domingo, 17 de mayo de 2015

El canalla





Un resorte, un inevitable y automático “click”, hizo que mi culo saltase del sofá y, con sus dos piernas colgando, me llevase al balcón. Hay quién se sobresalta por la melodía de un móvil o por la aspiradora del vecino. Mi caso, clínico, pero sin clínica y sin estudio, consistía en sobresaltarme al escuchar ese característico sonido de ruedas de maleta versus adoquín.
Cual felino desarrollado o humano sin evolucionar me disponía a dirigir mi mirada hacia mi derecha. Y es que tras tantos años en aquel apartamento, tantos años en aquel primer piso de la zona vieja de MI ciudad, era capaz de reconocer, descifrar, absolutamente todos los sonidos que emanaban de mi calle.
Justo antes de que mis ojos confirmaran a mis oídos escuché la inquietante combinación de ruedas y tacones, lo cual era el plus que necesitaba en aquella tarde de viernes. Diréis que me conformo con poco, pero todas las grandes historias comienzan con un detalle, un detalle que pudiera parecer banal para tu consciente, pero ante el cual tu subconsciente esboza un: “¡ojo!”.
Calle abajo descendía la dueña de los tacones y su inevitable maromo. En esos momentos, que se producen bastante a menudo, no puedo evitar susurrar en voz baja: “entra, entra, entra”. Y es que mi pequeño apartamento limita pared con pared con un pequeño hotel, ni cutre ni lujoso, ni moderno ni vetusto; un hotel normal, de zona vieja de ciudad mediana.
En esos momentos mi deseo porque entren es tal que alguna vez he gritado: “¡iros a la mierda!”, al contemplar, impotente, como pasan de largo. La cara que me ponen va del descrédito al asco. Momento en el que me agarro el paquete y busco en otro envoltorio un cigarro que me cambie el sabor de boca.
Pero volvamos a la propietaria de los tacones, su maromo y su descenso por los adoquines. No sé si en voz alta o baja comencé a relatarme lentamente:
— Descenso del ritmo. Bien. Mirada a la fachada… Muy bien. Conversación entre ambos. Bien. Y, ¡bingo!, el deseado y excitante “es aquí”.
Desaparecieron de mi vista, entrando en el pequeño hotel. El primer paso se había dado, ajeno a mi control. El segundo también era ajeno a mí, susurré un: “Juanín, no me falles”.
Ni si quiera había reparado en que había salido al balcón únicamente vestido con unos calzoncillos. Nada grave. En aquella pequeña calle peatonal pasaba poca gente y la que pasaba, o me conocía o me importaba una mierda.
Entré en el salón para coger mi móvil, para salir al balcón de nuevo y de forma inmediata. Me quedé allí asomado, repitiendo “vamos, Juanín” y revisando obsesivamente una pantalla que no quería iluminarse. No sentía ni frío ni calor, y no por los nervios, si no por una temperatura neutra, de esas que suele obsequiar la Costa Blanca en el mes de abril. Una temperatura inconsistente e indeterminada, que hace que puedas ver a gente abrigada cruzarse con gente camino de la playa.
Me sentía en el tiempo de descuento. El gol o llegaba ya o no llegaría. Conocía bien a Juanín, solo llamaba para dar buenas noticias, si no, te dejaba en ascuas hasta que tus huesos perdiesen todo el calcio. Pero el gol llegó y yo llevé mis dedos al cielo, como cuando un creyente jugador brasileño la mete por la escuadra. Descolgué:
— Tío, macho, ¿has visto? —me comentaba Juanín por teléfono.
— Sí, Juanín. Morena de treinta y tantos, acompañada de novio o marido con cara de pánfilo.
— Oye, pues tenían el tercero ¡eh! pero joder, la tía está tan buena que les he dado tu querida 101.
— 101, claro que sí, joder —dije justo en el momento en el que ya podía escuchar a la pareja a través de la pared entrar y arrastrar las maletas—. ¿Qué sabemos, Juanín? Vamos, cuéntame todo.
Mi amigo se rió antes de comenzar con su informe. Por algún extraño motivo aquel repetido favor con el que me obsequiaba le hacía gracia.
— Les pedí el DNI a los dos. El novio 39, ella 34. De Salamanca ambos. No llevan anillo. Ni cariñosos ni distantes. Él muy majo, ella más seca, un poco con cara de mal follada, pero yo qué sé, fueron 5 minutos.
— Ya, ya, bueno. ¿Noches? —pregunté.
— Dos.
— Juanín eres un crack. Líalos para la concatedral.
— Sí, sí, se lo he dicho. No sé como cuela la milonga esta del guía gratuito de confianza, tío. Como lo pongan después en los comentarios en la web a ver qué coño digo.
— Olvídate de los comentarios Juan, eres un rayado — interrumpí— ¿Y como los viste? Son… algo más de las 6, ¿crees que van a salir ahora?
— Ni idea, tío. Solo les he hecho el puto check in. Y lo de la concatedral mañana a las 11 de la mañana justo delante, como siempre.
Mientras mi amigo continuaba hablando yo ya estaba casi más pendiente de los sonidos que podía identificar al otro lado del tabique que del teléfono. Mi mente maquinaba con la hipótesis de escuchar un rapidito tras el viaje. Mientras, mi boca, de forma automática, despedía a mi amigo, y mi dedo, no menos autómata, colgaba el teléfono.
A pesar de querer ver a la chica, y quizás escucharla desde mi salón. A pesar de tener ganas de hacerles la visita a la concatedral, aunque solo fuera por tontear o por vacilar, no acababa de tener claro lo que quería.  Al contrario de otras veces no tenía claro si yo quería buscar algo más en aquella morena. No era mi estilo para nada. Cuatro años mayor que yo, española, aparentemente seca y sin enseñar carne. Sin duda no acababa de motivarme. Sentía, sin racionalizarlo, que necesitaba algo externo que me impulsase.
No tardé en escuchar ruidos de llaves y la puerta cerrarse. La parejita parecía querer aprovechar las últimas horas de luz.
Me asomé de nuevo a mi balcón para verlos salir. Surgieron sus cabezas como presos que ven la luz después de diez años y no saben ni para donde tirar. Se decidieron por girar a la izquierda, lo cual me beneficiaba, pues pasarían justo por debajo de mi balcón.
Ella llevaba un pantalón negro, fino, de vestir, dejando sus tobillos a la vista. Su torso cubierto por una camiseta blanca, de cuello redondo, bastante entallada, y una gabardina. Pasaron por debajo de mí; dulces canalillos he atisbado yo desde aquel balcón cuando las chicas pasaban justo por debajo, pero su camiseta no conocía la palabra escote. Ambos eran ligeramente altos, él parecía pasar del uno ochenta y ella del uno setenta. La chica era realmente esbelta, sus piernas, gabardina, todo era largo y fino. Si allí había curvas sería algo a descubrir a ras de suelo. Lo que más me llamó la atención fue el pelo de ella: era una melena ligeramente larga, oscura y algo fosca, ni muy rizada ni lisa, algo descuidadamente enredado, como esos rasgos que no tienen remedio pero que dan personalidad. Si no puedes con el enemigo únete a él.
Sobre la vestimenta y complexión del novio poco puedo decir pues ni me fijé. De hecho me importaba una mierda, y es que además disponía de pocos segundos hasta que doblaran la esquina y desaparecieran de mi vista como para invertir mi tiempo en él.
Me vestí y bajé a ver a Juanín.
— Les he recomendado la placita de aquí al lado como hago siempre —respondió mi amigo a la primera de mis preguntas.
— No sé si pasarme. Es que aun ni le vi bien la cara.
— Está buena, casi hasta de más. Yo ni perdería el tiempo. Cuando vuelvan de noche escúchala follar, hazte una paja con sus gemidos y a dormir. Hay que saber perder.
— ¿Pero qué coño perder, tío? Si aún ni he empezado.
— Que ésta no, hazme caso. Que no te la follas —su mirada me sacó de quicio.
— Te apuesto lo que quieras.
Sin darme cuenta planteaba yo un reto sin tener muy claro si aquella mujer me atraía. Solo lo hacía por ego, delirios de grandeza o simple competitividad.
Juanín se rió y sin dudarlo dijo:
— Si la chica ésta, Verónica según su DNI, si… si te manda a la mierda me quedo con tu coche un mes.
Yo me quedé pensativo y él prosiguió:
— Estoy hasta los huevos de tener que venir en bus a este tugurio.
— Muy bien Juan… prepárate — sonreí—, si me follo a la chica ésta me salto el pacto y le tiro la caña a tu hermana, sin que me toques las pelotas ni le metas mierda.
Realmente creí que mi amigo me mandaría a paseo. Durante años lo más sagrado había sido su hermana y que ni yo ni nadie de nuestro grupo de amigos nos acercáramos a ella. Era una rubita muy guapa, siempre de camisa, la llamábamos la Ralph Lauren. Tenía 21 años y estudiaba Diseño de moda en otra ciudad, pero venía cada dos fines de semana.
— Está bien. Sí, sin problema —respondió dejándome perplejo.
Muy seguro tenía que estar él para aceptar la apuesta. No me lo acababa de creer. Nos dimos la mano de forma simbólica y llamaron al teléfono del hotel. Me despedí. El impulso externo se había producido. No había más que hablar, tenía menos de 48 horas.
Me dirigí decidido a la plaza donde debería de estar mi objetivo, mi presa. Tenía que verla bien.
Aquella plaza estaba invadida de terrazas pero no tardé en localizarla. En aquel cuadrado de cemento pegaba el sol hasta el final de la tarde, y mi víctima estaba recostada sobre una silla de mimbre, con su gabardina abierta, sujetando con tres dedos una caña, con la otra mano llevaba un cigarro a la boca con un estilo no visto desde Lauren Bacall. Me fui acercando, pasaría cerca pero sin detenerme, hasta que mis ojos se clavaron en ella, haciéndole una fotografía mental de cara y cuerpo. Cuando desaparecí de allí mi corazón palpitaba al doble de pulsaciones.
Iba de vuelta a casa desgranando aquella estampa. Aquella boca grande de labios perfectos. Aquella cara misteriosa, pues parecía mitad agradable y mitad agresiva. Pero guapa. Era guapa de cojones. Y su cuerpo… complexión delgada pero… digamos que aquella camiseta de algodón y su sujetador deberían de cobrar un sobresueldo. Sí, delgada y con un busto prominente. Y, lo que me ponía aun más, era que parecía pretender disimular ese atributo. Un “tengo esto pero qué le voy a hacer”. Lo cual era morboso y a contracorriente en estos tiempos de push ups con garbanzos.
Llegué a casa y me tiré en el sofá. Pensativo.
Yo no era implacable. Pero me sentía así. Aunque quizás ésta vez Juanín tenía razón; Pensado fríamente, aquella treintañera de elegancia sobria y andar sereno, no debería de darme más placer que el del triste onanismo al escucharla gemir al otro lado de la pared. Sin embargo, debido a un ego que rozaba el delirio, aun siendo consciente de la dificultad, pronto me encontraba relamiéndome cual león ante hiena herida. Delirante. Sí. Me encontraba a mí mismo dando por hecho que me la iba a pasar por la piedra como a tantas otras.
Cuando me planteaba un reto así intentaba aglutinar en mis recuerdos todos mis éxitos, obviando mis fracasos. Sobretodo conseguía retrotraer las frases de descrédito de mis propios amigos cuya historia acababa con final feliz. Cuando yo soltaba aquellos “te lo dije, idiota”. No había mayor satisfacción que aquella.
“Pero si físicamente eres un tío normal”, me habían dicho alguna vez. Mi respuesta era siempre la misma: “Lo importante no es ser guapo, es no ser feo”. “¿Cómo lo haces?”. Fácil: No tengo miedo al fracaso.
Pero es que repito, en aquella época estaba descontrolado. Mi megalomanía parecía solo comparable a la de Alejandro Magno. Cada mujer que conquistaba, que me follaba debería decir, pues solían quedar más cabreadas que enamoradas, era como una nueva batalla ganada a los persas.
Sin duda no era lo mismo cazar a alguna guiri desorientada que a aquella salmantina que, para colmo, venía con el novio, pero yo no me lo tomaba por el lado negativo, al contrario: “Será mi obra maestra, y de postre la hermanita pija del pardillo”, dije en voz alta mientras me encaminaba hacia la ducha.
Durante las últimas horas de aquella tarde recibí múltiples llamadas de amigos y conocidos ofreciéndome planes para la noche. “¿Cómo que no sales? ¿Tú? ¿Aquí con días libres y no sales?” Debí de escuchar eso como veinte veces, toda la ciudad me ofrecía plan, hasta Paco el de la moto, que no es una expresión, es el que me cambia las ruedas y la batería.
Pero es que yo tenía otros planes. Por un lado no podía negar que podía llegar a ser muy morboso escuchar gemir a la tal Verónica, y por otro, según el “nivel” de polvo que echasen o la ausencia del mismo, podría darme información valiosa para mi inminente ataque que tenía programado para el día siguiente.
Cené algo rápido en casa y los minutos fueron pasando. Mi teoría era que cuánto más tarde llegasen más probable sería que vinieran con unas copas. Lo cual, referido al morbo de escucharla, podría beneficiarme ya que el polvo sería más desinhibido. Pero por otro, el hecho de que ni follasen o de que fuera un polvo insulso me beneficiaría para mi ataque. Siempre es más fácil atacar a una mujer insatisfecha que a una a la que su novio le da polla todas las noches hasta dejarla muerta.
Poco antes de la media noche todo se precipitó: Sus tacones, mi salida al balcón, los andares elegantes de ella, los absortos de él, (idiota con suerte), y su entrada en el hotel. Uno no se suele dar cuenta de que absolutamente todo detalle da información. Y es que su entrada había sido tranquila. Muchas otras veces el chico ya le viene sobando el culo a su inminente “víctima” desde la salida del restaurante. Son las noches de vacaciones, es lo que tienen.
En esos momentos en los que pongo el mute en el televisor y escucho con la precisión de un búho en la nocturnidad de un bosque frondoso, me siento, extrañamente, como un titiritero: “Ahora bailad para mí. Mostradme qué sabéis hacer. O, por el contrario, reveladme que tenéis ya menos feeling que Pepa y Avelino”.
Cerré la ventana. Corrí la cortina. Me encendí un cigarro y me acosté en el sofá. El ruido de mis caladas y lo que yo le llamo “trasteamiento” era lo único que se escuchaba ya en mi centro de operaciones. Trasteamiento; dícese de ese cúmulo de sonidos de puertas de armario, ruido de grifos y pisadas sobre la madera. Las paredes eran tan finas que podía escucharles hasta lavarse los dientes. Otro detalle revelador era que allí podría pasar algo, pero desde luego no venían con ansias de devorarse. Otras parejas he escuchado que pasan de 0 a 100 en menos que mi Ducati, tan rápidas que me hacían pensar que el chico ya se había quitado los pantalones en el pasillo y que la chica entraba en la habitación con las bragas en la mano.
“Pero qué coño hacéis, putos frígidos”, me narraba yo mi partido, exhalando, ya un pelín ansioso.
Silencio. Un crujido de muelle de cama. Silencio. Nada.
Increíble, pero cierto. En vacaciones. “¿Semejante hembra y no te la follas?”, susurré. “Serás, maricón, déjamela a mí”, me decía a mi mismo en un monólogo en bucle. Eso de vivir solo tiene estas cosas. “¿No te follas a la refinada tetuda? ¡Pero serás imbécil!”.
“Espera, espera”, me dije. Escuché muelles. Sí. Tres veces seguidas. Arrítmico pero parecía algo. Me puse algo tenso. El chico parecía haber sentido mis puñaladas en su nuca y quería callarme la boca.
