Es palabra de Dios.
I
«Dios está en cada uno de
nosotros. Solo hay que saber escuchar». Solía
decir mi madre para alentar nuestra esperanza en los momentos difíciles.
¿Cuántas
de aquellas frases anidan escondidas en nuestra memoria desde la infancia y, un
día como cualquier otro, reaparecen
repentinamente en el presente devolviéndonos la fe?
-Ten
calma. Dios está dentro de nosotros, solo hay que saber escuchar.- Me sorprendí
diciéndole a mi esposa mientras acariciaba las ondas doradas de su cabello a
modo de consuelo. Fue justo antes de que se quedara profundamente dormida, y después
de haber llorado desconsoladamente durante horas.
Éramos
demasiado jóvenes para lo que nos tocaba vivir. La vida de ella estaba en manos
de Dios. Él nos pone a prueba de las formas más inesperadas. Pero los dos
fuimos educados en la fe cristiana y estábamos dispuestos a escuchar al Señor.
Ambos confiábamos en el milagro.
II
Con
Verónica nos conocimos de niños, fuimos vecinos desde los cuatro años. Ambos
éramos hijos únicos y nos criamos como hermanos. Los dos fuimos educados con
los mismos valores cristianos. Asistimos a la misma escuela parroquial durante
toda la primaria y la secundaria. Nunca fuimos compañeros de banco, pero sí de
curso. También tomamos juntos la comunión y la confirmación; y siempre con el
padre Sergio, el sacerdote y consejero de nuestras familias. Un hombre austero,
recto y de pocas palabras.
Mi
madre siempre cuenta que cuando cumplí los diez años le confesé a Verónica que
quería casarme con ella cuando fuese mayor; ella me respondió que le
consultaría a su padre. Once años después, sencillamente sucedió. Dios nos
había hecho el uno para el otro, y de
nada valía desafiar la ley de Dios.
Que
así sea.
De
todas formas, aquella espera no fue sencilla. Cuando entramos en la
adolescencia Verónica pasó de ser una niña dulce a convertirse en una mujer
hermosa. Yo advertía que hasta mis amigos comenzaban a mirarla…
a mirarla como mujer. Sus senos y sus labios se hincharon; su cintura se afinó
y sus caderas… Bueno, ella se convirtió en el ejemplar de hembra que es hoy.
Para
evitar confusiones y problemas innecesarios, me alejé de mis amigos y me
convertí en su perro guardián. Ella se reía de mis celos, aunque siempre fue
muy tímida como para coquetear con otros hombres.
Apenas
cumplimos los veintiuno, compré unos anillos de oro y le propuse matrimonio.
Para mi sorpresa, Verónica no pareció tomarlo con la emoción que yo hubiese
esperado, aunque finalmente aceptó el compromiso. No podía ir contra la ley de
Dios. Y eso mismo opinaba su padre.
III
Cuando
nos dieron la terrible noticia de su enfermedad, llevábamos ya un año de
matrimonio. Por primera vez agradecí que aun no tuviésemos niños. Aunque hasta
ese momento, la maternidad había resultado un tema conflictivo para nuestra
pareja.
Al
terminar el colegio secundario yo había empezado a trabajar en la próspera empresa
de mi padre y ella había ingresado a una universidad laica a escondidas de los
suyos. Era algo que yo no compartía, pero que finalmente decidí acompañar.
-Tu
rol es estar a mi lado, llevar adelante el hogar, darme hijos… No entiendo para
qué necesitas un título universitario.
-Es
un desafío personal, José. ¡Por favor, te pido que comprendas!
-Dios
no ve con buenos ojos a las mujeres que desatienden sus deberes conyugales…
-No
voy a desatenderlos, mi amor. Pero no quiero abandonar ahora, después de tanto
esfuerzo… Necesito que lo entiendas, José. Por favor… Luego vendrán los niños,
te lo prometo.
Mientras
tanto mi padre me recomendaba que fuésemos a visitar a un especialista en
fertilidad; yo le pedía que tuviese paciencia.
-Nuestros
padres están ansiosos por la llegada de los nietos. Ya hace seis meses que nos
casamos y todavía no tenemos noticias…
-Ellos
pueden esperar un años más, José. Además…- y empezó con sus lloriqueos. -No sé
por qué piensas en ellos antes que en mí; en lo que a mí me pasa...- y sus ojos
claros se pusieron vidriosos como espejos.
-Verónica,
quiero que me jures por Dios que no será más de un año. A los veintitrés tendré
mi primer hijo. ¡Júramelo!- Traje la Biblia de mi mesa de noche y se la puse en
el regazo. Ella posó su mano derecha sobre el libro sagrado, me miró a los ojos
y me dijo:
-Te
lo juro mi amor. Lo juro ante Dios. Te haré padre a los veintitrés.
IV
En
aquel momento rogué por que el tiempo pasara lo más aprisa posible. Lo
principal era tener niños, pero además el tema afectaba a Verónica en otro
sentido. Después de nuestra noche de bodas -que coincidió intencionalmente con
el período de Vero- nuestra intimidad quedó fuertemente condicionada por
nuestras resistencias: ella no quería correr el más mínimo riesgo de embarazo
antes del plazo acordado; yo no aprobaba ningún método anticonceptivo que no fuese
natural… y con muchas reservas. En realidad, nunca estuve de acuerdo en mantener
relaciones carnales sin fines reproductivos. De manera que aquel primer año de
matrimonio vivimos prácticamente en celibato. Lo cual no resultó nada sencillo.
-¡No,
Vero! No insistas. Trata de controlar tus… tus calores de otra forma.
-¡Pero,
José... Lo necesitamos! Necesitamos hacer el amor. Somos un matrimonio
cristiano, no vivimos en el pecado.
-El
amor es el germen de la familia, Vero. No es la fuente del placer de la carne.
-Pero
necesito que lo hagamos, José... Me lo pide el cuerpo.
-Tienes
que poder controlarlo. Reza, si es necesario.
-Intento,
pero a veces no puedo y… me siento culpable cuando me…
-¿Te qué? ¿Te masturbas? ¿De verdad haces
eso, Vero? ¡Qué bajo has caído!
-No
me dejas opción…- Y sus ojos azules se volvieron espejos.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Para colmo lo aceptas! Me humilla ser tu esposo.
-¡Hace
meses que no me tocas! ¡Desde que me has hecho mujer que no me has vuelto a
poner un solo dedo encima! ¿Cómo quieres que me sienta?- Y largó su llanto
característico.
Nunca
la había visto tan alterada. Después de un minuto de silencio se lo hice saber:
-Hablas
como una ramera.
Entonces
hizo un esfuerzo por retomar la compostura y me pidió disculpas.
-Lo
siento.
-Debes
disculparte con Dios por lo que has dicho y lo que has hecho. No conmigo.
-Lo
haré, José… lo siento ¡Qué vergüenza!- Y corrió hacia la ducha entre sollozos.
V
Apenas
seis meses después de aquellas charlas de alcoba, todo se desbarrancó.
Aquel
domingo -como cada dmingo- asistimos a misa y luego a almorzar a casa de mis padres.
Por la tarde Verónica fue a dar una mano a la parroquia.
Desde
que el padre Sergio se había hecho cargo de ella hacía más de quince años,
había impulsado una campaña de trabajo solidario con la gente más necesitada
del barrio. Personalmente, trabajar con los pobres no me resultaba para nada estimulante.
Muchos eran delincuentes que ya habían olvidado hacía rato la palabra del
Señor. Pero Verónica no pensaba lo mismo y siempre que podía, iba a colaborar
con la obra del padre Sergio. Brindaba ayuda escolar; trabajaba en una huerta
comunitaria; recolectaba ropa por el vecindario; y cualquier otra clase de
asistencialismo.
