Madame de Lesage me agarró de las
trenzas, obligándome a separar los labios de sus suculentos pechos. Aquellos
dos cántaros eran los más exuberantes de todo París y, el contraste con la
cinturita de avispa de la condesa, los dotaba de una atracción inigualable. No
deseaba devorar su boca si era a costa de abandonar aquellas tetas, pero un
caballero es un caballero y cedí a sus tirones. Tampoco era que desease perder
mi cabello a manos de una loba hambrienta. Si el general de los húsares
aparecía tan solo con su coleta, sin las dos trenzas tradicionales, no me
respetarían ni los limpiabotas.
Devoré su boca, emprendiendo más
tarde feroz batalla entre nuestras
lenguas. Aquella condenada era insaciable, dos jodiendas le había dado ya y aún
no se mostraba satisfecha. Aferró con decisión mi lanza y ella solita se fue
empalando.
Allí dentro había estado media
París, y no conseguiría muchos laureles por aquella conquista, pero me había
visto asediado en plena calle y no había sabido decir que no a una dama. Ante
todo, cortesía.
—Por Dios, Dorine, no gritéis tanto
que pensarán que os hago daño.
—¿Daño?, me matáis, Etienne, me
matáis. Continuad, os lo ruego.
Ya que no sé decir que no a mujer
alguna, hice lo que me solicitaba y continué montándola a un ritmo desenfrenado.
Estar encima de ella no me permitía observar cómo brincaban aquellas soberbias
tetas, pero ya había disfrutado de tan espectacular visión no hacía ni un
cuarto de hora y, de este modo, era yo quien establecía el paso ligero que más
me convenía.
—¡Madame, madame!, es urgente,
¡madame! –llamó una voz desde el otro lado de la puerta.
—¿Qué quieres, Fanny?, no seas
pesada, condenada chiquilla.
—Su excelencia, el conde, acaba de
llegar a casa.
—Maldita sea –dijo Dorine sin que yo
dejase de cabalgar con todas mis energías, logrando que todo el dosel de la
cama temblase—. Debéis marcharos, Diderot.
—¿Por qué?
—Vamos, mi general, no seáis malo y
marchaos.
—Aún no hemos terminado con esto
–dije empujando con mis caderas–. Dejadle al cornudo que suba a vuestros
aposentos.
—No, no, no podéis dejarme viuda.
La imagen de su esposo siendo
atravesado por mi sable debió afectarle pues escapó de debajo de mi cuerpo
antes de que yo pudiera evitarlo.
—Por favor, Etienne, marchaos, os lo
ruego.
Ya que me había quedado sin el
tercer acto, me hubiera apetecido algo de acción para terminar la mañana, pero
el ruego de una dama al borde de las lágrimas y la visión de aquellas tetas
agitándose, por los teatralizados sollozos, me conmovieron. “Si es que soy todo
un blando”, me dije mientras comenzaba a vestirme apresuradamente.
—Por la ventana, general, por la
ventana.
Aún no había terminado de calzarme
la segunda bota y ya me tiraba sin la más mínima ceremonia, ingrata mujer. Sin
terminar de abrocharme la guerrera, me oculté tras los gruesos cortinajes que
nos habían mantenido en penumbra y salí al balconcillo donde me deslumbró el
radiante sol de mayo.
A unos cuatro metros a mi izquierda
un árbol se acercaba mucho al pequeño palacete. El problema sería llegar hasta
aquella altura andando por la cornisa y sujetándome del artesonado de la
fachada. Persignándome, sorteé la baranda y comencé a andar lentamente por el
estrecho reborde. Casi caí a la calle al engancharse la vaina de mi sable en
las volutas de la moldura de una ventana, pero, por suerte, todo quedó en un
susto.
Cuando ya estaba cerca de mi
destino, vi pasar por la acera de enfrente a mademoiselle de Fouché, hermosa doncella
donde las hubiera, que hasta la fecha se había resistido tercamente a mis
atenciones; ella sí sería toda una conquista. Iba paseando del brazo de su
madre y pareció no percatarse de mi presencia sobre la cornisa de la mansión de
los condes de Lesage. Debía hacer algo para llamar su atención, sería bueno
para acrecentar mi reputación de conquistador
el que se me viera de aquella guisa.
No hizo falta que hiciera nada, pues
ella misma, como si supiera que estaba allí admirándola, giró su inocente
rostro hacia mí, agitando sus densos bucles rubios. Puso una expresión
desconcertada y yo respondí alzando mi mano y saludando cortésmente. Ella, tras
reponerse de la impresión, correspondió agitando un glamuroso pañuelo en el
aire y dedicándome la sonrisa más radiante que se pueda imaginar.
Casi había llegado a la altura del
árbol por lo que debía abandonar mi posición en la cornisa y con ello dejaría
de admirar a la joven. Me llevé los dedos a los labios y le envié un beso.
Salté aferrándome a una rama, la cual, tras cimbrear varias veces, terminó
quebrándose y dando con mis huesos contra el suelo.
“¡Pardiez!”, maldije volviendo mi rostro hacia
el final de la calle por si mademoiselle me había visto en tan lamentable
situación. La muchacha reía alborozada tapándose la boca con su mano. Cuando se
percató de que yo, a mi vez, también la miraba, me envió un beso con sus dedos
y continuó riendo.
No había culminado el tercer meneo,
no había trinchado con mi sable al conde de Lesage y ahora tenía el trasero
dolorido y el orgullo herido. Necesitaba resarcirme de algún modo y mientras me
incorporaba una idea cruzó por mi mente.
Anduve hasta la puerta principal del
palacete de los condes y llamé a la puerta, como si no acabase de salir de allí
por el balcón.
—Ciudadano Lesage, bienhallado
–saludé cuando una Fanny desconcertada me llevó ante su presencia.
—General Diderot, bienvenido a la
que es su casa. –Hizo una muestra de disgusto con su rubicundo rostro ante el
título de ciudadano, pero aquellos nobles debían saber cuál era su situación
actual.
—Pasaba por delante de vuestra casa
y me he dicho: ¿Por qué no invitar al bueno de René a un borgoña en alguna de
las tabernas de Saint-Sulpice?
—Me hace usted un gran honor, pero…
—Sin peros que valgan, ciudadano
Lesage, tráigase al muchacho, para que vaya atendiendo a cosas de hombres –dije
señalando a un adolescente que iba tan cargado de puntillas y brocados como su padre, incluso ambos iban
convenientemente empolvados. “No me extraña que su mujer pierda la cabeza por
los militares”, me dije comparando mi propia masculinidad con la del conde y su
vástago.
Tras haber sobrevivido a Robespierre
y más tarde a Marat, aquel pobre diablo no osaría contradecir el deseo de un
general del ejército republicano. Asintió pesarosamente y me siguió, junto a su
hijo, al exterior de la vivienda.
—¿Cómo se encuentra la hermosa
ciudadana Dorine?
—Pues no me habéis dado tiempo a
poderla ver, su excelencia.
—Mal, muy mal, Lesage, si yo tuviera
a mi alcance unos pechos como los de madame, no acudiría tan raudo a una
invitación a borgoña.
—Mi… mi general… me… me… —aquello
que el desdichado tuviera pensado decir, murió en su boca en cuanto posé mi
mano en la empuñadura del sable. Lo podía arrastrar por el fango, que aquel
cobarde no retaría a duelo al mejor espadachín del glorioso ejército
republicano.
—Vamos, Lesage, no seáis posesivo,
vuestra esposa es joven y muy bella, no me extrañan las habladurías.
—¿Habladurías, su excelencia?
—Ya sabe, Villeneuve, se murmura que
él y su esposa… —Aquel individuo era un agitador de masas, sin oficio ni
beneficio más que el de publicar insidias contra el Directorio en un
periodicucho de mala muerte.
—Oh, no, él no.
—Sí, mi estimado conde, con un don
nadie, pero qué podemos hacer nosotros, las damas son así, caprichosas. Por
cierto, el zagal no se le parece demasiado, ¿no?
—Mi general, se lo ruego, deje de
torturarme. –Sus mofletes se agitaron mientras gesticulaba nervioso.
Malmeter a aquel infeliz no era tan
divertido como joderme a su esposa, pero la ociosidad lejos del campo de
batalla era tediosa y tenía que llenar las horas libres con lo que fuese.
Debía reconocer que aquel muchacho,
rubio como su madre, tenía la misma cara de besugo que el conde, con lo cual su
paternidad era innegable, pero no tenía la cabeza para bromas más inteligentes.
—Deberíais hacer que ingrese en la
academia militar, es casi un hombre y se está poniendo gordito.
—Pero si tan solo tiene catorce
años, es muy joven.
—La República necesita de todos los
jóvenes válidos para no flaquear frente a los detractores. Yo ingresé con diez
años y con dieciséis ya reprimía las primeras revueltas del campesinado.
Miradme, quince años más tarde, un convencido revolucionario, qué de vueltas
que da la vida, Lesage.
Labrarse una buena carrera militar,
en aquellos turbulentos años, no era complicado; tan solo había que mantener la
cabeza sobre los hombros y acercarse a la persona indicada. Yo le tenía
demasiado aprecio a mi cuello y había hecho buenas amistades con un general corso
de infantería, por si fuera poco, había obtenido algunos sonados triunfos
militares que habían resonado con fuerza en la Asamblea.
Sin saber cómo ni qué había
ocurrido, mis posaderas aterrizaron en el pavimento por segunda ocasión en una
mañana. En un principio pensé que aquel infeliz se había tirado contra mí, pero
luego observé que lo que había sobre mi pecho era un pilluelo salido de quién
sabe qué cloaca.
—Pardiez, rata, te voy a atravesar
de lado a lado.
—¿Os encontráis bien, su excelencia?
–preguntó el conde.
El pilluelo se puso rápidamente de
pie, abrazaba un par de zapatos y me miraba con obstinación, intentando esquivarme
para continuar con su huida, porque aquel zorro de rostro enjuto seguro que
escapaba de alguien.
Dos guardias giraron la esquina a
toda velocidad empuñando sendas carabinas con la bayoneta calada.
—¡Al ladrón! –gritaron mientras el
rufián se encogía, preparándose para embestir de nuevo.
—¡Alto!, qué gritos son esos para la
guardia de la ciudad, ¡mostrad respeto! –Aquel día iba a pagar mi aburrimiento
cualquiera que se pusiera por delante. Aquella ratita no era muy diferente a mí
antes de que madame Joubert me sacase de las calles y me diera un techo, por lo
que de inmediato despertó en mí cierta simpatía.
