"Es grave error predicar que
la brujería pueda no existir, y quienes predican públicamente esta vil opinión
dificultan de manera notable la santa obra de los inquisidores."
Carta oficial de aprobación del Malleus Malleficarum. Universidad de
Colonia.
Prólogo
Ha sido un día de mierda. Su jefe le ha llamado en pleno
domingo, histérico y Gerardo no ha tenido más remedio que acudir a su puesto de
trabajo a pesar de ser festivo. Luego, ha tenido que aguantar toda la puta
tarde a su jefe, sus amenazas y sus lloriqueos y todo porque el muy mamón, por
ahorrarse dos duros, no escuchó sus
recomendaciones en su momento y ahora tendrá que vérselas con una auditoria de
la casa madre. Cuando llega a casa,
tiene ganas de matar a alguien.
A pesar de que su casa es un remanso de paz y Carla le
está esperando con una sabrosa cena, ni siquiera eso logra mejorar su estado de
ánimo. Afortunadamente hoy echan en la tele la última de Stallone. Tras lavarse
apresuradamente los dientes, se mete en la cama y enciende el televisor. La
película acaba de empezar.
Rambo apenas ha tenido tiempo de volar la cabeza de sus
dos primeros adversarios cuando Carla aparece por la puerta del vestidor con un
salto de cama color gris perla. Durante unos instantes Gerardo no puede evitar
desviar la mirada de la cara torcida y sudorosa de Stallone hacia los pezones
que se marcan en el líquido tejido del camisón.
Carla es un monumento; con ese cabello largo y dorado, los ojos azules, la boca pequeña y
jugosa, esas curvas de infarto y su juventud desbordante, puede parecer la
típica rubia tonta, pero Gerardo pronto aprendió que su esposa es algo más que
una mujer hermosa, también es una mujer de armas tomar.
En cuanto ve la tele y le mira, Gerardo sabe que está
jodido. Aun así, no está dispuesto a claudicar sin lucha.
—Cariño, —dice ella mientras se sienta sobre la cama,
justo a su lado, dejando que la raja del salto de cama resbale mostrando una
pierna esbelta y morena. — ¿De veras tenemos que ver esto?
—¡Joder! Ya empezamos. He tenido un día de mierda y ahora
me apetece ver volar unos cuantos charlies por los aires. ¿No puedes darme ese
gusto?
—Vamos cariño. Si todas esas películas son iguales.
Sangre, vísceras, miembros cercenados... Es asqueroso. —dice señalando la
pantalla en el momento en el que el protagonista lanza una bomba de mano en un salón
de masajes repleto de vietcongs.
—Sabes de sobra que no hay nada en la tele... —dice
Gerardo intentando resistir.
—Eso es mentira. —replica ella cogiendo el mando y cambiando
de canal.
Gerardo se lo arrebata y pone la película de nuevo. Carla
le mira seria, pero no intenta quitárselo de nuevo, quizás esta vez tenga
suerte...
Se equivoca, con un mohín su mujer le mira y acercando un dedo enjoyado al
tirante de su salto de cama lo empuja por su hombro obligándolo a deslizarse brazo abajo y liberando uno de sus pechos. Todo está
perdido. Gerardo lo acaricia con suavidad mientras escucha desde muy lejos como su mujer le explica que
si se porta bien y le deja ver un rato lo que quiera, se lo recompensará
adecuadamente más tarde.
Sin esperar la respuesta, Carla vuelve a coger el mando y
cambia de canal justo cuando Íker Jiménez sale de entre las sombras. Ahora
Gerardo comprende el interés de su esposa por hacerse con el mando. Le encantan
las majaderías que cuenta ese hombre. Intenta quejarse, pero ella fija la
mirada en la pantalla y le tapa la boca con un dedo.
Gerardo no se rinde y cambia de táctica. Intenta ignorar al presentador y acaricia los mulsos
de Carla. Quizás pueda excitarla lo suficiente para evitar tragarse esa mierda
de programa entero.
Carla le deja hacer, pero no le hace mucho caso y poco a
poco las palabras de Íker van captando su atención en contra de su voluntad...
1. El cofre del
tesoro
—Bienvenidos a la nave del misterio... —empieza Íker dirigiéndose
a una figura encapuchada que permanece estática a un lado del set.