Aquella
noche nos acostamos temprano. Yo estaba viendo el resumen del fútbol desde la
cama, mientras Verónica terminaba con sus tareas domésticas. En un momento
entró al cuarto, se quitó la camisa y el pantalón y deambuló un rato por la habitación
en ropa interior. Hacía rato que no me fijaba en ella, en su belleza. Trataba
de concentrarme en el fútbol pero la veía pasar, de aquí para allá, llevando y
trayendo montones de ropa recién planchada, y me perturbaba. No es una empresa
fácil convivir con una hembra que parece haber sido modelada para el pecado.
-Voy
a ducharme.- me dijo en un momento. Y se quitó el sostén y las bragas con total
desparpajo, como si yo no estuviese allí.
-¿Desde
cuándo te rasuras completamente?
-Uf…
desde hace meses.- y me miró de una manera perversa que prefiero no recordar. -¿Qué?
¿Me estás mirando?- Entonces interpuso, entre la TV y la cama, su hermoso cuerpo completamente
desnudo y colocó los brazos en jarra, desafiante: -¿Te gusta lo que ves? Pues es
tuyo… tómalo.
Mi
miembro se había despertado contra mi voluntad.
-Ven
aquí…- Exigió mi boca antes de pedirme autorización.
-Primero
voy a ducharme.- Luego se acercó a mi lado, y mientras me besaba la mejilla,
posó su mano sobre la dureza que abultaba las sábanas. Antes de marcharse me
susurró al oído: -Mmm… mira como estás… y yo con el período, como en nuestra
noche de bodas…- Y se fue corriendo a la ducha.
Pero
nunca regresó.
VI
Cuando
escuché el estruendo que produjo su cuerpo al desplomarse sobre la bañera, me
levanté como el rayo.
Al
verla allí, sobre la losa fría, desnuda e inerte bajo la ducha abierta, pensé
que estaba muerta. La cogí en brazos y la llevé a la cama. Traté de reanimarla
pero no respondía, entonces llamé a la ambulancia. Tuvieron que ingresarla de
urgencia. Pasó toda la noche inconciente. Pero a la mañana siguiente despertó
como si solo hubiese tenido un largo sueño.
-¿José?
¿Esto es una clínica? ¿Que estoy haciendo aquí?
Le
hicieron toda clase de chequeos, pero fue la tomografía computada la que finalmente
nos enfrentó con la cruda realidad. El médico ingresó a la habitación con los
estudios en la mano y me solicitó hablar en privado.
-¿La
señorita Verónica Brust es su novia, jovencito?
-No,
doctor… Bueno… quiero decir… Ella es mi esposa.
-Como
sea. No le traigo buenas noticias.
-¿Qué
sucede? ¿Se lastimó? ¿Tiene algún hueso ro-?
-Su
problema no es la caída.- Me interrumpió el médico. -Ella se desplomó en la
bañera porque perdió el conocimiento.
-Pero…
¿Por qué? Ella no bebe alcohol ni sufre de…
-Su
esposa tiene un tumor en la cabeza del tamaño de una naranja. Y no precisamente
de una pequeña.
El
piso perdió consistencia bajo mis pies.
-¿Qué?-
Pregunté con un hilo de voz inaudible.
-No
hay nada que podamos hacer, ¿señor..?
-…Brust.
Estamos casados.
-Como
sea. Probablemente el tumor haya estado creciendo allí desde hace años; desde
que era una niña. La realidad es que no hay nada que la medicina moderna pueda
hacer por su novia, ni quirúrgica y farmacológicamente… Ahora no tiene sentido
que se quede en la clínica. Los espero el próximo lunes para un control de
rutina.- Hizo una pausa aparatosa. Luego posó una mano sobre mi hombro y
agregó: -Solo un milagro podría salvar a su novia, señor Brust. Lo siento
mucho.
-Ella
es mí…- Pero ya no pude decir nada más. No tenía fuerzas.
VII
Cuando
uno tiene veintidós años la idea de la muerte es absolutamente inaprensible.
Verónica no tenía un solo síntoma. No tenía dolores, estaba más bella y activa
que nunca. No podía dejar de pensar que se trataba de un error de diagnóstico.
No podía ser cierto que su esperanza de vida fuera de uno o dos meses, a lo
sumo. ¡Ella me iba a ser padre, no viudo!
Cuando
volvimos a casa lloramos como críos durante horas. En la cama rezamos juntos,
tomados de la mano, hasta que finalmente Verónica logró conciliar el sueño.
-Ten
calma. Dios está dentro de nosotros, solo hay que saber escuchar.- Le susurré
al oído.
El
cuarto estaba apenas iluminado por la luna llena. Yo permanecía junto a ella,
insomne, observándola. Estaba en calma. Su respiración era larga y pausada. Su
pecho subía y bajaba en armonía. Se veía tan joven, tan saludable y tan hermosa
que era imposible no confiar en un milagro. Finalmente me quedé dormido junto a
ella.
Pero
a mitad de la noche me despertaron sus movimientos bruscos como espasmos.
-¿Verónica?
¿Estás bien?
No
respondió; estaba dormida. Se movía incómoda sobre la cama. Su rostro estaba
húmedo y tenía unas mechas rubias pegadas sobre la frente. ¿Tendría fiebre? ¿Se
estaría acercando el final anticipadamente?
Su
respiración se intensificó al comienzo y luego se transformó en jadeo. -Sé que
lo merezco… soy joven… quiero vivir, padre.- Balbuceó y luego rompió en llanto,
aunque sin despertar.
Se
trataba de una pesadilla. Poco a poco logró relajarse hasta volver a conciliar
el sueño.
A
la mañana siguiente bebimos nuestro café en silencio. No quería tocar el tema
de su enfermedad para no angustiarla, pero tampoco podía hablar de otras
banalidades.
-¿Cómo
dormiste, Vero?
-Bien.
-Tuviste
pesadillas.
Entonces
me miró con un gesto extraño.
-Si…
¿Cómo lo sabes?
-Te
movías, jadeabas y decías cosas sin sentido.
-¿Qué
cosas?
-No
se… creo que mencionaste al padre.
Entonces
me miró como si estuviera pudiendo recordar. Me miraba a mí, pero estaba
oteando en las profundidades de su mente.
-El
padre Sergio.- Dijo finalmente.
-¿Soñaste
con el padre Sergio?
-Si…
Ahora puedo recordar… fue un sueño muy extraño.- Se quedó pensativa, olfateando
su tasa de café antes de continuar. -Él me sanaba. De alguna manera me quitaba
la enfermedad.
-Cuéntame.
-No
creo que sea importante, José. Fue solo un sueño.
No
quise insistir y retomamos nuestro silencio.
Más
tarde volvimos a nuestras actividades. El médico nos había recomendado llevar
vida normal. No tenía sentido tomar recaudos innecesarios. La muerte era algo
que simplemente iba a suceder de un momento a otro, no tenía sentido estar
pendiente de ella. Decidimos no contar nada a nuestras familias. Que todo
transcurriera con absoluta naturalidad hasta el día que Dios eligiera para
llevarla.
VIII
La
noche siguiente, después de la cena, volvimos a llorar y a rezar en la alcoba;
y ella volvió a dormirse después de aquella tranquilizadora frase de mi madre. Pero
a mitad de la noche volvieron las pesadillas. Esta vez sus jadeos fueron
aullidos felinos. Su cuerpo se sacudía con espasmos violentos.
-Es
mi castigo… ¡Ay! ¡Aaaaay!
Luego
balbuceó entre sollozos pasajes sueltos del Padre
Nuestro, hasta recuperar finalmente la calma…
-Amén...-
Dijo finalmente con voz clara, aunque sin despertar. Luego, simplemente siguió
durmiendo como un ángel.