—Lo sen… lo sentimos, general. No le
habíamos reconocido. Sed tan amable de entregarnos al ladrón.
Miré al muchacho que tenía aferrado
del hombro, no sería de más edad que el hijo del conde, ni de mayor alzada.
Solo los diferenciaba la extrema delgadez del rufián y la gruesa capa de mugre
que le cubría.
—Veis, Lesage, esta rata al menos
sabe robar. No muy bien, por cierto, pero lo intenta. ¿Qué sabe hacer vuestro
infante?, ¿atiborrarse de dulces y acompañar a las damas en sus labores de
bordado?
—Por Dios, su excelencia, comparar a
mi primogénito con ese despojo me ofende.
—Pues tendré que darle una
satisfacción a esa ofensa, ¿no?, decidid el sitio y la hora.
Agachó la cabeza ante la mirada
divertida de los dos guardias. Aquel cobarde jamás aceptaría un duelo a muerte,
ni siquiera a primera sangre. Mientras, la alimaña continuaba retorciéndose
para escapar de mi presa.
—Vamos, muchacho, deja de
revolverte, no te llevarán al penal, tranquilo. —Tanto el pillastre como los
dos guardias me miraron sorprendidos.
—Pe… pero…, mi general… —dijeron los
dos encargados del orden al mismo tiempo.
—¿Me comprendes? –Le pregunté
temiendo que fuera corto de entendederas—. Por esta vez no te encerrarán.
—Sí… —carraspeó y volvió a responder
poniendo voz gutural, posiblemente para parecer más brabucón—: Sí, monsieur.
—¿Monsieur?, ¿ves este uniforme?
—Sí, ciudadano, es usted un húsar
–dijo mirándome altivamente, con unos grandes ojos verdes que era lo único que
destacaba de su cabeza huesuda y rapada.
—¿Ciudadano?, ¿ves estos galones?
—Sí…, ciudadano, es usted general de
los húsares.
Los guardias volvían a sonreír, pero en esta ocasión yo era el objeto de
su divertimento.
—He de reconocer que tienes
arrestos, ladronzuelo, muchos arrestos.
—No se puede esperar más de esa
chusma, no respetan a nadie –dijo el conde, sintiéndose por primera vez
superior a alguien.
Nos despedimos de los guardias y
continuamos el paseo hacia aquel borgoña que ahora tanto me apetecía. Aún no sé
muy bien qué me impulsó a arrastrar a la rata junto a mí. Tal vez una
provocación más para el conde o simplemente, que tironeando de su mugrienta
oreja aplacaba parte de mi hastío. Aquel pobre desgraciado había pasado más
años que yo en la calle y no parecía haber aprendido demasiado, a mis ocho años
yo hubiera conseguido el par de zapatos sin que me apresaran. Le pagaría un
plato de estofado y lo dejaría libre, para que volviera a intentarlo.
—Me hacéis daño, ciudadano.
No pude reprimir la risa, aquel
pequeño zorro era verdaderamente descarado. Se revolvía como una lagartija,
pero siempre aferrado con fuerza a su par de zapatos.
—Por cierto, ¿no sabes que eso se
utiliza para los pies? –ironicé mirando sus piernas desnudas, repletas de
arañazos y mugre.
—¿Cómo queréis que me calce si
tiráis de mi oreja hacia arriba? –Miró desde la altura de mi hombro, pero sin
amilanarse lo más mínimo.
—Buena observación, rata, buena
observación. Veis, Lesage, jóvenes con agallas es lo que necesita la República,
no zampabollos.
—Por el amor de Dios, mi general, es
casi una bestia sin civilizar y encima hedionda.
—Pues lo cierto es que apesta, pero
en el campo de batalla no se huele mucho mejor, y créame, la República no se
defiende con perfumes y puntillas como las de su vástago.
Atravesamos la rue de Saint-Antoine
en dirección a los jardines de las Tullerías. No cesaba de mirar
alternativamente a la lagartija y al lechal. La verdad era que donde los ojos
de uno transmitían indiferencia en el otro manifestaban inteligencia; uno era
plácido como un corderito y el otro indómito como una bestia; la vida regalada
del primero le había dado una piel blanquísima y un sobrepeso considerable, al
otro, en cambio, la calle le había bronceado y aguzado los músculos.
A lo lejos, un cuerpo completo de
guardias desfilaba en formación cerrada. Me dirigí en aquella dirección
soportando la cháchara de Lesage sobre las bondades de una buena educación al
estilo de las antiguas casas nobles.
Entre los soldados se podía divisar
la inconfundible silueta de Talleyrand. En París, pocos eran los que superaban mi metro
ochenta, pero aquel obispo embaucador lo hacía sobradamente. Su silueta, al
contrario que la mía, era escuálida, de miembros extremadamente largos que le
daban un siniestro aire de araña. Cuando nos acercamos más, pude ver que a su
lado paseaba Barras, el miembro más ilustre y ambicioso del Directorio. Allí se
concentraba gran parte del poder de la República, pero también una inmejorable
exposición de envidias y corruptelas.
—¡Cuánto bueno por aquí! –exclamé
sin reprimir mi tono irónico.
—General Diderot, dichosos los ojos
–respondió Barras.
—Monseñor –dije haciendo una
minúscula reverencia a Talleyrand—, ciudadano Barras, encantado de verles a
ambos.
Los dos estadistas ignoraron la
presencia del conde de Lesage y de los muchachos. Nos miramos durante algunos
segundos, midiéndonos con cautela.
—Debe estar usted de enhorabuena,
general –afirmó Barras, ante mi ceja alzada, prosiguió—. ¿Conocéis ya la
noticia de Casanova?, el pasado mes de julio, murió dejándole a usted como el
mayor libertino de toda Europa.
—Paul, me halagáis pero hay muchos
que optan a un título de tal magnitud, sin ir más lejos, usted mismo y monseñor
no me andan a la zaga. Aunque le agradezco las noticias, como bien sabe, tengo suficientes recursos
para conocer un deceso de hace diez meses.
Talleyrand, mujeriego donde los
hubiera, rio melifluamente, con aquellos modales suyos de príncipe de la
nobleza:
—Vamos, vamos, Etienne, dónde va a
parar, usted es más joven y más intrépido. ¿Cuál es su última conquista?
—Bien sabéis que no sería un
caballero si tuviera la lengua más larga que mi sable.
—Hablando de conquistas, he recibido
noticias de Egipto, las cosas no marchan demasiado bien para vuestro estimado
amigo –continuó Barras herido por mi mera presencia.
—Lo cual, imagino que os llena de
alborozo.
—Vamos, general, bien sabéis que
Napoleón es una pieza irremplazable para el Directorio. Por cierto, espero que
estéis cuidando bien de madame Beauharnais –dijo Barras con una sonrisilla.
—Joséphine está mejor de lo que ha
estado nunca. Ha salido ganando con el cambio, ahora tiene un amante que la
satisface completamente y un esposo con ambiciones a la altura de su inteligencia.
–Por supuesto omití que desde que Napoleón estaba en Egipto yo la satisfacía
puntualmente, cuestión que no era sencilla por lo fogosa de la criolla.
—Espero que ambos sean la misma
persona –respondió Talleyrand en un tono muy bajito.
—No debió haberse deshecho de ella,
Barras; si pretendía tener atado a Bonaparte con su examante, no tenga la menor
duda de que no tardará en arrepentirse.
—Es una buena patriota y sabe lo que
le conviene a Francia.
—¿Lo que le conviene a Francia o al
Directorio?
En aquel momento, la rata tiró con
fuerza y a punto estuvo de lograr zafarse de mi tenaza.
—General, ¿qué hacéis con ese
rufián? –preguntó Barras cambiando radicalmente de tema. Desde hacía meses no
paraban de lloverle las críticas, en la misma proporción que los elogios para
Napoleón, lo que le dejaba en una posición muy complicada frente a la Asamblea
Nacional.
—Pretendía mostrarle al buen
ciudadano Lesage, que Francia necesita de jóvenes avispados, no de nobles
ociosos.
—¿Esa cosa es un joven avispado?
–preguntó Talleyrand, republicano tan solo en apariencia.
—Dejadle, monseñor, nuestro amado
general tiene algunas conductas jacobinas y pensará que todos, hasta este
rufián, somos iguales. –Barras también tenía procedencia noble, si bien había
sabido medrar en la complicada situación política hasta hacerse el hombre más
poderoso de la República.
—Lo que nos hace superiores es la
ambición y la inteligencia. ¿Acaso se os han olvidado los principios de nuestra
revolución?
—¿Al hambre le llamáis ambición?, ¿e
inteligencia a la mugre? –Barras estaba dolido en su amor propio y vio en el
pilluelo un blanco en el que desahogarse.
—A lo mejor pensáis que aquí el
rubio de puntillas y encajes es más espabilado que mi golfillo.
—Diderot, conteneos, una cosa es que
rondéis a su esposa y otra muy distinta que insultéis su prole –Talleyrand
siempre conciliador—. Sin duda alguna, este joven está instruido en las artes,
sabe leer y escribir e incluso habrá recibido sus primeros lances a florete.
—¿Florete?, Francia no necesita de
mujeres practicando esgrima, ni de amantes despechados batiéndose con
espadines, ¡sables es lo que necesita la patria! –grité exaltado ante aquellos
nobles cambiacapas.
—¿Y piensa usted, mi general, que
esa lagartija podría defender nuestra nación? –continuó Talleyrand.
—Mejor que el hijo ocioso de un
noble.
—¿Se reafirma usted en sus palabras,
Diderot? –preguntó Barras con una sonrisa ladina.
—¿Pretende apostar?
—Apostemos –dijeron al unísono los
dos estadistas, mientras Lesage se hacía cada vez más diminuto.
—Perfecto, empeño mi palabra y así
lo espero de ustedes. ¿Cuánto tiempo me daréis?, el trabajo como veis es mucho.
—Un mes, Etienne, tiene un mes —dijo
Barras.
—¿Un mes?, ¿veis a esta fiera?, vos
lo que pretendéis es que no tenga chance alguna. Necesitaré un mes para que
aprenda a no morder, dadme…
—Dos meses, ni uno más.
—¡Un año!
—Cien días y así al menos podréis
hacerle una coleta.