El presentador, siguiendo su costumbre, se acerca a la
imagen mientras se rasca la barbilla meditativo y apoya la mano en el hombro
derecho de la figura, antes de volver a hablar.
—El programa de hoy es especial, tanto que el mundo
probablemente no volverá a ser el mismo después de que les contemos lo hechos y
demostremos, más allá de toda duda, que son ciertos.
—¡Puff!
—¡Cállate y escucha, estúpido! —le ordena Carla.
Íker se aleja de la ominosa figura de lo que parece ser
un monje con un hábito negro y se dirige a la mesa donde sus colaboradores
habituales le están esperando, con rostros serios y miradas trascendentes.
—Esta historia comienza en un mercadillo. Uno de esos
rastros que todos los fines de semana se organizan en nuestras ciudades. Todos
sabemos como son, todos los frecuentamos más o menos, llevados por la
curiosidad ...
—Siempre que el capullo de tu jefe te deje tiempo libre.
—interviene Gerardo antes de ser rápidamente acallado por su mujer.
— ... y todos hemos encontrado en ellos alguna vez un
tesoro. Con ese mismo afán me interné hace no mucho en uno de ellos. La verdad
es que nada de lo que estaba viendo me estaba impresionando, pero justo en una
esquina, detrás de un enorme puesto dónde un montón de mujeres se peleaba por
ropa interior a precio de saldo, un anciano vendía sus escasas pertenencias
sobre una ajada manta.
—Cuando me acerqué, el hombre no pareció darse cuenta de
mi presencia. Su cara llena de arrugas y manchas propias de su edad, parecía
esculpida en piedra.. De repente, abrió sus ojos grandes y oscuros, rodeados de
enormes ojeras y me miró. Por la profundidad de su mirada, pude adivinar que
aquel hombre escondía muchos secretos.
—La colección de objetos que exponía era de lo más
variopinta, candelabros, máscaras tribales, animales disecados... Todo antiguo,
todo polvoriento. Sin embargo, lo que más llamó mi atención, fue un baúl de
madera con incrustaciones de nácar y de aspecto tan sólido que ni siquiera el
paso del tiempo parecía haber hecho mella en él.
—La verdad es que no pude resistirme; pagué religiosamente
lo que el anciano me pidió y me lo llevé a casa ansioso a enseñarle mi
hallazgo a Carmen. —dice el presentador antes de que la cámara se fije en su
esposa y copresentadora del programa.
—En efecto, cuando llegó Íker con aquel trasto mohoso y
me contó lo que le había costado estuve a punto matarlo, trocearlo, meterlo en
el baúl acompañado de piedras y tirarlo al mar, pero en fin, una ya está
acostumbrada a las estupideces de su marido y lo dejé correr como toda buena
esposa hace con las excentricidades de su esposo.
—Amén. —dice Carla ignorando la mirada indignada de Gerardo.
—Por la ligereza con la que lo movía, era obvio que no
había muchas cosas dentro, pero cuando Íker lo abrió y vimos su interior
totalmente vacío, no pudimos evitar sufrir una decepción.
—Yo estaba a punto de cerrar la tapa y llevarlo al desván
a acumular polvo junto con otras de
mis adquisiciones, cuando Carmen señaló
un pequeño agujero en una de las esquinas del suelo del baúl. Con las manos
temblando de emoción, golpeé el suelo del baúl... ¡Había un doble fondo! Con un
alfiler presioné en el resorte que había en el interior del agujero y
descubrimos un pequeño compartimento en el que había varios libros, por el
aspecto, muy antiguos.
—Con sumo cuidado, los extrajimos uno a uno. —añade la
presentadora—La mayoría estaban tan deteriorados que no se podía leer nada más
que frases sueltas, pero uno de ellos había sido tratado con mucho más cuidado,
aislado del polvo y la humedad por una bolsa encerada.
—Allí mismo, sentados en el suelo al lado del baúl,
abrimos el libro por la primera página. —continúa Íker con cara de iluminado
mientras muestra un libro de aspecto muy sobado— En él se cuenta una historia
que a nadie dejará indiferente.
—Joder... Ya no saben que inventar... —dice Gerardo— ¿De
veras tengo que tragarme esto?
