Barcelona, Agosto 2015
Jennifer y David paseaban cogidos de la mano
por el muelle del Port Olímpic de Barcelona. Era su primer paseo por la ciudad
a la que David acababa de ser destinado. Un sargento de aduanas tiene la
obligación de conocer al detalle todos los rincones de su lugar de trabajo y
David era un guardia civil concienzudo y responsable, pero aquella mañana de
verano lo único que le importaba era la felicidad de su compañera, su rostro
radiante, en el que apenas se distinguían pequeñas cicatrices en la frente y el
pómulo derecho. Su bella figura lucía magnífica después de varias cirugías
reparadoras y semanas de masajes y ejercicios.
Jennifer era de nuevo una mujer de belleza
excepcional, sobre todo a ojos de David. Se detuvieron a mirar algunas
embarcaciones de recreo. Jennifer pareció algo turbada. Un yate precioso estaba
entrando en el puerto. Era grande, majestuoso. La respiración de la muchacha se
volvió agitada y su mano se aferró al brazo de su amor. Éste, como si comprendiera
la causa de aquel malestar, rodeó los hombros de la joven y la guio al interior
del cafetín más próximo. ¿Quieres una
coca-cola? Preguntó solicito. No, repuso ella, mejor un gintónic, o no, no:
ginebra sola, con hielo y limón. David encargó la bebida sin poner peros. De hecho, añadió: Ponga dos, por favor.
Cartagena, julio 2014
Un sol pegajoso bañaba el muelle del puerto
deportivo de Cartagena y las embarcaciones allí ancladas, que se mecían al
compás de la suave brisa matutina. Jennifer corría como loca mirando a derecha
e izquierda. Vestía un modelo veraniego de tonos rosas, pálidos y
transparentes, que dejaba al descubierto su espalda morena y cubría con grandes
apuros dos pechos enormes, extrañamente rígidos, a pesar de los fuertes rebrincos
que la chica iba dando en su alocada carrera. Completaban el atuendo dos
incongruentes zapatillas de deporte rojas y una bolsa azul que colgaba del
hombro.
Jennifer era bella, me atrevería a decir muy
bella. Sus ojos negros desprendían vida, alegría, juventud. Además eran
grandes, rasgados y con largas pestañas. La nariz era recta, pequeña y la boca
perfecta, imposible de ser reproducida por el más experto cirujano plástico.
Sus piernas eran proporcionadas y morenas y sus nalgas podrían clasificarse como
“de infarto”, sin ánimo de alarmar a los lectores cardiópatas.
Por fin pareció encontrar a quien buscaba: Una
joven rubia vestida con un pantaloncillo blanco ajustadísimo y un top del mismo
color que realzaba su busto, más modesto pero casi tan llamativo como el de
Jenni. Agitó la rubia un brazo en señal de saludo y su amiga se precipitó por
la pasarela en un enérgico esprint final.
¡Por Dios, tía!, ¡Que
Rober nos mata!, pero ¿Qué has hecho? Tenías que llegar a las diez en punto. La muchacha iba recriminando a la
corredora y tirando de su brazo en dirección a un yate imponente que estaba
anclado al final del embarcadero.
Caray… sólo son y veinte… Es que me
he equivocado de puerto… Era el deportivo, ¿verdad?.. Me fui al otro.. Menos
mal que llevaba las zapatillas en la bolsa… Jennifer hablaba
entrecortadamente, con el resuello perdido por el esfuerzo.
Un rubio guaperas, con hechuras de gimnasio y
atuendo de pijo, bajó por la escalerilla del yate con rostro severo.
¿Pero qué te has
creído tú, payasa?
La mano del chulo se recogió preparada para largar un guantazo, que no se
consumó ya que las dos chicas se retiraron prudentemente hasta que el pollo se
calmó un poquito.
Venga Rober, que no ha pasado nada.
Mira: Esta preciosidad es mi amiga Jennifer. Jennifer, Roberto Arias, nuestro
agente.
“Agente” era un eufemismo que evitaba nombrar
la ocupación del tipo: Macarra, proxeneta, chulo de putas, serían expresiones
que definirían mejor la profesión de Roberto.
Venga para dentro y
quítate esas zapatillas, que pareces una sonada. El tipo no desistía de sus aires de matón.
Empujo a las muchachas escaleras arriba. La pobre Jennifer se cambió el calzado
sobre la marcha, sacando unas bonitas sandalias blancas de tacón alto de su
bolsa de viaje.
Con paso
indolente, un cincuentón disfrazado de capitán de navío de la marina
camelotina, se acercó al grupo evaluando el look de las mozas con aires de
experto.
Ignacio, exclamó el guaperas en tono de falsa
familiaridad, Mira, ya conoces a Desi y
ésta es Jennifer. Es la chica… nueva, ya te lo comenté. Jennifer, Don Ignacio.
Sin dignarse en mirar al alcahuete, Don
Ignacio, besó brevemente las mejillas de las dos jovencitas.
No quiero veros por aquí abajo hasta
que se os llame,
advirtió con voz profunda. Os ponéis el
tanga y a la segunda cubierta a tomar el sol. Y nada de alcohol ni otras cosas
hasta la noche. Entonces tendréis de todo, aseguró con una sonrisa cínica.
Antes de dejar la nave, el guapo intermediario
del sexo mostró a las chicas el camarote que les asignaban, un habitáculo
diminuto con dos literas, y las dejó a su suerte, recomendándoles optimismo,
jovialidad y sumisión a los caprichos
del cliente.
¡Vaya mierda cuarto! Exclamo Jennifer que, aunque muy
bella, no había recibido una educación demasiado refinada. ¿Y aquí hemos de dormir las dos? Como esto se menee mucho, la de arriba
se deja los piños contra el ventanuco. El ventanuco no era otra cosa que el
ojo de buey del camarote.
No seas burra, tía. Venga, en bolas
y a ponerse los tangas. Mira: he elegido estos dos a juego.
¡Coño, que pequeños!, ¿no? ¿Los has
comprado en el mercadillo, en las rebajas, o qué? Se reía Jennifer como una cría.
¡Vale ya, joder! Has de ser más
positiva,.. a ver, a ver como tienes el pechugamen.
Ya desnudas las dos, habían quedado al aire los
neumáticos senos de Jennifer. El efecto era impresionante, ya que la joven
tenía una cinturita de 62 y unas caderas de 93, con lo que el 110 de pecho
recientemente adquirido en una clínica de Murcia, la hacía parecer un personaje
de los cómics eróticos de los años ochenta. Vas a vivir como una reina, había augurado Desi para convencer a su
amiga de abandonar su puesto de cajera de supermercado y lanzarse a la vida
alegre. Con aquellos ojos, aquella boca, aquel cuerpo de bailarina, sólo
faltaba reparar el error de la naturaleza, que había olvidado modelar dos
buenos pechos para redondear una indudable obra maestra.
Pero Jennifer veía cada vez más claro que
Desiré y el Dr. Cazorla se habían pasado cuatro pueblos en su ánimo de mejorar
el producto. Se miraba ahora al pequeño espejo del camarote y veía cómo
aquellos dos obuses desentonaban gravemente con el resto de su hermosísimo
cuerpo.
Menos mal que me
depilé ayer. Con este tanga se nos ven hasta las intenciones, comentó graciosa la morena cartagenera,
estirando bien arriba los laterales para incrustar en la tela la profunda raja
de las nalgas y la vulva prominente y descarada.
Desiré la miró con cierta envidia. Su amiga
estaba prácticamente “nuevecita”, en tanto que ella llevaba ya muchos kilómetros
de ruta y el cuerpo lo acusaba. La piel empezaba a sublevarse de tanto sol y
tanto UVA, las ojeras hinchadas, los pechos demasiado manoseados, todo parecía
derrumbarse a pesar de que Desi no había cumplido los treinta. El abuso del
alcohol y el perico le estaban también pasando factura.
Subieron a la cubierta más alta, envueltas en
sendas toallas a la espera de que la nave zarpara para dejar al aire sus
encantos como les habían ordenado. Vieron alejarse el deportivo de segunda mano
de Rober, que corría en busca de más incautas que llevar al huerto de otro,
cobrando él por el favor.
Un tipo gordo y fofo, calvo y resoplante, se
apeó de un flamante mercedes al final de la pasarela. Tras él, un coloso con
camisa hawaiana, pantalones cortos y la piel más negra que una blackcard de
Caja Madrid caminaba trajinando algunas maletas en dirección al yate.
Las chicas espiaban la arribada de los
invitados desde su atalaya. El gordito agitó la mano y se relamió con gesto
lascivo.
¡Hostia, tu,.! Yo me
pido al moreno,
saltó Jennifer en voz baja al oído de Desiré.
Por desgracia no entra
en el lote. Es un mandado, como nosotras. Se llama Omar y es el chico para todo
de Nacho. Se
entendía que Nacho era el nombre de cama del potentado, con quien Desiré tenía
ya un cierto historial de encuentros tempestuosos en un hotel de su cadena, un
crucero de placer y hasta los lavabos de una aeronave con destino a Londres.
Pues está que se rompe el tío. ¿Tú
te lo tiras también?
Insistió Jennifer curiosa.
Pues claro que no, pasmada! Me
mata Nacho si me ve en su cama y con un negro. ¡Tiene cojones..! Exclamó
Desi, muy ufana del machismo excluyente y xenófobo de Don Ignacio.
Jennifer le pellizcó el culo traviesa y su
amiga le arrancó la toalla de un tirón, dejando bien expuestos los rollizos
melones de silicona. El obeso invitado se maravilló de la aparición y puso los ojos en blanco en un gesto de
aprobación.
Jenni se cubrió con las manos dando la espalda
a los recién llegados.
¡Serás puta! Me voy a cagar en tu
muelas..
Jennifer y Desiré se conocían desde hacía diez
años; Desiré tenía dos más que su amiga. En el colegio habían cimentado una
sólida amistad, aunque sus vidas habían corrido paralelas hasta el día reciente
en que Desiré le propuso pasarse al “lado oscuro”, como llamaban irónicamente
al ambiente del puterío costero de lujo, de Denia a Torremolinos, en que Desi
militaba desde hacía dos años.
Siempre habían disfrutado de provocar a los
hombres y llevárselos al catre por capricho, por atracción o a cambio de unas
copas y una cena en algún local de moda. Pero Desiré había acabado haciendo de
su afición un “modus vivendi”, cosa que Jenni había rechazado hasta hacía una
semanas. Tuvo que ver en este cambio de actitud la ruptura con Jóse, un
pretendiente demasiado formal y riguroso para una chica tan pendón y alocada
como era la morenita.
Omar las miró sin mucha atención. Dos putas. Al
menos eran jóvenes y la morena era guapísima. A la otra ya la tenía vista. No
era muy guapa pero hubiera sido difícil encontrar otra mujer con semejante cara
de guarra, pensó. Muy bien. A él no le molestaban. Le gustaban las prostitutas.
