EN UN MUNDO SALVAJE
Estamos hacia el Anno Dómini de mil quinientos veinte y tantos, en una
isla del Atlántico Sur, más allá del Ecuador, cerca del Trópico de Capricornio.
La isla, más desconectada del mundo no puede estar, pues, para empezar, cuando
el buen Dios hizo el Mundo, se le olvidó poner allí ser humano alguno, y, para
arreglarlo, la colocó a miles y miles de kilómetros de cualquier otro lugar
habitado de la tierra.
En el
momento que esta historia comienza, la isla está habitada por tres personas que
acaban de arribar a la isla, un hombre, Juan, 40 años casi justos, una mujer,
Ana, casi 26 años, y un niño, Yago, 4 años, hijo de ambos. Campesinos
extremeños, pobres como ratas, que el hambre viva les llevó a emigrar a esa
tierra casi recién descubierta, las Indias Occidentales como era llamada en la España
de entonces, embarcando un día en Sevilla rumbo a Buenos Aires. Muy prolijo
sería detallar las mil y una desgracias que hasta esa isla les llevó, baste
decir que fue la confluencia de un ataque pirata que exterminó a todo el mundo
a bordo, excepto a ellos tres; ella y el niño, al ocultarse en la sentina del
buque; el retrete, vamos; él, al rozarle la frente un disparo de mosquete que
le dejó desvanecido, pasando así por muerto, con su absoluta ignorancia de las
artes de la mar, lo que hizo que la nave quedara a la deriva, a merced de olas,
vientos, tormentas y corrientes marinas durante casi dos años, elementos que,
caprichosamente, acabaron por varar la nave en la arena de una playa de la isla
En saber que estaban en una isla desierta, sin rastro de ser humano
alguno, tardaron lo que las coplas de la zarabanda, nada de tiempo, pero, a
pesar de la desilusión, que convencidos estaban de haber llegado, al fin, a la
Tierra Prometida, lo cierto es que dieron gracias al Cielo por librarles de la
horrible muerte que les esperaba a bordo, en medio de la inmensa mar océana, sed
y deshidratación, que los primeros síntomas ya los notaban, tras casi una
semana con las reservas de agua agotadas. En fin, que entre contentos y
resignados, no obstante esperanzados en que algún día un barco cualquiera les
rescatara, enfrentaron lo que, de momento al menos, sería su nueva vida, sin
desanimarse, aceptando esa realidad, a pesar de lo duro que se les hacía
La isla, de contornos irregulares, se repartía en dos hábitats, con el
norte, noroeste y parte del nordeste, en terreno abrupto, sistemas montañosos
de mediana altura, 600-800 mt, ora en pedregal y roca viva, de laderas
empinadas sombreadas de matorral y monte bajo, ora de laderas suaves,
onduladas, cubiertas de bosque subtropical, casi templado, entre cuyas especies
abundaban los sicomoros, la típica higuera africana de fruto verde claro,
blanquecino, y la llamada “Higuera de Egipto”, por haber surgido allí, en
tiempos faraónicos, cuyo fruto es verde en la infancia y sonrosado en la
madurez, con soluciones de continuidad en altas mesetas, 300-500 mt,
alfombradas de yerba verde, alta, entreverada de gramíneas salvajes. El resto
del suelo insular, selva tropical. Además, el agua abundaba, pues eran varios
los más riachuelos que ríos que surcaban la isla, germinados casi todos en el
área montañosa
La costa, en las zonas altas, montañosas, de inaccesibles acantilados, con
hasta 600mt, de paredes lisas, verticales sobre un mar embravecido con altas olas
rompiendo furiosas en la base de los acantilados, coronadas de nubes de blanca
espuma. Luego, a trechos, roqueños promontorios de desigual altura y extensión
a lo largo de la costa; a trechos, terrenos altos, pero llanos, cuajados del
verdor herbáceo, con algo de arbolado por acá y por allá; en otros sitios,
radas y ensenadas, más o menos someras,
festoneadas de tierra llana y verde, digamos que puertos naturales, inservibles
para ellos, en general, rodeados de lo que podríamos llamar circos pétreos, que
las dejaban casi incomunicadas con el interior. Decir también, que a lo largo
de toda esta costa bravía, poco o nada accesible, también solían desembocar
riachuelos, un tanto caudalosos éstos, tras recoger fluidos secundarios a lo
largo de su curso, que llegaban al mar abriéndose paso entre las breñas,
horadándolas en cañones y torrenteras, a veces hasta profundos, formando en su
desembocadura planicies bajas, rodeadas de circos pétreos, de suelo verde y, a
veces, alguna sucinta playita, a ambas márgenes del riachuelo. Y por fin, en
las tierras bajas, playas, de fina y blanca arena, muy fina y muy blanca,
asemejándose a las del Caribe, de desigual extensión, unas someras,
proyectándose no muchas decenas de metros mar adentro, otras profundas,
extendiéndose hasta cien y más metros mar adentro, como aquella en que su barco
embarrancara... Y nuevas radas o ensenadas rodeadas de tierra llana, sembrada
de verde hierva.
Comenzaron esa nueva vida construyéndose una vivienda con troncos de
árbol arrancados a la selva, una casa de tres habitaciones: Una amplia sala en
la entrada, cocina, comedor y estar, y dos dormitorios al fondo, el de la
pareja y el de su hijo. El sitio, un paraje un tanto próximo al lugar donde su
nave embarrancara, elegido por surcarle un arroyo que desembocaba algún
centenar de metros más allá, hacia el norte/noroeste. La plantaron en medio de
un palmeral, rodeada de palmeras, con el mar y la playa al frente, la jungla a
la espalda y el arroyo a setenta-ochenta metros a la izquierda de la casa,
hacia atrás, bordeando la selva
En estas labores, de inestimable ayuda fue disponer del barco, con sus
recambios de aparejos, velas y jarcias, con sus rollos de cabos de cuerda y
cable de acero algo flexible, no difícil de trabajar, que sirvió para
ensamblar, firmemente, los troncos entre sí; pero, sobre todo, las herramientas
de carpintero y calafate, hachas, sierras, berbiquíes, brocas, tenazas,
martillos, clavos etc. Además, disponer del barco les ayudó a amueblar su casa,
sacando de allí mesas, sillones, sillas etc.
Hasta dos cuadros se llevaron del barco, uno con “La Última Cena” que,
lógico, colgaron en la sala comedor y otro de la Virgen, bajo la advocación de
“Stella Maris”, “Estrella de los Mares”, nombre del barco, que colgaron en su
habitación, con una sencilla cruz de ramitas de árbol en el cuarto del chico. Incluso,
de allí sacaron el hogar para su cocina, el que servía en el barco para
cocinar, una plancha de hierro fundido, metida en un cajón, grande, lleno de
arena, que recibía y rodeaba la plancha, como medida anti incendios
Aquí conviene señalar lo que completaba la panoplia de elementos que
para cocinar usaban, un “horno”, más que artesanal, pues era un simple hoyo,
grande y hondo, excavado en la trasera de la casa, en terreno que, aunque
despejado al talar los árboles para construir la casa, era de la selva, más
firme, compacto, que la arena de la playa. Rellenaban, al máximo, el hoyo con
leña, buenos mazacotes de troncos de árbol, especialmente, con material más
inflamable, ramitas, arbustos, maleza, yerbajos, hojas, todo muy seco. Encendían
la leña y tapaban bien el hoyo, con una piedra que lo cubriera por completo, y recubrían
todo el conjunto de tierra, evitando el acceso de aire al hoyo así que, al
consumirse el oxígeno, las llamas se apagaban, quedando sólo las brasas al rojo.
Entones, metían al “horno” lo que quisieran asar, volvían a taparlo todo, como
antes, y a esperar que el asado esté listo. Y claro, tal vez el más primitivo
medio de asar: Dos buenas ramas de árbol, horquilladas y otra, más menos recta,
ensartando la pieza a asar, colgada de las dos horquillas y a darle vueltas
sobre un buen fuego encendido debajo hasta quedar asada y un tanto tusturradita
la presa.
Disponiendo ya de su casa, pensaron en otras cosas que podrían
facilitarles, y no poco, la vida, unas cabras muy curiosas que vieran allá por
las tierras altas, curiosas por lo chicas que eran. También unas gallinas que
avistaron en la selva, raras por ser negras, así que en nada tenían unas veinte
cabras y treinta y tantas gallinas, que alojaron en corralizas, a la espalda de
la casa, rodeadas de una empalizada de más de tres metros, protectora de los
depredadores Este a modo de preparación frente a su futura vida, lo completaron
procurándose armas, tres o cuatro lanzas que Juan se fabricó, adaptando un
machete, 30-40 cm. de hoja a un bichero, sustituyendo el arpón del útil por la
hoja del machete, convirtiendo el ánima hueca del bichero, alojamiento del uso metálico
del arpón, en un cajeado donde empotró el mango del machete, sin las cachas,
sirviendo el mismo cajeado de tope al retroceso de la hoja al golpear un cuerpo,
asegurando el mango del machete al bichero con cuerda, atándolo firme, fuertemente.
Su estilo de vida allí fue semejante a la de los primitivos
cazadores-recolectores del Paleolítico Inferior, los hombres de las cuevas de
Altamira, El Castillo etc, cuya base económica era la caza, la peca y la
recolección de frutos silvestres. Juan se ocupaba de cazar y pescar, en tanto
Ana cuidaba de la casa, los animales, y recolectar
frutos por los palmerales y linderos de la selva, profundizando algo, no mucho,
pues el interior de la selva podía ser peligroso, por los depredadores; y ni
siquiera pensar en meter un pie, ninguno de ellos, a parir de la puesta del
sol, hora la que, comúnmente, los depredadores inician su jornada de caza
En un principio, las carencias fueron muchas, siendo de especial
añoranza la sal, el vino de la tierra, aunque también el aguardiente,
“delicatesen” que allí ni soñadas; también el aceite, con lo que sus iniciales
platos se reducían, amén de la fruta, a guisos, hervidos y asados. Lo del
aceite, no obstante, lo arreglaron pronto; un día Juan cazó por las tierras
altas un bicho muy parecido al cerdo de su tierra, cuya carne resultó casi
idéntica a la del cerdo, sin faltarle su buen tocino, y Ana, al punto, hizo manteca
de cerdo, aceite de grasa animal, a fin de cuentas
Desde que Yago llegó a los doce años, adolescente ya, empezó a acompañar
a su padre en todo cuanto éste hacía, aprendiendo de él cuanto convenía para
sobrevivir en ese ambiente hostil, ese mundo salvaje en que vivían, con lo que
a sus quince-dieciséis años era más un virtuoso en las artes
cinegético/“pesqueriles” (¡Toma cha,
palabro “c’acabo d’inventame”!) que un buen cazador-pescador. Los años
fueron pasando, cumpliendo Yago los diecisiete, edad a la que, sutilmente, el
muchacho empezó a variar en su actitud con su madre, dedicándole unos “mimitos”,
que, lo cierto, es que a la mujer le gustaron cosa fina, pues tampoco era menos
cierto que todo ello encerraba una ternura, una dulzura del filial cariño de su
hijo que la conmovía. Primero, apareciendo en casa, casi a diario, con bellas
flores de la selva ofrendadas a su madre poniéndolas, a hurtadillas, junto a su
plato. También tuvo, desde sus más dieciocho que diecisiete, otros detalles, collares
y pulseritas, hechas por él, trenzando, hojas, ramas y flores, que ella lucía
al cuello y en las muñecas, pero que su hijo la animaba a ponérselas también en
los tobillos, ensalzando sus pies, que, según Yago, eran de suprema belleza.
También, casi a sus dieciocho años, Yago fue desarrollando lo que
parecía una extravagancia aún mayor. Ana siempre había sido muy cariñosa con su
hijo, encantándole besarle y abrazarle, achucharle, que se dice, casi de
contino; mientras fue niño, los cariñitos maternos al crío le encantaban, pero cuando
anduvo por los nueve-diez años, dijo que ya no era un niño, declarándose
rebelde a las maternas efusiones. Pero,
sorpresivamente, estando a un paso de los dieciocho, Yago volvió a gustar de
las maternas caricias que, al ascender a adolescente, rehusara, con lo que le
daba unos besos, unos abrazos, que a su madre la ponían en el maternal “Séptimo
Cielo” contenta, con que su Yago, casi un hombre ya, le mostrara tanto cariño.
