—¿Estás decidida a
probar suerte? —preguntó el general Ordóñez.
—Tengo que
salvarlo, no me importa el precio.
—No te detendré,
pero preferiría que no lo hicieras. Lamento no poder ofrecerte la ayuda que
desearía.
Apreté los puños.
Mi coraje creció hasta convertirse en furia que no intenté ocultar. Resoplé un
par de veces mientras miraba directamente a los ojos de mi oficial superior,
quien, pese a su rango y sus años de servicio, pareció temblar por lo que vio
en mi semblante.
Ordóñez me conocía
en combate y sabía del grado de crueldad que yo podía alcanzar con nuestros
enemigos. Lo que quizá no tenía claro era que nunca enfocaría mi poder de
destrucción contra él o contra cualquiera de nuestro bando, a no ser que esa
persona en particular nos traicionara. Si la situación no hubiera sido tan
grave, me habría divertido su temor.
—Dina, no
arriesgaré las vidas de nuestro contingente ni la posición estratégica que
tenemos por salvar a un hombre, así se trate de Gedeón Lobo. Él sería el
primero en estar de acuerdo con esto. Un mensajero ha informado que tu contacto
dentro de la ciudad está listo para ayudarte. Es el dueño del prostíbulo y,
como sabes, se trata de un hombre que no pertenece a la Resistencia y ni
siquiera está al tanto de lo que te propones. Estás sola.
Era bueno que al
menos alguien me recibiera en el feudo. Ya tenía memorizados los datos de
localización del sujeto.
—Si no salvamos a
mi padre yo heredaré el mando de las Fuerzas Armadas y seré la líder de la
Demarcación. Usted está poniendo el reino en mis manos.
Meneó la cabeza.
—A costa de tu
dolor —añadió en tono sombrío—. Si eso llegara a suceder, estaré a tus órdenes
y enfrentaré la Corte Marcial si así lo quieres. Podrás juzgarme por mis
decisiones de hoy, pero hasta entonces, eres mi subordinada. Tómalo como una
apuesta, si te parece mejor.
—¿Una apuesta?
—Sí. Si eres capaz
de llegar hasta tu padre, ayudarlo a escapar y atraviesas con él las puertas de
la ciudad, habrás ganado. En pago, yo ordenaré a mis tropas que se lancen a
conquistar Feudo Sangre y haré que todos nuestros aliados en intramuros se
levanten en armas. Hay más de quinientos miembros de la Resistencia que no
dudarán en ayudarnos y coordinar a su gente.
Sin importar todo
el bien que mi padre había hecho por la Demarcación, al final parecía un
elemento prescindible. Lo peor era que, como estratega militar, yo comprendía
la postura de Ordóñez y me veía obligada a concederle la razón. Hubiera querido
serenarme para que mi voz no temblara accidentalmente, pero preferí no intentarlo.
—¿Y si no lo
consigo?
—Si no puedes
llegar a él, deberás volver —suspiró—. La moral en Demarcación Renacimiento ha
decaído desde que los feudalistas capturaron a tu padre. Las cosas se saldrían
de control si murieras intentando liberarlo.
—¿Me necesitará
para dirigirlos a todos? —interrogué indignada—. ¿Me necesitará en el futuro,
pero no puede ayudarme en el presente? ¡Debería enviar un grupo encubierto, yo
podría dirigirlo!
—Te necesitaremos,
sí, pero no te necesitamos en este momento. Si mueres en esta misión, habrá
sido el intento aislado de una hija que decidió correr un riesgo. Si regresas
acompañada de tu padre, habrás ganado la apuesta y esta guerra; tomaremos Feudo
Sangre y nos haremos con el control de todos los territorios que son súbditos
del canciller. Tu padre podrá obligarlos a firmar un tratado de paz.
Quise regresar a
aquellos tiempos de infancia en que mamá y papá cuidaban de mí en la granja
formada en el viejo Boeing 747 y los campos de lo que, en la antigüedad, fuera
un populoso aeropuerto a orillas de la Costa Atlántica. Más que nunca, añoré
las lecciones dominicales de cultura general que mama solía dar a los niños de
la comunidad antes de que estallara la guerra y ella fuera asesinada por una
cuadrilla de feudalistas. Deseaba volver a tiempos más simples y mejores, lejos
de una guerra absurda entre pequeños reinos que se disputaban los trozos de lo
que fuera un territorio más grande antes del Día De La Venganza Solar.
—Prepárate. Si vas
a entrar en ese infierno, tendrás que hacerlo al despuntar el alba. El guardia
que te vea llegar debe creer que saliste por la noche, antes del cambio de
turno.
Asentí. Me retiré
del despacho del general. El antiguo rascacielos despertaba de su letargo
nocturno. Nuestra unidad se encontraba acantonada en el borde interior de las
ruinas que rodeaban Feudo Sangre. Habíamos acondicionado ese inmueble que,
durante las primeras batallas de después del Día De La Venganza Solar, ardió en
un devastador incendio. Nos encontrábamos muy cerca de la capital de nuestros
enemigos y, gracias a nuestras habilidades tácticas, nadie en Feudo Sangre
intuía nuestra presencia.
Éramos alrededor de
quinientos guerreros en toda la torre, pero nadie me apoyaría en esta empresa.
Estaba sola, furiosa y tenía miedo por la vida de mi padre, por mi propia
seguridad y por el futuro de la Demarcación Renacimiento.
Al declararse la
guerra, yo contaba con ocho años de edad. Mi madre y yo fuimos capturadas por
una cuadrilla de soldados feudalistas; los militares me ataron al tronco de un
árbol y, durante toda una noche, me obligaron a ver cómo violaban y torturaban
a la mujer que me dio la vida.
Cuando mi padre y
una unidad demarcacionista me rescataron, mamá ya había muerto. Me encontraron
físicamente ilesa, pues los soldados se habían contentado con destrozar a mi
madre y no me tocaron de manera inadecuada.
Interiormente
estaba muerta. Los abusos y vejaciones a los que sometieron a mamá fueron tan
brutales que algo dentro de mi alma se desgarró para siempre. Desde entonces me
llené de un odio profundo hacia la milicia feudalista. Me volví cruel,
destructiva y adquirí un gusto especial por causar dolor.
El casto amor de
hija que sentía por mi padre era el único resto de bondad que ardía en mi alma.
Papá representaba para mí la única cosa en el mundo por la que valía la pena
seguir viviendo. Si nuestros enemigos lo ejecutaban, matarían también la última
esquirla de humanidad que quedaba en mí.
Hubiera querido
disponer de unos minutos para encerrarme en algún armario del edificio y llorar
de frustración, pero no podía sucumbir a tales debilidades cuando mi
entrenamiento militar indicaba que una incursión en terreno enemigo debía
enfrentarse con frialdad y precisión quirúrgicas. Al menos no donde pudiera ser
vista por mis hermanos de armas.
—Iría contigo si
estuviera permitido —dijo Elsa cuando me vio entrar a la habitación que
compartíamos—. Incluso sería más creíble para la misión, de cara al acuerdo que
tendrás con el proxeneta, que fuéramos dos… tú sabes.
—Dos prostitutas —completé—.
Que no te de corte la palabra. Me disfrazaré de prostituta para salvar a mi
papá. ¿Qué hay de vergonzoso en ello?
—Se supone que irás
a agasajarlo en su última noche. No sé si los guardias de la prisión creerán
que una sola mujer es suficiente para un guerrero como él.
—Las prostitutas
profesionales y activas en el gremio están acostumbradas a todo. Sé de algunas
que lo han hecho incluso con animales, para dar un espectáculo a sus clientes.
Apreciaba a Elsa
desde el universo de frialdad y odio en que sentía afecto por todos mis
hermanos de armas. No podía amarla, ni a ella ni a nadie con excepción de mi
padre, pero el poco cariño que mi alma dañada podía brindar era suyo sin
condiciones.
Me senté en el
camastro y me quité las botas. Suspiré mientras me desnudaba ante mi amiga.
Elsa me alcanzó el disfraz que usaría para la misión y sonrió al mirar mi
cuerpo.
—¿Por qué te
dejaste crecer el vello púbico? —preguntó sorprendida.
—No creas que me
agrada. Es parte de la misión. Esta pelambrera será útil en su momento.
—No me gusta tu
plan.
Me encogí de
hombros, seguía furiosa y triste, el comentario de Elsa me parecía de más, pero
consideré que ella no merecía una respuesta cínica o dolida.
Extendí el conjunto
sobre la cama. Era lo que antiguamente denominaban “bikini”. Se trataba de un
tanga diminuto por el que escaparían varios pelillos de mi pubis, y un
sujetador más ornamental que práctico. Me cubriría con un vestido color azul
celeste y una capa confeccionada para soportar el frío de la madrugada.
Calzaría botas de montar. Los accesorios eran las clásicas pulseras de aluminio
y los pendientes y el collar de capacitores que todas las prostitutas gremiales
usaban como distintivo de su oficio.
La naturaleza había
complementado de antemano el disfraz, pues, siendo hija de Gedeón, no me
parecía mucho a él. Mi padre era mulato. Durante la reciente campaña militar en
el Valle De Oax se había bronceado tanto que casi parecía negro. Yo aparentaba
ser rubia por herencia de mi madre y mi abuela paterna, de quien heredé también
el timbre de voz y los ojos color azul cobalto.
Me vestí
rápidamente y me senté ante el espejo para maquillarme. En el ejército de la
Demarcación no solíamos usar más pigmentos faciales que la pintura negra para
misiones nocturnas, pero me esmeré en dar a mi rostro el aspecto coqueto que
las trabajadoras sexuales debían tener.
Después estudié mi
reflejo y sentí inquietud. El resultado no me parecía desfavorable, pero supuse
que mi aspecto podría suscitar problemas cuando los acontecimientos se
desencadenaran en Feudo Sangre. Realmente aparentaba ser una prostituta
gremial, graduada con honores y activa en el trabajo.
El escote del
vestido luchaba por contener mis senos. Mi cintura estrecha y mis caderas y
piernas, configuradas según el molde africano de una parte de mi ascendencia,
llamarían la atención de los hombres. Tendría que mantenerme alerta para evitar
disgustos.
—No me parece justo
—dijo Elsa—. Quizá habríamos ganado la batalla de Oax. Tu padre no debió
entregarse. Fue un acto heroico, pero estúpido.
Cerré los ojos y
contuve mis emociones. Necesitaba mantener la mente fría. Elsa no debía notar
que estaba furiosa y que, bajo la tormenta de ira justiciera que estallaba en
mi interior, se agitaba un océano de miedo y dolor. No habría sido justo
compartirle mi estado emocional.
Rememoré los
detalles de la batalla en el valle de Oax, con cientos de soldados feudalistas
armados con rifles Kaláshnikov y granadas de pólvora negra, mientras nuestro
ejército luchaba con arcos y flechas.
—Elsa, tú no
estabas ahí. Los feudalistas tenían la ventaja táctica. Querían masacrar a los
aldeanos que habían capturado y casi nos aniquilaron a nosotros. Si mi padre no
hubiera buscado el diálogo y no hubiera ofrecido su vida a cambio del cese al fuego,
la tierra se habría vuelto a cubrir de sangre. ¡Nos salvó a todos y no está
recibiendo la ayuda que merece!
Nuestros
adversarios habían respetado el acuerdo. Se retiraron con mi padre como su
prisionero y liberaron a los aldeanos que habían capturado. Yo no confiaba en
una tregua, pero las hostilidades habían cesado, al menos de momento.
—Has quedado muy…
guapa —desvió el tema—. ¿Llevas todo lo necesario en la mochila?
—He quedado muy
puta. No le temas a esa palabra, pues yo tendré que lidiar con ella si no
quiero que mañana asesinen a mi papá.
—Respecto a eso
—titubeó—. ¿Qué harás si te piden…? ¡Tú sabes a qué me refiero!
—Si me piden follar
con alguien. En el prostíbulo no me pedirán eso. Dudo que en la cárcel suceda
algo así; creo que los guardias sabrán respetar la privacidad de su recluso y
mi supuesto prestigio gremial.
No me sentía muy
segura de esta afirmación, pero estaba decidida a afrontar lo que fuera
necesario. Parte de la operación exigía que, en determinado momento, me
mostrara desnuda ante desconocidos, quizá incluso ante mi propio padre, pero
era un precio pequeño a cambio de la salvación de su vida.
Me despedí de Elsa
con un fuerte abrazo y salí al corredor. Recibí expresiones de ánimo conforme
caminaba entre mis compañeros de andanzas, más de uno me dedicó un silbido.
Había compartido batallas, fiestas y sexo con muchos de ellos, pues todos
entendíamos que siempre existía la posibilidad de que uno de nosotros muriera
durante alguna escaramuza. Procuraba disfrutar de todos los placeres físicos y
anímicos que algunos hombres y algunas mujeres de nuestro ejército podían
brindarme, pero no comprometía los escasos sentimientos nobles que mi alma
pudiera tener. Ya había padecido la muerte de mi madre y deseado perecer en su
lugar. Durante nuestras batallas no era raro que algún amigo o amante se
encontrara entre las bajas definitivas. Cada una de estas muertes me mataba un
poco por dentro, carcomía mi espíritu y, paradójicamente, me hacía más fría e
intensificaba mi placer por dañar a nuestros enemigos.
En el exterior, la
tímida luminosidad del horizonte de ruinas anunciaba el amanecer. Caminé por
los alrededores del rascacielos, entre construcciones derruidas y vestigios de
un pasado glorioso.
Encontré las
trampas que había colocado la noche anterior. Me esperaban los cuerpos de
cuatro ratas. Desarmé los dispositivos y recogí los cadáveres para guardarlos
en un zurrón, aparte de la mochila donde llevaba mis pertenencias. Ninguno de
mis compatriotas dudaría en comer carne de rata en medio de un cruel invierno,
pero yo detestaba tal posibilidad. Si todo iba bien, podría trocar la carne de
roedor por alimentos más aceptables.
