El
crepúsculo dio paso a una noche despejada en la que las estrellas brillaban con
igual intensidad que las lejanas luces de Portsmouth. “Sin duda alguna, la
madrugada traerá densas nieblas”, pensó el capitán O’Brian mientras llamaba a
un grumete con un movimiento de su mano.
–Perry,
transmita la orden al oficial de derrota de entrar a puerto a cangreja y mesana,
que el piloto fondee delante del almirantazgo.
El
muchacho se precipitó bajando la escalera del castillo de proa en busca de su
superior. El capitán tenía sentimientos contrapuestos; de un lado, añoraba Gran
Bretaña, hacía más de dos años y siete meses que partiera hacia el mar Caribe.
De otro, temía enfrentarse con la cruel realidad que allí le aguardaba. El
valor nunca le había abandonado cuando de enfrentarse a un enemigo se trataba,
mas las letras de cambio, los préstamos y sobre todo la familia, eran
cuestiones que le asustaban.
El tenso
silencio que se había respirado hasta el momento se rompió con una sucesión de
gritos e imprecaciones. El gruñido de las tablas al ajustarse, fue sustituido
por el corretear de cientos de pies descalzos.
–Señor
Tyler, organice el desembarco. Quiero que permanezca una dotación para la
supervisión de las cubiertas y de los aparejos. Mañana temprano vendrá el
contador del almirante. Deseo que la
Pandion luzca mejor que cualquier navío de la Armada Real.
Lentamente,
se fueron distinguiendo los edificios del puerto y los mástiles de los barcos
que allí se encontraban amarrados. La fragata se detuvo a una distancia de tiro
de cañón del muelle principal. Se podía ver claramente el bote de los
funcionarios de puerto acercándose rápidamente. En el momento que subieran a
cubierta, los doscientos marineros de la tripulación serían libres de
enriquecer las tabernas y los burdeles de todo Portsmouth.
El
capitán se alejó del pasamanos en dirección al castillo de popa. “Espero que
ese mastuerzo haya planchado correctamente mi camisa. Es la última oportunidad
que le doy, a la próxima le paso por la quilla”. Patrick O’Brian maldecía la
incompetencia de su paje.
Nada más
entrar en el camarote, el joven mulato saltó como un resorte alzando los
calzones negros del capitán.
Patrick
se dejó vestir sin dejar de observar con su penetrante mirada los quehaceres de
su ayuda de cámara. El joven sudaba profusamente ante el examen al que le
sometía su superior. Todo el mundo respetaba y temía al capitán. No sería la
primera vez ni seguramente la última, que pasase a un marinero por la quilla al
anudar mal un cabo.
Sus
oscuros ojos y la cicatriz que partía por la mitad su ceja izquierda, le
conferían un aspecto peligroso. Sus casi seis pies y medio y sus doscientas
libras de peso, le hacían parecer un gigante. Un gigante que era justo y benévolo
pero que podía transformarse en segundos en un ser cruel y sanguinario. No
obstante, el nombre de la
Pandion y de su capitán hacían temblar de miedo a los
comerciantes españoles y franceses.
El joven
mulato peinó el largo cabello azabache recogiéndolo en una cola. Tras esto,
sujetó la parda guerrera para que su capitán introdujera los brazos por las
mangas.
Patrick O’Brian
se sentía extraño cada vez que usaba calzones de diferente color al blanco y
mucho más cuando su guerrera no era la habitual azul de botones dorados. El
hombre tomó de manos del muchacho un portafolios con la documentación más
sensible y subió hacia la cubierta superior.
Los
remeros y su bote ya le aguardaban meciéndose plácidamente junto al casco de la Fragata. Haciendo
gala de agilidad a pesar de su corpulencia, Patrick se descolgó por la borda
aferrado a un cabo. Aterrizó con soltura encima del bote e inmediatamente, los
marineros comenzaron a remar en dirección al muelle.
Nada más
atracar, se dirigió a la zona noble del puerto con una escolta de cuatro
marineros. El capitán Cook era el burdel más selecto de toda la ciudad. Las
putas desdentadas y el aguardiente estaban bien para los marineros pero no para
un capitán.
El humo
de habano y la música de violines recibieron al marino nada más entrar en el
gran salón. Un par de hermosísimas jóvenes se acercaron presurosas a darle una
calurosa bienvenida. Patrick, tomando a cada una del talle, se dedicó a
observar a los oficiales que atestaban el local. Los uniformes azules y blancos
eran minoría. Se dejaba notar por todo el reino la libertad con la que el
almirantazgo y el rey concedían patentes de corso. Su amada Royal Navy
agonizaba frente al empuje de los sublevados de América del norte y de los bonapartistas.
Ninguno
de los capitanes allí reunidos merecía que perdiera el tiempo en saludos de
falsa amistad. El alto hombre se dedicó a observar las dos mozas que tenía
sujetas mientras se dirigía a una mesa del fondo.