Pero
yo no puede volver a conciliar el sueño. Algo se gestaba en mi mente, justo en
algún lugar entre el limbo y la conciencia. Algo iba cobrando sentido…
Una
enfermedad, un sueño, un milagro…
Salté
de la cama sudando frío cuando todo se hizo evidente; cuando las fichas se
acomodaron solas en mi cabeza: ¿Y si efectivamente Dios estaba intentando
expresarse? ¿Y si Vero no lo estaba pudiendo escuchar? ¿Y si el sueño no era
solo un sueño? ¿Si se trataba de una auténtica revelación?
No
pude contenerme:
-¡Vero!
¡Vero! ¡Despierta! ¡Despierta!
-Mmmm…
¿Eh? ¿Qué..? ¿Qué sucede?
-Necesito
que despiertes y me escuches.- Acto seguido encendí la lámpara de su mesa de
noche.
-Pero,
José… son las 4 de la…
-¡Y
una mierda! ¡Escúchame con atención! Es importante.- Verónica se sobresaltó al
escuchar el insulto. Yo nunca hablo de ese modo. No se si fue por miedo o por
qué, pero se incorporó en la cama, se apartó el cabello de la cara y me miró
con partes iguales de miedo y de curiosidad:
-Te
escucho.
-Bien.
Acabas de tener un sueño, ¿lo recuerdas?
-Si.
Creo que sí.
-Bien.
¿Puedes recordar si fue el mismo sueño que ayer?
Esta
vez Vero se tomó unos segundos para responder:
-Si.-
Dijo con algo de temor y… reparo. –Ahora que lo mencionas… Fue el mismo.
-¡Excelente!
-No
entiendo… ¿Qué sucede, José? ¿De qué estás hablando?
-¿No
lo ves? Quizá no fue solo un sueño. Quizá fue algo más…
-¿Una
revelación? Dices que es una…
-¡Digo
que tenemos que escuchar, Vero! ¡Tenemos que escuchar al Señor!
-Pero…
-¡Nada!
¡Si es su voz la que está intentando manifestarse, tenemos que escucharla!
¡Quizá Él quiera decirnos algo! ¡Un mensaje!- Traté de calmar un poco mi euforia
y respiré profundo. -Ahora dime: ¿qué fue exactamente lo que viste? ¿Qué te
dijo el padre Sergio?
Vero
se sobresaltó cuando le hablé del padre.
-¿Cómo
sabes que era él? ¿Qué el padre estaba allí?
-Lo
mencionaste… Ahora cuéntame todo con el mayor detalle posible.
Verónica
me miró pensativa. De a poco se estaba convenciendo de mi hipótesis, pero por
alguna razón no se atrevía a hablar.
-¿Estás
seguro que quieres escuchar?- Preguntó finalmente con una solemnidad poco
frecuente en ella.
-Completamente.
-Bien…
Como tú digas.
IX
A
medida que Verónica desarrollaba el relato, mis músculos iban perdiendo
tonicidad. Al finalizar, casi veinte minutos mas tarde, ninguna parte de mi
cuerpo respondía a mi sistema nervioso central. Estaba completamente abrumado y
horroizado. Revelación o no, era una auténtica locura. Ambos nos quedamos en
silencio mirando el techo del cuarto casi durante una hora, hasta que
finalmente tomé una determinación. Le aferré la mano y le dije:
-Hoy
es miércoles. Si el sueño vuelve antes del fin de semana, el sábado mismo iré a
hablar con el padre Sergio. Lo juro.
-No
creo que sea buena idea, José.- y sus ojos comenzaron a espejarse.
-¡No
llores! Si el Señor nos habla, vamos a escucharle, Vero. Él puede manifestarse
de las maneras más inesperadas.
-Pero…
¿tanto?
-Si
es una prueba, debes afrontarla. Dios es el único que puede hacer milagros… y
nosotros necesitamos uno. Tú lo necesitas. Mis futuros hijos lo necesitan.
El
sueño regresó con total realismo aquella misma noche, y la siguiente. También durante
la madrugada del viernes. Siempre a las doce de la noche.
-¿Y
siempre ha sido igual?
-Siempre.
Idéntico, cada vez, cada detalle…
Yo
no necesitaba más pruebas. Estaba convencido que se trataba de una señal; que
el Señor nos estaba iluminando el camino.
-Mañana
mismo iré a la parroquia a hablar con el padre… Él sabrá comprender. ¿Quieres
acompañarme?
-Prefiero
que vayas tú solo, José. Me apenaría mucho que el padre lo tome a mal y…-
Entonces la angustia la venció y comenzó a lloriquear.
-Todo
va a salir bien. Debes tener Fe.
X
El
sábado a media mañana estaba en la puerta de la parroquia aguardando una
audiencia con el padre Sergio. Hacía diez minutos que esperaba y ya me estaba
poniendo impaciente. Si no se desocupaba pronto, me iba a marchar. Cada minuto
que pasaba se incrementaban mis dudas. Iba perdiendo el valor para explicarle
lo que estaba ocurriendo. ¿Y si el cura no interpretaba aquello como lo que era?
¿Y si cuando le dijera…?
-¿Qué
te trae por la parroquia un sábado, José?- Era la voz gruesa y gastada del
cura. –Imagino que no ha de ser tu espíritu solidario.
El
padre Sergio nunca fue un hombre simpático, aunque sabía manejar la ironía.
Siempre se caracterizó por su austeridad y su mal genio. Era un poco mayor que
mi padre, rondaría los sesenta años. Llevaba un bigote frondoso de color gris
ceniza, casi del mismo tono del cabello. Era un hombre de naturaleza robusta,
aunque la intensa actividad lo mantenía en forma. Como era habitual cuando no
daba misa, iba vestido con pantalón azul y camisa celeste con su
correspondiente cuello clerical. Era una persona de pocas palabras y mucha
acción. Era un hombre de carácter. Recuerdo que de niño le profesaba cierto
temor. El mismo que ahora revivía en mí con total intensidad debido al carácter
de mi visita.
-Hola,
padre… Lamentablemente, nada bueno me trae por aquí…
-Preferiría
que vayas al grano y me digas qué necesitas de mí un sábado. Porque no has
venido a ofrecer nada, ¿cierto?
-Cierto.
Me
invitó a pasar a la sacristía, donde había una pequeña mesa con dos sillas y
una cocina. Allí sirvió dos tasas de café y nos sentamos a conversar.
-Es
Verónica, mi esposa.
-Es
una chica dulce con un gran corazón. Nunca entendí por qué coños se casó
contigo. ¿Qué sucede con ella?
-Está
enferma, padre. Muy enferma.
El
padre me miró con incredulidad. Como si no fuera posible lo que le estaba diciendo.
-¿Enferma?
Pero si el domingo pasado estuvo aquí, trabajando codo a codo con… ¿Qué
sucedió?
-Todo
comenzó aquel mismo domingo…
El
padre Sergio escuchó atentamente mi relato sobre el desmayo, la clínica y mi
charla con el médico: -El médico dijo que su única esperanza es un milagro.
No
entraba mucha luz por la ventana de la sacristía y la cocina estaba fresca. Cuando
terminé mi relato solo se escuchaba el sonido de los pájaros del fondo de la
iglesia. El padre parecía consternado. Nunca lo había visto así.
-Un
milagro…- Repitió con voz queda. -Un milagro…- Susurró nuevamente antes de
terminar su taza de café. Parecía que no podía decir nada más. Se había quedado
sin palabras.
-Por
eso estoy aquí, padre.
El
párroco levantó la vista y me miró con atención y desconcierto. De su bigote aun
pendían gotas de café.
-Yo
no soy Dios; no hago milagros. Deberías saberlo si eres cristiano.- Dijo
tajante, mientras limpiaba con la lengua las gotas marrones de su bigote
entrecano. -Haría cualquier cosa que estuviese a mi alcance, pero solo soy un
hombre.
Ahora
fui yo quién acabó el café para forzar una pausa. Traté de impostar un tono
solemne y comencé con la parte más difícil:
-Verónica
tuvo una revelación, padre. Y allí se manifestaba que es usted quien puede
ayudar a sanarla. Usted es su única esperanza.
