viernes, 3 de junio de 2016

Primera infidelidad

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—¿Qué, a que es más gorda que la de tu marido?
No contestó; ni le interesaba darle pistas de si tenía pareja ni le parecía apropiado que se la recordara mientras la follaba. Pero tenía razón: aquella polla era más gruesa que la de Juan; normalita también, pero algo más gruesa. De cría, durante su verano salvaje, había podido constatar que todas las pollas eran iguales para un coño ávido. Y el suyo, con la oportuna discreción, las albergó entonces de todos los tamaños y colores. Luego volvió a ser ella, la sensata, incluso modosa, aunque nunca mojigata y aquel verano quedó como un espejismo, del que a veces dudaba si realmente lo vivió o solo lo soñó. Hacía tiempo que su coño se había amoldado a la polla de Juan y ahora esta otra le provocaba sensaciones ya olvidadas, evocándole la incomodidad de la primera vez, de las primeras veces. Después de todo, aquella era también su primera vez…
Lo besó con furia. “Lo que me excita es la situación, no este idiota”, se dijo. A falta de pasión, si alguna vez la hubo, con Juan había acabado desarrollando una cierta técnica tan rutinaria como eficaz, pero aquel patán lo fiaba todo al grosor de su aparato y su idea de sexo parecía reducirse a ‘coño y tetas’. Y menos mal que parecía hechizado por las suyas, a las que prodigaba atenciones inhabituales para ella. Sus tetas constituían su orgullo secreto, pero Juan solo parecía interesado en verlas llenas de leche alguna vez, mientras que el desconocido, con su glotona dedicación, le hacía desear sentirlas siempre tan poderosas como entonces, compensando así su deficiente técnica con la polla.
Las molestias iniciales habían sido sustituidas por el creciente placer de sentir aquel pene cabezón enfundado en látex frotándose torpemente contra su ya dilatada vagina cuando, demasiado pronto, el tipo se corrió entre gritos guturales y se derrumbó inerte sobre ella, dejándola tan excitada como decepcionada… aunque no sorprendida. Metió un brazo entre ambos cuerpos, los dedos buscaron su clítoris y, mientras sentía escabullirse al forrado pene menguante, alcanzó su clímax ella también. La asaltó un viejo pudor, casi olvidado, al correrse ante extraños. Siempre le había parecido menos íntimo compartir su coño que sus orgasmos: después de todo, su vagina era solo su epidermis, pero sus orgasmos eran ella.
Se vistieron y, a cada palabra, a cada gesto, pichagorda le resultaba más y más insoportable; cuando se separaron sin despedirse, se sintió aliviada. Aliviada y sucia. “Ya me lavaré en casa”. Se sentía sucia, pero viva. “Vivir es sucio”. Inspiró profundamente varias veces, deleitándose en sentirse viva. Viva y sucia. Notaba molestias en la vagina, tan leves que hasta resultaban agradables; las de su ánimo no lo eran tanto… Sacudió la cabeza al descubrirse imaginando cómo sería la próxima polla. Porque, a pesar de la vergüenza y la culpa que la abrumaban en aquel instante, aún conservaba la lucidez suficiente como para saber que habría una próxima…

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