La de su
derecha era una fuerte joven de abundantes carnes. Su rostro inocente y pecoso
combinaba deliciosamente con su cabellera de fuego y con sus ojos verdes. La
jovencita que colgaba de su brazo izquierdo era una esbelta rubia de ojos
claros que sonreía lánguidamente. Ninguna de ellas tenía los grandes ojos
pardos de Florence ni sus oscuros rizos. Mandó aquel recuerdo de un cuerpo bronceado
entre sábanas revueltas al fondo de su memoria. Se obligó a retornar de Kinston
a Porstmouth. El limpio cielo de Jamaica y sus cálidas aguas estaban muy lejos
ahora.
Al momento
de sentarse en una de las mesas del fondo, un camarero solícito tomó nota de la
comanda. Vino especiado para las damas, brandy para el capitán.
El alcohol
y las manos femeninas comenzaron a despertar su aletargada hombría. Tras la
tercera copa, el capitán solicitó al camarero una de las habitaciones del Cook.
Nada más
adentrarse en la estancia, las jóvenes se abrazaron al cuerpo del capitán
buscando sus labios con insistencia. La que obtuvo su premio fue Mary, la delgada
rubia. Mientras tanto, Alice fue desabrochando su guerrera.
El
capitán fue desatando los nudos que cerraban el vestido de la delgada muchacha.
No se podía negar que era una guapa moza. La prenda cayó a los pies revelando
un corpiño y unos calzones con elaborados encajes. Por su parte, la opulenta Alice
no necesitó de las manos masculinas para desembarazarse de sus ropas.
Cuando
Patrick se giró, pudo observar a la guapa joven completamente desnuda. Sus
grandes pechos se alzaban al compás de su respiración agitada. Aquella piel
marmórea de la pelirroja le trasladó por contraste a las noches de pasión
vividas con Florence.
Comenzó a
sentir que todo aquello le disgustaba, no tan solo las dos putas portuarias, por
caras que fuesen, también la humedad fría del ambiente, los viejos edificios de
piedra, la hipocresía británica… Debía andarse con cuidado, un traspiés y le
acusarían de traición a la corona.
Por fin,
el corpiño de Mary acompañó a su vestido en el suelo. La propia muchacha había
agilizado la tarea desanudando los calzones y dejándolos caer al piso.
Se sentó
sobre el mullido lecho con la rubia Mary sobre sus rodillas. Besó el cuello de
la muchacha mientras sus manos se deleitaban con los pequeños y turgentes
senos. La pelirroja, tras él, se afanaba en desabrochar la camisa del capitán.
No
tardaron mucho tiempo las dos profesionales en tender al lobo de mar cuan largo
era sobre el colchón. Cada una se situó a uno de sus costados comenzando a
acariciar todo su cuerpo. Las atenciones de las fulanas iban en aumento ante la
falta de reacción de la virilidad del hombre.
Alice
gateó sobre la cama hasta llegar a la altura de la entrepierna de Patrick. Con
sus grandes tetas, comenzó un masaje sobre la fláccida polla y las pelotas.
Mary continuaba cubriendo el torso de apasionados besos.
O’Brian
se concentró en reaccionar. Envió a lo más profundo de su mente el recuerdo de aquella
piel aceitunada y se dispuso a dejar su hombría a la altura de su fama como
marinero. Bajo ningún concepto se podía permitir que alguien pensase que ya no
le atraían las pálidas británicas.
Poco a
poco, la herramienta del capitán comenzó a tomar una consistencia pétrea. En el
momento que Alice se la introdujo en la boca ya había alcanzado su máxima
expresión. Mientras tanto, las pequeñas tetas de Mary eran objeto de los
lametones y mordisquitos de O’Brian.
La boca
de la pelirroja estaba haciendo un trabajo sensacional. No era comparable a los
carnosos labios de Florence, pero a más de tres mil millas, el hombre no podía
reclamar nada mejor. Algo como aquello sería una acción impensable para su
esposa que le aguardaba a varias yardas de allí.
La
habitación se fue caldeando a medida que los cuerpos desnudos se frotaban y las
gargantas emitían profundos jadeos. El capitán retiró la cabeza de bucles rojos
de su entrepierna. Si aquella chiquilla seguía así no tardaría en derramar toda
su esencia. Se incorporó sobre sus rodillas y aferró el talle de la joven
rubia.
Mary
estaba bien acostumbrada a cumplir los deseos de su clientela. No eran pocos
los que la querían tomar a cuatro patas como si fuera una perrita buena. Lo más
sorprendente fue que aquel apuesto capitán comenzase a lubricarle el culo con
su saliva.
–Capitán,
por favor, por la otra puerta –dijo la atemorizada joven con toda la educación
que fue capaz.
Patrick O’Brian
hizo oídos sordos a las súplicas de la joven Mary. Continuó escupiendo e
introduciendo su saliva en el estrecho ano. Para Florence recibirle por detrás
no suponía el más mínimo problema; es más, lo disfrutaba tanto como él. Deseaba
probar aquel culito prieto que, salvo el tono de piel, tanto le recordaba al de
su amante allén de los mares.
Un grito
ahogado surgió de la muchacha cuando la cabeza de la enorme verga comenzó a
penetrar en el estrecho agujero. Alice se había colocado junto a su compañera
acariciando sus cabellos con el objetivo de tranquilizarla en lo posible.