—Seis meses, ni para uno ni para el
otro –medió Talleyrand.
—De acuerdo, aquí el dieciocho de
Brumario a la misma hora para demostrar que puede sacar de esa alimaña un joven
más capaz que el vástago del conde de Lesage –dijo Barras masticando sus
palabras—. De lo contrario, retirará su solicitud para comandar la caballería
del ejército francés y dejará que la Asamblea le dé dicho honor al general de
dragones.
—De acuerdo, pero si obtengo la
victoria, gozaré de los favores de su esposa durante una semana.
Barras enrojeció visiblemente, pero
había dado su palabra. Miró a Talleyrand buscando en el obispo alguna ayuda.
—Si el general se apuesta algo tan
importante para su futuro como un ascenso, veo justo que usted en prenda,
ofrezca la posibilidad de disfrutar de su propia esposa. Declaro la apuesta
justa –Talleyrand sabía nadar y guardar la ropa, Barras se había metido él solo
en aquel entuerto y un ministro de la iglesia no pondría en juego su reputación,
por algo tan nimio como unos cuernos—. Haré correr la noticia por los círculos
adecuados, estoy seguro de que despertará el interés de muchos apostantes.
—Está bien, seis meses y mi mujer será
suya si esta sanguijuela es capaz de comportarse como un francés de bien.
Deberán recitar, demostrar elegancia a la mesa, montar a caballo y batirse a
florete y todo ello comportándose como verdaderos caballeros.
Estrechamos nuestras manos firmando
la apuesta. Como Lesage era parte interesada, al menos en el honor de su
vástago, decidimos que Talleyrand sería el juez, pudiendo tener en
consideración las observaciones de nuestros padrinos. En aquel instante no se
me ocurrió nadie que pudiera apadrinarme en aquella apuesta, pero enseguida
vino a mi mente el nombre de Donatien. Antes de caer en la miseria, había sido
un noble de alta cuna y excelsos modales. Además, disfrutaría de ver la cara
que pondría mi contrincante cuando apareciera con el marqués de Sade.
-O-
—¡Gertrude!, ¡Gertrude! –llamé a
gritos cuando entré en la que desde no hacía mucho era mi casa y que, como todo
lo demás, había sido legada por madame Joubert. Aquella buena mujer me había
sacado de las calles y me había dado todo cuanto poseía. Yo, a cambio, le había dado lo mejor de mis años mozos.
Nunca le importaron las habladurías, que fueron muchas, tan solo disfrutar del
momento, con mi verga bien ensartada o mi rostro entre sus muslos.
—¡Gertrude, acudid!
—¿Pero qué gritos son esos?
–preguntó la vieja institutriz que me había cuidado hasta que entré en la
academia militar y que ahora era la ama de llaves de mi hogar—. ¡Sacad esa cosa
inmediatamente de encima de mis alfombras si no queréis que os eche a ambos a la
calle!
—Gertrude, guardadme algo de
respeto, ¿no veis cómo se sonríe este bicho? –Con el nuevo orden social, no era
raro que los sirvientes reclamaran sus derechos, pero considerarse por encima
de mí, era demasiado incluso para una monárquica convencida como ella. “Si mis
húsares me vieran…”
—¿Respeto?, lo que voy a hacer ahora
mismo es sacar la escoba y atizaros por ensuciarme las alfombras. ¿A quién, en
su sano juicio, se le ocurre traer a un
pilluelo a esta casa de bien?
—Dejad que me explique.
—Ni explicaciones, ni gaitas. No
debí haber dejado nunca la buena costumbre de calentaros el trasero con la
palmeta.
El ladronzuelo hacía verdaderos
esfuerzos por no romper a reír. Lo cierto era que yo también lo hubiera visto
jocoso de no ser el objeto de la ira de Gertrude.
—Preparad todo para darle una buena
mano de agua y jabón al pillastre.
—No estaréis pensando que yo voy a
lavar a esa bestia, ¿cierto?
—Gertrude, es importante que luzca
bien, debo instruirlo y adecentarlo para ganar mi ascenso a general de todos
los cuerpos de caballería.
—Pues como el ascenso es para vos,
seréis quien frote la roña del pilluelo. A mí no me pagáis lo suficiente;
aunque no tenga piojos, seguro que ese jubón está lleno de chinches.
—Vamos, sed razonable, prometo
recompensaros.
—Ah, no, joven bribón, a mí con esa
sonrisa de hoyuelos no, ¿eh? Podría ser vuestra abuela, dejad vuestras
coqueterías conmigo. –Tras sus palabras, un gruñido surgió del estómago de la
ratita—. Sacadlo al patio, le llevaré pan y queso, pero lavarle, le laváis vos.
Empujé al bicho pasillo adelante
hasta que lo saqué por la puerta trasera. Devoró la comida como si hiciera
meses que no se hubiera alimentado y, seguramente, así era.
Gertrude, tras dejar varios cubos
con agua fría y una gruesa pastilla de jabón, cruzó los brazos frunciendo el
ceño y me miró muy digna. El pilluelo, nada más constatar que lo del baño iba
completamente en serio, comenzó a recular hasta la esquina más lejana del
patio.
Me quité la guerrera, sin dejar de
retar al ama de llaves con la mirada, aquella se la iba a guardar por mucho
tiempo. Estaba seguro de que nadie en todo París tenía una empleada tan
soberbia y descarada, pero el testamento lo dejaba bien claro, tenía que
mantener a Gertrude conmigo.
Me acerqué al pillastre y tuve que
hacer verdaderos esfuerzos para traerlo hacia los cubos, el condenado se
revolvía y se encogía como si lo llevase al matadero.
A duras penas logré frotarle la cara
con el jabón, allí había roña acumulada de varios años. Bajo toda aquella
suciedad se escondía un guapo mozo, todo huesos y sin pelo, pero incluso así
demasiado guapo para los cánones de masculinidad.
—Venga, desnúdate, no tengo todo el
día.
—¡Ni lo soñéis, ciudadano!
Me acerqué de nuevo con la intención
de obligarle a que se quitase sus harapos, pero recibí una fuerte patada en la
espinilla, menos mal que no había llegado a ponerse sus zapatos.
—¡Serás desgraciado!, ¡ven aquí,
bicho!
Tras perseguirle por el patio, al
fin pude agarrarlo y, a la fuerza, lo llevé junto a los cubos. Aquel condenado
ladronzuelo iba a ser todo un caballero me costase lo que me costase y su
instrucción iba a comenzar en aquel mismo instante.
Con una rodilla en tierra, lo
recosté de bruces sobre la otra pierna y oteé en busca de algo con lo que poder
zurrarle. “Pues con la mano”, me dije al no encontrar nada que me sirviera.
Le bajé los pantalones y comencé a
atizarle con fuerza. El enojo me impidió que me percatara de algo que sí llamó
la atención de Gertrude.
—Pero si es muy pequeño, escuchadle,
aún no le ha cambiado la voz.
Efectivamente el pillastre aullaba a
pleno pulmón, pero su engolada voz ahora se mostraba mucho más aguda. Me fijé
en su trasero, por si le había dado demasiado fuerte, y me quedé perplejo,
aquel condenado tenía caderas y no como yo o cualquier otro hombre, aquella
forma, por muy delgado que estuviera, era inconfundible.
Lo alcé, poniéndolo de pie frente a
mí y, antes de que pudiera taparse la entrepierna con las manos, constaté mis
sospechas.
—¡Condenada rata!, ¡pero si eres una
niña!
—No soy ninguna niña, soy una mujer,
ciudadano estúpido.
Gertrude comenzó a reír
abiertamente:
—Si vuestro… ascenso… depende… de
hacer un caballero… de esta ladronzuela… vais listo…
La lagartija me miraba retadora,
tapándose el pubis con una mano y frotándose el enrojecido trasero con la otra.
—Y encima me insulta, ¿qué voy a
hacer contigo, bichito?
—No soy ningún bichito, condenado
jacobino, soy una dama.
—Sí, y una con la lengua muy larga
–apostilló Gertrude—. Salid de aquí, Diderot, yo ayudaré a nuestra bribona a
bañarse. Aunque tal vez…, dado que es una dama…, deseéis prestarle vuestra
bañera.
—¿Mi bañera nueva? –grité
horrorizado ante la posibilidad de que aquella ratita, por muy niña que fuera,
la llenase de mugre.
—¡Que sí soy toda una dama!,
¡creedme!
—¿Con qué la podemos vestir?
–pregunté ignorando a la chiquilla.
—¿Queréis que sea un infante o una
damisela?
—Por Dios, Gertrude, que me juego el
ascenso, tenemos que hacer de esta niña un hombrecito y tenemos solo hasta el
nueve de noviembre. Si antes me parecía complicado, ahora me parece imposible.
—Pues subid al desván y buscad
vuestra ropa de cuando erais mozalbete.
Cuando abandoné el patio, la rata
susurraba algo al oído de mi ama de llaves, la cual escuchaba con interés.
Durante la media hora que pasé
buscando entre viejos baúles repletos de ropa de madame Joubert y propia, no
dejé de meditar sobre la idea de contratar más personal para la casa. Era
indignante tener que realizar el trabajo de un mayordomo. Al fin, encontré mis
uniformes de la academia militar; con suerte, alguno de ellos serviría a la bribona.
Bajé hasta mi dormitorio, donde
Gertrude había insistido en bañar a la chiquilla. Todas las mujeres mayores
eran iguales, en cuanto veían a una niña indefensa se les ablandaba el corazón.
Siempre se negaba a subir los cubos de agua para mi aseo, pero no había dudado
en hacerlo para la pilluela.
—¡Etienne Gérard Diderot! Salid
inmediatamente de aquí, ¿qué modales son esos? —Había entrado sin llamar a la
puerta, no pensé que fuera una falta ver cómo bañaban a una mocosa, aunque no
me esperaba ver completamente desnuda a toda una mujercita. Entre la espuma,
asomaban unos pechos desarrollados aunque algo pequeños y para nada aparentaba
la edad que su rostro y sus marcadas costillas podrían hacer pensar.
—¡Pero si es una mujer!
—¡Y usted un maleducado, jacobino
insensible! –gritó la joven tapándose a duras penas con sus manos.
Antes de que alguna de las dos me
atizara, opté por una retirada estratégica. Debía localizar a Sade y aquel me
pareció un momento de lo más oportuno.
