectora sobre la cabeza del párroco. Ante su mirada de
incomprensión, aferró con fuerza los densos rizos del hombre y tiró
de él arrastrándolo por toda la nave central.
Cuando
se encontró frente al altar, se ayudó de la mano libre para alzarlo
como si de un muñeco se tratase, depositándolo sobre la amplia mesa
de mármol a la que ella se subió de un gran salto colocando una
pierna a cada lado del desvencijado cuerpo.
—Un
hombre. Os envió un hombre para redimiros, para salvaros del pecado
original y seguís siendo tan necios como siempre –dijo Lilith
mirando el gran Cristo que había sobre el elaborado retablo.
De
un brusco tirón desgarró la sotana del párroco. No tardó en
lograr que los genitales asomasen entre sus destrozados pantalones.
La joven arrugó la nariz ante el olor a orines.
—¿Tanto
miedo te doy? –preguntó la rubia observando los empapados calzones
del robusto hombre.
Con
un delicado pie masajeó la entrepierna masculina. Los dedos
jugueteaban con los gordos testículos. Al poco tiempo la planta
ascendía para rozar sutilmente el tallo de la fláccida verga.
Lentamente, fue adquiriendo la consistencia que perseguía la joven.
Su grosor fue incrementándose así como su longitud y su rigidez.
Lilith
rio alborozada al ver la cara del sacerdote. Lujuria y pánico se
fusionaban en los oscuros ojos del hombre que no desviaban la mirada
de la entreabierta vulva. La joven dobló las rodillas haciendo que
sus caderas descendieran amenazadoramente.
—No
llores, Jacinto. Va a ser muy placentero, te lo aseguro –tiernamente,
como una madre a su hijo, Lilith secaba las abundantes lágrimas que
brotaban descontroladas.
La
cálida entrepierna contactó con el febril glande. Un
estremecimiento recorrió el cuerpo tendido del religioso.
Súbitamente, las manos se proyectaron hacia las caderas femeninas
empujando estas hasta que la muchacha quedó empalada por completo.
Una sonrisilla de satisfacción hizo aparecer los sensuales hoyuelos
en el rostro de Lilith.
Poseído
por la lascivia, el párroco gemía y resoplaba como un buey. La
mujer hacía rotar sus caderas elevando la libido del descontrolado
hombre. Con suma destreza, unos dedos fueron profundizando en un
intersticio costal. La piel fue cediendo y los dedos penetraron en la
laxa carne.
Las
caderas, casi perezosamente, ascendían y descendían empapando todo
el falo de espesa melaza. Completamente fuera de sí, el presbítero
ni siquiera percibió el momento en que una delicada mano se cernió
sobre su palpitante corazón. El orgasmo llegó como una tromba de
agua que arrasara con todo a su paso. Una explosión de vida y
energía abandonaba su cuerpo haciendo que espasmos le recorrieran.
La
joven podía sentir cómo su vagina recibía gustosa aquella nueva
existencia. Su mano percibía, cada vez más tenue, la vida que aún
permanecía en aquel corazón.
Cuando
tan solo quedó una vacía carcasa sobre el altar, Lilith se alzó
tirando del vital órgano. Como un azucarillo, el músculo se deshizo
entre los largos dedos de la chica. La reseca sustancia cubrió el
rostro del sacerdote como un polvo oscuro.
Con
un ágil salto, descendió Lilith de la marmórea superficie. Se
acercó lentamente hacia la alta cruz en la que crucificado
Jesucristo miraba con infinita indulgencia. Con delicadeza posó una
mano sobre los clavados pies.
—Cuanto
has hecho olvidar, yo lo recordaré. Yo soy tan hija de Él como tú,
pero yo no me dejaré crucificar. Yo reinaré, dominaré y me
enseñorearé de tus hijos y de los hijos de tus hijos y traeré de
regreso a aquellos que me arrebataron, a los que sacrificaron y
díselo a tu padre: nunca jamás conseguirá que agachemos la
cabeza.
**—**—**
Los
tacones de las altas botas resonaron en las pulidas baldosas. En
aquellas últimas horas vespertinas, el templo se encontraba en
penumbras, Levemente iluminado por la llama del ner tamid que pendía
delante del tabernáculo. Sobre un altar ardían humeantes inciensos
envolviendo con su pesado aroma todo el santuario.
La
joven no percibió ningún ser vivo en la amplia sala. Con paso calmo
se dirigió hacia las estancias anexas dedicadas al estudio. En la
segunda de estas, localizó dos personas con sus cabezas inclinadas
sobre una pulida mesa en actitud de concentración. Ambos alzaron sus
testas, adornadas por el kipá, al escuchar el chirriar de la puerta.
—Disculpe,
joven, pero no puede estar aquí. Debe abandonar el recinto –dijo
un alto y apuesto joven de cabellos rizados.
—¿Seguro?
–preguntó inocentemente la muchacha inclinando ligeramente la
cabeza a un lado.
—¡Márchese!
—El mayor de los dos hombres miró con irritación desde unos
pequeños ojos separados por una ganchuda nariz.
—¿Vosotros
también habéis olvidado? Pensé que al no haber recibido vuestro
mesías, tendríais los albores más presentes Pero como animales de
tiro continuáis con el yugo que se os puso sin osar desafiar a
vuestro carcelero. Solo yo quebranté su voluntad, solo yo salí del
paraíso por mi propia decisión. Solo mis hijos serán libres de las
sogas que os amordazan.
—¡Senoy,
sansenoy y Semangelof! ¡Reclamo vuestra protección! –el anciano
maestro no había tardado en relacionar las perturbadoras noticias de
la prensa con las palabras de aquella desconcertante muchacha. El más
joven miraba a uno y a otra sin comprender el intercambio dialéctico.
