—¡Omar Celaya, consulta catorce! ¡Omar Celaya,
consulta catorce! —atronaba el altavoz, entre la barahúnda de la Sala de Espera
del Hospital Infantil.
A Alberto le agradaba ese ambientillo, que
contrastaba con el de su laboratorio, donde solo estaban tres y no se hablaban;
pero no envidiaba a Fernando, que tenía que pasar consulta allí y soportarlo
toda la jornada…
Iba a buscar a su compañero, como muchos días,
para tomar algo juntos a media mañana. Al llegar a la puerta de la consulta,
una niña que salía le atropelló.
—¡Sonia, mira que eres potro! Te tengo dicho…
Alberto levantó la mirada de la niña a la
mujer que hablaba y se quedó estupefacto, mientras una sacudida recorría todo
su ser. Ella también pareció quedarse atónita, con los ojos clavados en él. Sin
dejar de mirarle, pasó a su lado, rozándole, y solo cuando notó la mano de la
niña tomar la suya, dio media vuelta bruscamente y se fue sin volverse.
—¿La conoces? —preguntó Fernando.
—No… No la he visto en mi vida. ¿Quién es?
—Pues ella parecía conocerte —dijo la
enfermera, con una sonrisa maliciosa.
—No. Ya digo que no la conozco de nada.
—Pero a que te gustaría, ¿eh? —bromeó
Fernando—. Buena está, pero tiene pinta de ser más borde…
“Como todas”, pensó Alberto.
*** ***
***
—¿Beatriz García?
—Si. ¿Quién es?
—Soy el doctor Alberto Giménez. Nos vimos
anteayer, en la consulta del doctor Ortigosa. Querría hablar con usted…
Sonó el zumbador de la puerta, mientras la voz
del telefonillo decía:
—Suba.
—¿Le pasa algo a Sonia? ¿Ha salido mal alguna
prueba?
La mujer, despeinada y con cara de acabar de
levantarse de la siesta, llevaba un batín ligero cruzado y anudado con una
tira, de un color rosa pálido bajo el que se adivinaba otra prenda oscura, como
un camisón corto. El movimiento de sus pechos denotaba que no llevaba
sujetador.
—¿Sonia? ¡Ah, su hija! No, si sale algo mal le
avisarán; no tiene nada que ver con su hija. Yo no estoy en el Infantil, estoy
en el General, en Oncología. Analizo tumores…
—¿Sonia tiene cáncer…?
—Que no, que ya le he dicho que no se trata de
su hija.
—¿Yo? ¿Yo tengo cáncer? —palideció la mujer—. Si
el ginecólogo dijo…
—¡Nadie tiene cáncer; cálmese, joder! —gritó
Alberto, en mitad del rellano.
¡Menos mal que él solo analizaba, y no tenía
que tratar con pacientes!
—¿Entonces?
—¿Puedo pasar?
Bea vaciló un instante, abrió del todo la
puerta, se apartó, invitándole a entrar con la mano y cerró tras de él, conduciéndole
al salón-comedor-cuarto de estar-tendedor.
“El pisito es un canto a la vulgaridad, como mi apartamento —se dijo
Alberto—; pero este, además, huele a lumpen”.
—La de arriba es adicta a la lejía, y la
lavadora no le centrifuga; así que o la mato o tiendo dentro… —dijo ella a modo
de excusa, como si lo único discordante fuera el tendedor en mitad de la
habitación, cuando en realidad hacía perfecto juego con el caos general.
Desembarazó el sillón de la ropa para
planchar, que apiló a su lado en el sofá, invitándole con un gesto a sentarse.
Mientras lo hacía, Alberto no pudo evitar sonreír al constatar que abultaban
más las bragas de la niña que las de su madre… Bea removió el montón,
enterrando bragas y sujetadores, dejando a la vista solo prendas exteriores y
se sentó también.
—Bien, usted dirá…
—Tutéame, por favor… Verás, ayer cometí un
error… Un error que tendrá graves consecuencias. —Alberto, serio, hizo una
pausa y continuó con naturalidad con su confidencia, mirando al suelo—: Hacía
un análisis intraoperatorio trivial y diagnostiqué como benigno un tumor
maligno y cerraron sin extirparlo, pero el paciente es muy mayor y no aguantará
otra operación. Me taparán, pero…
—¿Y…? ¿Por qué me cuentas todo eso…?