Tenía mucho que agradecerles, pensó. Recordó su primera vez con una chica de
alquiler. Era pelirroja, holandesa o belga, no recordaba. Estaban en Marsella y
él tenía diecinueve años. Hacía dos que no estaba con una mujer. Antes había
tenido mucho sexo, pero no por dinero, en un hotelucho de mala muerte y con una
hembra blanca. La mujer le desnudó amorosamente y alabó su físico rocoso y su
enorme polla, claro está. Él empezó a desnudarla con manos impacientes, tanto
que las bragas quedaron hechas migas y la chica le pegó un buen puñetazo en el
hombro que él apenas notó, pero sus viejos instintos respondieron como
resortes: sujetó a la pelirroja por el cuello y la derribó sobre la alfombra. Iba
a darle el primer golpe cuando la chica le acarició la cara y se arrastró por
el suelo para pasarle la lengua húmeda por el glande, el tallo carnoso y los
soberbios testículos. No pudo pegarle. No pudo aplastarla con su peso y
violarla como fue su intención inicial. Aquella noche hizo el amor por primera
vez en su vida.
Luego repitió cientos de veces. Siempre
pagando. Descubrió el placer de dejarse amar por las dulces mercenarias y
olvidó todo lo que pensó que era el sexo entre los quince y los diecisiete
años.
De pronto reacciono. Estaba allí plantado en
medio del muelle con dos maletas en las manos y el gordo invitado de su jefe
contemplándole furioso desde el yate. Dejó sus ensoñaciones y subió al trote la
escalerilla.
Desiré y Jennifer estaban allí arriba, tumbadas
en sendas hamacas, bien untadas de protector 50 y degustando unas coca colas
zero bien fresquitas, mientras el yate de treinta metros de eslora y doce de
manga, con tres tripulantes, tres pasajeros y dos chicas de compañía a bordo,
se adentraba en aguas mediterráneas en la que iba a ser su última
travesía.
Eran las cinco de la tarde y el gordo seguía
reunido con Don Ignacio en su amplio y lujoso camarote. Las muchachas se habían
tenido que conformar con unos sándwich y unas ensaladas y dos latas de cerveza
sin alcohol además de unos yogurts light. Ahora Desiré dormitaba en la hamaca
cubierta con una toalla, ya que el sol se había ocultado tras las nubes y se
había levantado una brisa del norte muy poco agradable.
Jenni se aburría. El mar era muy bonito pero ya
llevaba siete horas mirando y empezaba a resultar pesado. Y estaba nerviosa.
Disimulaba gastando bromas y haciéndose la come-hombres con su coleguita, pero
hacía rato que una mano invisible le estrangulaba la boca del estómago. No
sabía qué iba a pasar ni cómo reaccionaría ella y tenía miedo. Nunca se había
acostado con hombres mayores, exceptuando el padre de Mari Llanos, su vecina,
que en las fiestas del barrio la había pillado por banda una noche de
borrachera y le había echado un polvo rápido que la había dejado indiferente.
Pero intuía que lo de hoy no iba a ser rápido ni inocuo. Había visto vicio,
maldad y algo peor en los ojos del gordo. Había visto crueldad. Ella no era
para aquel sujeto una persona, sino un aparador donde se exhibían dos
monstruosas mamas que excitaban a aquel desgraciado calvo. No podía imaginar
ninguna situación agradable en relación con semejante individuo y sabía que era
ella el plato reservado para el invitado importante en el menú de aquella
noche.
Se había puesto una camiseta roja de tirantes
para resguardarse de la brisa y un sombrero con una cinta anudada a la barbilla
para evitar que se lo llevara el viento. Una cabeza calva, negra y lustrosa
apareció a sus pies, seguida de un cuello de toro y una camisa floreada que ya
le era familiar. El negro Omar subía a cubierta, sin duda harto de vigilar a la
puerta del camarote a pesar de la evidencia de que nadie iba a molestar a su
patrón.
Llegó hasta arriba y Jennifer pudo recrearse
contemplando al hombrón. Medía un palmo largo más que ella descalzo. Porque iba
descalzo el hombre igual que Jenni y ésta se quedó pasmada por el tamaño de
aquellos pies, a juego con las manos.
“¡Madre mía! Éste calza un 53 por lo menos. Y
qué zarpas. Como sea verdad eso de que pies grandes, manos grandes….” Pensó.
Pero no había evidencias de la grandiosidad de sus atributos viriles, ya que
las bermudas holgadas dejaban este punto a la imaginación del observador.
El hombre se paseó por la cubierta sin darse
por enterado de la presencia de la chica. Buscó un asiento y se acomodó en el
sentido de la navegación, dando la espalda a las mujeres. Entonces reparó
Jennifer en que traía en la mano un libro y colgaban de su cuello poderoso una
gafitas mínimas que se encasquetó ceremoniosamente. Abrió el volumen y empezó a
leer.
A Jenni no le gustaba leer. Era una pérdida de
tiempo. Siempre hay alguien que te lo puede explicar o la televisión o la radio
acaban por contar todo lo que es importante. Quedó bien harta de los libros en
su poco lucida etapa escolar. Le extrañó que aquel tiarrón, guardaespaldas o
matón de discoteca, perdiera el tiempo miserablemente de aquella manera.
Pero la lectura fue la excusa para entablar
conversación.
Hola. Soy Jennifer,
pero me llaman Jenni. Tu eres Omar, me parece. Mucho gusto.¿Qué estás leyendo?. Se había recostado en la baranda
dejando sus piernas cerca del moreno y el tanga provocón a la altura de su
cara.
El hombre la miró con disgusto y habló con voz algo ronca y un fuerte
acento franco-africano. Me llamo Omar,
sí. No hace falta que sepas que es lo que yo leo. Es francés y aunque fuera
español, tú no entenderías nada. Y por favor, aparta tu culo de ahí que tú me
tapas la luz.
El chasco inicial no desanimó a la muchacha,
que se apartó como le ordenaban pero dio la vuelta para leer el título de la
tapa del libro.
Montaigne. ¿Qué es eso de
Montaigne?; ¿Una guía de los Pirineos?
Omar dio la vuelta al libro para ocultar la
tapa y miró a Jenni con una media sonrisa.
Mira, Jenni. ¿Es Jennifer, verdad?
Mira, Jennifer. Eres muy guapa y graciosa. Muy graciosa. Pero no estás aquí
para hacerme bromas a mí. Has de hacer otras cosas; Y no a mí. O sea. Déjame.
No molestes más y ves a descansar, que esta noche tendrás que estar.. ¿muy
fría? No, no. No decís así. Tendrás que estar fresca, eso es. Muy fresca.
Jenni tragó saliva y sintió subir unos
lagrimones a los ojos. Aquel bruto le estaba recordando precisamente lo que
ella quería olvidar.
Es que,.. no estoy muy segura de si
esto me va a gustar. No lo había hecho nunca antes y estoy un poquito .. estoy
cagada, vamos.
Para sorpresa del negro Goliat, una perla rodó
por la mejilla de la muchacha hasta que, como era de esperar, quedó estampada
contra una de aquellas ubres pletóricas, que detuvo su caída libre.
Dejando aparte el libro, Omar se quitó las gafas y habló con voz suave. Tú puedes estar bien tranquila: vas a
triunfar. Con ese cuerpo tuyo, más lo que llevas añadido, se volverán locos.
Agradecida por las palabras del hombre,
Jennifer dejó resbalar el culo por los barrotes de la barandilla y se sentó en
el suelo, a los pies de su consolador.
Ya sé que les voy a gustar. Lo que me preocupa es si ellos me van a gustar a mí.
Dijo con la voz algo quebrada.
Bien. A veces hay que hacer cosas
que no amamos, que no nos gustan.
¿Cómo decís…?
Sacrificarse.
Jennifer miró con curiosidad al moreno filósofo. Le tranquilizaban más su tono
de voz y su actitud que sus palabras, pero había dejado de llorar y estaba más
relajada.
Ese tío más gordo, el que venía
contigo..
Si. El signore Dino. Recuerda:
Signore Dino.
Pues el Señor Dino. Me parece una
mala persona. Me da miedo. Y el otro, tu jefe. No puedo saber cómo es porque no
te mira a los ojos. ¿No es verdad? Por eso me dan miedo.
¿Y yo? Observó Omar. ¿Yo no te doy miedo?
Jennifer desplegó su sonrisa deslumbrante. Hombre.. tú no, claro que no. Ya se ve que eres buen tío. Sólo con
mirarte lo sé. Es que yo soy un poco bruja, mi abuela me lo dice. “Niña, qué
ojo tienes con la gente”.
Omar miró a Jennifer de hito en hito. Pensaba que le quería tomar el
pelo, pero pronto comprendió que no, que la muñequita estaba hablándole con el
corazón en la mano. Bien. Pues ya está, dijo
él jovial Ahora tú te bajas a dormir un
pequeño rato y después a trabajar. Mañana estaremos cerca de la costa de Túnez.
Anclaremos, os dais un baño y todo lo que pase esta noche, olvidado. “Et Tant pis”
Jennifer necesitaba una muestra de cariño, ni
que fuera verbal y le salió del alma el abrazo al cuello y el beso en la negra
mejilla.
¿Ves cómo eres un sol? Contigo aquí
estoy tranquila. Y
ya alejándose hacia la escalerilla una última sombra le nubló la frente y
suplicó. Prométeme que esta noche
estarás cerca.
Él reflexionó un momento antes de contestar.
Finalmente exhibió sus dientes en una sonrisa un poco de compromiso y asintió. Estaré aquí. No te preocupes. Y miró
con más cariño que deseo las nalgas bailarinas que se movían en dirección al
camarote. Después abrió el libro y empezó a leer, pero antes de un minuto lo
había cerrado y su mirada se perdió en la inmensidad del mar, cada vez más
agitado..
Giró la
cabeza y se fijó en los blancos pies de Desi, dormida detrás de él.
Inevitablemente aquellos pies le recordaron a Merche, su Merche. Pies muy
blancos con uñas muy rojas. Merche, Mercedes los tenía así. Él se los había
frotado con cariño entre sus manos muchas noches de otoño e invierno, cuando el
delirio la hacía temblar de frío. Era una mujer excepcional. Su hermano, don
Ignacio le había ordenado a Omar que la vigilara y cuidara cuando se mudó a su
mansión de Torremolinos y él estuvo a punto de mandarle a la mierda y buscar
otro empleo. Pero un mes después su opinión había cambiado.