—Vaya,
vaya. Veo que algunos estudiosos aún me recordáis. ¿Crees que tres
ángeles verdugos de inocentes niños van a hacer algo?
Con
una agilidad y fuerza impropia de su estilizado cuerpo, la joven asió
al anciano por la mandíbula alzándolo en vilo. El rabino de menor
edad corrió a intentar salvar a su compañero tironeando inútilmente
del brazo de la muchacha.
—Lilith,
perra entre las perras, serás castigada y esta vez sin remisión
–logró balbucear el anciano con la cara tensa por el esfuerzo.
—No
comprendéis nada. Esta vez reinaré yo. Una nueva historia se
escribirá y los rabinos la narrarán a las nuevas generaciones.
Con
pasos enérgicos la joven salió de la estancia precedida del cuerpo
alzado del maestro. Fútilmente, el otro rabino continuaba tironeando
del cuerpo de Lilith sin conseguir que esta soltase su presa.
De
regreso al santuario la muchacha se dirigió al tabernáculo. Con la
mano libre corrió las cortinas que cubrían el armario que cumplía
la función de Arca de la Alianza.
—Torá
Bereshit 1, 27 –dijo con voz autoritaria la joven dirigiéndose al
hombre que insistentemente tiraba de su cuello.
Ante
la negativa del rabino por cumplir sus órdenes, Lilith apretó con
fuerza la mandíbula del anciano hasta que un seco chasquido resonó
en la gran sala.
—Lee
si no quieres que le mate ahora mismo.
Con
dedos temblorosos el maestro más joven rebuscó entre los rollos
hasta dar con el que había solicitado aquella demonio.
—1,
27: «Creó,
pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó.»
—la voz del hombre apenas era un susurro tembloroso.
—¿y
quiénes sois vosotros para separar a las mujeres en el culto?, ¿para
someterlas?, ¿para relegarlas?
Lilith
no obtuvo respuesta de ninguno de los dos hombres. El anciano, con la
mandíbula quebrada, se esforzaba por respirar atenazado por los
fuertes dedos de la mujer. El más joven, con el rollo de la Torá en
la mano, miraba con ojos desorbitados cómo ella buscaba algo en el
interior de su anciano maestro.
Los
largos y delicados dedos femeninos extrajeron una estrella de David
colgada de una fina cadenita del interior de las ropas del anciano.
Sosteniendo la alhaja en la mano miró fijamente los ojillos del
rabino. Sin mediar palabra, colocó el objeto sobre la amplia frente
surcada de profundas arrugas. La piel siseó como si el metal del
símbolo estuviera al rojo vivo. La carne humeó mientras la estrella
de David se incrustaba profundamente en el cráneo. Un alarido brotó
de lo más profundo de la garganta del anciano. Sus piernas
patalearon en el aire mientras su cerebro hervía burbujeante. Un
líquido oscuro brotó de los oídos y de la nariz del hombre dando
por concluido el esperpéntico baile de sus extremidades.
Con
la mano manchada de la sangre del viejo rabino, la muchacha anduvo
hasta situarse delante del tebá. Con sus largos dedos dibujó unas
letras sobre la pulida superficie del altar:
“Laila”
—La
noche será mi morada. En ella encontraré vuestra simiente de la
cual me apoderaré hinchiéndome de vital energía.
El
rabino que quedaba vivo, con la cara desencajada por el terror, dejó
caer el pergamino de entre sus dedos. Con una lucidez momentánea
giró sobre sus talones iniciando una alocada carrera hacia la salida
del templo. Con un gesto de indiferencia, Lilith lanzó el cuerpo
inerme del viejo maestro a un lado. De dos zancadas se acercó al
gran candelabro de siete brazos que representaba la menorá. Con un
certero movimiento de muñeca hizo girar la pesada lámpara de plata,
lanzándola en dirección a la salida. El candelabro rotó sobre sí
mismo describiendo una amplia parábola que finalizó cuando golpeó
estrepitosamente contra la espalda del rabino.
Con
calma, Lilith recorrió los diez metros hasta el yaciente cuerpo del
hombre. Tendido de bruces sobre el suelo intentaba normalizar su
respiración y no traslucir el pánico que le embargaba. Cada seco
golpe de las botas de la mujer contra el enlosado pavimento hacía
que su alterado corazón se estremeciera de pavor.
—Nadie
me quiere. Todos huyen de mí –reflexionó la joven mientras giraba
el cuerpo ayudándose de la punta de sus botas. Con estas palpó la
entrepierna del rabino lamentándose—. tampoco logro despertar
vuestro libido.
Con
una sonrisilla malévola en los labios la bonita rubia se agachó
posando delicadamente una de sus manos de largos dedos sobre la
entrepierna masculina. El miembro que allí dentro reposaba no tardó
en mostrar todo su vigor con un alarde de rigidez.
—Vas
a pasar el momento más feliz de tu desdichada vida. Saboréalo con
intensidad porque no tendrás ningún otro –dijo Lilith mientras
parsimoniosamente se despojaba de sus ajustadas ropas.
**—**—**
LE
MOND
Madrid
6 de Junio de 2013
Altercados
en el centro de la capital. Un grupo de jóvenes autodenominados
“Hijos de Laila” fueron detenidos la pasada noche cuando
realizaban pintadas en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús del
barrio madrileño de Vallecas.
Esta
última acción vandálica viene a sumarse a los constantes saqueos
de más de diez cementerios en todo el estado Español.
El
ministro del interior afirma que se tomarán duras medidas represivas
contra los numerosos grupos de adolescentes que se denominan a sí
mismos “Seguidores de Laila” o “Hijos de Laila”.