En fin, que esos cambios en Yago la tenían más contenta que unas Pascuas
Los meses pasaban y estas cosas fueron bien, hasta que empezaron a ir
mal. Fue casi al año, con Yago abocado a sus diecinueve. Comenzó como algo
difuso, una sensación indefinida que empezó a mal traer a Ana; esa como intuición,
tan propia en las mujeres, que la desasosegó al parecerle que las filiales
efusiones no eran tan inocentes, sino que había en ellas cierto matiz erótico,
muy solapado, eso sí, pero de que había algo, seguro, que habíalo. Vamos, que su
niño refregaba sus partes pudendas en el cuerpo materno, especialmente, en sus
nalguitas
Ese fue el punto de inflexión que cambió para siempre la relación
madre-hijo. Para empezar, Ana se volvió precavida, evitando el contacto directo
con su hijo, sin permitirle ya esas caricias, besos y abrazos, que él tanto
buscaba. Pero, al parecer, el muchacho no tomó tan mal ese cambio en la actitud
de su madre, sin intentar forzar nada, como respetando la decisión materna. Claro
que el chaval era un tanto marrullero, golfillo en el sentido de caradura,
osado, con “labia” para convencer, lograr lo que quería y a eso recurría cuando
Ana se le ponía terne que terne a sus intentos de abrazarla y acariciarla
· Lo que pasa es que usted ya no me quiere, mama
Y se ponía a hacer pucheretes, como si, en verdad, fuera a echarse a
llorar, como el crío que fingía ser. Su madre, entonces, se echaba a reír, pues
de verdad le hacían gracia las salidas del chaval, diciéndose para sus adentros
“Pero qué diablillo es el pedazo de sinvergüenza”, mas seguía en sus trece en
lo de “Las manitas quietas, que luego van al pan”. Así que le revolvía los
cabellos y le decía
· Es que te pones muy pesado, Yago ¡Uff! Tanto besuqueo, tanto abrazo. Me
agobias, hijo, me agobias
Le daba un beso en la mejilla, más furtivo que otra cosa, y se lo
quitaba de encima, echándole de donde estuviera, pretextando tener que hacer
cosas y más cosas. Él seguía con sus regalos, las flores junto a su plato, los
collares, pulseritas y unas muñequitas talladas en madera, vestidas con ramitas,
hojas y flores En fin, que Yago, de la manera más descarada, cortejaba a su
madre cual mozo a moza. Las cosas siguieron así, a media asta, podría decirse,
hasta que se volvieron a torcer, más y más. Fue por cuando el muchacho
enfilaba, a tumba abierta, sus veinte años; sorprendentemente, cesó
radicalmente en intentar sus cariñosas efusiones en la corta distancia pero, en “compensación”,
empezó un acoso sicológico mucho más demoledor, con sus ojos, su mirada, posada
casi permanentemente en ella, siempre que estaba en casa, recorriéndole el
cuerpo, culo y tetas muy especialmente, en la forma más libidinosa, más
lujuriosa, que darse pueda, que no parecía sino que la desnudaba con sus ojos,
y Ana comenzó a sentirse verdaderamente mal en su presencia, odiando esos ratos
en que el joven estaba en casa. Hasta llegó a sentir más que miedo, terror de
él, temiendo que, cualquier día, llegara a forzarla, a violarla. Ello derivó en
que Ana huyera de su hijo como el diablo de la cruz, saliendo de estampida,
hasta de casa, siempre que se encontraba con él a solas. Incluso, estando Juan
delante, procuraba que su marido estuviera entre ella y el muchacho
Él, no obstante, seguía, impertérrito, con sus regalos, las flores,
collares etc, y aún más asiduamente que antes, pues raro era el día que no
apareciera con algo. Pero esos mismos regalos que antes tanto le gustaban, complaciéndose
en lucirlos, ahora se le hacían patéticos, le daban asco. Hasta su hijo empezó
a darle asco. A ella, que lo había querido como pocas madres quieren a sus
hijos; a ella, que ante él, Yago, nunca había habido nada ni nadie; ni su
marido, ni su Juan, a quien quería con verdadera locura, con incontenible
pasión; pues ni él era nada, nadie, ante su hijo
Pero es que, además, desde que las cosas se enconaran de tal manera
entre ella y su hijo, la relación con su marido se había complicado y no poco,
pues ella, sin explicación alguna, se declaró en perenne huelga de “piernas
cerradas” para su Juan, pues, pensaba, “No faltaría más que se pusiera aún más
“contento”, oyéndonos...oyéndome”. Y es que Ana era de verdad escandalosa
cuando disfrutaba con su maridito de su alma. Y claro, al sufridísimo Juan me
lo traía frito, en permanente Cuaresma, con lo que sus rebotes con su “santa”
eran de órdago a la “grande”, a la “chica”, a “pares”, a “juego” y tal, y tal,
y tal
La guinda del “pastel” fue un día cualquiera, en las primerísimas horas
de la tarde, a eso de la una, una y pico (tres,
tres y pico, de nuestro verano; dos, dos y pico de nuestro invierno), con
Yago en sus bien cumplidos veinte años y transitando, a toda vela, a sus
veintiuno. Estaba sola en casa, con Juan por las Tierras Altas, cazando, que
hasta el oscurecer no le esperaba, y Yago, pues échale un galgo desde bien de
mañana también, que ya hacía dos años que el mocer campaba por sus respetos,
sin contar para nada con su padre, deambulando, solo, todo el día, por acá
y por allá, haciendo lo que quería, que
pocas veces era algo de provecho para la casa, carga que caía, casi por entero,
en Juan. Así que Ana acababa de comer,
recoger lo usado en la comida y tal, amén de fregarlo todo en ese balde de agua
que utilizaba en tales menesteres, caminando ya hacia su habitación, dispuesta
a tenderse un rato en la cama, la típica siesta española que cada día solía
dormir. Estaba ya junto a su cuarto, casi empujando la puerta, cuando, de
pronto, como por ensalmo, sin advertirle, sin oírle llegar, que sabía
deslizarse cual felino, sin hacer el más mínimo ruido, la figura de su hijo se
recortó en el marco de la puerta de casa. A Ana, al punto, le dio un vuelco el
corazón, poniéndosele en la garganta, casi aterrorizada ante él. Se sintió
atrapada, entre la espada y la pared; él avanzó hacia ella dos pasos
· ¿Qué…qué quieres?...
· Tranquila, madre, que sólo deseo hablarle. Ya sé que usted ya no quiere
que la abrace, que la bese Que ya no me quiere. Eso ya lo sé y, como habrá
visto, ya ni lo intento Sólo deseo hablarle... Que supongo que no se opondrá a
que, simplemente, le hable, ¿verdad?
Esto lo dijo con esa voz, esa expresión en su rostro, casi infantil, de
nene que en su vida ha roto un plato, que a ella siempre le ponía, pero en sus
ojos, esa expresión entre burlona y sardónica, tan característica también en él
desde que comenzó la “guerra” entre ellos dos
· Claro que no me importa que
hablemos…pero es que…bueno…que me iba a echar un rato la siesta Luego, en la
cena, si quieres hablamos
· No madre Es ahora cuando quiero hablar con usted. Será solo un momento…
Ana se quedó donde estaba, junto a la puerta de su cuarto, sin saber qué
hacer
· Pues verá madre, ando estos días leyendo este libro. (le enseñó una Biblia) Usted me lo leía
de pequeño, aún lo recuerdo; y recuerdo que me decía que este es el Libro de la Verdad ¿No es así?
· Claro hijo Es la palabra de Dios
· Bueno, pues mire lo que dice aquí:
“Y Adán conoció a Eva, su mujer, y ella concibió y tuvo a Caín” O
sea, que entonces habían tres personas en la tierra, Adán, Eva, y Caín, su
hijo. Como aquí nosotros: Padre, usted, madre, y yo Pero el libro que dice
verdad, prosigue: “Y
Caín conoció a mujer y
ella concibió y tuvo a Henoc”…
Yago adelantó el libro a su madre para que ella misma leyera los
versículos que acababa de leerle, pero ella, sin querer ver nada, sólo dijo
· Vete Yago; vete, por favor hijo…por favor…
Pero Yago no se fue, sino que, con el libro abierto por delante, siguió
hablando
· Madre, ¿quién fue la mujer de Caín? En la tierra, entonces, no había más
mujer que Eva; sólo ella, Eva, su madre…la mujer de Adán, su padre…
· Vete, Yago, vete. Por Dios te lo pido, hijo mío, vete, vete. Por Dios,
hijo, por Dios,
Pero Yago no se fue, sino que se acercó más aún a ella, con el libro
abierto, por delante
· ¿Era Eva madre? ¿Era Eva la mujer que Caín conoció y en la que engendró a
Henoc?
· Calla, hijo, calla; por favor, calla. Vete Yago, vete. Por caridad,
Yago; por caridad te lo pido, te lo ruego, hijo, te lo suplico. Ten piedad de
mí, de tu madre; de tu propia madre. ¿Es que no lo ves, hijo, no ves que me
estás haciendo daño; mucho, mucho daño? ¿Qué te he hecho para que me tortures
así?
Pero Yago seguía impertérrito a los ruegos de su madre. Ni la
presionaba, ni la retenía, nada; ninguna violencia sobre ella, pero sin cesar
de repetir esas cosas que tanto dolían a su madre, pues veía, clara, la
intencionalidad de justificar el incesto madre-hijo: Que, tarde o temprano,
ella, su madre, sería también su mujer
· Sí, madre, dígame ¿era Eva la mujer de Caín? Y Adán, el marido de Eva,
¿dónde estaba cuando Caín “conoció mujer”? ¿Dónde, madre, dónde estaba Adán,
cuando Eva, su mujer, folgaba con Caín, su hijo; cuando Caín la preñaba de
Henoc?
Ana, derruida anímicamente, se tapaba los oídos con ambas manos,
tratando de no oírle, pero era inútil, pues él estaba a su lado, gritándole
todo cuanto le decía y ella, a su vez, gritándole
también a voz en grito “¡BASTA, BASTA
YA! ¡CALLA, POR DIOS, CALLA! ¡NO SIGAS, POR DIOS, YAGO, POR DIOS; POR DIOS TE
LO RUEGO! ¡CALLA, CALLA!” mientras corría, huyendo de su hijo, de la casa,
con él a su lado, gritándole también sus palabras, esas palabras que la
aterrorizaban. La acompañaba en su huida sin impedirle andar, correr; ni se le
cruzó en su camino, ni, tampoco, intentó retenerla; sólo eso hacía, correr a su
lado, con ella, hasta que llegaron a la puerta. Ana siguió corriendo, playa
adelante, como loca, tapándose aún los oídos para no oírle, aunque en vano,
pues más que nítidas llegaban a ella las palabras de Yago, gritándole desde la
puerta.
· ¡MUERTO MADRE! ¡ADÁN ESTABA MUERTO! ¡LO HABÍA MATADO CAÍN, PARA ARREBATARLE
A SU MUJER, EVA! ¡EVA, SU MADRE, SU PROPIA MADRE, FUE LA MUJER DE CAÍN, TRAS DE QUE ÉL MATARA A SU PADRE, EL MARIDO DE EVA,
PARA QUITÁRSELA…APODERAARSE DE ELLA!
Ana corría, como loca, desquiciada, playa adelante; ya no le oía; ya no
oía a su hijo, pero sus palabras retumbaban en su cerebro. Y esos ecos que en
su cabeza sonaban como cañonazos, la estaban volviendo loca, destrozándola,
moral y físicamente. Corrió y corrió hasta que no pudo más, hasta que sus
energías se agotaron. Cayó al suelo, descuajeringada; y rompió a sollozar como,
posiblemente, jamás lo hiciera. Deseaba morir; morir, de una maldita vez.
Serían sobre las seis, (ocho de la
tarde de nuestro verano, siete de nuestro invierno) cuando Ana se encaminó
de regreso a casa; lo hacía cansada, desanimada, insegura, con el miedo en el
cuerpo, temiendo encontrarse con su hijo a solas, sin su marido. Llegó y, con
el corazón en un hilo, empujó la puerta; al momento, alma y corazón, se le
ensancharon: Dentro estaba Juan, su marido, su idolatrado marido, pero de Yago
ni rastro. Nada más entrar, preguntó
· ¿Y Yago?...
· Aún no ha vuelto. No debe tardar ya…
Y entonces sí que Ana vio el cielo abierto. ¡Su hijo no estaba, sólo su
marido! Se precipitó hacia él, le echó los brazos al cuello y le besó; le besó
en los labios, en la boca, reclamando a ésta paso franco a su lengua, que entró
en la del marido, morreándole como pocas, muy pocas veces lo hiciera, cosa que
dejó a Juan turulato, pues hacía meses que su “santa” no le administraba tal “tratamiento”,
con lo que le inquirió cuando le dejó hablar…y respirar
· Pero, ¿se puede saber qué te pasa, Ana?
· Que te quiero mucho, marido. Que me tienes loquita por ti. Eso es lo que
me pasa…
Y otra vez la burra al trigo y Ana al inmoderado “morreo”, que Juan
estaba que hasta las lágrimas le saltaban de puro gozo Y a ver, que “er
probetico” se entusiasmó tanto con el “tratamiento”, que las manitas se le
fueron al pan, que me diga, a los pechos de su “parienta”, con lo que ésta, sonriente, le soltó
· Vaya marido. ¿Se te pone durita? A ver, a ver…
Y ni corta ni perezosa, le metió la mano en el calzón y con su blanca
mano le tentó el “pajarito” que, al instante, empezaron a entrarle unas ganas
de “cantar” de tente y no te menees
· ¡Vaya! Pues parece que sí que se quiere poner dura. ¿Tengo yo algo que
ver con esto?
Y, sin cortarse un pelo, Ana empezó a darle “al manubrio” por lo fino,
con lo que al “pajarraco”, que ya, desde luego, tierno “pajarillo” no era, se
le redoblaron las “ganazas” de cantar hasta fenecer si preciso fuera, que era
una vida suya, con los ojos del infeliz “der Juanico” haciéndole chiribitas y lucecicas
· Ya lo creo, ya, que esto se está poniendo de un durito que da gloria.
Juan, amor, ¿te parece que nos vayamos a la cama y dejemos la cena para luego?…
Y sin más, le tomó de la mano y, tirando de él, se lo llevó al
dormitorio; a la cama. Fue luego, tras el primer refocile, cuando “er probetico
der Juanico” pedía árnica, casi por caridad, por los “trabajos forzados” a que
su “santa” le sometió, que su “santa” sería muy ídem, pero, ¡ozú!, cuando “ze
zortaba er pelo”, que era día sí, día también, y “er der” medio, “pa que no
farte na”. ¡Verdadera tigresa hambrienta de “carne”!... ¡Ele!... Y allí me
veíais “ar probete der Juanico”, esfuérzate que te esforzarás, en mantener bien
“surtía” a su “triguesa” que no veáis las fatiguitas, y fatigazas, “qu’er
probetico” pasaba en tales coyunturas. Pero no creáis, que el esforzado marido
hasta lograba salir airoso en tan arduos trabajos, aunque eso sí, dejándose los
pelos en la gatera y un tantico quebrantado, que para estar de nuevo “apto para
to servicio”, precisaba de su tiempo, que sus ya cincuenta y tantos tacos iban
dejándose notar
Pero, amén de que esas necesarias y, a veces, tantico prolongadas
treguas en los “cuerpo a cuerpo”, que a Ana no se le hacían tan cuesta arriba, pues
los besos, arrumacos y demás trasuntos amorosos que animaban las esperas,
tampoco eran moco de pavo, esa oportunidad le vino como anillo al dedo para
informar a su maridito de lo que podía venírsele encima con su hijo, contándole
la escena que con “er nene” mantuviera esa misma tarde. Y de todo cuanto
“coleaba” de tiempo atrás. Y Juan, amén de entender el porqué de la “huelga de
piernas cerradas” de su amada, pescó un “globo” contra su “ninio” que “pa qué
las priesas”. Inquieto, exaltado, lleno de furor hacia el mal nacido de su
vástago, se levantó y empezó a dar vueltas y vueltas por la habitación,
mascullando maldiciones contra todo y contra todos; contra él mismo, en primer
lugar, por haber sido el de la “brillante”
idea de emigrar, contra el día que arribaron a la isla, que mejo hubiera sido
mantenerse en aquél maldito barco y morir, en mitad del mar, antes que haber
llegado a aquello.
La llamada Ley de Murphy dice que si “algo puede salir mal, saldrá mal;
y, rizando el rizo de tan curiosa “Ley”, podríamos decir que “si algo puede ir
a peor, irá a peor”, pues algo así pasó allí y entonces, que cuando más
excitado estaba Juan, cuando más “se subía por las paredes”, es un decir, se
escuchó, desde fuera, el vozarrón de Yago
· ¡Escuche padre; deseo a su mujer, la deseo para mí! ¡Salga con sus armas
y pelee conmigo por ella, o ríndase y márchese de casa! ¡Si no sale, ni se
rinde tampoco, entraré y le mataré como a un perro! ¿Me ha oído usted, padre?...