La hierba crecía
donde le era posible abrirse camino, entre las grietas del pavimento de lo que
debió ser una importante avenida en tiempos de esplendor. Según las crónicas y
la evidencia que representaban las ruinas y dispositivos antiguos, la humanidad
había alcanzado un estado de civilización sin precedentes. Había vehículos,
como el Boeing 747 donde nací y crecí, que surcaban los aires. Los coches,
nuestra fuente casi inagotable de cristal, metal y plástico, eran capaces de
moverse sin caballos y ser guiados por los caminos. Se suponía (yo dudaba de
esta leyenda) que los cajones que utilizábamos para ensamblar gallineros habían
sido máquinas capaces de comunicar en segundos a las personas desde todos los
rincones del mundo.
Algo sucedió con El
Sol y esto provocó que se averiaran permanentemente todas las maravillas
desarrolladas por la humanidad. En la Demarcación Renacimiento contábamos con
máquinas capaces de generar electricidad en pequeñas cantidades, pero nadie
había conseguido revivir ninguno de los dispositivos que prácticamente
alfombraban el mundo.
Las ruinas que me
rodeaban eran prueba de las luchas que sucedieron a la Venganza Solar. Las
ciudades habían quedado físicamente intactas, pero los millones de habitantes
que contenían lucharon entre ellos por agua, comida y codicia. Aún podían verse
los restos de automóviles incendiados que, lanzados mediante catapultas, habían
contribuido al derribo de miles de edificios cuando se fundó Feudo Sangre y su
primer regente mandó evacuar los alrededores mediante el uso de la fuerza.
Antes de iniciar la
incursión, entré a uno de los edificios abandonados. El lugar olía a muerte y
podredumbre, pero no me detuve en los detalles de entorno. Permití que mis
emociones me desbordaran, como un lujo privado que solía darme antes de cada
batalla.
Mi padre estaba en
manos de nuestros enemigos, sobre él pesaba una sentencia de muerte y yo era la
única que haría algo por liberarlo. Apreté los puños con rabia y dolor. Me
sentía frustrada, triste y sola; únicamente el temor de arruinar el maquillaje
de prostituta me impedía llorar.
Caí de rodillas y
golpeé el suelo polvoriento. Invoqué la imagen mental de mi padre, en cientos
de batallas que habíamos compartido.
Como guerrero,
Gedeón Lobo era frío y calculador, como estratega militar siempre actuaba con
lucidez y precisión, como hombre sensible había sido el mejor padre que yo hubiera
podido elegir. Necesitaba llenarme de la fortaleza de espíritu que para él era
sencillo alcanzar.
Era de dominio
público que, en ocasiones, se entregaba a los placeres sexuales con mujeres de
nuestro ejército, pero no las amaba ni compartía nada emocional con ellas.
Reservaba su escaso tiempo y todo su caudal afectivo para mí, destinándome en
exclusiva cuantos momentos de paz pudiera gozar.
Yo era un volcán
emocional y necesitaba su presencia y orientación. Necesitaba de la lógica
matemática con que deducía la manera en que debería encauzar mis emociones.
Solo conmigo se mostraba tal como era, en momentos privados y a sabiendas de
que yo lo comprendía. Únicamente yo había escuchado sus palabras de amor casto
y sincero. Solo yo conocía sus expresiones de duda o de preocupación.
Y solamente él
podía resistir la fuerza de mi carácter belicoso y sabía entenderme cuando
estallaba en cólera. Nos necesitábamos mutuamente, en una simbiosis cuya
ruptura no resistiría ninguno de los dos.
Juré que lo
salvaría, sin importar el precio. Ganaría la apuesta que había cruzado con
Ordóñez aunque hiciera arder Feudo Sangre por los cuatro costados. Repuesta del
lapso de debilidad, tomé aire y me incorporé. El tiempo corría y necesitaba
iniciar mi incursión. Salí a la calle con paso enérgico.
Llegué al límite de
los edificios, al punto donde todas las construcciones mayores a la altura de
un hombre habían sido dinamitadas. Esta franja constituía un cinturón de dos
kilómetros de ancho que circundaba toda la ciudad de Feudo Sangre. Las murallas
me esperaban con sus guardias armados, ese era el primer hito peligroso de mi
misión.
Me quité la capa y
solté mi cabello, platino y largo, para que los centinelas que estuvieran de
guardia vieran que era una mujer solitaria y desarmada. Caminé con el paso
cansino que había visto en las moradoras del Feudo. Las suelas de mis botas
crujían sobre los fragmentos irregulares que fueron parte de hogares y
comercios; prefería no pensar que, bajo mis pies, podía haber huesos de
personas que se aferraron a sus viviendas desobedeciendo al edicto de desalojo.
Vibré eufórica, aún
con el infierno emocional que ardía dentro de mi alma. Mi padre estaba vivo y,
presumiblemente, bien. Algo muy parecido al sentimiento de esperanza se
encendió dentro de mi psique.
—¿De dónde vienes,
puta? —preguntó el centinela desde dentro de la garita, a un costado del
rastrillo de entrada.
En circunstancias
más adecuadas lo habría obligado a tragarse la palabra “puta”, junto con todos
sus dientes y su actitud despótica. Si ya estaba furiosa por la situación en
que se encontraba mi padre, los modales del centinela acababan de ofrecerme un
blanco perfecto para toda la ira que venía conteniendo. Me prometí una
venganza; esta parte de la incursión contemplaba el hecho de que posiblemente
tendría que hacerlo.
—Salí a ver mis
trampas, señor.
Contra todo
protocolo, me hizo pasar a la garita para revisar mis pertenencias e intentar
magrearme. Lo normal, según las políticas de acceso, hubiera sido que me dejara
pasar sin más demoras; al menos mi disfraz era convincente.
—Tienes cuatro
ratas, y estás muy sabrosa. Seguramente te va muy bien en los prostíbulos.
—Debo alimentar a
mi madre enferma y a mis dos hijos —improvisé—. Sin las ratas, no tendría nada
qué poner en la olla.
—Pues yo también
tengo que comer, tus hijos y la puta que te parió deberán conformarse con una
rata, porque aquí se te han perdido tres.
Sentí que la sangre
me hervía, no por el insulto o por los cadáveres de los roedores, más bien por
la acción. Aquel hombre era capaz de quitar el sustento a una familia. Papá me
había enseñado a enfocar la ira inteligentemente, lo menos que podía hacer era
seguir sus consejos. Decidí esperar unos momentos antes de desahogarme e
intenté que mis emociones no modificaran mi semblante.
—Quizá podamos
resolverlo de otra manera —sugerí con fingida lascivia.
—Tus hijos y tu
madre pueden arreglarse con tres ratas, siempre que tú quieras desayunar de mi
leche.
Sus últimas
palabras las pronunció mientras se sobaba los genitales sobre los pantalones.
Asentí y me lamí los labios como incitándolo. Nos miramos a los ojos y el
hombre se apresuró a abrazarme. Estrujó mis nalgas con fuerza, como no sabiendo
realmente qué hacer con ellas.
Una ráfaga de ira
incandescente recorrió mi columna vertebral durante el tiempo que me magreó. Se
lo permití por unos segundos mientras gozaba del éxtasis destructivo que me
invadía en combate. No lo haría mi prisionero, por lo que me daba igual su
nombre, rango y número de serie.
—Una mamada —aclaré
escabulléndome del abrazo—, es todo lo que te haré, ¿vale?
Hubiera podido
quitarle la pistola y la granada de pólvora negra que llevaba en la canana en
medio segundo y matarlo con su propia arma en la misma cantidad de tiempo, pero
preferí actuar de modo que no quedaran evidencias. Me arrodillé delante de él y
sobé su erección sobre los pantalones. Él suspiró e intentó desabrocharse el
cinturón; no se lo permití.
Lo miré a los ojos
desde abajo y lo golpeé por detrás de la rodilla derecha para hacerlo caer.
Quedó acostado de cara al piso. Antes de que el guardia pudiera gritar, monté
sobre su espalda y le apliqué una llave en el cuello para interrumpir su
respiración y su riego sanguíneo.
Me sentí viva y
exultante. Mientras el hombre pataleaba experimenté la misma sensación que me
colmaba en todos los momentos en que mostraba mi supremacía; era un placer
similar a la excitación sexual, con guiños de poderío y euforia adrenalínica
por saberme vencedora. Jadeé encendida. Gocé con la agonía de mi enemigo hasta
que falleció silenciosamente.
Rodé el cadáver
hasta un escritorio ubicado en un rincón de la garita. Lo levanté con esfuerzo
para sentarlo sobre la silla y sonreí irónica al pensar que había resultado más
difícil acomodarlo que asesinarlo y más placentero matarlo que regalarle un
orgasmo.
Me cubrí con la
capa para ocultar el collar y los pendientes que me identificaban como
prostituta y salí de la garita. Había cinco guardias más vigilando el
rastrillo, pero ninguno de ellos me dedicó más de una mirada. Yo dudaba que
sucediera, pero en caso de que un médico practicara una autopsia al cadáver, el
dictamen sería "muerte por derrame cerebral".
El primer paso de
mi desafío estaba concretado, había entrado en la ciudad sin demasiados
sobresaltos. Faltaba salir acompañada de mi padre, ganar la apuesta con Ordóñez
y tomar la ciudad. Procuré que mi rostro no mostrara la sensación de bienestar
que me había producido la muerte del centinela.
Caminé entre las
calles. Feudo Sangre olía como un vertedero incendiado cuyo fuego hubiera sido
apagado con agua de cloaca. Los moradores mostraban distintos grados de
desnutrición. Había mucha gente, todos caminaban de un lado para otro,
enfrascados en sus asuntos. Muchos vendedores mostraban y pregonaban las
mercaderías de sus tenderetes y varios herreros callejeros se esmeraban en
construir armas o utensilios a partir de fragmentos de metal procedentes de la
antigua tecnología.
Localicé una cadena
de hombres y mujeres que acarreaban cántaros de agua para las viviendas de sus
señores. Este era mi primer punto de referencia.
Caminé en dirección
contraria a la de los porteadores hasta encontrar la fuente que proveía de agua
a casi toda la población. Los soldados que vigilaban la correcta entrega del
líquido no repararon en mi presencia. Dos manzanas a la izquierda de la fuente
se encontraba el prostíbulo "Fragancias", mi primer objetivo de
intramuros.
Traspuse el umbral
y el aire viciado me golpeó el rostro. El antro olía a alcohol, sudor rancio y
humo de alguna hierba parecida al tabaco.
—¿Qué quieres?
—preguntó un hombre regordete saliendo de detrás del mostrador.
—Soy Dafne, busco
al señor Tano —me presenté con mi nuevo “nombre de guerra”—. Me han dicho que
él podría ayudarme.
—¿Buscas trabajo?
¿Qué sabes hacer?
Por respuesta me
abrí la capa para mostrarle mis pendientes y el collar de capacitores e hice
tintinear las pulseras de aluminio.
—Sí, ya veo que
eres una puta. Estaba de más preguntarte por lo que sabes hacer —sonrió con
desgana—. Yo soy Tano. Conmigo estarás a salvo; no suelo tocar a las mujeres,
mis gustos van en otra dirección.
—Tano, no he venido
a buscar trabajo. No exactamente. Me dijeron que podría ayudarlo con el tema de
sus impuestos.
El hombre asintió y
sonrió.
—Mira, muchacha, la
persona que me habló de lo que quieres hacer no fue muy clara conmigo. Pareces
una excelente puta y estás en buena forma, pero no me consta que hayas ejercido
el oficio. No puedo llevarte adonde quieres sin pedirte algo a cambio, necesito
una prueba de que podrás con el trabajo y, al mismo tiempo, quiero ganar algo
de cobre en el proceso.
No me molestó su
actitud, se trataba de un oportunista, pero no parecía mal tipo. Después de
todo, me haría un favor; aunque mi presencia en la prisión le ayudaría a
cumplir con sus obligaciones fiscales, la vida de mi padre era más importante
que cualquier remilgo.
—No debo agotar mis
energías antes de esta noche. Puedo dar un espectáculo exhibicionista y usted
puede quedarse con todo lo que reciba por las entradas. A cambio, usted me
proporcionará alojamiento de aquí a mañana y me conducirá a la cárcel para
agasajar a Gedeón Lobo.
—¿De qué va tu
espectáculo?
—Me depilaré el
coño y jugaré con un consolador delante de su público, creo que será suficiente
con eso.
—Suena bien. Pero no
pienso darte de comer, los alimentos los pagarás aparte.
—Tengo cuatro ratas
recién capturadas. Son suyas, solo quiero una comida después del espectáculo.
Le entregué el
zurrón con los roedores muertos.
—Me parece justo.
Avisaré a los pregoneros para que esparzan la noticia de que tendremos el
espectáculo de una puta depilándose el coño y pajeándose con un dildo.
Todo marchaba bien.
Con un poco de suerte, mi único momento de peligro sexual lo representaría el
espectáculo.
Estaba mentalmente
preparada para dar este paso. De hecho, durante los dos meses que mi padre
llevaba recluido me había dejado crecer el vello púbico para tener un motivo
para hacerme pasar por prostituta. No me indignaba mostrarme desnuda o en
actitud impúdica, consideraba el tema como una parte más de la operación.
Tano me condujo a
una chabola en el fondo de lo que antiguamente debió ser una zona de
aparcamiento. Los únicos enseres eran una silla, un quinqué manufacturado con
latas de conservas y un camastro cubierto con mantas malolientes.
Agradecí al hombre,
quien se despidió para prepararlo todo. Extendí mi capa sobre el camastro y me
recosté para mirar en mi mochila.
Tomé la botella de
jabón líquido, elaborado a base de grasa vegetal y extractos herbales. Era todo
un lujo, tanto para una guerrera como para una prostituta. Las cuchillas de
afeitar estaban recién afiladas y no me darían problemas. El consolador era la
pieza clave de toda la operación.
El dispositivo de
satisfacción femenina era un auténtico sobreviviente de la antigua tecnología.
