Fila
cinco, asiento nueve: Beatriz López. Cuarenta y tres años y aparenta cada uno
de ellos. Está a gusto con su cuerpo y con su edad y luce sus arrugas con el
mismo orgullo con el que los veteranos de guerra exhiben sus cicatrices.
El
resto de la sala está vacía. Las doce de la madrugada es mala hora para ver una
película, pero allí está ella, con los ojos fijos en la pantalla, brillando de
amor cada vez que ese actor sale a escena.
Se
le seca la boca cada vez que los ojos azules del joven británico miran a
cámara, se lame los labios para recuperar la hidratación, y clava las uñas en
el reposabrazos de la butaca. En el simple acto de agarrar una botella de agua,
Beatriz siente destilar un erotismo brutal, visceral e irracional, que solo es
capaz de destilar la persona con quien estamos obsesionados.
Cierra
los ojos e imagina que el apolíneo joven la atrae hacia sí y se la bebe como al
agua. Porque él no puede besar. Ese ser perfecto y poderoso debe sorberte el
alma a través de la boca.
Escena
del baile. Él luce músculo bajo la camiseta y la joven en sus brazos finge derrochar
la alegría de quien vive un sueño, pero sin saber que el sueño que vive no es
el suyo.
Quizás
por eso, a Beatriz no le asusta que la película cambie su eterno guion. Solo le
sorprende. La sorpresa es necesaria cuando el actor de tus sueños se vuelve
hacia la pantalla, extiende su mano abierta hacia ti, y pronuncia tu nombre.
Su
corazón enloquece. Incrédula, alarga su mano temblorosa hacia esa otra que
destroza la cuarta pared. En cuanto sus dedos tocan la otra piel, una fuerza
descomunal tira de ella.
Beatriz
atraviesa la pantalla y se encuentra en medio de la escena, abrazada al Adonis.
Sabe que no es un sueño cuando su nariz se inunda de su olor, cuando nota el
sudor del bailarín humedecer su blusa, cuando siente su erección presionar su
pubis.
Giran
y giran, pero ella sabe que no están dando vueltas, que solo es un plano
circular y que lo que viene ahora es el mejor beso de cine que recuerda haber
visto.
Aunque
ya no lo ve. Lo siente. Los labios se unen en esa perfecta conjunción de amor y
pasión que solo tienen las películas románticas.
Minutos
después, el acomodador encuentra a Beatriz, sonriendo y sin vida en su butaca.
El
revuelo siguiente no es digno de contar. Policía, atestados, juez, forense…
infarto y caso cerrado. Un entierro precioso y una tumba con flores.
Pero
nadie, ni siquiera el personal del cine, se ha fijado todavía en que, en esa
copia de la película, al llegar a la última escena, ya no es la actriz quien
baila con el protagonista. Es una mujer de mediana edad, morena y con patas de
gallo, derrochando verdaderamente la alegría de estar viviendo un sueño. Noche
tras noche.
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