Se hizo un silencio; el rostro de Juan como tallado en piedra, con las
mandíbulas enclavijadas de pura furia, en tanto el de Ana se tornaba hasta
gris, terroso, macilento, presa de horrísona tensión nerviosa, un dolor
intenso, incomparable, que la mataba, le partía el corazón. Se sentía morir; morir
a chorros. Y Juan, mucho más sereno de lo que cabría esperar, se dirigió a la
puerta, tomando la lanza de al lado de la jamba, con Ana corriendo, desolada,
tras él
· No lo hagas Juan; no lo hagas. No pelees con él; no lo mates, no des
lugar a que él te mate. ¡Es tu hijo, Juan! ¡Nuestro hijo, nuestro hijito! ¡Mi
hijo, Juan, mi hijo; mi hijito, mi bebé!
· No temas, mujer; no pasará nada; bueno, sí pasará; que él se va a llevar
la gran paliza de su vida. Aprenderá, de verdad, a respetarnos; a respetarte a
ti, su madre, a respetarme a mí, su padre. Pero de ahí, no pasarán las cosas ¿Cómo
iba yo a matar mi propio hijo? Ni borracho, Ana; ni borracho…
Juan salió afuera, con su llorosa esposa pisándole los talones; avanzó
hacia el centro de la explanada, ante la casa; Yago retrocedió casi tantos
pasos como su padre avanzó, puesto en guardia, con la lanza terciada y Ana junto
a la puerta, apoyada en la jamba, aterrada ante la escena que se avecinaba. Les
miraba y casi no se creía lo que veía. Él, Yago, no era su hijo, no lo
reconocía como tal; era un animal salvaje, una bestia. Y es que,
verdaderamente, en tal momento Yago no era un ser humano, sino una bestia
salvaje; un macho enfebrecido por una libido tornada ingobernable. Un macho
anhelando una hembra, y dispuesto a todo para lograrla. Un macho joven que aspira
a ser el “Alfa” de la manada desbancando al actual, arrebatándole, así, el
acceso a la hembra
Se miraron padre e hijo y empezaron a girar alrededor uno del otro,
estudiándose, intentando adivinar las intenciones del otro. Fue Yago quien
primero se lanzó al ataque; ciego, impetuoso, lleno de furia, de rabia, de
odio; Juan le esperó a pie firme, tranquilo, frío, dejándole llegar, para, al
tenerle a un paso, quitarse de en medio, en un quiebro, mientras cruzaba la
lanza a los pies de Yago, que trastabilló en ella y rodó por el suelo cuan
largo era, mientras Juan, rápido cual áspid, se le echó encima, con el mango de
la lanza por delante, arreándole de mandobles en espalda, riñones, posaderas,
que hicieron bramar de dolor al impetuoso “macho joven”.
Yago, perdida la lanza con la caída, hecho alaridos, trataba de cubrirse,
escapar a la lluvia de golpes que le caían, girando sobre sí mismo, hecho como
un ovillo, en tanto lanzaba patadas al padre, tratando de hacerle caer,
lográndolo en una de ellas, con lo que también Juan rodó por el suelo, perdiendo,
así mismo, la lanza; no se entretuvo en intentar recuperarla, sino que, raudo,
se puso en pie, mientras el hijo hacía lo propio. Los dos, machete en mano,
volvieron a quedar, frente a frente, retadores. La situación había cambiado en
un segundo, pues ahora ambos sabían que la lucha que se avecinaba sería sin cuartel,
a cuchillada limpia, imperando la ley de la Naturaleza, de la Selva: Matar
antes de ser matado. Y entonces surgió Ana, entre los dos, casi separándolos,
con un enorme cuchillo puesto, por la punta, en su yugular
· ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta ya de esta locura! ¡Separaos, o, por Dios
bendito, por Dios os lo juro, que me mato; me degüello! ¡Muerta la perra, se
acabaría la rabia!
Los dos quedaron en suspenso, quietos, con la vista fija en ella
· ¡Soltad los cuchillos! ¡Los dos! ¡Ahora mismo; y separaos; separaos más,
más aún!
Ambos obedecieron, como corderitos; soltaron las armas y fueron retrocediendo,
más y más, hasta que Ana volvió a hablar
· Y ahora, desapareced los dos de mi vista ¡Fuera; largo de aquí! Tú,
Yago, por allí, tú, Juan, por allá. Y no quiero veros a ningún de los dos en
tanto no recapacitéis; en tanto no os convenzáis de que esto no puede volver a
pasar
Ellos, cabizbajos, pero sumisos, marcharon por donde Ana les señalara;
Juan, playa adelante, como era su costumbre, Yago hacia la selva, tal cual
acostumbraba. Juan se fue casi perdiendo, playa adelante, mojándose los pies en
la línea arena-agua, en tanto Yago alcanzaba el lindero de la jungla, sus
primeros árboles. Llegado allí, se volvió hacia su madre que, expectante los
miraba, ora a uno, ora al otro
· Madre, esto, de momento, queda
así. No volveré a provocar a padre. Pero téngalo en cuenta. ¡NO RENUNCIO A
USTED! Tampoco la forzaré nunca, sino
que esperaré a que sea usted, quien venga a mí. A padre le puede suceder
cualquier día un percance. Un accidente mortal. Entonces, cuando usted se vea
sola, cuando ya no tenga hombre a su lado, por su propia voluntad, vendrá a mí…
Se dio la vuelta y desapareció en la espesura. Ella se quedó un momento,
observando por donde él desapareció y, con paso cansino, hundidos los hombros y
los ojos arrasados en lágrimas, entró en la casa, dispuesta a acostarse de
nuevo, tratando dormir algo. Pero no pudo, pasándose la noche en vela, pensando
mucho más que llorando, pues, aunque alguna lágrima se le escapó, supo
guardárselas, diciéndose que llorando nada lograba más que los ojos como
tomates, luego las cavilaciones fueron lo que centraron su atención todo el
tiempo, dándole vueltas y más vueltas al tremendo problema que tenían, mucho
más grave de lo que en principio creyera pues, en realidad, se había enconado
hasta lo indecible
Apenas rayaba el alba cuando Ana estaba ya en pie, dispuesta a buscar y
encontrar a su marido y su hijo. A Yago lo encontró enseguida, a poco de
penetrar en la selva por donde desapareciera la noche anterior. Encaramado a un
árbol, entre sus ramas, en un lecho de hojas, como hacen los chimpancés para
dormir en lo alto de los árboles, a salvo de los depredadores. Le creyó
dormido, pues no movía ni un músculo, y le lanzó una piedrecita, que él atrapó
al vuelo, sacando un brazo a su encuentro
· No estoy dormido, madre ¿Qué la
trae por aquí?
· Esta noche, y todas las noches, te quiero en casa a cenar y dormir Pero,
que nunca se te ocurra aparecer antes de las ocho de la noche. ¿Entendido?
· Entendido, madre
· Bueno; pues hasta la noche
· Hasta la noche, madre…
Más le costó encontrar a Juan, no porque estuviera escondido, sino
porque estaba más lejos, a media hora de casa por lo menos. Estaba, tal y como
esperaba, en la playa, frente al mar; sentado en la arena, con la espalda
apoyada en una palmera, lanzando chinitas al
agua, que unas llegaban, otras no. Ya junto a él, se sentó a su lado
· Juan; tenemos que hablar. Y muy en serio, además. De lo pasado anoche…
· De eso, ya está “to hablao”. El mozo, anoche, recibió un buen correctivo
y se guardará muy mucho de volver a las andadas. No te preocupes más por eso
· Pues estás muy equivocado, que sigue en sus trece. Con la
misma obsesión por mí, sólo que más peligroso
Y Ana explicó a su marido, de pe a pa, lo que su hijo le dijo la noche
anterior desde el lindero de la selva. Juan quedó abatido. Sin saber qué hacer,
qué decir. ¡Era muy fuerte eso de saber que su propio hijo tramaba matarle! Comprendía
que ya nunca podría andar por la jungla como hasta entonces; que ya, no sólo
debía guardarse de los animales, sino también de su hijo. Y un escalofrío le
recorrió la espalda. ¿Qué hacer? ¿Cómo
enfrentar eso? ¿Adelantarse a él y matarle? Pero ¿sería capaz de matarle?
Indudablemente no. Un padre da la vida por su hijo, no se la quita. Volvió a
ser Ana la que rompió el silencio
· Juan, tenemos un problema muy, pero que muy gordo…
Seguidamente, le planteó lo que, en definitiva, era la situación: Tres
individuos solos, aislados del resto del mundo, dos machos adultos necesitados
de hembra y una sola hembra. Así de simple, así de grave. Una solución, pelear
los machos hasta quedar sólo uno; otra, llegar a un acuerdo entre los tres que resuelva
el problema sin violencia, por la que ella abogaba: Que los dos machos
compartan la única hebra… Ser ella mujer para los dos, su marido y su hijo. Así
de claro; así de difícil para ellos dos, Juan y la propia Ana.
Como es fácil imaginar, Juan ni quiso seguir escuchando a su mujer
cuando llegó al meollo del asunto, que su mujer se acostara con su hijo, que
éste penetrara a su mujer; mas ella, paciente, le hacía ver que, realmente, era
la única alternativa que tenían, pues ¿podría él matar a su propio hijo? Pero
Yago sí sería capaz de matarle a él; luego, estaba ella, que cómo tolerar al
matador de su marido, cómo convivir con el matador de su hijo. En cualquier
caso, la vida se le haría insostenible. Luego, a “quitar hierro” a la cosa; que
físicamente estaría con Yago, pero en espíritu con él pues, en su mente, serían
sus manos las que la acariciaran, su miembro el que la penetrara; que tampoco
sería tanto tiempo, hasta que Yago acabara en ella, dos, tres veces, hora, hora
y pico, a todo tirar. Y que, por finales, sólo sería cumplir con un pacto, un
compromiso, sin más implicaciones; bien mirado, ni sexuales, pues sólo sería
dejar que Yago se desfogara en ella dos, tres veces, y punto; hora, hora y algo
al día, y pare usted de contar. Además, que cada día, tras cumplir el
compromiso, ella volvería a él, íntegra, sin haberse dejado nada tras sí, para
amarle y hacerle feliz; amarse los dos, hacerse dichosos los dos. Pues bien
mirado, ¿qué importaba que Yago disfrutara cada día de su cuerpo, si su alma
sólo era de él, de Juan?
Y, como de otra manera no podía ser, Juan acabó “pasando por el aro”; en
primer lugar, porque hubiera sido la primera vez que ella no se saliera con la
suya, pero también porque él mismo acabó por asumir que no tenían otra salida
mejor, o, al menos, menos mala. Pero bien se dice que “a la fuerza ahorcan”, y
si acabó aceptando “aquello”, fue “tapándose las narices”, como se traga el
aceite de ricino. Ana quiso que él regresara con ella a casa, pero él se negó;
tampoco quiso que ella se quedara allí con él, pues prefería estar solo. Se
marchaba ya Ana de vuelta a casa, cuando se volvió a él.
· ¿Qué….qué harás cuando…bueno, cuando Yago y yo?...
Cortó ahí la frase, pues no pudo, le fue imposible acabarla
· ¡Marcharme, claro! ¡No voy a quedarme allí, de “sujetavelas”, mientras
se folgan a mi mujer! Me iré tan pronto acabe de cenar. Y no; ceo que no volveré
a casa, salvo, a lo mejor, para cenar Sólo a eso, cenar. Y ni sé por cuánto
tiempo Puede, que de hoy no pase; que, desde que me marche esta noche, no vuelva
más por casa. Esa, ya no es mi casa…
Ana lo entendió, pues le conocía bien y sabía cómo se sentía entonces,
su estado de ánimo; no compartía su criterio sobre la situación: Para él, se
había rendido a su hijo, aceptando lo que Yago le exigió: “Ríndete a mí”. Y se
sentía mal, cobarde por no defender lo que era tan suyo, su mujer. Y sin luchar, sin resistirse. Ella no
lo veía así; para ella, se trataba de un acuerdo, sin vencedor ni vencido Y
esperaba que, algún día, también él viera así las cosas
· ¿Cómo nos veremos?
· Por aquí; por la playa…
· Vendré a ti cada noche, cuando él se duerma. A hacerte dichoso; muy, muy
dichoso. Como nunca, Juan; como nunca te haya hecho. Te lo prometo; te lo juro,
mi amor…
· Te esperaré por aquí, a lo largo de la playa
Ana se acercó de nuevo a él y otra vez le besó; un beso tierno, lleno de amor; de todo el amor
que le profesaba. Y se marchó para casa. Lo hizo corriendo; corriendo y
llorando; llorando a lágrima viva, sin consuelo, sacudiendo todo el cuerpo al
sollozar. Se le partía el alma viéndole sufrir a él, pero qué iba a hacer ella.
No había otra; o eso, o que se mataran entre sí. Se decía que, seguramente, con
el tiempo, eso se iría suavizando. Que él acabaría aceptando aquello de mejor
grado, dejando de sufrir, compensado por ella cuando cada día volviera a él
Segundos antes de las ocho de la tarde-noche, Juan entró en casa,
saliéndole Ana al encuentro, dichosa con verle y feliz de tenerle a su lado. Le
abrazó, le beso, para decirle
· Enseguida estará la cena, amor. Supongo que Yago no tardará en llegar
Pero Juan venía hecho una pena; apagado, los hombros hundidos, más terroso
que pálido. La viva imagen del dolor, de la derrota. Y así es como se sentía,
derrotado; derrotado, que no vencido. Y sin luchar. Se le había rendido, sin
lucha, sin mover un dedo. Al final, había hecho lo que Yago le decía:
Rendírsele, marchándose, además, de casa. Aceptando la victoria del rival sin
luchar, como un cobarde, como si le tuviera miedo.
Minutos más tarde apareció Yago, con un hermosísimo jabalí a cuestas que
descargó en un rincón de la estancia, tal y como le indicara Ana. Saludó con un
lacónico, casi vergonzoso, “Hola. Buenas noches” al que Juan contestó con el
mismo laconismo, pero que de Ana no mereció réplica alguna. La verdad es que el
joven no venía en son de guerra, sino más bien cortado, inseguro, ante sus
padres. Al poco, como rompiendo el hielo, habló
· Padre; si a usted le parece, mañana podríamos desollar el jabalí. Entre
los dos…
Juan respondió, tranquilo, sin inflexión alguna en la voz, aceptando lo que su hijo le decía,
pero Ana saltó como si acabara de picarla una víbora
· ¡Tú mañana, apenas amanezca, sales de casa y no quiero volver a verte
hasta las ocho de la tarde! Al jabalí ya lo desollaremos entre tu padre y yo. O
lo dejaré por ahí, hasta que se pudra
· Como usted diga, madre; como usted diga…
La cena transcurrió en silencio, un silencio casi ominoso y apenas Juan
tragó su último bocado, sin decir nada, sin despedirse, tomó su lanza de junto
a la jamba de la puerta, salió fuera y se perdió en la negrura de la noche.