-O-
Tras perder toda la tarde buscando
al sátiro marqués, y sin haberlo hallado, regresé a mi casa, inquieto por lo
que Gertrude hubiera hecho con mi ratita.
—General, pasad al comedor, la mesa
está lista. –Obedecí a la doncella y me quedé de piedra cuando vi lo que me
aguardaba allí.
Gertrude había hecho un trabajo
impecable, allí no había rastro ni del pilluelo ni de la joven ladronzuela.
Bien erguida y con zapatos, era
mucho más alta de lo que había pensado en un principio al verla con aquellos
harapos. El gorro frigio y la guerrera de cadete le daban un aire marcial y
masculino gracias a que carecía casi de curvas. “Lo malo será cuando gane los
kilos que le faltan”, pensé mirando su rostro de grandes ojos verdes, de labios
carnosos y de nariz diminuta. Sin ser la mujer más hermosa que hubiera visto,
se podía afirmar que era una joven agraciada, demasiado agraciada para hacerse
pasar por muchacho.
—Gertrude, he de reconocer que ha
hecho un buen trabajo, aunque… no sé yo…
—Siéntese, mademoiselle tiene muchas
cosas que explicarle. –El ama de llaves se retiró y yo continué observando a mi
supuesto infante.
—Cenemos, jaco… mi general, le
prometo que tendremos tiempo de hablar.
Tuve que reconocer que la muchacha
se defendía muy bien en la mesa. Sus modales eran exquisitos, mucho mejores que
los míos, aunque no era un gran mérito. Un húsar era un caballero, pero ante
todo era un militar. Bebí de mi copa de vino y continué pensando cómo
solucionar aquel problema, a lo mejor podría desfigurar su rostro de algún modo
y hacerle pasar hambre, para que no lograse tener curvas, aunque dudaba que
Gertrude me lo permitiese.
No pude dejar de echar miradas
furtivas durante toda la cena. La maestría que demostraba utilizando los
cubiertos no se la podía haber enseñado el ama de llaves en una tarde, aunque
se le viera haciendo esfuerzos y muy concentrada. “Aquí hay algo que se me
escapa”, medité terminando mi tercera copa de vino.
—¡Vamos!, ¡hablad de una vez! ¿Qué
significa todo esto? –grité tras agotar mi paciencia.
—Antes de comenzar mi historia,
debéis darme vuestra palabra de honor de que no me denunciaréis a las
autoridades.
—¿Habéis matado a alguien?
—No, mon Dieu.
—Pues tomad mi palabra de húsar.
—Bien, comenzaré: Mi nombre es
Pauline, según la información de la amable Gertrude, ahora soy la marquesa de
Tourzel. –Cuando dijo aquello, sus labios se fruncieron y sus almendrados ojos
brillaron por la emoción mal contenida—. Mi madre murió junto a la Reina.
—¿Marie Antoinette?
—General, ¿cuántas Reinas conoce
usted?, me va a obligar a pensar que es usted duro de entendederas y prometí a
su aya ser paciente.
—Continúe, marquesa… —dije con
sorna.
—Soy la mejor amiga de Madame
Royale.
—¿De Marie Therèse?
—¿Va usted a dejar de interrumpirme
con obviedades?
—Le recuerdo, Pauline, que está en
mi casa, si no quiere que le vuelva a calentar el trasero, no sea tan
arrogante.
—¡No se atreverá!
—¡Póngame a prueba!
Apretó las mandíbulas y me clavó una
mirada que pretendía intimidar, aunque no era mi primer enfrentamiento con una
dama, por lo que no logró su objetivo.
—Huí con la familia real al exilio,
pero nos detuvieron en Varennes. Logré escapar a nuestros captores e intenté
llegar hasta Austria, junto a la familia de la Reina, pero pronto me vi
recorriendo los caminos sin comida, sin dinero y nadie a quien recurrir.
—Hace seis años de aquello, ¿qué
teníais, ocho años?, normal que fuera demasiado para una niña sola.
—Mi ge… ne… ral…, tengo dieciocho años y, si
no es mucho pedir…, le agradecería que me tratase con respeto. –Hacer aquella
solicitud, sin insultarme, le costó utilizar todas sus reservas de serenidad.
Iba a ser muy divertido domar a aquella fierecilla.
—¿Dieciocho años?, por Dios, no lo
hubiese dicho jamás, parecéis mucho más joven. Por cierto, ¿por qué no
recurristeis a los restauradores?
—¿Quién le dice a usted que no lo
hice?, todos ellos me dieron la espalda temerosos de la guillotina.
—Imagino que habéis estado
vagabundeando, pero el “terror” finalizó y ya no tenéis nada que temer.
—Carezco de recursos y mis amistades
se encuentran todas en el exilio.
—Aunque el robar zapatos no se os da
muy bien, algo habréis aprendido durante estos seis años. Junto a las orillas
del Sena se ven todas las noches jóvenes como vos.
—¡No os lo tolero! –Se levantó como
una flecha y con un movimiento vertiginoso me cruzó la cara de una bofetada—.
¿Quién os habéis creído?
—Por toda esta exposición, me creo
vuestra última oportunidad de recobrar lo que pensáis que os pertenece.
—¡Sois odioso!
Con cualquier otra mujer me hubiera
alzado y la hubiera besado con pasión, aquellos arrebatos nunca me habían
fallado, pero preferí ser cauto con aquella gata.
—Imagino que me solicitaréis que os
lleve junto a Marie Therèse –Me miró fríamente y asintió—. Misión complicada
para el general de los húsares. No puedo, como si tal cosa, entrar en el
imperio ruso y llevaros hasta Lituania junto a vuestra querida Madame Royale.
Además, ¿quién me asegura que no sois una impostora?
—¡Ayyy, os odio!
—Y decidme, marquesa, ¿vos qué
haréis por mí?
Ella volvió a tomar asiento y desvió
la mirada con cierto rubor.
—Gertrude me ha dicho cuán
importante es para usted el ascenso. La única manera de desbloquear el veto del
Directorio es ganar esa estúpida apuesta. Yo seré su infante. –Esto último lo
dijo con un hilo de voz y sin impedir que el rubor se apreciase bajo el
maquillaje que blanqueaba su rostro.
—Veamos, recojo a una proscrita de
la calle, le doy comida, ropa y un techo. Me solicitáis que cometa alta
traición y, a cambio, me ofrecéis algo que ya es mío, algo que a buenas o con
la fusta lograré obtener de vos.
—¡No os atreveréis!, ¡jacobino
advenedizo!
—¡Ahora lo veréis! –Me levanté de la
silla más rápido de lo que ella lo había hecho anteriormente y, antes de que se
diese cuenta, la tomé del brazo y la tumbé sobre mi regazo.
—¡Soltadme, energúmeno! –Tuve que
sujetar sus brazos con una mano, mientras con la otra bajaba sus calzones hasta
las rodillas. Sus nalgas quedaron a la vista y, por un momento, tentado estuve
de acariciarlas en vez de atizarle—. ¡Ay, ay, ayyy!, ¡me hacéis daño!
Aquella condenada marquesita iba a
aprender quién mandaba allí.
—¡Y ahora, a dormir!, que la lleve a
Rusia…, vaya ocurrencias –dije cuando me pareció que su trasero estaba
suficientemente colorado.
—¡Desalmado! –Se despidió entre
lágrimas sujetándose los calzones y corriendo hacia las escaleras.
Me serví una última copa y también
me dirigí a mi dormitorio. Tenía el ascenso imposible antes de la apuesta,
sobre todo si Napoleón no llegaba a tiempo para la votación, pero ahora ni
siquiera él podría hacer nada, había empeñado mi palabra y esa condenada
marquesita me iba a dar mucho trabajo. “Mañana podré pensar con más claridad”,
me dije dirigiéndome hacia mi habitación.
—Pero… qué… —aquella engreída estaba
en mi dormitorio en camisón—. ¿Os hacéis la ofendida y ahora pretendéis meteros
en mi cama?
—¡Gertrudeee! –gritó Pauline.
—Fuera de aquí, mesieu, el
dormitorio será de la marquesa mientras resida con nosotros, bastante mal lo ha
pasado la pobre. –No me lo podía creer, mi propia ama de llaves empuñaba una
escoba y me amenazaba con ella. “Maldita monárquica”, me quejé para mis
adentros. “En qué mala hora he dado mi palabra de no entregarla, una buena
temporada en un calabozo le vendría de maravilla para bajar esos humos. Incluso
podría irse Gertrude con ella. Si tanto respeta a la marquesa que las encierren
juntas”, sin duda alguna, aquello era lo más humillante que me había pasado, me
habían tirado con cajas destempladas de mi propio dormitorio.
-O-
—Y dice usted, Etienne, ¿que no hay
nada que hacer?
—Los huesos se le van recubriendo de
carne y se van acentuando sus curvas. Con lo ajustado del uniforme, es
imposible no percibir que se trata de una muchacha, incluso el cegato de
Talleyrand se daría cuenta.
—Pero sigo sin saber bien dónde
radica el problema.
Sade no solo había perdido toda su
fortuna, sino que también había perdido el juicio con tantos encierros.
—Pues que no me puedo presentar
dentro de cinco meses con una dama.
—¿Por qué no?, ¿se especificó en
algún momento que debiera tener un sexo u otro?
—Pues no, pero consiste en demostrar
que mi pilluelo será mejor mozalbete que el hijo del conde de Lesage.
—Una muchacha, correctamente
adiestrada, ¿por qué no puede ser mejor infante que el joven Lesage?
—Porque no es un muchacho —dije
comenzando a pensar que el marqués de Sade había perdido completamente el
juicio con tanto manicomio.
—Según yo lo veo, lo importante es
que en noviembre os presentéis con la misma persona que llevabais el día en que
se formuló la apuesta, lo demás es secundario. Lo importante es que sea capaz,
no que tenga rabo entre las piernas.
Siempre que invitaba a aquel hombre
a vino, terminaba por liarme para que comulgara con sus ideas. Me gustaban sus
retorcidas historias, la gran mayoría prohibidas, pero más disfrutaba de sus
sosegados duelos dialécticos.
—¿Me ayudaréis a instruirla?
—Si verdaderamente se trata de quien
dice ser, no creo que necesite instrucción salvo con el florete y yo ahí no os
puedo ser de ayuda. Lo que sí creo es que os será necesario meterla en cintura
y para ello ya tenéis vuestro cinturón, valga el juego de palabras. Ji, ji, ji.