Silencio. Incertidumbre. Y de nuevo muelles. Ahora sí. Sí. Rítmico. Un sentimiento de envidia me comenzaba a cubrir como una manta. “Puto idiota con suerte”. Más muelles. No había duda, la tal Verónica tenía una polla dentro, aunque la muy cabrona no emitía el más mínimo sonido. “Será diésel”, pensé.
El ritmo se aceleró y el bendito sonido llegó. Un gemido casi imperceptible. Un “uuf…” contenido. Otras gimen con solo notar la punta y está había necesitado dos minutos de trabajo para si quiera inmutarse. Otro “uuf” y más muelles y mi calzoncillo cayó en alguna esquina de mi desordenado salón. Mi polla quería marcha, quería a Verónica volviéndose loca, la quería gimiendo, chillando a grito pelado como una inglesa en una orgía de Salou. Pero mi mente aun mantenía la esperanza en el llamado “polvo triste”, ese que me daría chance.
El chico actuaba como un bajista que no sacas de sus acordes. Parecía un robot el muy sin sangre. Pero un minuto más tarde la salmantina esbozó, en el silencio de la noche, unos “ahh”, “ahh” que remató con un “joder”. Elegante en la calle, malhablada en cama, versión 2.0 del manido “señora fuera, puta en la cama”. Mi polla ya cobraba dimensiones tres cuartistas y el tonto con suerte ya llevaba sus 4 minutos de ejercicio cuando un “ohhh”, jodidamente morboso de la chica del pelo fosco, y un extraño golpe contra el cabecero de la cama, hicieron que nuestro chico tocara techo. Un gemido gutural y lamentable de él. Un “serás idiota” mío. Y un triste silencio de mi elegante objetivo, daba carpetazo al insulso acto. Tras unos segundos de mutismo de los tres el chico se rió. “Ríete, sí”, me dije. “Cuatro minutos de reloj y tienes el arte de reírte”.
Mi mente ganaba. Mi polla indignada. Verónica, supongo, con ganas de meterle dos hostias.
Me la imaginaba allí, con las piernas abiertas, en misionero. Era inevitable imaginármelos en la postura más tradicional. Mi mente vislumbraba la escena como si yo estuviera con ellos, viendo el culo blanco y flácido del precoz enterrado entre las piernas de ella, en la penumbra de su 101. Así, boca arriba, con las tetazas al aire, su novio encima, callado, y ella mirando al techo con cara de circunstancias. Con su coño pidiendo más y el mediocre de su novio saliéndose con cara de “vaya…, lo siento”.
Grifos. Pequeña conversación ininteligible y a dormir. Yo, ya más calmado, no pude contener una mueca, que más que alegría representaba un sentimiento de control, como esas que le dedicaba Eastwood a Tuco. Cogí mi móvil y le escribí a mi Tuco particular:
— Juanín, cabrón, estás jodido. Vete preparando a tu hermana que a la salmantina ésta se la meten poco y mal.
Mi amigo, a pesar de estar de marcha, parecía estar pendiente de su arriesgada apuesta y no tardó en contestar.
— ¿No follan?
— Polvo triste.
— Bah, olvídate.
— Veremos —zanjé, acomodándome para dormir en el sofá.
Lo de dormir en el sofá era muy común. No suponía en mí mayor inconveniente. Además me ayudaba a seguir en contacto con mis nuevos vecinos. Si hubiera “mañanero” estaba jodido, pero mi experiencia, que no era poca precisamente, me decía que no lo habría.
Me desperté con ellos, sobre las nueve. En dos horas teníamos cita y yo sentía que me sabía sus vidas y ellos de mí nada en absoluto. Información es poder.
Como era previsible no hubo mañanero ni nada que se le pareciese. Salieron sobre las diez, a desayunar, presumiblemente. En una hora nos veríamos por fin las caras.
Que si fue Mezquita, que si siglo XV, que si siglo XVI, que si contrafuertes, que si cúpula que recuerda a la de Agripa. Me sabía el speech de memoria. Había estudiado ingeniería, que no arte, pero leyendo 3 folletos y 2 wikipedias tenía carrete para cuarenta minutos. Cada vez que me encaminaba a ese trámite, que solía soltar a las guiris del hotel, me preguntaba cómo era posible que Juanín pudiera convencer a nadie para aguantar ese rollo, por mucho que fuera gratis. Sería eso que llaman don de gentes. Algo que él tenía y yo fingía.
Tenía el pálpito de que a la chica le irían los pijos. Para las turistas extranjeras solía usar un look más “camarero de bar cutre”, con camiseta asquerosamente ajustada. Para la salmantina una camisa a rayas azules y vaqueros. Todo suma aunque no hay que obsesionarse.
Llegaron a la plaza situada en frente de la concatedral justo después de mí. Miraban a los lados y después de presentarnos me confesaron su extrañeza de que la visita fuera solo para ellos dos. Frente a frente se confirmaba la esbeltez y altura de la chica, pero aun con sus tacones, yo, al ser bastante alto, le sacaba media cabeza. Ella no había cambiado mucho el atuendo, parecía el mismo pantalón, zapatos y gabardina, solo había cambiado camiseta por camisa, lo cual, en principio, parecía permitirle disimular algo aquellos pechos difícilmente disimulables. El chico llevaba una camisa rosa rancia a más no poder. Un quiero y no puedo. Un wannabe sin carisma de manual. Fue el momento en que con más vehemencia me dije: “Pero qué coño hace con este tío”.
Les hice la ruta intentando centrarme para parecer profesional, pero no podía evitar que mis ojos se me fueran a una Verónica un poco ausente, retraída, como si encerrara una rebeldía contenida, muy poco implicada en mi discurso. Al contrario que Óscar, “el precoz”, que hablaba más que yo, soltando gracias sin gracia hasta la vergüenza ajena. Un movidillas de poca monta que me interrumpía para soltar chorradas carcas sin sentido.
No pude realizar ningún acercamiento. Tampoco lo pretendía. Este parte del plan no tenía más objetivo que el de ser una cara conocida cuando llegase un encuentro posterior.
Tomamos unos cafés en la plaza a los que Óscar invitó. La conversación era amena. El chico, (no tan chico con sus 39 tacos), era cierto que hablaba un poco de más, pero no se le veía mal tío. Verónica participaba lo justo, lo normal, algo seca de palabra pero agradable de gesto. Educada. Correcta. Atenta a la charla pero sin alardes. En otro orden de cosas no capté en ella ninguna mirada, ni a mí ni a nadie, que pudiera darme esperanzas. Se quitaba y ponía las gafas de sol, cruzaba las piernas, y yo, disimuladamente, intentaba atisbar su canalillo sin éxito. Solo cuando sacudió el sobre del azúcar pude entrever algo de aquellas tetas, poca cosa. Otro detalle, menor, pero algo era algo, era que se le transparentaba el sujetador mínimamente pues la camisa parecía como de seda. Qué más quisiera yo que vislumbrar sus pezones a través de la fina tela pero no parecía ser mi día de suerte. De su culo no podía saber nada, antes por su gabardina, ahora por estar sentada. Digamos que vi menos carne que un vegetariano convencido.
Pasaron algunos amigos que, desde lejos, hacían gestos de extrañeza. Conocían mi famoso tour y seguramente no entendían qué hacía allí aguantando el rollo a aquel hombre y a su pareja. Yo hacía como que no les conocía mientras Óscar soltaba su frase carca del mes: “Mucha gente joven, ¿no?”.
Al poco rato nos encontrábamos hablando de cervezas belgas y yo les recomendé un bar donde ponían las mejores de la ciudad. Mentira. Era un bar como cualquier otro. Bueno, no del todo cierto, pues el camarero era un buen amigo mío. Jugaba en casa, tenía que jugar mis bazas. Les dije que podían pasarse después de cenar, que tenía buena terraza, en calle peatonal, cerca del hotel. “Cojonudo, tío”, exclamaba el enrollao de rosa.
Me despedí con dos besos de Verónica, cosa que no se produjo en el saludo inicial. No os hablaré sobre si su perfume me embriagó o no, o del tacto al tocar su cintura. No. Yo no iba a eso. Lo que quería era follármela, ponerla a cuatro patas y darle lo que su insulso novio no le daba. Hacerla gemir y gritar de verdad, no la mierda de suspiros que había escuchado horas antes. Y solo tenía una bala: rezar porque fueran a aquel bar y allí no cometer ni un solo error.
Llamé a Marcos, mi amigo el camarero, le di la descripción de la pareja y le expliqué mi plan. Hice otras llamadas, a unos amigos y a una antigua folla amiga. Todos respondieron afirmativamente, sería por amistad, favores debidos o mero “entertainment”, vete a saber.
Si la tarde anterior había parecido de marzo, ésta parecía de junio. Bastante más calor del esperado. Tarde que pasé tranquilo. Confiado.
Pasadas las diez de la noche me llamó Marcos. Habían llegado y habían pedido unas Leff rojas.
— Que no te líen Marquitos. La siguiente que sea una copa. Una ginebrita o algo así. A él cárgasela bien. Con ella no te pases, que la quiero entera y a pleno rendimiento.
Pocas veces en la vida no influye también el factor suerte. Si hubieran hecho caso omiso a mi recomendación todo se habría ido al garete.
Mis amigos estaban cerca. Al fin y al cabo la zona de copas no es muy grande. Me reuní con ellos y fuimos a la terraza de Marcos sobre las once. Mi plan iba según lo previsto: Óscar, tremendamente previsible, se levantó efusivamente a saludarme, pidiéndome que me tomara algo con ellos. Marcos movió un par de mesas y cuando me quise dar cuenta había juntado tres pequeñas y mis tres amigos y yo nos pedíamos unas copas. El grupo estaba unido gracias al palurdo de Óscar y sus ganas de “mezclarse con los jóvenes”.
— Entretenme al panoli —le dije a mi amigo Gonzalo justo antes de irme dentro del bar.
Cuando volví comprobé que mis amigos seguían mi plan a rajatabla. Los tres: Gonzalo, Jaime y Beto le seguían el rollo a Óscar, que contaba sus batallitas de la universidad, mientras a mí me quedaba una silla libre al lado de una Verónica algo apartada de la conversación.
Ella revisaba el móvil, con el bolso sobre las rodillas. Por lo que había en las mesas sabía que ella llevaba una cerveza y una copa, su novio una copa más, y a éste ya se le notaban los mofletes casi del color de su camisa. Cuando Beto le dijo que había estudiado un año en Salamanca el novio de mi víctima exclamó un “buah, y genial, ¿no?, ¿dónde vivías?”. Lo entretendrían un buen rato.
Y comenzó la parte difícil: ganarme a aquella chica aparentemente intocable, romper el hielo sin pasarme de listo pero sin aburrirla. Empecé una conversación basada en preguntas primero, para hacerla hablar, y después hablar yo de mí. Ella tenía que saber cosas de mí aunque fueran falsas. Era necesario para crear un vínculo.
Pasaban los minutos y desde luego ella ponía un muro impenetrable. Un par de sonrisas y algunas frases largas. Poco más. Yo estaba como en la cabecera y ella a mi izquierda, por lo que ella se tenía que girar un poco para hablar conmigo. En el escorzo, y con la gabardina colgada en la silla, pude ver sus pechos atacando su camisa con claridad. Ella no daba pie de palabra pero su busto era quien me mantenía incansable.
La conversación se atascaba por momentos. Ponía a prueba mi labia y experiencia. Nuestras copas bajaban y ella ya lanzaba miradas a su novio buscando una respuesta que le permitiera sugerir una huida. No lo podía consentir. Tenía que hacer algo, aunque fuera algo chocante, fuera de lugar, pero es que veía que en cualquier momento la chica se me iba. Aprovechando que estábamos hablando del barrio del hotel tuve que lanzar un “tierra – aire”.
— Pues no te había comentado, vivo justo al lado del hotel.
— ¿Ah sí?
— Sí. Soy amigo de la infancia de uno de los chicos de recepción. Según me comentó, mi salón limita pared con pared con la 101.
Ella permaneció callada. Impasible. Como si en vez de la 101 hubiera dicho la mil ochenta.
— Ah, sois amigos, entonces—. Ella pasaba olímpicamente de mí.
— Sí. Pues al lado de la 101. Lo malo de ese hotel, bueno del bloque o del barrio, es que las paredes son de papel. Se escucha absolutamente todo —dejé caer la frase antes de pegar un trago y fijarme en su reacción.
— Pues qué casualidad, estamos en la 101 pero yo no he oído nada. Ni por la mañana ni ayer por la noche. La verdad es que he dormido estupendamente.
Comenzaba a sacarme de quicio. No tanto por lo que decía si no por el tono y su lenguaje corporal. Es difícil de explicar de palabra como eran aquellos gestos y aquellas miradas de desdén. Sus movimientos con el pelo, sus cruces de piernas y eso de hablar sin apenas mirarme. Era todo con una soberbia a la que yo no estaba acostumbrado.
— Es que te dormiste pronto. Yo me dormí justo después que tú.
De nuevo dejaba caer un cebo. Buscaba en ella una reacción, algo, aunque fuera de cabreo. Prefería que me tirara la copa encima a que siguiera inmutable.
— ¿Y cómo sabes eso? —picó.
— Te dije que las paredes son muy finas. Escuché vuestro polvo de cuatro minutos y me quedé dormido.
Ya estaba. Había soltado la bomba. Era precipitado, en contra de mi táctica, pero no me había quedado otro remedio. Era un all in desesperado.
Ella se encendió un cigarro con gesto serio:
— Vaya, vaya… ¿y te puso escucharlo?
La pregunta me pilló por sorpresa. Esperaba un insulto, un “Óscar vámonos”, qué se yo, pero desde luego no eso. Reaccioné atacando:
— No mucho, no me dio tiempo.
— Los hay cortos pero intensos.
— ¿Intenso? Creo que no fue el caso.
En treinta segundos nos habíamos enzarzado en una conversación tensa, rozando la discusión, una guerra a ver quién la tenía más larga.
Ella dio una calada y soltó el humo lentamente como sintiéndose una femme fatale tres peldaños por encima de mí.
— Ahora me dirás que tú eres un amante digno de película porno… y que contigo esos 4 minutos serían 4 horas, ¿no? — lo decía como si estuviera hablando de un tema banal. Se la veía tremendamente segura. Era solo cuatro años mayor que yo pero parecía creerse que jugaba con un niño.
— Sin duda no es cuestión de minutos o de horas. Quizás hoy me suba una a casa y me escuches tú a mí esta vez.
— Sí… machito de pueblo, súbete hoy a una y hazla que gima loca de placer, seguro que me pone cachonda eso…
Me quedé callado. Pocas veces me habían dejado así. Nos quedamos en silencio unos segundos. Ella acabó su copa y miró a su novio. Afortunadamente no encontró su mirada y me dijo:
— Vigílame el bolso, voy al baño—. Se levantó y entró en el bar.
La orden había sido en tono déspota. Como si ella viviera en una torre y yo sobre fango. Ya no me la quería follar por la apuesta, ni porque estuviera buena. No. Me la quería follar para cerrarle esa bocaza de arpía.
Lo que más me había sorprendido había sido que ella en ningún momento había rehuido la batalla. Todo lo contrario, parecía irle la gresca más que a mí.
Cogí su bolso y entré en el bar en el que había bastante gente. Estaba algo oscuro por lo que no tuve ni que pedirle a mi amigo que apagara un par de luces. Le di el bolso a Marcos para que lo pusiera detrás de la barra.
Verónica no tardó en bajar del piso de arriba y dirigirse a mí inmediatamente:
— ¿Y quién coño vigila mi bolso?
— Tranquila, está ahí, detrás de la barra.
— ¿Pero tú quién narices eres para cogerme mis cosas?
Allí plantada. Con sus pantalones de vestir, sus tacones y su camisa cara. Parecía una abogada echándole la bronca a un becario. No pegaba nada en aquel bar de universitarios. Decidí intentar tranquilizarla. Lo típico de “estás de vacaciones, relájate”. Marcos nos puso dos copas tomando él el mando con algún chascarrillo.