-¿Una
revelación? ¿De qué coño estás hablando?
-Es
muy duro lo que voy a contarle. ¿Está dispuesto a escucharme con atención?
-Solo
por la vida de esta jovencita, sería capaz de hacerlo. Ella sí vale la pena.
-Bien…
Entonces
le describí cada uno de los detalles del sueño recurrente de mi esposa. Él me
escuchó sin pronunciar palabra. Luego nos quedamos en silencio durante más de
media hora.
Cuando
el padre comenzó la oración, junté mis manos y lo acompañé.
-Ahora
quiero que me escuches tú a mí. Pero que me escuches como un cordero de Dios,
no como el patán egoísta y arrogante que eres.
-Por
su puesto, padre.
-Dios
se manifiesta de las formas más inesperadas, José.- Comenzó a decir el padre
con el tono austero y decidido de siempre. -Dios manifiesta su amor, pero
también exige sacrificios, renuncia y abnegación. ¿Entiendes eso?
-Si,
padre.- Dije sin poder levantar la vista. -Somos corderos de Dios y cumplimos
su voluntad.
-El
Señor nos muestra el camino, pero es nuestra voluntad poder enfrentarlo con
sacrificio.
-Verónica
tiene veintidós años… Y todavía no me ha dado hijos, padre. Si Él nos bendice
con el milagro, ella está dispuesta a hacer el sacrificio… me lo ha dicho.
-Ella
es una muchacha valiente… ¿Me pregunto si tú estás dispuesto a hacerlo?
-Soy
el único hijo varón de mi padre. Es mi deber cristiano darle nietos.
El
padre me miró directo a los ojos. Había rastros de ira en ellos.
-¿Sabes
por qué coños no te echo de esta iglesia a patadas en el culo, después de haber
escuchado las atrocidades que me has dicho? ¿¡Lo sabes!?
-Por
que… porque confía en mí, Padre.
-¡No!
No te confiaría a ti ni este par de zapatos viejos que llevo puesto. Te he dejado
hablar porque yo conozco ese sueño.
-¿Cómo?
-Hace
una semana que me atormenta la misma pesadilla. Tal como me la has contado.
-¿Entonces
es cierto? ¡Es realmente una revelación!
-No
los sé. Si es realmente un mensaje divino, o si solo se trata de un delirio místico
de tu mente fanática… ¡Igualmente tendrás que vivir para siempre con la
humillación sobre tu espalda, como un condenado!
Yo
bajé la cabeza. No podía sostener esos ojos enfurecidos. Entonces me cogió por
los hombros con fuerza y me espetó:
-¡Levanta
la cabeza, cordero!- Mi cuerpo tembló y
estuve a punto de perder el equilibrio. -¡A partir de ahora deberás ser
valiente! ¡Y deberás llevar siempre la vista en alto! Porque si no lo haces, no
podrás tolerar semejante humillación.
Luego
me soltó y se dirigió hacia la puerta. Antes de irse volvió a mirarme y allí
encontró mis ojos trémulos:
-Nos
veremos mañana, en el lugar y la hora que Él ha dispuesto para nosotros. Quiero
quitarme estos fantasmas que me atormentan por la noche, no me importa el
precio que deba pagar.
Y
cerró la puerta dejándome solo en la sacristía.
XI
Aquel
domingo fue el primero de nuestras vidas, hasta donde llegan mis recuerdos, que
no acudimos a la Iglesia.
Habíamos
pasado una buena noche pero, como cada una de las noches de aquella semana, Verónica
había vuelto a recibir el mismo mensaje. Todavía estábamos en la cama cuando le
pregunté:
-¿Y?
¿Fue igual?
-Exactamente
igual, tal como te lo he contado el primer día… Es como si cada vez actuásemos
el mismo guión… tengo memorizado cada detalle.
No
le dije nada sobre los sueños del cura. El día pasó sin sobresaltos. Nos
quedamos en casa haciendo trivialidades: mirando películas, comiendo, jugando a
las cartas. Intentando no pensar en lo que vendría después.
A
las once y media de la noche emprendimos nuestro camino hacia la parroquia.
Íbamos tomados de la mano y con paso lento. Era una noche oscura, veraniega y
solitaria. Una brisa cálida jugaba con la falda del vestido blanco de Verónica.
-Me
gusta ese vestido. Te queda muy bonito.
-Gracias.
Es el que llevaba puesto en mi sueño. Igual que tu remera azul y tus vaqueros.
Eso
sí que me sorprendió. Nunca me había comentado ese detalle, sin embargo, así
iba vestido. El primer escalofrío de la noche me recorrió la espalda, pero no
dije nada.
A
las doce en punto ingresamos a la parroquia sin soltar nuestras manos. La
puerta estaba abierta. El lugar estaba desierto y oscuro. El aire gélido de la
nave principal me erizó la piel del rostro. Parecíamos dos niños asustados colándonos
a hurtadillas en una mansión embrujada. El sonido imperceptible de nuestros
pasos parecía expandirse infinitamente en el eco del lugar. Casi se me para el
corazón cuando Verónica me apretó la mano con fuerza.
-¡Allí
está!
-¡Dios!
¿Dónde? ¿Qué cosa?- No sabía de qué me hablaba.
-El
reflejo…- Me dijo en un susurro. A unos cuantos metros sobre la derecha se
distinguía una luz mortecina. –Tengo miedo, José… Es como estar viviendo mi pesadilla…
-Para
eso estamos aquí… todo va a salir bien.- Hablaba tan despacio que no estaba
seguro que pudiera oírme. -Debemos estar tranquilos…
Sabíamos
de dónde provenía aquel reflejo trémulo y débil, y caminamos lentamente hacia
allí.
La
estructura de madera no alcanzaba a distinguirse en la espesa oscuridad, pero
ambos conocíamos la parroquia desde niños; sabíamos perfectamente que nos
dirigíamos hacia el confesionario. Nuestras manos húmedas permanecieron
apretadas; casi fundidas.
La
débil fuente de luz era un candelabro que se encontraba en el interior. Un solo
pabilo incandescente bastaba para iluminar el pequeño habitáculo de la
izquierda reservado a los penitentes, a quienes querían reconciliarse con Dios
confesando sus faltas. La luz se distinguía desde el exterior porque la pesada
cortina que lo aislaba de las miradas indiscretas, permanecía abierta. Hacia un
lado, tabique de por medio, se encontraba un segundo cubículo reservado al
sacerdote, al confesor. En lugar de una cortina, este segundo habitáculo poseía
una puerta de madera maciza. Sobre ella había tallada una cruz de unos cuarenta
centímetros donde descansaba la figura sufriente y despojada de Nuestro Señor
Jesucristo. La puerta se encontraba
entreabierta, pero ningún reflejo provenía del interior. Allí no había ni velas
ni candelabros, solo había oscuridad.
-Es
aquí.- Me dijo Vero con su último hilo de voz. -Aquí es donde transcurre la
pesadilla.
-Donde
el Señor se expresa…- corregí. -Dónde comienza el milagro.- Mis palabras eran
mucho más contenedoras que mi forma de enunciarlas.
-Ojalá
tengas razón, José…
-Todo
va a salir bien. Debes tener fe y ser valiente.- Le dije a ella para
tranquilizarme yo. Vero no respondió. Me apretó la mano con fuerza en señal de
despedida y luego me soltó para ingresar al confesionario.
El
sonido metálico de las argollas deslizándose por el barral, cuando Verónica
cerró la pesada cortina tras de sí, me heló la sangre. Yo sabía perfectamente
qué debía hacer, pero mis piernas no respondían. No era sacerdote y no me
correspondía entrar allí, pero debía hacerlo. Era la voluntad de Dios.