—Pardiez, Donatien, ¿no habréis
bebido demasiado vino?
—No, pero es que todo esto es
sumamente divertido. Prometedme que cuando no corra peligro, me invitaréis a
vuestra casa para que la pueda conocer. Me gustan más las gatitas bien domadas.
-O-
Llegó el verano y la condenada
marquesa se negaba a recibir instrucción de infante. Había intentado todo
cuando estaba a mi alcance, pero todo había resultado inútil. Cada vez que me
sentaba a la cena, volvía a insistirle y ella, obstinada, me salía con lo de
que la llevase a Lituania. Ni siquiera podía recurrir a las azotainas, pues el
terror de mi hogar estaba presente durante las veladas, con su escoba presta
para el ataque.
Me acerqué sigiloso al banco del
patio en el que descansaba. Había ganado unos kilos y sus mejillas se veían
ahora más sonrosadas, además la fina pelusilla que cubría su cabeza se había
convertido en un cabello castaño claro que la favorecía mucho, pues no me
gustaba aquella peluca tan recargada que había usado en algunos momentos. Desde
mi altura podía apreciar la suave hendidura que separaba sus pechos, pues el
escote de su vestido era amplio y mi posición inmejorable.
—Mademoiselle –saludé a su espalda,
lo que le produjo un sobresalto—. No os levantéis, vengo en son de paz.
—Vaya, Diderot, ¿ahora se va a hacer
el bueno?, me esperaba ese cambio de estrategia, pero no tan pronto. Hubiese
jurado que tenía usted algún as en la manga.
—Mi as es enviarla a la guillotina,
pero desgraciadamente hemos puesto fin a las purgas.
—No se atrevería, es usted un
caballero y dio su palabra de no denunciarme. De todos modos, preferiría la
guillotina a una oscura celda.
—Pauline, ¿por qué no intentamos
llevarnos bien? Estoy seguro que comprenderá que no puedo cometer alta traición
ayudando a que se reúna con Madame Royale.
—Pero sí pretende que yo me haga
pasar por varón e interprete una pantomima, para demostrar lo aplicado que
puede llegar a ser el populacho.
—Marquesa… le recuerdo que usted ha
sido populacho durante seis años.
Se quedó inmóvil, como si hubiera
recibido un golpe inesperado. Cerró aquellos impresionantes ojos y tomó aire
lentamente.
—Hasta ahora no le he pedido nada,
pero le agradecería, le rogaría, mi general, que no haga referencias tan a la
ligera sobre lo que desconoce. Créame que no deseo recordar esos años y pese a
ello, cada vez que me quedo sola, cada vez que cierro los ojos, ahí están todos
aquellos insoportables momentos.
—Lo siento, Pauline, realmente lo
siento –dije sin tener que mentir, pues para una joven como ella, tuvo que ser
una experiencia terrible—. Lo importante es que ahora ya ha pasado todo, está a
salvo, en una casa donde no le falta de nada y con el afecto de Gertrude.
—Y con su desprecio, por la mera
condición de mi linaje.
—No la desprecio, Pauline –dije
tomando asiento a su lado—. Si fuera razonable, se daría usted cuenta de que me
ha robado el ama de llaves, mi dormitorio y se niega a ayudarme a ganar una
apuesta muy importante.
—¡Vaya!, ahora no soy razonable. Le
pido…, le suplico que me lleve junto a la única familia que me queda, que me
saque de París donde soy una traidora, traidora a mi propia patria, donde no
tengo ninguna mano amiga y me dice usted
que no soy razonable. He sufrido seis años de penurias, he pasado frío, he
tenido hambre y he recibido golpes y me dice usted que no soy razonable. ¿Ha
intentado por un solo instante ponerse en mi situación?
—Yo también fui un pilluelo de la
calle, desde los ocho años, en que me escapé del orfanato, hasta los diez, en
que la dueña de esta casa me acogió.
—¿Lo dice usted de veras?
—Sí, yo también rebusqué entre la
basura, también robé zapatos y recibí pedradas como si fuera un gato callejero.
Aquellas menciones tuvieron que
evocar amargos recuerdos en ella pues sus ojos se llenaron de lágrimas que
amenazaban con desbordarse. Me incliné hacia ella y la abracé con fuerza. No
tenía mucha experiencia en aquellos trances, pero pensé que sería lo indicado.
Lo mío era la seducción, no el consuelo.
Efectivamente, era lo que necesitaba
pues se aferró a mí y ocultó su rostro en mi pecho. Una sensación desconocida e
inquietante comenzó a crecer en la boca de mi estómago. Todo aquello era sumamente
confuso y no tenía la más remota idea de cómo actuar. Lo mío eran las hembras
fogosas no las jovencitas desamparadas.
Instintivamente comencé a pasar mi
mano por su corto cabello en una lenta caricia. Poco a poco los sollozos fueron
aplacándose y los músculos destensándose.
—No suelo perder los nervios de esta
manera, disculpadme –dijo incorporándose y escapando de mi abrazo.
Volvían de nuevo aquella frialdad y
altanería. Antes de que fuera tarde y la coraza que se autoimponía volviese a
aislarla, llevé cariñosamente mi mano a
su mejilla y me acerqué posando mis labios sobre los suyos.
—¡Condenada chiquilla! –Cuando mejor
pensaba que estaba saliendo todo, vino sin esperarlo una bofetada que me cruzó
la cara—. ¡Eres una fierecilla!
—¡Y usted un libertino!, ¿qué
piensa?, ¿que no conozco su reputación?
La segunda la vi venir pero haciendo
gala de caballerosidad, o más bien de estupidez, dejé que me pegase, tal vez
necesitaba desahogarse. La tercera ya era demasiado y tras detener su mano con
la mía, volví a apoderarme de sus labios. En esta ocasión, ella sí abrió la
boca invitándome a saborear su lengua, iniciando un apasionado beso.
—¡Desgraciado!, ¡abusón! —Tras
devorarnos las bocas con desesperación, se apartó bruscamente y volvió a
cruzarme la cara.
Tras el golpe, fue ella misma quien
me aferró del cuello y juntó su boca con la mía apresando mis labios entre los
suyos.
Sin mucho esfuerzo la tomé en mis
brazos y la alcé en vilo, encaminándome hacia el que ahora era su dormitorio.
—¡Soltadme, energúmeno! –gritaba al
mismo tiempo que golpeaba mi pecho con sus puños.
Una nueva sesión de besos
apasionados y tras esta, nueva tanda de puñetazos. Aquella marquesa estaba como
una cabra.
La arrojé sobre la cama y me quedé
contemplándola con la mejor de mis sonrisas, mientras ella me maldecía.
—¡No os atreváis a tocarme!, ¡si os
acercáis, gritaré!, ¡degenerado, libertino, sátiro!, ¡os odio!
Lentamente fui quitándome el
cinturón del uniforme, una excelente pieza de cuero curtido, que pronto
probaría las tiernas carnes de la marquesa. Vería si Sade tenía razón en cuanto
a lo del cinto.
—¡Ni se os ocurra acercaros con eso!
–gritó mientras gateaba hacia el lado opuesto del lecho.
Dejando el cinturón a un lado, me
lancé sobre la cama aferrándola de un tobillo. La atraje hacia mí y volví a
besarla intensamente. Ella se aplicó con destreza a desabrochar la doble hilera
de botones de mi guerrera y cuando pensé que iba a acariciarme, la emprendió de
nuevo a puñetazos contra mi pecho.
No me quedaba más remedio, debía de
enseñar a comportarse a aquella maldita noble. La giré sobre sí misma
sentándome sobre sus pantorrillas. Alcé su falda y sus enaguas con una mano,
mientras con la otra le sujetaba las muñecas por encima de su cabeza.
—¡Salvaje, energúmeno, dejadme!
Desaté el lazo que ceñía sus
calzones y con un par de tirones dejé su culo expuesto.
—¡Si me azotáis de nuevo juro que os
mataré!
Me incliné sobre su trasero y
comencé a besar cada una de sus nalgas. Hinqué el rostro en su hendidura
pasando mi lengua a lo largo y ancho de esta.
—¡Guarro, degenerado!
Como buenamente pude, le quité por
completo el culote y la giré, llevándome una patada en la entrepierna.
—¡Ey, pardiez, que eso duele! –dije
apretando los dientes y sin cejar en mi objetivo de abrirle las piernas.
—¡Vos os lo habéis buscado!,
¡soltadmeee!
Por fin pareció aflojar en su ataque y me
permitió introducir el rostro entre sus muslos.
Besé sobre las medias de seda,
acercándome y alejándome del encaje de las mismas, que daba paso a una piel
suave y blanquísima. Fui más allá, llevando mis labios hasta sus ingles,
instante en el que sus insultos cesaron y escuché el primer suspiro. Ya no
había vuelta atrás.
De sus ingles pasé a la mata de
vello castaño que adornaba su entrepierna y busqué con mi nariz y mi lengua la
abertura al paraíso.
Cuando degusté los labios menores y
punteé sobre su entrada íntima, los suspiros se tornaron en prolongados
gemidos. Busqué su perla y la succioné con pasión, embriagándome de su íntimo
aroma; ahí fue cuando comenzaron los gritos de nuevo, pero muy diferentes a los
anteriores.
—¡Oh, mon Dieu, continuad!, ¡no os
detengáis!
Y puesto que soy todo un caballero, hice caso a la dama y continué. Lamí
toda su vulva bebiendo su esencia y chupando su durísimo clítoris, hasta que
sus muslos se cerraron como tenazas sobre mis orejas.
—¡Síii, síii, síii! –mientras
mantenía mis labios contra su entrepierna, no
pude reprimir una sonrisa, aquella condenada se había corrido como nunca
lo había visto antes.
Repté sobre mis codos hasta
colocarme a su altura. Le di a probar de su néctar y ella me devoró la boca
hambrienta, mientras alternaba entre acariciarme con sus uñas y golpear mi
espalda con sus puños.
Cuando se cansó de maltratar mi
dorso, ella misma buscó y desabrochó la hilera de botones de mis pantalones
húngaros. Mientras, yo había logrado quitarle el vestido por arriba y me
peleaba con las cintas de su corpiño.
Entré en ella delicadamente, como si
fuera un sutil amago, pero ella cruzó sus piernas detrás de mí y comenzó a
talonearme como si yo fuese un caballo. La clavé hasta el fondo sin la menor
obstrucción, nos acoplamos como si estuviésemos hechos el uno para el otro.