Mercedes era profesora de literatura en la
Universidad. A los cuarenta años era una mujer hermosa sin estridencias y una
profesional reconocida, además de una esposa feliz. Pero esto último se acabó
abruptamente. Mercedes descubrió que no podía soportar el desamor y buscó ayuda
en los psicólogos primero, en las farmacias después y en el tabaco y el alcohol
como recurso final. Sus mañanas en la apartada mansión de su hermano eran
relativamente tranquilas. Fumaba sin parar, leía y tomaba café. Era en esos
momentos cuando, en los descansos, se sentaba cerca del silencioso Omar y sacaba
a colación el tema de su última lectura, que el pobre hombre no podía ni
acercarse a comprender. Ella descubrió que Omar no era capaz de leer tres
líneas y se empeñó en remediarlo. Empezó a leerle pasajes de libros de su
biblioteca. Omar recordaba aquellas mañanas como las más felices de su vida.
Pero llegaba la tarde. Con el estómago lleno,
Mercedes tomaba su primera copa, normalmente coñac. Y luego otra y otra y otra
más. Entonces la profesora se transformaba en una siniestra miss Hide. Se
lesionaba, intentaba destruir su biblioteca, golpeaba a Omar cuando él la
contenía.
En esos momentos terribles, sujetándola en el
sofá, Omar hablaba hasta que ella se desmadejaba y finalmente se dormía. Le
hablaba de él, de su historia, como quien cuenta un cuento siniestro y
pavoroso, tan terrible que hasta la borrachera de Mercedes se aplacaba y
escuchaba con ojos vidriosos, sin hacer gestos ni comentarios. Finalmente se
dormía, pero él no paraba de hablar. Notaba que le hacía bien sacar de dentro
aquellos recuerdos de un pasado atroz y le resultaba fácil hacerlo con aquella
mujer borracha como único testimonio. Omar creía que ella no recordaba nada al
día siguiente, pero una mañana Mercedes se sentó en el sofá a su lado, le cogió
de la mano y rompió a llorar. Sólo dijo dos palabras “Pobre Omar”. Con esto
bastó para dar la vuelta como un calcetín a la mente del africano.
Sobre la segunda cubierta del yate “Bandido”
Omar volvió abrir su libro, pero no pudo
concentrarse más en la lectura, turbado por un presentimiento oscuro y ominoso.
A las nueve hacía tan mal tiempo que las chicas
tuvieron problemas para maquillarse. Habían dormido un par de horas y se
preparaban para el gran momento: La cena y la inevitable orgía náutica. Con los
vestidos y las sandalias de tacón parecían bastante en consonancia con aquel
lujoso cascarón que se agitaba como una coctelera.
A las diez las llamó Omar dando unos golpecitos
en la puerta. ¿Estáis preparadas,
chicas? Venga, que se impacientan.
Caminaron con dificultad junto a la borda, sujetándose
a la barandilla. En el último instante, Omar apretó la mano de Jennifer. Una
sonrisa y un gesto de ánimo. Ella se giró y le abrazó por sorpresa, estampando
otro beso en su mejilla. Gracias,
fue lo último que dijo antes de entrar
al lujoso camarote de Nacho.
La cena se sirvió sin novedad. Uno de los
tripulantes hizo de camarero con solvencia, aunque los bandazos de la nave
estuvieron a punto de provocar algún accidente. El menú era sabroso pero poco
trabajado. Se habían limitado a pasar por la plancha varias docenas de gambas,
cigalas y calamarcillos y a servir dos docenas de ostras vivas con las
rodajitas de limón correspondientes. El Signore Dino insistió en abrir un par
de botellas de Lambrusco que había traído, para disgusto de Ignacio que tenía
preparadas otras dos de champaña francés de primera categoría.
Una hora después no quedaba ni gota de las
cuatro botellas y Desiré e Ignacio ya despelotados se embestían con saña sobre
el amplio sofá de piel del fondo del camarote. Tímida, Jennifer se acercó al
gordo glotón para cumplir su cometido orgiástico. Dino le hizo poco caso, pero
cuando ella le rodeó con sus brazos y fue a besarle la oreja, él se desasió de
malos modos y condujo la cabeza de la chica hacia el lugar donde quería recibir
sus muestras de afecto, es decir, su bragueta.
La chica ponía voluntad, pero el alcohol
ingerido y la edad provecta del personaje hacían imposible que su indolente
pito estuviera a la altura de las circunstancias. Y aquello empezó a enfurecer
al individuo, que veía cómo su anfitrión no paraba de follar a la rubia en
todas las posturas del Kamasutra y algunas de cosecha propia. La furia del
cliente se convirtió en un trato cada vez más vejatorio con su empleada.
Cayeron algunos pescozones y un tirón de pelo que cegó de rabia a la pobre
muchacha que estaba poniendo todo su empeño en la empresa, venciendo la
repulsión que el fantoche le provocaba.
Así que cuando el brazo peludo la levanto en
vilo estirándole de los cabellos, la chica no se pudo contener y clavo las uñas
de una mano en él, mientras golpeaba con la otra el moflete flácido del
italiano.
“¡Porca putanna!”. El tío se encrespó al ver sangre en su antebrazo. Ahora verás como sí que se me levanta. I lo
vas a lamentar, desgraciada.
Dino tendió a la chica sobre el mantel, sin
importarle que la cara chocase contra las cáscaras de las ostras y los restos
de las cigalas se le clavaran dolorosamente en sus recién estrenadas tetas.
Echando mano a los mofletes del culo de Jenni, que eran naturales y de la mejor
especie, Dino se dispuso a encular a la chica, no con su ineficaz instrumento,
sino con tres gruesos dedos de la mano derecha. Ella se rebeló como una gata
pateando y lanzando cubiertos y platos hacia el hombre que la sujetaba por el
cuello manteniéndola por la fuerza sobre la mesa.
¡Pero, bueno! Se acercó Ignacio entre disgustado y
divertido, ¿Qué clase de pantera nos has
traído, Desiré? Vamos a pasar un buen rato, me parece. Porque yo soy domador de
fieras, ¿sabes, bombón? Y mientras hablaba, pellizcó con fuerza el grueso
pezón de la morena, arrancándole un quejido lastimero. Espera, Dino, que vamos a hacer bien las cosas. Y abrió la puerta
del camarote en busca de su ayudante.
¡Omar! ¿Dónde estás, coño? ¡Omar!
El guardaespaldas se personó con cara de preocupación.
¿Hay problema, jefe?
No, no. Todo muy bien. Oye, quiero
que me subas de la bodega aquella caja roja grande que hay encima de las
botellas de vino. ¿Sabes la que digo?
Omar asintió. No podía ver qué pasaba dentro
del camarote, pero intuía que algo no iba tan bien como decía su patrón.
Jefe, debería dar un vistazo arriba.
Esos tres marinos imbéciles han bebido mucho y mire cómo está la mar. Empiezo a
preocuparme. Yo creo que han perdido el rumbo hace rato.
Ahora estoy liado. No tengas cuidado
y sube la caja. El barco puede navegar automáticamente.
Omar volvió a los cinco minutos. Le había
echado un vistazo a la caja y no le había gustado conocer el contenido.
Cadenas, esposas, mordazas, un látigo de cuero y una especie de bastón con
punta. Demasiados recuerdos, aunque el Omar adolescente no necesitaba de
aquella chatarra para hacerle pasar un mal rato a las mujeres que se le ponían
a tiro. Con una correa, dos cuerdas y sus manos se bastaba para domar a
cualquier hembra y gozar de ella
salvajemente. Y después.,, Omar sintió un mareo que nada tenía que ver
con los bandazos cada vez más fuertes del bajel. ¡Por Dios! ¿Qué le pasaba? Se
estaba volviendo mariquita. Le vino al recuerdo aquella película del gánster
que sufre crisis de pánico. Que no puede ya matar, mutilar, torturar impasible
a sus víctimas. ¿Era ése ya su caso? No. No podía ser. Él seguía siendo
un profesional valioso y su valor estaba en su brutalidad absoluta. Su pedigrí venía dado por su pasado.
Hacía quince años que no había matado a nadie, pero podía acreditar cientos de
cadáveres, amontonados en su adolescencia, como garantía de su profesionalidad.
Mercedes le dijo un día, cuando ya se acercaba el final, que estaba curado,
curado de todos sus pecados. Él le dijo que seguro que sí y le besó en la
frente. Caridad con una amiga que agoniza. O quizás no, quizás tenía ella algo
de razón. Esperaba que no fuera así. Con casi cuarenta años no pensaba cambiar
de trabajo.
Entregó la caja con expresión seria y se tuvo
que retirar sin poder atisbar la escena que tenía lugar en el interior.
Decidió subir de nuevo al puente de mando. Dos
de los tripulantes estaban allí discutiendo. Al parecer había habido algún
fallo eléctrico que había afectado al equipo. Pudo deducir que, como él había
imaginado, el barco iba a la deriva en aquel momento.
Bajó a la cubierta para informar a Ignacio.
Casualmente pasó por delante de un ojo de buey que daba al interior del
camarote, así que se detuvo para echar un vistazo. La escena que presenció le
hirió profundamente, no sabía bien porqué. Habían retirado el mantel con los
restos de la cena y habían inmovilizado a Jennifer con las esposas y grilletes
que él había traído de la bodega, en la misma posición que antes. Pero ahora el
italiano se estaba ensañando con la picana sobre las nalgas de la joven, que
gritaba de dolor y de rabia. Sin embargo, ya se observaba una media erección en
la polla del verdugo, lo que decía mucho de los gustos del signore Dino.
Desiré estaba aferrada al brazo de su amante
ocasional, gritando, suplicando seguramente que dejaran en paz a su amiga, pero
Ignacio se reía con ganas mientras con el látigo amenazaba, medio en broma
medio en serio, a la rubia.
Omar giró la cabeza y se recostó contra el
panel. Apretó los dientes. No se imaginaba que aquello iba a pasar, pero él ya
no podía hacer nada. Si hizo alguna promesa a la chica fue para que le dejara
en paz. ¡Estas putas! ¡Pesada, entrometida, medio retrasada seguramente! Ya
sabía en lo que se metía. Si no obedece, es normal.. Ellos pagan, por tanto,
mandan..
Sin embargo él adoraba a las putas. Ellas le
habían redimido, le habían mostrado un camino desconocido de sexo dulce y
cariñoso, sin violencia ni dolor. Que fuera pagado con dinero no tenía
importancia. Pensaba siempre que el cariño de los demás nunca es gratuito, ¿por
qué habría de serlo hacer el amor con una mujer?
En medio del fragor de la tormenta, una humedad
salada se escurría por su mejilla. El viento sin duda. Pero ¿Qué demonios le
estaba pasando? Era esa mierda de la lectura. ¡Vaya vicio! Leer es peligroso.
Al final lleva a pensar. Y ese tipo, Michel Montaigne, le rompía los esquemas.
Era el último libro que Mercedes le regaló : las memorias de Montaigne, en
francés, lo que facilitaba la comprensión . ” El hombre es capaz de todo lo
malo y todo lo bueno”. No “el hombre” en general. Un hombre, él mismo, quizás,
puede obrar el mal y el bien, puede hacer que la humanidad avance o retroceda,
que triunfe la virtud o el vicio. ¡Sacre bleu! ¡Menudo bandazo acababa de dar
el barco!