—Calla y escucha. Quizás te sorprendas. En los avances
hablaban de juicios por terribles crímenes, así que tendrás tu ración de sangre
y vísceras. Ten un poco de paciencia.
—Mi Íker siempre ha sido un poco torpe y con la emoción,
su temblor de manos se hizo tan incontrolable, que el libro se le escurrió de
las manos y cayó al suelo. En ese momento una hoja se desprendió del volumen.
—Mientras Carmen me echaba la bronca y me llamaba manos
de mantequilla, me incliné y recogí la cuartilla. Al ver lo que contenía casi
me hago pis allí mismo. Pegadas cuidadosamente al pergamino había dos fotografías
a todo color de un hombre.
—Ja, ja, ja. Esto se pone interesante. ¿Cómo puede haber
alguien tan memo para tragarse esa historia?
En ese momento una fotografía ocupa la pantalla. Desde ella, un hombre de unos cuarenta y pico
y prematuramente calvo, los mira con una sonrisa falsa y una de las cejas
alzadas a lo Sean Connery. La foto está tan desgastada que parece haberse hecho
hace cientos de años. Aquel rostro y el gesto de superioridad le suenan de algo
a Gerardo, pero no consigue ubicarlos.
—Sé que es muy difícil de creer. Incluso nosotros, a
pesar del aspecto quebradizo de la foto, nos negamos a pensar que la foto fuese
contemporánea al libro así que hicimos lo obvio... la llevamos al CESID para
que dataran libro y foto por el método del Carbono 14.
—Con nosotros esta Elvira Cuadrado, —interviene de nuevo
Carmen— jefa de la sección de física aplicada del CESID y la máxima eminencia
en el país en datación de muestras por medio de isótopos radiactivos.
Durante los siguientes minutos, aquella mujer menuda y
miope se dedica a describir con todo tipo de detalles el sistema que ha seguido,
tanto para datar los objetos, como para asegurarse de que los Jiménez no le han
timado. Tras asegurar a regañadientes que no hay manera de falsificar los
resultados, Íker Jiménez hace la
pregunta que todos los televidentes están esperando.
—¿Cuáles son sus conclusiones Doctora Cuadrado?
La mujer está a punto de abrir la boca para responder a
la pregunta cuando Íker la interrumpe:
—La doctora Cuadrado responderá a esta pregunta, pero
antes unos consejos publicitarios.
2. Lo imposible
—Coño, ya estamos. Siempre la misma mierda...
—Creí que no te interesaba. —dice Carla con una sonrisa.
—Es solo que esa cara... me suena de algo y no sé de qué.
Afortunadamente los anuncios no son eternos y la cara de Íker,
en plan salvador del mundo, vuelve a aparecer en la pantalla invitando a la
doctora a responder a la pregunta.
—Antes de responder, quiero aclarar que repetí tres veces
el análisis y mandé calibrar todos los instrumentos antes de cada análisis. No
hay error posible. Tanto el libro como la foto, tienen entre 480 y 515 años.
—dice la doctora con gesto derrotado.
En ese momento enfocan la foto de nuevo y es entonces
cuando Gerardo reconoce aquella cara.
—¡No puede ser! ¡Es imposible! —exclama al recordar a su
profesor de latín en la facultad de filología.— Esto es indignante, ¿Cómo se
atreven a cometer semejante tropelía?
—¿Qué demonios pasa? —dice Carla al ver el enfado de su
marido.
—El tipo de la foto es... era mi profesor de latín en la
facultad hasta que un día desapareció misteriosamente.
—Sé que más de uno habrá reconocido a la persona de esta
foto, —interviene Íker adivinando la reacción de los conocidos del hombre de la
foto— y entiendo que estén pensando en denunciar a este programa, pero antes de
ello y para que quede todo aclarado nos acompaña una invitada especial.
—Ante todo, muchas gracias por venir, Matilda.
En la pantalla un mujer de origen asiático, de unos
treinta años, saluda a Íker con una inclinación de cabeza. Gerardo observa los
ojos rasgados, los pómulos altos y el pelo largo, negro y brillante como el ala
de un cuervo. Con un gesto de la mano, la mujer aparta un mechón de su cara y con sus labios finos y rojos
cerrados en un gesto de firmeza, espera pacientemente que Íker empiece a
preguntar.