“Pues no, no es virgen”, pensé comenzando a bombear en su interior.
Ella apretaba más y más sus piernas
alrededor de mis caderas, obligándome a no salirme salvo lo justo para poder
imprimir cierto ritmo.
—¡Pero queréis estaros quieto!, ¿no
veis que quiero que paréis?—gritó mientras hacía más fuerza con sus talones y
sus ojos adquirían un intenso brillo—. Así, quedaos dentro de mí.
Permanecí completamente quieto,
sintiendo cómo todo mi ser palpitaba dentro de ella.
—Quedaos así un momento, deseo
sentiros –repitió cerrando los ojos e inhalando con fuerza.
Sin deshacer el abrazo lo más mínimo
fui haciendo que nuestros cuerpos giraran hasta que ella estuvo encima de mí y
por fin pude quitarle el corpiño, mientras ella hacía lo propio con mi camisa.
La apreté contra mi pecho, sintiendo
el calor y la firmeza de sus senos. Volvimos a besarnos y mis manos la
acariciaron desde las nalgas hasta los hombros.
Estuvimos así un buen rato en el que
ella se limitó a recostar su cabeza contra mi hombro suspirando quedamente.
Cesé en mis caricias y la abracé con fuerza besando su cabeza, ella
correspondió posando una mano sobre mi rostro y mirándome fijamente. Todo mi
ser se removió ante aquel contacto visual.
De manera extremadamente lenta, fue
moviendo sus caderas haciendo que nuestros cuerpos apenas se desacoplasen.
Aquella suave cadencia se fue transformando en un ritmo demencial en el que se
alzaba hasta dejar dentro de ella únicamente mi glande, para a seguidamente,
dejarse caer violentamente contra mi pelvis.
Sus pequeños pechos bailaban al son
de las embestidas y en el sudor de su piel, las luces de los candelabros
dibujaban caprichosos destellos, acentuando cada una de sus curvas.
Con aquel ritmo no duraría mucho,
con lo que se pondría en entredicho mi prodigioso aguante, pero es que la
condenada me cabalgaba como toda una amazona. Apretaba sus mandíbulas, con un
semblante de determinación que me asustó.
Clavó sus uñas en mi pecho con todas
sus fuerzas y exhaló un suspiro que me llegó a lo más hondo, mientras su vagina
apretaba sin compasión mi falo.
No pude resistir más, lo había
intentado pero aquella endemoniada me había llevado hasta el punto de no
retorno. Cuando su clímax comenzaba a decaer, me derramé en su interior con el
mayor goce que hubiera experimentado nunca.
Estuvimos un buen rato abrazados,
recuperando el aliento, hasta que ella se alzó con mi menguante verga en su
interior y me cruzó la cara de una bofetada.
—¿Por qué? –pregunté llevándome una
mano a la mejilla.
—Porque sí.
Se desacopló y se sentó a mi lado
abrazando sus rodillas.
—Fue duro, muy duro, Etienne… Muchas
veces, deseé que la muerte me… llevase con ella. ¿Os ha mordido alguna vez un
mastín por robar unas mazorcas? –dijo apretando las mandíbulas—. Estuve más de
un mes delirando por las altas fiebres. Entonces… pensé que mis ruegos habían
sido escuchados y por fin… terminaría todo.
Observé su muslo, donde varias
marcas lívidas aún se percibían. Posé mis dedos sobre la cicatriz y la
acaricié. Continuó la historia con las lágrimas comenzando a surcar su rostro.
—Entonces recordé las tardes en
Versalles jugando al escondite con Marie Therèse. Un día, nos escondimos en los
aposentos de la Reina y fuimos espectadoras de una visión que nos
sobrecogió.
»Marie Antoinette y mi madre
entraron en la habitación y la una ayudó a la otra a desvestirse, mientras se
besaban y acariciaban. Cuando la sorpresa nos permitió reaccionar ya era
demasiado tarde para salir de nuestro escondrijo. Las dos retozaban sobre el
lecho y al parecer lo pasaban muy bien, pues no dejaban de hacer comentarios
halagadores: “Eres la mejor, te amo, haces que toque el cielo…”
»Pasado un buen rato se tumbaron
abrazadas a descansar de la intensa sesión de sexo. En aquel momento no
entendía nada de todo aquello pero me fascinó. Un hombre entró en la habitación
y comenzó a desnudarse ante la atenta mirada de mi madre y de la Reina. No se
trataba ni del Rey ni de mi padre. Era bajo y robusto, enseguida se introdujo
entre ambas y reanudaron aquello que yo aún no comprendía del todo. Las dos
bocas se movieron por todo el cuerpo masculino, las manos iban y venían y
ambas, por turnos, se introdujeron aquella cosa rígida entre sus piernas.
»Cuando el hombre estaba
vistiéndose, le dijo a la Reina que no tenía de qué preocuparse, que el Rey
estaría muy feliz. A los pocos días se dio en palacio una fiesta en honor de
aquel banquero que había ayudado al ejército francés. Marie Therèse odió a su
madre por aquello, pero yo tenía sentimientos enfrentados; por un lado me
resultaba sucio, pero por otro había visto a mi madre y a la Reina muy felices
y, por si fuera poco, el Rey parecía encantado con aquel hombre. –Las lágrimas
habían cesado y narraba la historia con voz queda, como si no hubiese sido a
ella a la que le hubiera ocurrido.
Me incorporé y la abracé de nuevo.
Imaginaba lo que venía a continuación y no sería muy agradable contarlo.
-Lo hice… por media docena de
huevos, por… patatas, por… una jarra de leche, incluso en una ocasión…, por…
por… defender la rata que había cazado;
un pilluelo, más grande que yo, me sodomizó y luego, aprovechando que me dolía
hasta el alma, terminó por llevarse mi
presa. –Las lágrimas rodaban incontroladas por sus mejillas y los sollozos
hacían que su historia se interrumpiera constantemente.
—El último abrazo que recibí fue
hace seis años, jamás nadie me había besado y, hasta ahora, no entendía lo que
mi madre y la Reina habían sentido. Teníais que ser vos…, vos… No os habría
sido suficiente con violarme como otros tantos, no, vos teníais que despertar
en mi…
Se me hizo un nudo en el estómago que amenazó con provocar también mis
lágrimas. “Etienne, por Dios, eres un húsar, un húsar no llora.”, me dije
inspirando con fuerza para tranquilizarme.
—Vos tenéis a cuantas damas deseéis
y yo ya no soy bonita, ¿por qué lo habéis hecho?
Me miró con sus grandes ojos y, tras
las lágrimas, vi a la chiquilla inocente que aún había en su interior.
—Claro que sois bonita, esperad a
que vuestro pelo crezca por completo y a que vuestras curvas se acentúen y
seréis una de las damas más bellas de París. –Tal vez exageraba, pero tenía un
rostro inocente y unos ojos que la hacían bastante guapa.
Aquella tarde de pasión conllevó
profundos cambios en mi vida. El primero de ellos, y el único satisfactorio,
fue que gané una amante excepcional, si bien me debía aplicar a fondo para
saciarla, pues pretendía recuperar todos los años sin orgasmos. La segunda, y
menos agradable, fue que tenía el cuerpo lleno de cardenales y arañazos; a la
fogosidad de la gatita, que me apaleaba inmisericordemente cada vez que hacíamos
el amor, se unían los escobazos de Gertrude, que recibía cada vez que me
cruzaba con ella. Según la aya, era un desalmado que deshonraba a una joven de
alta cuna, por lo que debía pedir su
mano y formalizar una relación.
-O-
Para mediados del estío, Pauline se
había convertido, sin saber muy bien cómo,
en alguien fundamental en mi vida. Había dejado atrás mis escarceos y
salvo las visitas a Joséphine, se podía decir que era prácticamente monógamo.
Con unos preciosos bucles y con unas
nalgas y pechos mucho más plenos, cualquier esperanza de hacerla pasar por un
infante había desaparecido. Tal vez tuviera razón Sade y el sexo no fuera lo
importante, mientras acudiese con la misma persona que había sujetado de la
oreja aquella lejana tarde de mayo.
Continuaba insistiendo en que la
llevase a Lituania y cada vez intervenía más en discusiones políticas,
criticando al Directorio, la falsa estabilidad que este aportaba y sobre todo
opinando sobre la crisis financiera y la situación bélica. Desde luego daba
muestras de haber estado bien instruida en la corte y de haber leído cuanto
periódico o panfleto había caído en sus manos durante sus años de vagabundeo.
Por supuesto, continuaba siendo una monárquica convencida y yo un profundo
republicano, por lo que las veladas comenzaban con sesudas discusiones que
derivaban en puñetazos por su parte, culminando en pasión y desenfreno.
Nada más entrar en mi casa, escuché
risas procedentes de la biblioteca. Iba cargado con unos soufflés que volvían
loca a la marquesa y que tan solo los hacían en el otro extremo de París. Por
suerte tenía el caballo ensillado y no me había costado más de media hora ir a
por ellos.
Me acerqué desconfiado y más lo
estuve cuando vi la escena que tenía lugar sobre la chaise longue. La gatita
estaba sentada con una pierna sobre el florido tapizado. Su falda y sus enaguas
habían subido hasta el encaje de sus medias y unas manos femeninas, que no eran
las suyas, acariciaban su muslo por
encima de la seda.
—¡Diderot! –gritó enojada Joséphine
mientras tomaba el delicado pie de Pauline entre sus manos—. Llegáis demasiado
pronto, ¿no os había dicho la marquesa que dieseis una vuelta?
—Pe… pero…
—Oh, mi general, ¿pensabais que algo
así iba a pasarme inadvertido? Como no os dignasteis a presentarme a esta
hermosa muchacha, tuve que hacerlo yo misma. ¿Acaso pretendíais esconderla solo
para vos?
Aquello no me gustaba nada, pero que
nada de nada. Un escalofrío recorrió mi espalda avisándome de que no saldría
bien parado de aquellas dos.
—Pe… pero… desde… cuándo…
—Etienne, he de reconocer que con
madame Beauharnais habéis demostrado un gusto exquisito. No solo es bella sino
sumamente inteligente –Pauline hizo caso omiso a mi pregunta y continuó
hablando como si tal cosa—. ¿Seríais tan amable de servirnos un par de copas de
buen vino de Champagne?, combinarán a la perfección con esos soufflés.