Estaba fabricado con goma de látex y, aunque no se trataba de los descomunales
dildos que yo había visto en viejas fotografías, sí era lo suficientemente
grande como para satisfacer a una mujer ardiente. Mi objetivo no era exactamente
el orgasmo, aunque este pudiera ser un beneficio adicional. En la base del
aparato había un pequeño compartimiento destinado a alojar la batería para
hacerlo funcionar. Nunca conocí la naturaleza o beneficios del consolador en su
modalidad vibratoria, pero entendía que la electricidad lo haría temblar de
alguna manera. Dentro del compartimiento, camuflada tras un manojo de cables,
yo había ocultado una diminuta ganzúa. Todo este trabajo, toda esta operación y
todos los riesgos que debía afrontar estaban encaminados a que mi padre
recibiera la ganzúa y la utilizara como mejor considerara. Con sus habilidades,
no le sería difícil abrir unas esposas.
El otro elemento
que necesitaba para mi espectáculo era un tarro de crema lubricante, elaborada
a base de aceites vegetales. Ya había jugado antes con el consolador, pero
nunca me había masturbado en público. Me aferré a la idea de que mi cuerpo era
un arma de combate. Deseché todo rastro de pudor pues estaba dispuesta a pagar
cualquier precio por salvar la vida de mi padre.
Con todo preparado,
me recosté sobre la capa. Rato después llamaron a la puerta; Tano me avisó que
había enviado pregoneros para anunciar mi espectáculo y que el salón, a pesar
de ser temprano, se encontraba lleno. Tragué saliva. Experimenté cierto
nerviosismo que deseché inmediatamente; hubiera preferido entrar a la ciudad
acompañada de dos millares de soldados.
Cuando el hombre se
fue me desnudé por completo. Envolví mi cuerpo con la capa y acomodé todo en la
mochila. Me dirigí al salón respirando hondo, como preparándome para entrar en
combate. Casi me sentía desprotegida al no contar con el poder de mi viejo Colt
en la funda muslera o mi arco y un carcaj de flechas, pero me hubiera sido
imposible entrar a Feudo Sangre con armas.
Dentro del local
había un ambiente distendido. Un pianista aporreaba las teclas de su
instrumento, los empleados encendían quinqués. Algunas camareras semidesnudas
atendían a los parroquianos mientras otras preparaban bebidas detrás del
mostrador. Entre la clientela pude distinguir a un corro de oficiales el
ejército. Los maldije interiormente, pero sonreí con fingida lascivia.
Tano había mandado
colocar una bañera, un tonel con agua, una jarra y un pequeño banco sobre el
escenario. Me pareció bien. El pianista interpretó alguna melodía antigua
mientras Tano me anunciaba como "Dafne, La Ninfa Que Se Depila El
Coño". De este modo inició el primer espectáculo erótico de mi vida.
Dejé la mochila al
lado de la bañera y mecí el cuerpo al ritmo de la música mientras cubría parte
de mi anatomía con la capa y dejaba ver otro tanto, casi como por accidente.
Lanzaba besos al fondo del local y, al hacerlo, estiraba mucho los brazos para
que los espectadores vieran que no llevaba nada bajo la capa. Jugué con el
banco subiendo una pierna, doblando las rodillas o arrodillándome sobre el
asiento para mostrarme de perfil. Cuando la música fue más intensa, me puse en
pie y, con un veloz movimiento, tiré de la capa hacia arriba para mostrarme
totalmente desnuda ante una cincuentena de hombres.
Los espectadores
silbaron, aplaudieron y gritaron con lujurioso placer. La música aceleró su
ritmo y envié un sincero beso de agradecimiento al pianista.
Repetí el juego del
banco, esta vez totalmente desnuda, haciendo tintinear las pulseras y temblar
las carnes de mis nalgas. No deseaba pensar en lo vergonzoso que resultaba ser
el blanco de las miradas lascivas de quienes estallarían de júbilo cuando, al
día siguiente, mi padre fuese ahorcado. El combate se presentaba sobre el
escenario de un prostíbulo y yo debía encararlo como siempre lo había hecho.
Me senté en el
banco y separé las piernas al máximo, mostrando mi sexo a todos los presentes.
Cincuenta gargantas masculinas se hicieron escuchar en un grito de gusto bien
coordinado. Puse la mano derecha sobre mi vagina y me sorprendí por sentirla
muy húmeda. Hice la mímica de enviar un beso desde el coño, como lo haría desde
la boca, a la vez que chasqueaba la lengua para enfatizar el gesto. Hubo risas
y exclamaciones de deseo.
Di la espalda a los
presentes y me arrodillé sobre el asiento del banco. Flexioné el cuerpo hacia
adelante y, cuidando el equilibrio, me separé las nalgas con ambas manos en
actitud grosera mientras ladraba como una perra en celo. Los espectadores
aplaudieron gustosos; Tano debía estar muy feliz.
Tras varios juegos
lúdicos donde enseñé el movimiento de mis tetas al botar o colgar, donde exhibí
mi intimidad por completo o imité las actitudes de diferentes hembras animales
en celo, me senté al borde de la bañera y tomé el jabón líquido y las cuchillas
de entre mis pertenencias.
Mostré mi coño
peludo al personal e hice nuevamente la mímica del beso vaginal. Después separé
las piernas al máximo, apoyando un pie en el banco y otro en el suelo. Con agua
de la jarra empapé mis manos, tomé jabón de la botella y lo restregué sobre la
pelambrera para hacer abundante espuma. Mientras lo hacía, me tocaba y mi
mirada pasaba de un rostro masculino a otro. Les estaba dedicando mi primera
depilación en público. Habiendo dejado de lado cualquier pudor, experimenté una
sensación de plenitud parecida a la euforia; estaba disfrutando con la
situación, pues me sentía deseada y admirada. Mis pezones erectos y mi coño
empapado de néctares manifestaban al personal el placer que me producía dar el espectáculo.
No fingí el gemido
que se me escapó de la garganta cuando toqué mi clítoris con los dedos
enjabonados, pero necesitaba serenarme y guardar energías para más adelante.
Con una de las cuchillas fui recorriendo mi piel desde abajo hasta arriba,
eliminando la vellosidad al paso de la hoja.
Solo me había
dejado crecer el vello púbico, el resto de mi cuerpo estaba tan depilado como
siempre. La música bajó su intensidad y sonó sugestiva conforme seguí rasurando
mi intimidad.
Poco a poco, la
espesura cedió para dar paso a la piel limpia. Me puse en pie y volví a dar la
espalda al público. Doblé el cuerpo para mostrarles mi culo completo, pasé mis
manos enjabonadas por la raja de separación entre mis glúteos y friccioné para
generar una abundante espuma. Con una mano me separé las nalgas mientras con la
otra hacía recorridos de cuchilla para eliminar hasta el último pelillo que
hubiera podido sobrevivir al tratamiento anterior. Los hombres prorrumpieron en
vítores, aplausos y silbidos cuando, al verter abundante agua sobre mi
intimidad, comprobaron que carecía de vello púbico.
Pero nada podía
compararse con el estruendo que se armó cuando tomé el consolador y lo mostré
al personal. El pianista dejó de tocar unos momentos, quizá buscó en su memoria
la melodía que pudiera adecuarse más a lo que todos estaban a punto de
presenciar.
Jugué con la verga
artificial acariciándome el cuello, las tetas y lamiendo su capullo. Los
hombres me jaleaban e instaban para que me la metiera de un empellón, como si
aquello fuese tan sencillo.
Me sentía muy
excitada. Todo mi cuerpo, desde detrás de mis orejas hasta las puntas de los
dedos de mis pies, desde mi clítoris hasta mi cerebro, clamaba por el sexo. En
combate, me inundaba un ansia y una furia que me hacían ir más y más adelante.
En el caso de esta "batalla particular", El instinto primario de
matar antes de morir se había suplantado por otro instinto, igual de básico, el
de gozar y vivir.
Lubriqué el dildo
con la crema y lo restregué entre mis muslos. Mi sexo ardía en deseos y de su
interior escurría flujo vaginal. Introduje dos dedos en mi coño y no necesité
fingir el grito de gusto que escapó de mi garganta. Algún hombre de entre el
público se ofreció a ayudarme y varios rieron la ocurrencia. Le mostré la lengua
en actitud vulgar.
Ubiqué la base del
consolador en el piso y todo el mástil apuntando hacia arriba. Me acomodé en
cuclillas, de frente al público que vitoreaba. Puse el glande artificial en la
entrada de mi vagina y me mordí el labio inferior para mostrar el deleite que
me causaba la penetración.
Sin prisas, hice
descender mis caderas mientras la verga de látex se adentraba por mi canal
vaginal. Yo había tenido varias experiencias sexuales con hermanos de armas,
pero nunca hasta ese día había mostrado a nadie cómo me daba placer a mí misma.
Me excitaba sentirme observada y, aún cuando muchos de los presentes eran mis
enemigos, me satisfacía saber que los estaba calentando.
Cuando tuve en mi
interior la mitad del falo, agité el cuerpo de un lado al otro mientras alzaba
las manos para aplaudir al ritmo de la música. Mis tetas se movieron por
inercia y todos los hombres aplaudieron según el compás que yo les marcaba.
Consideré buena señal el que los militares presentes se unieran al jolgorio,
pronto me internaría en sus terrenos y quizá ellos pudieran serme de utilidad.
Flexioné las
rodillas un poco para permitir que el dildo siguiera avanzando. Su longitud y
grosor eran solo ligeramente superiores a los de las vergas que había probado,
por lo que no suponía grandes problemas. Finalmente terminé sentada en el
suelo, cerré las piernas en actitud que intentaba ser cándida y sonreí a los
espectadores con todo el consolador, excepto la base, dentro de mí. El ambiente
estaba encendido. Menudeaban las risas, los aplausos y los vítores no exentos
de comentarios soeces. Incluso llegué a escuchar dos propuestas matrimoniales.
Ya tendría tiempo de pensar en el pudor, por lo pronto debía sacar mi
espectáculo de la forma más profesional que fuera posible.
Al planificar la
incursión había supuesto que me sería desagradable presentar el espectáculo, mi
estado de excitación y la respuesta de mis espectadores me demostraban lo
contrario; mi ego se nutría de la aceptación del público mientras que mi
feminidad reclamaba atenciones y placeres.
Cambié de posición
para mostrar mi cuerpo en ángulo de tres cuartos de perfil, apoyada sobre las
rodillas y la mano izquierda, con el culo casi orientado a los espectadores.
Con la mano derecha tomé la base del consolador y ejecuté un rítmico movimiento
de entrada y salida. Gemí, pues el placer me recorría desde el centro de mi
intimidad hasta la nuca. Cada movimiento del consolador dentro de mí producía
chispazos placenteros mientras, instintivamente, los músculos del interior de
mi vagina apretaban y se distendían como queriendo dar placer al dildo. Apoyé
la frente sobre el suelo de madera y pude ver parte del público por entre mis
piernas. Aceleré los movimientos del falo y jadeé profundamente.
Sabía que se
trataba de una misión, que la vida de mi padre dependía de mi desempeño, pero
eso no restaba poder a las estimulaciones que estaba dándome. Con una mano
metía y sacaba el consolador de mi coño, con la otra masajeaba mi clítoris como
yo sabía que podría darme más placer.
El orgasmo llegó
como una oleada que atravesó todo mi cuerpo. Me clavé el falo entero y temblé
entre gritos y jadeos de éxtasis. Varios chorros de néctar surgieron de mi coño
para empapar mis manos y escurrirme muslos abajo mientras yo gritaba ante los
espectadores. Todos los hombres del salón aplaudieron, me ovacionaron, silbaron
y rieron.
Después del orgasmo
me incorporé. Entré en la bañera y, sin ninguna intención de parecer sensual o
incitante, me bañé como siempre lo hacía. Esta interrupción en las
insinuaciones sexuales podía considerarse como el final del espectáculo.
Me aseé a
consciencia. No quería pensar en la posibilidad, pero era probable que durante
la visita a la cárcel los oficiales me obligaran a presentarme desnuda ante mi
padre; quería que al menos él me viera limpia.
Abandoné el
escenario dejando al público tan animado que fue necesario que Tano organizara
a algunas camareras para que improvisaran un baile erótico. Me retiré a la
chabola. Al entrar encontré una bandeja con comida. Había pan duro, un trozo de
queso que descarté de inmediato, col fermentada y algo de carne, nunca supe si
de gato o de perro. Comí cuanto aceptó mi estómago. Me tendí sobre la capa
colocada a modo de colcha y dormité desnuda, tratando de hacer acopio de todas
mis fuerzas para el siguiente movimiento.
Al caer la noche,
Tano entró a la chabola sin llamar a la puerta. Quizá suponía que era ridículo
respetar mi intimidad después de haberme visto en actitudes tan lúdicas y
explícitas.
—Dafne, prepárate
para visitar al preso —ordenó sacándome de mi amodorramiento—. Sugiero que solo
te pongas el bikini y la capa, deja los pendientes, el collar y las pulseras
aquí. Si los llevaras, te los quitarían al entrar para evitar que el prisionero
se hiciera con tus capacitores. Lo tienen bajo estricta vigilancia, se dice que
es muy habilidoso con los objetos de la antigua tecnología.
No me molestaba
dejar los accesorios. Lo que me preocupaba era tener que presentarme
semidesnuda. Descontando la posibilidad de que mi padre me viera así, habría
más hombres en la prisión; sería difícil evadir sus avances sin revelar mis
habilidades de defensa.
Tamo se acomodó al
pie de la cama y, sin darme tiempo a nada, separó mis rodillas para mirar mi
sexo. Me molestó, pero sonreí como haría cualquier prostituta gremial en esa
situación.
—Ha quedado
precioso, chica —se relamió los labios—. Es la primera vez en mucho tiempo que
se me antoja ver una vagina. No es que sean precisamente lo que busco, pero no
seré yo quien niegue que un coño depilado también tiene su encanto.
—Mientras solo
mires, no habrá problema —mascullé conteniendo la ira—. Ahora, si no te
molesta, tengo que prepararme. ¿Ya sabes lo que vas a decir?