**—**—**
NEW
YORK TIMES
8
de Junio de 2013
Una
nueva víctima de Laila.
A
primeras horas del día, fieles de la sinagoga del barrio gótico de
Barcelona descubrieron el cadáver del rabino Simón Norman.
Como
la casi totalidad de los ciento cuarenta y dos cadáveres, atribuidos
a Laila, este se encontraba disecado sin la más mínima traza de
humores. También en esta ocasión el miembro viril del hombre
aparecía inexplicablemente reseco pero erguido.
La
Interpol pronostica que la conocida como Laila podría atravesar las
fronteras Españolas y proseguir con su criminal actuación hasta
Francia.
**—**—**
Le
Figaró
14
de Agosto de 2013
Conmoción
en Lyon tras el altercado ocurrido ayer. A las diez de la noche se
recibió en la gendarmería una llamada de socorro procedente de la
Iglesia de Saint-Jean.
Los
agentes Vincent Leclerc y Mathieu Goulet, ambos con más de diez años
de experiencia en el cuerpo, acudieron al auxilio. El gendarme Goulet
informó del espectáculo dantesco que se encontraron en el interior
de la iglesia. Tres cadáveres se hallaban a los pies de una joven
rubia completamente desnuda.
Ante
la solicitud de los agentes de que dicha mujer, supuestamente la
conocida como Laila, se arrojase al suelo, ella atacó al agente
Leclerc.
Según
el testimonio del agente Goulet, se abalanzó con una velocidad
inaudita y con un rápido gesto quebró el cuello de su compañero al
cual no le había dado tiempo ni de desenfundar su arma
reglamentaria.
La
profesionalidad de Mathieu Goulet salió a relucir en los momentos
más críticos y, tras reponerse rápidamente a la muerte de su
acompañante, tuvo el tino suficiente para descargar las dieciséis
balas del cargador sobre el pecho de la joven.
El
gendarme asegura que tras los disparos, ella se acercó a él dándole
un mensaje: “Diles que no me tendrán jamás, que no podrán
conmigo”.
Pese
a lo increíble que pueda parecer su relato, el agente asegura que
pudo ver con sus propios ojos cómo la sangre manaba mansamente de
los dieciséis agujeros. La muchacha, de unos dieciocho años según
el testigo, salió del templo y se perdió entre las sombras de la
noche.
**—**—**
Dos
veces por semana el padre Dominique Bernier impartía catecismo en la
iglesia de Saint-Patern en la pequeña ciudad de Vannes. No es que
escasearan los catequistas voluntarios, pero el conocimiento de los
jóvenes y su guía espiritual eran cuestiones de vital importancia
para él por lo que prefería asumirlas directamente. Las clases de
repaso, los juegos y adivinanzas se mezclaban con el adoctrinamiento
en unas sesiones a las que no deseaba faltar ningún infante. El
toque de queda decretado por el gobierno para los centros religiosos
tan solo afectaba a estos en las horas nocturnas. Durante el día,
todos los templos de cualquier credo Abrahámico continuaban con sus
actividades cotidianas.
Desde
que había regresado de sus diez años en misiones, Dominique se
había volcado en los más jóvenes. Deseaba insuflar en sus almas la
fe cristiana si bien no podía olvidar que era un hombre que valoraba
el conocimiento académico. Por este motivo, en sus catequesis se
dedicaba algo de tiempo a repasar las tareas escolares y a resolver
dudas que los niños pudieran tener.
Septiembre
era un mes idóneo para que el tiempo extra se dedicase por completo
a juegos, canciones y entretenimientos. Con el curso recién
comenzado eran escasos los deberes a realizar.
Aquel
jueves, Annaïs y Edgard salieron atropelladamente de la catequesis.
El niño había tenido que sufrir la humillación de ser derrotado
tres veces en los juegos ideados por el sacerdote a manos de su
compañera. Temperamental e inquieto, el muchacho había salido
corriendo en pos de la niña para cobrar venganza. Lo más complejo
de las enseñanzas del padre era la tolerancia y el compañerismo,
virtudes que a tan tierna edad se olvidaban con demasiada facilidad.
—¡Cuando
te pille te vas a enterar! –gritó Edgard corriendo tras de la niña
por el patio de la iglesia—. Eres una tonta.
Nada
más atravesar el umbral de la gran puerta que daba a la calle, el
niño logró dar alcance a Annaïs provocando su caída con una
zancadilla. Ella se protegió como pudo del inminente ataque.
Un
discreto automóvil se detuvo delante de los combatientes. Una
estilizada joven bajó del mismo acercándose lentamente a la maraña
de brazos y piernas que eran Edgard y Annaïs. Con destreza, aferró
a cada niño por un brazo, forzando que se separasen de inmediato.
—¿No
sabes que no hay que pegar a las niñas? –dijo la recién llegada
con voz dulce y musical.
—Ella
se ha metido conmigo. Me ha dicho que era un perdedor.
—Sí,
pero tú me dijiste fea.
—¿Cómo
os llamáis? –preguntó la muchacha rubia posando las manos sobre
cada una de las testas infantiles.
—Edgard.
—Yo
Annaïs. ¿Tú cómo te llamas?
—Me
llaman Laila –dijo la joven haciendo que afloraran los hoyuelos de
su sonrisa.
—Pero
su verdadero nombre es Lilith –dijo un hombre alto y atlético
posando una mano sobre el hombro de uno de los niños.
A
sus treinta y cinco años el padre Bernier tenía más el aspecto de
un estibador que de un párroco. Su fornido cuerpo y su cabello
rapado, para disimular las entradas, le conferían un aspecto de tipo
duro que tan solo se veía mitigado por unas livianas gafas de
intelectual.