El hombre la miró a los ojos y respondió
atropelladamente:
—Porque fue por tu culpa. Bueno, por mi culpa,
pero por tu causa. No estaba en lo que tenía que estar, porque estaba pensando
en ti. No te me quito de la cabeza desde el otro día. Al verte sentí… no sé
cómo explicarlo, pero te aseguro que fue algo muy especial…
—¡Vete a tomar por culo! —exclamó Bea,
poniéndose de pie—. Algo muy especial… Sí, yo también lo sentí, ¿sabes? Y
además, no era la primera vez. Lo sentí también cuando tenía quince años y
conocí a un chico en una discoteca… Lo mismito. Y entonces se me cayeron las
bragas al suelo y se me hizo el chocho agua
litines. ¡Había conocido al hombre de mi vida!
Bea, inclinada hacia él, gesticulaba tanto que
se le acabó de abrir el batín, dejando ver un camisón corto y buena parte de su
escote. Se incorporó, cerró el batín, pero sin anudar el cinturón y se dejó
caer de nuevo en el sofá.
—Era guapito, malote, y follaba como dios.
Cuando cumplió la mayoría de edad se fue de casa y yo le seguí, rompiendo con
mis padres. Nos fuimos a otra ciudad y cuando me quedé preñada a los 17, quiso
ser padre, le hacía sentirse muy macho.
Pero cuando nació la niña, ni fue al nido a conocerla. Cuando salí del
paritorio, me dijo que ‘se sentía agobiado’, que ‘no estaba preparado’ y se fue
con otra, con la que ya se había liado durante mi embarazo.
—Pero… —empezó a decir Alberto, aprovechando
su pausa.
—Me jodió la vida —continuó ella,
ignorándole—. Mis amigas tenían un futuro y yo… una niña. Me quedé sola, con
una niña y sin oficio ni beneficio, pero era antes de la crisis y yo, con 18
años, guapita y buenecilla, creía que me iba a comer el mundo. Y la crisis se
me comió a mí. Y si no fuera porque mis padres me han acabado perdonando y me
echan una mano…
—Lo que yo quiero decir…
—Así que métete por el culo tu ‘algo
especial’, ¿vale? Y cuando te lo hayas metido, retaca bien con un palo de
escoba, que a mí no me jode nadie más con esa historia.
—Si me dejaras hablar…
—¡¿Qué?! ¿Qué me vas a decir?
—¡Que a mí también me pasó! Que yo también lo
sentí el primer día de Facultad, con una compañera de clase, y también pensé
que era la mujer de mi vida. Y ahora
tengo un hijo al que no he visto desde Navidades y a una psicópata viviendo en mi casa con otro tío, y yo pagándoles la
hipoteca y viviendo de alquiler en un apartamento cutre. A mí también me han
jodido la vida.
—A ti te habrá jodido una, pero a mí me ha
jodido todo dios, no solo el padre de mi hija. Tú has tenido que aguantar a una
psicópata, dices, yo a mil cerdos. Sola y con una niña, la única diferencia con
una puta era que a mí me follaban sin tarifa. Que yo me he tenido que bajar las
bragas por unos potitos para mi cría. Si no llega a ser por mis padres…
—Toma, para ti la medalla… —dijo Alberto,
simulando darle una condecoración imaginaria—. Esto no es un concurso de
méritos. Lo único que trato de explicarte es que yo también había conocido antes
esa sensación especial, y que hacerle
caso me jodió la vida a mí también. Eso es todo lo que digo.
—Entonces, ¿qué coño quieres?
—No matar a nadie más. Sacarte de mi cabeza. Y
para eso, lo mejor era conocerte. Estaba seguro de que, si te conocía, se me
pasaría esa fascinación que me provocaste. Por eso he venido.
Bea se sintió un tanto confusa… y molesta.
—Así que querías conocerme para… para que te
decepcione, ¿no? Porque estabas seguro
de que te iba a decepcionar… —Se puso de pie y el batín volvió a abrirse, pero Bea,
furiosa, ni se dio cuenta—. ¿Y bien? ¿He cumplido tus expectativas? ¿Te he
decepcionado?