El
capitán sentía cómo las entrañas le rechazaban. Esa resistencia le encantaba. Era
como cuando su sable penetraba entre las costillas del adversario. Le hacía
sentirse poderoso. Enardecido por los recuerdos de las muchas batallas vividas,
empujó con contundencia sin prestar la menor atención a los alaridos de la
chica.
Cuando
sintió que sus pelotas golpeaban contra la entrepierna femenina, se detuvo unos
instantes. Aquella pausa, junto a las caricias de la pelirroja, lograron tranquilizar
mínimamente a la dolorida muchacha. Asiendo con fuerza las caderas, el hombre
comenzó a retirarse de las entrañas hasta que tan solo su glande quedaba
dentro. Un seco empellón y todo el tallo volvió a introducirse con violencia.
Durante
varios minutos el capitán sodomizó sin ninguna contemplación a Mary, la cual no
cesó de quejarse y llorar en ningún momento de la brutal enculada. Cuando
sintió que el propio clímax estaba cerca, el hombre aceleró aún más los
movimientos si esto era posible. Tirando de las caderas femeninas con fuerza,
se introdujo dentro del culo hasta lo más profundo. Varias palpitaciones de su
miembro antecedieron a una salvaje descarga. Había sufrido de abstinencia
durante todo el largo viaje y necesitaba aquella explosión tanto como el comer
o el beber.
Muchos
oficiales y marineros se satisfacían utilizando a los grumetes del barco, pero
él era Patrick O’Brian y no pensaba sodomizar chiquillos. Además, bastante
tenía con mantener una relación secreta con Florence. Tener por amante a
alguien de la Francia
revolucionaria le podía costar el hacha del verdugo.
Mary cayó
de bruces sobre el lecho. Entre sus nalgas se podía apreciar un hilillo de
semen mezclado con sangre. Patrick observó su mástil aún firme como el de su fragata.
Con un gesto, indicó a la opulenta Alice que tomase la misma posición que había
mantenido la rubia.
Con más
experiencia que su compañera y con mucho menos pudor, la joven comenzó por
tocarse la vulva ella misma. Cuando el capitán se dispuso a atravesar su culo,
la joven lo detuvo con delicadeza y, aferrando su enhiesto falo, comenzó ella
misma a dirigirlo hacia su esfínter.
Alice
hizo todo lo que estaba en su mano por relajar los anillos de la puerta trasera
pero aún así, el capitán calzaba una polla tremenda. Tras los intensos dolores
iniciales, se fue acostumbrando a la presencia del intruso. Intensificó las
atenciones a su duro clítoris buscando el placer y ahuyentando el dolor. Las
grandes manos la tomaron con brío de las caderas y el marino comenzó a percutir
en su culo.
Al rato
de estar sintiendo aquella lanza atravesarla, dejó de tocarse el coño y se
apoyó con las dos manos. Las arremetidas del capitán eran furiosas y la iba a
tirar de bruces.
La
molestia que sentía en su culo se iba mitigando y un cosquilleo comenzaba a
extenderse desde sus entrañas. Apoyada con manos y rodillas, sus grandes
melones comenzaron a bambolearse siguiendo el ritmo de las fuertes acometidas.
Aunque en
un principio solo estaba preocupada por aguantar sin sentir mucho dolor, al
final terminó disfrutando de la penetración. Aquel hombre sabía cómo dar por
culo, concluyó la muchacha. El cosquilleo se intensificó y terminó por
convertirse en un fuego que se extendió por todo su cuerpo derivando en un
estupendo orgasmo, al que no tardó en acompañarla el capitán que regó con su
leche todo el interior de sus tripas.
*-*-*
La
humedad se clavaba hasta los huesos atravesando sin dificultad las medias de
fina seda que enfundaban las largas piernas. A escasas horas para la aurora, el
frescor de la tierra había atraído toda la niebla del mar.
Aunque
era imposible vislumbrar nada a menos de un brazo, el capitán O’Brian se
manejaba con soltura por las estrechas calles de Portsmouth. Su colosal
constitución le garantizaba un paso firme a pesar de la botella y media de
brandy que había tomado.
Salió a
una de las amplias avenidas de la zona alta de la ciudad esquivando por poco un
carruaje cuyo chófer saludó afectuosamente al grito de: ¡borracho!
No tardó
en encontrarse ante una corta escalera que terminaba en una amplia puerta de
roble. El número del edificio era invisible en el lechoso ambiente, pero
Patrick conocía perfectamente aquella casa aunque hubieran pasado más de dos
años. Golpeó una vez con la pesada aldaba de bronce y aguardó con un creciente
ardor de estómago.
“Debía
haber bebido más. No he logrado apaciguar esa corrosiva sensación”, determinó
el capitán observando cómo la puerta se abría y una enjuta figura se delineaba
en la contraluz de un candelabro.
–Bienvenido,
capitán O’Brian. Es una alegría tenerle de vuelta con nosotros.
–Almirante,
Stephen, almirante –corrigió una áspera voz detrás del mayordomo.