— Yo no he pedido nada —protestó. Me estaba sacando de quicio.
Mi amigo, con más paciencia que yo, y con tres frases de psicología de la calle, consiguió que aceptara la ginebra.
Cada paso con ella era una tortura. Hasta que aceptara una copa a la doce de la noche parecía un éxito. Finalmente cogimos las copas. Bebíamos allí de pie. En silencio. Sabía que ella, en cualquier momento, saldría de nuevo para fuera. Otra vez tuve que arriesgar.
— Fue misionero, ¿no?
— ¿Qué? —ella puso cara más que seria, cara de “espero no haber escuchado bien”.
— Tú, con tu novio, ayer. Era misionero.
— ¿Pero a ti qué coño te importa? ¿Eres retrasado o qué te pasa?
“Retrasado”, “machito de pueblo”… yo empezaba a preferir llevar una hostia y no verla más a seguir aguantándola.
— Una pena. Deberías estar tú encima siempre. Con esas tetas botando.
Se lo dije sin cortarme, mirando su camisa a la altura de sus pechos, esperando una bofetada. Juro que en aquel momento no esperaba otra cosa que no fuera una buena hostia.
— Quizás sí que estaba encima. Nunca lo sabrás —tras decir esto bebió de su copa. Todas sus respuestas me sorprendían.
— Bueno, no me lo digas. A lo que quiero llegar es a que es divertido imaginar la postura… escuchar los gemidos… —proseguí.
— ¿Si? Vamos, qué eres un poco cerdito. ¿Y mis gemidos qué tal?—. Yo no sabía si las copas se le habían subido de repente, o si lo que pasaba era que la niña narcisista quería oír que sus gemidos eran lo mejor que había escuchado en mi vida.
— Hubo alguno bueno… —le dije intentando clavarle la mirada.
— ¿Si? Bueno, como favor, ya que estoy de vacaciones “happy happy” y todos somos muy enrollados, hoy me subo encima de mi novio y gimo a gusto si te hace ilusión.
Yo no sabía si me estaba puteando. Si en cualquier momento se iba a reír y mandarme a paseo, o si de verdad le estaba gustando el juego. Al fin y al cabo a toda mujer le gusta sentirse deseada. Más las que están en un noviazgo largo y ya casi no recuerdan lo qué se siente en pleno flirteo, cuando ves a alguien interesado sexualmente en ti. Pero con esa arpía… no me fiaba.
— ¿Harías eso por mí? —pregunté.
— Lo haría por mí. Si te quieres hacer una pajita en tu cutre apartamento escuchándome ya es cosa tuya.
Tras decir eso ella posó su copa en la barra. A mi lado. Yo hice lo propio y aproveché para colocar una mano en su cintura, con disimulo. Mi mano fue apartada con cuidado, elegancia, nada de un manotazo. Sutil de gesto y agresiva de palabra.
— ¿Sabes que mi novio me preguntó si me parecías guapo? —deduje que tres copas y una cerveza hacían mella. Era la primera vez que ella sacaba un tema de conversación.
— ¿Y qué le dijiste?
— Pues que eras normal. Pero que tenías cara de falso. Que parece que haces un papel.
— Ah, vaya. Qué lista eres.
— Si es que se te ve a la legua.
— ¿Y qué se ve?
— Que eres un ligón de pueblo.
Estaba colmando mi paciencia. Creo que solo su cara bonita y el contorno de su delantera evitaban mi “Mira niña, vete a la mierda”.
En ese momento se precipitó otra parte del plan que yo tenía preparada para mucho más adelante. Apareció Carol, una antigua folla amiga que estaba en el ajo. Apareció con unas amigas que me saludaron efusivamente, más borrachas de lo esperado, a unas revoluciones muy superiores a las nuestras. Yo sufrí porque Verónica aprovechara la coyuntura y se escapase a una terraza en la que Óscar seguía, cada vez más borracho, enfrascado con mis amigos.
Afortunadamente Verónica aguantó y Carol le susurró al oído lo pactado. Obviamente no lo escuché pero las instrucciones eran claras:
— No le sigas el rollo, hazme caso, no pases la noche con él, como te folle una vez después vas a querer más.
Sabía que se lo estaba diciendo. La cara de Verónica, para variar, impasible, de póker profesional.
Desaparecieron con su cometido cumplido y Verónica me preguntó:
— ¿Qué pasa? ¿Te has follado a todas las zorritas de este pueblo?
— ¿Te importa?
— En absoluto.
De nuevo un silencio. Culpa mía. Ella lo aprovechó:
— Chico, dame el bolso —le dijo a Marcos en su tono habitual.
En diez segundos había salido por donde había entrado, con su copa y su bolso en la mano, y sus andares de “estoy buena, lo sé”. Se fue pavoneando su chulería hasta sentarse de nuevo en la terraza.
Yo me quedé mirando su culo redondo, mediano pero rotundo, claramente no de chica, si no de mujer, enfundado en aquella tela negra. Sus tobillos al aire, su pantalón bajaba justo hasta donde debía. Sus tacones discretos, comedidos, nada de algo exagerado. Llevaba la camisa con una elegancia innata. Pero a pesar de aquel fino y distinguido envoltorio, de lo chula que era, conseguía que aquello que pudieran ser virtudes parecieran defectos.
— A ésta no te la follas —me dijo Marcos.
Yo le miré. Mi cara era inequívoca. Mis ojos le decían: “No te voy a mentir, está jodido”.
— Le estoy poniendo unas copas al novio que se tiene en pie porque está sentado —continuó mi amigo.
Hablando de copas, ella tenía la suya llena hasta la mitad. Calculaba que ese era el tiempo que yo tenía para retenerla, para que pasase algo que pudiera evitar que, efectivamente, lo más que pudiera conseguir de ella fuera escucharla de nuevo a través de la pared.
Nunca es acertado ir detrás de la presa cual perro faldero pero qué opción me quedaba. Aquella cacería era diferente, incierta, tremendamente complicada. Solo su pregunta acerca de si me habían excitado sus gemidos había sido en cierta medida “algo”. El resto chulería y malas caras.
Me senté de nuevo a su lado y ella revisaba su móvil sin prestar la menor atención a su novio, que, visiblemente borracho, se equivocaba y le pedía otra copa al camarero del bar de al lado que atendía otras mesas.
— No, no. Esta y nos vamos —dijo Verónica.
En ese momento uno de mis amigos me miró con cara de “estás jodido” y Óscar le decía algo a Verónica que no alcancé a entender bien. Los decibelios de la calle eran ya ciertamente importantes y tampoco la vocalización del borracho ayudaba.
Marcos apareció con una ronda de chupitos “invita la casa”. Todos los bebimos de un trago, menos Verónica, que ni se inmutó, y quedó su vaso lleno delante de ella.
Gonzalo le dijo algo al carca de rosa, para entretenerlo, pero el “Óscar, nos vamos” de Verónica era inminente. Estaba tan claro quién llevaba la verborrea en la pareja como quién llevaba los pantalones.
A modo de casi despedida, ya no me corté en mirar las tetas de aquella mujer imponente. Tan imponente como imbécil. Casi podría jurar, o quizás fuera deseo, que podía ver uno de sus pezones transparentando la camisa. Verla bebiendo con ese estilo, su cruce de piernas, su pezón, su pelo suelto… me estaba poniendo cachondo. Quizás era debido a que llegas a desear más lo que sabes que no vas a conseguir. Y es que fue empezar a descartar mi éxito y comenzar a desearla más. Casi nunca me pasa eso de empalmarme solo con mirar, pero aquella detestable perdonavidas me estaba poniendo cachondo de verdad.
— ¿Puedes dejar de mirarme las tetas, cerdo? —remarcó lo de “cerdo”. Lo dijo clavándome la mirada, casi con asco.
Yo estaba cansado de pelear.
— No te voy a pedir perdón por mirarte.
— ¿Ahora vas a ligar así?, ¿halagándome?, vaya plan… ¿De verdad te vale eso para ligarte a estas paletas?`
— ¿Crees realmente que he intentado algo contigo?
— No, claro que no… —dijo con sarcasmo—  ¿Por qué no te vas a ligar con una de estas niñas que no dan ni golpe? La amiga tuya esa que vino a hablarme, creo que le gustas.
Ni me digné a contestar. La guerra estaba perdida. Verónica se acabó la copa y se levantaron. Se fueron calle arriba. Óscar se despidió afectuosamente de todos. Verónica de nadie.
Mis amigos me repetían que les debía la vida por haberles hecho aguantar al pesado carroza. Yo les escuchaba y esbozaba unos “ya…”,  “ya…” abatidos, mientras veía como la pareja se detenía ante un chico que les acosaba con unos flyers. Ya iba a sacar el móvil para darle la enhorabuena a Juanín cuando, como caído del cielo, atisbé como Verónica y Óscar entraban en un pub. En un primer momento me pareció una gran noticia, pero en seguida pensé que si me plantara allí tampoco conseguiría nada.
Me quedé hablando con Gonzalo. Mi amigo más alto, el único del grupo más alto que yo, musculado hasta la exageración. Era un chico peculiar, algo callado, pero remarco la idea de que era peculiar. De estos chicos que las chicas o se vuelven locas por ellos o les dan asco. Es más, yo, de complexión normal, pelo castaño y de vestimenta más o menos arreglada y clásica, era un poco su antítesis. Nunca nos habíamos peleado por chicas pues a las que les gustaba yo, él no les gustaba nada, y viceversa. Les pedí a mis amigos un último esfuerzo, iríamos al pub y Gonzalo hablaría con ella.
— Tío, ya sabes que ahora tengo novia.
— Ya lo sé. Solo quiero ver como reacciona contigo.
— Joder, como me vean las amigas de mi novia la lío.
— Tranquilo, se lo explico yo si pasa algo.
Dejamos pasar un tiempo prudencial. Lo justo para que no se sintieran acosados pero tampoco quería que se marcharan antes de que llegásemos. Mis amigos fueron antes. Yo me quedé un rato más esperando.
Cuando llegué todo estaba donde tenía que estar: Gonzalo hablando con Verónica y Beto y mi otro amigo, Jaime, “secuestrando” a Óscar. Me pedí una copa y contemplé la escena.
Verónica le dedicaba más sonrisas de las que me había dedicado y me habría dedicado en horas. Gonzalo, con sus músculos marcados a través de su camiseta, tenía bastante más pinta de ligón de pueblo que yo, pero parecía que a él no le insultaba como a mí. Ella, de por sí delicada, parecía de porcelana al estar a su lado. La película se titularía “El empotrador y la doncella”. Me llamó la atención en seguida que su actitud con él era completamente diferente. Se reían. Sin ser Gonzalo un monologuista de éxito precisamente. Ella sorbía de la pajita y hasta llegó un momento en que Gonzalo, hablándole cerca, posó su mano en su cintura. Esa mano, al contrario que en mi caso, no fue apartada.
El pub estaba oscuro y abarrotado y yo me acerqué a Jaime, Beto y Óscar, el cual apenas decía algo coherente, no por ser como era si no ya más que nada por las copas que llevaba bebidas. Empecé a pensar que quizás Marcos se había pasado. También era cierto que Óscar era mayorcito.
Pasaron los minutos en los que, desde la distancia, veía a una Verónica cada vez más y más receptiva. Mi plan era ver como reaccionaba, pero ya hasta empezaba a temer que Gonzalo acabara consiguiendo, casi sin querer, lo que yo llevaba horas buscando. “Bueno, con su novio aquí no creo”, pensaba yo, casi pasándome al otro bando.
Ella se dirigió al servicio y yo fui al encuentro de Gonzalo.
— Tío —me dijo—, pues imposible no lo veo. Para mí, digo —rió.
— Bueno, no te tires, Gonzalo.
Yo tenía una sensación extraña. No sabía si aquello había sido buena idea. Tampoco mi ego y mi afán competitivo estaban del todo satisfechos precisamente. Que a otras chicas les atrajera él y no yo nunca me había importado realmente, pero con Verónica no me hacía puta gracia.
— Y, por cierto —prosiguió—, me ha dicho que eres gilipollas.
— Mira por donde eso me extraña menos que lo primero que has dicho.
— No sé, porque tengo novia y paso, pero imposible no es.
En ese momento vi que Verónica se dirigía con su copa hacia la otra barra. Supuse que a por hielos. Tanto palique con el cuatro por cuatro que se le había calentado la copa a la muy idiota.
A veces me pasa, los que salís por las noches lo sabréis, en algún momento de la noche a mi cerebro le salta el automático y me trasformo, como si todo el alcohol se subiera de golpe y me dijera: “chico, estás fuera, es mi turno, ahora mando yo”.
Y así es como de golpe me encontré detrás de Verónica, después de haberme hecho paso entre la gente. Ella con el pecho contra la barra. Giró su cabeza. No pudo disimular una cara de desilusión.
— Joder, tú otra vez.
— ¿No puedo pedir una copa?
— Sí, puedes, sin empujarme.
Dejé que la corriente de empujones pusiera mi pecho en contacto con su espalda y mi pelvis en su trasero.
— ¿Quieres parar, joder? —dijo echándose para atrás con el culo. Lo que consiguió fue el efecto contrario a su objetivo, pues su culo entró en contacto con mi entrepierna, de manera agradable para mí, supuse que no tanto para ella.
No pude evitar sonreír por dentro. No forma parte de mis tácticas de ligue, ni mucho menos, eso de aprovechar el tumulto para sobar un poco, pero con Verónica… “que se joda”, pensé.
Mientras ella buscaba al camarero yo, al ser más alto, no me cortaba en mirar su escote. Me estaba poniendo terriblemente cachondo. Casi podía ver hasta su sujetador. Todo ello sin que mi entrepierna dejara de estar en contacto con su fino pantalón negro.
— Parece que mi amigo Gonzalo te gusta más que yo.
Ella no respondió.
— Si lo sé te lo presento antes —insistí.
— Oye, si te gusta tanto, salís fuera y le haces una paja.
— Vamos Verónica, ¿no vas a responderme a nada?—. La chica era insoportable.
— Está bueno, pues obviamente, chico—. Ella hablaba hacia adelante, yo tenía que inclinarme sobre ella para escucharla. Le susurraba al oído pues la música estaba bastante alta.
— A él sí que te lo follarías entonces.
— ¿Pero qué dices, cerdito? Para ti todo es follar y follar. ¿No llegó la evolución a éste pueblo?
— Ya, ya… a la pija le van los maromos “mujeres y hombres”, quién lo diría.
 No tienes remedio…, eres pesadísimo —murmuró.
Se hizo un silencio entre nosotros, unos segundos. Detrás de ella con mi entrepierna casi encajada entre sus nalgas. Yo estaba en un plan en el que, si no conseguía nada, al menos le iba a tocar las narices y a mirar todo lo que pudiera. Lo cierto era que desde mi perspectiva sus tetazas eran realmente colosales. Me imaginaba que aquel sujetador tendría que ser enorme para contener aquello.
— Oye, ¿te está poniendo cachondo la conversación o qué? Creo que me estás empujando con algo.
— Puede ser.
— Pues como no dejes de empujarme igual llevas una hostia.
— Tranquila Verónica, hay por medio mi calzoncillo, mi pantalón, tus bragas y tus pantalones, tampoco es que te esté violando.
— Te repito que te apartes, nene. ¿Llevas toda la noche empalmado como un burro o qué? Joder, ya por amor propio deberías apartarte.
Dijo eso mientras el camarero le servía los hielos y ella se ponía de lado de tal forma que yo ya no pudiera empujarla. Si alguien había escuchado aquello se habría quedado alucinado. Yo ya estaba acostumbrado.
Lo que más me sorprendió de mi mismo fue que la vi escaparse de mí y me alegré de que fuera al encuentro de su novio, que estaba con mis dos amigos, y no al encuentro de Gonzalo.