—Podéis
llamarme como queráis siempre y cuando no vuelvas a pegar a ninguna
niña –esto último lo dijo mirando fijamente a Edgard con unos
fríos ojos celestes.
—Permita
que se marchen –rogó el sacerdote con voz serena y profunda.
Lilith
no separó las manos de las cabecitas mientras miraba
alternativamente a uno y otro niño. Finalmente clavó una mirada
divertida en los oscuros ojos de Dominique diciendo:
—Marchaos
a casa y no olvidad ser buenos como el padre os ha enseñado.
Ambos
niños se giraron al unísono hacia el párroco. Él, agachándose
ligeramente, expuso sus mejillas para recibir sendos besos de cada
uno de ellos. Tras un gesto de la mano de Dominique los dos
jovencitos se giraron tironeando de las manos de Lilith para que esta
se pusiera a su altura.
La
bella rubia recibió dos húmedos besos uno por cada niño, uno en
cada mejilla. Aquella acción la turbó profundamente.
—Tras
la catequesis suelo preparar café, ¿desea tomar una taza? –preguntó
el padre Bernier flemáticamente.
La
joven dejó de seguir el infantil caminar con la mirada para fijar
esta en el presbítero. Alzó una ceja ampliando su sonrisa como toda
respuesta. Dominique introdujo las manos en los bolsillos de su
tejano encaminándose al interior de la casa parroquial.
—Me
sorprende la calma que manifiesta.
—Bueno,
soy un hombre de fe pero también me hago mis preguntas, también
dudo y por supuesto también temo. Su presencia aquí puede
considerarse una maldición o por el contrario, la fuente del
conocimiento ancestral.
—Y
claro está, pretende que estemos aquí de tertulia sometiéndome a
su interrogatorio –Laila cada vez se encontraba más interesada por
aquel tipo que parecía tener un humor peculiar.
—Entiéndame.
Si apareciera Napoleón Bonaparte por esa puerta no estaría más
conmocionado de lo que lo estoy ahora. No me gustaría ser descortés
incomodándola con mis preguntas pero soy humano y tengo inquietudes
–ante el silbido de la cafetera, el padre se dirigió al aparador
del cual extrajo dos tazas de fina porcelana— ¿Lo toma solo?
—Sabe,
es usted divertido –dijo la joven encogiéndose de hombros ante la
pregunta del párroco—. Espero que no me haga convertir el agua en
vino o algo por el estilo.
—Descuide.
Si en algún momento la incomodo no tiene más que decírmelo –el
hombre tomó asiento en una butaca frente a la joven—. Por cierto,
existe la creencia de que tan solo sale usted por la noche, de ahí
lo de Laila.
—Absurdeces
–dijo la chica quitando importancia al asunto con un gesto de su
mano.
Dominique
Bernier se encontraba verdaderamente turbado por la presencia de
aquella mujer. Sabía lo que le aguardaba dentro de poco, pero no
tenía miedo. Había vivido intensamente hasta aquel día haciendo lo
que deseaba. Ahora tenía la oportunidad de reafirmar su fe y de dar
respuesta a miles de preguntas que habían rondado por su cabeza
poniendo en duda sus convicciones.
El
ocaso se adivinaba hacia la boca del estuario mientras Lilith y
Dominique conversaban degustando una copa de Cognac. En más de una
ocasión el cura había incitado las carcajadas de la joven con sus
curiosidades. Aquel tipo tranquilo y educado hacía que Laila, por
primera vez desde que regresara, se sintiera bien.
—¿Le
puedo preguntar qué persigue con todo esto? –interrogó
cautelosamente el padre Bernier.
—Restitución,
venganza. Algo me impele a poner patas arriba este mundo.
—¿Con
muerte y sufrimiento? Quienes le hicieron daño, quienes la
ultrajaron ya no están aquí. Está en su mano dar a los humanos el
rumbo que desee.
—¡Dominique,
sobre ti pondré la piedra sobre la que erigiré mi iglesia!
¿Pretende que inicie una revolución mesiánica? ¿Quiere ser el
patriarca de mi culto? Solo con libertad se consigue la plenitud. Los
credos son yugos para esclavizar y subyugar a los individuos.
—No
todo el mundo tiene la fortaleza para afrontar una vida sin guía,
sin ayuda.
—¿Sin
guía?, ¿qué rumbo hay que tomar?, ¿a qué puerto hay que arribar?
Es más sencillo que todo eso. Simplemente se trata de que nadie me
vuelva a obligar a yacer debajo de un hombre. No soy una deidad, tan
solo soy una mujer, la primera entre las primeras pero tan humana
como usted.
—Imagino
que las religiones son las que menos han hecho por subsanar ese error
original. ¿No sería mejor crear que destruir? ¿Convencer que
imponer? Me ha contado los terribles sufrimientos a los que le
sometieron. ¿Realmente ese es el camino?
—Está
en lo cierto, padre. Las religiones del Libro son las que más han
ahondado en la herida. No pierda el tiempo esperando indulgencia de
mi parte. Era usted más simpático cuando no pretendía
evangelizarme con sus ideas del perdón.
—¿Puedo
hacerle una última pregunta? –inquirió tímidamente Dominique—
¿Cómo es?
—¿Morir?,
lo ignoro. Jamás he muerto. Tendrá que contármelo usted cuando se
halle frente a Él.
—No
me refería a eso…
—¿No?
¿Y qué es lo que desea saber?