Me
persigné ante aquella imagen tallada en madera e ingresé al único habitáculo
que aun permanecía vacío. Cerré la puerta detrás de mí y me senté en el único
lugar posible: el banco de madera reservado al confesor. La única luz que allí se
divisaba provenía del espacio contiguo y se filtraba por la celosía de madera
que quedaba justo sobre mi oreja derecha. Por allí podía ver a Verónica de
frente, arrodillada y orando con sus manos entrelazadas a la altura del mentón.
Su frente casi se apoyaba sobre la celosía quedando a escasos centímetros de mi
propio rostro. Yo hubiese podido rozarla con la punta de mi dedo a través de los
listones de madera, aunque ella ni siquiera podía verme. Podía escuchar el
sonido de su respiración como si estuviese durmiendo junto a mí. Su extrema cercanía,
allí dentro, resultaba tan incómoda como inalcanzable. Podía observar su bello
rostro en detalle sin ser visto. Su piel blanca, su nariz pequeña, su cabello
rubio y ondulado. Y dos pesadas lágrimas que caían de sus ojos cerrados y
surcaban sus mejillas. ¡Era tan hermosa!
Biológicamente, era la madre perfecta para mis hijos. ¿Cómo podía estar
agonizando? ¿Cómo el Señor no haría un milagro para alguien como ella?
Tenía
ganas de decirle una vez más, con mucha más convicción, que no tuviese miedo,
que todo iba a salir bien… Pero no podía. Mi rol era oír y… observar. Ese era
el mensaje que Dios nos había dado; había que saber escuchar y obedecer.
Que
así sea.
XII
Esta
vez fue la sorpresa lo que me estremeció. El mismo sonido metálico de las argollas
de la cortina rozando el barral en el profundo silencio del confesionario, casi
me arranca un alarido de pavor. Tuve que taparme la boca con ambas manos para
no aullar como un cordero malherido en la oscuridad de mi guarida.
Por
el contrario, Verónica parecía inmutable. Para ella no había sobresaltos… ella
tenía grabado en su mente el guión completo de toda aquella escena. Yo todavía
tenía las dos manos sobre la boca cuando la sotana del padre Sergio entró en mi
campo visual a través de la celosía. No podía verle el rostro, pero sabía que
era él. Se detuvo detrás de Verónica y posó una mano sobre su hombro derecho. Sentí
que algo se cerraba en la boca de mi estómago. Me di cuenta que una parte de mí
tenía la certeza que el padre Sergio jamás asistiría a aquel encuentro. Pero
allí estaba, para llevar a cabo la obra de Dios.
Su
voz ronca quebró el pesado silencio que envolvía el ambiente.
-Hija.
¿Qué te trae por aquí a medianoche?- Parecía calmo y comprensivo, pero igual me
heló la sangre.
-He
venido a buscar el milagro, padre… Tengo solo veintidós años; no he llevado
hijos en mi vientre… no estoy lista para irme con Él… no todavía. Necesito que
me sane, padre. Que me libere de este mal que hoy me aqueja y me mata por
dentro.
A
pesar de su solemnidad, ella no estaba actuando. No repetía el libreto
memorizado de su obra trágica. Sus sueños habían sido una premonición. Habían
sido un recuerdo del futuro que en aquel instante se volvía presente.
-La
salvación está en ti, hija. El Señor está en ti.- Su voz era grave, pausada y
firme: -Hasta que no estés en paz con Él, no estarás en paz contigo.- El padre
Sergio también sabía al pie de la letra su parlamento. -Si Él ha tomado esa
determinación, ha de haber una razón… Dime… ¿Le has ofendido, hija? ¿Has
quebrado alguno de los sagrados mandamientos? ¿Has pecado?
A
pesar de la brisa gélida de la iglesia, sentía que un calor intenso comenzaba a
encenderme el rostro.
-Si,
padre…- Respondió ella en un susurro colmado de vergüenza. -Le he ofendido…
-Entonces
no podré otorgarte la salvación, hija. No hasta que tú misma no expíes tus
culpas y no limpies tu alma del pecado.
Verónica
permanecía con sus ojos cerrados, vertiendo lágrimas de culpa sobre sus
mejillas. Lloraba en paz mientras escuchaba las inflexibles palabras del padre
Sergio, quien permanecía a sus espaldas con su pesada y firme mano sobre su
hombro.
-Bendígame,
padre, porque he pecado… -Y tras persignarse continuó:
-Me
siento culpable de ser mujer… De no poder acallar este deseo irrefrenable que
no es satisfecho por… por quien es mi hombre.
-¡Dios
nos salva de la animalidad, y nos eleva dándonos el Alma!- Su ánimo se
alteraba. -¡Pero también nos bendice con el matrimonio para alcanzar la paz de
nuestra Alma!
-¡Pero
mi cuerpo no sabe de paz, padre…! Mi cuerpo se afiebra por las noches y no
encuentra calma ninguna… A estas horas mi piel se enciende hasta arder de deseo…-
Verónica había comenzado a transpirar. Podía ver las gotas ínfimas de sudor
brotando de su cuello. Su rostro se había arrebolado.
El
padre Sergio llevó su pesada mano hacia la frente de mi esposa para corroborar
sus palabras.
-¡Estás
ardiendo, muchacha!
-¿Lo
ve padre? Tengo que hacerlo… cada noche. Si no lo hago, temo arder en mi propia
hoguera.
-¿Hacer qué? ¿Qué es lo que haces en la
oscuridad de la noche mientras otros duermen?
Verónica
hizo una pausa larga y con voz afectada por la angustia finalmente confesó:
-Darme
baños prolongados, padre... Utilizar la esponja jabonosa o el chorro de agua
tibia… entre mis piernas. Contener la orina apretando los muslos hasta hacerme
encima… Rozarme con mis dedos, o frotarme entre las sábanas… Darme cariño,
padre…
-¡Dios
santo! ¡Eres una oveja descarriada!- La voz del padre Sergio comenzaba a
preocuparme y a… atemorizarme. -¿Qué otras inmundicias haces? ¡Dilo ahora
mismo! ¡Confiesa!- Verónica temblaba de miedo mientras la mano que el padre
Sergio posaba en su frente comenzaba a descender hacia su rostro arrastrando
sus lágrimas, para posarse finalmente en su cuello. -¡Sucia, lasciva! ¡¿Con qué
más atrocidades laceras tu cuerpo y ofendes al Señor!?
-También
sujeto mi móvil, padre…- Pudo articular entre sollozos. -…lo sujeto entre los
muslos y lo hago vibrar en silencio…- La mano del padre Sergio recorrió el
cuello de Verónica por debajo de su barbilla.
-Lo hago vibrar allí, justo allí, padre… También me siento sobre la
almohadilla térmica y me froto sobre ella hasta… empaparla. ¡Oh, padre! ¡Siento
tanta pena de mí!
-¡Basta
condenada! ¡Basta de blasfemias! ¡Estás invocando al demonio en la casa del
Señor! ¡Tu piel está húmeda de pecado y arde como el infierno!- Los dedos del
cura descendieron desde el cuello hasta el escote cerrado de su vestido y se
introdujeron en él hasta alcanzar uno de sus pechos. Fue como si me propinaran
un puñetazo directo sobre la boca del estómago.
El
padre Sergio estaba dispuesto a sacrificarse para producir el milagro. A eso se
debía su ira. Esto me dio fuerzas para seguir adelante a pesar de las
aberraciones que estaba escuchando de los labios de mi esposa.
-¡Con
estas mamas alimentarás a tus hijos, desdichada!- Sentía nauseas al ver como la
mano abierta del padre Sergio se movía
en círculos por debajo del vestido de Vero.
-¡Oh,
padre! Es usted tan duro conmigo… pero sus manos son tan… Nunca me habían
tocado de esa manera…
-¡Mira
lo que te ha dado el Señor! ¡Te ha bendecido con estos pechos firmes y
generosos para que tus vástagos nunca
pasen hambre!
