Al sentir de nuevo sus manos sobre mi piel, me crispé. Me
parecieron cosquillas, pero la humedad que fluía por mis piernas delataba otra
cosa. La postura tampoco ayudaba: piernas separadas, falda recogida sobre los
muslos, y esa brisa insolente que se empeñaba en recordarme lo excitada que
estaba.
-Relájate-dijo, acariciándome -desliza tus dedos
suavemente...., nótalo dentro, déjalo fluir.
Y fluyó. Y estalló. Y contraje mi cuerpo, enmascarando mi
placer en una mueca de paroxismo casi bíblico. Y ella, inocente, creyó que por
fin disfrutaba de Bach y de sus clases de violonchelo.
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