Aquella
voz se clavó en lo más profundo del corazón del intrépido Patrick. Con
inocencia, había esperado que alguna plaga acabase con la madre de su esposa
pero sus ruegos no habían sido escuchados. La suegra del capitán se había
quedado anclada cinco años atrás sin asumir la situación actual.
–Misses
Drake, llevo con suficientemente dignidad el título de capitán corsario. Al
menos me permite mantenerla a usted y a su hija, amén de a mis propias hijas
–respondió O’Brian con toda la calma que fue capaz de acumular.
–¡Lady
Trevanion de Tremaine!, ¡impertinente! –espetó la anciana encolerizada–. No
solo tienes la arrogancia de atribuirte lo que es mío y solamente mío sino que
encima me insultas.
Aquella y
otras discusiones similares eran las que habían logrado que Patrick O’Brian se
convirtiese en el corsario más temido del mar Caribe. Ningún marino de Francia
o España se igualaba a su suegra en cuanto a peligrosidad.
–Patrick
–susurró una dulce voz desde lo alto de la escalera del hall.
El
capitán, por fin, atravesó el recibidor y observó la estilizada figura, que
ataviada tan solo con un camisón, le aguardaba con una vela en la mano.
–Amada
Sofi –respondió el interpelado.
Su esposa
se había convertido en una auténtica extraña. Se trataba de una buena mujer,
bondadosa y hacendosa además de bella, pero el tiempo y la situación familiar
habían hecho que se alejaran irremediablemente.
“No nos
ha separado Florence, no”, pensó el capitán ascendiendo la empinada escalera.
–Stephen,
llame al ayuda de cámara para que el almirante pueda desvestirse.
–No será
necesario, Stephen –respondió el capitán haciendo oídos sordos al título que le
otorgaba su suegra. Tras esto, tomó a su mujer por las blanquísimas manos y
depositó dos castos besos sobre las arreboladas mejillas. Ella, complacida,
dejó caer la cabeza sobre el amplio tórax del marino.
–¿Mamá ha
vuelto a mencionarte el almirantazgo? Perdónala, esposo mío. Ya sabes que desde
aquel día ya no es la que era –Sofi entró en el dormitorio matrimonial seguida
de cerca por su marido.
Todo en
la familia giraba alrededor de aquel día, el día que debía haber sido el más
feliz del capitán de navío Patrick O’Brian. El día en que se convirtió en el almirante
más joven de la Armada
Real.
Sofi
comenzó a desvestir ella misma a su esposo. Aunque no lo reconocería jamás, en
su interior ardía latente un fuego que necesitaba ser extinguido. Bajo la severa
educación anglicana, bajo los modales de una lady, palpitaba el corazón de una
joven de veintiséis años. El hombre se dejó poner el camisón aceptando las
caricias en su espalda como friegas habituales. Si su esposa quería algo,
debería pedirlo de manera más explícita. Patrick retornó a aquellos días de
hacía cinco años.
La fama
del joven capitán de navío había llegado hasta los oídos del propio rey Jorge
III de modo que el lord almirante de la flota, se vio obligado a ascenderle a
pesar del nulo peso político y financiero del joven marino. Tenía un título,
pero sin la menor influencia en la Marina
Real, jamás conseguiría una flotilla sobre la que ejercer el
mando.
Tres años
antes, con los veintiocho recién cumplidos y siendo un prometedor capitán de
navío, había conocido los salones de baile y los clubs sociales de Londres. Un
joven ignorante como él había quedado impresionado con el boato de la parte
noble de la capital.
La joven
y bella Sofi, dio al traste con sus planes de matrimonio con la hija de uno de
los propietarios de los mayores astilleros de Inglaterra. Patrick, cegado por
lo que él creía amor, no supo o no quiso ver los minúsculos remiendos de las
sedas de la joven noble, su habilidad para bordar sus propios encajes y la
falta de brillo de sus alhajas. Abandonó una de las más florecientes fortunas
de la nación por una casa noble en decadencia que tan solo contaba con un
título pero ninguna tierra asociada a este. Daba igual, los botines de guerra
suplirían la falta de cultivos y, con el tiempo, él sería Lord.
Tomó una
decisión que condicionaría no solo su vida personal sino también la profesional.
Dejó a un lado a la rica Mary Jane y se casó con la bella, noble y paupérrima
Sofi Drake, futura lady Trevanion de Tremaine.
O’Brian
cayó rendido sobre el lecho. Extrañaba el suave balanceo de la fragata que le
acunaba todas las noches. Sofi se aplastó contra su pecho ronroneando como una
gatita mimosa.
–Esposo,
yo…
–¿Sí?
–Bueno
yo… verás… –la joven tomó aire y continuó–: Rowena tiene ya siete años y la
pequeña Sofi tres años y medio y aún no te he dado un hijo varón.
El pálido
rostro enrojeció visiblemente a la escasa luz de la vela. Patrick intentó
mostrarse cariñoso acariciando las mejillas con lo más parecido a la dulzura
que un rudo marino era capaz de imitar. Sabía que debía cumplir como amante
esposo. Era la obligación que había contraído ante Dios. Era indiferente que su
cabeza y su corazón estuvieran con Florence. Daba igual que las dos furcias le
hubieran dejado seco y el viaje le tuviera agotado. Era un hombre de los pies a
la cabeza y miraba a las responsabilidades de frente.