-Siii..
padre…- Verónica no parecía ispuesta a dialogar… estaba perdida en la caricia
que le propinaba el sacerdote. ¡Cómo podía ser tan sucia una mujer! ¡Mí mujer!
-¡Debes
sentir vergüenza, hija!
-Pero
siento deseo, padre. Y cada vez más…
-¿Deseo
de ser madre?
-¡Nooo..!
¡Oh no, padre! Deseo de gozar… de gozar como mujer…
Yo
no podía creer lo que estaba escuchando de los labios de mi propia esposa. Nunca
había sido tan explícita en su relato. Sentía piedad por ella, por su
enfermedad… Pero también sentía asco y odio; odio por vivir en el pecado; por
su blasfemia en aquel lugar sagrado; por no poder contener sus pasiones carnales.
Ella necesitaba un castigo y el padre Sergio debía dárselo; debía castigarla
para curarla, para producir el milagro.
Ante
estas palabras, el sacerdote retiró la mano que apresaba el pecho de Verónica y
volvió a hablarle con tanta rudeza que
sentí vergüenza de ser su esposo.
-¡El
Señor te ha condenado por vivir en el pecado; por no refrenar tu lujuria de
hembra caliente!
-Pe-pe…
perdón, padre. -Verónica había vuelto a lagrimear presa de la culpa que la
devoraba el alma. Podía ver a través de la celosía de madera cómo ella misma se
aferraba sus pechos intentando ocultar el sucio deseo que todavía irradiaban.
-¡Solo
tendrás una segunda oportunidad si eres capaz de tolerar tu castigo!
-Sé
que lo merezco…- murmuró entre sollozos - soy joven y quiero vivir, padre.- Los
finos cabellos rubios se adherían a su rostro empapado de sudor y lágrimas.
-¡Dí
que aceptas el castigo que el Señor ordena! ¡Dilo, perra infiel y blasfema!
-¡Deme
mi castigo, padre! ¡Castigue a esta sucia hembra pecadora!- Verónica estalló en
sollozos.
-Veo
que todavía eres capaz de mostrar algo de dignidad.- No podía verle la cara al
padre Sergio, pero imaginaba ese rictus autoritario que tanto temía en mis años
de infancia. -Ahora, ponte de pie y quita ese sucio lienzo que recubre tu piel.
¡Hazlo ante los ojos de Dios y de tu marido que observa con vergüenza desde la sombra
los vicios de una hembra que le juró fidelidad eterna! ¡Desnúdate ante Dios y
ante tu esposo! ¡Humíllate ante ellos!
Verónica
escuchaba aquellas palabras con la cabeza gacha y los ojos apretados,
intentando contener su angustia. Luego se puso de pie y su rostro salió de mi
vista. La luz mortecina del candelabro iluminaba su vestido blanco a la altura
de su talle. Pero aquella visión duró apenas unos segundos. La tela blanca se
desplomó de su cuerpo exhibiéndolo por completo. Fiel a sus recuerdos
nocturnos, ella no llevaba ropa interior. A la altura de mis ojos solo quedaba
expuesto su liso vientre, su ombligo y su pubis lampiño. Sentí que me invadía
un intenso calor y empecé a orar en silencio para que todo aquello terminara lo
antes posible, pero no quité la vista de allí. No podía quitarla. Debía ser
testigo obligado de todo. Así lo quería Dios.
Justo
detrás del cuerpo frágil y desnudo de Verónica se veía la tela inmutable de la
sotana del padre Sergio:
-El
Señor te ha brindado este cuerpo de ángel…- y aferró a mi mujer desde atrás
posando ambas manos sobre sus caderas.
-¡Y tu lo perviertes como una zorra!
-Lo
siento, padre…- Su murmullo denotaba abatimiento. -Quiero el castigo que merece
mi falta para volver a ser pura... ¡Que el Señor decida sobre mi voluntad!
Inmediatamente
las manos fuertes del cura giraron el cuerpo de Verónica noventa grados
quitándome su pubis de la vista. Agradecido, me persigné en silencio. Ahora, a
través de los listones de madera, se exhibía la cara externa de su muslo, su nalga redonda y apenas un poco
más arriba de su fina cintura.
-¡Apóya
tus manos contra la pared, pecadora, y prepárate para recibir el castigo!
Verónica
obedeció inmediatamente y estiró su tronco hacia delante sin mover sus pies del
suelo. El cura se ubicó tras su espalda y apoyó su pesada mano abierta sobre la
nalga blanca de mi esposa. Ella dio un respingo al sentir el contacto y a mí me
corrió un frío helado por la espalda. Aquella mano, con sus cinco dedos
extendidos, se deslizó en círculos por la piel blanca y erizada de la nalga de
Verónica. Lentamente… una… dos… tres veces. Luego el padre quitó repentinamente
la mano en un movimiento brusco.
Lo
que sucedió a continuación provocó mis primeras lágrimas de aquella noche. La
mano abierta del cura impactó como un latigazo contra la nalga desnuda de mi
esposa haciéndola vibrar: ¡PLAF! El sonido alto y seco del golpe de la carne
contra la carne explotó en mi mente como una bofetada. Pero también clavó una
aguja en mi bajo vientre. El aullido contenido de Verónica me revolvió las
tripas y sentí una arcada. El padre Sergio volvió a retirar la mano de la nalga
de Vero, pero allí quedaba el contorno rosado de su presencia: la palma y sus
cinco dedos. Disfruté de aquella marca. ¡Merecía el castigo! Y sin quererlo
llevé mi mano hacia mi entrepierna.
El
segundo impacto fue más violento; más desgarrador. Verónica pudo contener solo
en parte su aullido. La carne tembló bajo la luz de la vela en el momento del
impacto, y cuando el padre Sergio retiró su mano, la marca rosada se había
convertido en un tatuaje bermellón.
A
partir de allí, los azotes se sucedieron uno tras otro, algunos con igual
intensidad que el anterior, otros con intensidad mayor. Verónica gritaba
inmediatamente después de cada impacto y no dejaba de jadear en cada intervalo.
Su respiración se aceleraba. Su carne estaba roja y tensa como la piel del
tomate. El padre alternaba sus azotes entre una y otra nalga.
No
sentía pena por ella. Gozaba viéndola pagar tanta lujuria.
Cuando
finalmente se detuvo, ya había perdido la cuenta de los impactos. Por un
momento pensé que todo había acabado ya… Pero sabía que no era así. Verónica me
había contado la película hasta el final.
Después
de un prolongado silencio, solo interrumpido por la respiración acelerada de mi
esposa, la voz del padre retumbó una vez más en el pequeño habitáculo del
confesionario. No había nada de piedad en ella.
-¡Deja
de llorar como una mocosa…! ¿Estás lista para brindarte a Dios? ¿Para ofrecerte
al Señor ante los ojos compasivos y humillados de tu esposo?
-Si,
padre… Él me dará… me dará la salvación…
Cuando
vi la mano del sacerdote sumergirse en su sotana, supe que realmente no estaba
preparado para ver lo que vendría a continuación. Y cuando finalmente sucedió,
no podía dar crédito a mis propios ojos… Aquello era una daga gruesa y venosa.
Yo creía que todos los hombres estábamos modelados de la misma materia… pero
esto era diferente… era mucho más grueso y más grande que… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Va
a lastimarla! ¡Ella no va a poder soportar semejante…!
El
cura tomó su estaca por la base y apuntó hacia el centro de las carnes
enrojecidas de mi esposa. Estaba por intervenir para pedirle al padre Sergio
que se detuviera, cuando su voz autoritaria retumbó en aquel pequeño espacio
una vez más.
-¡Reza,
pecadora! ¡Ora… que el Señor va a ser en ti!
Verónica
comenzó a rezar en voz alta...