—Claro. He
propuesto tus servicios sexuales para el recluso que será ejecutado mañana. Algunos
de los oficiales que vieron tu espectáculo de hoy han hablado bien de ti entre
la tropa. El director de la prisión estará encantado con recibirte para
agasajar a su interno. ¿Por qué quieres hacer esto por nuestro enemigo?
—Ha vivido como un
valiente y merece pasar una última noche de placer. Todo hombre la merece. En
mi profesión, sería un mérito muy grande ser la última mujer que folló con
Gedeón Lobo.
Había estudiado
esta respuesta desde que concebí el plan. Tano pareció comprenderme y sonrió.
—Al menos cuatro
prostitutas se ofrecieron hoy, pero los chicos de la milicia te recomendaron
especialmente a ti. Les ha encantado tu espectáculo —sonrió con simpatía—. Con
la maravilla de coño que te has dejado, quizá lo mates de un infarto y ahorres
la soga a nuestro amado canciller.
Su última broma me
molestó, pero decidí mantener una calma fingida aunque por dentro ardiera en
cólera.
El comerciante de
placeres salió de la chabola y yo me preparé. Haciendo caso de su consejo, me
despojé de los accesorios. Vestí con el tanga y el sujetador y calcé las botas.
Retoqué el maquillaje de prostituta para reforzar el disfraz. Salí a la noche
acompañada del proxeneta.
Debían ser las ocho
o nueve. Las calles se encontraban casi desiertas. Unas cuantas farolas de petróleo
intentaban iluminar nuestros pasos. Llegamos a la columna donde estaba la
estatua de la diosa Niké, antigua madre o patrona de la ciudad. La efigie
representaba a una mujer alada con un brazo levantado en señal de querer
colocar en la cabeza de alguien la corona de laurel que sostenía en su mano.
A los pies del
monumento, el canciller Jacinto Durán había mandado construir un patíbulo para
ahorcar a mi padre. La ejecución se llevaría a cabo con todos los honores y la
guardia feudal ya se preparaba para el amanecer. Debía alejar los pensamientos
funestos de mi mente; era necesario que me concentrara en ayudar a papá.
La cárcel era un
edificio de la antigua civilización. Quizá fue un colegio o un hospital,
resultaba difícil saberlo. Estaba rodeada de un alto muro, similar al que
resguardaba el feudo. Los guardias nos dejaron entrar en cuanto Tano se
presentó y explicó el motivo de nuestra visita.
Un centinela dejó
su puesto para escoltarnos a la oficina de administración. El director nos
recibió con una amplia sonrisa.
—¿Tú eres la
prostituta que viene a follar con nuestro "moribundo"? —preguntó con
sorna.
Temí que,
contrariamente a la costumbre de ejecutar a sus reos de extermino con honores,
los feudalistas hubieran torturado a mi padre.
—No entiendo
—repliqué con frustración—. He venido a trabajar con Gedeón Lobo, no sé de
ningún moribundo.
—Ese cabrón parece
muy saludable, ricura, pero mañana morirá. Por lo que a mí respecta, es un
moribundo. Mis muchachos me han contado lo que sabes hacer con tu consolador y
tengo muchas ganas de verte en acción. Extraoficialmente te diré algo, después
de la ejecución lanzaremos una ofensiva a gran escala contra todos los
territorios de la Demarcación Renacimiento. Quizá te interese un cargo como
prostituta de campaña. Los muchachos tendrán mucho desahogo cuando asalten las
aldeas de los campesinos y capturen a las mujeres, pero necesitarán diversiones
y actos como el que tú presentas ya no se ven todos los días.
Me estremecí de
rabia y dolor. Recordé a mi madre y pensé en las vejaciones y bajezas a las
que, “muchachos” como los que mencionaba el director, la habían sometido
delante de mí, cuando yo era una niña indefensa. Entendí que los “desahogos” a
los que se refería eran en realidad las violaciones y torturas que permanecían
en secreto, ocultas bajo un manto de aparente civilización feudalista.
Necesité cerrar los
ojos un momento para asimilar la información. Esta gente planeaba destrozar
todo nuestro reino en cuanto mi padre hubiese dado su último aliento. Más que
nunca debía ser fuerte y buscar el modo de evitarlo.
—Es una oferta muy
tentadora —articulé llevando mi zurda al muslo izquierdo, como queriendo
desenfundar un Colt que no estaba ahí—. Necesitaré meditarla y consultar con mi
madre, si tengo que irme, ella deberá cuidar de mis hijos.
—Buena chica.
Ahora, desnúdate. He mandado bañar al recluso y ya debe estar esperándote en la
sala de visitas íntimas. Estaremos vigilando en todo momento.
—¿Por qué? —me
alteré—. ¡Pensé que nuestro encuentro sería privado!
—Me hace ilusión
mirar cómo te lo montas con él. No pude ver tu espectáculo de hoy y tengo ganas
de saber de primera mano cómo te desenvuelves. Puede que mañana, después de
colgar a Gedeón, quieras celebrar follando conmigo.
Sus palabras me
descolocaron. Había supuesto que esta gente me desnudaría para presentarme ante
mi padre, pero no creí que habría testigos de nuestro encuentro. Me rehice de
inmediato.
—¡Ella podrá con
todo! —exclamó el proxeneta despojándome de la capa y dándome un sonoro azote
en la nalga izquierda.
—Sin golpear, Tano
—ordenó el director—. La presencia de esta chica es un regalo para nuestro
recluso; queremos que la disfrute en buenas condiciones.
Me deshice del
bikini y de las botas ante los hombres. El director se tocaba los genitales
sobre el pantalón, pero, salvo las insinuaciones sobre un encuentro sexual para
el día siguiente, me trató con relativo respeto. De haber sabido que mi padre
era el hombre que había frustrado los planes genocidas y expansionistas de
Feudo Sangre, me habría capturado para violarme en ese momento y ejecutarme al
lado de papá.
Dos guardias me
condujeron por un corredor. En un par de ocasiones me sobaron las nalgas, pero
supe contenerlos prometiéndoles una mamada para el día siguiente. Me fue difícil
reprimir las ganas de estrellar sus cráneos contra el piso, pero la misión era
más importante que mi odio por su milicia o mi amor propio.
Llegamos ante una
celda fuertemente custodiada. Yo iba desnuda, solo llevaba conmigo la mochila
que contenía la crema lubricante y el consolador en cuyo compartimiento de
batería estaba la ganzúa. Al ver la infraestructura del enemigo dudé de la
efectividad de mis planes. Los custodios abrieron la puerta de la celda y me
hicieron entrar.
—¡Gedeón, aquí está
la puta que te prometimos! —gritó uno de los guardias—. Si no la follas tú, la
follaremos nosotros.
Mi padre estaba
desnudo, sentados sobre un viejo camastro.
—¡Gedeón, mira la
belleza que te trajimos para que la revientes a vergazos! —gritó el director
desde arriba.
Alcé la vista y
descubrí con rabia que, a seis metros del suelo, había una ventana interior por
donde nos miraban el director, Tano y tres custodios.
—¡Te vamos a dar la
oportunidad de que la dejes preñada! —fanfarroneó uno de los hombres—. ¡Puede
que, dentro de veinte años, un hijo tuyo quiera venir a tocarnos las pelotas!
Mi padre permanecía
sentado, con los antebrazos recargados sobre sus muslos y las manos cubriéndole
el sexo. No había levantado la cabeza, como si todo aquello no tuviese relación
con él.
Segundos después de
mi llegada se incorporó, como resignándose a lo que vendría. Nos miramos en
silencio. Me estremecí al contemplar su cuerpo totalmente desnudo. Poseía una
musculatura equilibrada y bien definida; estaba bastante bronceado y era muy
velludo. Estos factores, aunados a la portentosa virilidad enhiesta con que me
apuntaba, reforzaban sus características como ejemplar de la raza negra.
Mi relación con
papá siempre había sido el limpio y casto trato entre un hombre y su hija. Jamás
hubo situaciones sexuales entre nosotros. Antes de aquella noche, Gedeón había
sido mi mentor intelectual, mi maestro de armas, mi guía emocional y mi amigo.
Obviamente, él estaba enterado de que yo tenía una vida sexualmente activa,
pero nunca antes se planteó la posibilidad de tenerme desnuda ante él. Me
sentía muy excitada. Mi cuerpo exigía el contacto incestuoso al que nos
orillaban las circunstancias.
—Guerrero, soy
Dafne, seré tu puta esta noche —me presenté con mi “nombre de guerra”—. He
venido para cumplir todas tus fantasías.
Avancé unos pasos
sintiéndome poderosa. Podía parecer vulnerable en mi desnudez, pero el espíritu
combativo de mi sangre se alzaba, listo para la lucha o el incesto. La apuesta
por la vida de papá era más importante que cualquier temor u objeción moral.
Lo abracé sin
dejarlo responder. Sentí su hombría contra la piel de mi vientre. Él debió
percatarse del contacto, pues hizo la pelvis hacia atrás para evitarlo. Mi
temperamento ardiente se reveló por la evasiva, pero entendí que papá
necesitaba unos instantes para procesar la nueva situación.
Entrelacé mis manos
detrás de su nuca y lo miré a los ojos para comunicarle toda la seguridad y
entereza que no podía expresar con palabras.
—Hay un plan, papá,
pero tenemos que seguir la corriente de los acontecimientos —susurré con mis
labios a milímetros de los suyos.
—Dina, no podemos
hacer esto —murmuró con rostro inexpresivo—. Eres mi hija. Ya es incorrecto que
estemos desnudos y abrazados.
No respondí. Sabía
que nos vigilaban desde arriba. Poniéndome de puntillas uní mi boca con la suya
mientras adelantaba la pelvis para volver a sentir sobre mi vientre la
contundencia de su hombría. Gedeón podía pontificar sobre lo correcto o
incorrecto, pero su miembro erecto se pronunciaba en favor de lo que estaba por
suceder entre nosotros.
El primer beso de
amante que dediqué a mi padre encendió algo muy profundo dentro de mi alma.
Sentí que me llenaba de un júbilo hasta entonces desconocido para mí. Estaba
preocupada por los enemigos que nos rodeaban, me colmaban las ganas de destruir
a la milicia feudalista con mis propias manos, conservaba cierta chispa de
temor que ni yo misma querría reconocer, pero algo maravilloso se abría paso en
mi interior. Era como si el fuego de mi ira, largamente alambicada, redujera su
intensidad para permitirme sentir algo más que mi crueldad habitual. Estaba
experimentando el principio de mi renovación interior.
Papá, comprendiendo
que debíamos seguir con la farsa, correspondió al beso. Compartimos saliva
mientras nuestras lenguas jugaban en su boca o en la mía. Me sorprendió
mordiendo mi labio inferior y retribuí el gesto alzándome más sobre las puntas
de mis pies, abriendo los muslos y tomando su virilidad para acomodarla entre
estos. Él se apoderó de mis nalgas y ambos gemimos; era la primera vez que
compartíamos un contacto íntimo y mis ansias de placer parecieron desbordarme.
Deshicimos el beso.
Quizá fue el gusto por encontrar a Gedeón en perfectas condiciones, el anhelo
reprimido de volver a sentir su presencia protectora, la suma de todos los
temores y odios o el indulto que liberaba mi alma del infierno en que había
estado sumergida desde la muerte de mi madre, lo cierto es que me sentí
dichosa. Amaba a mi padre y este sentimiento se estaba transformando en
adoración. La promesa del placer que deberíamos compartir me llenaba de
energías.
—Solo puedo
entregarte una ganzúa —susurré—. Está dentro del compartimiento de la batería
de mi consolador. El resto tendrás que hacerlo tú.
—Suficiente
—murmuró—. Pero no me parece bien que estés aquí, desnuda y en el papel de puta
para mí. No es correcto que lo hagamos.
—Lo incorrecto
habría sido no venir, papá.
Me enternecía su
actitud. Sentía contra la entrada de mi vagina la curvatura de su mástil y él
debía notar la humedad que segregaba mi sexo. Sus manos sostenían mis nalgas y
ambos habíamos compartido un beso lúdico. Con todo, papá deseaba evitar el
encuentro sexual al que nos orillaban nuestros enemigos.
—¿Qué hacemos?
—pregunté en voz baja.
—Sugiero que algo
vistoso —murmuró él—. Es probable que los feudalistas se conformen con un buen
espectáculo y no tengamos que llegar a la penetración.
Experimenté
sentimientos contradictorios. Por un lado, yo era la hija consciente de que
tener sexo con su padre significaba la trasgresión de un tabú. Por otra parte,
me daba cuenta del magnetismo que él despertaba en mi cuerpo. Los lazos de
sangre y amor familiar me unían a Gedeón, las humedades que mi vagina secretaba
deseaban que mi cuerpo se fundiera con el suyo. El nuevo sentimiento de júbilo
se tambaleaba y temí perderlo. Papá debió notar parte de mi tormenta anímica,
pues sonrió, como intentando transmitirme calma.
—¡Muévanse,
queremos verlos follar! —gritó el director desde la ventana.
Gedeón me llevó al
camastro e hizo que me sentara sobre un lateral. Me quitó la mochila y revisó
en su interior para sacar el consolador. Después me empujó suavemente para
dejarme acostada de forma transversal, con los pies en el suelo. Separó mis
piernas y contempló mi sexo húmedo. Odiaba la situación que nos había colocado
en esa cárcel, pero ansiaba ser atendida por mi padre.
—Espero que se
conformen con esto —dijo en voz baja—. Estamos a punto de cruzar unos límites
prohibidos.
Podía estar
sufriendo por las circunstancias, pero, al igual que yo, era consciente de que
nuestras vidas dependían de que mi papel de prostituta resultara creíble.
—¡Fóllala, cabrón!
—exigió uno de nuestros espectadores—. ¡Si no te follas a esta puta como es
debido, nosotros la reventaremos entera!
—No lo permitas,
papá. No dejes que ellos me toquen —solicité en un murmullo.