Alberto se levantó del sillón y respondió,
serio:
—Sí.
—¡Ah, pues vale! ¡Me alegro mucho de haberte
decepcionado! ¿Se te ofrece algo más?
—No. Será mejor que me vaya…
Bea reparó en su batín entreabierto pero, en
vez de cerrarlo, lo abrió del todo y poniéndose en jarras, dijo desafiante:
—¿No quieres conocerme mejor? Igual te puedo decepcionar más todavía…
Alberto la miró a los ojos, asombrado de que
se le pudiera estar ofreciendo de verdad, pero su rostro le indicó que no, que
era la provocación típica de una mujer ofendida, para achantarle. No se arrugó.
—Difícil…
—¡¿Ah, sí?! —gritó ella, dándole un empujón
que le hizo caer sentado otra vez—. ¿Tanto te he decepcionado? ¿Y qué es lo que
más te ha decepcionado de mí? ¿Que me haya dejado follar por un potito para mi
hija?
—¿Lo pondrás en tu epitafio? “Se dejó follar
por un potito”. ¡Qué gran madre! Tía, deja de hacerte la mártir…
—Me gustaría ver qué eres capaz de hacer tú
por tu hijo, hasta dónde llegarías…
Alberto se puso en pie de nuevo, quedando muy
juntos, mirándola con desprecio, mientras ella lo hacía con ira. Bajó la vista,
se retiró levemente y, sin mirarla, dijo con voz neutra:
—No es nada personal…
—¿Ah, no? ¿No es nada personal? —respondió Bea,
mientras le comía el terreno que él había cedido.
—Sois todas… —dijo él, plantándose y volviendo
a mirarla—. Desde que me separé, apenas os soporto. Lo justo para echar un
polvo, si me veo muy apurado, pero nada más.
—Pues yo, ni eso. Todos los tíos sois unos
cerdos y he acabado cogiéndole asco al sexo, con lo que me gustaba… Ahora solo
follo si saco algún provecho.
—Como todas…
—A lo mejor es que nos volvéis así… Cuando te
dan tanto por culo como me han dado a mí, y sin metáforas, todadentro —hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa—, ¿cómo
quieres que me vuelva? Si tú no nos soportas más que pa follar, yo a los tíos, ya ni pa
eso. Hace dos meses que ni follo…
—Te gano. Yo, desde Semana Santa…
—¡Jodo! Te matarás a pajas… —Se le iluminó la
cara con una sonrisa maliciosa—. Seguro que anoche te acordaste de mí…
—¿Anoche? ¿Después de la cagada que cometí?
Para eso estaba…
—Bueno, pues anteanoche… —Y la cara de él
reveló que esta vez había acertado—. Yo también me he acordado de ti en
la siesta… —se sintió obligada a confesar ella, a su vez.
Instintivamente, al hacer su confidencia, dio
un paso atrás, dejando de provocarle con su proximidad.
—Yo tampoco te me he podido sacar de la
cabeza, aunque yo no he matado a nadie. Volver a sentir aquello ha removido mucha mierda y también yo tengo ganas de… neutralizarte.
Y, con la mayor naturalidad del mundo, lanzó
su bomba:
—¿Por qué no me demuestras lo cerdo que eres?
Así, seguro que te neutralizo. —Ante
la cara de pasmo de él, añadió—: Yo llevo dos meses y tú, ¿cuántos? ¿Cuatro,
cinco? Y puedes hacerme lo que quieras, lo que nunca te dejó hacer tu mujercita…
Seguro que algún cabrón me lo habrá hecho antes que tú. Puta gratis, para que
seas todo lo cerdo que quieras… ¿Hay quien dé más?
Alberto se la quedó mirando, incrédulo.
¿Estaba hablando en serio? ¿O estaba provocándole, como antes?
—¿Qué pasa, no te gusto? —insistió, al notar
su perplejidad—. ¿En qué pensabas, la otra noche mientras te la…? —e hizo el
gesto con la mano.
“Me está vacilando”, decidió con despecho, “se
está riendo de mí”. Pero ella se aproximó otra vez hasta casi tocarse, tomó las
manos de él y las posó en sus tetas.