Él ya sabía qué era el mal. Él era el mal. Los
actos que él había cometido en su juventud, harían parecer a aquel gordo
mafioso y su atildado anfitrión dos boyscouts traviesos..
Pero desde que entró en casa de Ignacio,
conoció a Merche, y empezó a escuchar sus lecturas primero y a leer con ella
después, todo cambió. No de golpe. Poco a poco. Empezó a plantearse dejarlo
todo. Empezó a necesitar olvidar. Incluso empezó a necesitar algo impensable,
inaccesible y quimérico. El perdón. Quería perdonarse por lo que había hecho, o
al menos conseguir el perdón de su maestra, Merche..
Mercedes era una mujer culta y
bella que había destruido su intelecto y su belleza a lingotazos de
güisqui de malta.. Él no entendía mucho de lo que Merche le leía al principio,
hasta que los conceptos fueron calando lentamente en su mente, embotada por la
violencia, pero lúcida y ágil, adiestrada por toda una vida de peligros.
Y se habían amado. Si, de forma extraña,
peculiar, viciosa incluso, pero ¿Qué amor auténtico no lleva implícitas la
perversiones de los enamorados? Ella se iba emputeciendo en el trato, siempre
bajo los efectos del malta de doce años. Hablaba cada vez de forma más soez y
exigía ser tratada como una prostituta barata. Él se esforzaba en fingir
brutalidad sin llegar a ejercerla jamás de forma real. Simulaba azotainas y
penetraciones salvajes, cuando apenas frotaba su enorme falo contra la seca
vulva de la alcohólica. Era sexo salvaje pero sin orgasmos ni penetraciones.
Una dramatización, un psicodrama que atemperaba la tormenta emotiva en la mente
de la mujer, que se iba degradando de forma galopante.
La bronquitis crónica, la diabetes y la úlcera
de estómago competían por el trofeo de la vida de Mercedes, pero fue finalmente
el corazón quien les ganó la partida a todos por media cabeza en la recta
final.
Los últimos días Mercedes buscaba a Omar
encelada y ansiosa. La brutalidad del secuaz de su hermano era su mejor
anestesia. Le exigía ya abiertamente que hiciera con ella las mismas
barbaridades que él le había confesado cometió con muchas mujeres en un pasado
ya remoto. “¡Por el culo, cerdo. ¿Cómo
puedes ser tan maricón? Fóllame el culo! Vamos, ¡Mátame, párteme en dos!” Desnuda
y ebria, separando sus blancas nalgas con manos temblorosas, Mercedes se
ofrecía a él como un animal salvaje, loca de desesperación. Y el coloso de
ébano sentía que se le partía el corazón al ver a su maestra en ese estado.
“¡Omar, fóllame,
párteme el culo!!”
Era ya un grito ahogado por un llanto incontenible. Aquella noche, la última
noche, Omar se llevó en volandas a Mercedes a la cama y permaneció tendido a su
lado hasta que notó la ausencia de la respiración. La llamó y no tuvo
respuesta. No avisó a nadie. Se pasó la noche llorando en silencio abrazado al
cadáver cada vez más frío de su amante. ¿Qué miedo, qué asco le iba a producir
un cadáver, a quien había pasado años envuelto en sangre y muerte?
En medio del ruido ensordecedor de las olas,
otro grito ahogado por las lágrimas llegó a sus oídos,. “¡Omar!, ¡ayúdame! ¡¡Omar!!” Con la ira en los ojos enrojecidos,
Omar abrió la puerta del camarote de un tirón. La acción se congeló de pronto.
Los mocos y las lágrimas en la cara de Jennifer, la picana en el puño del
italiano, estupefacto, viendo perdida súbitamente la modesta erección de su
asqueroso pito, Desiré deshecha en llanto, con una marca roja cruzándole los
pechos y el señor Ignacio boquiabierto, asombrado, quizás inquieto. ”El negro
se ha rebotado. ¿Qué será lo que quiere el negro?”. Pero no articuló palabra.
Omar avanzó con el brazo como un tronco extendido para desarmar al sádico
seboso, pero nunca llegó a tocarlo.
Un golpe horrísono, como el choque frontal de
dos trailers lanzados a tumba abierta, paralizó al gigante y una especie de
montaña rusa se apoderó de la cabina, lanzándola con todo su contenido hacia
arriba y hacia abajo en rápida sucesión.
Rodaron todos por el suelo excepto Jennifer, encadenada a la mesa que estaba
fijada en el suelo, mientras veinte mil
litros de agua entraban atropelladamente por la puerta abierta del camarote.
Desiré intentó levantarse pero la turbulencia
la volvió a lanzar al fondo de la cabina. Omar se arrastró hasta la mesa y
empezó a liberar a la cautiva de los grilletes y cadenas. El agua los estaba
machacando, como si hubieran dejado abiertas cien duchas de alta presión. Dino
e Ignacio se debatían sin otro objetivo que salir de aquella húmeda tumba, sin
importarles la suerte de las dos mujeres. ¡Negro,
cabrón! Clamó el patrón del
malogrado yate. ¡Ayúdame a mí y no a esa
puta!
Pero era ya demasiado tarde. Una nueva tromba
de agua llenó el habitáculo sumergiéndoles a todos. Omar se debatía luchando
por abrir el último grillete mientras Jenni contenía el aliento con los ojos muy
abiertos y los cabellos ridículamente extendidos, removidos por el torbellino
de agua que estaba asfixiando a los cinco ocupantes del camarote. En un gesto
desesperado, el hércules de ébano tensó todos sus músculos y desencajó del piso
las patas de la mesa, dejando libre in extremis a la pobre chica que nadó hacía
la puerta, situada ahora en donde debía estar el techo.
Omar no era buen nadador, pero sacando fuerzas
de donde ya no había, consiguió llegar a la puerta, que Jenni mantenía abierta
con su cuerpo medio dentro, medio fuera.
¿Y Desi? ¿Dónde está
mi amiga? Omar no
podía casi respirar, menos contestar a la pregunta de la chica. Ella no esperó
respuesta. Se lanzó de cabeza hacia el sumidero y buceó a tientas, sin
distinguir nada. Tocó una cabeza calva e inmóvil y apartó la mano con
repulsión. Desiré estaba un poco más abajo. Ya no se movía, pero Jennifer tiró
de ella desesperadamente hasta sacarla a
la superficie. Omar les tendió la mano desde la escotilla y tiró de la rubia
hasta sacarla de allí. Después hizo lo mismo con Jenni. Con Desi en brazos de
Omar, los tres avanzaron como pudieron con los pies en las mamparas y la
barandilla sobre sus cabezas.
El barco había dado dos golpes más. Ahora se
había hundido en unas tres cuartas partes, escorándose hacia estribor. Pudieron
ver por un momento tres altos arrecifes batidos por las olas. Contra ellos
había chocado el yate, pero ¿Dónde estaban? Cerca de una costa sin duda, pero
¿Cuál?. Entonces una ola mucho más grande que las anteriores levantó el cascarón
como un niño que juega con una pelota de tenis y propinó así el golpe final,
definitivo, al maltrecho buque.
Jenni salió volando por los aires y vio a Omar
con los ojos dilatados por el pánico que, a pesar de todo, no había soltado a Desiré. “Vamos a caer al
mar” fue lo último que pensó antes de chocar contra algo durísimo, primero con
las rodillas, luego con las manos, después con sus potentes airbags pectorales
y finalmente con la cabeza que rebotó como un melón. “Pues no es el mar” fue lo
último que pensó antes de sentir que el mundo se volvía una tiniebla densa y
cesaba el fragor de las olas, las chasquidos del casco, cualquier ruido. Nada.
Un silencio sobrecogedor la envolvía.
Cuánto tiempo pasó es algo que no podía ni
imaginar Jennifer. Abrió los ojos con dificultad y notó que estaban llenos de
tierra. Cerró las manos y sintió escurrirse entre sus dedos puñados de arena
fina. Se palpó el cuerpo. Estaba desnuda, como cuando cayó del yate que se
hundía, pero completamente seca. El pelo apelmazado por la arena y el salitre.
Miró hacia arriba. El sol estaba saliendo por el horizonte, ¿o se estaba
poniendo?. ¿Cómo saberlo? Esperando unos minutos, pensó. Aquí, quieta. Sin
mover un músculo. Sólo los párpados. Se está poniendo. Había bajado un poco.
Por tanto llevaba más o menos veinte horas allí. Con cuidado se incorporó con
una extraña sensación de irrealidad. Delante de ella estaba el mar. Y
alrededor, una pequeña playa de arena blanca. Detrás, apenas diez metros a su
espalda, comenzaba un bosque de pinos y algunas palmeras enanas. A derecha e
izquierda, rocas. Acantilados bajos cubiertos de matorral. A su derecha
distinguió algo medio tapado por el arrecife. Se atrevió a ponerse en pie.
Tenía las rodillas entumecidas y le dolían
un montón los pechos y las palmas de las manos, pero no vio lesiones
graves. También le dolía la cabeza.
Fijó la vista entornando los párpados. Era el
yate. O lo que quedaba de él, apenas un par de metros de la popa sobresaliendo
entre las mansas olas.
“Estoy sola, Dios mío. Estoy sola en este
lugar!”, empezó a cavilar con desesperación. De pronto le dolía más todo el
cuerpo y sólo quería dejarse caer y volver a perder el conocimiento. Oyó una
voz. De mujer.¡¡Jenni!! ¡Estamos
aquí!¡Ahora vamos!
Casi llorando de emoción, vio salir de entre
las rocas la figura de su amiga y, tras ella, aquel coloso de chocolate que la
había salvado. Se lo había prometido y había cumplido. “Estaré a tu lado” dijo.
Y había aparecido en el momento preciso. Bien, quizás el momento preciso era
media hora antes, cuando aquellos hijos de la gran puta habían empezado a
zurrarle y a castigarle el culo con aquel trasto infernal, pero finalmente
había venido y la había salvado. Corrió hacia ellos y les abrazó, todos con el
agua ya por la cintura.
Omar estaba tranquilo, como si no hubiera
pasado nada y Desiré muy emocionada, lloraba sin parar.
Te habíamos dejado un rato sola para
sacar cosas del barco antes de que se acabe de hundir. Mira. Había muchas latas
y un encendedor. Está mojado, claro, pero cuando se seque, funcionará, seguro. Desire hablaba con una convicción
sorprendente, como si hubiera leído el porvenir en los posos del té.
Abrazada a sus amigos, Jenni lloraba de
alegría. Caminaron hacia la playa de nuevo.
Vamos al bosque.
¡Verás qué chulo!
Dijo Desi, tirando del brazo de su amiga. Caminaron por el bosquecillo unos
cincuenta pasos y oyeron el rumor inconfundible de un arroyo.
¿Será posible? Se asombró Jenni. ¡Pero qué buena suerte! Un arroyo tan cerca
del mar.