Me pedí otra copa y me la tomé tranquilamente con Carol que apareció con sus amigas. También llegó la novia de Gonzalo. Yo hablaba con Carol mientras contemplaba como, en un instante, se besaba Gonzalo con su novia y, curiosamente, Verónica se acercaba más a Óscar. Era prácticamente la primera vez que parecían pareja. Quizás estaba ya la chica cachonda, creo que más por Gonzalo que por mi ataque de pelvis. Su novio estaba tan borracho que sonreía mucho y se tocaban poco. Se daban algún pequeño beso, poco más. No recordaba ya cuantas veces Óscar me había parecido un imbécil inconsciente de lo que tenía en casa.
Carol me besó. Me cogió por sorpresa, pero me dejé hacer.
— Pasa de esa vieja. Vente conmigo.
— Joder Carol, tiene 34, no exageres.
— No es tu rollo. Es una amargada. Si no quiere tu polla ella se lo pierde.
Nos besamos y yo crucé alguna mirada con Verónica, la cual se daba pequeños picos con un acalorado Óscar. No me esperaba aquel ataque de Carol, pero tampoco me sorprendía sobremanera.
Sin duda aquello no era lo que yo quería. Pero visto lo visto que yo acabase con Carol y Verónica con su novio no era una debacle. Es que realmente ver como Gonzalo me la levantaba podría ser difícil de sobrellevar. Quizás un empate no era mal resultado viendo como había transcurrido el partido.
Carol se hizo a un lado y se puso a hablar con sus amigas. Hasta llegué a dudar si lo único que había pretendido había sido sacarme a Verónica de la cabeza. Me fui al servicio a aclarar mis ideas. Me vi en el espejo. No me reconocía. Casi satisfecho solo porque Gonzalo no la consiguiera. Lamentable. Aquel chico no era yo.
Salí y me dirigí al grupo donde estaban Óscar, Verónica, Beto y Jaime.
Quizás, el aparentemente pánfilo de Óscar le había sobado más de lo presumible, pues Verónica llevaba, sin duda, un botón más desabotonado. El escote pasó de casto a sugerente. Comencé a hablar con ella.
— No te imaginaba de las que se besan en un pub aunque sea con su novio.
Ella rió, conmigo casi por primera vez:
— Tú estás siempre vigilante. Como detective, o más bien como acosador, no tienes precio.
Yo sonreí y di un trago a mi copa. Ella prosiguió:
— ¿Así que esta noche te escucharé con esa?—. Parecía una Verónica más relajada.
— Puede ser, casi no me acordaba de eso de escucharnos. Puede ser.
— Pues es bastante guapa.
— Sí, no está mal. ¿Y yo a ti con quién? ¿Tu novio o Gonzalo?
— Estás muy pesadito con Gonzalo. Te repito que si tanto te gusta es todo tuyo.
Yo no sabía si eran las copas o el calor o qué me pasaba. Quizás aquel dichoso botón desabrochado. Pero me estaba poniendo muy cachondo hablándole al oído. Ella también se acercaba para hablarme. No pude evitar imaginármela con Gonzalo y comencé a sentir como mi miembro se lamentaba de estar aprisionando por los vaqueros.
— ¿Sabes que me dijo que eras poco menos que un semental?
— ¿Quién? —pregunté. Me costaba entenderla con tanto ruido.
— La chica guapa esa que parece que escucharé.
Yo me acerqué aun más a ella y puse una de mis manos sobre su cintura.
— ¿Sí? Bueno, cuando la escuches gemir ya lo comprobarás.
— Vaya, te la vas a follar con ganas entonces.
Yo estaba cada vez más excitado. Ella quería jugar, sin duda. Quizás poco, pero parecía divertirse calentándome. Escucharla pronunciar la palabra “follar” fue superior a mis fuerzas, por lo que mi mano bajó a esa frontera entre la cintura y el culo. Muy sutil, sobre su pantalón, sin apretar nada, con las yemas de los dedos.
— Me la voy a follar a cuatro patas. En mi sofá. Para que la escuches bien.
Mi mano no fue apartada. No me lo podía creer. Tenté a la suerte. Bajé la mano un poco más, ya en contacto real con su culo. Su novio estaba de espaldas y con “un ciego” que no se enteraría de nada.
— ¿Y crees que me voy a poner cachonda escuchándola?
— Puedes gemir tú también. Para eso tienes a tu novio.
Nos hablábamos con los labios pegados. Notaba su aliento, casi su respiración. Y ya el tacto de su culo… suave a más no poder. El pantalón parecía tan fino que casi podía notar su piel.
— ¿Yo? ¿Con este? Va fatal. Creo que solo te escucharé yo.
— Y cuando nos escuches tú allí en cama con tu novio durmiendo…
— ¿Qué?
— Que qué vas a hacer.
— Tú querrías que me uniera, ya lo sé —dijo claramente jugando.
— No me refiero a eso.
— Mmm, vaya, así que quieres que… haga uso de mis manos… mientras os escucho.
Mi mano abandonó su culo y le cogió su mano libre. Su forma de calentar estaba siendo demasiado para mi autocontrol. Llevé su mano a mi entrepierna.
— Ey, ey… ¿A dónde vas, niño? ¿Estás loco o qué? —dijo soltándose.
Yo miré alrededor. No vi a su novio. Insistí.
— ¿No quieres comprobar ya si mi amiga tiene razón con lo de semental?
— Jaja. Sí. La creo. ¿Y qué? ¿Crees que te voy a sobar tu sucia polla porque me digan eso? ¿Así funcionan las chicas aquí?
— No sé como funcionan aquí. —Yo no quería desviar el tema a pesar de sus memeces— Pues eso. Cuando me escuches como me follo a Carol… — dejé un silencio— será agradable saber que estás al otro lado, ahí…haciendo…
— Al otro lado haciendo qué.
Nuestras bocas estaban cerca. Ella visiblemente borracha parecía entrar completamente en el juego. Casi jugando ella más que yo.
En ese momento llegó Beto, algo acelerado, jodiendo absolutamente todo el clima que yo había tardado horas en construir:
— Oye, que está Gonzalo con Óscar fuera, que está fatal. Está vomitando en la plaza.
La conversación acabó súbitamente, aunque ella no puso cara de estar muy alarmada por la situación de su novio. Eso a mí me daba igual, pero justo antes de salir me dedicó un gesto, una extraña cara de forzada lástima, con la que me parecía querer revelar que toda aquella última conversación había sido una farsa. Que ella se había estado riendo de mí, por dentro, del principio al final.
Salimos mientras yo le daba vueltas a aquella mirada suya de compasión. Para colmo me sentía un canguro yendo a comprobar como estaba “el niño”. Allí estábamos todos, alrededor de un pequeño seto, como en una obra, unos mirando y otros aconsejando, viendo como Óscar expulsaba su cena.
— Es que el chico quería revivir la vida universitaria y se lo ha tomado en serio —reía Beto mientras Gonzalo y Verónica ayudaban a Óscar.
Que si siéntate, que si toma aire, que si no salpiques. Lo típico. Pero el cabrón de Gonzalo no perdía ocasión de, en la ayuda, ponerle la mano aquí o allá a Verónica. Lo cierto era que no dejaba de ser fascinante ver las tetas de Verónica bailar dentro de su sujetador cada vez que ayudaba a su novio a incorporarse o vomitar. Yo, envidioso de Gonzalo, me sumé a la ayuda. La ayuda a ella por supuesto. El mequetrefe de su novio nos daba igual. Parecíamos dos hienas encendidas por si caía algo, aunque solo fuera una mano en su cintura o una mejor visión de sus tetas.
Por un lado la chica era odiosa, por otro estaba muy buena. Por un lado sentía que me llevaba puteando toda la noche, por otro aquella apuesta tenía que intentar ganarla.
— Nada. Hay que llevarlo al hotel. Está que no se tiene en pie —dijo Beto.
Lo cierto era que el pobre hombre no articulaba ni palabra. Ni un “estoy bien”, ni un “estoy mal”, ambas frases igual de poco creíbles, pero al menos indicarían que reaccionaba, pero nada, ni eso.
Cuando nos íbamos todos al hotel Verónica dijo que esperáramos, que iba al ropero del pub un momento y volvería en seguida. Yo les dije a mis amigos que se adelantaran un poco. Que fueran por Santa Marta, lo cual no era el camino más corto pero sí el menos transitado. Me miraron con cara de “no dejas tu obsesión ni con el hombre éste al borde del coma etílico”. El mundo es para los fuertes.
Fui tras Verónica que estaba en la cola para coger su gabardina. No sabría decir el grado de preocupación que tenía por su novio, pero no parecía mucho, es más, hasta sopesaba que estuviera enfadada con él, pues la escena había sido bochornosa.
De nuevo me pegué a ella desde atrás. Descarado. Desesperado. Pero no tenía más opciones.
— Chico, no necesito que me sigas a todas partes.
— Es que no quiero que te pierdas.
— Eres tremendamente cansino, ¿de verdad ligas así?
— ¿Así como?
— Por desgaste, joder.
La cola avanzaba muy rápido. De nuevo el tiempo apremiaba. Pensaba qué hacer como si estuviera descifrando códigos. Necesitaba algo, un toque, un roce, algo, algo que pudiera encenderla.
Opté por poner la mano en su culo de nuevo, haciendo como si me hubieran empujado. Ella la apartó casi con furia.
— ¡Joder! ¿Quieres parar? ¿Dónde está la niña esa? Desahógate con ella.
— La llamo después, para que venga a dormir, ya sabes.
— Muy bien —quiso zanjar. Estaba dispuesta a no darme más opciones ni más juego.
Era la siguiente en recoger la ropa. Yo estaba desesperado. Pegué mi entrepierna a su culo de nuevo. La empujé un poco. En seguida me di cuenta de que no había sido del todo sutil. Ella lo notó.
— ¡Por dios! es que ya me entra la risa —dijo con sonrisa irónica—. Llevas toda la puta noche empalmado. En serio, a quién se le cuente…
— A quien se le cuente qué.
— Que no me van a creer que un chico me acosó con la polla dura toda la noche.
— ¿Les contarás también que le decías al chico que querías escucharle follar?
En ese momento cogió su gabardina y se giró. Quedamos frente a frente.
— Yo no he dicho eso, paleto.
Como un rayo de luz, como si ella quisiera mandar y se hubiera pasado. Posó su mano en mi entrepierna. Palpando bien. Quizás hasta queriendo hacer daño, pues tras un par de segundos apretó fuerte.
— ¡Y guárdate la polla de una vez, joder!
Yo agarré su mano para que la mantuviera ahí pero ella consiguió zafarse. Me miró con más odio del que me hubieran mirado jamás, le dio un empujón a un chico y se abrió paso para marcharse. Yo fui tras ella y, mientras se ponía la gabardina y yo me ponía a su altura, me dijo:
— ¿Dónde están? Dios, no puedo creer que me hayan dejado sola con este imbécil.
Lo dijo en voz alta. A propósito. Me contuve. Tragué saliva. Era completamente odiosa. Detestable. Las pocas veces que nuestra conversación había parecido decente, normal, daba la impresión de no haber sido más que un papel. Un maquinado papel en el que aquella deleznable mujer había decidido jugar conmigo, putearme, para, simultáneamente reírse por dentro de mí.
Ni me digné a contestar e inicié la ruta que sabía habían seguido mis amigos. La idea original consistía en ir por un camino de callejuelas menos transitado, dar un poco de vuelta, pero ya me daba igual. En mi cabeza retumbaban sus palabras: “paleto”, “idiota”, “cerdo”, “imbécil”. Me había llamado absolutamente de todo. No me preocupé en caminar despacio, a ese ritmo llegaríamos al hotel en cinco minutos. En aquel camino empecé a sentir realmente odio.
Avanzamos unos metros más y me llamó Carol por teléfono. Empezamos la conversación típica, de “dónde estás”, “a dónde vas”. Yo me detuve y Verónica no tuvo más remedio que hacer lo propio.
Allí, en medio de la calle peatonal, alumbrados por unas farolas que creaban un ambiente amarillento, la elegante y repugnante Verónica esperaba a que yo acabara mi conversación.
— Vale, ven a casa en un rato entonces. Pero no tardes que me quedo sopa —le dije a Carol sin que tuviera nada que ver con lo que estábamos hablando. Obviamente me preguntó de qué coño le estaba hablando y yo le colgué. Una parte de mí, la que ya aborrecía a Verónica, no entendía que la otra parte siguiera con estrategias absurdas.
Verónica no dijo nada. Seguimos caminando. La situación era incómoda. Tensa. Caminábamos en silencio. Solo se oían sus tacones por la calle desierta.
Doblamos una esquina y me dispuse a mear entre dos contenedores, sin decirle nada. Me la saqué, la tenía bastante más gorda de lo normal, aunque no tanto como hacía un rato.
— ¡Qué asco por dios! Ojalá te pongan una multa.
— Cállate, joder—. Cada frase que me decía era una gota más en un vaso a rebosar. Hasta su voz me comenzaba a resultar insufrible.
Ella me llegó a llamar “niño incívico” y yo giré mi cabeza. La muy zorra estaba imponente con el pelo alborotado, el contorno de sus tetas bajo la camisa que, al contra luz de las farolas creaban una estampa impactante. Las piernas largas. Los tacones…. “Qué polvo tiene la muy puta, pero qué insoportable”, dije para mí mientras intentaba mear. Cosa que no conseguí. Creo que no se puede mear con tanto odio acumulado. Me la guardé y proseguimos.
— ¿Qué pasa? ¿No te la encontrabas?—. Yo estaba a punto de explotar.
Doblamos otra esquina por una calle estrecha y no cesó:
— ¿Te crees que no sé llegar al hotel, niñato?
Me encendí, no podía más. Me giré y le agarré por el brazo empujándola un poco contra una pared.
— ¡No sabes una puta mierda! ¡Cállate ya!
Nos quedamos frente a frente.
— ¿Qué haces, chico? No me toques.
Yo seguía sujetándola por el brazo. No era yo. Era mi orgullo que no podía soportar más tanta chulería.
— Te toco si me da la gana.
— ¿Ah sí…? ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a violarme aquí, machito? ¿Va a ser por la fuerza al final?
Estaba jugando conmigo. Como toda la puta noche. Mi mano dejó de sujetar su brazo para intentar posarse ambas en su cintura. Ella las apartó. Mis manos fueron, ya descontroladas, a posarse sobre aquellos hipnóticos pechos, y me dio una bofetada que resonó por todo el callejón.
La ira me subía por los pies hasta una cara que yo notaba que me ardía y no por su bofetada.
— ¿Va a ser por la fuerza, machito? —repitió pero esta vez no abofeteándome si no apartando mis dos manos que habían atacado aquellos pechos enormes. Solo la había palpado sobre aquella tela blanca unos segundos, una seda suave como yo no había tocado.
No entendía ni yo mismo el motivo de mis ataques. Mi mente despreciaba a aquella odiosa mujer pero no podía controlar que, teniéndola apresada contra aquella pared, mis manos y posteriormente mi boca intentaran tocarla, invadirla. Y es que, efectivamente, mi boca, con vida propia, vino después e intentó besarla pero ella apartó su cara. La tenía encajonada y ella no despegaba su espalda de la pared, cosa que podría hacer si quisiera.
— No me duras un puto minuto, maldito crío —dijo retándome.
Frente a frente la tensión se cortaba con un cuchillo.
— ¿Estás empalmado otra vez? —dijo posando su mano a la altura de mi miembro, sobre los vaqueros.
Yo desabroché un botón de su camisa con una mano. Mano que apartó, pero tras conseguir yo mi objetivo.
— Vuelve a tocarme y te doy otra hostia. Aquí solo toco yo. ¿Quieres acabar con esto? Está bien, tú ganas —dijo abriéndome el cinturón y desabrochando un botón.
— Voy a acabar con esta mierda de una vez y me dejas en paz. No me sigas hasta el hotel. No quiero verte la puta cara de imbécil nunca más —dijo bajándome la cremallera.
El sonido de mi cremallera bajarse se pudo escuchar claramente. Ella me miraba fijamente. Como si el odio fuera mutuo. Como si ambos nos profesáramos un asco incontenible.
Me  bajó los calzoncillos y mi polla salió dispuesta hacia adelante. No miré, pero sabía que se había liberado ya casi en su máximo de tamaño. Me tenía con los pantalones y calzoncillos en la mitad de los muslos. Noté su mano firme, fuerte. Me la agarró como si cogérmela fuera un trámite, y me echó la piel hacia atrás. Yo odiaba a aquella mujer pero no podía negar que el tacto de su mano sujetándomela con firmeza era como tocar el cielo.