El
padre Bernier enrojeció visiblemente. No era fácil hablar con una
hermosa joven de aquella cuestión. Tomando valor y haciendo gala de
su flema, expuso:
—Hace
veinte años entré en el seminario. Tuve clara mi vocación de
servicio desde muy joven. Desde aquel día he observado rigurosamente
el celibato. Por tanto, ignoro lo relativo al amor carnal entre
hombre y mujer.
—¿Quiere
saber cómo es copular? –rio musicalmente Lilith.
—Quiero
saber cómo es hacer el amor. He sufrido muchas tentaciones en estos
años y creo que ha llegado el momento de sucumbir.
—Desconozco
a qué se refiere con hacer el amor. Tan solo me interesa su esencia.
No vamos a ponernos sentimentales a estas alturas, ¿no?
—Pensé…
bueno, yo creí… que… tal vez…
Lilith
resopló sonoramente. Aquel hombre era un caso perdido. Estaba a
punto de morir y a él le daba por tomar café y cognac. Ahora le
salía con lo de hacer el amor. Aunque era desquiciante, debía
reconocer que se estaba divirtiendo como no lo hacía desde mucho
tiempo atrás.
—¿Me
está pidiendo, padre, que le haga el amor? –la idea resultaba
cómica para la joven. Precisamente ella desconocía cuanto se debía
saber sobre el amor. Un suave cosquilleo se inició en su estómago.
—Bueno,
va a tomar mi vida de un modo u otro. Tal vez no tenga derecho a
pedir algo así, pero mi ansia de conocimiento no tiene límites.
La
joven se puso de pie. No sabía si deshacerse de aquel tipo de un
modo expeditivo o por el contrario continuar con aquel juego a ver
dónde les llevaba. Su lozano cuerpo tomó la decisión por ella.
Saciado de esencia vital, no requería inmediatamente de alimento. La
plenitud de la muchacha se irradiaba por cada poro de su piel. Por el
contrario, todo aquello del amor la desconcertaba. Tan neófita en
aquellas lides como el religioso no pensaba que la cosa fuera a pasar
de una simple cópula como en tantas otras ocasiones.
—De
acuerdo –dijo ella alargando su mano hacia el ruborizado sacerdote.
Con
mano trémula, asió la de la joven tirando con delicadeza de ella
hacia el dormitorio. Una encarnizada batalla debía de estar
transcurriendo en sus tripas a tenor de los cosquilleos y mordiscos
que sentía. Al menos los nervios que le embargaban no se habían
manifestado en transpiraciones indeseables.
Cuando
entraron en el espartano dormitorio ambos se miraron expectantes.
Ella lucía una sonrisa ladina que hacía aflorar tan solo uno de sus
hoyuelos. Él jugueteaba con los dedos de sus manos sin saber bien
cómo comenzar. Tímidamente, el padre alargó una de sus manos
rozando levemente el rostro de Lilith. Las yemas contornearon las
finas cejas. Descendieron por la naricilla hasta rozar el labio
superior. Con deliberada lentitud delinearon la entreabierta boca.
Continuaron por el mentón, la mandíbula, las orejas, para
finalmente regresar a la suave piel de los labios.
La
boca de Lilith se abrió de manera autómata, apresando entre sus
marfileños dientes el inquieto apéndice. Succionó la punta de
aquel dedo que había despertado reacciones tan desconcertantes.
Dominique,
a las puertas de la muerte, no podía engañarse a sí mismo. Había
deseado que aquel momento llegase durante muchos años. Era un
pecado, lo sabía, pero era la única debilidad que había tenido
durante su magisterio.
Llevó
su mano libre a la cintura de la mujer, atrayéndola hacia sí.
Escalofríos recorrieron su espalda cuando aquel cálido cuerpo se
apretó contra el suyo. Deseaba con toda su alma probar aquellos
labios, saborear aquella boca. Retiró el humedecido dedo de la
cálida cavidad que lo acogía. Utilizó la mano recién liberada
para imitar a su compañera entrelazando los dedos en el delgado
talle de la joven.
Las
miradas se dijeron todo cuanto había que saber. Él había iniciado
un camino y deseaba llegar a la meta. Ella seguía considerando todo
aquello como un juego divertido y a su partenaire como un
desconcertante personaje. Ni siquiera había utilizado sus artes de
seducción para incrementar la libido de Dominique.
Los
labios de él se acercaron a la boca femenina. El beso fue breve pero
con la humedad suficiente para abrir el apetito de ambos por una
segunda ración. De nuevo se encontraron las bocas. Ella apresó
entre sus dientes el labio inferior del hombre. Succionó ligeramente
provocando el enardecimiento del párroco. No tardaron las lenguas en
buscar protagonismo en aquella fusión de bocas. Brusca e impetuosa
la de él, juguetona y sutil la de ella. Saborearon las mieles de un
beso largo, cálido y profundo.
El
sacerdote Bernier se separó recuperando el aliento. Nunca había
experimentado sensaciones tan desconcertantes. Su cuerpo bullía de
emoción y de anticipación. Quería saberlo todo, experimentarlo
todo, disfrutarlo todo.
Una
luz se hizo en la abotargada mente del religioso. Ella tampoco conoce
qué es el verdadero amor. Aunque su mirada intente engañarme, su
pecho ascendiendo y descendiendo en apresurada carrera, su
respiración jadeante, no me engañan. Ella lo desea tanto como yo.
En el fondo tan solo es una niña herida.
Dominique
se dedicó a besar todo el ovalado rostro. Con la punta de su lengua
delimitó las cejas. Posó sus labios sobre los cerrados párpados.
Lamió y mordisqueó las orejas y los lóbulos. Ella, que había
imitado a Bernier, se aferraba con ambas manos a la cintura
masculina.