Inclinó
la cabeza depositando un casto beso en los cerrados labios de su esposa. Las
manos buscaron bajo las cobijas el reborde del camisón femenino introduciéndose
bajo este. Nunca había visto el cuerpo desnudo de su esposa pero lo conocía
como lo haría un ciego. Sus dedos, acostumbrados a la firmeza de la carne de
Florence, no habían olvidado la tersura y la lozanía de Sofi. Ella se tumbó de
espaldas aguardando sumisa a que el capitán dirigiera la maniobra.
La mano
ascendió por la pantorrilla acariciando la aterciopelada piel. La muchacha se
estremeció al contacto y exhaló un inaudible suspiro. Patrick repitió la
operación mecánicamente. Sabía lo que gustaba a su esposa y no necesitaba de
toda su atención para hacerlo bien. Su mente volvió al pasado, evocando
aquellos días.
Todo
marchó bien mientras los botines de guerra permitieron una vida de abundancia
aunque sin lujos. La mansión solariega en el condado que una vez perteneciera a
la casa Trevanion de Tremaine y la casa de Londres, se podían mantener con
cierto desahogo. Aguantar a su suegra, Lady Rowena, era insoportable pero sabía
de dónde procedía el dinero y no osaba alzar la voz más de lo permisible.
Además, el capitán de navío pasaba en tierra firme el tiempo estrictamente
necesario para cumplir con sus obligaciones maritales.
Pero
llegó el ascenso y con él, el dique seco. El almirante de la flota no estaba
dispuesto a dejar una decena de navíos en manos de alguien tan joven, temerario
y pobre. El dinero no sobraba como para comprar influencias en el parlamento o
en la corte. La valía como marino le había bastado para llegar hasta allí pero
no le llevaría más lejos. No podía pedir que le degradaran a su antiguo puesto
de capitán y a su HS Terror, pues ya otro capitán gobernaba el navío y a sus
quinientos marineros. Ni siquiera vendiendo todas las propiedades que tenían conseguiría
el gobierno de una flotilla de ocho o diez naves. Tan solo quedaba una vía
aunque era la más degradante. En aquella situación, los ahorros se terminarían
pronto y toda la familia caería en la más desoladora miseria.
Se hizo
necesario conseguir una patente y junto a ella, una ágil fragata con la que
hacer el Caribe. Las propiedades de la familia sí daban para ese desembolso
aunque lo perdieran todo. Así pues, a cambio de la mansión solariega se
adquirió la Pandion. La
casa de Londres supuso el pago inicial a la tripulación y el título de Lady Trevanion
de Tremaine, la codiciada patente de corso.
La mano
del capitán describía círculos sobre la rodilla de Sofi sin decidirse a
progresar hacia arriba. La joven separó ligeramente las piernas incitando a que
su esposo continuara el camino ascendente. Las aterciopeladas pantorrillas
dieron paso a la piel sedosa de los muslos. A pesar de guardar aquellas piernas
bronceadas en su corazón, la carne tibia de Sofi comenzó a despertar
sensaciones placenteras en el bajo vientre del marino.
Las bocas
se encontraron con la facilidad que da la costumbre. El capitán buscó penetrar
con su lengua como hacía entre los carnosos labios de Florence pero Sofi se
mostraba reacia a permitir la invasión. Tuvo que incrementar las caricias en
los muslos comenzando a acercarse peligrosamente al sexo de su mujer para que
esta abriese mínimamente la mandíbula. Patrick deseaba mostrarle a su esposa
las bondades del beso francés por muy recatada que esta fuera.
Los dedos
del hombre juguetearon con los vellos púbicos esperando el momento propicio
para ir más allá. Lentamente, fueron abriendo los húmedos pétalos al tiempo que
la boca de la bella joven permitía por completo el paso a la lengua masculina.
La mujer
sintió estremecerse todo su cuerpo cuando los hábiles dedos comenzaron a jugar
con su clítoris. Intensas ráfagas de escalofríos la invadieron, dificultando su
respiración. Una segunda mano se introdujo bajo su camisón apresando uno de sus
lozanos pechos. El enhiesto pezón fue pellizcado con una mezcla de delicadeza y
rudeza como a Florence le gustaba. El hondo gemido que brotó de la garganta de Sofi,
quedó ahogado dentro de la boca del capitán el cual continuaba saboreando la
lengua cada vez más entregada de su esposa.
El
inmenso cuerpo del marino se recostó encima del más delicado de la joven, acomodándose
para no descargar su peso sobre el torso de ella. Sofi se abrazó a la espalda
de Patrick mientras este buscaba el camino a sus húmedas entrañas. El miembro
se introdujo con cierta dificultad pero era obligación de una buena esposa
recibir a su marido sin replicar por lo que tan solo un imperceptible quejido
brotó de los labios de la mujer.
Poco a
poco, la intimidad de Sofi se fue acostumbrando al grueso miembro de su esposo.