Las dos se sobresaltaron ante el taconazo contra el parqué y el fustazo
contra la caña de mi bota:
—¡Me vais a explicar inmediatamente
qué significa esto!
Pauline se levantó colocando la
falda en su sitio y descalza se acercó hasta mí.
—Exquisitos –dijo levantando la
servilleta que cubría los esponjosos manjares y mordiendo uno, tras lo cual, me
regaló una de sus inocentes sonrisas—: Sois tan atento conmigo. Vizcondesa,
venid a probarlos, son tan dulces.
Joséphine se acercó contoneándose.
Puso una mano sobre la cadera de Pauline y sacando su lengua lamió los restos
de merengue que habían quedado en la comisura de los labios de la gatita.
—Verdaderamente dulces, ¿no
os parece, querido? —Si toda la lujuria del mundo se pudiera concentrar en unos
ojos, aquellos dos pares lo habían logrado—. Vamos, aflojad las mandíbulas,
casi puedo escuchar cómo rechinan vuestros dientes.
Las dos mujeres se acercaron
más a mí y me rodearon el cuello con sus brazos. Vencido, dejé caer la fusta de
mi mano, que fuera lo que tuviera que
ser.
-O-
Me había dejado engatusar, aquellas
dos eran un rival demasiado fuerte para que pudiera vencer y me hallaba a su
merced desnudo y tumbado sobre mi cama.
Pauline me cabalgaba lentamente,
mientras, a su espalda, Joséphine le besaba el cuello y le tironeaba de los
pezones.
Me habían contado que se conocían
desde hacía quince días y que congeniaron nada más verse. La criolla no era de
las que despreciara una nueva experiencia y Pauline debía tener curiosidad por
saber qué sintieron su madre y la Reina haciéndolo entre ellas.
Apenas les costó esfuerzo aplacar mi
enfado y enredarme en su maraña de besos y caricias. Si es que era un blando.
La de Beauharnais susurró algo al
oído de la marquesa de Tourzel antes de introducirle la lengua en la oreja.
Pauline me descabalgó y se colocó junto a mí a gatas.
Incitado por Joséphine, me acerqué
al trasero de la ratita. La visión era de lo más sugerente, una liga se había
desatado haciendo que la media descendiese hasta arrollarse en la rodilla,
mientras la otra continuaba tersa atada a medio muslo.
Apunté a su vagina e introduje mi
sable muy despacio. El rostro de Joséphine apareció sobre el culo de Pauline y
comenzó a lamer apasionadamente toda su raja. Su lengua iba desde el final de
la espalda, pasando por el profundo surco, delineando el esfínter y, tras
circundar los labios mayores, llegaba hasta lamer la porción de mi virilidad
que no estaba dentro de las entrañas de la marquesa.
El calor y la humedad, tanto del
estrecho coño como de la voraz lengua, me llevaban rápidamente al paraíso. De
haber sabido que se compenetrarían tan bien, hubiera cedido con menos
reticencias.
Tras hacer que su lengua recorriera
todos los rincones de mis testículos y de mi empapada verga, pasó a puntear el
culito de Pauline, la cual gimió profundamente. Más tarde dibujó con su propia
saliva toda la espalda hasta detenerse en su cuello. Ambas se besaron y las
manos de Joséphine fueron alternativamente a uno de los pechos colgantes, que
parecían haber doblado su tamaño desde que la viera desnuda en mi bañera, y
otra a la entrada posterior.
Introdujo un dedo con facilidad en
el recto de Pauline comenzando a frotar mi glande a través de la fina piel que
los separaba. Aquello era una absoluta maravilla. El segundo dedo en su culo
hizo que comenzara a gemir como una posesa mientras Joséphine la sodomizaba
enérgicamente y yo bombeaba su vagina con todas mis fuerzas.
Un grito gutural nos advirtió de que
se estaba corriendo como una loca. Al poco tiempo cayó derrengada sobre la
cama.
—Me encanta cómo sabéis, Pauline,
—dijo nuestra compañera de juegos por aquella tarde, llevándose mi falo a la
boca.
—¿No os placería más degustarme
directamente? –Preguntó la marquesa alzando las piernas y sujetándolas por
detrás de las rodillas.
“La ratita es insaciable.”, pensé
observando cómo el rostro de una se hincaba entre los muslos de la otra
mientras colocaba su entrepierna encima de la boca de la primera.
Joséphine, con las corvas de Pauline
bajo sus axilas, se afanó en comer
aquella vulva rezumante de flujos, volviendo a juguetear con el recién
sodomizado trasero.
Me acerqué por detrás y admiré la
destreza con la que la lengua de mi ratita degustaba el coño de nuestra
invitada. Puesto que el culo de esta última, parecía ser el único lugar donde
poder envainar mi sable, rogué a Pauline que lo ensalivara bien, algo que hizo
con deleite, y luego fui clavándole mi lanza muy despacito.
Mi amante colaboraba abriendo las
nalgas de Joséphine y alternando entre lamer su vulva y mis huevos, que ahora
ya se encontraban en contacto con aquella. Comencé a sodomizar con ímpetu aquel
culito que se apretaba como si quisiera ordeñarme, al tiempo que mis huevos golpeaban
contra la frente de Pauline, la cual decidió cambiar un culo por otro y buscó
entre mis nalgas con sus ágiles dedos.
Nada más sentir la intrusión en mi
retaguardia y el grito de Joséphine
demostrando que estaba llegando al orgasmo, redoblé la intensidad de las
embestidas y ella apretó con fuerza su esfínter logrando que llegásemos juntos
al clímax. Saqué mi rabo de tan acogedor cobijo y regué sus nalgas con mi
leche. Pauline, mientras ella también llegaba al orgasmo, lamía ansiosa todo el
semen que escurría por el culo y los muslos de nuestra amante.
“Me aguardan muy buenos momentos
junto a esta libertina.”, pensé viendo cómo rebañaba hasta la última gota de mi
leche y daba un sonoro azote en el trasero de Joséphine, la cual ni se inmutó,
estando como estaba, descansando con la mejilla contra la entrepierna de la
gatita y tres de sus dedos aún insertados en su culo. “Desde luego que he
encontrado a dos que son tan lascivas como yo.”.
Nos acomodamos sobre el lecho
recuperando las energías. A mi derecha la marquesa de Tourzel, a mi izquierda
la vizcondesa de Beauharnais. La primera, recostada sobre mi pecho, devoraba mi
boca mientras sus dedos jugueteaban con los vellos de mi pecho; la segunda
había colocado su vulva sobre mi cadera y se frotaba lentamente al tiempo que
sus uñas rasgaban delicadamente mis testículos. Mi virilidad no tardó en dar
muestras de vida , comenzando a recuperar su firmeza.
Me sentía el amo del mundo con
aquellas dos excepcionales mujeres a mi lado. Lo que No sabía en aquel momento,
es que las verdaderas amas iban a ser ellas.
-O-
Las dos demostraron una
compenetración absoluta en la cama, pero lo más inquietante es que también se
entendían a la perfección en las cuestiones políticas. Pauline insistía a la de
Beauharnais, que era necesario un nuevo orden social. El Directorio y Barras se
tambaleaban, llevando a Francia a la miseria y a la derrota militar contra la
Segunda Coalición. Sutilmente, la marquesa de Tourzel fue dibujando en la mente
de Joséphine lo bien que le sentaría la diadema de emperatriz.
Día tras día, mes tras mes, mi
domicilio se había convertido en el punto de encuentro, no solo de los tríos
más fogosos, sino también de una conjura política. Un par de tardes por semana,
dos de los cinco miembros del Directorio, Luzien Bonaparte e incluso el
mismísimo Talleyrand eran convencidos, por Joséphine, pero sobre todo por
Pauline, de la necesidad de profundos cambios políticos.
Durante aquellos concilios, prefería
escaparme a los acuartelamientos del norte de la ciudad, me daba verdadero
pánico lo que aquellas dos pudieran estar tramando. Regresaba a casa tras las
acaloradas discusiones estadistas y ambas mujeres subían al dormitorio
mostrando una fogosidad increíble, como si no las tuviera correctamente
atendidas. En tres ocasiones, durante aquellos meses, tuvo Gertrude que
ajustarme el uniforme pues aquellas lobas me estaban dejando en los huesos.
-O-
—Pasad, Etienne –dijo Joséphine
echándose a un lado y franqueándome la puerta.
Admiré su obra durante unos segundos
hasta que por fin pude articular palabra:
—Pauline, estáis… estáis… rara.
—¿Rara? –preguntó ella asestándome
un puñetazo en el costado—. Estoy espectacular.
Y era cierto, habían logrado alisar
su cabello y recogerlo en una prieta cola con dos largas trenzas que nacían
desde sus sienes. El uniforme le quedaba fenomenal, pero no como sería de
esperar en un infante. Lo cierto es que admirando aquellas caderas remarcadas
por el ajustado calzón blanco y las pantorrillas bajo las medias de seda,
tentado estuve de abalanzarme sobre ella y poseerla allí mismo.
—Pues es que estáis preciosa y es un
adjetivo que no me convence para un húsar –dije posando mi mano sobre su culo. En seis meses, había pasado de una
escuálida y calva jovencita a una preciosa dama. Aquel uniforme no hacía más
que resaltar sus atributos femeninos, que eran muchos.
—¿Le soléis tocar el trasero a los
infantes? –preguntó, posando su mano sobre mi entrepierna—. A lo mejor deseáis
sodomizarme en mi condición de soldadito, imagino que las largas campañas
militares se hacen muy duras sin una dama cerca.
—Sabed, que si bien no se encuentran
damas, sí hay mozas de pueblo encantadas de satisfacer a un general.
—Podréis comparar a dos mujeres como
nosotras con rudas campesinas –intervino Joséphine abrazando por detrás a
Pauline y juntando sus bocas.
Mi pantalón cayó al suelo y ambas se
arrodillaron apoderándose de mi falo con sus lenguas, que peleaban intentando
lamer la mayor cantidad de carne.
—¿Os gusta que os la coma un
soldado? –preguntó Pauline sonriendo de aquel modo cándido tan engañoso—. Al
menos no os pincharé con el bigote. Por cierto, nunca me habéis contado por
qué´ vos no tenéis uno como el resto de los húsares.
—Una apuesta –respondí comenzando a
suspirar mientras una lamía mis huevos y otra devoraba mi mástil.
—¿Con quién?
—Con Napoleón.