—Sonia está en la piscina con unos amigos y no
vendrá hasta las 9. Tienes un buen rato para hacerme lo que quieras. ¿Qué te
apetece?
“Si me está vacilando, es actriz cojonuda”,
pensó. Y cuando ella le besó, dejó de pensar.
Bea le empujó suavemente para atrás y él se
sentó en el brazo del sillón, lo que les permitía estar casi erguidos, con ella
a horcajadas.
Alberto no era de meter la lengua a las
primeras de cambio, pero cinco meses sin estar con una mujer era mucho tiempo,
así que hizo una excepción. Aquella primera toma
de contacto fue explosiva, aunque ella tampoco se quedaba atrás. “¿De
verdad se ha hecho un apaño en la siesta?”, se preguntó, “está tan caliente
como yo”.
A los dos minutos, el batín de ella estaba en
el suelo y él le había bajado un tirante del camisón, descubriendo un pecho con
un pezón enorme, como del doble de diámetro de lo normal y sin apenas areola,
que pronto fue mordisqueado por un enardecido Alberto, mientras sus manos
amasaban el culo de ella. Bea, por su parte, se había sacado el tirante para
liberar su brazo y luchaba por quitarle el polo y soltarle el cinturón.
A Alberto le dio rabia darse cuenta de que
había caído a las primeras de cambio, como un adolescente salido. Ya no era
adolescente, claro, pero salido… Y aunque la mayoría de la sangre estaba en
otra parte, aún tenía la suficiente en el cerebro como para que una alerta se
encendiera: ¿Por qué tanto interés en que se comportara ‘como un cerdo’, en que
le hiciera ‘lo que quisiera’? ¿Era una víctima buscando verdugo? Él solo estaba
salido, nada más, y todo lo que quería era meterla… Esos rollos le enfermaban.
—Mi ex usaba el sexo para manipularme, así que
el hacer cositas que ni siquiera le
había pedido solía salirme muy caro… Ya no caigo en esas trampas. Con un misionero en condiciones, me conformo.
—¿Te van los misioneros? Pues aquí no hay
ninguno, pero si te valgo yo… Ven, vamos a mi dormitorio —respondió ella,
separándose y tomándole de la mano.
La habitación estaba a oscuras y, nada más
abrir la puerta, proclamaba que era cierto que ella se había masturbado en la
siesta. Se acercó a la ventana, levantó la persiana y la abrió de par en par,
más avergonzada del olor que de estar ante la ventana con una teta fuera.
—¿Vas a follar con la ventana abierta?
—Estoy en mi casa. Al que no le guste, que no
mire.
La cama estaba desecha y sucia, y se adivinaba
la mancha reciente de sus jugos. Recogió de cerca de la mancha un objeto
morado, de plástico, en forma de ‘u’ y buscó otro, blanco, que parecía un mando
a distancia, guardando ambos en la mesilla. Alberto dedujo que debía ser algún
vibrador de última generación, pero su diseño enmascaraba muy bien el objeto de
su uso.
—A mi hija le digo que es para las ojeras
—comentó, como si le leyera el pensamiento, mientras le desabrochaba la
bragueta—. Me ha salido un curro en un pub, por la noche, sustituyendo a una
camarera, que está de vacaciones, y acabo a las mil. Así que los padres de su
amigo me la cuidan. Bueno, mis futuros consuegros, porque dice muy seria que
cuando sean mayores, se casarán y tendrán cinco hijos…
Mientras hablaba, le había bajado pantalón y
calzoncillo a la vez, dejando libre su polla enhiesta; pero la expresión su
rostro no era de deseo, sino simplemente divertida, como si le estuviera contando
la anécdota en una terraza tomando un refresco. Lo surreal de la situación hizo
que Alberto se relajara. La mirada de ella era la de una madre, no la de una
psicópata.
Antes de desnudarse del todo, deslizó el único
tirante del camisón de Bea para deleitarse viendo cómo se escurría poco a poco,
dejando libre sus tetas para atascarse en sus caderas, pero un leve contoneo hizo
que se deslizara por sus muslos.