Fuese por la fricción de la verga sobre las paredes vaginales, por la
satisfacción de la mujer por complacer a su esposo o por la esperanza de que
una nueva vida brotase en su vientre, el placer comenzó a invadir el liviano
cuerpo. Cada vez que el mástil se retiraba, Sofi se encontraba anhelando que
volviese a penetrarla con energía.
La escasa
predisposición de su esposa desmotivaba al capitán que hubiera preferido un
sexo más activo y variado como el que mantenía con Florence. Pese a ello, no se
podía negar que el calor del interior de su esposa hacía que su verga cada vez
adquiriera más firmeza con lo que su cuerpo, de manera inconsciente,
incrementaba la intensidad con la que la horadaba.
Sofi,
presa de un paroxismo que pocas veces había sentido, entrelazó las piernas tras
las caderas de su esposo facilitando que el falo penetrase más aún. La robusta
cama de roble comenzó a vibrar a medida que las embestidas del corsario se
aceleraban. Los dos cuerpos transpiraban de lujuria bajo sus sedosos camisones
mientras ni un solo gemido escapaba del firme sello que unía ambas bocas en un
lascivo beso tan novedoso como placentero para Sofi.
Aquella
extraña sensación que en alguna ocasión había recorrido el cuerpo de la joven,
comenzó a insinuarse como una promesa de incontrolables convulsiones. Patrick
le había asegurado que no era nada de lo que ella tuviera que avergonzarse mas
no podía evitar que, junto a aquella oleada de escalofríos, un sentimiento de
culpa y vacío se alojase en su alma. Deseó que su esposo terminase pronto para
no verse obligada a controlar aquellos espasmos tan impuros.
Tras la
sesión en el Capitán Cook, el marino tenía suficiente aguante como para hacer
llegar a su mujer adonde ella temía y deseaba. Sofi no pudo evitar clavar las
uñas en la fornida espalda cuando un latigazo la recorrió por completo. Desde lo
más hondo de su feminidad, había brotado extendiéndose con celeridad por todo
su ser. Su alma sufría mientras su cuerpo disfrutaba del más excepcional de los
regalos.
No había
nada que excitase más a O’Brian que sentir entre sus brazos el orgasmo de una
mujer, en particular la suya, que con tanta culpa intentaba evitarlos. Volvió a
sentirse joven de nuevo, libre de culpas y de cargas. Por unos instantes,
olvidó a Florence y pensó que todo podía volver a ser como en un principio. Con
un último empellón se dejó llevar por la calentura, regando las entrañas de su
esposa, la cual cerró más aún el cepo que mantenía sobre las caderas del
capitán. Aquella esencia sería en un futuro lo que daría significado a la vida
de la mujer.
*-*-*
Las
primeras semanas de actividad frenética habían dado paso a un tedio
insoportable para el capitán O’Brian. Se había diluido la novedad de jugar y
disfrutar con sus dos hijas: las pequeñas Rowena y Sofi. Había hecho el par de
viajes de rigor a la City
para presentar informes al lord Almirante de la Flota y a las pirañas de los
banqueros que, según él, siempre daban poco y pedían mucho.
Sofi
paseaba indolentemente por el pequeño jardín de la parte trasera de la casa de
los O’Brian. Aunque Patrick no percibía ningún cambio, ella estaba convencida
de que en ocho meses le entregaría otro vástago. Esta vez, un varón.
El
corsario alzó la vista del diario que hojeaba y miró a su esposa con todo el
afecto del que fue capaz. Cada vez era más recurrente la imagen de los oscuros
ojos de Florence al mirar a su mujer.
Lo había
intentado, se había esforzado porque todo volviese a ser como antes pero algo
se había roto irremediablemente.
El hombre
creía tener claro su amor por Sofi, o por lo menos su cariño, aunque cada nuevo
día en tierra firme le suponía una tortura. Deseaba surcar las olas en
dirección al mar Caribe. Sentir bajo sus pies las tablas de su fragata y el
aire salobre azotando su rostro. Para aquella mujer tan solo era un semental
que la preñaba cada dos o tres años, solo alguien que le daba cobertura a los
gastos que ella y las niñas necesitaban. Se culpó internamente por aquellos
pensamientos tan poco cristianos y tan ofensivos para su esposa.
Patrick
debía reconocerse que Sofi no se preocupaba por las cosas que le agradaban como
sí lo hacía su amante del Caribe. No compartía sus pasiones ni sus aspiraciones
como sí lo hacía Florence. Pero al fin y al cabo, se trataba de su esposa, de
la madre de sus hijos.
Entonces
tuvo una revelación. No conocía a aquellas niñas mejor de lo que conocía a su
paje. Debería dejar en manos de sofi y de su suegra aquel futuro niño que su
esposa aseguraba llevar en el vientre. ¿Y qué le devolverían cuando él hiciera
puerto? ¿Un niño criado entre sedas y mayordomos?
Lo que
había sido tan solo una idea peregrina comenzó a tomar forma en su cabeza.
Debía hacer una gran apuesta, si continuaba así lo destruiría todo.