-Padre
Nuestro que estás en los cieloooOOOOO… -Y el padre empujó su cuerpo contra el
de ella con todas sus fuerzas, y la estaca se clavó en el cuerpo de mi esposa
arrancándole un alarido desgarrador.
Tuve
que contener las arcadas colocándome ambas manos sobre la boca.
-¡Continua
con la oración, perra blasfema! ¡No te detengas ni un segundo!
-¡…OOOOSAN!
saan… santificado sea tu nombre…
El
padre permaneció un instante adherido a ella, a su cuerpo, mientras la escuchaba
orar. Luego comenzó a moverse hacia atrás y hacia delante, siempre aferrado a
sus caderas. En mi campo visual observaba el culo de Verónica inflamado por los
azotes y la daga del padre Sergio que surgía desde su sotana y se encarnaba en
el cuerpo de mi esposa una y otra vez. Entrando y saliendo. Perforando su carne
frágil.
-…háááágase…
tu… tu… tu voluntaaad… ¡Oh, padre! ¡Castígueme!
-¡Sigue
orando, insolente!
El
padre Sergio arremetía cada vez con más fiereza contra la parte posterior del
cuerpo de Verónica. La taladraba con su mecha divina.
-…El
pan nues… nuestro de cada día… Oh, oh… si… si… ¡dánoslo, dánoslo, démelo tooodo… hoyyy!
El
sacerdote había empezado a gruñir como si el demonio de mi esposa lo hubiese
alcanzado también a él. “Se lo está quitando”, pensé, “de alguna manera se lo
está quitando”. La mantenía aferrada por las caderas mientras bombeaba violentamente
su pistón celestial entre las carnes tibias de mi amada.
-¡Ah,
ah, ah..! Y… y perdona nuestras… nuestras ofensas. ¡Pero no se detenga! ¡No
deje de hacerlo! ¡Asi! ¡Oh, Dios! ¡No nos dejes caer en la tentación! ¡Ahhh! ¡Ya
no puedo contenerme! ¡Estoy llena de gracia! ¡Voy a explotarrr! ¡Fólleme,
padre! ¡Fólleme como Dios manda! ¡Así! ¡Así! ¡Ahhhhh!
Lo
que siguió a continuación me desagarró el alma. El alarido de Verónica debió
escucharse desde la calle, cuando el padre Sergio se enterró en lo más profundo
de su ser, quedando inmóvil y completamente adherido a ella. Yo no podía
quitarles la vista de encima a través de la celosía de madera que nos separaba.
Sentía que era yo quien estaba viviendo mi propia pesadilla. Una pesadilla que
nunca había soñado.
-…y no nos dejes caer en la
tentación…- Esta era la voz grave del padre Sergio, quién se disponía a
terminar la oración inconclusa: -…mas líbranos del mal. Amén.
-Améééén.- Repitió Verónica en
un susurro mientras exhalaba todo el aire que quedaba en sus pulmones.
Luego el cura se retiró de su
cuerpo. Su cetro estaba empapado y destellaba a la luz de la vela, pero
rápidamente fue ocultado bajo la sotana. Verónica permanecía con todo su tronco
inclinado hacia delante. No alcanzaba a distinguirlo, pero probablemente aun
sostenida con las palmas de sus manos apoyadas contra la pared.
El
ruido de las argollas metálicas deslizándose por el barral anunció la partida
del sacerdote. Verónica se incorporó lentamente, dándome la espalda, y ofreciéndome
la visión más pecaminosa de su anatomía que había tenido jamás delante de mis
ojos. Aun vuelve en mis peores pesadillas. Su trasero, en todo su esplendor, con
la piel tensa y rosada por los azotes, quedaba perfectamente enmarcado en el
vano de la celosía. Cuando se hincó a coger el vestido, pude distinguir su intimidad
como nunca antes lo había hecho. Sus carnes íntimas asemejaban una boca carnosa
de labios hinchados; una baba blanca y espesa pendía de ellos y caía lentamente
impregnando sus muslos con peculiar adherencia. Ya era suficiente. Eso no
estaba en el guión… Hasta allí llegaba el mensaje divino.
Me
incorporé en silencio y abandoné el confesionario y la parroquia. Mi cabeza ya
no entendía ni de enfermedades ni de milagros; ni de vida ni de muerte. Solo
quería despejarme, respirar, abandonar aquel lugar lleno de vicio y terminar
con mi propio calvario.
Cinco minutos más tarde Verónica
también salió de la iglesia con su vestido blanco, impecable, hermosa. Nos
miramos poco y no hablamos casi nada durante el camino de regreso. No podía
tomarla de la mano. Ni siquiera podía rozarla. Como si aquella celosía de
madera del confesionario se hubiese convertido en una membrana infinita entre
mi cuerpo y el suyo.
XIII
Durante
la madrugada no hubo sueños ni premoniciones. Por primera vez en muchas noches
el Señor no se había manifestado. Por la mañana, aun antes del llamado del
despertador, ya estábamos despiertos y en silencio. Nadie se atrevía a decir
nada hasta que ella decidió tomar la iniciativa:
-¿Cómo te sientes?- Me preguntó con voz
natural, completamente despojada de emociones.
-¿Yo? Bien. ¿Y tú?
Hizo una pausa mientras sus ojos
estudiaban cada detalle del cielorraso del cuarto.
-Supongo que igual que ayer.- Dijo
finalmente.
-No crees que haya sucedido el… el
milagro… ¿verdad?
Entonces se volteó sobre la cama y
me miró directamente a los ojos.
-Por supuesto que ha sucedido un
milagro, mi amor…- Su voz sonaba ahora menos distante; más contenedora.
-¿Estás…? ¿Estás segura? Quiero
decir…¿Tu enfermedad ya..?
-José.- Me detuvo. -No se si voy a
vivir o voy a morir. Pero el milagro ha sucedido. De eso no hay dudas.
-Pero…- La seguridad de su voz, tan
poco frecuente en ella, me inquietaba aun más que aquel estúpido enigma. -No te
entiendo, Vero.
-¿Qué es lo que no entiendes? Si tú
mismo has sido testigo del milagro, mi amor.- Ahora me miraba expresando piedad
por mostrarme tan ingenuo.
-Explícate mujer, y deja ese tono
superado, porque me…
-Por primera vez en mi vida he
sabido lo que se siente gozar con un hombre, José: he tenido un orgasmo. Ahora,
si sobrevivo a esta enfermedad, podré darte hijos con gusto; pero si no la
hago, si muero, moriré feliz por haber sido plenamente mujer, aunque solo haya
sido una vez.
-¡Basta!- Mi corazón latía con
fuerza y por primera vez en mi vida tuve que contenerme para no propinarle una
bofetada a mi esposa. -¡Te prohíbo que vuelvas a hablar de lo que pasó! ¡Nunca
volveremos a hablar de eso! ¡Así vivas o mueras! ¡Jamás hablaremos de eso!
Verónica
volvió a mirar al cielorraso y retomó aquel tono impersonal y carente de emociones:
-Como
tú quieras, amor.
Después
de un siglo de pesado silencio, el despertador finalmente sonó con el pulso
agudo y monocorde de cada mañana. Había llegado el lunes…
XIV
El
día que Verónica debía volver a la
Clínica para hacerse la tomografía de rutina. Esto no parecía
entusiasmarla demasiado. No quería volver a ver a los médicos; no quería volver
a enfrentarse con la enfermedad.
-No
quiero ir.
-Es
importante que te hagas el control.
-Si
me voy a morir, no quiero saber cuantos días me quedan.
-Vero,
todos hemos hecho un sacrificio muy importante como para que te comportes como
una…
-¡No
digas “todos” si solo piensas en tí, José!
-No
digas eso.También pienso en mis futuros hijos.
Lloró
un buen rato y unas horas más tarde ya estaba lista para acudir a la Clínica.