—¿Me
permite? –solicitó el hombre al separarse de ella, mientras asía
los bajos del suéter granate de la joven.
Un
asentimiento con la cabeza hizo que se alterase visiblemente el pulso
cardíaco del presbítero. Una emoción incontenible atenazó su
pecho cuando comenzó a vislumbrar la blanca piel del vientre. La
respiración le faltó cuando dos pechos perfectos, enfundados en un
delicado sujetador rojo, aparecieron frente a él. Ella Colaboró
facilitando que el suéter pasara por sus brazos y su cabeza.
—Creo
que ahora es su turno, padre.
El
hombre desabrochó uno a uno los botones de su camisa de cuadros. Un
Pecho ligeramente musculado cubierto por una fina capa de vello fue
apareciendo a la burlesca mirada de la joven. A este siguió un
abdomen firme aunque sin músculos excesivamente marcados.
Ambos
se miraron interrogativamente. Tras unos instantes de vacilación,
ella prosiguió despojándose de sus pantalones. Unas escuetas
braguitas a juego con el sujetador cubrían su sexo permitiendo al
hombre la plena visión de sus largas y torneadas piernas. Él no se
hizo de rogar. Deslizó sus pantalones tejanos muslos abajo hasta
extraerlos por completo.
Una
coquetería que nunca antes había sentido se instaló en el ánimo
de Lilith. Con un cadencioso movimiento de caderas hizo que los
tirantes del sostén se deslizaran brazos abajo mientras con un brazo
mantenía los senos ocultos por las cazoletas. De repente se giró
dando la espalda al párroco. Nada tenía que temer ella, la Primera,
en dar la espalda a un insignificante hombrecillo. Arrojó el
sujetador por encima de su hombro sin permitir todavía la visión de
sus pechos.
El
movimiento de caderas se acentuó cuando el elástico de las
braguitas comenzó a descender arrastrando tras de sí el encaje. El
hombre pudo admirar el reverso de la mujer a placer. Una espalda sin
mácula, una cintura estrecha se abría a un precioso trasero de
ligera forma de pera que se iba acentuando a medida que ella
inclinaba la espalda para ayudar a la prenda íntima a bajar por
completo.
Verdaderamente,
Dios debía haber puesto todo su amor en la creación de aquella
primera mujer. Jamás habían visto sus ojos nada tan bello. La
imagen de la parte frontal del cuerpo de Lilith dejó sin aliento al
aturdido sacerdote. Un cuello delicado, unos pechos plenos, erguidos,
de rosadas areolas. Un vientre liso que finalizaba en un pequeño
bosquecillo de rubios rizos. Entre estos, la hendidura vertical se
entreabría incitadora.
—Creo
que ahora le toca a usted –La joven había dejado pasar algunos
segundos, observando divertida la atónita cara de su partenaire al
tiempo que continuaba con el sutil movimiento de caderas.
Ante
la inmovilidad del hombre, Laila tomó la iniciativa engarfiando sus
dedos en el elástico del bóxer bajo el cual se adivinaba una
erección nada desdeñable. El pétreo miembro brincó juguetón nada
más ser liberado de la presión de la prenda. La joven se humedeció
un dedo rozando levemente con este el inflamado glande del hombre. El
apéndice se deslizó acariciando la corona del prepucio. Cuando
rodeándolo llegó al frenillo, un espasmo recorrió el cuerpo del
sacerdote.
Las
manos de Dominique se cerraron haciendo fuerza para retardar lo
inevitable. Su vientre se crispó cuando la húmeda lengua de Lilith
sustituyó a su dedo. Suaves golpecitos del cálido apéndice
enardecieron el sensible ánimo del hombre que hacía cuantos
esfuerzos podía por no eyacular. Los labios saborearon la purpúrea
cabeza, succionaron delicadamente la sensible piel mientras la lengua
degustaba con deleite toda la carne que se encontraba a su alcance.
El
padre Bernier se encontraba al borde del colapso. De nuevo una idea
brotó con entidad propia. Se le había enseñado desde joven las
bienaventuranzas del amor al prójimo, del compartir los dones que se
nos otorgan. Con esa idea en su mente retiró delicadamente la cabeza
de Lilith al tiempo que se arrodillaba frente a ella.
—¿No
le gusta, padre, o tal vez tiene miedo de que todo termine demasiado
pronto?
—Algo
como lo que acabo de recibir debe ser compartido. Tal vez no posea la
destreza de su lengua, puede ser que sea un neófito en las lides del
amor pero desearía poder compartir con usted este don –el padre
aferraba por los hombros a la mujer mirándola con ojos febriles.
Un
agradable cosquilleo recorrió el vientre femenino emocionándola
ligeramente. Aquel hombre era impredecible. Estaba a punto de morir y
deseaba darle placer a ella. Con renuencia, la joven cedió al empuje
del párroco tendiéndose de espaldas. Si él hubiera osado tomarla,
situándose encima de ella, todo habría terminado rápidamente.
Dominique
se tendió junto a la muchacha comenzando a besar todo su rostro.
Recorrió los caminos anteriormente trazados. Tras saborear los
jugosos labios y la cálida lengua, descendió besando con fruición
el delicado mentón.
Inhaló
el perfume de su cuello cubriendo cada milímetro de piel de lentos e
intensos besos. Incrustó el rostro en el valle de los tersos senos.
Lamió el estrecho canal que el opulento busto dibujaba. Aquella piel
emanaba algún tipo de sustancia que generaba una fuerte adicción en
Dominique.
Escaló
con ligeros mordiscos las trémulas lomas hasta alcanzar su cúspide.
Irguiéndose, los pezones celebraron la llegada de su boca. El hombre
se emocionó cuando sintió entre sus labios cómo se erizaban las
areolas haciendo más prominentes los pequeños pitones.