Yago, intrigado, preguntó
· ¿Y padre? ¿Dónde va?
· A la playa, seguramente. No dormirá en casa. Ninguna noche ya dormirá en
casa. Lo hará por la playa…
Yago no respondió, no dijo nada, pero una idea quedó grabada en su
cerebro: ¡Estarían solos en casa, su madre y él, la noche entera! Y en su mente
se dibujó una sardónica sonrisa. Sería interesante, sí; las noches en casa, su
madre y él solos, podían ser muy, muy, interesantes…
Ana había recogido de la mesa todo cuanto habían usado y procedía a
fregarlo en un balde de agua; por su parte, Yago miraba a su madre, pensativo y
con un punto, muy remarcado, de entre admiración y deseo ante ese cuerpo que, sin
duda alguna, le volvía loco de deseo. Pero loco perdido. Un deseo bestial, irrefrenable,
fuera ya de todo control. Pero no hizo nada fuera de lugar, sólo dijo que
estaba cansado y se iba a dormir, con lo que se levantó y salió de la estancia,
rumbo a su cuarto. Ana se quedó allí, sola, hecha un manojo de nervios; el
momento había llegado y, entonces, ella no sabía si podría afrontarlo, pues se
le revolvía hasta el hígado, por no hablar del estómago; se le estragaba con
sólo pensar en desnudarse para él, con que si pensaba en lo demás, en todo lo
demás…pues eso… Pero, armándose de valor, mientras se secaba las manos en el
mandil, y se lo quitaba, se dijo lo mismo que Jesús a Judas en la Última Cena:
“Lo que has de hacer, hazlo pronto”, y sin más se dirigió al cuarto de Yago,
con paso firme, seguro; segura, dentro de lo que cabe, de sí misma...
FIN DEL CAPÍTULO
1º
CAPÍTULO 2º
Él estaba tumbado en la cama, despierto, mirándola con esa carita de
niño bueno que tan bien sabía poner, matizada la “infantil inocencia”, por la
expresión, mitad burlona, mitad sarcástica, de sus ojos, de su rostro; se llegó
junto a su cama y, sin mediar palabra, se desvistió hasta quedar como su mamá
la puso en este Valle de Lágrimas, y sin más se sentó en la cama, mirando a su
hijo
· Como ves, consiento en lo que querías: Seré tu mujer; pero con
condiciones. Vendré a ti todas las noches, pero sigo siendo la mujer de padre,
y volveré a él tan pronto no quieras más de mí. Y se acabaron los
enfrentamientos; le respetarás en adelante. ¿Conforme?
· Conforme, madre
· Bueno; pues hazte a un lado. Déjame sitio
Yago se hizo a un lado y Ana, metiéndose en la cama, se acostó junto a
él, boca arriba, nerviosa. Yago la miraba casi boquiabierto, con sincera
admiración Casi sin llegar a creerse que la tuviera allí, desnuda para él Llevó
sus manos a su rostro, acariciándola, para, en nada, bajarlas a sus senos, que
también acarició, aunque casi, casi, que tímidamente
· Qué bella es usted, madre. La imaginaba rica, muy, muy rica, pero esta
realidad supera cuanto imaginara. Divina. Maravillosa. Y qué afortunado es
padre al tenerla a usted Al amarle usted, al tener su amor. La vida…sí, la vida
daría porque usted me quisiera así tan sólo un año; un mes incluso Disfrutar de
eso…y morir
· Calla, calla No hables de muertes. Además, yo también te quiero mucho, muchísimo
· Ya. Lo sé, madre; Pero sólo así, como madre, no como una mujer ama a un
hombre. De eso, sólo padre disfruta
· Bueno pues que te quiera como tu madre que soy, ya es algo, ¿no te
parece? Y que te quiera como te quiero, que ni imaginarlo puedes…
Yago llevó sus labios a los de su madre, y la besó. La besó con pasión,
con candente pasión, con la ardiente pasión que la libido, más que exaltada,
genera. Besos eróticos, sensuales, muy, muy sensuales, colmados de sexual
deseo. Y Ana se sintió mal, casi mancillada, sucia, por aquellos besos que no
podía evitar; esos besos a los que no podía negarse, esos besos de lengua, en
los que la masculina, serpiente invasora de su bucal intimidad, la rebañaba
toda, ávida, golosa, sin poderla rechazar por el pacto a que llegaran. Al
tiempo, mientras la lengua de Yago, disfrutaba de la lengua, la boca de su
madre, sus manos magreaban los maternos senos Los acariciaba con franca torpeza
no exenta de cierta brusquedad, apretándole, retorciéndole los pezones,
estirándoselos, preso en la enorme excitación libidinosa que le dominaba; y
Ana, ante eso, se sentía rara pues a un tiempo se sentía mal, dolorida, pero
también notaba un cierto placer en lo que Yago le hacía
Al rato, los labios de Yago abandonaron la boca de su madre deseosos de
degustar aquellos senos que tanto en esos años deseara. Los lamió, los besó,
los chupó, y succionó con ansia, hasta que, cada vez más embravecido, casi
brutal ya, por la tremenda subida termo-pasional, ese anonadante deseo de
hembra que por segundos más que minutos crecía y crecía, no se limitaba ya a
los besos, los lamidos, las
succiones en aquellos pezones que le alienaban, sino que pasó a morderlos,
primero moderadamente, luego de manera más y más salvaje, causando auténtico
dolor a su madre. Pero, curiosamente, también sucedía que según crecía la
sensación de dolor en Ana, tanto o más se acrecentaba la sensación de placer
inmenso en la madre. Porque Ana estaba pasándolo de verdad mal, pues las
“caricias” de su hijo le dolían de verdad, pero también estaba experimentando
una nueva sensación de íntimos, fabulosos, goces, hasta entonces desconocido
para ella; goces que la estaban haciendo que su feminidad lubricara a chorros.
No se conocía a sí misma en aquella hembra sedienta de sexo, sexo y más sexo,
sin ápice de sentimiento humano, sino el álgido crescendo de la libido más
bestial, más primigenia. Sí; esa Ana que acababa de conocer no era una mujer,
un ser humano, sino una simple hembra en el cénit de su celo animal, una hembra
de bestia salvaje, sedienta, hambrienta, de sexo, sexo, y más sexo…
Cuando fue a su hijo, lo hizo dispuesta a mantenerse pasiva durante la
relación, pensando en su marido, su adorado Juan, puesta en él la mente, estáticamente
ocupado por su adorado rostro, imaginando que las manos que manosearan su
cuerpo eran las de su Juan, que el miembro que la penetrara era el de su Juan.
Bueno, pues todo eso había ido a parar al baúl, y no el de los recuerdos, sino
el del olvido, borrado de su mente, de su ser, todo lo que no fuera lo que su
hijo le estaba haciendo, el inmenso placer que la estaba suministrando. Porque
para entonces, sus brazos rodeaban el cuello de su Yago en más que prietísimo
abrazo, latiendo por él, única y exclusivamente que por él, ese aceleradísimo
corazón suyo, gimiendo casi a gritos de infinito placer. Un placer salvaje,
nuevo, inédito, para ella. Aquella “tigresa hambrienta de carne”, que tan bien
conocía Juan, era una simple gatita, hasta modosita, comparada con la “fiera
corrúpea”, en que la “tigresita” deviniera, porque si Yago la mordía a
dentellada limpia por casi todo su cuerpo, dejándole los dientes marcados en
cuello, senos, vientre, y labios, los pezones, en verdadera perdición, la
“fiera corrúpea” tampoco se quedaba tan atrás, mordiendo a dentelladas tan
briosas como las de él la desnuda anatomía del joven, dejándole labios y
tetillas más desgarrados que tumefactos Eran dos fieras salvajes, carniceras,
devorándose, ferozmente, la una a la otra
Y llegó el momento de la verdad, cuando Yago la penetró de un seco
golpe, uno sólo bastó, por lo tremendamente anegado en íntimos fluidos de mujer
del “tesorito” materno; un único envión que, de milagro, no la taladró hasta
la garganta. Ana soltó un casi grito,
mezcla de agudo dolor, por lo salvaje de la metida, y tremendo placer sexual Y
ya fue la monda cuando él inició aquél bestial meter y sacar, meter y sacar,
interminable, anonadante, entrando y saliendo el elemento invasor a velocidad
más que vertiginosa, más que incansable, rugiendo él cual león herido, aullando
ella en atronadores alaridos de placer bestial, salvaje. Absoluta, enteramente animal,
pues para entonces eran sólo eso, dos animales, dos bestias salvajes. Un macho
y una hembra en el apogeo de su celo
Él la tenía sostenida por las nalgas, arrimándosela a todo arrimar, y
ella ceñía la masculina cintura con sus piernas como jamás ciñera la de su
marido, pidiéndole más, y más y muchísimo más, al tiempo que sus caderas, se
movían adelante, atrás, adelante, atrás, al mismo ritmo frenético a que él la
penetraba, en afinada concordancia de la válvula receptora con su émbolo
penetrador. Apenas llegó al segundo, tercer, tal vez cuarto envite, que Ana
disfrutó de la mejor corrida de su vida, la madre de todas loa corridas, el
padre de todos los orgasmos, que fluía exuberante de lo más recóndito de su
femenino organismo a inundar su grutita de los Cuarenta Mil Placeres, que entonces
regalaba a su amado hijito, su monumental macho, su excelso garañón, que la montaba
como sólo él sabía hacerlo; como sólo él podría nunca hacerlo. Pero es que
tampoco fue el único del que disfrutó, sino que, cuando, al fin, Yago descargó
en ella aquella riada de su germen de vida ella llevaba disfrutados, al menos,
cuatro orgasmos, si no fueron cinco, a cual más bestial. Pero tampoco ahí se
quedo la cosa, pues por finales, su relación de aquella noche homérica fue toda
una ininterrumpida maratón de orgasmos sucesivos cuya meta no llegaba nunca,
extendiéndose, placenteros, en un tiempo inacabable Pero es que no fue ella
sola la que disfrutó de sucesivos orgasmos, sino que también él, Yago, tuvo los suyos a lo
largo de la noche, con algo así como dos, puede que tres “sin sacarla”, como
suele decirse, que el mocer era de buena pasta, y de “casta le venía al galgo”,
que “menúa” leona estaba hecha su señora madre
Serían sobre las dos de la madrugada cuando Yago, sin pizca ya de
energías, desfondado, despanzurrado, sin
poder ya ni con su pelo, cayó desplomado, como toro apuntillado, a plomo, sobre
el desnudo cuerpo de su madre, que, aplastada
bajo aquél peso, le hizo hacia un lado, hasta lograr que quedara tendido
en la cama, boca arriba, roncando como un demonio con ella boqueando a base de
bien, empeñada en recuperar resuello, pulso y demás, siendo entonces, cuando Ana
volvió en sí misma, a su ser de mujer, diluyéndose etéreamente la “fiera
corrúpea” que hasta entonces poseyera su cuerpo. Y fue en tal momento, con su
mente racional clara, libre del opresivo influjo de una libido que el ser
bestial de su hijo trocó en salvajemente
demencial, que Ana captó en toda su amplitud lo que acababa de hacer.
Así, de inmediato, su ánima se embargó de dolosa culpa por el hecho en sí y su
mente llena de su querido Juan, de su imagen dolorosa, un Juan hundido,
humillado, pues ese sentimiento doloso tenía mucho, pero mucho que ver con la
consciencia de la infidelidad que, intrínsecamente, lo hecho entrañaba, precisamente,
por el fastuoso placer que había disfrutado
Respirar un tanto normalmente le llevó no más de doce, quince minutos,
que fue lo que transcurrió desde que su hijo cayera sobre ella, cual toro
recién apuntillado, saltando automáticamente de la cama, ansiosa por encontrar
a su marido pero, de todas formas, volvió sus ojos hacia su hijo, que dormía
plácidamente, en viva imagen de la felicidad más absoluta. Y su ser de madre
reaccionó ante esa visión, llenándola de duce satisfacción; se inclinó sobre él
y depositó un dulce beso en sus labios, un beso de madre, teñido de
agradecimiento de hembra satisfecha, bien servida, al macho que fue su buen
servidor. Luego salió de casa, desnuda y descalza, como estaba, en busca de su
Juan.
Ana, tan pronto salió de la casa, echó un vistazo a lo lejos, hacia
donde sabía estaría su Juan, pero no le vio; empezó a andar, playa adelante,
hacia donde quedaran en verse tras la “tormenta”, con el alma en vilo, deseando
verle, pero temiendo hacerlo. ¡Con qué cara le miraría…qué le diría! Tragó
saliva y un hondo suspiro se le escapó del pecho. Siguió avanzando metros y
metros, decenas y decenas, superando ya, con creces, los cien metros, sin
encontrar ni rastro de él; como si la tierra lo hubiera tragado. Y su
nerviosismo, su desazón, comenzó a hacerse profunda preocupación, con el
corazón asentad en su garganta. Mil temores la asaltaban, por cuenta de lo que acababa
de hacer, temiendo que su marido hubiera hecho algo irreparable “¡Dios mío,
Dios mío! ¡No; eso no; por piedad te lo ruego, te lo suplico, Señor y Dios
mío!”…“Dios mío, Dios mío, que no haya pasado nada de eso” decía y repetía su
mente ya casi desquiciada, pues la casa había desaparecido tras ella y también
atrás quedó el lugar donde esa mañana le encontrara y donde quedaran para esa
madrugada. Y de Juan, ni rastro
Llevaría andando un buen rato, cincuenta minutos o más, casi cuatro kilómetros,
cuando el corazón se le ensanchó, el alma se le liberó, al divisarle a lo
lejos, como siempre, sentado ante el mar, la espalda recostada en el tronco de
una palmera. Y corrió hacia él. Corrió con toda su alma deseando fervientemente
estar junto a él; abrazarle, besarle…amarle hasta ya no poder dar más de sí
misma, hasta su total, completa, absoluta, extenuación. Se llegó hasta él…
Deseaba besarle, acariciarle, decirle “Ya estoy aquí, mi amor; contigo. Por
fin, vine a ti, para hacerte feliz; inmensamente feliz, inmensamente dichoso.