— La tienes enorme, hijo de puta.
Todo se había precipitado de repente. Aquel callejón. Sus ganas de darme una absurda lección, o quizás ella lo deseaba realmente. Pero allí me encontraba, sin previo aviso, con aquella maldita engreída, agarrándome una polla que no entendía nada, pero que no iba a protestar.
La visión de sus pechos me obnubilaba nuevamente y no pude evitar llevar de nuevo una de mis manos a sus tetas. Ya podía verle el sujetador casi completamente y aquello era demasiado para mí. Sin embargo, de nuevo mi mano fue apartada.
— Como me intentes tocar paro —dijo comenzando a mover la piel de mi polla adelante y atrás.
Nos quedamos en silencio. Ella miraba a los lados. Con la cabeza y la espalda contra la pared. Solo se escuchaba la piel de mi polla adelante y atrás. Adelante y atrás. Yo no emitía el más mínimo sonido pero me estaba matando de placer. Me apretaba con fuerza, casi por la punta. Lo hacía de forma mecánica, pero me excitaba ver su cara de odio, sus tetazas rebosantes del sujetador, la camisa tan abierta…
— Tienes la punta empapada. Cómo puedes ir con esto así…
Yo no conseguía responder. Notaba su mano algo fría en mi polla ardiendo. Mis huevos colgaban enormes, deseando ser vaciados. Miré hacia abajo, tenía el glande oscurísimo, y ella sin parar, aumentando incluso el ritmo.
— Córrete, hijo de puta, y acabamos con esto… —me susurró ella en el oído. Intentando calentarme. Casi soplándome en la oreja, la muy puta, para así buscar que yo me corriera.
— Córrete joder… —volvió a insistirme, esta vez acelerando más la paja.
Yo apoyé las palmas de mis manos en la pared. A ambos lados de su cabeza. Nuestras miradas clavándose la una en la otra. Miradas que ella solo desviaba hacia los lados para comprobar que no viniera nadie. Mi polla a punto de explotar. Miraba para abajo y veía a mi miembro sufrir y a la vez disfrutar. Pero sobretodo veía sus tetas enormes balancearse, bailar dentro de aquellas copas formidables. La visión del bamboleo de sus pechos al sacudírmela era más de lo que yo podía soportar.
— No me manches, ¡eh, cerdito!, avísame.
— Ya veremos... —dije yo, con voz entrecortada, intentando aparentar estar más entero de lo que estaba.
— De ya veremos nada.
Ella seguía machacándomela más y más fuerte. La paja comenzaba a ser de campeonato. Descomunal. Con una sola mano, cubriendo la mitad de mi miembro. Solo dejaba de sacudírmela cuando usaba su pulgar para esparcir mi propio pre seminal por todo el glande, para de nuevo volver a pajearme. El tacto de aquel pulgar recorriendo mi zona más sensible me hacía temblar, cosa que yo intentaba disimular. Me estaba pajeando bien, jodidamente bien, y ella lo sabía, pero en un momento pareció desesperar.
— ¿No te corres? ¿Qué te pasa? ¿No eras un machito?
— Me correré cuando me de la gana —mentí, pues ni yo mismo entendía como conseguía aguantar.
No sé por qué pero intenté besarla y ella de nuevo se apartó. No solo evitó el beso si no que escapó de la pared. Yo me giré hacia ella. Mi polla apuntaba al cielo.
— Acábatela en casa que yo no tengo toda la noche.
Me había dejado empalmado, en medio de la calle, a pocos segundos de correrme. Me había dejado a medias allí en medio de mis calles, de mi barrio, de mi ciudad. Me sentía humillado. “¿Pero quién coño te crees que eres?” repetía mi mente.
La muy calientapollas no solo no decía nada más si no que se cerraba su camisa, toda digna, en plan “aquí no ha pasado nada”. Yo me la guardé en los pantalones, como pude, tragando bilis, y, mientras ella abría la boca para preguntarme por dónde ir al hotel, yo la interrumpí:
— ¡Niña, que te den por el culo! —dije dando media vuelta y marchándome.
Me fui de allí con un calentón que tenía una sola culpable. Pero decidí no maldecirla más. En aquellos momentos solo deseaba llegar a casa.
Llegué a mi calle y entraban en el hotel Beto, Gonzalo y Óscar. Al cual llevaban sujetándole por los brazos, como portando un cadáver. Entré con ellos y allí en recepción estaba Juanín, el cual yo ni sabía que tenía turno esa noche.
— ¿Pero qué coño habéis hecho? —decía. Era cierto que la estampa era dantesca.
A Beto le entró la risa floja y recordé por un momento lo que era el buen rollo de una noche de borrachera.
Subieron Beto, Gonzalo y Óscar en el ascensor y, cuando le iba a dar el report de la noche a Juanín, apareció la dignísima por la puerta. No pudo evitar poner cara de sorpresa, primero, y asco después, antes de preguntar:
— ¿Está arriba? ¿Qué tal está?
— ¿Ahora te importa? —dije.
Juanín alucinaba, ella no respondía y se encaminaba a las escaleras.
— No sé qué coño hacéis, tíos —dijo Juanín mientras yo me dispuse también a subir al primer piso.
Llegué arriba, justo tras Verónica, y la escena había pasado de dantesca a apocalíptica: Óscar tirado en la cama, boca abajo, vestido, mientras Gonzalo y Beto le quitaban los zapatos.
La entrada de Verónica no pudo ser menos sutil:
— ¡Cómo no os marchéis todos inmediatamente llamo a la policía!
Ella comprobó un poco el estado de su novio que balbuceó algo ininteligible. Colgó su gabardina y bolso en una silla, cerró las cortinas y se fue al baño al grito de “¡todos fuera, joder!”.
Ahí se había acabado la noche. Beto salió fuera, Gonzalo y después yo.
— Está buena la cabrona —me sorprendió Gonzalo con su frase lapidaria. Como si hubiera descubierto la pólvora.
Ya estaba. Había perdido la apuesta pero me importaba una mierda. Toda para su novio, me daba igual. No quería saber más de ella.
Cuando Beto ya bajaba las escaleras y se encontraba con Juanín que venía a pedir silencio, Gonzalo se cruzó conmigo para entrar en el cuarto de baño donde estaba Verónica, con un arrojo que yo no le había visto nunca.
— ¿Qué coño hace? —pensé.
Me quedé con el corazón en un puño. Pasaban los segundos y no escuchaba nada. Ni un grito de ella, ni una bofetada. Allí estaba yo, bajo el marco de la puerta de la famosa 101. Incrédulo, desconcertado. Pasaron más segundos. No daba crédito.
Abrí la puerta del baño con cuidado y no creí lo que vi. No podía ser. Un rayo me fulminó:
Verónica y Gonzalo se besaban allí, de pie. A dos metros de mí. Ella apoyaba el culo contra la encimera de mármol que envolvía lavabo, recibiendo la lengua de Gonzalo en su boca. Se besaban en silencio. Se devoraban con cuidado, como con una tensión sexual no resuelta. Contenida antes porque su novio pudiera verles y contenida ahora por si pudiera oírles. Ella con las manos en la cadera de él y Gonzalo enredando sus manazas en la densa melena oscura de ella.
Ella giró su cabeza hacia mí y Gonzalo le mordió el cuello haciéndola cerrar los ojos. No me gritó que me marchase. No dijo nada. Solo recibió aquel mordisco y se volvió a dejar besar. Sin embargo aquella mirada de dos segundos había sido diferente, desconocida hasta entonces. Estaba encendida. Parecía salir la gata que quizás llevaba horas ocultando.
Me quedé estupefacto, paralizado. Con su novio tirado en la cama, más cerca del coma etílico que de enterarse de algo, y la intocable, la imposible, besándose en el baño con aquel chico, cinco años menor que ella, el cual, dentro de aquel cuarto de baño, parecía aun más enorme, vigoroso y atlético.
Yo permanentemente pensaba que Verónica pararía aquello en cualquier momento. Sin embargo, los besos aumentaban en lujuria, y cuando vi que ella bajaba sus manos para palpar el culo de Gonzalo me quedé alucinado.
Mi mano, autómata, abrió mi cinturón. Era más de lo que podía soportar. Me importaba una mierda quedar de loco o enfermo. Me saqué la polla allí mismo y me comencé a pajear mientras la improvisada parejita se daba un festín de lengüetazos, de magreos, de mordiscos en el cuello, de suspiros, de miradas llorosas de deseo.
Gonzalo le sacó la camisa por fuera del pantalón y mi mente dibujó un “fóllatela”. Me daba igual no follármela yo. Quería ver a aquella engreída sucumbir. Quería verla taladrada por aquel Gonzalo poseído. Verla entregada, aceptando que su deseo podría vencer a su chulería.
De nuevo me vi interrumpido por Beto, el cual aun alucinaba más que yo con la escena. Yo allí con la polla en la mano y nuestro amigo besándola y metiéndole mano como si se le escapara la vida.
— Lo vuestro es de cárcel —dijo Beto.
— Pero bueno, esto qué es —susurró Juanín más atrás. Casi asomando la cabeza.
— Beto, vigila que no se despierte —le dije en voz baja.
— Pero qué coño se va a despertar si esta medio muerto. El tío está de lavado de estómago y tú pajeándote. Madre mía.
— Si no te gusta no mires —le dije de nuevo en tono bajo. Todo era en tono bajo. Mi sacudida, sus besos, las frases de incredulidad de mis amigos.
Tanto Juanín como Beto finalizaron su fugaz visita y se fueron. Supuse que uno a recepción y el otro quizás a controlar que Óscar no se despertase. Yo aproveché la ocasión para echar la puerta del cuarto de baño hasta cerrarla casi por completo, entusiasmado, curioso por descubrir hasta donde iban a llegar el hormonado y la digna.
Gonzalo y Verónica parecían llevar un calentón de dimensiones épicas, tanto que ni pararon ni hicieron amago de hacerlo a pesar del improvisado público. De hecho cuando me quise dar cuenta mi amigo ya sobaba la entrepierna de Verónica sobre su pantalón. Justo cuando comencé a pensar que quizás Verónica no pararía nada, cuando mi mente esbozaba un “joder, se la va a follar aquí”, un extraño ruido paró todo.
Era el móvil de Gonzalo vibrando. Se apartó un poco. Su cara era inequívoca.
— Mierda —susurró.
Rechazó la llamada y se sentó  sobre el borde de la bañera. Entre los dos quedaba una Verónica petrificada en medio del cuarto. Con la camisa por fuera, las tetas casi saliéndosele por encima del sujetador y unos ojos vidriosos, casi completamente idos.
Ahora sí todo parecía haber acabado. Gonzalo, acojonado, le escribía a su novia, y Verónica estaba a centésimas de recobrar la cordura.
Ella se dirigió a mí, para marcharse del cuarto. Me miró fijamente:
— Por favor, apártate.
De nuevo frente a frente y yo con mi miembro al descubierto. Una situación extraña pero a la vez conocida entre nosotros dos.
Yo no obedecí y ella me lo volvió a repetir. Con más chulería, con nuestros labios casi pegados:
— Apártate de una puta vez.
Aquella cara de soberbia…, el hecho de que se mantuviera así de arrogante aun con sus tetas casi fuera del sujetador por culpa del magreo de mi amigo. El hecho de que se mantuviera así de chula a pesar de saber que acababa de verla besándose con mi amigo, como una colegiala en celo, hizo que mis manos la cogieran por el cuello de la camisa y mi boca atacase aquellos labios que yo me sentía con derecho a probar. Mi boca atacó incansable, persistente, y esta vez nuestros labios se tocaron. Conseguí darle un pequeño beso en los labios. Ella puso sus manos en mi pecho intentando apartarse, pero sin demasiada fuerza. Parecía ya cansada de pelear.
Intenté un nuevo beso y ella giró la cara susurrando un: “apártate…”, pero ya no sonaba convincente. Quizás el repaso que le había dado Gonzalo había derribado aquel muro. Como si Gonzalo hubiera destruido su pantomima. Había pasado de arpía a gata en celo tras aquellos fatídicos minutos besándose con mi amigo.
Aflojé mis manos para no sujetarla con tanta fuerza y la besé de nuevo. Esta vez ella entreabrió su boca. Y se dio ese momento en el que notas que su boca se abre, que te corresponde, sabes que no se te va a escapar, sabes que ella quiere, ansía tanto ese beso como tú. Sentí entonces un torrente de energía que me recorría todo el cuerpo al notar el contacto de su lengua dentro de su boca. Por fin. No me lo podía creer. Por fin me besaba con aquella mujer, que no podía soportar, pero que no podía excitarme más. El beso era cálido, lascivo, como si ella, entre puteo y puteo, también hubiera deseado aquel beso. Yo no dejé de besarla. Me sentía vivo por fin allí dentro. Recorriendo su boca con mi lengua, saboreando sus labios, sintiendo su aliento que era tórrido, caliente… jugueteando con aquella lengua suya tan húmeda y tan ávida de sexo como la que más. Mis manos se enredaron en su pelo y las suyas fueron a esa polla que libre, lagrimeaba sola, quizás hasta dejando gotas sobre su camisa o pantalón, y confundida por aquella mujer que llevaba toda la noche torturándola. El beso era lujurioso pero a la vez tranquilo, y, no solo eso, si no que además parecía entrañar una bandera blanca. Sin embargo yo no podía mantenerme callado, había demasiadas cuentas pendientes.
  ¿Vas a acabarme la paja o te voy a tener que follar? —le susurré al oído.
Ella respondió con un beso más guarro, algo obsceno, y apretó mi miembro con más fuerza.
  Te la acabo y os vais.
Mis manos ya no eran apartadas. Su culo a través de su pantalón. Sus tetas a través de su camisa. Todo era sobado, manoseado y estrujado sin interrupción. Su ropa era tan delicada, tan fina, que casi sentía como si de verdad estuviera tocando su piel. Su camisa de seda especialmente, con un tacto tan suave que hacía que me envolviera con su elegancia; sentía que había tirado mis mejores años sobando a extranjeras en burdas camisetas de algodón.
— ¿Te gusta la polla que tocas? —le susurraba mientras le mordía el cuello y apretaba su culazo con fuerza.
— Eres un cabrón… con una buena polla, no te la mereces… —me gemía mientras yo comenzaba a abrir, uno a uno, todos los botones de su camisa.
El placer de su paja era indescriptible. Tanto que yo, acostumbrado a mil batallas, no podía evitar que mis manos temblasen un poco al abrirle los botones. Pronto ya sobaba sus enormes tetas sobre un sujetador elegante, con algo de encaje, discreto en sus formas pero obviamente no en su tamaño.
En el momento en que me amasó los huevos con una mano y me pajeó con la otra yo le mordí el labio. Nuestro odio permanecía en nuestras mentes pero nuestros cuerpos parecían querer entregarse por completo.
— Agáchate, chúpamela… —le susurré mordiéndole el lóbulo de la oreja. Sabía que la orden era precipitada, pero sentía que ella en cualquier momento podría dar la espantada de nuevo.
Ella no respondía, pero tampoco cesaba, seguía deleitándome con una paja increíble. Me la agarraba con fuerza con una mano y la otra abandonó mis huevos para llevarla a mi nuca, forzándome a besarla con más ganas.
Yo estaba fuera de mí. Para colmo no podía gemir ni hacer ningún ruido y esa contención me convertía en una bomba de relojería. Mis manos seguían en aquellas enormes copas de su sujetador. Necesitaba ver aquello. Más incluso que follármela. Necesitaba liberar aquellas dos desmedidas preciosidades que ella intentaba ocultar. Sí. Había algo en la manera de esconderlas que me hacía pensar que ella misma tenía complejo de sus propias tetas, como avergonzada de aquel tamaño.