Un
suspiro continuado brotó de las profundidades del inconsciente de
Lilith. Abandonarse de aquel modo la intranquilizaba si bien merecía
la pena algo de dejadez a cambio de aquellas sensaciones. Dominique
se atareó con insistencia en las enrojecidas guindas que coronaban
aquellos deliciosos pasteles. Succionó, lamió, besó y tironeó.
Todas las atenciones que iniciaba pronto se quedaban escasas a tenor
de los jadeos de la muchacha. Enardecido, buscaba incrementar el
placer de la chica fuera como fuese.
Su
cuerpo, más sabio que él mismo en estas lides, tomó la iniciativa
buscando la cálida gruta de la mujer. Penetró la hendidura
encontrando un agradable calor que le incitaba a fusionar sus dedos
con aquella húmeda vulva. La intuición de la pasión guió al
párroco en sus acciones. Mientras besaba y lamía aquellos turgentes
pechos que tanto le atraían, acarició el interior de los labios
mayores acercando progresivamente sus caricias a los más pequeños
que circundaban la puerta del paraíso.
Lilith,
henchida de deseo, dirigió con su mano la del hombre hacia su
clítoris. Él no tardó en comprender el juego. Inmediatamente,
comenzó a acariciar sutilmente la endurecida perla.
Los
gemidos de la joven incrementaron su intensidad a medida que su
sensibilidad era delicadamente acariciada. Repentinamente, la espalda
de Laila se arqueó y de su garganta brotó un intenso alarido.
Dominique se emocionó hasta las lágrimas viendo de lo que había
sido capaz tan solo con sus dedos y su boca. Los dedos femeninos se
clavaron en el rasurado pelo hendiendo el cuero cabelludo con las
afiladas uñas. Los muslos se apretaron atenazando en una deliciosa
presa la mano del padre Bernier. Una cálida melaza empapó los dedos
del hombre que se detuvo de inmediato ante la indicación de la
muchacha.
Lilith,
tumbada sobre el suelo, respiraba dificultosamente con los párpados
serenamente entornados. Dominique observó aquel rostro de mejillas
arreboladas, de labios entreabiertos y de mirada perdida. Un intenso
sentimiento emergió de lo más profundo de su ser.
El
sacerdote se tendió junto a la bella mujer. Acariciaba su rostro
mientras la contemplaba con adoración. Ella, completamente relajada,
reposaba su cabeza sobre el hombro masculino. Al cabo de unos
segundos, los muslos femeninos se entreabrieron incitadores.
—Tómeme,
padre –dijo con voz queda mientras tomaba entre las suyas la mano
del hombre besándola cariñosamente—. Tómeme, porque si recupero
la cordura jamás seré su súcubo.
La
joven había regresado para cobrar venganza. Acabar debajo de un
sacerdote consagrado al Libro era lo último en lo que hubiera
pensado. Dominique no pensó ni por un instante en el peligro que
corría. Exaltado como estaba se colocó entre las piernas de la
mujer. Volvió a la boca de enrojecidos labios. Aquella calidez y
sedosidad era lo más adictivo que hubiera conocido nunca.
Mientras
las bocas se mordían y se paladeaban, Lilith guió la endurecida
vara hacia el interior de su gruta. Un millar de sensaciones
invadieron a ambos cuando las cálidas paredes se fueron distendiendo
para albergar en su seno al recién llegado. La sutil presión y la
templada humedad abrumáron de emociones a Dominique. Laila sentía
el agradable peso del hombre sobre su torso mientras sus piernas se
enlazaban en torno a las caderas masculinas.
Las
lenguas danzaban armoniosamente dentro de las abrasadoras bocas. Las
intimidades se rozaban con movimientos lentos, cadenciosos. El hombre
tenía la sana intención de prolongar aquel lujurioso instante a
perpetuidad. Un cosquilleo en su perineo le advirtió inequívocamente
de que sus deseos no serían cumplidos. Cuando el primer trallazo de
esencia fue expulsado, un rápido escalofrío recorrió la espalda de
Dominique. Ella, mordiendo con fiereza el labio inferior de él, se
deshizo en un orgasmo brutal.
El
padre podía saborear su propia sangre en la boca y la lengua de
Laila pero todo daba igual. Espasmos recorrían todo su cuerpo a cada
descarga de esencia en las entrañas femeninas.
Un
sutil mareo se hizo presa del hombre. Sus piernas comenzaron a
temblar espasmódicamente. Jamás hubiera pensado el padre Dominique
Bernier que algo tan sublime pudiera existir. Pronto sus brazos ya no
le sostuvieron. Cayó sobre el torso femenino mientras su virilidad
seguía descargando borbotón tras borbotón de densa vitalidad.
Su
paladar se resecó haciendo que sintiera la lengua hinchada y
abotargada. Sus entrañas hervían con fuego candente mientras por su
espalda un sudor gélido empapaba todo su dorso.
Respirar
comenzó a ser imposible. Cada bocanada de aire no pasaba más allá
de sus fosas nasales. Los pulmones comenzaron a arder con las llamas
del infierno. Con las últimas fuerzas que le quedaban se aferró al
delgado cuerpo de su verdugo buscando ciegamente su boca con la suya.
Ambos se degustaron ávidamente por última vez. Poco a poco, la
presión sobre los labios femeninos fue disminuyendo hasta que tan
solo una ligera carcasa reposó sobre el desnudo cuerpo de Lilith.