Que es lo que importa, lo único que debe importarnos”… Pero no pudo, pues
cuando le vio, cuando estuvo junto a él, sentada a su vera, se quedó más
horrorizada que otra cosa. Se dijo: “¡Qué he hecho, Señor! ¡Qué le he hecho,
Dios mío, qué le he hecho!”
Porque Juan no es que estuviera mal, es que estaba destrozado,
destruido. No parecía él. Por la tarde, cuando fue a cenar a casa, era la viva
imagen del dolor, de la derrota más negra, pero entonces, cuando al fin le
encontró, era mucho más. Literalmente hundido, hecho una auténtica ruina
humana. En aquellas, más menos, siete horas transcurridas desde que se marchara
de casa tras cenar, había envejecido años. Y Ana se sintió como el ser, la hembra,
más despreciable del mundo. La más rastrera, la más inmunda. Intentó abrazarle,
estrecharle entre sus brazos, pero él la rechazó
· ¡Ni se te ocurra tocarme! ¡Te mato, ¿me oyes?; te mato! ¡Vuelve con él;
sigue revolcándote con él! ¡Os he oído…te he oído! ¡Dios mío, y qué escandalazo
que armabas! ¡Vuelve, pues, con él! Y sigue disfrutando de tu macho. A mí ya no
me necesitas…para qué; tienes un macho joven, que te monta bien montada…mejor
que yo, que ya soy un viejo ¡Vete, Ana; largo de mi presencia! ¡Antes de que te
eche a patadas! ¡A palos, como casi acabo de hacer con tu macho!
Ana se quedó callada, entre desconcertada y rabiosa por lo que acababa
de decirle su marido, pero, finalmente, no perdió los estribos, sino que se
revistió de una frialdad increíble, enfrentando a su Juan con tremenda
tranquilidad, al propio tiempo que se disponía a ir a por todas con él, a
amarle como nunca le había amado, a hacerle, darle, lo que ni por soñación
pensó nunca hacer ni dar a hombre alguno, ni a él siquiera, su adorado marido.
Sí, Ana hizo gala de inigualable frialdad y tranquilidad, pero también de
seguridad en sí misma, mientras en su interior ardía la llama de la más
volcánica pasión, el candente ardor de su amor por él, posesionado entonces de
ella como jamás antes la dominara. Iba a por todas para recuperarle, para
lograr conservar su amor desmedido, ese amor que tan dichosa siempre la
hiciera. Tampoco iba a mentirle; admitiría, claramente, con toda sinceridad,
fría sinceridad, lo ocurrido entre su “macho” y ella, sin tapujos
· No me voy a ir Juan; ni aunque me apalees Que puedes empezar cuando
quieras; lo aguantaré sin cubrirme, sin una queja. Puedes darme la tunda más
grande del mundo, pero no me voy a ir. Te seré sincera, cruelmente sincera: Sí,
he disfrutado con él. Como una bestia irracional. Como una hembra salvaje, más
que “movida”, en la cumbre de su libidinoso celo. Lo que ha pasado entre Yago y
yo, ha sido, exactamente, eso, sexo salvaje, bestial, porque éramos dos animales,
dos bestias salvajes, macho y hembra Y claro que lo he disfrutado, porque con
él, con mi macho, mi garañón, he descubierto todo un Universo de placer, para
mí enteramente desconocido. Y me ha gustado; me ha encantado; he disfrutado del
sexo como jamás creí que pudiera disfrutarse. Y, es más: No pienso renunciar a eso, a disfrutar el sexo
como esta noche lo he disfrutado; luego hazte a la idea de que esto volverá a
repetirse cada noche. “Ad Aeternitatem”
Ana calló un instante, para tomar aliento, pues según hablaba se
envalentonaba más y más, tomando cada vez más seguridad en sí misma, mientras
Juan la miraba anonadado, alucinado, sin poder decir ni “esta boca es mía”.
· Sí, Juan, mientras estuve con Yago no fui una mujer, sino una hembra
salvaje, y eso volveré a ser cada noche que vuelva a él, pero ahora soy una
mujer; y una mujer volveré a ser cada madrugada, cuando vuelva a ti. Con él
folgo, folgamos los dos como bestias, que no otra cosa somos él y yo juntos,
revolcándonos, como dices; pero contigo no, a ti te amo. Nosotros no simplemente
folgamos, sino que nos amamos Tú y yo, juntos, no somos animales apareándose,
sino personas, una mujer y un hombre que se aman folgando, que folgan amándose,
porque nuestro sexo, el que tú y yo juntos disfrutamos, es amor hecho sexo; es
sexo hecho amor Porque lo que entre nosotros hay es mucho, muchísimo más, que
sexo. Y lo necesito; te necesito, Juan. Te necesito, amado mío; necesito tu
amor, tu calor de hombre enamorado, como el aire para respirar. Pero a él, el
sexo que me da, como a los pulmones para, también, poder respirar. Sin aire, no
podría respira pero sin pulmones, tampoco ¿Me entiendes, amor? ¿Comprendes lo
que me pasa? Os necesito a los dos; lo que cada uno me dais, tu amor, tun calor
humano y su sexo salvaje. Y ya no puedo pasar, no puedo, no podría, vivir sin
ambas cosas. ¿Lo comprendes, mi amor?
De nuevo calló, pendiente de él, de su rostro, desencajado, lívido,
entonces. Ella le miraba desojada, con los ojos como salírsele de las órbitas. Juan
también la miraba a ella, pero con el rostro desencajado, pálido como muerto;
sí, con la muerte en sus ojos, pero no de manera amenazadora, pues aquél gesto
casi asesino de sus ojos, de su boca, de su rostro, había desaparecido, sustituido por otro de serena
tristeza que mucho tenía también de patética resignación. Por fin, lanzando un
hondo suspiro, dijo
· ¿Tedas cuenta de lo que me estás pidiendo, Ana?
· ¡Claro que me doy cuenta, mi amor,
claro que me doy cuenta! ¡Lo que una mujer nunca puede pedir a su marido!
Pero entiéndeme; te lo pido, te lo
suplico, más bien, porque sé lo muchísimo que me quieres. Por eso te lo pido,
te lo suplico. Porque sé también que tu generoso amor, sabrá comprenderme
Porque, mi vida; es un acto de amor hacia mí lo que te estoy rogando; un
supremo, sublime, acto de amor que sólo tú, ese infinito amor que me tienes,
será capaz de darme…
Y Ana se lanzó, ansiosa sobre él; pero no tan ansiosa de él, como hombre
y marido, como de complacerle; de hacerle dichoso como nunca jamás le hiciera.
Ansiosa de darle un placer nunca conocido por él, como forma de redimirse a sí
misma por todo el dolor que le había causado Y lo mismo volvería a hacer cada
madrugada que volviera a él tras estar con su macho garañón. Lo que oyera decir
a las comadres de la aldea, no las más honorables, precisamente, que a sus
hombres más les gustaba que les hiciera, que se les diera. Eso que, cuando las escuchaba, le causaba hasta
nauseas, de sólo pensarlo. Lo que en sus
ya casi veinticinco años de felicísima unión con su Juan no le había hecho, no
le había entregado.
· No te me resistas, mi amor; no me rechaces. Déjate hacer, llevar por mí. Ya verás lo dichoso que voy a hacerte
· ¡Dios, y cómo apestas a sexo…cómo apestas a él!...
Juan no se resistió y, menos aún, la rechazó Le era imposible, siempre
lo había sido, no ceder a sus ruegos. La quería demasiado como para negarle
nada. Aunque esa vez, complacerla en lo que le pedía. ¡Dios, y qué difícil le
iba a resultar; cuánto, cuantísimo iba a costarle! Puede, que hasta la vida.
Ana, suavemente, le hizo tenderse boca arriba y, seguidamente, le despojó del
calzón, quedando al aire su virilidad, más que fláccida, desde luego, que el
“horno” estaba para pocos, pero pocos, “bollos”. Le besó con toda su pasión de
mujer, la pasión que nacía de su gran amor hacia él, al tiempo que su mano
acariciaba aquél miembro tan querido para ella, comenzando una suave, lenta,
masturbación del hombre, logrando que poco a poco, “aquello” comenzara a medio
despertar. Entonces, separó de él sus labios para mirar aquél miembro. Le miró
algún que otro segundo y, al momento, se agachó sobre su presa posando sus
labios en aquella cabezota que empezaba como a desperezarse tras largo sueño. Agacharse y posar un beso en ese
glande, empezando a lamerlo suavemente con su lengua, cuya puntita, de tranco
en tranco, jugueteaba sobre la abertura de la uretra, al tiempo que sus dedos
cumplimentaban las gónadas o testículos de su hombre, acariciándolas, rascándolas
suavemente con sus cortas, descuidadas uñas de campesina hecha a trabajar la
tierra. Así estuvo un rato más bien corto, alzando de vez en cuando el rostro
para ver el de su marido, sonriendo feliz al ver en él retratado el íntimo
placer que ella le dispensaba
· En la aldea, las comadres decían que a sus hombres les encantaba que les
hicieran esto.
Y sin más, se metió aquél miembro, que ya pasaba de empezar a
despertarse, en la boca, engulléndolo bien engullido comenzando a chuparlo como
un caramelo; lo hacía vigorosamente, con ganas. Ganas de complacerle, de
hacerle sentir como en la vida sintiera. Era casi obsesión lo que sentía por
eso, el inmenso goce físico de su hombre, como redención de sí misma por el
daño que le había causado Era querer mitigar las heridas a él inferidas, en
casi perfecto acto de contrición, que no de atrición, (Contrición: Arrepentimiento del daño causado por amor al dañado.
Atrición: Arrepentimiento del daño, por las consecuencias adversas al causante.
El contrito, siente un dolor íntimo, semejante o mayor al causado; el atrito,
sólo teme las consecuencias de sus actos), contrición, sin embargo, no
duradera, pues cada madrugada siguiente se repetiría, al reiterarse el daño
Ana no tenía experiencia alguna en tales lides, era una auténtica
neófita, pero su amor, y su deseo de complacerle al máximo, la infundió ciencia
infusa Y resultó que hasta fue experta en esas artes, como si tuviere un don
connatural para esas lides. Así, supo
reconocer en los espasmos, las pulsaciones, de la virilidad de Juan en
su boca los mismas estremecimientos, así como el puntual engrosamiento del miembro,
que sentía en su intimidad, signos, todos ellos, precursores de la venida de su
querido marido. Y entonces, cuando sitió preludiar lo mismo en su boca, no
quiso que el placer que daba a su hombre acabara aún, sino que deseó que se
prolongara más y más tiempo, con lo que, cuando apreciaba que Juan estaba a
punto, se sacaba el miembro de su boca, pero
sin dejar de atender los testículos de su amado, lamiendo alternativamente uno
u otro, ayudando las yemas de sus dedos y sus uñas rasas en la tarea de mantener
“emocionado” a su hombre, porque eso es
lo que quería, bajarle la “calentura” por debajo del punto de ebullición en que
casi se había puesto, pero sin que la ”emoción” mermara
Por fin, y como de otra forma no podía ser, porque en esta vida todo llega,
Juan se vino en ella, abundante, en “disparos” de su “arma” que no parecían
tener fin, como si el “arma” fuera una ametralladora en ráfaga. O algo así, qué
“quirís”, que todos exageramos las “virtudes” de nuestros héroes cosa fina. En
fin, que la cosa es que Ana quedó perdidita en los flujos de su hombre, senos y
canalillo, vientre y hasta la cara, aunque también una no tan despreciable
cantidad del licor de vida de su marido lo trasegara garganta abajo, tomado directamente
de la fuente. Se incorporó, quedando, de rodillas, pero casi vertical,
embadurnándose bien el cuerpo, pechos, vientre Hasta las nalgas, los muslos,
recibieron su ración, quedando ella toda pringosa
· Ves cariño; ahora apesto a ti
Y riéndose se tendió a su lado; se
abrazaron, besándose jubilosos los dos; Juan estaba como en una nube; la nube
del amor satisfecho, del amor rendido a la mujer amada y Ana en el sétimo cielo
de los goces que el amor otorga a los amantes Enamorada de su Juan, de su
marido, de su hombre, a rabiar queriéndole como nunca, realmente, le había
querido. Feliz y dichosa, porque a él le veía dichoso y feliz, cifrando su
propia dicha en la que su marido, su hombre, disfrutaba merced a ella. Y
contenta, orgullosa, de haberle sabido hacer así de feliz. Se besaban, se
acariciaban, se decían palabritas la mar de duces, comunicándose mutuamente el
profundo amor que se tenían. El mundo, el Universo entero, desaparecía de su
alrededor. Sólo ellos existían y su razón de existir, estar vivos, era amarse y
amarse y amarse sin cesar
La verdad es que la sesión de sexo oral que ella acababa de dispensarle
apenas si les había cansado, no había sido el esfuerzo propio de la
penetración, por lo que estaban los dos bastante frescos, casi listos para
volver, al instante, a la brega, si no fuera porque el “pajarito” de Juan, aún
estaba para pocos trotes, que bien que se acababa de vaciar y, con sus
cincuenta y cinco tacos ya, más bien, que de alegrías, las justas. Pero
allí estaba ella, siempre presta al
sacrificio por su amado Juan, que se volvió a amorrar a ese miembro, sí,
entonces un tanto depauperado, dispuesta a vivificarle en un periquete, cosa
que, para la alegría de ambos, consiguió en menos que canta un gallo, dejando
aquello, amén de brillante por ensalivado, en plan “Asalto a la bayoneta,
¡ar!”…
Desde entonces la relación fue como un “combate cuerpo a cuerpo”
desarrollado en una sucesión de “asaltos”, al modo de los actuales de boxeo,
sólo que sin vencidos, sólo vencedores, intercalados por leves treguas en las que,
entre caricias y besos, recuperaban el necesario resuello para seguir
“combatiendo” Un “combate” que comenzó en la forma más “aguerrida”, con una Ana
desmelenada, en su empeño por hacer dichoso, sexualmente, a su maridito, comenzando
el menú, con el plato fuerte de su virginal culito, que ofreció, sin más, a un
Juan enteramente desconcertado ante el sensual ofrecimiento, pero que después
bramaba de gusto en algo así como “Do” mayor o “Do” de pecho, aunque de oírse
también fueron los aullidos de loba en celo que ella lanzaba cuando superado el
intenso, demoledor, dolor inicial, con la salvaje penetración, comenzó un
placer que más tenía de sibaritismo que
de salvajismo. Tras este inicio, por todo lo alto, vino el “folgarle” ella a
él, amazona en garañón, cabalgándole a galope tendido, que los masculinos
bramidos cuando lo del anal, casi quedaban en mantillas ante los rugidos que
Juan soltaba conforme sus chorros de vida encharcaban la cuevita de su mujer,
que le animaba a seguir y seguir vaciándose en ella
· ¡Sigue, sigue amor; sigue corriéndote en mí! ¡Disfruta, mi amor; disfruta
de tu mujer!... ¡Venga, mi amor mi hombre! (casi
dijo “mi macho”, pero se contuvo al creerlo inoportuno en tal momento. No
mentemos la soga en casa del ahorcado, leñe) Vamos, amor; sigue, mi vida,
sigue corriéndote, disfrutando de mí
Y tras este encendido comienzo la relación prosiguió por los dulces,
suaves y tiernos, cauces del más puro amor, que no por ello menos apasionado;
el amor que es puro sentimiento, potencia del alma, del espíritu indeleble, que
no de la materia finita, expresado, materializado, en divino sexo El puro sexo,
transfigurado en infinito amor ¡Qué dulces, por más que, también, sabrosísimas,
fueron sus efusiones amatorias, amándose los dos con toda dulzura, toda
ternura, y, al tiempo, con enervada pasión, disfrutando ambos al máximo que seres
humanos puedan disfrutar de su total entrega mutua, pues, en tal unión, uno se
olvida de sí mismo para volcarse, en cuerpo y alma, en el ser querido, amado,
haciendo suyo el placer del amado, la amada, encontrando, pues, la propia
dicha, el propio gozo, en la dicha, el gozo, del amado, de la amada
¿Por cuánto tiempo se prolongo ese amarse y amarse y amarse? Desde luego,
ni las cuatro horas mínimas del refocile Yago-Ana/Ana-Yago, que los casi
cincuenta y siete tacos de él, para tanto, francamente, no daban, pero es que
tampoco su amada “parienta” estaba para demasiados trotes que las más, y puede
que bastante más de cuatro horitas de sexo en “salvaje mayor” que su “macho
garañón” le dispensara, también se notaban lo suyo y lo del vecino, que “tuitico
hay qu’icillo” (“Todito hay que decirlo”, en “manchegazo” garrulo, de Toledo,
Ciudad Real, Cuenca y Albacete, la bendita tierra de mis mayores, la inmortal
“Mancha” de D. Quijote. ”En un lugar de la Mancha de cuyo nombre…”) En fin, que
tras dos horitas, dos horitas y algo, tal vez, de dulce “himeneo”, los dos,
rotos, desvencijados, descuadernados, descuajeringados y alguna que otra yerba
más por el estilo, no pudieron seguir resistiéndose al insistente Morfeo, con
su promesa de descanso reparador, de modo que, rayaba el alba, o poco más,
cuando ambos se sumieron en profundo sueño, desnudos los dos, abrazados, él,
entre los brazos de ella, Ana, entre los brazos de él, con sus piernas también
entrelazadas, con sus sexos más que rozándose
Así estuvieron hasta las dos,
dos media de la tarde en que
despertaron, más hambrientos que con hambre. Ella propuso volver a casa donde
prepararía algo para los dos, pero él no
quiso: Nunca más volvería por esa casa que ya no consideraba
suya…aunque, con sus propias manos, ayudad por ella, la construyera, luego
comieron allí mismo, en aquél rodal de playa, cocos y dátiles de las palmeras,
“cosechados” por los dos, que no veáis cómo no sólo Juan, sino también Ana
trepaba a lo alto de los árboles, y frutos de la selva. Luego, pasaron la tarde
bien paseando a la orilla del agua, mojándose los pies, con sus manos
amorosamente enlazadas, bien unidos, mutuamente, por la cintura, como lo que
eran, dos enamorados. La tarde fue cayendo, hora a hora, minuto tras minuto,
hasta cernirse las seis de la tarde, antesala de las siete, cuando ella
volvería a casa, a preparar la cena, cenar e irse a la cama con su hijo, su
macho garañón. Entonces, comenzaron a entristecerse los dos, ante su ya casi
inminente separación, el fin de su tiempo de asueto, para ellos dos solos, el
final de su día.