*-*-*
El
vientre de Sofi se mostraba orondo, ya no faltaban muchos días para que diera a
luz. La cubertería de plata estaba perfectamente alineada sobre el blanco
mantel de fino hilo. El capitán había ordenado al servicio que vistiera la mesa
como si de una gran ocasión se tratase. La misiva llegada aquella misma mañana
había despertado gran inquietud en todos los miembros de la familia.
Misses Drake
no podía evitar aquella máscara de disgusto por todo lo que procediera de su yerno.
Según ella, Sofi podría haberse casado con un mejor partido y su título habría
recobrado esplendor.
–Seguro
que será una insignificancia –apuntó la anciana mujer.
–Se lo
ruego, madre, sea cortés.
Un
carruaje se detuvo ante la puerta del domicilio. Instantes después, el capitán
O’Brian hacía entrada en el comedor ataviado con su uniforme de almirante.
–¡Patrick!
–Sofi no pudo reprimir un gritito de sorpresa al ver entrar a su marido de
aquella guisa.
–¿Almirante?
–preguntó Misses Rowena Drake con un tono despectivo.
Durante
el almuerzo, el almirante explicó a su esposa y a la madre de esta los cambios
llevados a cabo durante los últimos días. Patrick pensaba que tras cinco años
de corsario, su fama y sus botines le permitirían un puesto como almirante en
tierra durante un breve espacio de tiempo pero que a no mucho tardar,
conseguiría el mando de alguna escuadra.
Por
supuesto, para reclamar su antiguo cargo y facilitar todos los cauces, había
hecho falta mucho dinero por lo que había vendido la Pandion a un muy buen
precio. Pasarían algunas estrecheces durante un breve lapso de tiempo pero todo
iría bien.
Sofi se
mostró muy ilusionada con la gran noticia. Rowena, por su parte, lo veía todo
con escepticismo. Había invertido lo que más quería, su título y su vieja
mansión, en la compra de aquella fragata y ahora, el tarugo de su yerno, la
vendía privando a la familia de su fuente de sustento.
El almirante
O’Brian tomó la mano de su esposa entre las suyas y la besó con ternura en las
mejillas.
–Todo irá
bien, cariño. Déjalo en mis manos.
*-*-*
La niñera
tomó al pequeño Patrick de manos de su madre. Sofi se acomodó el velo cubriendo
sus delicadas facciones tras lo cual, descendió del carruaje. Los pájaros
volvían a cantar alejando la amenaza de la tormenta. Tras la tapia se podían
ver majestuosos los cipreses que delimitaban el perímetro. Junto a la verja de
entrada, unos frondosos jazmines habían florecido dispersando su dulce
fragancia por todas partes.
La joven
recogió su larga falda negra para no mancharla con un charco y se encaminó
hacia la entrada. Recorrió con paso lento los caminos de baldosas hasta llegar
a la tumba. Allí no reposaba su cuerpo pero era lo único a lo que Sofi se podía
aferrar como restos de lo que un día fuera su esposo.
Hacía un
mes de aquella lluviosa mañana en la que Patrick salió en el pequeño cúter a
realizar unas supervisiones rutinarias en el puerto. Como contraalmirante debía
verificar los fondeaderos utilizados por
los contrabandistas para destinar las dotaciones de vigilantes. La embarcación
había aparecido varias horas después destrozada contra los arrecifes. Ni rastro
de Patrick ni de sus cinco tripulantes.
Sofi ya
no tendría a su marido nunca más, pero al menos, ahora era la viuda de un
almirante de la Marina Real
y no de un corsario. La corona sabía ser atenta con las viudas de sus
oficiales.
*-*-*
Los doce
remeros de la chalupa bogaron con todas sus fuerzas. La proa de la HS Surprise fue
virando lentamente hasta que, tras muchos esfuerzos, fragata, cadena y barca
formaron una única y tensa línea. Era el barco más rápido y moderno de la Royal Navy. No hacía
ni dos días que había salido de los astilleros realizando su primer viaje de
prueba.
Lo más
sencillo estaba hecho. Ahora había que pasar por delante de la fortaleza del
puerto sin que los vigías se percatasen de las maniobras. Por suerte, en la HS Surprise tan solo
había cuatro marineros haciendo la guardia. Además, dos estaban medio dormidos
y los otros dos borrachos. El capitán O’Brian no hubiera permitido nunca tanta
indulgencia. Colocar la cadena y tirar de ella desde el bote había sido fácil,
arrojar los cadáveres por la borda tampoco había sido complicado.
La brisa
era inexistente y eso era algo que no podían remediar el grupo de doce hombres.
Si no podían hacer que la fragata se moviera por sí misma, iba a ser
tremendamente complejo sacarla del puerto hasta llegar a las corrientes del
canal. No tardarían en percatarse de la extracción y los cañonazos iban a caer
como una lluvia sobre ellos.
La única
solución sería acercarse lo máximo posible a la vertical de la fortaleza con la
vaga esperanza de que los vigías no mirasen hacia abajo. Por lo menos, si lo
hacían, no podrían dispararles con las piezas más pesadas. El riesgo era
infinito, pues la probabilidad de hacer encallar el barco en las rocas era
altísima.