—Se apostaron a ver quién lograba
follarme primero —respondió Joséphine sacándose mi polla de la boca.
—Y perdisteis, supongo –afirmó
Pauline tras succionar la lengua de su compañera de felación.
—Al día siguiente a la apuesta,
Etienne me tenía a cuatro patas haciéndome delirar de placer. A mi esposo le
costó un mes, pero es un buen amigo y, sabiendo del interés de Napoleón por mí,
no quiso herirlo en su amor propio.
Pauline, mientras escuchaba, fue
introduciéndose mi verga poco a poco hasta que su nariz se enterró entre los
rizos de mi pubis. Había avanzado ensalivando muy bien mi sable y con los ojos
cerrados. Mi falo vibraba envuelto en la calidez más acogedora. Un millar de
sensaciones placenteras recorrían mi entrepierna, pero el clímax llegó cuando
abrió los ojos y me observó fijamente como un gato lo haría con su presa. Comenzó
a succionar intensamente logrando que derramase mi esencia en bruscos trallazos
contra el fondo de su boca. Recogió todo cuanto pudo y se acercó a su amiga
compartiendo mi leche en un tórrido beso.
—Vayamos —La marquesa de Tourzel,
tras limpiarse la boca con el dorso de la mano como un buen mozo, se ajustó el
florete y se puso muy tiesa.
—No saquéis pecho –susurré en su oído.
Ella, por toda respuesta, me pellizcó en el costado, tras lo cual, como si
estuviera arrepentida, acarició con sus dedos mi miembro ya menguante y posó
sus labios sobre los míos.
Anduvimos hasta los jardines de las
Tullerías bajo el suave sol de un dieciocho de brumario que pasaría a la
historia. Debíamos andar despacio pues Sade, que nos había aguardado en el
vestíbulo de mi casa, no podía ir más rápido con aquel voluminoso cuerpo.
Cuando llegamos, Barras, Talleyrand
y el padrino del primero ya se encontraban allí, rodeados por varias decenas de
personalidades de la ciudad que no querían perderse la resolución de sus
apuestas.
—Vaya, vaya, veo que mis informantes
no mentían –dijo Barras socarronamente—. Mademoiselle, es un honor.
Yo apreté las mandíbulas
contrariado, pues esperaba que fuera una sorpresa, pero Pauline vio muy
divertida la anticipación de Barras pues le respondió mostrándole una amplia
sonrisa.
—Veo que conocéis de mi existencia.
Así pues, no tendréis la más mínima duda de que el pequeño Lesage no tiene la
más mínima posibilidad frente a mí.
—Por supuesto, marquesa, por
supuesto, aunque sería todo un placer verla manejar el florete. Me han
informado que el general la ha estado instruyendo. He de confesar que ni esas
prendas ni esas trenzas logran ocultar vuestra belleza.
—Vaya, en primavera, no opinabais
igual.
—Oh, mademoiselle, los prejuicios,
que le ciegan a uno.
—¿Y bien?, ¿necesitáis humillar al
pequeño Lesage para aceptar vuestra derrota? –pregunté sin tenerlas todas
conmigo de que aquello fuera a salir bien, nos jugábamos mucho más que ganar o
perder la apuesta y comenzaba a inquietarme.
—Aunque es cierto que existen
algunas irregularidades, la marquesa es el mismo pillastre que teníais agarrado
de la oreja hace un año, por lo que considero
la apuesta en vigor y en cuanto llegue Lesage, si sus excelencias lo tienen a
bien, puede comenzar la competición. –Talleyrand como siempre, mediador e
imparcial, aunque una conspiración lo uniese a mi amante.
—No, no humillaré a nadie, admito que
habéis vencido, ahora lo que debo decidir es en qué prisión encarcelar a esta
traidora mientras vos disfrutáis de mi esposa. Perdonadme, marquesa, no es nada
personal, pero es mi obligación para con la República.
—Vuestra obligación para con la
República también es gestionarla rigurosamente, evitar la corrupción y la
bancarrota –dijo Napoleón apareciendo de entre los espectadores, tomando a
Joséphine del talle y mirando con desprecio a Sade—. Esta dama no ha tenido que
aprender modales pues ya los conocía, tampoco el general la ha instruido, pues
por lo que me cuentan está más versada que él en múltiples disciplinas.
Considero que mi buen amigo Diderot ha perdido la apuesta. —¿Qué hacía allí el
Corso?, ¿Y por qué decía que había perdido la apuesta?
—Bien, bien, Bonaparte, si vos lo
afirmáis no tengo ningún reparo si monseñor está de acuerdo –dijo Barras
frotándose las manos y mirando hacia arriba al obispo.
—Si así lo desea, por mí no hay
problema. —A pesar de su apariencia de araña, Talleyrand era todo un camaleón
que sabía cuándo abandonar un barco y subirse a otro con mayores opciones de
victoria—. Pero no creo que haya necesidad de prender a la marquesa.
—Eso no os compete a vos, tan solo
al Directorio —dijo Barras pagado de sí mismo.
—¿Seguro que deseáis encarcelar a la
futura esposa del general de todos los cuerpos de caballería? –preguntó
Napoleón alzando una ceja y haciendo que un sudor frío recorriera mi espalda.
¿Qué diablos era aquello de futura esposa?, ¿y qué quería decir con general de
todos los cuerpos de caballería si se suponía que había perdido?
—Si he ganado la apuesta, como vos
mismo afirmáis, no me cabe duda de que Diderot será un hombre de palabra y me
acompañará a la Asamblea para retirar su solicitud de ascenso.
—Por supuesto, Barras, por supuesto.
Si me lo permitís, yo también os acompañaré mientras mi infantería y los
húsares dispersan todos los consejos legislativos. Deseo darles las gracias por
los servicios prestados e informarles de que de ahora en adelante no se les
necesitará. –Las palabras de Napoleón cayeron como un mazazo en todos los
presentes salvo en los que acudían a las reuniones vespertinas de mi domicilio,
que se miraron muy sonrientes.
—¿Cómo? –preguntó Barras abriendo
mucho los ojos, mostrándose tan perplejo como lo estaba yo.
—Deberíais haber estado más atento a
lo que se decía en casa de Diderot y no a mis evoluciones con el florete.
—Pauline se sentía orgullosa por aquellos meses de duro trabajo que al fin
daban sus frutos. La conspiración, que yo me había negado a ver, había sido
todo un éxito.
—Pe… pero…
—¿Vamos, Barras? Mis soldados rodean
la Asamblea desde hace dos horas y comienzan a ponerse nerviosos. Por cierto,
no temáis, no os aguarda el presidio ni la guillotina, solo un plácido retiro
en alguna de vuestras posesiones rurales.
—Aquí tenéis la nueva constitución,
esposo mío. Pauline ha creído conveniente que la Asamblea la apruebe antes de
disolverse y por supuesto antes de que alguno de nuestros compañeros tenga la
misma intención. Se le ha ocurrido una fórmula de gobierno consular muy
interesante.
—Muchas gracias, marquesa, ha sido
usted una amiga inigualable para mi esposa y para mí. ¡Diderot!, arrodillaos y
pedidme la mano de esta dama. Joséphine y yo, como única familia, os damos
nuestra bendición, pero debéis cumplir el protocolo.
—¿Pero os habéis vuelto loco?
–Comencé a recular presa de la terrible confirmación, mientras Pauline sonreía
satisfecha. ¿Qué era aquello de una constitución?, ¿pedir la mano de la ratita?
La cabeza me daba vueltas y nada de todo aquello me parecía real.
—¿Deseáis que mi primera orden como
cónsul sea que os arresten? O ser el general de la caballería, arrodillaos y no
se hable más.
—Pero si va vestida de húsar,
pardiez. –Me excusé diciendo lo primero que se me ocurrió.
Ante la mirada inquisidora de varias
decenas de personas, hinqué la rodilla en tierra y tomé la mano de Pauline, que
me miraba con aquella sonrisilla suya que parecía inocente, pero que ocultaba
las más aviesas intenciones. Todo un general arrodillado frente a un cadete,
era humillante. Aquel nueve de noviembre cambiaría el rumbo de Francia, de
Europa y de la historia, pero sobre todo cambió mi vida.
—Vamos, amado, sonreíd. Seremos muy
felices, mientras vos y Napoleón guerreáis, Joséphine y yo os aguardaremos
haciendo nuestras cositas. –Aquella frase la dijo con tal entonación que no me
cupo duda de que todas nuestras vidas girarían alrededor de los deseos de la gatita.
No se podía imaginar mi buen amigo Napoleón el terrible error que acababa de
cometer al darme su bendición.
—Vaya, otro libertino que nos
abandona, al igual que Casanova –susurró Talleyrand comenzando a cojear hacia
la Asamblea—. Bueno, pues tendré que esforzarme –dijo dedicándome una sonrisa
de conmiseración.
-O-
El marqués de Sade observó cómo el grupo se marchaba,
mientras tomaba asiento en un banco, ya tenía suficiente información para
iniciar su siguiente novela. Se rascó la rala cabellera y comenzó a pensar en
un título adecuado. Rememoró sus obras anteriores: Justine o los infortunios de
la virtud, Juliete o las prosperidades del vicio, Fanni o los efectos de la
desesperación, Enriette o la voz de la naturaleza… Finalmente se incorporó
pesadamente teniendo claro el título que daría a su obra.
1 comentario:
Perteneciente al Escuadrón De Comentaristas Voluntarios (por doctorbp).
¡Vaya! Parece que alguien se ha inspirado en algunos de los nombres propuestos para los premios Orgasmo :)
Antes de empezar aclaro que no me atraen demasiado las historias ambientadas en épocas pasadas y que posiblemente mi comentario se vea influenciado por ello.
El relato es muy bueno. Perfectamente ambientado y narrado, con buenos personajes y trama. Sin embargo, como relato erótico no me ha gustado en absoluto.
El sexo, aún perfectamente incrustado, no es más que un añadido que podría perfectamente haberse omitido y seguiríamos teniendo un buen texto. Es decir, estamos ante un buen relato histórico con descripciones sexuales y no ante un relato erótico con buena trama ambientado en el pasado. No sé si me explico.
Por lo demás, una apuesta original, un inicio divertido (por un momento me imaginaba a Jack Sparrow escapando para que no le pillaran con una amante en una nueva película de los Piratas del Caribe), una ambientación fantástica, etc.
En resumen: un muy buen relato, pero un flojo relato erótico.
Publicar un comentario