Era paradójico lo que le pasaba a Ana, casi babeando por volver a vivir
ese sexo salvaje que su hijo le suministraba, y la tristeza inherente a su
separación de su Juan. Podría decirse que, para ella, lo perfecto sería la cama
redonda entre los tres, tener, conjuntamente, a su hombre y su macho garañón, pudiendo pasar del uno al otro
sin solución de continuidad Aunque, en verdad, tal cosa ni se le pasaba por la
cabeza, que para cristianos viejos y sencillos, casi analfabetos, como ellos,
el sexo, fuera como fuese, era cosa de dos. Y punto. Estaban los dos tendidos
en la arena, con sus manos juntas, ellos mismos muy, muy juntitos, callados
ambos, con la vista fija el cielo azul, sintiendo el mutuo calor de sus cuerpos
desnudos, cuando, sobre las seis y pico, el rodar del sol por el firmamento les
decía que la hora de separarse, sobre las siete, se les cernía inexorablemente,
ella volviéndose hacia su marido, besó tiernamente sus labios, su boca, para
seguidamente decirle
· Marido, dame otra vez tu amor antes de irme. Deposítalo en mi chochito
con tu polla divina Mi vida mi amor. Quiero llevarme el sabor de tu saliva en
mi boca, el recuerdo de tus manos, tus labios, en mi piel, en mis tetas, en mis
pezones. Y el gozo de tu leche en mi coñito. Quiero llevarte conmigo, tu
esencia, tu vigor de hombre, de macho (Sí,
se le escapó lo que no quería decir, reconocer ya para entonces) tu semen,
mi amor, en mi ser de mujer
Y como de otra manera imposible que fuera, Juan complació, gustoso y
sobradamente, a su adorada mujercita. Y llegó, la hora de separarse,
despedirse, hasta la madrugada, cuando ella volvería a él allí mismo; en aquél
mismo trozo de playa en que estaban, habían estado. Ana se despidió de su
marido con un apasionado beso en la boca, que más tuvo de postrer morreo que de
cualquier otra cosa, marchándose
seguidamente, sin volver la vista atrás ni una sola vez, apretando,
paulatinamente, el paso, hasta acabar en franca carrera, mientras Juan la veía
alejarse paso a paso, metro a metro, destrozándose por segundos, según ella se
alejaba, escociéndole, de verdad, los ojos que, poco a poco, fueron
arrasándosele en lágrimas más que tristes, más que desesperadas…
No podía evitarlo. Quería aceptar esa nueva situación que entre ellos
imperaba. Aceptar, de buen grado, lo que entre su mujer y su hijo ocurría, y
aún más desde que ella le pidiera, suplicara, su comprensión, como supremo acto
de amor Deseaba que así fuera, mantenerse tranquilo, sereno, ante eso, lo que
su mujer y su hijo harían enseguida, en nada, peo no podía; era superior a sus
fuerzas, a su habitual gran fuerza de voluntad. Pero no podía evitar que unos
celos terribles se adueñaran de él, que una demoledora tristeza inundara todo
su cuerpo, todo su ser, hundiéndole en la más profunda desesperación, el más agudo
decaimiento, hasta quedar hecho una piltrafa humana. La piltrafa que era cundo
ella, la pasada madrugada, le encontró En tales ocasiones, la noche anterior,
entonces mismo, una sensación de tremenda ira le dominaba, una ira que devenía
en querencias asesinas Sí; llegaba hasta a eso, a querer matar a su propio
hijo. Al “macho joven” que le había desposeído de todo, su mujer, su casa… Le odiaba
como a nadir antes odiara, a su propio hijo, el que él engendrara en el vientre
de su mujer. A ese hijo que él quería más que a su vida, ahora deseaba matarlo…
“¡Señor, Señor, a qué he llegado”!, se decía, compungido.
Y desde entonces, desde que, al fin, la perdió de vista, anduvo de acá
para allá, como perro sin amo, sin rumbo, desorientado, bajo esa tremenda
sensación de ruina, de derrota absoluta en que se sumía, dominándole, sin
dejarle, propiamente, vivir. En contra de la más elemental norma de seguridad
que todos ellos tenían establecida, no entrar en la selva desde la caída del
sol hasta su orto, por lo peligroso que podía ser, ya que es cuando los
depredadores, el temible leopardo, particularmente, salían, salen, de caza, anduvo,
presa de un furor formidable, por la selva, vagando sin sentido, con unas ganas
terribles de matar, destruir. Aunque, más bien, matarse, destruirse, a sí
mismo, como forma de salir, acabar, con aquella tortura que no le dejaba vivir,
que le mataba, sólo que lentamente, minuto a minuto, día tras día. Parecía
decir “¡Ven, leopardo maldito!... ¡Trata de matarme, si es que puedes, pues yo
ansío matarte a ti!”
Y, en parte, así era No era algo definido, no es que él buscara,
específicamente, a la fiera, cual hacía cuando, en verdad, salía a matarlo,
sino más bien un deseo oscuro, casi morboso, de que fuera la fiera quien le
encontrara a él, en mortal encuentro, pues así, él sería presa segura del
animal, ya que se le acercaría sin que él lo notara hasta que fuera muy tarde,
cuando ya el animal corriera hacia él, listo a saltar y destrozarlo. Por fin, un
tanto sosegado tras su enervado vagar, cansado de un día rico en encontradas
emociones, se encaramó a lo alto de un árbol, montándose allá, sobre ramas
altas, inalcanzables a un leopardo, la inevitable cama de ramas y hojas,
quedando allí dormido, acurrucado en sí mismo. Despertó como ensalmo, sin tener
idea de la hora que era, pero sabiendo
que era, justo, la de encaminarse a la cita con su amada esposa, pero algo
extraño se apoderó de él; una como aversión, rechazo, a encontrarse con ella,
ligado a un extraordinario deseo de tenerla en sus brazos; de amarla hasta la
extenuación. Venció el deseo a la aversión, y marchó al encuentro de su mujer.
Se encontraron y, desde un primer momento, todo fue una repetición de la
madrugada anterior: Un principio de sexo acalorado, sexo oral seguido del anal
y la posterior cabalgada de ella, apasionada amazona en jaco garañón, lo que le
ponía a mil, viéndola así a ella, desmelenada en darle placer, un placer
inenarrable que le hacía rugir cual león en celo, montando a su leona. Y
finalmente, más in extenso, el amor materializado en sexo; un amor, un sexo,
dulce, tierno, la absoluta entrega mutua, en cuerpo y alma. La “tigresa
hambrienta de carne” ya sólo resurgía para hacerle feliz a él, enardecerle
hasta las más atas cotas, generadoras del más intenso, excelso, placer sexual; y
es que, en ese nuevo rumbo que tomó su marital relación, la “tigresa” ya no
surgía en pro del propio placer, sino para potenciar el de su marido.
El tiempo fue pasando y la tortura de Juan antes de menguar, se
agudizaba de día en día, haciéndosele la vida más que insoportable Se hundía
cada vez más en la desesperación, la amargura de aquella vida que le destrozaba
el alma, el desaliento por una situación que se esforzaba en aceptar, como
supremo acto de amor hacia su adorada esposa, pero que le era imposible hacerlo;
quería asumirlo, admitir de buen grado la relación de su mujer con su propio
hijo, pero no podía; era superior a sus fuerzas…pero se aguantaba; sufría su
tremenda, horrenda, desazón en silencio, sin una queja, pero destruyéndose,
moral y físicamente. Parecía una triste sombra de sí mismo, siempre cabizbajo,
ojeroso, hundidos los hombros; aniquilado como hombre, como persona.
De alguna manera comenzó a abominar de los encuentros con Ana en las
madrugadas, pues a la dicha que en ella encontraba sucedía el terrible dolor de
verla marchar, regresar a casa para encontrarse con “él”. Le odiaba como jamás
había odiado a nadie, con un odio intenso, cartaginés, como en tiempos se decía
de los odios enconados Con un odio visceral, con tintes de hasta odio homicida.
Porque, sí; con gusto le mataría. A su propio hijo, trocado en su más odiado
enemigo. El ser que se lo había quitado todo, todo cuanto tenía…todo cuanto era…hasta
su hombría. Se sentía un pingajo, una piltrafa humana, no un hombre, muriendo
un poco cada día. Se decía que para evitarse eso, mejor no acudir a la cita con
su amor Cada día, cuando se sentía morir a chorros viéndola alejarse y al, luego, quedar solo, se proponía que a la madrugada
siguiente no acudiría a la cita, que eso se había acabado, pero también, cada
día, al llegar el momento crucial de ir o no ir, acababa por encaminarse al
encuentro de ella Tan insuperable le resultaba no ir a ella en tales momentos,
como admitir de buen grado la relación que Ana mantenía con su hijo
Los días fueron pasando en aquél vivir sin vivir, que también la
afectaba a ella, y de qué modo, pues se le partía el alma cada vez que le veía,
cada vez que veía su terrible sufrimiento. Y, como ya antes sucediera, se
sentía la peor mujer del mundo, la más vil y rastrera por someter a su hombre,
al que quería de verdad, de corazón, a semejante tortura. Se decía, más de una
vez, más de dos, que tenía que cortar lo de su hijo, sacrificar su exaltado
deseo libidinoso en el ara del amor a su marido; reparar, de una vez por todas,
el tremendo daño que le estaba haciendo, pues se sentía muy, muy culpable de a
lo que su amado Juan estaba llegando; a los extremos de destrucción,
aniquilamiento, moral y físico, tan acerbamente acusados. Le veía deshacerse,
desmoronarse más y más, cada día, y eso la volvía loca de dolor, haciendo suyo
el daño que a su esposo estaba causando, llegando a presagiar, incluso, que, en
su estado, él llegara a hacer una locura irreversible.
Sí, muchas veces deseaba poner fin a todo eso, cortando con su hijo;
regresando a él a todo ruedo, ella su mujer, él su marido, su hombre, hasta su
macho. Su único marido, único hombre, único macho. Mas no podía; le era
imposible. Cada tarde, cuando llegaba la hora de encaminarse a la casa a
encontrarse con su hijo Yago, sufría viendo a su marido, el estado en que el
pobre quedaba, pero, a un tiempo, le era imposible quedarse con él, no acudir a
la cita con su macho garañón. Cuando al despertar junto a su Juan continuaba a
su lado en plácida unión, comiendo juntos, paseando juntos, tomados de la mano,
enlazados por la cintura, como dos enamorados, o tumbados ambos en la arena,
contemplando la grandiosidad del océano, o la ilimitada grandeza de ese cielo
tropical, intensamente azul, sin una nube,
besándose, acariciándose, diciéndose, en bonitas palabras, lo mucho que
se querían, llegaba a desear que aquello nunca acabara. Incluso, a veces, hasta
se hacía el propósito de no separarse de él, de no acudir a la cita con su
hijo; pero llegado el momento, se desdecía de tal cosa.