Únicamente ante él
podía mostrarme tal y como era. Papá comprendía, incluso mejor que yo misma,
que por debajo de la cubierta de dureza que me caracterizaba había un alma que necesitaba
de su amor, cuidados y protección. En esta ocasión tendría que protegerme
follándome para evitar que lo hicieran nuestros enemigos. Al pensar en esto, la
sensación de júbilo creció en mi interior. Gedeón se acostó a mi lado y me besó
en la boca, por primera vez tomaba verdaderamente la iniciativa.
—Sabes que esto
tiene que suceder, ¿no es así? —inquirió en tono acongojado.
—Papá, prefiero que
seas tú quien me folle —susurré—. Que pase lo que tenga que pasar; espero que
mañana tengamos tiempo, vida y oportunidad para definir el futuro.
Lamió mi cuello con
maestría para llevar su rostro hasta mis tetas. Ninguno de mis anteriores
amantes había sabido encender mis zonas erógenas de una manera tan precisa.
Besaba y mordía mis senos, succionaba mis pezones y me acariciaba mientras
restregaba su hombría sobre mis muslos. Yo ronroneaba y gemía gozando del
magreo.
Pasó de mis pechos
a mi vientre. Depositaba besos y saliva con verdadero fervor; mi coño hervía de
ansias. Yo abría y cerraba las piernas, temblando de deseo. El placer físico se
unía al júbilo emocional y mis sentimientos hacia Gedeón cambiaban para
sublimarse, evolucionando de un casto amor de hija a la pasión arrebatadora de
una amante en celo. Si había conservado alguna objeción moral, esta se derritió
al calor del fuego amatorio que estábamos compartiendo.
Gemí cuando mi
padre lamió mi ombligo para ensalivarlo bien y, con maestría, succionó
recogiendo su saliva y arrancándome estertores de placer.
—¡Un coño limpio y
depilado, así me gustan! —dijo en alto para nuestros espectadores.
Se arrodilló en el
suelo, entre mis muslos separados. Acercó su rostro a mi zona íntima y aspiró
mi fragancia de hembra ardiente. Lamió mis labios mayores. Grité y agité la
cabeza sintiendo la humedad de su lengua y el rastrojo de su barba sobre mi
piel.
Situó su lengua
sobre mi entrada vaginal y la usó para penetrarme mientras la hacía girar.
Aferré sus cabellos como para obligarlo a darme más placer; él resistió mis
tirones, prolongando la deliciosa agonía.
De las
penetraciones linguales pasó a los besos sobre mis labios vaginales. Apretaba
su boca sobre mi intimidad para dibujar filigranas sensoriales en los contornos
de mi coño. Sorbía los líquidos que salían de mi feminidad y yo sentía su
respiración sobre mi Monte De Venus.
Le pedía que no
parara con frases entrecortadas. Casi había perdido el norte, pero no dejaba de
tener en cuenta que nuestros enemigos nos observaban y que cualquier alusión a
nuestro parentesco podría destruir todas las posibilidades de fuga.
Grité cuando mi
padre introdujo dos dedos juntos en mi sexo. Estaba tan lubricada que pasaron
sin problemas. Solté su cabello para darle libertad de maniobra. Los flexionó
en mi interior y creí morir al sentir un impacto de placer desconocido para mí.
Ignoraba lo que él hacía dentro de mi vagina, pero sentí que había localizado
un punto erógeno que yo desconocía. Mi deleite incrementaba cada vez que papá
flexionaba los dedos hacia arriba.
Supe que todas
estas sensaciones habían sido simples escarceos cuando acomodó mi clítoris
entre sus labios, sin retirar los dedos del interior de mi coño. Primero chupó
con mucha fuerza, haciéndome gritar y arquear la espalda. El júbilo de mi
renovación interior se entrelazaba con las sensaciones físicas que estaba
experimentando.
Con mi nódulo de
placer entre sus labios, mi padre lamió y succionó para soltar enseguida y
flexionar despacio los dedos que pulsaban la zona erógena que acababa de
mostrarme. Coordinó las acciones de su boca y sus dedos para hacerme gemir.
Succionaba mi clítoris y lo lamía. En el momento de terminar su pase lingual,
presionaba dentro de mi vagina y pulsaba el núcleo de placer recién revelado.
Las acciones se me figuraron una especie de oleaje rítmico que incrementaba mi
gozo. Gemía sin control mientras el hombre que me había dado la vida hurgaba en
mi intimidad buscando darme mi mejor experiencia sexual.
Me aferré a mis
tetas para amasarlas. Me sentía plenamente amada y, mejor aún, sentía por
primera vez en mi existencia que contaba con plena capacidad de amar a un
compañero de cama. Que fuera o no mi padre, sería tema aparte.
—¡Así, guerrero!
—grité para que escucharan nuestros enemigos—. ¡No te detengas! ¡Me encanta!
¡Ya casi me corro!
Alguna vez me
habían lamido el coño, pero nunca hasta entonces lo había hecho un hombre tan
experimentado como mi padre. Sin perder la coordinación de los movimientos de
labios, lengua y dedos, aceleró sus acciones para encaminarme al punto de no
retorno. Mis gritos se entrelazaron con gemidos roncos y profundos jadeos de
alguno de nuestros enemigos; me alegró que se estuvieran masturbando; si
gastaban sus descargas no tendrían ganas de follarme esa noche.
Mi tensión interna
se acumuló hasta que sentí que todo mi cuerpo convulsionaba en un orgasmo como
nunca antes hubiera experimentado. Él siguió al frente de su ofensiva, con el
rostro empapado por los líquidos que salían de mi coño. Entendí que nuestra
relación había cambiado también para él y me emocioné por ello. Papá estaba más
desinhibido conmigo. No supe qué tanto de su actitud se debía a la charada que
estábamos montando y cuánto podía ser resultado de haber provocado un orgasmo
en el cuerpo de su propia hija.
Se levantó y me
tomó por la cintura. Hizo girar mi cuerpo para ponerme boca abajo y alzó mis
caderas para dejarme con las rodillas y los codos apoyados sobre el camastro.
—Me han dicho que
sabes jugar con tu consolador —comentó en voz alta, más para nuestros
espectadores que para mí—. Veamos si yo también sé hacerlo.
El director y los
suyos gritaron desde la ventana. Jaleaban a mi padre para que me destrozara con
mi juguete masturbatorio. Me sorprendió que lo animaran con el tono orgulloso
de los buenos camaradas, parecían olvidar que Gedeón Lobo era su prisionero,
condenado a la horca para el amanecer. Nuestros enemigos podían desearle la
muerte, pero él se había ganado su respeto.
Papá tomó mi
consolador y me dio un par de azotes sobre las nalgas. No fueron rudos, más
bien sonoros. Nuestros enemigos disfrutaban del espectáculo y uno de ellos
gritó que se corría. Me sentía físicamente encendida y emocionalmente plena.
Pasó la punta del
falo artificial por encima de mis labios vaginales y lo hizo ascender
acariciando toda la raja de mi culo. Mi cuerpo estaba a disposición de sus
caprichos. Primero hizo que el glande de látex me penetrara el coño, después
giró la herramienta en medias vueltas que acompañaba con besos sobre mis
nalgas.
Yo temblaba de
gusto. Sus besos fueron sustituidos por intensos recorridos de su lengua y
rematados por la rasposa caricia del rastrojo de su barba.
Por un segundo dejó
de tocar mi cuerpo y entendí que había encontrado el modo de abrir el
compartimiento donde yo había ocultado la ganzúa. Boqueé cuando sentí que mi
padre empujaba lentamente el miembro artificial hacia el interior de mi gruta
amatoria.
Sentí morir y
renacer cuando tuve todo el dildo dentro de mi coño. Cerré los ojos emitiendo
un profundo lamento de placer. Comenzó a meterme y sacarme el falo artificial.
Al introducírmelo me guardaba todo el tronco, al extraerlo dejaba en mi vagina
solo el glande para volver a empujar con más brío. Yo sacudía la cabeza y mis
manos estrujaban las mantas del camastro. Gemía, sudaba y pedía que no se
detuviera.
Miré entre mis
piernas y descubrí que solo estaba usando una mano para atender a mi cuerpo,
con la otra había retirado la tapa del compartimiento. Cubría la maniobra con
su cabeza pegada a mi trasero. Tomó la ganzúa y la ocultó debajo de las mantas
del camastro. Suspiré con alivio; la entrega se había concretado y, a partir de
ahí, mi padre se encargaría de buscar el modo de ocultar la pequeña pieza de
metal y aprovecharla en el momento más adecuado.
Papá se agachó,
metió la cabeza entre mis piernas abiertas y me besó el vientre.
—Dina, tesoro
—susurró angustiado—, esto no debería estar sucediendo. No es correcto; ya
hemos llegado demasiado lejos. ¿Quieres que inventemos algo para que podamos
pararlo todo?
—No, papá —murmuré
decidida—. Estos cabrones están demasiado calientes. Si te detienes ahora, no
me dejarán salir de aquí sin haberme follado. Démosles el espectáculo que
quieren, quizá se conformen con eso.
Mi padre regresó a
su sitio detrás de mis nalgas. Yo era una guerrera, mi cuerpo era un arma de
combate y sabía que se avecinaba una batalla sexual. Mi coño manaba flujos que
empapaban el consolador, la excitación se mantenía en todo mi organismo.
Después de algunos
minutos de jugar con mi vagina, papá se puso en pie. Me dio un sonoro azote,
alzó mis caderas para acomodarme a la altura de su miembro. Subió el pie
izquierdo al camastro y me sacó el consolador. Sentí que golpeaba mis nalgas
con su hombría. Me sentí amada y deseada por el hombre al que más amaba en la
vida.
—Te amo —susurró en
tono casi inaudible.
El glande de mi
padre rozó mi entrada vaginal. Mi humedad íntima era suficiente para permitirle
el acceso y libre tránsito. Él adelantó la pelvis para introducir su capullo en
mi coño. Temblé como si aquella hubiera sido mi primera vez. Aborrecía a los
hombres que nos miraban y se masturbaban desde la ventana. Detestaba Feudo
Sangre y todo lo que representaba. Odiaba la situación que me forzaba a
prestarle las nalgas a mi padre, pero mi cuerpo respondía con los más altos
grados de excitación y el amor por Gedeón me desbordaba como nunca antes.
Me tomó por la
cintura y adelantó el cuerpo en un movimiento firme. Sentí que su hombría
avanzaba por mi canal vaginal. Mi coño se abría para franquear el paso de la
verga que me había engendrado.
El glande de mi
padre cruzó desde la zona vestibular hasta el punto erógeno que él acababa de
mostrarme. Papá se detuvo ahí y, aprovechando la curvatura de su herramienta,
alzó el cuerpo para pulsar y hacerme gemir de gusto. Me sacó el miembro y
repitió la operación varias veces.
Masajeó mis nalgas
unos segundos. Con sus manos en mis caderas atrajo mi cuerpo hacia sí. Su
hombría avanzó más, aventurándose vagina adentro. El glande pasó del límite que
se había autoimpuesto antes y recorrió mi interior. Pronto llegó hasta donde
otras vergas me habían penetrado y pasó hasta el sitio donde me llegaba el
consolador cuando lo usaba para masturbarme. Rebasó este hito y siguió a
regiones inexploradas de mi feminidad.
Gritamos juntos
cuando el glande, después de tan cuidadosa penetración, topó con lo que solo
podía ser mi útero. Nunca me había sentido tan llena de carne masculina.
Se movió hacia
atrás para retirar la mitad de su verga, después tiró de mis caderas al tiempo
que volvía a avanzar, penetrándome completamente de nuevo. Lo sorprendí en el
retroceso cerrando mis músculos vaginales en torno a su hombría, como no
queriendo dejarla escapar.
Cuando él avanzaba
hacía que su glande tocara la región erógena recién descubierta, pasaba por
todo mi canal vaginal y topaba con mi matriz. Cuando se retiraba, mi vagina
presionaba todo su tronco como queriendo retenerlo y, al mismo tiempo,
dejándolo salir para permitirle volver a entrar. Yo gemía y murmuraba frases
ardientes mientras mi padre se esmeraba para darme un nivel de sexo que nuca
creí posible.
El placer que me
proporcionaba la follada de mi padre hacía que las energías sexuales se
acumularan en mi organismo. Sentía que mi orgasmo estaba próximo. Juntos
aceleramos nuestro ritmo. Yo contribuía con el acoplamiento lanzando el cuerpo
hacia atrás en los momentos de penetración y hacia adelante en los momentos de
retirada. Escuché gemidos. Alguno de nuestros espectadores se corría en ese
instante. Me alegraba que se estuvieran masturbando, quizá Tano le estuviera
prestando alguna ayuda a los demás varones y eso sería bueno para mí.
Las energías
sexuales me desbordaron. Llegué al orgasmo con la verga de mi padre entrando y
saliendo de mi coño a velocidades vertiginosas. Sentí un placer inenarrable
cuando el clímax me sacudió como nunca antes. El deleite se prolongaba,
descendía un poco para arremeter de nuevo con más energía. Nuestros cuerpos
chocaban, nuestros genitales chapoteaban entre las humedades producidas por mi
excitación.
Había tenido
experiencias sexuales con otros amantes, pero en ninguno de aquellos encuentros
tuve jamás un orgasmo tan poderoso como el que me regaló mi padre en nuestro
primer acoplamiento.
Sin detenerse, papá
me penetró hasta el útero y gritó mientras aferraba mis nalgas. Lo sentí
eyacular en lo más profundo de mi feminidad. Las ráfagas de su simiente
chocaban contra el fondo de mi coño mientras nuestros cuerpos seguían
encontrándose y separándose para sentir más placer. Aquella mañana, durante el
desayuno, había bebido mi infusión antifecundativa; aunque mi misión era
hacerme pasar por prostituta, no pensé que tendría que aprovecharla para
recibir con confianza el semen de mi propio padre.
Nos desacoplamos
entre jadeos. A diferencia de mis amantes anteriores, mi padre lucía una
erección plena después de haberme llenado el coño con su esencia varonil.