Quizás fue rabia, odio, lujuria, pero no coloqué mis manos sutilmente por su espalda para desabrocharlo. No. Posé mis manos por delante y di un tirón que le hizo mover su torso, y después otro aun más fuerte que hizo que se abriera su sujetador por delante. Ante mí aparecieron unos senos enormes, blancos, con una areola extensa y rosada, coronados por unos pezones sorprendentemente voluminosos. Ella me susurró: “Eres un hijo de puta…” y yo no pude evitar responder:

—Joder Verónica… a dónde vas con estas tetazas, ¿es que quieres matarnos?

Aquella imagen, tenerlas allí, de frente, era una estampa increíblemente brutal; eran unas tetas excelsas, perfectas, que caían un poco y que repuntaban al final. Eran colosales, anchas, con unas areolas de hembra, madura, en total plenitud. Aquel cuerpo parecía una bendita anomalía de la naturaleza, una mujer tan esbelta como tremendamente tetuda, bendita anomalía que la convertía en un cuerpo tremendamente sexual. Me sentía como si no hubiera visto una hembra de verdad hasta aquel momento.

Ella me seguía pajeando, ya con las tetas libres que, de lo grandes que eran, era sencillo apartar su camisa y colocarla a ambos lados de sus senos para que no interrumpieran mi vista. Ella, al mover su brazo para masturbarme hacía que sus tetas se movieran, se juntasen y rebotasen en un baile tan brutalmente hipnótico como morboso.
Tras la vista llegó el tacto. Su temperatura era tibia y eran tan suaves que yo no podía creer que existiese aquel tacto. No eran ni duras ni inconsistentes. Eran dos maravillas que yo podría pasar horas chupando y acariciando. No aguanté ni dos segundos antes de bajar mi boca y lamer una de ellas. Recogía uno de sus senos con una mano e intentaba metérmela en la boca. Pensé en morder pero aquello era demasiado valioso. Aún pareciéndome aquella mujer totalmente despreciable aquellas tetazas no tenían la culpa. Por un momento ni sentía que ella seguía pajeándome y al escuchar un “cómemelas” obedecí autómata, por una vez no me importó darle el gusto a aquella mujer, así que comencé a besar la otra teta, dejando un reguero de saliva entre una y otra. Las babeaba, lamía sus pezones, las juntaba con las manos, iba de una a la otra, devorando aquellas tetas con ansia, lujuria, pero a la vez con ternura, como si no fueran parte de su cuerpo, como si tuvieran vida propia y las pudiera adorar y tratar mejor.
Con la comida de tetas que le estaba pegando ni me había dado cuenta de que Gonzalo la atacaba por detrás. Él le besaba el cuello y ella echaba su mano hacia atrás, buscando una segunda polla. Aquello parecía estar visto para sentencia. Gonzalo, el cual pareció olvidar a su novia en un par de minutos, sí coló sus manos por la espalda de ella y desabrochó su sujetador y este, ya roto parcialmente por mí, cayó al suelo. No me importaba demasiado compartirla. Creo que después del festín que me estaba dando con sus tetas todo parecía importarme menos.
Gonzalo se retiró, pero esta vez solo para desnudarse completamente. Esos segundos a solas de nuevo con ella me permitieron volverle a ordenar que me la chupara.
Yo sabía que quizás si ella obedeciera me dejaría fuera de combate con un par de lengüetazos, pero necesitaba ver aquello. Necesitaba verla allí arrodillada, con mi polla en la boca. Ya no era una cuestión de placer, si no de ego. Era el “aquí mando yo y tú no eres más que una puta”, que mi “yo” necesitaba, que mi “yo” creía que se merecía.
Su respuesta consistió en pasar sus dedos por el tronco de mi miembro, echándome la piel hacia adelante, tapándome el glande lo posible, en un gesto extraño, antes de arrodillarse. Era jodidamente elegante en cada movimiento, eso sí que nadie se lo podría negar.
Con la camisa abierta y sus tetazas embadurnadas de mi saliva, con sus pezones que parecían piedras y sus pantalones y zapatos a un puestos… la imagen de verla arrodillada era el sumun del morbo y de mi satisfacción personal. Un cazador nocturno como yo hace todo, todo, para poder llegar a vivir ese momento.
Yo la miré. Ella abrió la boca. Sacó la lengua. Hizo un amago, pero no me tocó.
— Chúpamela, joder…—le susurré desesperado.
Ella no se inmutó, con su gesto serio, siempre engreída, y comenzó a remangarse las mangas de su camisa hasta los codos. Como si fuera un ritual antes de comerse una buena polla. Desde mi perspectiva sus tetas caían tan colosales que le llegaban casi a la mitad del abdomen. Aquel torso desnudo era más impresionante, más imponente, de lo que yo hubiera podido imaginar.
Puso una de sus manos en mi muslo y me agarró el miembro con la otra. Quise captar de nuevo aquel momento, ese de tener a aquella hembra arrogante de rodillas, a punto de chupármela. Ni yo me creía que por fin la tuviese así. La espera era interminable.
En ese momento apareció Gonzalo, ya sin ropa, con la polla a media asta y la muy cabrona se giró sin dilación, parecía dispuesta a dejarme con la miel en los labios.
El miembro de Gonzalo parecía estar casi en plenitud, era tremendamente oscura y con bastante piel. Tenía el vello bastante recortado, siguiendo su línea minuciosa de culto al cuerpo. No sabia si por joderme, o si de verdad la polla de Gonzalo la volvía tan loca, pero tras verle no tardó ni cinco segundos en abalanzarse sobre ella.
Gonzalo miró al techo. Y ella abrió su boca y se la comió hasta la mitad. Aquel cuerpo enorme, musculado, retorciéndose y conteniendo unos gemidos para no hacer ruido, mientras la elegante de blanco y negro se la comía a dos manos. Dejándose la vida. Haciéndole sentir a él algo que yo solo podía imaginar. Me acerqué y ella, por una vez, quiso dejar de torturarme, y echó una de sus manos a mi miembro. Antes de que me pudiera dar cuenta su boca fue de su polla a la mía haciéndome subir mi temperatura corporal cien grados. Aun tengo esa imagen en la mente, esa en la que, transportando un reguero de saliva, su boca fue de la polla de mi amigo a la mía, me miró y se la metió en la boca, sin más, sin besos ni lametazos, se la metió hasta notarse sus mofletes deformados por tener dentro de su boca casi la mitad de mi polla.
La tenía allí arrodillada. Devorándomela, succionando, lamiendo. La agarraba fuerte y la lubricaba hasta hacer gotear sobre el suelo.
Mi polla, la de mi amigo, su saliva; todo era un brote semi transparente y blancuzco de líquido que iba y venía. La que más ruido hacía era ella succionando, lamiendo, casi gimiendo. Las metía en la boca primero con los ojos cerrados y después, los abría y miraba para arriba. Sí. Te clavaba la mirada, aquellos ojos antes de engreída y ahora de guarra. Con todo el glande dentro de su boca, miraba hacia arriba para inmediatamente alejarse y dejar un hilillo de saliva que unía, como un puente colgante, la punta de nuestros miembros con sus labios. Aquella mirada que dedicaba parecía querer exponer un “aquí sigo mandando yo”. Era surrealista que ella se pensase con el poder mientras le metíamos la polla en la boca.
Yo no podía entender como seguía fabricando más y más pre seminal, que no hacía si no conseguir que todo fuera más guarro, sucio, casi obsceno, haciendo que ese líquido le embadurnase sus carnosos labios y cayeran auténticos regueros sobre sus tetazas y camisa blanca.
Pero si casi no podía comprender eso, más me sorprendía el ansia con la que nos la devoraba, como si nos las hubiera querido comer desde hacía horas. Quién viera aquello desde fuera se preguntaría qué magnitud, qué calentón tendría que llevar aquella pobre mujer, para acabar así, arrodillada y chupando polla, desesperada, de esos dos chavales. Completamente implicada, moviéndose y retorciéndose, como en un baile, en un vaivén de su torso, yendo a una polla y a otra, consiguiendo con ello que sus tetas bailasen alocadas, de nuevo rebotando la una con la otra. Sus pezones ya estaban tan enormes que rozaban el ridículo, sus tetas parecían más hinchadas y sus areolas rosadas parecían de una hembra ya fuera de la condición humana. Su cara de vicio, de guarra descontrolada, de puta, iba a hacer que me corriera sin remedio. Sin embargo fue Gonzalo el primero que comenzó a convulsionar.

