lunes, 20 de junio de 2016

Cine de madrugada

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Fila cinco, asiento nueve: Beatriz López. Cuarenta y tres años y aparenta cada uno de ellos. Está a gusto con su cuerpo y con su edad y luce sus arrugas con el mismo orgullo con el que los veteranos de guerra exhiben sus cicatrices.
El resto de la sala está vacía. Las doce de la madrugada es mala hora para ver una película, pero allí está ella, con los ojos fijos en la pantalla, brillando de amor cada vez que ese actor sale a escena.
Se le seca la boca cada vez que los ojos azules del joven británico miran a cámara, se lame los labios para recuperar la hidratación, y clava las uñas en el reposabrazos de la butaca. En el simple acto de agarrar una botella de agua, Beatriz siente destilar un erotismo brutal, visceral e irracional, que solo es capaz de destilar la persona con quien estamos obsesionados.
Cierra los ojos e imagina que el apolíneo joven la atrae hacia sí y se la bebe como al agua. Porque él no puede besar. Ese ser perfecto y poderoso debe sorberte el alma a través de la boca.
Escena del baile. Él luce músculo bajo la camiseta y la joven en sus brazos finge derrochar la alegría de quien vive un sueño, pero sin saber que el sueño que vive no es el suyo.
Quizás por eso, a Beatriz no le asusta que la película cambie su eterno guion. Solo le sorprende. La sorpresa es necesaria cuando el actor de tus sueños se vuelve hacia la pantalla, extiende su mano abierta hacia ti, y pronuncia tu nombre.
Su corazón enloquece. Incrédula, alarga su mano temblorosa hacia esa otra que destroza la cuarta pared. En cuanto sus dedos tocan la otra piel, una fuerza descomunal tira de ella.
Beatriz atraviesa la pantalla y se encuentra en medio de la escena, abrazada al Adonis. Sabe que no es un sueño cuando su nariz se inunda de su olor, cuando nota el sudor del bailarín humedecer su blusa, cuando siente su erección presionar su pubis.
Giran y giran, pero ella sabe que no están dando vueltas, que solo es un plano circular y que lo que viene ahora es el mejor beso de cine que recuerda haber visto.
Aunque ya no lo ve. Lo siente. Los labios se unen en esa perfecta conjunción de amor y pasión que solo tienen las películas románticas.
Minutos después, el acomodador encuentra a Beatriz, sonriendo y sin vida en su butaca.
El revuelo siguiente no es digno de contar. Policía, atestados, juez, forense… infarto y caso cerrado. Un entierro precioso y una tumba con flores.
Pero nadie, ni siquiera el personal del cine, se ha fijado todavía en que, en esa copia de la película, al llegar a la última escena, ya no es la actriz quien baila con el protagonista. Es una mujer de mediana edad, morena y con patas de gallo, derrochando verdaderamente la alegría de estar viviendo un sueño. Noche tras noche.

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