Con
delicadeza, giró el inerme cuerpo hasta tumbarlo boca arriba. Sintió
en su propio cuerpo el cariño y pasión que destilaba el hombre
hacia ella misma. Su corazón se encogió ante la bondad y ternura de
aquel tontorrón. Estaba acostumbrada a absorber fuertes emociones:
sentimientos de inferioridad, de ira, de envidia. Aquella serena
madurez, que ahora se alojaba en su interior, la turbó
profundamente. Dos gruesas y cálidas lágrimas brotaron de sus
grandes ojos.
Con
paso inestable se alzó dispuesta a abandonar aquel lugar para
siempre. No se encontraba nada bien. A medida que iba estando más
fuerte, la absorción de energía era cada vez más sencilla. En
aquel momento sentía ganas de introducirse bajo una acogedora cobija
y llorar amargamente.
Tuvo
que apoyarse en el dintel de la puerta para observar a Dominique por
última vez. Sus piernas se negaban a sostenerla. Con una súbita
reacción se postró delante del exánime cuerpo. Con su boca buscó
los acartonados labios del sacerdote. Besó tiernamente, con
devoción. Se juntaron las bocas en un beso que no dejaba resquicio
alguno entre ambas.
Dominique
sintió que aquella experiencia había sido el acto más maravilloso
de su vida. Aquel nivel de entrega era algo desconocido hasta aquel
día. Tras el brutal orgasmo sintió paulatinamente cómo las
energías retornaban a su exhausto cuerpo. Abrió lentamente los
ojos. Su ropa continuaba tirada de cualquier manera sobre el suelo de
la alcoba. Su cuerpo permanecía impúdicamente desnudo.
—¿Lilith?
–preguntó con voz rasposa por la sequedad de la boca.
Apresuradamente
recorrió toda la casa en busca de la joven. No había rastro alguno
de ella. Se había marchado. Un hondo pesar se alojó en el corazón
de Dominique. Le habían enseñado el paraíso para arrebatárselo de
inmediato.
Tardó
algunos minutos en superar el trauma de la pérdida de la joven. Una
nueva idea se abrió paso en su mente. Había sobrevivido a Lilith
aunque para perderla.
**—**—**
La
frente perlada de sudor y las mandíbulas tensas al borde de quebrar
los dientes reflejaban claramente el estado de ánimo de la mujer.
Una nueva descarga recorrió su espalda haciendo que se tensara como
un arco. Los jadeos llenaban por completo la reducida cabaña de
montaña.
La
transpiración fluía por el profundo canal entre sus hinchados
pechos. Alegría y miedo se mezclaban en su atormentado corazón. Su
vagina, expectante, palpitaba como si tuviera vida propia.
Un
cálido líquido descendió entre sus muslos. Había intentado
dominar su vejiga pero esta, finalmente, se había negado a cumplir
sus instrucciones. Una nueva palpitación de sus entrañas y la vulva
se expandió más aún. Los labios menores se encontraban al borde
del colapso mientras el orificio no cesaba de ampliar su diámetro.
Un
nuevo empujón de sus riñones con resultados inocuos. Antes de que
le diera tiempo a recuperarse del último estremecimiento, una nueva
oleada de energía quiso brotar de su interior. Esta vez no fue
pasajero. El empuje continuó incrementando su intensidad. Lilith
pensó que se le desgarraban las entrañas pero el dolor no cesó,
muy al contrario, siguió aumentando. Cuando pensó que se
desmayaría, su vagina comenzó a arder como si se estuviera
consumiendo desde dentro.
Un
alarido rasgó la garganta de la joven. Su intimidad incandescente la
consumía en atroces dolores. Repentinamente, todo cesó. Tomó con
delicadeza la cabeza del bebé entre sus manos y volvió a empujar
con fuerza. El pequeño cuerpo no tardó en emerger con mucho menos
sufrimiento de lo que había costado la pequeña testa.
El
bebé no tardó en comenzar a llorar mientras la placenta era
expulsada por su madre. Aún con el nexo de unión intacto, Lilith
acunó a su hijo contra su pecho rompiendo en lágrimas de felicidad.
La pequeña boca buscó inmediatamente el expuesto pezón succionando
de este el dulce alimento de los pechos maternos.
Tres
luces iluminaron la pequeña casita de madera. Los focos verticales
se fueron definiendo en la figura de tres blancos individuos. Ante la
asustada mirada de la joven se materializaron tres ángeles empuñando
sendas espadas.
—¡Jamás!,
¡esta vez no!, ¡no me la arrebatareis!
**—**—**
El
padre Bernier leía plácidamente sentado en un sillón de la casa
parroquial. A principios de Junio, con las comuniones finalizadas y
sin ninguna boda a la vista, las tardes leyendo al fresco abrigo de
la calurosa primavera eran el mejor entretenimiento que podía
disfrutar.
Se
alzó perezosamente ante el tintinear de la campanilla de la puerta.
Cuando abrió, no fue hasta bajar la vista que vio a su visitante. Un
cesto con un bebé, envuelto en puntillas rosas, aguardaba a los pies
de la sacristía. Una verdad golpeó como un mazo en su corazón:
conocía quiénes eran los padres de aquella niña. También sabía a
la perfección cuál era la misión que debía desempeñar.
Fin
1 comentario:
Sin duda, la calidad del relato es increíble. Tanto por las formas como por el contenido.
Lo malo, que en ciertos pasajes se hace algo pesado de leer. Sobre todo el principio y el encuentro sexual entre Lilith y Dominique, momentos en los que el ritmo parece caer ligeramente.
Por lo demás, excelso vocabulario, historia interesante, adecuación al Ejercicio, buena narración, etc.
Poco más puedo decir.
Bueno, sí. Muy bien construido el personaje femenino. Me lo he creído. He sentido lo que se pretendía transmitir con ella.
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