—¿Qué, a que es más
gorda que la de tu marido?
No contestó; ni le
interesaba darle pistas de si tenía pareja ni le parecía apropiado que se la
recordara mientras la follaba. Pero tenía razón: aquella polla era más gruesa
que la de Juan; normalita también, pero algo más gruesa. De cría, durante su verano salvaje, había podido constatar
que todas las pollas eran iguales para un coño ávido. Y el suyo, con la oportuna
discreción, las albergó entonces de todos los tamaños y colores. Luego volvió a
ser ella, la sensata, incluso modosa, aunque nunca mojigata y aquel verano
quedó como un espejismo, del que a veces dudaba si realmente lo vivió o solo lo
soñó. Hacía tiempo que su coño se había amoldado a la polla de Juan y ahora
esta otra le provocaba sensaciones ya olvidadas, evocándole la incomodidad de
la primera vez, de las primeras veces. Después de todo, aquella era también su
primera vez…
Lo besó con furia. “Lo que me excita es la situación, no este
idiota”, se dijo. A falta de pasión, si alguna vez la hubo, con Juan había
acabado desarrollando una cierta técnica tan rutinaria como eficaz, pero aquel patán
lo fiaba todo al grosor de su aparato y su idea de sexo parecía reducirse a ‘coño
y tetas’. Y menos mal que parecía hechizado por las suyas, a las que prodigaba
atenciones inhabituales para ella. Sus tetas constituían su orgullo secreto,
pero Juan solo parecía interesado en verlas llenas de leche alguna vez, mientras
que el desconocido, con su glotona dedicación, le hacía desear sentirlas
siempre tan poderosas como entonces, compensando así su deficiente técnica con la
polla.
Las molestias
iniciales habían sido sustituidas por el creciente placer de sentir aquel pene
cabezón enfundado en látex frotándose torpemente contra su ya dilatada vagina
cuando, demasiado pronto, el tipo se corrió entre gritos guturales y se derrumbó
inerte sobre ella, dejándola tan excitada como decepcionada… aunque no
sorprendida. Metió un brazo entre ambos cuerpos, los dedos buscaron su clítoris
y, mientras sentía escabullirse al forrado pene menguante, alcanzó su clímax
ella también. La asaltó un viejo pudor, casi olvidado, al correrse ante extraños.
Siempre le había parecido menos íntimo compartir su coño que sus orgasmos:
después de todo, su vagina era solo su epidermis, pero sus orgasmos eran ella.
Se vistieron y, a
cada palabra, a cada gesto, pichagorda
le resultaba más y más insoportable; cuando se separaron sin despedirse, se
sintió aliviada. Aliviada y sucia. “Ya me
lavaré en casa”. Se sentía sucia, pero viva. “Vivir es sucio”. Inspiró profundamente varias veces, deleitándose en
sentirse viva. Viva y sucia. Notaba molestias en la vagina, tan leves que hasta
resultaban agradables; las de su ánimo no lo eran tanto… Sacudió la cabeza al
descubrirse imaginando cómo sería la próxima polla. Porque, a pesar de la
vergüenza y la culpa que la abrumaban en aquel instante, aún conservaba la
lucidez suficiente como para saber que habría una próxima…
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