Ella lo notó y su boca fue a tapar aquello. Con una mano en mi polla y la otra mano y su boca exprimiendo, vaciando todo lo que se le venía encima de manera inminente. Gonzalo iba a explotar en un orgasmo incontrolable. Creí que me corría yo al ver como algo blanco y espeso salía de su oscura polla y le resbalaba de la comisura de los labios Verónica, la cual parecía que se había propuesto contener aquello, acogerlo todo en su boca, pero que se veía sobrepasada por la cantidad de líquido que emanaba de él. Se le escapaba de sus labios primero y de entre los dedos después, y, ya no pudo acoger más, así que se echó hacia atrás, soltándome también a mí. No entendía cómo, pero aun cuatro o cinco chorros más de Gonzalo le salpicaron la cara, tetas, cuello y camisa. Ella intentaba mantener su cara digna ante cada latigazo blanco que la bañaba. Mi amigo supo aguantarse el placer y apenas emitía un pequeño sonido con cada latigazo que salpicaba a Verónica. Lo hacíamos todo tan en silencio que hasta se podía escuchar el sonido del semen de Gonzalo aterrizando en sus tetas y camisa. La ducha que le propinó fue escandalosa, casi vejatoria. Parecía que no se había corrido en semanas y la muy digna fue bañada chorro a chorro por aquel animal de más de cien kilos.
Quedó completamente empapada. Sacudiendo sus manos y contemplando todo el semen que le recorría la ropa que había goteado hasta sobre sus pantalones. Ella no dijo nada, intentando contener lo que se derramaba de su boca se puso de pie, volteándose al espejo. Yo no daba crédito a cómo se había corrido mi amigo, ni tan poco parecía creerlo ella que escupía el semen en el lavabo.
Aquello me había dejado totalmente en shock. Verla así de bañada me había excitado sobremanera. Gonzalo se hizo aun lado y yo me coloqué detrás de ella, puse mis manos en su culo y comencé a sobárselo sobre su pantalón. Ella escupiendo el semen de mi amigo y yo otra vez tras ella. Muchas veces había estado así, acosándola desde atrás, pero esta vez era diferente.
Aprovechando que estaba inclinada sobre el lavabo, escupiendo, le abrí el botón del pantalón e intenté bajarle los pantalones. Sin embargo ella puso resistencia. Me dijo: “para, no”, para mi sorpresa. Se acababa de comer nuestras pollas, se había dejado bañar enterita por mi amigo y ahora pretendía que no me la follara. Me incliné sobre ella, aplastándola contra el lavabo, ella llevaba sus manos hacia atrás y repetía sus “no, joder” que llevaba horas dedicándome. Llegué a pensar que conseguiría apartarme, pero cuando con una mano apreté su culo y con la otra apreté entre sus muslos, ella ya comenzó a revolverse y a decir “no” con menos insistencia. Sí, aquellos pantalones tan finos, de ejecutiva agresiva en vacaciones, parecía que jugaban a mi favor. Estaba seguro de que con el calentón que llevaba, y gracias a la finura de aquella prenda, ella estaba notando mi mano en su coño casi como si no llevara pantalones.
Le estuve sobando así unos segundos. Apretando. Agarrándole fuerte una de sus nalgas y apretando fuerte en su entrepierna. Una mano por delante y otra detrás y ella cada vez protestaba menos. Quizás fueran alucinaciones mías pero casi podía sentir el calor emanando de su coño. Yo allí, frotando sobre la ropa para tranquilizarla, me sentía como si estuviera domando a una yegua.
— Shhh tranquila… —le susurraba en el oído mientras le seguía amasando el culo y su entrepierna.
Cuando dejé de apretar para ya, con dos dedos, comenzar a acariciar allí donde su coño marcaba su pantalón, ella pasó de protestar menos a no protestar nada.
— Joder, noto lo mojada que estás a través del pantalón y tienes los huevos de decirme que no…—le volvía susurrar, pero esta vez ya consciente de que la tenía amansada, allí, empotrada contra la encimera de mármol.
Me retiré un poco, erguí mi torso y aparté mis manos. Era libre si quería. Nos miramos a través del espejo. No se giró ni se incorporó, lo único que hizo fue echar su melena a un lado de su cabeza. Nada más. Curioso consentimiento aquel, con su camisa abierta y sus tetazas a la vista, con su pelo alborotado a un lado de su cuello, y dedicándome aquella mirada.
Aquella mirada parecía querer decir: “Está bien, fóllame”, pero yo no me lo acababa de creer.
Le bajé los pantalones sin demasiados problemas pues eran algo flojos y éstos cayeron al suelo. Hasta se pudo escuchar eso.
Ante esa bajada de pantalones hasta sus tobillos ella siguió sin protestar. Me aparté un poco más para contemplar aquellas nalgas blancas, cubiertas parcialmente por unas bragas negras. Aquel culazo actuó sobre mí, hipnotizándome, y antes de que pudiera darme cuenta me agachaba para besar aquella superficie suave, tersa, pulcra, algo fría. Besaba una nalga y la otra y se escuchaba el sonido de aquellos besos. Odiando su mente y de nuevo adorando su cuerpo, y enterré mi lengua en su coño aun con las bragas puestas.
Estaba fuera de mí, quizás porque no esperaba aquel culazo. Quizás fuera su postura o que yo no cabía en mí de excitación, pero aquel culo había colmado sobradamente mis expectativas. Mi lengua hurgó sobre la seda de unas bragas negras que se deshacían en mi boca. Ella no gimió, como si un leve sonido delatase mi victoria. Podía oler un poderoso olor a coño aun estando tapado por la tela. El tacto de la seda en mi lengua, notar como aquellas bragas se mojaban más por sus fluidos que por la humedad de mi lengua, no me permitieron seguir mucho más sin comerle el coño de verdad; bajé en seguida sus bragas y, con estas y sus pantalones en sus tobillos, apareció ante mí un coño en el que se marcaban los labios como delineados por un arquitecto, y brillaban como si tuviera cada milímetro embadurnado por aquel jugo suyo caliente que no paraba de expulsar. Aquel coño estaba desesperado. Me estaba llamando. Posé allí mis labios y sentí tal humedad que parecía estar besando una gelatina caliente. Empapado, casi bochornosamente empapado. Comencé a lamerlo y a cada lametazo que le daba ella respondía con una corriente de calor que me llenaba la cara.
— Lo tienes empapado, Verónica, ¿cómo puedes ir con el coño así?
Ella comenzaba a emitir pequeños quejidos y mi lengua siguió haciendo estragos.
— Joder, qué abierto lo tienes, cuando te la meta no me voy ni a enterar.
Ella ya no respondía. Gonzalo se limpiaba con papel higiénico e intentaba recomponerse de su orgasmo.
Separé sus labios con mis dedos y metí mi lengua lo más profundo que pude.
A eso ella sí respondió, no solo con una bocanada de olor fuerte que emanaba de lo más profundo de su cuerpo, si no también con un “ohhh” totalmente sentido.
— Shhh… no hagas ruido, que esto es solo el principio.
Mi lengua y mis labios se volvían locos notando el dulce tacto de aquel coño encharcado, ligeramente oscuro, con el vello justo. Tenía la vulva tan hinchada, tan saliente, que sobresalía como queriendo salirse de su cuerpo. Ponía una mano en cada una de sus nalgas, las separaba para que su coño se abriera, maniobra que hacía con todas, ya trataba a la dignísima Verónica como a una putita cualquiera, y llegué a poner mi lengua sobre su ano. En aquel momento de calma, si se puede llamar así a ese momento en que enterraba mi lengua en lo más profundo y sagrado de aquella mujer, me di cuenta, sentí de verdad, la grandeza de lo que estaba haciendo; no podía creer estar lamiendo aquel culo, besando, devorando el coño de aquella chica de gabardina que hacía 24 horas no era más que una elegante y casta turista del hotel. No podía creer estar bañándome la cara con los flujos de aquella pedazo de hembra que hacía unas horas no se dignaba ni a mirarme.
Cuando escuché una súplica en tono casi ininteligible: “por dios... métemela... joder… métemela…” di por finalizada mi apuesta. Como cuando llegas al examen, te dicen las preguntas y te las sabes. Ya sabía que había ganado. Ahora solo quedaba invadirla, ultrajarla, follármela hasta derramarme dentro y largarme como hacia con todas. Como hacía con todas las extranjeras desesperadas. Esta me había costado más pero una vez caliente había pedido polla como todas. Todas iguales. Para colmo ésta con su novio durmiéndola a tres metros.
Yo no me corté en seguir lamiendo. Estiraba los labios mayores de su coño con los labios de mi boca hasta darme vergüenza. Su coño se estaba deshaciendo. Emanaba tanto calor y un olor tan fuerte que me preguntaba cuántos años llevaría ella deseando un repaso como el que le estaba dando. Estaba tan mojada que hasta sus pelos del coño se estaban empapando completamente, hasta el punto de mojarme a mí parte la cara.
— Fóllame, joder…. —susurraba ella, totalmente entregada. Ya desvergonzada, ya importándole nada reconocer lo que quería.
Yo me puse de pie. Detrás de ella. Le veía la cara de guarra y las tetas colgando a través del espejo. Tenía aun los labios con algo de semen, pero donde más había era en sus tetas que colgaban enormes sobre el lavabo.
Esos momentos en los que echan el culo hacia atrás, arquean su espalda para que se la metas, es la verdadera victoria.
— Te voy a follar Verónica —dije mientras me bajaba mis pantalones y calzoncillos hasta los tobillos.
Ella se mantenía callada. Vista para sentencia. Aunque pretendiendo mantener su mirada altiva.
— No te hagas la digna ahora, que tienes el coño que caben dos pollas aquí.
Gonzalo se había puesto los pantalones y camiseta, pero parecía querer quedarse a contemplar el golpe de gracia.
Como ella me había hecho sufrir a mí, ahora era yo quien me abría la camisa y me remangaba las mangas lentamente. Follarla ya era un trámite. No había más de sus absurdos juegos, ni de sus insultos, ni de sus bofetadas. Su cara decía todo. Había perdido. No había perdido contra mí. No. Su ego, su soberbia, habían perdido contra su coño.
Eché la piel de mi polla una vez más hacia atrás y agarrándomela me incliné sobre ella. Le aparté el pelo de la cara. Mi pecho en su espalda. Totalmente volcado sobre ella. Una de mis manos intentó abarcar uno de aquellos pechos embadurnados en semen y le susurré:
— Es por aquí, ¿no? —pregunté mientras dirigía la punta a la entrada de su coño.
Ella seguía sin decir nada. Pero tenía los ojos llorosos de deseo. Una mirada increíblemente lasciva, lujuriosa, como si solo ansiara aquello en su vida.
— Joder, Verónica… se que estás cachonda… pero no es para tanto —le dije al darme cuenta de que la muy zorra estaba hasta temblando. Era sorprendente pero allí estaba ella, con la piel erizada, casi tiritaba, y las piernas le fallaban. Pocas veces me había encontrado con una mujer que llegado el momento de la verdad se pusiera tan cachonda.
— ¿Es por aquí o no?
— Métemela, hijo de puta… —dijo intentando retomar aquel tono autoritario que yo casi no recordaba. Como si por seguir con aquel vocabulario tan soez y aquellas falsas órdenes pudiera ocultar que allí mandaba yo y que a ella ya no le quedaba nada de dignidad.
— ¿Vas a pedirme perdón por la noche que me has dado, eh? Vamos zorrita, pídeme perdón.
— Cállate, joder… —resoplaba en tono bajo, buscando ella misma la penetración moviendo su culo hacia atrás.
— Sshhh… ya va, ya va… —le dije colocando mi miembro justo en la entrada—. No grites que tenemos a tu novio durmiendo.
Cuando supe que mi polla estaba perfectamente perfilada para invadirla, puse mis dos manos en su boca para tapársela y empujé, se la clavé, de un solo golpe, hasta el fondo, como un animal. Ella ahogó un grito que de no ser por mis manos habría sido ensordecedor. Sus ojos parecían salírsele de sus cuencas. Enterré mi pollón de un solo golpe, hasta los huevos, como descargando todo el rencor de tantas horas. Noté un calor que envolvía mi polla como hacía tiempo. Entró tan hasta el fondo que la chica debió de sentir que le salía por la boca. Ella echó una mano temblorosa hacia atrás para que me apartase y movió un poco el culo como para zafarse pero eso de nuevo no conseguía más que que yo la enterrase más. Todo ello acompañado por un alarido tapado por mis manos.
— Tranquila. Que a mi también me tienes cachondo de cojones. Seré breve.
Yo no me reconocía a mi mismo, tratándola así, pero no podía soportarla más. Lo hacía por la apuesta, porque estaba buena, pero sobretodo por rencor. Y sin ningún sentimiento hacia ella, ni siquiera de proporcionarle el más mínimo placer.
Nunca, jamás se la había metido así a una mujer. Nunca con tanta odio y con tantas ganas de humillar. Había sacado lo peor de mí. Su tono, su prepotencia, sus gestos, era insoportable, odiosa, detestable, no me daba ninguna pena tratarla así, todo lo contrario.
Saqué la polla completamente, esperando su reacción. Gonzalo se fue. Poniendo mala cara. Como si no quisiera ver aquello. Él no entendía que era algo personal pero obviamente no era el momento de explicárselo.
Me aparté unos centímetros y dejé su coño y su boca libres. Allí con la camisa manchada, el pelo alborotado y las tetazas sobre el lavabo, distaba mucho de la engreída en gabardina que tomaba la caña al sol sujetando el vaso con tres dedos.
Ella no dijo nada. Llegué a pensar que se incorporaría, se giraría, y me daría una hostia por como se la había clavado de un golpe, pero lo que hizo fue mover ligeramente sus piernas para desenredarlas de sus pantalones y sus bragas que ataban sus tobillos. La finalidad de su maniobra no era otra que conseguir separar más sus piernas.
— Joder, qué puta eres…—le susurré—. Quieres más, eh —le dije disfrutando de aquella imagen en la que ella ya solo vestía zapatos y camisa.
Ella seguía sin responder pero yo no necesitaba sus respuestas para cubrirme más de gloria. Yo no tenía prisa y sabía que precisamente eso la estaba matando.
Me agaché y recogí sus bragas. Negras, tremendamente sedosas. Algo mojadas por mi lengua pero sobretodo por unos fluidos que habían desenmascarado que no habíamos llegado a aquella situación por mi acoso, si no porque su coño llevaba queriendo aquello desde hacía horas.
Me las llevé a la nariz y, simultáneamente encaré mi polla a la entrada de aquella cavidad suya que estaba tomando las decisiones por ella.
— Verónica… supongo que ya lo sabes… que lo llevas notando bastante tiempo… pero tus bragas apestan… apestan a puta.
Mientras lo decía ella movía su cadera buscando que se la metiera por segunda vez. Pero yo lo evitaba fácilmente y proseguí.
—Mira, hay un charco, ¿ves? justo aquí —dije indicando la zona de las bragas que habían estado en contacto con su coño.
Todo esto se lo decía con la punta, solo la punta en contacto con su entrada. Doblé las bragas, me las llevé a la nariz y mientras cruzábamos nuestras miradas a través del espejo ella me imploró:
—Métemela, cabrón…
Aquella frase suya me llegó al alma y sin dejar de mirarla, ni de oler aquellas bragas caras, se la clavé de nuevo hasta el fondo. Su alarido prometía ser ensordecedor pero para evitarlo, ésta vez, ella misma y justo a tiempo, llevó una de sus manos a su boca para contener allí su grito. Sí, ella misma al saber que mi nueva metida era inminente, llevó una de sus manos a su boca para no gritar, para enterrar allí un grito y no despertar a su novio.
Sin duda ella había sacado lo peor de mí, una faceta que no conocía de mi mismo y de la que no me sentía orgulloso pero no conseguía controlar.
Sentí tanto calor allí dentro que no quise volver a salirme. Mi polla allí dentro era feliz y ya era hora de recompensarle tanto sufrimiento; comencé un mete saca triunfal, con sus bragas restregadas por mi boca y nariz.
El tacto de las paredes de su coño envolviéndome la polla, sus tetas yendo y viniendo a cada metida, ella con una mano sujetándose al lavabo y la otra tapando su boca. Cuánto distaba la escena, cuánto distaba ella de aquella mujer que una hora antes me había dejado empalmado, humillado, en mitad de la calle
Mantenía el ritmo de mis embestidas intentando que el ruido de mi pelvis contra su culo no se hiciera demasiado alto. Mientras, ella bajaba la cabeza y cerraba los ojos, no queriendo mirarme a través del espejo, pero sin poder evitar gemir casi llorosa con su boca cerrada.
Cuando yo sujetaba sus bragas con una mano, y alargaba la otra para acariciar aquellas tetas que se balanceaban a cada metida, sentía que aquella hembra había sido puesta en este mundo para follar.
La imagen era maravillosa, ella con los ojos y boca cerradas, sujetándose al lavabo mientras yo de nuevo buscaba el punto de las bragas que debería apestar más. Estuve follándomela a un ritmo más o menos lento unos minutos, gracias a que su coño estaba tan abierto que impedía que yo notara en demasía aquellas paredes internas que, de estar más cerradas me harían explotar.
— Joder cómo entra, Verónica —le decía mirando hacia abajo, mirando como mi polla entraba y salía de su interior como un sable en su vaina, sin resistencia alguna. Olía sus bragas, las cuales apestaban a coño casi hasta el desagrado, y miraba como la ensartaba, como aquel trozo de carne mío entraba en ella con pasmosa facilidad y, de nuevo, de lo mojada que estaba, casi se podían ver gotas de sus flujos sobre su vello.
Una embestida especialmente sentida hizo que perdiera aún más los papeles, tanto que decidí meterle sus bragas en la boca y llevar mis manos a sus tetas. De golpe ella no tenia un “no” para nada. Las había doblado bien y se las había metido, empapadas, en su boca, donde ella ahogaba unos “mmmm”, “mmmm”, de lo más ridículos.
—Te da gustito eh, ya sabía yo que te iba a gustar —me regocijaba yo al escuchar como empezaba a gemir desvergonzada.
Con los tacones anclados al suelo, sus imponentes piernas en tensión y con sus bragas en la boca, seguía gimiendo de aquella forma extraña. Cada clavada era un “mmmm”, me retiraba y al volver a meterla hasta el fondo era otro “mmmm”, rítmico, perfecto. Ella gemía con muchas ganas de que me la follara y con pocas ganas de hablar. Pero yo no podía parar:
Así… hasta el fondo… ¿la notas dentro…? ¿ves como no vale la pena discutir?. Mira qué amigos somos ahora.
Mi tono era de burla, buscaba cabrearla, joderla, pero ella solo gemía, no protestaba, y yo seguía.
— Qué gemidos más cutres Verónica, vale que no le queremos despertar pero así no me voy a correr —le decía mientras seguía ensartándosela, clavándosela hasta los huevos.
Ella no cesaba con sus extraños sonidos y seguía con su vergonzoso ronroneo y sus bragas en la boca. No me gustaba no poder verla, así que una de mis manos, que ya tenía sus tetas enrojecidas, fue a parar a su melena para tirar de ella hacia atrás. Ese tirón hizo que su cara se alzara y pudiéramos mirarnos a través del espejo.
Allí nos miramos. Sus bufidos, sus “mmm, mmm” y el “clap, clap” ya inevitable de mi pelvis contra su culazo, era la banda sonora de aquella follada. Ella quiso mantener su mirada, con sus bragas en la boca y soltando aire como podía, resoplando como una hembra montada. No entendía por qué pero parecía querer mirarme. Solo cuando la violencia de mis embestidas era algo más fuerte ella cerraba los ojos un instante. No entendía aquel intento de mantenerme la mirada, parecía querer mantenerse digna ante cualquier circunstancia, aun estando bañada en semen, con mi polla dentro y sus bragas en su boca, parecía querer mantenerse altiva. Creo que aquello aun me hacía odiarla más.
Yo estaba encendido y totalmente descontrolado:
— Qué bien te están follando, eh. Joder, te están follando como a una puta.
Ella seguía sin responder. No discutía. Era su mirada a través del espejo la que hablaba diciendo: “cállate y fóllame”.
Bajó una de sus manos para acariciarse el clítoris mientras la taladraba. La chica buscaba su orgasmo. Sabía que tan pronto consiguiese su clímax me echaría de allí a patadas. Pero no me preocupaba pues yo también notaba la inminencia del mío.
La cabrona sabía cogerse el punto y en seguida empezó a moverse, a serpentear con su cadera. Se quitó las bragas de la boca, que cayeron en el lavabo, y susurró unos “ohh, ohh, joder…” mucho más orgullosos y dignos que sus lamentables “mmm” que había enterrado en sus bragas.
— Claro que sí Verónica… córrete a gusto, que estás de vacaciones —dije dirigiendo de nuevo mis manos a intentar abarcar aquellas espléndidas ubres, apretándolas con fuerza. Recordé cuando ella me había abofeteado por intentar acariciar sus pechos sobre su camisa y ahora se las estrujaba a placer.
Ella movía su mano con celeridad, frotando su clítoris. Tenía 34 años, sabía lo que se hacía.
— Ohhh… sigue…. Joder… sigue… ohh —gemía ella ya importándole bien poco mostrarse entregada.
— ¿Te gusta como te follo?
— ¡Ah, joder, síí, sigue… cabrón…! —murmuró totalmente desesperada.
— ¿Soy un cabrón por follarte…?
— ¡Síí… aah… eres un cabrón...!
— Dime que te gusta como te follo…
— ¡Ahh! ¡Sí, sí, me gusta como me follas… ahhh, joder…! —ella reconocía su derrota con unos gemidos tan desesperados que casi daban lástima.
Ya de puntillas, empotrada contra la encimera del lavabo, podía notar como sus pezones se clavaban en las palmas de mis manos, avisándome de que ella explotaría en cualquier momento. Aceleré el ritmo de mis embestidas y se volvió literalmente loca. Me la follaba a toda velocidad, en un mete saca zafio, casi grosero y desde luego nada elegante, como un polvo de borrachera con una desconocida más. Ella gimió demasiado alto por lo que el siguiente gemido intentó ocultarlo, ahogarlo, mordiendo el cuello de su camisa de seda, usándola como si fuera una fina mordaza y resoplando en ella, fuera de sí.
— ¿Te vas a correr? ¡Eh, Verónica! ¿Te vas a correr? —le gemía, babeándole la oreja, intentando humillarla más.
— Córrete, puta, córrete, la próxima vez no te hagas la digna toda la puta noche —le susurraba en el oído y le estrujaba las tetas.
A pesar de su mordaza improvisada se le escapan unos  “ahhh” “ahhhh” que poco tenían que ver con los cutres resoplidos que le había escuchado con su novio. Un par de veces alcanzó a gemir, con sus ojos entre cerrados, para proseguir con un “¡aaah!, ¡sí, joder…!”. Casi podía sentir como comenzaba a fundirse, como las paredes de su coño se deshacían de placer. Estaba a punto de correrse del gusto, anunciando con aquellos gemidos que iba a correrse como una loca.
Yo, montándola como a una zorra más, embistiéndola a toda velocidad, con mis pantalones en los tobillos en aquel cuarto de baño de hotel, con mis huevos yendo y viniendo, y con el sonido de mis cuerpo contra su culo retumbando por todo el cuarto, follándome, con todo el desprecio, a aquella elegante morena de la que ya no quedaba nada de su soberbia y altanería; al final con mi polla clavada hasta los huevos como todas las demás, y escuché su inevitable anuncio, un lamentable: “¡Joder... me corrooo, sí… me corrooo…!” justo antes de soltar ella un último “¡aaaaaahhhhh!” considerablemente más largo. Ese gemido puro, liberado, ya fue demasiado para mí y no pude evitar detenerme, parame en seco y convulsionar, venirme brutalmente dentro de ella; sentía como si el alma se escapase de mi cuerpo al derramarme dentro, sentía que mis chorros salían con fuerza y la atravesaban, la inundaban. Todo ello con mi cuerpo quieto, lo único que se movía era mi polla, en su interior, palpitando, vaciándose, inundándola.
Ella seguía con sus “ahhh, ahhh” y yo me agarraba a sus tetas y le babeaba la nuca como un búfalo totalmente enrabietado. El orgasmo era largo, profundo, nuestros músculos se tensaban como formando uno solo cuerpo. Empotrada contra el lavabo, de puntillas, casi en el aire, aplastada contra el tibio mármol… el placer de tenerla aprisionada bajo mi cuerpo, corriéndose con mi polla dentro, era como el clímax perfecto. Dejé hasta que una baba despreocupada se desprendiera de mi boca y cayera sobre su mejilla y su cuello, como consecuencia de un placer animal, salvaje, brutal. Ella también dejaba escapar una saliva incontenida de su boca hasta mojar el cuello de su camisa.
— Al final no fue por la fuerza, eh Verónica…
No me sorprendió que no respondiera y me quedé con la polla dentro unos segundos. Regocijándome. Sabía que cuando se recuperase del orgasmo iba a sentirse como una mierda. Pero también una mierda me había hecho sentirme a mí toda la puta noche. Podía prever ese inminente sentimiento suyo, ese sentimiento de culpa, ese “cómo me he dejado follar por este hijo de puta”. Pero no alcanzaba a darme ninguna pena.
Me salí de ella y ella seguía sin moverse. Con la cabeza agachada y las piernas separadas. Con el coño sonrojado, avergonzado, y su pelo tremendamente alborotado. Me subí los pantalones y ella comenzó a recomponerse muy lentamente, irguió su torso sin decir nada, autómata. No había mucho que decir. Miré de reojo y pude ver como le caía semen por el interior de sus muslos.
— Tranquila, estoy limpio, tómate la píldora mañana si no la tomas ya.
Quizás sonara como un cretino, pero es vocabulario habitual de cuando las noches acaban así. Sin rencores.
Se alejó de mí sin responder y cogió papel higiénico. Allí, de pie, a dos metros de mí, con su camisa abierta y bañada de semen, así como sus tetazas, las cuales yo ahora, habiéndome corrido y con mi calentón ya expirado, las veía incluso demasiado grandes, hasta casi el ridículo. A parte de aquella camisa también mantenía sus tacones puestos, y parecía casi tambalearse, como mareada por las copas y sobretodo por la follada que le acababa de meter. Su caminar ya no era elegante si no torpe. Como si sus piernas le fallasen. Lo cierto era que parecía un guiñapo comparada con la digna mujer que había visto taconear por los adoquines de mi calle.
Ella me daba la espalda y doblaba aquel papel, llevándolo a su maltrecho coño, para limpiarse. Todo en silencio. Un silencio doloroso para ella, jodidamente triunfal para mí. Se notaba que ella no me quería ni mirar, lo cual para mí no suponía si no la guinda perfecta. Sí. El broche era aquella vergüenza, vergüenza de sí misma, el broche era su arrepentimiento.
Acabé de vestirme, intentando retener en mi mente aquella triste estampa, y le dije:
— Buenas noches Verónica, un placer follarte.
Decir aquello no produjo en mí ningún sentimiento de lástima. No sentía ninguna empatía. Es más, no solo no me daba pena si no que, en cierta medida, yo pensaba que ella había salido bastante indemne, pues con el impresionante calentón que había llevado aquella mujer, y si Gonzalo hubiera querido, quién sabe si no hubiera podido acabar la noche con una polla clavada por delante y otra por detrás.
Salí del cuarto de baño y, para mi sorpresa, el único que se encontraba en la habitación era Óscar, al cual solo sus ronquidos no me obligaron a tomarle el pulso, pues tenía un color pálido como si hubiera visto la muerte. Mis amigos me habían dejado solo pero me importaba una mierda.
Salí de aquella habitación, bajé las escaleras y a Juanín solo le dije: “Mañana me das el número de tu hermana. Si no me lo das lo voy a conseguir de todas formas”. Y me fui a mi casa, sorprendido por mi actitud, como si hubiera salido un depredador, aun más déspota y hasta casi psicópata del que yo conocía. De todas formas dormí de un tirón. No soy dado a dramatizar.
No pude despedirme de Verónica y Óscar. Una lástima pero no estaba yo como para levantarme a las 12 de la mañana. Digo una lástima porque me hubiera gustado saludarla desde mi balcón, volver a ver aquellos andares tan dignos, aquella morena tan elegante enfundada en su gabardina. Elegante morena que al final me había follado como a cualquier otra turista de aquel bendito hotel.
No, no la volví a ver, por lo que la última imagen suya que tengo es la de ella limpiándose con aquel papel higiénico.
El viernes siguiente salí con mis amigos e invité a copas hasta casi la bancarrota. Es de bien nacidos ser agradecido.
El sábado, a una hora sin determinar entre las 3 y las 4 de la madrugada, estaba tirado en mi sofá con las piernas abiertas y mis calzoncillos y pantalones tirados en algún lugar de mi salón.
— Sigue, sigue Isa, lo haces muy bien.
Aquella chica rubita le daba pequeños besos a mi polla. La niña estaba encantada. Al fin y al cabo estaba enrollándose con el amigo “guapo”, según ella, de su hermano mayor.
De sus besos pasó a unos lengüetazos bastante decentes y posteriormente a succionar con destreza. De todas formas parecía en ella todo muy formal, ni siquiera se había sacado su camisa rosa a rayas antes bajarme los pantalones y comenzar a trabajar.
— Joder Isa, me vas a dejar seco.
Ella se apartó y yo le ordené que se pusiera a cuatro patas sobre el sofá.
— ¿Ya?
— Sí, Isa, cuantos menos previos más roce. Y quiero que me sientas bien.
— Vale… pero ni una palabra a mi hermano ¡eh! —decía mientras adoptaba la posición.
— No..., claro que no. Sabes que yo no soy así.
Pasadas las 5 de la madrugada y después de haber matado a polvos a aquella niña pija, escribí al móvil de Juanín:
—Juanín, tío, en tu familia estáis de enhorabuena, tú hermanísima ha sido la número cien. No me lo agradezcas. Por cierto, no le he desvirgado el culo porque tú y yo somos amigos y ella es tu hermana, aunque bueno… se ha quedado a dormir… y como me despierte tonto… no sé si podré contenerme…