Si. Desemboca allí abajo, más allá
de aquellas rocas,
señalaba hacia el norte su amiga.
Jenni bebió hasta hartarse y empezó a echarse
agua con las manos para eliminar la arena pegada a la piel.
No pierdas el tiempo. Vamos más
arriba y verás,
recomendó Desiré.
En efecto. Cincuenta pasos más y el arroyo se
hacía más ancho, hasta llegar a una pequeña cascada de la altura de Omar,
encima de la cual el agua se remansaba en un estanque de unos cinco metros de
diámetro. Jennifer se lanzó a nadar con placer y la arena se disolvió en un
minuto dejándola limpia y reluciente.
Desiré la acompañó aunque sin tirarse a la
parte honda. Nadar no era una de sus habilidades.
Jennifer salió del agua escurriéndose el pelo.
Omar se había sentado en la orilla y las observaba a las dos con aire paternal.
Oye, estamos aquí en cueros. ¿No
habéis salvado ninguna ropa del naufragio? Omar nos está mirando mucho y no
debe ser de piedra el pobre. Dijo a media voz Jennifer
No, no hace falta vestirnos. Con él
estamos seguras. Es un pedazo de pan.
¿Quieres decir que es gay?
No,
no. Eso no. Pero es un buen hombre, como tú dijiste. No nos hará daño.
Seguro.
Omar se incorporó y su espectacular anatomía
planeó sobre el pequeño lago. Llevaba una camiseta blanca y las bermudas.
Jennifer observó que ahora sí que se marcaban un poquito sus genitales, como si
no le fuera tan indiferente a la desnudez de sus compañeras de infortunio como
decía su amiga.
Parece que me vuelve a doler todo el
cuerpo, comentó
Jenni algo preocupada. La cabeza, tengo
como una aguja aquí clavada, en la sien. ¡Que dolor, oye!
Desiré no hizo caso y se acercó al hombre,
susurrándole algo al oído. Él asintió con una sonrisa y Desiré se volvió hacia
su amiga.
Damas y caballeros. Para su
diversión y su placer, vamos a descubrir uno de los secretos mejor guardados de
nuestro siglo. Atención señoras y señores. Ante ustedes, la polla de Omar. Y de un brusco tirón, hizo caer las
bermudas hasta los tobillos y tiró hacia arriba del faldón de la camiseta que
cubría las vergüenzas del africano.
¡Serás…! Exclamó Jennifer. Mira que te gusta montar números. Giró
la vista y calló. ¡La puta madre! Pero eso ¿era real?. Ante ella se agitaba majestuoso
un carajo de tamaño desmesurado., escoltado por dos huevos si no de avestruz,
al menos de águila real.
A ver, la señorita de
la tercera fila, la de los melones.. Si, si, tú cielo. Jenni se señalaba a sí misma ilusionada
y miraba hacia atrás y a derecha e izquierda, para confirmar que se dirigían a
ella, siguiendo la broma.
Vamos, suba al escenario. Ha de
comprobar usted que esto no es de pega. No hay trampa, ni cartón, ni tampoco
silicona, cosa que no todos pueden decir, ¿verdad? Venga, no se enfade,
preciosa. Puede venir y tocar, tocar, besar, chupar, lo que le parezca
conveniente. Y verá cómo crece y crece y crece.
Desiré empezó a agitar el pene como si le
sacudiera el polvo, mientras su dueño se partía de risa. Jenni llegó a la
altura de sus amigos y sujetó aquella enorme cosa entre sus dedos. Una mano de
cada una la envolvía y, sin embargo, el rosado capullo seguía bien visible al
final del tallo.
Sin ningún reparo, Jennifer acercó
la boca al extremo del pene y lo besó y lamió como si fuera un enorme caramelo
de fresa. Notó unas pequeñas descargas en la mano. En efecto. Aquello
crecía.
Omar habló por fin con tono de feriante . Como os he salvado a las dos,
anunció, ahora me pertenecéis. Por
tanto, puedo ordenar y ordeno.. que me hagáis una buena mamada. Y se echó
hacia atrás quitándose la camiseta y lanzando al agua el pantalón con la punta
del pie. Quedó al descubierto una extraña cicatriz del tamaño de un puño, a la
derecha del pecho acerado del africano.
Desi se lanzó decidida a obedecer a
su tiránico socorrista. Tomó el badajo con decisión y lo hizo bailar como un
títere. Venga, Jenni; que yo solita no
voy a poder..
Jenni chapoteó hasta su salvador y sintió que
Omar no le daba miedo. Su pene tampoco. Le parecía impresionante y
espectacular, pero dulce y cariñoso, como uno de esos perros peludos enormes
que juegan con los niños. Así que besó el hociquito rosado del monstruo de
ébano y luego le pasó la lengua por encima con gesto travieso.
Se fueron turnando para chupar la punta y lamer
el tallo y los gordos y negros testículos, viendo como el miembro se hinchaba y
se hinchaba, aunque, afortunadamente, ya
no creció mucho más en longitud.
Cuando Omar gimió con mayor intensidad, las
chicas empezaron a masturbarlo a cuatro manos utilizando como lubricante toda
la saliva vertida. ¡Ya está! Bramó
él. ¡Me corro!. Y vaya si era
cierto. Parecía que una botella de yogur con gas se hubiera reventado y el
contenido saliera volando a presión por la grieta. Las dos chicas procuraron
regarse bien con aquel torrente y después se frotaron una a otra las tetas y el
vientre para aprovechar las propiedades nutritivas de aquella leche hidratante
de origen orgánico.
Esto me recuerda aquella peli, ¿Cómo
se llamaba? Ah, sí, “El lago azul”, comentó Jennifer.
Bueno, no es lo mismo. Tu y yo no
somos vírgenes ni nos vamos a quedar preñadas y Omar se parece al yogurín aquel
como un huevo a una castaña, nunca mejor dicho, corrigió Desiré.
Bueno pues digamos que
es “la charca verde”,
remató ingeniosa la morenita sumergiéndose en la misma para eliminar su
mascarilla de semen.
Me siento muy rara,
tía. Aquí bañándonos y jugando con éste, como si fuera un muñeco gigante. Si
hace menos de un día estábamos a punto de morir… Jenni estaba tendida sobre unos
puñados de pinocha junto a un pequeño fuego donde se asaban unos cuantos peces
ensartados en ramitas. El
mechero se había secado y funcionaba y los peces habían caído arponeados por
Omar con una especie de venablo que había fabricado con una rama seca.
Es como un sueño,
Desi. ¿Tú no lo ves así? Desi no parecía preocupada en absoluto. Sonreía enigmática sin
responder y vigilaba el punto del pescado que sería su cena. Abrieron una lata
de maíz y otra de judías verdes que calentaron al fuego directamente.
Omar llegó con las manos llenas de unas bayas
gordas como cerezas. Esto es el postre,
anunció sonriente. Su carajo descomunal seguía libre de telas, oscilando entre
sus fuertes muslos.
Así que cenaron alegres, dando gracias por su
suerte. Era hora de dormir aunque no tenían mucho sueño. Echaron más leña al
fuego y se agruparon en círculo en torno a él.
¿Cómo llegamos aquí?, preguntó Jenni. No recuerdo nada más que el golpe, la oscuridad…
Omar nos rescató de los arrecifes, informó Desi. La marea bajó y pudo sacarnos fácilmente.
Pero fue un milagro que no nos
rompiéramos la crisma. Yo noté un dolor en la cabeza, aquí.. Bueno, aún me
duele. Pareció
faltarle el aire.
Estás bien, mi amor. Desi abrazó a su amiga y la lleno de
besos. Venga, Omar; Cuéntanos algo que
no tenemos sueño.
El hombre estaba tumbado sobre un montón de
hojas secas jugueteando con su polla, a modo
de porra. ¿Qué queréis que os
cuente? Yo no sé historias.. Sólo la mía, y casi se me ha olvidado también.
Podrías hablarnos de esa cicatriz, propuso Jennifer. Es enorme. Debió de dolerte mucho.
Omar se tocó el pecho con cierta nostalgia. Si. Mucho dolor. Antes y después. Mucho dolor. Aún tengo trocitos de
metralla aquí.
¿Metralla?¿Eso te lo hicieron en la
guerra? ¿Cuántos años tenías? Desi estaba impresionada.
Diecisiete años. Omar se había soltado la polla y
acariciaba con la mano la cabeza de la rubia con un cariño fraternal. Era muy joven. Me hirieron y acabé en un
hospital de campaña. ¿Conocéis cascos azules? Ellos me curaron. Luego vinieron
misioneros; Franceses. Me llevaron con ellos a un campamento donde había muchos
jóvenes como yo. Luego pude ir a Francia a estudiar. Estuve con esos religiosos
y luego encontré trabajo con unos traficantes. Movíamos toda la coca de Marsella a Nápoles
¡Vaya! ¿te
recomendaron los curas? A Jenni le hacía gracia la solemnidad de Omar i lo fantástico del
relato.
No. Yo me presenté y me escogieron. Los curas no supieron nunca que yo
no seguí trabajando en aquella gasolinera. Ese trabajo me lo consiguieron
ellos, sí. Pero no era para mí. Mejor llevar droga que vender gasolina. Muy
aburrido, gasolina.
Jenni se recostó sobre el hombre y le acarició la cicatriz con
veneración. Por eso decías que no eras
tan bueno como yo pensaba. Pero no es tan grave. Ahora ya no vendes droga.
No. No es por eso que
yo decía que no era tan bueno. Es por cosas que pasaron antes, cosas que yo
nunca hablo…¿Pero que haces tú? Omar se interrumpió y miró hacia abajo. Desiré se había metido entre
sus flexibles tetas el inmenso pollón y estaba masajeándolo con afecto.
Miraba si la podía
abarcar. Mira. Y empezó a masturbar a la cubana
al hombre, haciéndole perder el hilo del relato.
Ya está bien. Me habéis vaciado hace
un rato. ¡Ahora a dormir!
Ja,ja. Nada de eso,
listillo. ¿Y nosotras, qué? Mira a la pobre Jenni. Parece una fuente. Y le pasó los dedos por la raja a
su amiga, frotándolos después muy cerca de la cicatriz del pecho del hombretón,
que quedó bastante húmedo verdaderamente.
Jenni se echó a reír pero tuvo que reconocer
que estaba cachonda desde la tarde. Buscó la boca de grandes labios de su
salvador y le obsequió con un morreo de campeonato, mientras su amiga seguía
sacándole lustre al manubrio con sus dos suaves esponjas.
Cuando el pene alcanzó la dureza requerida,
Jenni se encaramó sobre él, mientras Desi lo sujetaba con la mano, guiándolo a
su destino ineludible. Sintió la morenita que le iba a reventar el chocho con
aquella herramienta perforándolo, pero se puso a trabajar con voluntad para
acomodarlo y consiguió encajarse más de la mitad, aunque pudo advertir que era
imposible ir más allá.