Le dolía en el alma abandonarle, casi lloraba a veces, de verdadero
dolor, pero la tentación de volver a degustar ese placer salvaje que Yago le
daba era más fuerte que su sentimiento hacia su Juan. Entonces le besaba con
pasión, le pedía que la volviera a amar porque, incluso físicamente, necesitaba
su amor hecho sexo, quería llevarse su olor, su semen dentro de ella pero, inexorablemente,
se marchaba, con pena, con dolor, sí, casi llorando y hasta llorando sin casi,
pero se iba y se iba, y cuando volvía a divisar la casa, su cuevita del placer
empezaba a empoparse de sus femeninos fluidos, soltados casi a chorro al
excitarse “ad infinitum” con sólo ver la casa y sentir, físicamente, la
proximidad de su macho garañón, aunque, las más de las veces, él ni estuviera
aún en casa, pero la sola vista de la casa, como premonición de lo que en no tanto tiempo sobrevendría bastaba
para ponerla a caldo.
Un día, cuando Ana despertó allá en la playa, tras quedarse dormida
junto a su marido, se encontró con que éste no estaba a su lado. Le buscó por los alrededores, le
llamó, pero ni le encontró ni él respondió a su llamado Se desencantó un tanto…o
bastante, al verse sola. Le echó en
falta; pensó volverse a casa, pero también en qué iba a hacer allí; en ese
momento, lo que menos le apetecía era verle a él, su macho garañón, que,
seguro, allí estaría, pues desde que dormía en “cama caliente” la buena
costumbre de madrugar había dado en quiebra, “daños colaterales” de lo agitado
de esas sus nuevas noches, en tanto que aquí, junto a esa palmera donde se
encontraba con Juan, bajo la que se amaban como la pareja enamorada que eran,
al menos guardaba su recuerdo, el de tantas madrugadas de dulce felicidad, Y
allí se quedó; comió como solía hacerlo con su hombre, frutos silvestres; luego,
como junto a su Juan hacía, paseó por la orilla del mar, mojándose los pies;
también se tumbó en la arena, fijando la vista ya en el inmenso océano, ya el
lejano horizonte, ya la inacabable techumbre azul del cielo Y a su hora, se
encaminó a casa, casi olvidada ya de su Juan, pero anhelando encontrarse con su
macho semental
A la madrugada siguiente, cuando como todas las precedentes se encontró
con su marido, no le dijo nada de su defección del precedente día ni él le
explicó nada. Se amaron como siempre y se durmieron juntos, pero, de nuevo, volvió
a despertar sola, sin él. Y como el día anterior, volvió a quedarse allí, donde
amara a su Juan, donde él la amara a ella, comiendo sola, paseando luego, sola,
por la orilla del mar, tumbándose sobre la arena… Y regresando a casa cuando
empezó a bajar la tarde. Y de nuevo, al otro día, y al otro, y al otro, y todos
los que le siguieron, volvió a despertar sola, volvió a comer sola, pasear
sola, tumbarse, sola, en la arena, para a la hora de siempre reemprender el
regreso a casa. No obstante, al tercer o cuarto día, él le confesó el porqué de
sus defecciones: Evitarse el dolor de verla marchar a su hijo, volviéndole a él
la espalda.
Pronto empezaron los “gatillazos” de Juan, lo que comenzó a
imposibilitar el amarse con sus cuerpos; al principio fue de vez en cuando, sin
apenas imposibilitar su unión, sólo de cuando en cuando; ella, entonces, le
consolaba en su bajón de ánimo, de su propia estimación, diciéndole que “eso” no
era tan importante; que lo importante
era su amor y que también podían amarse con sus besos, sus caricias Que ya
llegaría el nuevo día; la nueva madrugada. Pero esos “inconvenientes” fueron
menudeando, más y más, hasta ser los más de los días, hasta ser casi a diario;
Juan dejó de llorar en tales contingencias, para sumirse en hosco silencio,
llegando a rechazarla cuando ella se le acercaba a besarle, acariciarle,
intentando darle algo de sosiego a su atormentado espíritu; se encerraba en su
tormentoso silencio, adusto, seco, lejano de ella, para acabar levantándose y
alejarse de allí, de su mujer, sin volver la cabeza, sin despedirse, hundido en
su miseria
Y en ese desesperante día a día, en el que casi nunca sabía bien a qué
atenerse con su Juan, llegó la primera madrugada que no encontró a su Juan
esperándola. Ella le aguardó, esperanzada en su arribo y temiendo su defección,
hasta que el sol comenzó a imperar, implacable, sobre el espacio, aniquilando
las últimas sombras nocturnas Sólo entonces desesperó de que él llegara
Desilusionada, algo frustrada y temerosa, en un temor indefinido pero que le
amargaba el existir, preocupándola, pensó, lo primero regresar a casa y hasta
emprendió el camino que hasta allá la llevaba, pero según caminaba, menos ganas
de llegar tenía Apenas serían las siete, siete y media de la mañana, a lo sumo,
y bien sabía que, a esas horas, su hijo aún no se habría levantado y, la
verdad, en aquellos momento, si a alguien en manera alguna deseaba ver, ese era
su hijo Yago, con lo que, dándose la vuelta, desanduvo el camino andado. Y, es
que desde lo de los “gatillazos” de su Juan, las noches con su hijo se le
empezaron a hacer insufribles, pasando a ser por entero ineficaz el “especial
tratamiento” de su macho garañón, con lo que las cañas de ayer, hoy se tornaron
lanzas. Desde que tal sucedía, Ana, cuando iba a su hijo, en verdad, lo hacía
no por el placer que antes disfrutara, sino como su parte en el trato al que
con Yago llegara: Mientras ella le complaciera, él no atentaría contra su padre
Por finales se tumbó sobre la arena playera, donde tantas veces durmiera
abrazada a su Juan, añorándole, echándole de menos. Despertó pasado ya el medio día, casi a la una de la tarde;
se sentó, en el mismo sitio en que durmiera, un tanto desorientada, sin saber
bien qué hacer; finalmente decidió hacer lo que los demás días: Comió, paseó
por la orilla de la playa, se tendió sobre la arena Llegó la hora en que debía
volver a casa, para “atender” a su hijo, y por vez primera desde que estableció
el “pacto”, no fue allá, sino que se quedó donde estaba, buscando el reparador
descaso del sueño, sin siquiera tomar bocado antes, pues le era imposible meter
nada en su estómago, más que revuelto como lo tenía, por los nervios que, desde
la madrugada anterior, acumulara.
FIN DEL CAPÍTULO
2º
CAPÍTULO 3º
Por fin Ana pudo conciliar el
sueño, más que nada, por el propio cansancio que su gran tensión nerviosa
generara, pero no fue el sueño reparador apetecido, sino más bien un como sopor
tremendamente agitado, con su mente asaltada por fantasmales imágenes, en las
que aparecía el rostro de su amado, hecho, más que máscara de dolor, horripilante
máscara mortuoria; luego, la imagen se tornaba toda roja y sólo roja, un rojo
brillante como la sangre manando a borbotones; después, las terribles fauces de
un gran leopardo despedazando algo o alguien, un cuerpo difuso, irreconocible,
pero que Ana supo, segura, aún en el delirio de su sueño, que era el de su
Juan, despedazado por ese gran leopardo. Y de golpe, despertó, con los ojos
como platos, buscando, desojándose, a su Juan; pero él allí no estaba.
Y siguió sin estar hasta que
comenzaron a cernirse las primerísimas claras de la amanecida, cuando ella, más
volando que corriendo, llorando a lágrima viva, emprendió la vuelta a casa,
para sacar a su hijo de la cama y salir con él a buscar a su marido. Costó
trabajo sacar a Yago de los brazos de Morfeo, a los que se aferrara como
naufrago a tabla salvadora, pero que se espabiló como por ensalmo cuando en las
brumas de su cerebro, aún medio dormido, empezó a abrirse paso lo de que “Padre
ha desparecido; desde la pasada madrugada” Aún no eran las ocho de la mañana,
con el ambiente aún en las penumbras de la noche ya vencida por la impetuosidad
del astro rey, cuando los dos salían de casa, en busca del marido y padre,
rumbo al rodal de playa en que solían encontrarse Ana y Juan, pues, según Yago,
allí sería fácil encontrar las huellas del buscado y, siguiéndolas, antes o
después darían con él
Y efectivamente, dieron con él,
pero fue laborioso el encontrarle, pues no fue sino al siguiente cuando, por
fin, lo vieron, sobre las tres, tres y pico dee la tarde, tras seguir un montón
de huellas, de él indudablemente, que a ninguna parte les llevaron. Le
encontraron, sí pero muerto; con el vientre desgarrado, abierto, los intestinos,
en parte, arrancados, del un tremendo
zarpazo de un gran leopardo, un verdadero “Rex Imperator” de la jungla, también
muerto, atravesado de parte a parte por la lanza del fallecido, que le entraba
por el alto pecho para salirle, casi toda la terrorífica hoja, por el espinazo,
el lomo del animal. Según Yago debió morir bien día que siguió a la primera
madrugada que no acudió a la cita con ella, o al día siguiente; y no porque el
animal le sorprendiera, le atacara por sorpresa, pues en tal caso no hubiera
tenido tiempo de usar su arma.
Debió, según el muchacho, de ser
él, Juan, quién sorprendió a la fiera, siguiendo sus huellas hasta donde el animal
se refugiara a descansar durante el día, su cubil, podría decirse, a unas
decenas de metros, seis, siete, ocho, a todo tirar. El triste final del padre,
el muchacho se lo venía barruntando desde a poco de empezar a seguir la pista segura,
ya que fue consciente de que el padre iba siguiendo las huellas de un gran
leopardo, a juzgar por el tamaño de las mismas, y lo profundo que se hundían en
el barrizal que es el suelo de la jungla tropical, bajo lluvia de forma casi
permanente.
Al encontrarle muerto, y tan trágicamente, además, Ana sufrió un
tremendo shock, que si ni rodó, desvanecida por el suelo fue porque su hijo la
sostuvo, y reconfortó con su gran cariño de hijo, no de hombre, menos de macho;
él también estaba enormemente afectado, que no en balde Juan era su padre, al
que había querido, quería realmente, con toda su alma, y la magnitud de ese
cariño, entonces muy, peo que muy minusvalorada por el muchacho, en mor a la
competencia con el hombre que era su padre, por la posesión de la única mujer,
la única hembra humana disponible en la isla; pero la muerte del padre, la
intrínseca desaparición del competidor, eso lo
había desarticulado, quedando en Yago sólo su filial afecto hacia el hacedor
de sus días. Pero lo que fue imposible de controlar, es el ataque de nervios
que acometió a Ana, repuesta ya del vahído que casi la hace caer rodando al suelo, llorando a
lágrima viva, abrazada, más convulsivamente que nada a su marido, pidiéndole
perdón por lo mala que había sido con él, al hacer lo que hacía con su hijo...
Al traicionarle, serle infiel con él. Y lo hacía, ese pedirle perdón, ese
acusarse de todo lo malo, abyecto, incluso, que una mujer puede ser en este
mundo, lo soltaba a voces, a gritos estentóreos, desgarrándose la ropa,
echándose tierra a su rostro, a su pelo, en moderna versión de las bíblicas
lamentaciones
Pero es que, también en Yago, la procesión iba por dentro, en sordina,
digamos, culpándose también por lo que el padre hiciera, porque para ninguno de
ambos era ningún secreto que lo que, realmente, había pasado, es que Juan se
había suicidado; no dirigió el arma contra sí, pero buscó, provocó y logró, que
el leopardo le matara, aunque también él, a su vez, matara al leopardo. Le
buscó, siguió sus huellas hasta encontrarle en su cubil, hizo que le atacara, pero
no le desvió de su camino al saltar sobre él; no le quebró el viaje, la
trayectoria, echándoselo, lanzándolo hacia un lado al ensartarle con la lanza,
como hacía cuando serenamente iba a ellos, a cazarlos, matarlos más bien, como
asentamiento, proclamación de su poder sobre todos los demás seres vivos,
proclamándose así como auténtico ser y señor sobre todas las bestias, con
derechos de vida y muerte sobre ellas. Sí; eso había sido también la
proclamación, “urbi et orbe”, del aplastante triunfo de aquél mundo salvaje, en
estado absolutamente natural, primigenio, sin viso alguno de civilización, de
humanidad.
Era ya, para estar en la selva, algo tarde, aunque sólo fueran poco más
de las cuatro y media, pero es que en la selva anochece bastante antes que en
terrenos más abiertos, hasta dos horas antes, y más, ya que la luz solar casi
nunca alcanza el interior más bajo, el suelo, retenida en lo que se llama “galería”
o “techo” de la selva”; se hacía pues urgente salir de allí, pero Ana se negaba
en redondo a separarse del cuerpo exánime de su marido, y por su pare Yago
tampoco quería dejar allí el cuerpo de su padre, expuesto a la acción de los
depredadores, que también son carroñeros si encuentran en sus merodeos un cuero
muerto. Hasta el momento, casi milagrosamente, éstos le habían respetado,
estaba el cadáver, pues, aún entero, pero prefería no arriesgarse, luego se
impuso, impuso, llevarse el cuerpo a casa. Ya verían, una vez allí, donde lo
ponían, de momento; durante esa noche.
Así que el joven se cargó a su padre a las espaldas y, ayudado por su
madre, que sostenía el cuerpo muerto por las rodillas, se pusieron en marcha,
rumbo a su casa. Cuando llegaron, surgió el problema de dónde dejar el cuerpo,
pues hacerlo en el exterior de la casa, en esa explanada que se extendía ante
ella, por ejemplo, aunque el riesgo de que apareciera un depredador/carroñero
er mucho más bajo que en el interior de la selva, tampoco podía descartarse,
que más de una noche, y más de dos, ya había pasado; y meterlo en casa, que era
lo que Ana apuntaba, tampoco le parecía bien al joven, pues eso de tenerle
delante, hasta que le inhumaran, o lo
que fuera que hicieran con el cuerpo, tampoco le parecía bien, por el efecto
que en ella podía hacer tal cosa. Él entendía que ella necesitaba
tranquilizarse, superar el trauma de la muerte de su marido, y el tener su
cuerpo delante en nada ayudaría a ello. Luego, por finales, lo dejaron en las
corralizas, junto a las gallinas y las cabras
Entraron en casa, derrengados, tristes, hechos polvo los dos, sobre todo
Ana; necesitaban descansar, pero los nervios no les dejarían pegar ojo. Además,
estaba el qué hacer con el cadáver, inhumarlo o qué. Yago apostaba por esto,
pero Ana le hizo entender que eso les sería casi imposible, recordando lo que
les costó a Juan y a ella cavarlas zanjas donde hundieron los troncos que
formaron los cimientos de la casa, valiéndose sólo de machetes y una gran
espuerta para sacar la tierra excavada, unas zanjas que apenas superaron los
80cm de fondo y los 40 de ancho; luego excavar una fosa de más de metro y medio de largo, medio de ancho y,
al menos, dos de honda. En fin, que Ana acabó por imponer su opción: Incinerar el cadáver, quemarlo hasta
reducirlo a cenizas, en una buena pira o montón de leña, troncos de árbol. Por
fin, se retiraron los dos a descansar, eso sí, cada uno en su camita… Y Dios en
la de los dos.