Papá se retiró de
detrás de mí para acostarse a mi lado. Acunó mi cabeza entre sus manos. Me besó
en la frente como solía hacerlo cuando yo era niña y me deseaba "buenas
noches". Nuestro amor había evolucionado por un camino poco habitual.
—¿Estás bien? —preguntó
en un susurro—. ¿Comprendes que esto es parte de la farsa?
—Lo estoy
disfrutando, papá —dije en voz casi inaudible—. Para mí no solo es una farsa.
Es el principio de un futuro que quiero que gocemos juntos.
—¡Vamos, puta,
ahora fóllatelo tú! —gritó el director—. ¡Me estoy pajeando y quiero correrme
cuando Gedeón te llene el coño de lefa otra vez!
La función debía
continuar. Si en esta vuelta lograba excitar a nuestros enemigos lo suficiente
para que descargaran todo su semen, no me tocarían creyendo que podrían
follarme en un futuro.
—¡Acomódate,
guerrero! —exigí en voz alta para que me escucharan desde la ventana—. ¡Ahora
seré yo quien te folle!
Me incorporé. Subí
al camastro para pararme con el cuerpo de mi padre entre mis piernas, descendí y
quedé acuclillada, de frente a él, con su hombría apuntando a mi orificio
vaginal.
—¡Esto es mejor que
los espectáculos de mi prostíbulo! —gritó Tano para jalearme.
Descendí. El glande
de mi padre volvió a trasponer el umbral de mi sexo. Sentí su avance y moví el
cuerpo para disfrutarlo. Cuando tuve toda su hombría dentro, grité de gusto al
notar que la curvatura de su verga coincidía matemáticamente con la zona
erógena que acababa de mostrarme; mi coño parecía hecho para ser follado por su
verga.
—¡Muy bien, puta!
—ovacionó el director—. ¡Cógetelo, mátalo de gusto! ¡Reviéntate con su verga!
Al encontrarme en
cuclillas tenía la posibilidad de usar mis pies como punto de apoyo para
menearme a placer. Lo único que necesitaba era friccionar la zona erógena
recién descubierta con la curvatura del pene de mi padre, nuestros cuerpos
hacían todo lo demás. Daba giros de cintura en busca de ese nuevo placer, mis
tetas se movían al ritmo de la cabalgata y nuestras carnes chocaban con sonoros
golpeteos. Mi sexo y el de él se encontraban en una danza de humedades, delirio
e incesto.
Amaba la sensación
de ser quien dominaba las acciones. Me fascinaba sentir que mi placer era
compatible con el de mi padre. Mi espíritu combativo se fortalecía con el
júbilo de mi renovación interior y esta combinación me llenaba de fuerzas para
afrontar este coito, la posible batalla del día siguiente y un futuro que, al
lado de Gedeón, dejaba de ser incierto.
Papá flexionó las
piernas para ofrecerme un punto de apoyo extra. Al poder recargar la espalda en
sus muslos, conseguí subir y bajar mi cuerpo más fácilmente. Las energías
sexuales se acumularon en mi interior, hasta que alcancé el orgasmo en medio de
gritos y jadeos.
Él no tenía mucho
margen de movimiento y todas las acciones las había dejado a mi cargo. Mientras
me corría, presionaba y distendía los músculos vaginales para dar placer a su
miembro.
Al terminar ese
orgasmo me asaltó un nuevo clímax. Lo sentí incluso más fuerte que el primero
que compartiera con papá. Mi cuerpo se tensó y mi coño oprimió como nunca lo
hubiera hecho mientras se me escapaba un prolongado grito de éxtasis. Él volvió
a eyacular, con su verga en lo más profundo de mi vagina. Sentí que su corrida
desbordaba y caía hacia sus cojones mientras yo me estremecía en los espasmos
del placer.
Escuché jadeos
desde la ventana. Alguien más había llegado al orgasmo. Hubiera sido
físicamente posible seguir disfrutando de mi padre. Me habría encantado
mamarlo, entregarle la virginidad de mi ano e incluso practicar una doble
penetración con su verga y el consolador, pero tuvimos que concluir el
encuentro sexual; ya era tarde y la ejecución estaba programada para el
amanecer. Me resigné a dejarlo deseando que se hiciera verdad el viejo lema de
nuestra familia, “tiempo, vida y oportunidad.
Me sentí relajada
con la calma que viene después de una sesión sexual muy intensa. Siempre me
pareció similar a lo que se siente después de ganar una batalla. El calor del
cuerpo de mi padre me tentaba a dormir entre sus brazos, pero me obligué a
clarificar mis ideas. Tenía que salir de la cárcel y debía evitar que nuestros
enemigos me follaran; en caso de proponérmelo y ofrecer dinero, yo no habría
podido negarme sin levantar sospechas.
Me senté y abrí las
piernas al máximo. Mediante contracciones íntimas expulsé del coño parte de la
simiente filial que me colmaba. Me encantaba "parir la leche", pero
en este caso la operación era más táctica que placentera.
—Se dice que el
semen de los guerreros mantiene la piel joven y firme —mentí en voz alta—. Esta
noche tendré el honor de untarme la esencia del más poderoso enemigo de Feudo
Sangre, no imagino un mejor tratamiento reafirmante.
Mi padre asintió,
entendiendo mis intenciones. Recolectó cuanto semen pudo de entre sus muslos,
de sobre sus cojones y de su verga. Mientras yo embarraba su lefa sobre mis
tetas y nalgas, él friccionó las manos para hacer que el semen se volviera
espumoso. Ambos escupimos en la mezcla de fluidos y él untó el resultado en mi
rostro para cubrirlo completamente. Rematé la faena mamando su verga para dejar
embarrados mis labios con su esperma.
Papá me protegería,
su semen actuaría como un repelente contra nuestros enemigos, quienes se lo
pensarían antes de querer besarme, magrearme o follarme. Me despedí de mi padre
manteniendo el papel de prostituta; lo más importante desde un punto de vista
militar era que la ganzúa había sido entregada. Emocionalmente, me sentía
plena, renovada y capaz de dar y sentir amor al mismo nivel que el más
exquisito placer.
Tal como sospeché,
el director y los suyos no osaron tocarme. Todos los hombres presentaban las
ropas mal acomodadas, incluso Tano tenía los pantalones desabrochados.
El director pagó al
proxeneta todo un día de mis servicios sexuales, desde el momento de la
ejecución hasta el siguiente amanecer. No me gustó la idea, pero no podía
negarme sin despertar sospechas.
Volvimos al
prostíbulo. Hice el camino desnuda, con la ropa y la mochila bajo el brazo. Nos
acompañó un grupo de guardias de la prisión, en parte para protegernos de los
bandidos y en parte para tenerme vigilada; el director se había encaprichado
conmigo y deseaba que le diera tanto placer como el que compartí con su
prisionero.
Al llegar a la
chabola, Tano llamó a la servidumbre y mandó que se me trajera una bañera y
todo lo necesario para mi aseo íntimo. Podía ser avaro, pero yo me había ganado
su respeto como prostituta profesional.
Tras un prolongado
baño, me tumbé sobre el camastro y dormí para reponer fuerzas durante las
escasas horas que faltaban para el alba. Fue la primera vez en muchos años en
que pude conciliar el sueño sintiéndome plena y dichosa.
Desperté antes del
amanecer. Me sentía más plena que nunca. Mi alma vibraba con el sentimiento de
júbilo que descubrí la noche anterior entre los brazos de mi padre. Físicamente
estaba muy excitada; Gedeón me había dado el mejor sexo de mi vida y mi cuerpo
clamaba por repetirlo. Sonreí contenta, a pesar de la dura jornada que me
esperaba.
Me estaba aseando
con el agua que sobró del baño de la noche anterior cuando Tano entró en la
chabola sin llamar a la puerta.
—El director te
espera —informó tras saludarme—. Estarás con él en su palco para presenciar la
ejecución. Ha ordenado que vayas desnuda, solamente puedes cubrirte con la
capa. ¡Cuando te vea el canciller, seguramente querrá probarte también!
El estómago se me
revolvió con solo imaginarme entre los brazos del canciller, autor intelectual
de todo lo que yo odiaba.
—De seguir así, en
una semana nos haremos ricos —ironicé.
No sentía ningún
reparo en mostrarme desnuda ante el proxeneta; él me había visto masturbarme
con el consolador y follar con mi propio padre. Además, Tano prefería la
compañía sexual de otros varones.
Evité maquillarme.
Mi papel como prostituta destinada a dar placer a un condenado a muerte estaba
cumplido. Si esa mañana tenía que morir, no quería irme de este mundo con el
aspecto de una mujer vulnerable al servicio de mis adversarios.
Calcé las botas y
me puse la capa como único atuendo. La prenda me llegaba a la mitad de los muslos
y podía cerrarse por el frente con u par de botones de hueso.
Un guardia, armado
con un flamante Kaláshnikov, me esperaba en la entrada para darme escolta o
vigilarme. Todo marchaba con la naturalidad que hubieran esperado nuestros
enemigos; más valdría que mi padre hiciera algo pronto, o los señorones de
Feudo Sangre querrían montarse una orgía conmigo y yo tendría que aniquilarlos
con mis propias manos.
En las calles
reinaba el ambiente festivo de las grandes ocasiones. Los lugares para ver la
ejecución se habían sorteado entre las familias de la ciudad. Había más de
ciento cincuenta personas reunidas alrededor del cadalso ensamblado a los pies
de la efigie de la diosa Niké.
El guardia me
condujo hasta una estructura rectangular, de unos diez metros de alto, que
hacía las veces de puesto de observación para los prohombres de la comunidad.
Un custodio del director de la prisión me guió hasta unas escaleras verticales
y me hizo subir, siguiéndome enseguida. Estaba segura de que había contemplado
mi coño, mirando hacia arriba durante el ascenso. No me importó, mi cuerpo era
un arma de combate y todavía estaba en territorio enemigo.
Inhalé aire para
serenarme y descubrí que el sentimiento de júbilo instalado en mi alma crecía
con la perspectiva de volver a ver a mi padre. A pesar de la tensión, mi ánimo
se sentía fortalecido. Seguía odiando a nuestros enemigos, conservaba las ganas
de torturar y matar a toda la milicia feudalista, pero también me inundaba una
paz como nunca antes; me pregunté si aquello era lo que comúnmente llamaban
“felicidad”, pero no contaba con tiempo para meditar sobre el tema.
El sicario me
condujo hasta un reservado dividido por cortinas. El director esperaba sentado
en el único sillón disponible. Tenía ante él una mesilla sobre la cual había
una jarra con café y un pesado plato de cerámica lleno de canapés.
—¡Buenos días,
Dafne! —saludó con una sonrisa—. La ejecución está por comenzar. Quítate la
capa y siéntate sobre mis piernas.
El sicario había
tomado su puesto, dos metros a la derecha del director, un poco por detrás. Lo
miré directamente a la entrepierna y me lamí los labios en gesto lascivo; podía
parecer una puta, pero mi atención se centraba en el Kaláshnikov que colgaba de
su hombro.
Abrí y cerré la
capa con gesto juguetón, para regocijo de los hombres. Sus erecciones se
hicieron evidentes bajo los pantalones. Me acerqué al sicario y me puse en
cuclillas con la capa abierta para mostrarle los senos y la vagina. Me sentía
realmente excitada. Mi cuerpo necesitaba volver a gozar de una sesión sexual
del mismo nivel que la que disfruté con mi padre. No obstante, los milicianos
feudalistas serían las últimas personas con quienes querría enredarme.
Anímicamente me sentía en paz; quizá me había enamorado de Gedeón, pero no consideraba
una traición exhibirme ante nuestros enemigos para sustentar los últimos
momentos de mi actuación como prostituta. Mis pezones estaban muy erectos y mi
coño no dejaba de segregar flujo.
Lancé un beso al
aire, como prometiendo una felación al sicario. Volví a incorporarme y me
despojé de la capa, mostrándome ante ellos totalmente desnuda.
Me senté de lado
sobre las piernas del director y estreché su cuello con el brazo derecho para
acariciar su mejilla. Él coló una mano entre mis muslos y palpó mi vagina.
—¡Serás puta! ¡No
hemos empezado y ya estás mojada! ¡Te voy a pegar una follada que te dejará
clavada en mi colchón!
—Primero, la
ejecución —le interrumpí retirando su mano de entre mis piernas—. Cuando veamos
el espectáculo que tiene para nosotros mi amante de anoche, prometo hacerte
sentir lo que ninguna otra mujer ha podido darte jamás.
Tomé el plato de
canapés y lo puse sobre mis muslos para evitar que el director volviera a tocar
mi intimidad. Sin soltar su cuello, le di uno de los bocadillos para que no
pudiera lamer mis pezones. Mi sangre hervía con la cólera que me caracterizaba
y supe que el momento del combate me encontraría con mis capacidades
destructivas a pleno rendimiento. La verga del director, encerrada en el
pantalón, empujaba contra mis muslos como queriendo ser atendida. Me juré darle
la paz que tanto merecía.
Guiñé un ojo al
sicario, en una actitud que le prometía sensaciones nunca antes experimentadas.
Sí, estaba prometiendo mucho a los dos hombres, y me prometía a mí misma que
cumpliría, pero no del modo que ellos pensaban.
Un automóvil
descapotado tirado por caballos se aproximó por la avenida, en medio del
pasillo previamente preparado por los guardias feudalistas. Venía escoltado por
cuatro jinetes. Abordo estaba mi padre, vigilado por dos custodios armados.
Todos guardamos
silencio mientras el vehículo llegaba junto al cadalso. Papá y los hombres que
lo custodiaban se apearon y miraron a la multitud. El gesto de Gedeón me
previno; tenía la misma expresión de cuando calculaba las estrategias en una
campaña militar. No era, ni lejanamente, un hombre derrotado.
A diferencia de las
ejecuciones organizadas por otros pueblos, Feudo Sangre se distinguía por
enaltecer a sus reos de exterminio. En vez de presentar a un prisionero
torturado, vencido y casi muerto, los feudalistas habían arreglado a mi padre
para darle un aspecto regio. Respetaban su rango.