¡Ahora verás qué
diver! Anunció
traviesa la rubia. Y cerrando la palma de la mano sobre la parte del pene que
no había podido penetrar, empezó a comprimirla y soltarla. Aquello provocó
oleadas de placer en la vagina de Jennifer, que notaba cómo sus paredes eran
presionadas con fuerza una y otra vez, con un ritmo variado pero siempre
creciente, lo que la estaba poniendo loquita.
Omar estaba muy tranquilo. Después de la
mega-corrida del estanque podía resistir un buen rato de follisqueo sin perder
la compostura, así que se puso las manos tras la nuca y dejo a las chicas jugar
con su instrumento con toda libertad.
Cuando Jenni se corrió, le sorprendió sentir la
boca de su amiga chupeteando sus pezones y luego besándola con pasión.
¡Hostia, Desi! ¿Eres
bollera también? Creía que sólo te iban las pichas. Se extrañó Jenni, aunque sin dejar de morrear
a su amiga y ofrecerle los pechos para lo que gustara.
Me vas tú, cabrona. Me vas de toda
la vida. Y ahora me apetece hacerlo contigo. ¿Y a ti?.
Bueno, Jennifer dudó un momento. Finalmente se
decidió. Mientras tenga dentro este
trasto no puedo negarte nada. Y se puso ella también a lamer y pellizcar
los senos de la rubia, algo más caídos, pero muy voluminosos, sin dejar de
cabalgar el gran cipote negro.
¡Vale lista!, a Desi le podía la pasión, pero luego me toca a mí meterme el
consolador.
Y así se
fueron turnando en el uso del grueso aparato sin dejar de prodigarse caricias
la una a la otra.
Por fin Omar manifestó que ya tenía la olla a
punto de explotar y preguntó quién quería ser la afortunada que recibiera la
descarga. Jennifer cedió a su amiga el honor y el hombre se incorporó pidiendo
a la elegida que le ofreciera su vagina en la posición de cuatro patas, para
permitirle así moverse a su gusto con el fin obtener mayor placer.
Jennifer se asustó un poquito. Aquel Hércules
bombeando a toda velocidad el chichi de Desiré podía provocar un accidente, pero
su amiga se colocó en la posición canina muy tranquila, pidiéndole a la
morenita, eso sí, que se pusiera debajo de ella y la abrazara y diera consuelo
si la cosa se descontrolaba.
Empezó Omar con un vaivén suave, acompasado,
como si montara una yegua joven y no la quisiera encabritar antes de tiempo.
Luego subió el ritmo. Jennifer se pegó a su amiga, que bajó sus pechos hasta
apoyarlos en la firme aunque postiza delantera de Jenni . Ésta oyó un gruñido
sordo salir de la garganta de Desi y sintió los dientes de ésta cerrarse sobre
su hombro, que se estaba llenando de babas. Luego un quejido largo, como de un
niño que patalea contrariado por su madre. Los envites se trasmitían haciendo
removerse las cuatro tetas unas contra otras sin orden ni concierto. Desiré se
incorporó negando con la cabeza, con los ojos cerrados y la boca abierta
regando de saliva el rostro de su expectante amiga.
De pronto la penetrada se irguió sobre sus
brazos y Omar puso la sexta marcha. Las tetas de la rubia, algo péndulas, empezaron
a bailar salvajemente al compás de las penetraciones, con un ritmo
enloquecedor. En aquel momento, casi toda la polla estaba entrando hasta el
fondo y el vientre de la mujer se expandía a cada golpe amenazando desgarrar la
matriz.
El negro copulador se corrió en silencio pero
con una intensa tensión de los músculos, comprimiendo con los dedos las nalgas
blancas y opulentas, que se tornaron azules en algunos puntos y la joven se
desplomó sobre su amiga, casi inconsciente, con una sonrisa desmayada en los
labios.
Las dos muchachas se abrazaban al inmenso
tórax. El olor intenso a macho le entraba a Jennifer por la nariz y le hacía
olvidar la jaqueca que a ratos le aquejaba desde el naufragio.
Omar, antes no has explicado lo que
te pasó. ¿Por qué dices que eras malo? ¿Eras un niño travieso? Preguntó Jenni pasando los dedos
por la cicatriz.
Era un niño soldado.
¿Sabes lo que es eso?
La voz sonaba tan profunda como si saliera del pecho y no de la boca del
hombre.
Si, un poco. Algo he
oído. Jennifer
abrazó más fuerte a Omar y miró a Desiré a los ojos. Los tenía abiertos y
escuchaba con atención.
Mis padres fueron asesinados. A mi
madre… bueno, es igual. Nos cogieron a mí y a mis dos hermanas. Yo tenía
catorce años y ellas dieciséis y dieciocho. Ya no las he visto más. Se las
llevaron lejos, cambiaban mujeres por armas y otras cosas. Con señores de la
guerra. Yo fui a un campamento. Ya era muy alto. Me enseñaron a usar armas.
También machete, hacha,.. Luego pasó tiempo. Un día atacamos un poblado y yo
demostré que había aprendido. Disparar, cortar cabezas y a las chicas,.. Bueno
eso ya sabéis. Yo era joven y tenía deseos. Me enseñaron que podía quedar
satisfecho con chicas que hacíamos prisioneras. Matar y violar. Pronto me hice
muy alto y fuerte. Y muy salvaje. Tenía siempre deseos. Mataba, mutilaba y me
llevaba a las mujeres para divertirme. Luego las vendíamos.
Las dos muchachas escuchaban en silencio y con
los cuerpos tensos, abrazadas cada vez más fuerte al monstruo que se les estaba
revelando, como si buscaran protección en el peligro mismo.
Yo era jefe de un grupo cuando me
hirieron. Los misioneros me ayudaron mucho, pero yo sólo fingía. Quería
venir Europa y vivir mejor. Sabía que
aquí yo sería muy valioso. Enseguida entré en una banda. Ya no necesitaba
matar. Bueno, no siempre. A menudo pegaba palizas, rompía huesos. Pero ya no
violé más a mujeres. Conocí las putas. Mejor que violar, ir con putas. Omar besó a Desiré y a Jennifer
atrayéndolas hacia sí.
Jennifer se sintió extrañamente relajada al concluir la historia. Hasta
con ganas de bromear para aliviar la tensión. Oye que la puta es ésta. Yo técnicamente aún no lo soy, porque al
marrano aquel ni se le levantaba y encima no hemos cobrado, así que de momento,
no soy puta. ¿eh, Desi?
Desiré se recostó sobre el gigante para abrazar a su amiga. Y ya no lo serás, tesoro. No volveremos
nunca a hacer esto,. Has de volver a enamorarte de un tío que te quiera, te
cuide,.. Tengo la intuición de que lo vas a encontrar muy pronto. Cerrarás los
ojos, los abrirás y allí estará, un chico con los ojos verdes, muy serio. Un
poco demasiado recto, quizás. Pero no te irá mal que te hagan entrar en vereda,
¡guarrilla! Y subrayó sus vaticinios con un profundo beso lingual en la
boca de su amiga. Y ahora a dormir.
Venga cielo, descansa.
Jennifer cerró los ojos bien abrazada a Omar.
No sentía ningún temor después de escuchar las horribles revelaciones de su
pasado. Era el pasado de otro Omar, un pobre chico sólo y perdido que nunca
supo lo que hacía, se dijo. Antes de caer en un profundo sueño no pudo evitar
pensar en lo que había dicho su amiga : “ No
volveremos nunca..” No se imaginaba a Desi reformada, así que aquello tenía
un significado que se le escapaba.
Abrió los ojos de pronto y notó que estaba
sola, o fue al revés, no lo supo. La hoguera se había apagado y sintió frío.
Había a su lado en el suelo una camiseta rescatada del barco y se la puso.
Debían ser las ocho o las nueve ya que el sol estaba ya filtrándose entre los
arbustos que tapizaban el techo de su refugio, pero aún no calentaban. Llamó a
sus amigos sin obtener respuesta. Salió al exterior del refugio. No había
rastro de ellos. Ni en la playa, ni en el lago. Miró hacia arriba. La montaña
ascendía formando un espeso bosque, pero había una senda que comenzaba justo en
el techo de la pequeña cueva donde habían dormido.
Echó a andar. Era sorprendente que hubiera
podido ir descalza desde hacía más de 36 horas sin notar ninguna molestia en
sus delicados pies. Aquella isla era realmente misteriosa en muchos aspectos.
Con el culo al aire empezó a seguir la senda
que ascendía, llamando sin parar a Desiré y a Omar. A los cinco minutos se
cansó de dar voces pero siguió caminando entre árboles cada vez más altos y
frondosos. Empezó a sentir frío. Estaba ascendiendo, cierto, pero no era para
tanto. En sólo unos doscientos metros recorridos la temperatura parecía haber
bajado diez grados. El bosque se le empezó a antojar ominoso y siniestro. El
sol no llegaba al sendero por el que
ella caminaba. Cada vez era todo más oscuro y lóbrego. Sintió punzadas
en la sien y notó un ardor terrible en los pechos y las rodillas. Decidió dar
la vuelta y regresar cerca de la playa. Giró ciento ochenta grados y se detuvo
confusa. No sabía muy bien hacia donde estaba el sendero. Ahora veía más de un
camino. El dolor aumentó hasta hacerla gemir sordamente. Era una tortura en su
cabeza y los pechos. ¿Qué les pasaba? Se quitó la camiseta y los tocó. Parecían
estar ardiendo por dentro, como si hubieran estallado y se hubiera derramado el
líquido viscoso que les daba aquel volumen desproporcionado. Se habían
aplanado. Eran enormes pero ya no estaban enhiestos. Todo se hacía oscuro a su
alrededor. No podía ser. Si era de día. Era ella, era su jaqueca. Estaba perdiendo
visión por momentos. Cerró los ojos y empezó a correr intentando esquivar las
ramas que le azotaban el cuerpo desnudo. Ahora sí que notaba los guijarros bajo
las plantas de los pies. El frío, el dolor, la oscuridad,..
De pronto alguien la sujetó por detrás y la izó
en vilo como una marioneta. Sintió un cuerpo femenino que la abrazaba. ¡Allí
estaban sus amigos! Habían surgido de la nada, entre los árboles para ayudarla.
Omar la llevaba en brazos en dirección a la cueva y Desiré le hablaba para
calmarla. Jennifer, no pensábamos que
subirías por aquí. No has de hacerlo. Recuerda, no te muevas de la parte de
abajo, de la charca verde, la cueva y la playa.
Pero vosotros,¿ por
qué habéis subido?,
farfulló Jenni muy tranquila ahora, notando que todos sus dolores se calmaban
en compañía de sus salvadores.
Nosotros estamos
buscando un camino. Pero tú no debes seguirnos. Espera aquí. Omar hablaba con una gravedad
inusual y Jennifer se sintió intrigada. Pero no hubo más conversación.