Con la ropa en los talones (aunque ella aún
conservaba puesto un minúsculo tanga rojo), con sus cuerpos casi tocándose, se
quedaron quietos, mirándose muy serios, como dos adolescentes que fueran a
hacerlo por primera vez.
Bea rompió el impasse dándose la vuelta y alisando las sábanas. Alberto se sentó
para descalzarse y acabar de quitarse la ropa y ella lo hizo a su lado mientras
se quitaba el tanga. Hacía calor y, además de a sus flujos, el cuarto olía a
sudor. Ella sudaba, y él también, pero el olor más fuerte era el de ella.
—¿Qué te apetece hacer? —ronroneó ella,
mientras le pasaba una uña por la espalda.
—¡Follar! —contestó él, molesto—. ¿Sabes
follar o solo sabes hacer cosas raras?
—Igual el que no sabe eres tú —aceptó el
desafío ella.
Se besaron con rabia y se abrazaron luchando
por ponerse encima, con lo que acabaron rodando y cayendo al suelo. Tras un
instante de desconcierto, se echaron a reír, subieron a la cama y comenzaron de
nuevo, con más miramientos pero todavía con el rescoldo de la brasa sin acabar
de extinguirse.
La calentura se sumó al calor ambiental y
pronto sudaban como pollos. Casi cinco meses era mucho tiempo y Alberto lo
sabía, pero Bea parecía no saberlo, así que no tuvo más remedio que decirle:
—Para un poco… Yo hace rato que estoy listo.
Déjame que te ponga a punto a ti.
—Por mí no te preocupes. Yo me pongo rápida. Si quieres…
—¿Tienes preservativos? Yo no llevo… No
pensaba…
—Yo tampoco. Ni pensaba ni tengo, pero no te
preocupes… Acaba en mi culo.
—¿Estás loca? ¿No hay algún sitio cerca donde
comprar?
—¿De verdad piensas bajar ahora, como vas?
—dijo burlona.
Al ver que se incorporaba y buscaba su ropa, se
echó a reír y, buscando en la mesilla le dijo: “¡Tooma!”, mientras le tiraba
uno, en clara señal de que no se lo pensaba poner ella.
—Te estaba probando… A ver lo que hacías. Y de
mi culo, olvídate, con condón o sin él. Desde que me echan una mano mis padres,
no me da por el culo ni dios. Bastante me dieron antes.
—¿No decías que ‘lo que quisiera’?
—¿Quieres metérmela por el culo? Tío, que el
chino del todo-a-euro de donde vivía la tenía muy corta, pero muy gorda… Y solo
le gustaba por ahí, y me hacía un daño… El cabrón de él disfrutaba reventándole
el culo al que se dejaba, y yo entonces me tenía que dejar. De vez en cuando la
sacaba solo para disfrutar viendo el boquete que te hacía… Y luego pasaban días
hasta que se me iba el dolor. ¡Ni hablar! Me he jurado que no me vuelve a dar
por el culo nadie.
—Pero lo has ofrecido…
—Era broma, solo era para ver qué hacías.
—No, cuando has dicho que podía hacerte lo que
quisiera, no estabas de broma.
—¡Joder, con mi culo! Otro igual. Pues lo
siento, pero por el culo, no.
—Tranquila, que no pensaba darte por el culo…
Para eso no me hace falta una tía, que culo tenemos todos. No es el huevo, es
el fuero. Habías ofrecido ‘lo que yo quiera’ y ahora ya es ‘lo que yo quiera…
menos el culo’. Como todas…
Hacía rato que se había puesto el condón y,
con la discusión, casi empezaba a flaquear la erección. También la excitación
de ella parecía haber menguado, pero aun así, se tumbó abriendo bien las
piernas y atrayéndole hacia ella con cierta brusquedad.
Sus miradas se cruzaron, tensas y candentes.
Él se colocó sobre ella, se la sacudió varias veces y cuando consiguió la
consistencia deseada, sin dejar de mirarla, la penetró poco a poco. A Bea le sorprendió
porque su ceño hosco y su pajeo brusco parecían presagiar que iba a hacerlo de
golpe. También le produjo una grata sorpresa que una vez dentro comenzara a
moverse con buen estilo.
—¿De verdad llevas cinco meses sin…? No
pareces muy ansioso.