Apenas rayó el alba, ya estaban de pie los dos, y puestos manos a la
obra de talar árboles, trocearlos en troncos de dos metros de largo que, a su
vez, trocearon en cuatro, hasta seis trozos, de veinte, treinta cm. de ancho,
hendiendo en dos mitades, primero el tronco entero, y luego cada mitad, en
otros dos, incluso tres trozos, que los troncos difícilmente bajaban de los
70-800 cm.de ancho, llegando, algunos, a medir un metro y más del metro de
diámetro…y eso que eligieron, siempre,
los menos voluminosos, que en la selva los árboles de hasta seis metros de
diámetro no son nada raros y entre dos y cuatro metros los más abundantes. Pero
es que no fue eso sólo con lo que tuvieron que enfrentarse, pues tampoco era
tan fácil que esos maderos, con sus20-30 cm. de ancho no es tan fácil hacerles
arder, por lo que también tuvieron que acarrear materiales más inflamables, que
prendieran rápidamente y con la suficiente fuerza como para incendiar la masa
maderera.
Montar la pira, con la tala de árboles, “tratamiento” de los troncos etc,
les llevó todo ese día, todo el siguiente y hasta su noche, alumbrándose con antorchas
hincadas en el suelo, pues hasta que el alba de aquél tercer día de trabajo
casi apuntaba, no pudieron encenderla, con el cuerpo de Juan en lo alto de la
pila de maderos. Anochecía, sobre las siete de la tarde, cuando, por fin, la
pira se apagó con el cuerpo de Juan reducido a cenizas. Ya no era aquella pira
enorme, de dos metros de largo, uno de
ancho y tres de alto, que para subir el cuerpo de Juan a lo alto, tuvieron que
montar un bastidor e izarlo con cuerdas, sino que eso, un montón informe de
cenizas, mezcladas con tarugos quemados, de sólo unas decenas de centímetros de
alto, pero desparramadas por un área extensa, metros y metros de radio. Del
centro de lo alto, por donde estuviera el cuerpo del marido y padre, tomaron
las cenizas que cupieron en una vasija, un cuenco. Fueron allá donde Ana y Juan
se encontraban en las madrugadas y, al pie de esa palmera, testigo mudo de esos
encuentros, dulces, muy dulces, muchas, muchísimas, veces, menos dulces otras…y
nada dulces, alguna más, excavaron un hoyo ni muy grande, ni muy hondo, donde
enterraron la vasija, las cenizas de Juan, plantando encima una tosca cruz, dos
trozos de rama de árbol cruzados y unidos por una cuerda, rezaron una oración
por él, y se volvieron a casa; deshechos, rotos, con los ojos arrasados en
lágrimas, sin decirse prácticamente nada, cada mochuelo se fue a su olivo, es
decir, cada unos de los dos, madre e hijo, se metieron en su habitación, a
tratar de dormir... Y mañana, volvería a salir el sol
Llevaría unas dos horas en la cama, sin poderse dormir atormentado por
lo ocurrido con su padre, culpándose, y
de qué manera, por la tragedia acaecida, cuando su madre apareció en la puerta;
atribulada, llorosa…y medrosa de estar allí. Como movido por un resorte, Yago
se incorporó al punto en la cama
· ¿Dormías cielo, hijito mío?... ¿Te he despertado?
· No madre; no se preocupe usted… ¿Qué le sucede, madre?
Y el visible nerviosismo de la mujer fue en aumento; los ojos, de una
vez, se le arrasaron dee lágrimas, echándose a llorar como una Magdalena,
sollozando más que llorando. Avanzó unos pasos hacia la cama de su hijo,
mientras le decía entre sollozos
· ¡Estoy muy mal, hijo, cariño mío! Muy triste, muy sola… ¡No puedo más,
cariño; no puedo más!... Estoy destrozada.. destrozada de dolor… Necesito
apoyarme en algo, en alguien… En alguien queme consuele….que me quite esta pena
tan grande; esta pena que me mata… ¡Me mata, Yago, hijo mío, me mata…me está
matando!
Yago saltó de la cama y fue junto a su madre; la estrechó entre sus brazos, la abrazó, trémulo de cariño…. De
cariño, amor, de hijo hacia aquella madre que era entonces una especie de
Virgen Dolorosa
· Tranquilícese, madre; tranquilícese usted, que aquí me tiene para lo que
haya menester; para consolarla cuanto sea necesario, madre. Peo no me llore
usted, madre, que me parte el alma verla llorar…
Yago la mantenía abrazada mientras ella se había abrazado a él, buscando
amparo, consuelo, en el filial pecho; amparo y consuelo a sus grandes cuitas.
Él la acariciaba y besaba con suavidad, ternura, con cariño del hijo hacia la
madre y ella se lo agradecía besándole y acariciándole a su vez
· Esto…madre, que digo, que si quiere puede dormir conmigo esta noche;
así, no estaría sola…
· Cariño, ¿de verdad, no te importa tenerme contigo esta noche?
Que Ana preguntara eso a su hijo, que apenas hacía una semana que ella
se acostara con él, y no para simplemente dormir, hasta parece cómico, casi un
chiste o chascarrillo, pero así era; y es que, de lo que hasta una semana antes
ocurriera entre ellos, para entonces era ya agua pasada., Vamos como si nunca
hubiera ocurrido. Y es que, el encontrar al padre y marido, como le
encontraron, cambió muchas cosas entre ellos; sencillamente, habían vuelto a
ser una madre y un hijo, enteramente normales, sin lazo íntimo alguno entre
ellos; la bestia salvaje que hasta entonces fuera Yago y la “fiera corrúpea”
que fuera Ana, habían desaparecido…como si nunca hubieran existido
· Claro que no, madre. Lo que deseo es que pueda usted, por fin, dormir
tranquila…
Y no hubo más que hablar. Juntos se aproximaron a la cama; él se metió
por delante, haciéndose a un lado para seguidamente meterse ella. Al punto,
yago la acogió entre sus brazos, abrazándola con el brazo derecho, que pasó por
los hombros de la madre, apretándola contra sí, mientras su mano izquierda la
acariciaba el cabello y sus labios besaban el materno pelo, la frente, los
ojos, sorbiendo las maternas lágrimas, las mejillas, mientras ella, besaba y
acariciaba el pecho de él donde refugiara su cabeza, su propio rostro. Él le
abrió sus piernas y ella metió las suyas entre las de su hijo, uniéndose ambos
en casi perfecta comunión de cuerpos. Y llegó el “piquito” de él, un beso, en
los labios de ella, leve, suave, tierno, fugaz, besito que ella, al instante, correspondió
con el mismo cariño, la misma ternura, con que lo recibiera. Siguieron las
materno-filiales caricias y besos, compartidos por los dos, con él
acariciándola, besándola a ella en pelo, frente, ojos y mejillas, con fugaces
incursiones en los maternos labios, besos que ella correspondía al instante,
con el mismo cariño, la misma unción con que los recibía
Y así, poco a poco, Ana fue serenándose, sosegándose, engolfada en el
cariño que su hijo le prodigaba a manos llenas, comenzando a sentirse algo más
que a gusto, tranquila y feliz con el filial cariño de su Yago. Los “piquitos”
fueron menudeando más y más, desplazando a los demás besos, hasta hacerse todos
uno, en ininterrumpida sucesión de besitos cortos, en los que ambos dos se
alternaban, respondiendo ella, al momento, a cada uno que su hijo le prodigaba,
encadenándose los unos a los otros, sin práctica solución de continuidad…
“Piquitos”, besitos en los labios que poco a poco iban haciéndose menos cortos,
menos fugaces, extendiéndose en el tiempo, pasando de apenas algún segundo a
segundos y segundos, trocados,
paulatinamente en minutos y hasta más minutos; así, llegó el momento en
que Yago, con su lengua, acarició los maternos labios, lo que provocó que su
madre, al segundo, abriera su boca a la acariciadora lengua, para, a placer, saborearla con
fruición… Besos de lengua que, paulatinamente, se hacían más y más intensos, trocada
la suave, limpia, ternura del principio en cada vez más candente pasión
sensual, hasta pecar en verdaderos “morreos” a todo ruedo”, a los que ambos se
entregaban con sensual pasión, que en nada, se volvió pasional sexualidad
cuando las manos, los dedos de Yago buscaron, y encontraros, los maternos senos
Ana, la verdad, es que desnuda entonces no estaba, aunque poco le
faltara para, en verdad, estarlo. De tiempo ha, las prendas de lana, algodón,
lino etc. habían quedado licenciadas al caérseles ya en harapos, siendo pues,
la piel, la suave, finísima de cabrito y la menos suave de antílope las
materias primas de sus actuales vestimentas, lo que, para dormir, nada agradable
era, con lo que, habitualmente, lo hacían desnudos. Pero esa noche, cuando Ana
salió de su cuarto para ir al de él, por pudor, “desempolvó” un viejo camisón
de algodón, una reliquia de ni se sabe cuántos años, bastante más que raída ya,
amén de desgarrada por un montón de sitios, con los botones que cerraban la
pechera dispersos, Urbi et Orbe ha lustros, y lustros y más, muchos más lustros,
con lo que el acceso a sus partes íntimas estaba más que facilitado
Al poco, los labios, la lengua, de Yago dejaron de homenajear los
labios, boca y lengua de su querida madre, para pasar a hacer lo propio con
aquellos senos que le enloquecían, comenzando por besarlos una y otra vez,
pasando, alternativamente, del uno al otro, dejándolos así parejos en
atenciones; y lo mismo pasó cuando su lengua empezó a lamerlos, y después,
cuando los beneficiados de las labiales, linguales, atenciones fueron los
duros, engrandecidos ad Infinitum. Para entonces, Ana, con los ojos cerrados,
concentrada en disfrutar del intenso placer de que su hijo le proveía, vivía ya
en un mundo aparte, un Universo en el
que sólo ellos dos existían, ella y su hijo, constituido, al menos en tal
momento, en su hombre, su macho, su garañón, su semental; porque también aquel
era el momento del “Alea jacta est”, “La suerte está echada”, que dijera Julio
César al cruzar el Rubicón, pues también fue el momento de no retorno ante la
consumación del amor físico entre ella y su hijo, pues fue cuando él, por fin,
se subió encima de ella, en tanto la mujer le abría sus piernas de par en par,
más deseosa que nunca de ser penetrada por aquél hombre, trocado, al menos en
ese momento, en el suyo por excelencia
Aquella, por finales, fue la primera noche de amor que, en verdad,
compartieron madre e hijo, algo distinto, muy distinto de lo que, hasta
entonces, había sido su relación, pues no fueron ni la bestia salvaje en que
antes se trocara Yago, ni la “fiera corrúpea” que se apoderara de Ana,; sí
despertó la “tigresa hambrienta de carne”, que tan bien conoció el pobre Juan,
“tigresa” que en Yago encontró la perfecta horma de su zapato, pero eso, en
absoluto, era la bestial relación que hasta esa noche había sido la de madre e
hijo, sino la más ardiente pasión que el amor hombre-mujer puede generar
Ana despertó tarde, muy tarde, pues era ya bien pasado el medio día
cuando abrió los ojos tras quedarse dormidos los dos, madre e hijo, ella en los
brazos de él, él en los de ella. Al punto llegó a su memoria la dicha vivida la
noche precedente en brazos de su hijo, convertido entonces en su hombre; y se
sintió dichosa, feliz…y tranquila, serena, mirando la vida con ilusión. De una
manera que casi ya ni recordaba, del tiempo transcurrido entre pesares y
sobresaltos; y llegó a una conclusión que, aunque le doliera en lo más hondo de
su alma, tuvo que admitir que era una verdad como un templo: Que la muerte de
su querido Juan había venido a librarla de un montón de dolorosos pesares; que
él, entonces, muerto, habría encontrado la paz que tanto anhelara en vida…en
esos terribles últimos tiempos de su atormentada vida, y que a ella la había
librado de lo mismo. Y es que, por primera vez desde que comenzara la
especialísima relación con su hijo Yago, su macho garañón, al acabar, al recuperar la calma
tras la venérea tormenta, no se sentía mujer infiel; la primera vez que no se
sentía sucia, infame, hedionda…como una vil ramera. En verdad, Juan, al
suicidarse, había restablecido la normalidad en el grupo: Un hombre para una
mujer, una mujer para un hombre; un macho para una hembra, una hembra para un
macho, acabando así con las situaciones difíciles, la violencia, los celos…los
pesares, los sinsabores
¿Eso significaba que Ana ya no quería al que fuera su marido? Pues en
modo alguno, pues, en esa mañana, embargada por una dicha, una feliz
tranquilidad, dulce serenidad, como hacía tiempo que no disfrutara, posiblemente que le quisiera
más que en su vida le había querido, pues, por vez primera, al pensar en él, ya
no lo hacía como una mujer piensa, ve, a un hombre; sus sentimientos entonces
hacia aquél hombre que fuera su marido estaban hueros del intrínseco egoísmo
que la propia sexualidad implica; era entonces el suyo, un afecto, un cariño
blanco, limpio, sin matización sexual alguna, sólo el cariño en estado puro. En
el otro aspecto de los afectos, el cariño que implica la atracción
mujer-hombre, pues qué se le va a hacer, el pobre Juan ya era agua pasada; era
el ayer que no vuelve, que nunca regresa. Él era la muerte, que se lo llevó,
ella la vida que sigue, y sigue fluyendo; la vida que no hay más remedio que
vivirla. Él, Juan, era el pasado, el baúl de los recuerdos, gratos, bellos, que
podemos hasta añorar en algún momento, pero no era ya el presente que vivimos,
mucho menos, el futuro que, si Dios quiere, viviremos un día…mañana,
simplemente… Ese presente, ese futuro, era ya su hijo, su Yago, constituido
dese aquella misma noche pasada en su hombre, su marido…y su “macho garañón”,
todo amalgamado en una sola pieza, en un solo hombre, junto al cual iniciaba
esa nueva etapa de su vida
FIN DEL RELATO.
1 comentario:
Lo comentaré. pero dada su extensión y lo farragoso del lenguaje lo dejo para más adelante.
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