Siguieron caminando hasta la playa y se metieron en el agua, desnudos ya los
tres. Las tetas de Jennifer parecían haber vuelto a la normalidad, es decir al
volumen y la tersura inverosímiles adquiridos recientemente.
Olvidado el susto, Jennifer jugó con sus amigos
a perseguirse y mojarse salpicando agua. El sol daba ya de lleno en la playa y
el calor era asfixiante, así que trasladaron la fiesta a su pequeña charca
umbría. Desi bajó de la cueva un brick de leche que se había salvado del buque siniestrado y la compartieron
mientras se remojaban. Pronto la leche se escurrió de los labios a las tetas de
las dos juerguistas, que pidieron a Omar que la recogiera con la lengua por no
desperdiciar provisiones, a lo que él accedió, con lo que fue inevitable su
erección al lamer aquellos grandes y suculentos pechos. Desiré decidió
completar el desayuno con algún suplemento lácteo más denso y nutritivo y se
arrodillo ante su gigantesco protector, metiéndose quince centímetros de verga
de un trago y animando con gestos a Jennifer para que la ayudara a exprimir los
frutales cojones del complaciente negro, que dejaba a las dos blanquitas jugar
con él como si fuera un gigantesco muñeco.
Jennifer se animó enseguida a ocuparse de
estimular aquellas enormes bolas y se aplicó con manos y boca a la tarea. Omar
permanecía de pie, con el agua por las rodillas y las piernas bien abiertas, lo
que permitía a las dos muchachas arrodilladas, acceder por delante y por detrás
a su majestuoso instrumento.
Desiré no soltó su presa hasta que notó el
bombeo del semen inundar su boca. Tragó
la mitad más o menos, pero de inmediato buscó la boca de su compañera para
compartir con ella el fruto de su trabajo. A Jennifer le dio un poquito de
asco, pero finalmente se tragó el regalito bien caliente y sintió una quemazón
en la garganta que le hizo beber un buen trago de agua. Omar se zambulló para
quitarse los restos de babas y Desiré empezó a besar a Jennifer con una pasión
desconocida. Siempre te he deseado, cochina. No quiero dejar de tenerte para mí
sola, aunque sólo sea una vez; Y empezó a recorrer el cuerpo de su amiga con
manos y boca sin descuidar pechos, axilas, vientre, el inundado chocho y hasta
las rodillas y los pies, lo que provocó un ataque de risa de la morenita, que
tenía las plantas muy sensibles.
Eres una cerda, una
cerdita maravillosa.
Jennifer besó largamente a Desi, que la estaba arrastrando fuera del agua para
hacer que se tumbara boca arriba con las piernas bien abiertas. Se colocó
encima y puso su chocho tan húmedo de agua y secreciones vaginales encima de su
cara.
Ahora me lo vas a
comer todo, cariño, el culito también, que lo tengo muy sensible. Méteme un
dedo y lame alrededor. Así, así. Oh, qué bien lo haces. Y empezó ella también a realizar
todo lo que le pedía a Jenni que le hiciera. En dos minutos estaban tan
descontroladas que no notaron que Omar estaba ya junto a ellas, pidiendo guerra
con su super-polla a punto de caramelo. Estaban tan entusiasmadas que no le
hacían caso alguno, así que se tuvo que buscar la vía, que no fue otra que el
chocho de Jenni, que se había girado para dejar abajo a la rubia y seguir con
el mutuo cunnilingus más cómodamente.
La invasión del desmedido cipote dejó sin
aliento a Jennifer. Desi seguía dando fuetes lametazos en su botoncito, pero
ella perdió el control y se limitó a dejar su boca abierta babeando sobre el
pubis de su amiga.
La voz de Omar resonó grave, cerca de su oído. Estamos llegando al final, pequeña. Recuerda un par de cosas.
Aunque hablaba en tono neutro, sus caderas seguían basculando a buen ritmo, haciendo
gemir a Jennifer como una perrita. Ese
barco, el “Bandido” iba a encontrarse con otro, uno de bandera turca, cerca de
Túnez. En el barco turco viaja un tío importante. Le llaman el libanés. Ese
tipo controla el mercado del opio que llega al norte de África. Repítelo, todo
desde el principio. La pobre chica apenas podía hablar, pero balbuceó
entrecortadamente Barco.. turco, ..
Libanés,…opio,..
Muy bien, cariño. Escucha bien. Ese
cabrón, el libanés, tiene conexiones con la jihad. Utiliza sus fondos para
financiar los grupos armados de Somalia, el Congo, ¿Lo recordarás? Omar había bajado el ritmo,
concentrado en su discurso.
Si, si, pero, ¿qué narices te pasa?
¿Por qué me has de explicar ahora todo esto? La chica, irritada estaba perdiendo la excitación.
Tienes razón, perdona.
Lo repasaremos después. Y volvió a darle caña como sólo
él podía hacerlo. Los orgasmos llegaron entonces como una cascada. Desiré
empezó a comerse todo lo que tenía a mano, vientre, tetas, morros de su amiga,
contribuyendo a que las corridas se encadenaran hasta casi hacerle perder la
conciencia a Jennifer. De hecho, la jovencita empezó a notar que las cosas se
volvían oscuras, como en el camino de la montaña. Las embestidas de Omar la
llevaban al éxtasis, pero éste iba cambiando de consistencia, se transformaba
en una anestesia que se extendía por sus piernas, su culo, su misma vagina
dilatada al máximo.
Jennifer empezó
a desvanecerse, aunque parecía que era el mundo el que se desvanecía a
su alrededor. Sintió un frío inmenso, humedad y su cuerpo dejó de estar
abrazado al de su amiga. Sintió contra el pecho y el vientre una dureza rocosa
y resbaladiza. El dolor de cabeza volvió de pronto, agudo, penetrante, pero por
encima de él, sonó la voz grave tan conocida ya. Recuerda: Somalia, Congo, la Jihad. Cuéntaselo a todos los que te
pregunten. Es muy importante. Hazlo por mí, por mí y por todos los que van a
morir si no detienen a ese canalla.
Sé buena, tesoro, escuchó la voz de Desiré a su oído. Y busca esos ojos verdes. Te están
esperando. La oscuridad y el frío se volvieron sólidos entorno a ella y
hasta la jaqueca se disolvió en la nada más absoluta que nunca había
experimentado.
Abrió los ojos cuando el dolor se volvió de
nuevo insoportable. Ahora era todo el cuerpo lo que parecía haberse convertido
en una llaga inflamada. Se sobrepuso cuando tomó conciencia de que,
sorprendentemente, estaba en una cama, su frente estaba vendada y algo oprimía sus senos. Vio dos manchas
verdes ante ella y recordó la premonición de Desiré, pero no eran dos ojos.
Cuando pudo enfocar correctamente distinguió dos cuerpos, dos cuerpos verdes.
Una pareja de la Guardia Civil a los pies de una cama en la que ella yacía, tan
floja y dolorida que no podía ni soñar en mover algo más que los párpados.
Señorita. La voz sonó dulce, con un acento
andaluz que ella reconoció enseguida, Señorita.
Escuche y no intente hablar ahora. Está usted bien. Estamos en la patrullera
Río Ulla, de la Guardia Civil del Mar y la hemos rescatado hace una hora. Vamos
camino de Algeciras y la atenderán en el hospital en cuanto toquemos tierra.
Está usted fuera de peligro. Hizo una pausa y su tono se volvió algo más
severo. Sólo una pregunta ¿Sabe algo del
dueño del yate “Bandido”? Se llama Ignacio Martínez. Creemos que le acompañaba
un individuo italiano de apellido Mascino. ¿Le suena?
Jennifer
asintió con las pestañas. ¿Viajaba usted
con ellos en el yate? Nuevo pestañeo afirmativo. ¿Sabe dónde se dirigían o si había un tercer hombre con ellos?¿Un
árabe, quizás? La voz era de mujer ahora y el acento duro y grave hizo
pensar a Jenni en Asturias o León. Le estaba preguntando por lo último que Omar
le había revelado, pero no se veía con fuerzas para hablar. Movió los labios y
sintió que estaban secos y ulcerados. ¿Qué había pasado?
Libanés. Túnez.
Barco…turco, fue
todo lo que pudo articular.
¿Dice que hay un barco turco cerca
de Túnez y que a bordo va un hombre que llaman Libanés? Preguntó el guardia del acento
gaditano.
Las pestañas asintieron. Hubo un cuchicheo
entre los dos guardias y la mujer salió del camarote un poco precipitadamente.
El varón se inclinó sobre Jennifer y le habló
bajito: Gracias por el esfuerzo,
señorita ¿Cómo se llama? El aliento de café con leche del guardia le llegó
a la nariz a la muchacha, haciéndole sentirse extrañamente reconfortada por
efecto de la memoria emotiva. Era el aliento de su padre llamándola por la
mañana para ir al colegio. Era el recuerdo de un olor perdido en los archivos
de su niñez. También olió la colonia fresca, como de niño chico, tan ajena a
los sofisticados perfumes de los gánsteres. Jenni, dijo muy bajito, Jennifer
García.
Mucho gusto, dijo él. Yo soy el sargento David Cortés de la Guardia Civil de costas. Al
acercarse, la luz de cabecera iluminó un rostro aceitunado, de mandíbula fuerte
y nariz afilada, una boca risueña y dos hermosos ojos verdes. Ahora descanse. En muy poco rato estará
usted en el hospital.
Omar, Desi, susurró Jenni. El hombre negro,.. la chica rubia.¿Están aquí?
Sí, no se canse ahora. Intente
dormir un rato. Y
apagó la luz.
En la cabina contigua la agente tecleaba
furiosamente un ordenador portátil. Un tercer guardia entró para avisar: Tenemos comunicación con la comandancia,
cabo y la mujer salió corriendo hacia la cabina del piloto. David se reunió
allí con su compañera y escuchó atentamente la conversación. Sí, mi comandante. Si, lo que he escrito en
el informe, Túnez, barco turco y el Libanés. Hubo una larga pausa. A sus órdenes. La comunicación se
cortó.
Salieron al puente Irene y David a comentar las
novedades. Sus colegas eran patrulleros del cuerpo, pero ellos dos pertenecían
a la unidad de investigación del contrabando y habían sido convocados
precipitadamente a bordo de la M-30 Río Ulla para acudir a una misión de
rescate muy especial. Hacía meses que se estaba investigando el yate Bandido y
a su propietario. Se había detectado al obeso italiano a su llegada a Murcia.
Una foto tomada en el aeropuerto había viajado al centro operativo de los
Carabinieri que habían identificado al individuo casi antes de que la imagen se
acabara de abrir en sus ordenadores: Dino Mascino, Napolitano, 55 años, uno de
los capos de la Camorra. Se le atribuían los mismos delitos por los que la
Guardia Civil estaba investigando a Don Ignacio: Tráfico de drogas.