—¿Por qué quieres que me descontrole? ¿Te va
el sexo duro? ¿Eso te hacía el malote?
—Oye, no te equivoques… que no estoy follando
porque tenga ganas… que me he corrido hace un rato… sino para neutralizarte, ¿vale?… Y contra más
cerdo seas… más asco me darás… y mejor te neutralizaré.
—Pues menos mal que no tienes ganas… No se te
nota nada que llevas dos meses… sin meterte algo que no vaya a pilas… —repuso
Alberto, con una sorna que encorajinó a Bea.
—Te crees muy bueno, ¿eh?… Pues lamento
decirte que… no le llegas al padre de mi hija… ni a la suela del zapato.
Por ridículo que pueda parecer, Alberto se
picó de aquel comentario y, olvidándose de las ganas acumuladas, se propuso
enseñar a aquella niñata lo que era ‘un hombre de verdad’.
Decir que estaban ‘haciendo el amor’ hubiera
sido un eufemismo hasta cruel. Luchaban con rabia, envueltos en sudor, con la
ventana abierta a un patio de luces, por excitar al otro a toda costa hasta
hacerle perder los papeles, pero tratando de conservar el dominio propio.
—Déjame encima —propuso ella, tratando de hacerse
con el control.
—La próxima vez… —repuso él, que no estaba
dispuesto a renunciar a la ventaja de ser quien marcara el ritmo.
Alberto sabía que no aguantaba esas
fantasmadas ridículas que oía a veces, pero tampoco era precisamente un
eyaculador precoz y, en ocasiones, entraba en una especie de trance en el que
sentía que podía durar indefinidamente. Como entonces. Todo consistía en
mantener un cierto ritmo, pero sin caer en la monotonía. Por eso era esencial
que lo marcara él.
A Bea, el desahogo con su juguetito le pasó
factura, porque le había dejado toda la zona hipersensible y ahora, las
embestidas de él la estaban matando de gusto. Y sus furiosos contraataques, le
daba la impresión de que causaban más estragos en ella misma que en él. Desesperada,
intentó meterle un dedo en el culo pero él no cooperó.
—¿Eres… bi? Eso… que has dicho… culo… tenemos
todos… —Sus jadeos eran cada vez más entrecortados—. Sonaba… como si…
—Métemelo… si quieres… cuando… me corra… No
antes…
—¡Córrete ya… cabrón!
—Las damas… primero…
Bea se tomó a mal lo de ‘las damas’ y le
mordió en el cuello. Pero el dolor tuvo un efecto anestésico en la excitación
de Alberto que, gracias al mordisco, pudo mantener por más tiempo ese ritmo
machacón pero inconstante que parecía fundir las entrañas de ella.
—¡Cabrón… cabrón… cabrooón! —estalló Bea,
llorando, arañando y mordiendo a Alberto con una indescriptible mezcla de rabia
y deseo, en un intenso orgasmo. Este, trató de aguantar los espasmos de ella,
pero salió del envite tan tocado que en seguida se corrió en el cuerpo aún
inerte de Bea, entre jadeos casi animales.
Ella tardó en recuperarse más que él, aunque
se había corrido antes.
—Menos mal que no tenías ganas… —dijo él, con
suficiencia.
—No seas fantasma. Me recuerdas a mi consuegro…
—¿Tu consuegro?
—El padre del amiguito de Sonia.
—Creía que estaba casado…
—Y lo está. Desde que puedo elegir, solo follo
con casados. Que me den un meneo cuando yo quiera, pero que los aguante otra.
—¿Y su mujer?
—Lo sabe. Al principio, no me lo dijo
abiertamente, pero lo dijo. Me contó que su marido era un cerdo en la cama y
que sabía que tenía aventuras, pero que no le importaba, porque el polvo que
les echaba a otras era un polvo que se ahorraba ella. Y la entiendo. Es el
típico tío que ha crecido viendo porno y para él, ese es el Manual de
instrucciones. Su idea del sexo consiste en meter lengua y polla en todos los
agujeros de una tía. Siempre. Y bueno, de Pascuas a Ramos, hasta te puede hacer
gracia, pero todos los días…
—Tía… ¿de verdad hay gente así?