Después
de hacerse el estudio, el médico nos pidió que aguardásemos unos minutos fuera
del consultorio para informarnos sobre los resultados.
Mientras
Vero se encontraba dentro del tomógrafo, el doctor me había anticipado que esta consulta solo se
realizaba para cumplir con el protocolo de rutina y no para esperar un cambio
sustancial en el diagnóstico, que ya era definitivo. En pocas palabras me había
dicho que no alimentara falsas expectativas sobre la salud de mi esposa.
Obviamente no le comenté nade de esto a Verónica durante la interminable media
hora que duró la espera.
Cuando
finalmente el médico apareció con su ambo celeste y su estetoscopio colgando
del cuello, sabía que no traía buenas noticias… y así fue.
-Lo
siento, señorita, pero… vamos a tener que repetir el estudio.
-¿Qué
sucede?- Me adelanté.
El
médico me miró con expresión de duda.
-Seguramente
algún problema técnico en la toma de las imágenes. Síganme, por favor.
Repitieron
el examen. Esta vez el médico permaneció en absoluto silencio. Luego regresamos
a la sala de espera.
-Me
quiero ir de aquí, José. Ahora mismo.
Todavía
no habían pasado ni diez minutos de la segunda espera.
-Voy
a decirle al doctor que…
Pero
en ese preciso instante el médico abrió la puerta del consultorio y nos hizo
pasar.
-Tomen
asiento, por favor.
Giró la pantalla del monitor que había sobre
su escritorio para que pudiésemos observar. Allí se mostraban un conjunto
ordenado de manchas que, intuimos, eran
imágenes del cerebro de Vero.
-Estos
son los resultados de la semana pasada.- Con la punta de su lapicera señaló un
círculo blanco que aparecía en una de las imágenes. -Este es su tumor,
señorita.
-Señora.-
Corregí. -Estamos casados.
-Como
sea. Este es su tumor.
-No
entiendo para qué me muestra esto, doctor.- Dijo Verónica con voz quebradiza.
-Prefiero no saber…
-Insisto.
Es importante que note la siguiente diferencia. Preste atención.
Ahora
el médico sumó una nueva imagen idéntica a la anterior dividiendo la pantalla
en dos.
-Esta
es la nueva tomografía.- Y volvió a llevar la punta de la lapicera hacia
aquella mancha de la muerte. -Y este es su tumor.
-Ya
nos mostró eso, doctor.- Intervine algo impaciente. -Mi esposa le dijo que ya
era suficiente. Si Dios quiere que…
-¿De
qué Dios me habla? ¡Coño! ¡¿Qué no nota la diferencia!?- Ahora era el médico
quien había perdido la paciencia.
En
ese momento Vero me apretó la pierna por debajo del escritorio y yo di un
respingo.
-El
nuevo…- susurró ella -el nuevo es más pequeño.
-¡Exacto!
¡Y que me joda un burro en celo si no es así! ¡De hecho es casi un cuarenta por
ciento más pequeño!
-¡Doctor!
¡Hay una dama, le ruego que modere su vocabulario!- Yo todavía no había
entendido a qué venía tanta noticia.
-¡El
puto tumor que tiene en su cabeza, jovencita, se redujo casi en un cuarenta por
ciento en una semana! ¡Nunca en mi vida había visto algo igual! Pensé que algo
andaba mal con la primera tomografía que tomamos hoy; que debía haber un error,
pero… ¡La segunda fue exactamente igual!
El
médico estaba completamente excitado por el hallazgo y no podía contener su
verborrea. Yo, poco a poco, comenzaba a entender… ¡El milagro realmente había
sucedido!
-Mi
amor…
Pero
Verónica no quitaba los ojos de las incomprensibles imágenes de su cerebro que
mostraba el monitor. Movía los labios con intención de hablar, pero no emitía
un solo sonido; hasta que finalmente pudo articular una palabra:
-Fun…
funcionó.
-¿¡Qué
coños fue lo que funcionó!?- Intervino el médico exaltado. -¿Ha estado tomando
algún tipo de medicamento? ¿Ha visitado a otro profesional? ¿Ha hecho alguna
terapia? Es muy importante que me diga exactamente qué demonios…
-¡Fue
una cuestión de Fe, doctor!- Ahora era yo el exaltado.
El
médico me miraba como si estuviera perdiendo el juicio, entonces intervino
Verónica.
-Todo
empezó con una pesadilla, doctor. Yo estaba en la iglesia, de madrugada, con mi
vestido blanco… iba a confesarme. José estaba conmigo… muy cerca… aunque quien
estaba realmente conmigo era el cura, él me…
-¡Cállate,
mujer!- No podía creer que fuera a contarle la verdad sobre todo lo que había
sucedido. Entonces me dirigí personalmente al especialista:
-Vea,
doctor… Yo sé que estas cosas no están bien vistas por la medicina tradicional,
pero… hemos seguido una terapia alternativa basada en la Fe. Usted sabe que
ante la desesperación uno recurre a sus creencias… y a lo primero que se le
presenta… No se ofenda, pero la verdad es que, tanto mi mujer como yo,
preferiríamos mantener ciertos detalles en reserva… ¿Se da cuenta?
-¡Pues,
me da igual! No se qué clase de magia negra, hechizo o brebaje le han
administrado, señorita…
-Señora.-
Corregí una vez más.
-Como
sea. Lo único que puedo decirle es que los efectos son realmente sorprendentes.
-Entonces…
¿Mi vida ya no corre riesgo, doctor?
-Momento…
momento.- El doctor tomó aire e intentó recuperar el tono profesional que en un
momento parecía haber olvidado. -Me temo
que el sesenta por ciento del tumor que usted tenía en la cabeza la semana
pasada, todavía sigue allí, y va a matarla de cualquier manera mucho antes de
que le salgan las primeras arrugas.
-Quiere
decir que de todas formas yo…
-Quiere
decir que… si yo fuera usted, señorita, volvería a aplicarme la puñetera
terapia cada día. ¡Me daría una sobre dosis de pezuña de gasto castrado con leche
de murciélago virgen, o de lo que mierda sea que consista su tratamiento! ¡Pero
que arroja unos resultados de puta madre! Y luego haremos un nuevo monitoreo el
jueves para saber si definitivamente la ciencia no sirve para una mierda y
debemos convertirnos todos en monjes tibetanos.
XV
Más
de tres semanas ha durado el exitoso tratamiento en el confesionario.
El
padre Sergio ha dejado los hábitos, pero ha ganado con justicia la fama de
sanador entre las mujeres del pueblo.
Con
Verónica no hemos vuelto a hacer el amor desde nuestra noche de bodas. De
hecho, no creo que pueda volver a tocarla jamás después de la humillación que
he vivido durante todo el tiempo de la terapia.
De
todas maneras hoy mi mujer goza de muy buena salud y lleva un niño en su
vientre.
-Tanto
he tenido a Dios dentro de mí, que me ha bendecido con un hijo, como a María.-
Me dijo.
-Entonces
le pondremos Jesús.- Le contesté.
Que
así sea.
1 comentario:
El comienzo del relato es espectacular. La ambientación creada es magnífica.
Sin embargo, el final desvaría y todo el racionalismo inicial se vuelve esoterismo puro y duro. Y no digo que esté mal, pero el contraste es demasiado grande. A lo mejor es premeditado.
Como decía, la ambientación me parece muy bien conseguida. Pero no me he creído a los personajes.
José demasiado creyente y obsesionado con tener hijos. Verónica demasiado salida, si se ha mantenido virgen hasta el matrimonio ahora no entiendo que no pueda aguantar sin masturbarse de las mil y una formas que lo hace.
No sé porqué el cura y el médico hablan igual. No me veo a ningún profesional de ambas ramas usando la palabra "coño" cada dos por tres.
En resumen: un gran inicio con una gran ambientación que se trunca a partir del ritual hasta llegar a un final un poco rocambolesco.
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