Y ese Libanés es el árabe que nos
dijeron los informadores de Torremolinos. Es un proveedor conectado con los
afganos y hace de intermediario para vender su droga en el este. Los dos
pájaros lo han citado aquí, cerca de Túnez para cerrar algún trato de
distribución
¿Y qué te decía el comandante? Preguntó David
Que esto es muy importante. Ya están
investigando el tema del barco de bandera turca. Si no está en aguas
territoriales de Túnez, lo van a abordar dos fragatas italianas que patrullan
la zona. David, si cae ese tío nos van a dar una medalla. Y dice que sobre todo
no nos separemos de la testigo. Si es necesario, hemos de presionarla para
averiguar todo lo que sabe. Y en las próximas dos horas. No habrá mucho tiempo
más. Así que vete ahí dentro y sigue seduciéndola, play boy. La última frase fue acompañada de
una sonrisa cómplice. Irene no era una chica muy risueña precisamente, pero su
colega sabía que una leve inflexión de sus labios equivalía a una carcajada de
otra persona.
¿Se me ha notado
mucho? El guardia
enrojeció visiblemente.
Pues un poquito, pero vamos, a mí
también se me caía la baba con semejante bombón.
David era un muchacho de pueblo, pero ya había
asimilado las inclinaciones homosexuales de su compañera de aventuras. Irene
era una mujer alta y fuerte, marcial hasta para bailar en una discoteca y la
persona más buena y honesta que él había conocido dentro de la institución
armada. Se compenetraban al máximo, sin temor de resbalar por la pendiente de
la atracción sexual, tan común en las parejas policiales modernas.
Pero seguro que te hará más caso a
ti que a mí, añadió
la guardia, así que te vas a ir al
hospital y vas a hablar con ella hasta que le saques el más mínimo detalle. Y
de paso te la sigues mirando, pero procura no desgastarla mucho, que la
pobrecica viene hecha unos zorros. ¿Le has visto las mamas?
Sí. Vaya estropicio. Se las ha
destrozado contra las rocas, pero mira, las prótesis la han protegido, le han
hecho de airbag. Los
dos estaban acostumbrados a presenciar todo tipo de tragedias y aquella era
sólo una más. Si lo que está contando
hace que detengamos al moro ése, le van a regalar unas tetas nuevas a la carta.
Si, y a ti ya te
gustaría ir con ella a elegirlas, cabronazo. Meses después David recordaría aquella
premonición de su compañera cuando Jennifer le enseñó en la clínica de Valencia
donde estaba ingresada el repertorio de pechos femeninos para que la ayudara a
elegir.
¿Le has dicho lo de los
otros dos? Irene se
puso seria, con la cara de guardia civil que Dios le había dado.
No. Mejor se lo diremos más adelante. Con gesto apesadumbrado.
Es increíble que se haya pasado
cuatro horas en aquel arrecife batido por el temporal, con las heridas que
tiene en todo el cuerpo. Lo normal es que hubiera muerto en el acto, como la
tal Desiré y el otro tipo. ¿Se llamaba Omar, no? Ese sí que lo teníamos
fichado. ¡Menudo pájaro! Comentó Irene con desprecio en la voz.
Él tenía un buen historial, pero
ella era sólo una prostituta. No creo que tuviera nada que ver con la
operación. Y esta otra chica, no la conocemos de nada. Quizás la acababan de
fichar. Había
esperanza en la frase del sargento.
En el horizonte se perfilaba ya el puerto de
Algeciras enmascarado por la neblina de aquel amanecer triste y frío.
Lo que no entiendo es quién la
informó de lo del libanés y qué interés tenía ella en denunciarlo. Normalmente
estas chicas son muy discretas con los negocios de sus clientes, por la cuenta
que les tiene.
Irene dijo esto entrando de nuevo en la cabina donde habían instalado a
Jennifer, seguida de cerca por David.
La muchacha entreabrió los ojos. Miró el gotero
que colgaba junto a la cama. Los sanitarios de la unidad subacuática la habían
atendido lo mejor posible y uno de ellos viajaba en la patrullera por si su
estado empeoraba. Ahora pudo contemplar mejor a sus dos interlocutores. La
mujer le pareció muy hermosa, pero fría como una estatua y el hombre, un galán
de serie televisiva, con una encantadora torpeza en sus gestos cuando estaba en
presencia de Jennifer.
Omar no es como los otros, anunció en un susurro que apenas
entendieron. Ha cuidado de mí en la isla
los dos días. Igual que Desi. Él me ha dicho lo del Libanés. ¿Por qué no le
preguntáis? Él es el guardaespaldas de Nacho. Las frases entrecortadas
dejaron descolocados a los dos guardias.
Irene reaccionó primero. Jennifer,
sólo han pasado seis horas desde que naufragaron. Está confusa por el golpe en
la cabeza. ¿Omar le ha dicho algo más? Quiero decir respecto del Libanés.
Jenni contestó sin apartar la vista de David,
que parecía embelesado mirándola a ella. Que
pueden salvar vidas, anunció con la voz cada vez más firme, pero han de ir a buscarlo ya. Han pasado
dos días, no seis horas, aquí miró con dureza a la mujer que pretendía
confundirla, ves a saber por qué. Pueden
estar muy lejos. Irene sonrió a su manera, tan leve que Jennifer no notó
cambio alguno en su expresión. Mi
sargento, con tu permiso voy a comunicar de nuevo con la comandancia. Y salió
con sus aires de desfile militar.
Jennifer quedó sorprendida del trato formal y
la deferencia de la guardia hacia su compañero.
Éste se sentó en la cama, ya que no había
sillas en el pequeño habitáculo. Jennifer le alargó la mano y él la cogió entre
las suyas con gesto conmovido. No
entiendo qué ha pasado. Estábamos en la isla, muy bien. Teníamos la charca
verde, la cueva. De pronto le vino a la dolorida cabeza la idea de que no
quería explicarle a aquel mozo tan apuesto demasiadas cosas sobre sus actividades
recientes. Le miró a los ojos. Desi me
dijo que te iba a encontrar hace un rato. Lo sé por los ojos. Tienes unos ojos
muy bonitos.
David se sintió violento. Las cosas iban
demasiado rápidas con aquella muchacha, seguramente una simple puta de alto
standing, que le hablaba con la confianza de alguien a quien conoces de toda la
vida. Él estaba atrapado por la magia de
los ojos negros y aquel acento murciano tan gracioso. No puede ser, Jennifer. No hay ninguna isla, ni charcas. Has estado
inconsciente seis horas sobre un arrecife delante de la costa de Almería. Se te
mezclan recuerdos, seguramente de la travesía de ayer.
Sin previo aviso una lágrima rodó por la
mejilla inflamada de la muchacha. No sé
por qué me estáis queriendo liar. Todo esto del barco turco me lo ha dicho Omar
hace un rato en la charca verde. Y Desi me dijo que tú aparecerías. Se
despidieron de mí.. En ese momento todas las incongruencias de sus últimas
supuestas 48 horas de orgía, la isla paradisíaca, la enigmática actitud de sus
amigos. Todo se le antojó de pronto un sueño, una pantomima gestada por su
cabeza maltrecha.
Pero lo del libanés era cierto.
¿No?. Tu amiga ha salido pitando a avisar, así que eso es cierto. David sintió que la mano que
sostenía, se aferraba con desesperación a las suyas. Jennifer estaba llorando a
moco tendido. ¿Dónde están?¿Por qué me
decís que hace sólo seis horas que se hundió el puto barco? Me voy a volver
loca. No sé lo que es real y lo que no.
Esto es real, dijo muy sereno y dulce David. Vamos a llevarte a tierra y a cuidar de ti.
Y no la engañaba. Durante los tres meses
siguientes David se tomó muy en serio la orden de la comandancia de no
separarse de la testigo. El caso se cerró en una semana, así que las visitas al
hospital tuvieron que realizarse ya fuera de horas de servicio. La madre de
Jennifer, llegada el primer día de Cartagena, no se movía de la cabecera de la
cama de su hija, pero se tomaba un respiro cuando el picoleto galán entraba en
el cuarto. La señora le sonreía y salía a buscar una botella de agua y a tomar
un café en el bar de la clínica.
Fue David quien informó de la suerte de Omar y
Desiré a la convaleciente. Primero con el soporte de una psicóloga experta,
después con la fuerza de su creciente cariño por la chica.
Jennifer no le contó nunca a su futuro compañero
sentimental lo que había ocurrido durante aquellas terribles horas en el
arrecife, con los cadáveres de sus amigos tan cerca. Sí que le habló de la
extraña comunicación establecida con aquellos espíritus, aunque meses después
en Valencia, una enfermera de la clínica de cirugía plástica le recomendó
visitar a Enrique Vilaplana, un psicólogo especializado en fenómenos
paranormales, que le dio una versión no sobrenatural de lo ocurrido.
Mira Jennifer: La mente puede crear
realidades a la medida de las necesidades de cada uno. Piensa que todo lo que
viviste aquellas seis horas es en realidad lo que recordaste al despertar. Todo
pudo elaborarse en menos de un minuto en tu cabeza. También puede ser que
fabularas mientras estabas en coma, después del naufragio.
Pero, ¿Cómo pude saber
lo del barco turco? ¿Cómo adiviné lo del chico de ojos verdes? Jennifer no acababa de aceptar que
todo hubiera sido un invento de su mente, una forma de sobrevivir en
condiciones tan adversas.
Pudiste ver alguna indicación en el
camarote de Ignacio. Cosas que en el momento ni fijaste en tu mente, pero que
luego se asociaron y subieron de pronto a la esfera consciente. Y en cuanto a
los ojos, ¿Has oído hablar del deja vu? Sería algo parecido. Viste los ojos de
David e inventaste un recuerdo a medida de lo que sentiste por él nada más
conocerlo.
¡Ay, Enrique! Tienes respuestas para
todo. A mí me gusta más pensar que las almas de Desi y Omar estuvieron a mi
lado todo el tiempo, que me entretuvieron para que no sintiera dolor, para que
resistiera. Fue su último servicio a una amiga a la que querían.
Bueno eso es pensamiento mágico.
Mientras no empieces a aplicarlo a cada hecho de tu vida, no hay peligro, pero
ten cuidado.
Enrique estaba secretamente enamorado ya de su paciente, así que suspiró
desilusionado con la respuesta de la joven.
La única cosa mágica de mi vida ha
sido conocer a David.
1 comentario:
este ejercicio no para. Cada vez que abres un relato nuevo te llevas una sorpresa. Otro gran relato. Me ha conmovido Jenny, la Jenny, la poligonera cajera de súper con sus tetas nuevas diciéndole a su amiga que ella todavía no era puta porque no había cobrado. Y Omar. ¿Cómo no te va a conmover Omar? Redimido para la causa por la lectura. Y Merche también. La historia amarga de Merche me ha llegado al alma también.
Enhorabuena al autor. A este relato tampoco le pondré un 10. Tampoco se lo merece.
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