Gedeón lucía una
casaca militar de color azul, llena de medallas. Vestía pantalones amplios,
botas de montar y parecía, más que un condenado a muerte, el jerarca de alguna
potencia aliada, en Visita De Estado. Consideraba hipócrita que los feudalistas
respetaran las formas ante la opinión pública y permitieran que sus efectivos
en campaña cometieran atrocidades como lo que hicieron con mi madre, amén de
los genocidios que coordinaban. Un punto más de cólera se encendió en mi alma,
pero me mantuve inexpresiva.
—Jacinto Durán está
en el palco vecino —comentó el director lamiendo mi cuello—. Nuestro amado
canciller se ha enterado de tus habilidades amatorias y del gesto que tuviste
al follar con nuestro prisionero anoche. Está muy interesado en que le des
alguno de tus "tratamientos especiales" después de atenderme a mí.
Espero que no te moleste.
No era raro que el
director quisiera compartirme con el canciller, después de todo, me
consideraban poco más que un objeto; mi status como prostituta en aquella
sociedad podía ser el equivalente al de una yegua bien entrenada cuyos amos
presumen ante amigos y familiares. Bien mirado, para el director sería
ventajoso que yo demostrara mi valía en el sexo. Mis alertas bélicas se
encendieron completamente, el más odiado de todos mis enemigos estaba cerca y
una idea rondó por mi cabeza. Si jugaba bien mis cartas, podía redondear el
golpe.
—Le daré el mismo
tratamiento que a ti —susurré en su oído mientras le daba otro canapé—. Estoy
ansiosa por que empecemos, pero primero tenemos que ver lo que sucederá con el
prisionero.
Mi padre ya estaba
sobre la plataforma de madera. Tenía las manos esposadas al frente, miraba
erguido y desafiante a la multitud mientras el verdugo, dándole la espalda dos
metros por delante, leía los cargos por los que se le sentenciaba a colgar del
cuello hasta morir.
—Siempre que
ahorcamos a un hombre, este tiene una erección y se corre en los pantalones
—dijo por hacer plática—. Hay apuestas entre los guardias de la prisión
respecto a la cantidad de leche que podrá eyacular Gedeón. Después de la
follada que te pegó, no sabemos si será mucha o poca.
—Hombres como él se
reponen rápido —atajé orgullosa—, si ahora mismo le hiciera una felación, estoy
segura de que le sacaría semen para preñar a muchas mujeres. Anoche no me dio
ni la mitad de lo que hubiera podido de haber contado con tiempo.
Detestaba que los
esbirros del director hicieran bromas macabras a costa de mi padre. Los maldije
interiormente y me consolé pensando que pronto cambiarían las circunstancias.
Aprovechando que la
atención de los espectadores se centraba en el verdugo, papá escupió la ganzúa
sobre su palma derecha. Simulando rascarse la muñeca izquierda, jugó con la
cerradura de las esposas. No pude contar los segundos que tardó en abrir el
brete, solo sé que al liberarse corrió hacia el verdugo. Lanzó una patada
contra la espalda del hombre desprevenido y, cuando este caía, lo sostuvo por
la parte trasera de la casaca para usar su cuerpo como escudo mientras le
quitaba la granada y el Colt.
—¡Se ha soltado el
prisionero! —gritó una voz en el palco vecino, supuse que se trataba de Jacinto
Durán.
Confié en las
habilidades bélicas de papá. Centré mi atención en lo que me rodeaba y en mis
propias prioridades. Seguía sentada sobre las piernas del hombre, con el brazo
derecho rodeando su cuello y el plato de canapés sobre mis muslos.
El director trató
de incorporarse. Acaricié su mejilla con la diestra, tanteé hasta tocar su
barbilla y la sostuve, como jugando a levantar sus labios para darle un beso.
Con mi zurda lo tomé por la nuca, entrecerré los ojos ofreciéndole mi boca y,
antes de concretar la caricia, ejecuté un giro brusco de su cabeza con ambas
manos para romperle el cuello. No lo solté hasta escuchar el chasquido que
revelaba el final de sus días.
Me estremecí con el
placer destructivo que provocaba en mí hacer daño a nuestros enemigos. Sonreí
dichosa al sentirme en mi elemento.
El sicario no se
había movido de su puesto. Permanecía más atento a lo que sucedía en el
patíbulo que a lo que yo hacía con su patrono. Tomé el plato de canapés y lo
lancé, a modo de platillo, contra el rostro del hombre armado. El impacto le
rompió la nariz.
Antes de que él
pudiera reaccionar en mi contra, me incorporé y corrí a su encuentro. El
Kaláshnikov colgaba de su hombro derecho. Aferré el cañón del rifle y tiré de
este. El hombre retrocedió para impedírmelo, entonces usé la inercia de su
movimiento para imprimir fuerza hacia adelante y hundir la culata del arma en
su bajo vientre.
Cayó al suelo
dejándome la posesión del arma mientras gemía, sobándose los genitales y con el
rostro ensangrentado. Una granada estalló cerca del patíbulo. Papá emitió el
aullido de lobo que representaba nuestro grito de combate, eso me dio
tranquilidad.
Me cerní sobre el
hombre caído y hundí su cráneo con dos golpes de culata. Me habría encantado
atarlo a un árbol, torturarlo durante horas y obligarlo a comer sus propios
órganos genitales, pero necesitaba moverme rápidamente y sin dejar enemigos a
mis espaldas. Temblé de gusto y excitación por la descarga de energía que
recorrió mi cuerpo. Mi espíritu combativo estaba listo para la batalla.
Cada segundo
contaba. Abrí la cortina que me separaba del reservado donde estaba el
canciller. Cuatro hombres me miraron estupefactos; no debía ser fácil de
procesar la imagen de una mujer de veintiún años, desnuda, sosteniendo
decididamente un Kaláshnikov mientras en el patíbulo se desataba una granizada
de balas. Sus posiciones eran, de izquierda a derecha, un sicario, Jacinto
Durán y, a dos metros del canciller, un par de soldados.
Miré en los ojos de
Durán. Lo reconocía por su perfil grabado en las monedas acuñadas en Feudo
Sangre. Sonrió, como desestimando lo que yo pretendía hacer.
Dos granadas más
estallaron afuera. Mi padre debía estar haciendo estragos entre las fuerzas de
nuestros enemigos. La granizada de balas redujo su intensidad para dejar que se
escucharan los gemidos lastimeros de los heridos.
No hubo últimas
palabras ni discursos de venganza contra el canciller. No hubo reclamos por la
dolorosa muerte de mi madre, por la inocencia robada de toda mi generación que
pasó de jugar en los areneros a batirse en el lodazal de una guerra. No reclamé
por las vidas de aquellos a quienes llamé amigos, a quienes sentí amantes, a
quienes cerré los ojos en el fondo de una trinchera mientras también peligraba
mi existencia.
Solo tuve para el
canciller una bala, que surgió del fusil en un estampido que se confundió con
el zafarrancho que mi padre había montado a nivel de la calle. El proyectil
hundió la frente de mi víctima, se alojó en un cerebro que había planificado
genocidios y trazado los sueños codiciosos de un demente sin escrúpulos. Mi
bala, guiada por mi voluntad y cargada con todo el rencor que hervía dentro de
mi alma, derrumbó el motor bélico de todo un imperio. Yo sola había ganado la
guerra, aunque era necesario convencer a nuestros enemigos de que estaban
vencidos. Me estremecí de rabia y una lágrima rebelde escurrió por mi mejilla
izquierda.
El sicario apostado
a la derecha del canciller alzó su Kaláshnikov, pero yo estaba preparada.
Disparé antes que él y, sabiendo que no necesitaba verificar el blanco, caí de
rodillas cuando los dos hombres restantes ya disparaban contra mí. Las balas
volaron sobre mi cabeza y tiré desde el suelo para reventar los cráneos de los
soldados.
Al nivel de la
calle, la reyerta había reducido su intensidad, pero aún se escuchaban
detonaciones aisladas. Esto me indicaba que mi padre seguía luchando.
Hice acopio de las
armas; disponía de tres Kaláshnikov, cuatro granadas y la Magnum con cachas de
oro e incrustaciones de diamante, símbolo del poder de la cancillería. Me quité
el collar, los pendientes y las pulseras de aluminio, dejando atrás los últimos
restos de mi personalidad como la prostituta Dafne y recuperando la identidad
de Dina Lobo, oficial del ejército de la Demarcación Renacimiento.
Tomé un Kaláshnikov
y me colgué al hombro una canana con munición. Me importaba poco seguir
desnuda, de hecho me sentía más cómoda, fuerte y vital que si hubiera portado
un uniforme. Acababa de destruir la cabeza de la serpiente que había
atormentado a mi nación y eso me enardecía.
Miré por el borde
del palco. Si hubo algún piquete de guardias apostado en el exterior para
defender al canciller, este se había marchado o formaba parte de los cadáveres
que alfombraban el suelo. Casi todos los civiles habían huido del lugar y los
más rezagados se mantenían quietos, tirados en la calle conservando una
posición fetal que no los protegería de la metralla. Mi padre había sido
sistemático en la matanza.
Me sentí orgullosa
de papá al reconstruir sus pasos desde el momento en que se apoderara de las
armas del verdugo. Las posiciones de los cadáveres contaban la historia.
Primero debió lanzar la granada sobre un grupo de guardias, después se cubrió
con el cuerpo del verdugo para vaciar el Colt encima de quienes lo habían
custodiado de camino al cadalso. Debió correr desprotegido hasta hacerse con un
Kaláshnikov y algunas granadas y parapetarse tras una columnata. A partir de
ahí, envió muerte sobre los feudalistas sin un asomo de misericordia. Vibré con
el placer destructivo. Mi sexo estaba muy empapado y mis pezones presentaban
una dureza que no achaqué al frío de la mañana.
Ante mí se
presentaba la columna levantada por los antiguos. Las estatuas de la base
habían sido destruidas durante los días posteriores al Fin Del Mundo. En la
cúspide estaba la efigie de Niké, la Diosa Victoria, en su actitud de volar con
un brazo extendido para coronar el valor, la justicia o la nobleza del alma
humana. Su superficie, otrora dorada, estaba ennegrecida por el humo de las
hogueras en las que años atrás ardieron quienes se oponían a los planes
expansionistas de Jacinto Durán.
Mi padre se
refugiaba detrás de una columnata, casi a los pies de la Diosa Victoria. Lo
acosaban tres francotiradores, provistos de Kaláshnikov dotados de miras
telescópicas, desde un apartamento del edificio de enfrente.
Papá debía romper
el cerco y abandonar la plaza. Teníamos que reunirnos para huir de la ciudad y
dar por ganada la apuesta que crucé con el general Ordóñez.
Me acomodé el
Kaláshnikov al hombro. Medí la distancia que me separaba de quienes acosaban a
mi amado progenitor. Sonreí con regocijo. En nuestro ejército, con la carestía
de municiones y armas de fuego, teníamos prohibido desperdiciar balas. Había
sanciones administrativas muy severas para quien errara un tiro, por lo tanto,
todos estábamos capacitados para acertar a casi cualquier blanco. La legendaria
precisión del fusil de asalto garantizaba los resultados.
Los francotiradores
esperaban, parapetados al costado de un muro de granito, en el tercer piso del
edificio. Yo podía verlos casi de perfil, pero eran blancos inaccesibles para
mi padre.
Nadie esperaba que
tres balas, disparadas en rápida sucesión, salieran desde el palco del
canciller para eliminar a los francotiradores que obstaculizaban la huída del
reo de exterminio. Mi puntería fue, como siempre, exacta. Los tres cadáveres
cayeron desde el edificio hasta el suelo de la calzada.
Aullé como una loba
en celo para comunicar a papá que estaba bien, armada y en pie de guerra. Él
respondió con un prolongado clamor lobuno; no era su clásico llamado para
reunir a la manada, más bien se trataba del reclamo del Macho Alfa que solicita
la presencia de su hembra. Más que cualquier frase o actitud, este aullido me
corroboró que los sentimientos de amante incestuosa que yo guardaba por él
estaban plenamente correspondidos.
Gedeón liberó a los
caballos que tiraban del automóvil mientras yo permanecía en estado de alerta,
lista para ofrecerle fuego de cobertura en caso de necesidad. Mi corazón
palpitaba aceleradamente, con la esperanza de un futuro a su lado; “tiempo,
vida y oportunidad”.
La calma era
engañosa. Las fuerzas militares y policiales de Feudo Sangre debían estar
organizándose para el contraataque; nos encontrábamos en el "ojo del
huracán" de la batalla y los dos sabíamos que la situación podía cambiar
en cualquier momento.
Mi padre se acercó
al palco mientras yo descendía por la escalera vertical con las granadas en un
bulto hecho con la camisa de uno de los soldados. Papá montaba uno de los
caballos mientras traía otro por la rienda. Había formado un hatillo con la
casaca, donde guardaba varias granadas.
Monté a pelo sobre
el lomo del animal que mi padre me ofreció. Sentí en mi intimidad el calor y la
firmeza de la musculatura del potro y gemí de placer.
—¡Dina, tesoro,
gracias por ayudarme! —dijo papá con ojos humedecidos.
Así era Gedeón
Lobo; podía arrancar la vida de veinte o treinta hombres sin demostrar emoción
alguna y derramar lágrimas de amor u orgullo ante mí. Así había sido en la
anterior faceta de padre amoroso y así sería en un futuro, como mi amante más
preciado.
Guié mi montura
para que quedara a un lado de la suya. Papá y yo nos abrazamos de costado y nos
besamos apasionadamente. Nuestro encuentro sexual de la noche anterior había
sido forzado por las circunstancias, pero sentido en nuestros corazones.
—¡Papá, maté al
canciller! —sonreí poniendo la Magnum en manos de Gedeón.
Él me miró con
orgullo. Me conmoví por su sonrisa de satisfacción y el júbilo que había nacido
en mi alma gracias a él se fortaleció un poco más.
—¡Has ganado la
guerra, cielo! —reconoció mientras guardaba el arma bajo su cinturón—.