Doce
hombres remando en la más insondable oscuridad como si la vida les fuera en
ello y una única figura al timón de la fragata, la cual se acercaba
peligrosamente a las rompientes del pie de la robusta torre. El timonel se
tensó al máximo cuando se escuchó el roce de las rocas bajo el casco. Unos
segundos de gélida incertidumbre y finalmente el barco continuó en dirección a
la salida del puerto. Habían superado la parte más difícil.
Para
cuando los cañones comenzaron a escupir fuego y acero, la HS Surprise no era más
que un borrón entre la negrura. Se dio la alarma y organizaron dotaciones de
inmediato para que un par de rápidos bergantines la siguieran. La hora que
habían tardado los dos barcos perseguidores en estar perfectamente pertrechados
y la velocidad de la recién estrenada fragata, hicieron inviable cualquier
operación de rescatar tan codiciada embarcación.
*-*-*
La Alcaudón navegaba con todo el trapo desplegado alcanzando
sus buenos quince nudos. El capitán alejó el catalejo de su ojo y observó la
inmensidad del mar desde el interior de la cofa del mayor. Llevaba cerca de una
hora en la pequeña cesta que coronaba el mástil. El navío portugués cada vez
era más visible desde aquella altura. En seis o siete horas sería suyo.
Cinco
metros más arriba de su posición, la bandera negra ondeaba a todo trapo. Una calavera
atravesada por dos sables, no indicaba la nacionalidad del navío pero sí sus
intenciones. No importaba que Portugal y Gran Bretaña tuvieran tratados de no
agresión, ahora las normas las ponía él.
Sobre la
cubierta, ciento cincuenta pies más abajo, reinaba una calma tensa. Los doscientos
marineros, conseguidos de los peores tugurios de los peores puertos, habían
resultado ser una tripulación excepcional. El capitán tan solo había tenido que
ahorcar a media docena y pasar por la quilla a otros cuatro. En total diez
muertos que habían servido para dejar claro quién mandaba en la Alcaudón. Sobre el
casco se podía apreciar la pintura reciente que había servido para disimular su
antiguo nombre y su procedencia.
Aquella
larga persecución trajo a la memoria del pirata la llevada a cabo tras el
Vercingétorix. Aquella veloz fragata trajo la imagen de los ojos pardos de
Florence, pues fue allí donde los vio por primera vez.
Por fin
había dado alcance al veloz barco francés lanzando los garfios y las redes. Un
pandemóniun de humo, fuego y disparos de mosquete convertía la cubierta de la Vercingétorix en un
infierno. El capitán O’Brian divisó a tres mujeres corriendo a ocultarse en el
alcázar. Cuando se dispuso a seguirlas, debían ser valiosas presas, un joven
francés salió de entre el humo empuñando un sable. Aquel espigado joven tenía
buenos movimientos que hicieron que Patrick se emplease a fondo para mantener
intacta su guardia. “Malditos afeminados”, pensó el capitán devolviendo uno a
uno los golpes enviados por el francés.
Era el espadachín
más formidable que el inglés hubiera conocido nunca. Aquel intercambio de
sablazos, con el que luego sabría era el capitán Maturín, le trajo a la memoria
los sensuales labios de Florence, la suave curva de su espalda que se perdía
entre aquellas nalgas prietas siempre dispuestas. La búsqueda del sable, de un
resquicio en la guardia del capitán francés, evocó cómo el vigoroso miembro de
O’Brian se adentraba lentamente en las carnes trémulas de Florence.
Tras más
de media hora de cruenta batalla, la agilidad del atlético capitán había
menguado en la misma proporción que la fuerza bruta del capitán inglés. Solo un
resbalón inclinó la balanza a favor de O’Brian, el cual se dispuso a atravesar
el pecho del capitán Maturín.
–¡No,
capitán!, ¡no! –gritó al unísono toda la tripulación de la Pandion.
Sus
propios marineros rogaban clemencia para aquel capitán enemigo. Patrick supo
apreciar el valor de un enemigo arrojado. Tan solo la ofuscación del combate le
había hecho pasar por alto la gracia de perdonar la vida a su enemigo.
–Capitán
Patrick O’Brian –dijo extendiendo su mano para ayudar al francés a
incorporarse. Desconocía en aquel momento lo trascendental de aquel gesto.
–Capitán
Florence Maturín para servirle –Se presentó el francés mostrando una enorme
sonrisa de carnosos labios.
Fin
1 comentario:
Un relato excelentemente escrito, ambientado y documentado. Aunque siento que se podría haber exprimido más la historia para contar algo más de las típicas aventuras de piratas.
Las escenas de sexo están bien incluidas en el relato. Y excelentemente narradas, como todo en general.
El sorpresivo final me parece algo atropellado. Aunque queda claro que el protagonista huye tras asegurar el porvenir de su familia para surcar los mares como un pirata en busca de su amor verdadero, no me acaba de quedar claro cómo lo consigue sin levantar sospechas.
Conclusión: muy buen relato, con un buen trasfondo, pero que podría haber sido algo más ambicioso con la historia para hacerlo redondo.
¿Voralamar? ¿Longino? Podría ser de alguno de los dos.
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