—¿Que si los hay? Así… —e hizo el clásico
gesto con los dedos—. Si lo sabré yo. Bueno, como los tíos sois así, basta que
yo no le dejara darme por el culo, para que se obsesionase con él… Total, que
acabé cortando hace un par de meses, porque se ponía muy pesado. Y claro, su
mujer notó la tensión y se lo conté todo. Nos estuvimos riendo un buen rato,
comentando lo desastre que es como amante, aunque se crea un maestro, como todos; y lo mal que lo come, como todos…
—Yo nunca he presumido de saber comerlo,
aunque no creo que lo haga tan mal.
—Tiene razón mi consuegra, donde esté otra tía…
—Lo dices como si…
—Me cuidan a mi hija, gratis. Hay que tenerlos
contentos —contestó Bea con una naturalidad que desarmó a Alberto.
—Una ducha… —aventuró él.
—Sí, que olemos… Sobre todo yo. Me has pillado
levantándome para ducharme. Me ha dado el tiempo justo de pasarme una esponja y
buscar unas bragas, mientras subías.
Se levantaron y fueron a un minúsculo cuarto
de baño, con una taza pegada a una pila que impedía abrir la puerta siquiera 90
grados, y una media bañera con una cortina transparente orlada con motivos
infantiles.
Entraron a la bañera y ella hizo los honores,
regulando la ducha. Ni se esquivaban ni se buscaban, se rozaban con total
naturalidad. Mientras se enjabonaban, él volvió a la carga:
—¿Te he dado mucho asco?
—El mismo que yo a ti, cabrón. ¿Estás…
decepcionado?
Alberto se puso a juguetear con uno de los
pezones de ella, que se puso duro en seguida. Serio, con educada frialdad,
respondió:
—Creo que ha funcionado. Me parece que ya no
cometeré más errores.
Bea, con despecho apenas disimulado, le miró a
los ojos.
—Pues me alegro. ¿Sabes?, creo que conmigo
también. Te has neutralizado tú
solito, con tu arrogancia de machito.
Gracias.
—No hay de qué.
Se aclararon, rozándose algo más de lo
necesario y salieron de la ducha. Alberto fue a coger la toalla de manos del
lavabo, pero Bea le atajó:
—No, que esa la usará luego mi hija.
Y le ofreció la de ducha, pero él la declinó.
—Las damas primero.
Como ya había pasado en la cama, parecía que, por
algún motivo, Bea se sentía insultada, como si en vez de ‘dama’ la llamara
‘puta’ porque, visiblemente enfadada, tomó la de manos y empezó a secarse con
ella. Alberto acabó haciendo lo propio con la de ducha.
Volvieron al dormitorio y se vistieron, serios
y en silencio. Salieron al salón-comedor-cuarto de estar-tendedor y él recuperó
su polo y ella su batín.
—Bien, gracias por todo, señora García. Ha
sido un placer.
—De nada, doctor…
—Giménez. Si me necesita, ya sabe dónde
encontrarme, aunque mejor que no me necesite nunca, profesionalmente… Adiós.
—Adiós.
Alberto abandonó aquella casa, interiormente
irritado. Pero lo que más le exasperaba era la íntima convicción de que no
sería la última vez que se marchara enfadado de ella.
1 comentario:
Al contrario que los últimos relatos del Ejercicio, este me ha parecido una idea justita, pero bien ejecutada.
La situación general me parece inverosímil (un doctor que comete un error mortal por pensar en una mujer que ha visto tan solo unos segundos y decide visitarla para confesar que lo único que quiere es que la decepcione). Sin embargo, está envuelta de diálogos y situaciones creíbles que la hacen más llevadera. Y todo ello con unos buenos personajes, pero demasiado exagerados para mi gusto. Es decir, ella es un personaje cercano a la realidad, mas un pelín demasiado vulgar. Los diálogos me parecen buenos, pero me cuesta creer que dos desconocidos hablen con tal desparpajo como si se conocieran de toda la vida y tuvieran una complicidad que es imposible que tengan.
En lo técnico nada que decir.
En resumen: un experimento perfectamente ejecutado con un resultado del todo impredecible. ¿Bueno o malo? Para mí no es malo.
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