¡Salgamos de Feudo Sangre, después ajustaremos cuentas con esta gente!
—Ordóñez está
afuera —añadí—. Aposté con él; si salimos los dos juntos por la puerta de la
ciudad, quinientos de los nuestros tomarán Feudo Sangre. Asegura que puede
hacer que muchos de los habitantes de aquí se levanten en armas y se pongan de
nuestro lado.
—Ha sido mi idea,
Dina. Tenemos una red clandestina dispuesta a todo; los rebeldes se levantarán
en cuanto demos la señal.
Sin más parlamentos
cabalgamos en dirección a la puerta de la ciudad. Habían pasado diez minutos
desde el momento en que mi padre se liberó al instante en que él y yo
galopábamos en busca de la libertad.
Nuestras monturas
corrían por el centro de la que en tiempos antiguos fuera una avenida muy
importante. Los establecimientos habían abierto minutos antes de la ejecución,
pero sus empleados o propietarios los habían vuelto a cerrar al escuchar el
tiroteo. Había pocas personas en la calle, casi todas se ponían de rodillas y
se llevaban las manos a la nuca en señal de sumisión y paz.
Las hostilidades
reiniciaron cuando una unidad de quince jinetes dobló la esquina una calle por
delante de nosotros para presentarnos sus Kaláshnikov listos para disparar. La
primera ráfaga no dio resultado, los hombres parecían poco acostumbrados a
disparar mientras cabalgaban. Papá y yo nos separamos. Gedeón quedó en
vanguardia y abatió a los tres jinetes que ocupaban la delantera de la
formación. Yo arrojé una granada contra los sobrevivientes, provocando la
muerte de hombres y monturas.
La adrenalina, el
combate, mi desnudez carente de pudor y la musculatura en movimiento del lomo
del potro debajo de mi sexo me tenían excitada.
Conservamos el
orden que habíamos adoptado, papá en la delantera y yo por detrás.
Una nueva cuadrilla
se presentó doblando la esquina de una de las calles que acabábamos de pasar.
Disparé contra los oficiales y, acertando una bala sobre la granada de uno de
ellos, provoqué un estallido de muerte y dolor que me regocijó en lo más
profundo.
Papá abría fuego a
la vanguardia sobre otro grupo de militares. Escuché cascos de caballos detrás
de nosotros y volteé. Los lamentos que oí en vanguardia me confirmaron que él
seguía causando estragos entre nuestros enemigos. Debíamos apresurarnos, era
cuestión de minutos que llegaran nuevos efectivos con ganas de arrebatarnos la
vida.
A cien metros de la
salida volví la vista al frente. Mi caballo había respondido bien durante el
tiroteo y me había trasladado a las afueras de la ciudad, cerca de la puerta
por donde entré la mañana anterior. Busqué a mi padre y lo encontré unos metros
adelante. Frené mi montura y lo que vi estrujó mi corazón.
El cuerpo de Gedeón
aparecía recargado sobre el cuello de su caballo. El animal seguía andando en
dirección a la puerta, pero lo hacía más por inercia que por una guía. El rifle
con el que papá había estado disparando colgaba de su brazo, sostenido por la
correa, pero lejos de la mano que lo empuñara minutos antes.
—¡No, por favor!
—articulé para mí misma en un hilo de voz.
Gedeón no se movía.
La calle estaba cubierta de cadáveres, pero el caudillo de la Demarcación
Renacimiento parecía haber luchado su última batalla. Mi alma gritó desde el
fondo de mi ser sin que mi garganta pudiera replicar su agonía. Si mi padre
estaba muerto, mi vida acababa de perder todo el sentido. Apreté el puño de mi
mano libre hasta hacerme daño. Temblé en la soledad, el abandono y la indefensión
de la misma niña que años antes fuera atada a un árbol y obligada a mirar las
atrocidades que sufriera su madre.
Mis ojos dieron
paso a cuantas lágrimas había tenido que reprimir en mi vida como guerrera. No
me importó que, a lo lejos, los ecos de caballos anunciaran la llegada de mis
enemigos. Vendería cara mi vida llevándome por delante a la mayor cantidad de
militares feudalistas; al gastar el último cartucho, nada más me importaría.
La montura de
Gedeón Lobo se detuvo a pocos pasos de la puerta que su jinete había querido
alcanzar. Contuve la respiración. Los seis centinelas que custodiaban el
rastrillo abandonaron sus puestos al ver la figura inmóvil de mi padre. No
escuché lo que dijeron, pero uno de ellos se quitó la gorra en señal de respeto
y otro se rió con carcajadas nerviosas. Mentalmente sentencié a una muerte
rápida a uno y a una lesión espinal permanente al otro.
La montura de mi
padre sacudió la cabeza, incómoda. El cuerpo de Gedeón se deslizó por un
costado y cayó sobre el polvo del camino, adoptando la posición fetal. Todo el
júbilo que me había traído su actitud de amante se revolvió en mi interior,
negándose a morir o deseando estallar para matarme.
Los hombres se
acercaron a mi padre. Uno de ellos pateó lejos el Kaláshnikov caído mientras
otro movía a Gedeón por el hombro con la puntera de su bota. Tras de mí se
escuchaban los cascos de incontables caballos cuyos jinetes venían a por mi
vida.
El aullido del
Macho Alfa de la manada se dejó escuchar desde el polvo del suelo. Mi padre se
sentó repentinamente, con la Magnum escupiendo proyectiles y eliminando a
quemarropa a los seis centinelas.
Mi aullido de loba
en celo se unió al llamado del líder de la manada mientras el amor, el júbilo
de estar viva y el instinto combativo se reactivaban en mi alma. Papá sangraba
por una herida de bala en el brazo izquierdo, pero estaba vivo y en pie de
guerra. Busqué una posición adecuada para defender la retaguardia mientras
Gedeón ascendía por la escalerilla de aluminio para alcanzar el mecanismo que
levantaría el rastrillo. Papá había requisado los Kaláshnikov de sus nuevas
víctimas.
Quizá habríamos
podido forzar a los caballos a salir por la garita, pero la apuesta de mi padre
parecía mayor; intentaba levantar el rastrillo para que nuestra fuerza de
asalto entrara a Feudo Sangre. Quedé atenta a la retaguardia, escuchando el
creciente estruendo de los cascos de los caballos de nuestros enemigos.
Papá usó el cañón
de un Kaláshnikov a manera de palanca y consiguió mover la roca para dejarla
caer por la canal que debía alojarla. El rastrillo subió violentamente. Gedeón
descendió por la escalera, montó en su caballo y nos pusimos en marcha.
Aullamos en un clamor de combate cuando traspusimos el umbral de Feudo Sangre.
Había ganado la apuesta con el general Ordóñez.
El eco del galope
del contingente de jinetes era atronador, hacía vibrar las paredes de los
edificios que atestiguaban glorias pretéritas. Feudo Sangre había perdido a su
líder, pero nadie en la ciudad lo sabía. Las fuerzas armadas se habían agrupado
para darnos caza.
Cabalgamos sobre el
terreno de cascotes que circundaba la ciudad. Señalé a papá el rascacielos
donde quinientos de los nuestros se mantenían acantonados.
La vanguardia del
contingente enemigo comenzó a salir por la puerta. Conforme los militares
pasaban bajo el rastrillo, cabalgaban en diagonal, a derecha izquierda según
correspondiera. Quedaba claro que querían conformar un par de muros envolventes
antes de darnos caza. Esta maniobra imposibilitaría cualquier intento de
rescate, en caso de que un ejército armado corriera a defendernos. Pensaban
cercarnos y las posibilidades jugaban a su favor.
Nuestras monturas
eran caballos de tiro; buenas bestias en terreno llano y con resistencia para
carreras cortas. Nuestros perseguidores galopaban sobre caballos de guerra,
acostumbrados a los rigores del desierto o la estepa, descansados e incluso
deseosos de entrar en una refriega. Pronto cerrarían el cerco.
Fui consciente del
viento que chocaba sobre mi sudorosa piel desnuda. Sentí la humedad de mi coño
que se fusionaba con el sudor de mi montura, mis senos saltaban ante cada
zancada del caballo. Estaba viva, deseaba vivir y lucharía con todas mis
fuerzas por seguir viviendo. Había encontrado el amor y empezaba a creer que la
felicidad era más que simple retórica. No me dejaría vencer.
Nos acercábamos a
las ruinas. Unos mil jinetes nos seguían desde Feudo Sangre. Casi habían
completado la maniobra envolvente y era imposible que nuestros caballos
encontraran refugio entre los edificios antes de que se cerrara el cerco.
Comenzaba a sentirme traicionada por Ordóñez cuando escuché la trompeta de
guerra de nuestra unidad de arqueros. Entendí lo que sucedería e hice señas a
papá para que exigiera un último esfuerzo a su montura.
Recorrimos medio
kilómetro más. Dos murallas de enemigos se nos aproximaban, una por la derecha
y la otra por la izquierda. La trompeta volvió a sonar y, en seguida, medio
millar de gargantas humanas se unieron en un prolongado aullido lobuno que
debió sorprender a nuestros perseguidores.
Antes de que el
último clamor de guerra se apagara, el aire pareció desgarrarse por el efecto
que producían quinientas flechas lanzadas al unísono. Las saetas describieron
dos arcos, uno en dirección a la muralla de hombres a nuestra derecha y otro
hacia los de nuestro flanco izquierdo.
Me sentí conmovida.
Todos los elementos de la Demarcación Renacimiento que se ocultaban entre las
ruinas estaban ayudándonos. Una segunda y una tercera oleada de flechas cayeron
sobre nuestros adversarios para rematar la faena.
Un jinete salió de
entre la maleza y las ruinas con una bandera blanca en alto. Se trataba de
Ordóñez.
Papá y yo
desmontamos. Me sentí aliviada y aullé jubilosa. Ese nuevo sentimiento de amor
y grandeza me recorrió entera mientras unas lágrimas de agradecimiento picaron
en mis ojos. Abracé a mi padre y nos fundimos en un beso de amantes, sin
importar que el general observara con expresión estupefacta.
Las dos barreras de
enemigos se habían convertido en un par de grupos de heridos y muertos. Hombres
y monturas se retorcían sobre los cascotes, volviendo a manchar la tierra con
su sangre.
—¡Has ganado la
apuesta, guerrera! —exclamó Ordóñez desmontando a nuestro lado.
Hizo amago de
abrazarme, pero se contuvo ante mi total desnudez. Una cuadrilla de soldados
ensambló una plataforma y disparó varias descargas de fuegos artificiales sobre
Feudo Sangre. Había amanecido y el efecto luminoso se perdía, pero eran
claramente identificables.
—La Resistencia ha
estado esperando esta señal desde hace años —dijo mi padre—. Tienen
instrucciones de agrupar a sus elementos y dar caza y captura a todos los
militares. Hemos vencido, Dina, y todo es gracias a ti.
Papá me devolvió la
Magnum, todos entendimos que con el arma me estaba concediendo el cargo que
esta representaba.
Los casi quinientos
elementos bélicos de la Demarcación se reunieron en disciplinadas filas.
Alguien me entregó un uniforme y pasé revista apresuradamente. Giré
instrucciones para que un grupo de efectivos rematara a los heridos, recogiera
las armas y municiones. Tras la distribución de Kaláshnikov entre los nuestros,
se unieron a la brigada de ocupación que pondría la ciudad en paz. No haríamos
prisioneros entre los militares enemigos, pero respetaríamos las vidas de la
población civil. Con estas acciones, no fue difícil conquistar Feudo Sangre.
2 comentarios:
Perteneciente al Escuadrón De Comentaristas Voluntarios (por doctorbp).
Objetivamente, muy buen relato.
El hecho de ser una historia bélica, que no son precisamente de mi agrado, ha hecho que se me hiciera un poco largo, pero admito que seguramente sea cosa mía.
Me ha gustado la trama que se ha hilado para narrar una escena de sexo paterno-filial que de otro modo habría resultado bastante inverosímil. Sin embargo, en el momento del encuentro sexual he echado de menos algo más de conflicto femenino. Me ha dado la impresión de que ella ha aceptado demasiado fácilmente el incesto.
Por lo demás, me ha dado la impresión de que padre e hija son dos personajes demasiado perfectos. Él, manteniendo las erecciones tras las eyaculaciones, ella con una puntería casi irreal a pesar de su juventud, etc.
Mientras huían con los caballos pensaba si el autor se atrevería a darle un final trágico, más humano, que me quitara ese regusto de perfección. Y cuando estaba consiguiendo emocionarme con la muerte del padre, ¡zasca!, estratagema perfecta. Sé que es cuestión de gustos, pero hubiera disfrutado más otro final.
Respecto a la apuesta... bueno, pues creo que es completamente intrascendente. Se podría haber narrado toda la historia sin ella perfectamente.
Solo he encontrado un par de descuidos que no son más que eso, descuidos, porque el relato está escrito a la perfección.
Poco más que decir. En resumen: un muy buen relato que habría disfrutado más si fuera un poco más ligero y no hubiera acabado tan bien. También he echado de menos alguna imperfección en los protagonistas.
Lo mejor: El mundo post apocalíptico que has creado para tu historia, la caracterización del personaje principal (desinhibido y fuerte) y la naturalidad con la que está contada el sexo.
Lo peor: Un lenguaje demasiado cuidado para ser primera persona (yo hubiera ensuciado un poco el texto en la línea Mad Max), la cantidad de información que maneja para ser un relato de corto recorrido y lo forzado que está metido el tema de la apuesta.
Al leer este relato he tenido sentimientos contradictorios, por un lado he estado todo el tiempo ante una historia con mayúsculas y, por otro, el lenguaje impropio para una primera persona me ha recordado que estaba leyendo. Si este relato hubiera tenido un texto más sucio (con expresiones propias de alguien de esa sociedad y demás) o hubiera estado en tercera persona, en mi opinión, habría pasado de ser un relato bueno a un relato excelente (Aunque el tema del ejercicio se haya metido con calzador).
Machi
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