FIN.


Nota 1: Perdonad, he sido un maleducado, no me he presentado. De hecho conocéis los nombres de todos los personajes menos el mío. Pero es que mi nombre no es importante. Solo os puedo decir que los que me conocen dicen que soy un cabrón, bastante hijo de puta con las tías, que las trato mal, dicen que soy un canalla.

Nota 2: Quería rendir un homenaje a los personajes que me han acompañado en esta historia:
Verónica: “La digna”.
Óscar: “El carca”.
Jaime: El que sale siempre y nunca le pasa nada.
Juanín: Mi Tuco particular, el centro en mi diana.
Gonzalo: Actualmente conocido como “el bañeras”, (no pude evitar contar a todos su baño a Verónica). Su novia nos pregunta a menudo por qué le llamamos así. Respuesta: cosas nuestras.
Carol: “La ex folla amiga”.
Beto: Mi verdadero amigo.
Marcos: El camarero fiel.
Isa: Antes conocida como “la hermanísima”. Ahora conocida como “La cien”.
Yo: “El canalla”.

Nota 3: Mis más sincero agradecimiento a Caprix por su inestimable ayuda y apoyo.


4 comentarios:

doctorbp dijo...

¡Vaya personaje más zorro!

Resumen del comentario: genial.

Esto de los relatos, como todo, es cuestión de gustos. Y a mí me gustan estos relatos eróticos. Una tía buena, digna, que acaba cayendo en las garras del tío al que desprecia... en fin, gracias por el relato. Me habría gustado leerlo en otras circunstancias :P

Gustosamente acabaría aquí mi comentario, pero voy a hacer el esfuerzo de hacer hincapié en algún aspecto reseñable.

Supongo que te dirán que insistes en repetir varias veces la misma idea para reforzar el hecho, por ejemplo, de cómo Verónica acaba humillada. Pues tienen razón, pero yo también lo hago en mis relatos y me gusta. Aunque es cierto que en la parte final tal vez abusas un poco del recurso.

mmm esos sonidos no me gustan nada. Y algunas frases del canalla durante el sexo están un poco fuera de lugar o, al menos, no me las he creído.

Algún descuido o algún pequeño error ortográfico, pero que son más bien escasos dentro del gran trabajo técnico general.

Poco más que decir. Es un relato que no me hubiera importado firmar. Con eso lo digo todo.

Anónimo dijo...

Lo mejor: La narración en primera persona, en todo tiempo he creído tener al canalla hablándome en la cabeza, los diálogos exquisitamente reales y la parte sexual que está contado de un modo soberbio.

Lo peor: La extensión (aunque yo particularmente no sabría dónde meterle la podadora), algunas construcciones que intentan ser graciosas y se quedan en eso en intentos (ejemplo: el empotrador y la doncella”), pues no le he visto la gracia y que no hayas dejado ver al lector que era ella la que estaba dominando la situación en todo momento (por lo menos yo no lo he visto).

La historia me ha gustado bastante, no solo los personajes principales están muy bien dimensionados, sino que los secundarios (Gonzalo, su marido, Juanin), lo están en su justa medida. La narración tiene un ritmo muy bueno y se deja leer muy bien. Aunque lo que me ha gustado más es lo verosímil que es (a pesar de lo estrambótico de la situación), pues el autor ha sabido (casi en todo momento) hacer creíble la historia.

Un dialogo que me ha parecido una genialidad por como dibuja el conflicto entre los dos personajes:

“— Parece que mi amigo Gonzalo te gusta más que yo.
Ella no respondió.
— Si lo sé te lo presento antes —insistí.
— Oye, si te gusta tanto, salís fuera y le haces una paja.
— Vamos Verónica, ¿no vas a responderme a nada?—. La chica era insoportable.
— Está bueno, pues obviamente, chico—. Ella hablaba hacia adelante, yo tenía que inclinarme sobre ella para escucharla. Le susurraba al oído pues la música estaba bastante alta.
— A él sí que te lo follarías entonces.
— ¿Pero qué dices, cerdito? Para ti todo es follar y follar. ¿No llegó la evolución a éste pueblo?
— Ya, ya… a la pija le van los maromos “mujeres y hombres”, quién lo diría.
— No tienes remedio…, eres pesadísimo —murmuró.”

Un relato que, para mi gusto, es el mejor hasta el momento de los que he leído en el presente ejercicio. Mi más sincera enhorabuena al autor y va directamente a favoritos.

Unknown dijo...

¡Ay si las pollas fuesen tan largas! ¡Ay! El relato es larguisimo y al principio se me ha hecho pesado hasta que empecé a pillarle el ritmo.

Vero ha llegado a darme asco, por lo que creo que es un personaje curradisimo (No es por como es, sino que me recuerda a cierta persona de lo ''logrado'' que está su papel.

El ''canalla'' es un personaje también muy logrado. ¿Os podeis creer que busqué como un loco el nombre sin encontrarlo por ninguna parte? Como me hace sufrír el autor/la autora JAJAJAJA

No sé que más comentar: Dialogos bien, trama bien, personajes bien trabajados...

8/10 y le resto dos puntos por la duración.
Es broma. 9,5 le doy a este pedazo relato... Creo que aspira a ser uno de los mejores del ejercicio.

Anónimo dijo...

Genial. Donde podemos leer mas relatos de Rising? Sabe alguien?