—Dios mío. Charlies por todas partes. Esto es una
conspiración.—dice Gerardo imitando el
acento de zumbado de Rambo.
Carla le golpea el hombro y conteniendo la risa le obliga
a callarse de nuevo mientras Iker se explica:
—Para empezar, una pequeña aclaración. A muchos de
nuestros televidentes les sonará esta cara tanto como me sonó a mí nada más verla. La verdad es que no tardé
mucho en darme cuenta de que el hombre de la foto era Javier Luna. Y lo
recordaba porque fue el protagonista de uno de mis programas hace poco más de
cuatro años. Era un caso de desaparición. En realidad no solemos ocuparnos de
esos casos, pero las circunstancias no eran nada usuales. Las últimas personas
que vieron con vida a Javier lo vieron salir por la ventana del laboratorio del departamento de física de la universidad en
llamas, donde trabajaba su novia , subir desnudo a su coche y salir disparado
del aparcamiento.
—Luego nada, simplemente se esfumó en el aire... Tanto él como su coche desaparecieron sin
dejar rastro. Que desaparezca una persona no es inusual del todo, lo acepto,
pero que lo haga con su coche en medio de una autovía recta y plana, en medio
de una llanura pelada ya es otra cosa. Por si fuese poco, su coche tenía un
sistema de localización por satélite en caso de emergencia e internet, pero
cuando la policía intentó rastrearlo, la señal del wifi desaparecía en plena
autovía y nunca se apretó el botón que contactaba con emergencias en caso de accidente. No hubo
pistas y el caso se cerró, no sin acumular un montón de preguntas que nadie
pudo o quiso responder... Hasta ahora.
—Este libro y esta foto, explican con detalle todo lo que
aconteció en aquella aciaga noche. —añade el presentador mostrando sus pruebas
como si los televidentes fueran los "Doce Hombres sin Piedad"— Cuando
lo leí, estaba tan estupefacto, que lo primero que hice fue intentar comprobar
toda la información que aportaba este documento. Todos hemos oído hablar del
inquisidor Ortuño, de sus procesos contra las brujas a principios del siglo dieciséis,
unos procesos que se caracterizaban por basarse mucho menos en la tortura y la
violencia y más en la lógica, la deducción y la investigación. Los hechos que
se cuentan en este libro no se pueden comprobar, perdidos en la noche de los
tiempos, pero la parte relacionada con la desaparición de Javier sí y por eso
está su novia el día de su desaparición, Matilda Chu. ¿Es eso cierto?
—Así es. —dice la
mujer mirando a la cámara incómoda— Javier y yo llevábamos saliendo dos años.
Era un novio atento y siempre estaba de buen humor, lo único que me ponía de
los nervios era la manía que tenía de soltar latinajos cada vez que podía.
Estaba obsesionado por demostrar que el latín no era una lengua muerta.
—¿Has tenido la oportunidad de leer este documento?
—Sí y tengo que decir que toda la parte relativa a la
noche de su desaparición encaja hasta donde yo sé.
—¿En tu opinión, es esta la letra de Javier? —pregunta
Carmen para poder chupar un poco de cámara.
—Sin ninguna duda. La forma en que se tuerce siempre
hacia abajo a partir de la mitad del renglón y las G mayúsculas son
inconfundibles. Además, como a ti, la forma en la que estaba escrito el texto
llamó poderosamente mi atención. A pesar de haber sido escrito hace más de
quinientos años, el idioma en el que está escrito es castellano actual. Por
ejemplo las efes que se usaban en vez de las haches en aquella época, no se ven
por ninguna parte y hay multitud de palabras y expresiones que solo se usan en
la actualidad.
—Gracias, Matilda. Lo único que nos queda es saber qué es
lo que cuentan estas memorias y para ello nos limitaremos a leer las palabras de Javier para conocer... LA VERDADERA
HISTORIA DEL INQUISIDOR ORTUÑO.
A continuación Íker levanta el libro y acompañado por una
música apropiada, se dirige a un rincón del plató donde alguien ha colocado un cómodo
sofá orejero y una chimenea donde resplandece un fuego simulado. Sin más
ceremonias, Íker comienza a leer:
3. En el calor
de la noche
Yo, Javier Ortuño,
inquisidor general en otro tiempo y ahora simple fraile dedicado al auxilio de los pobres y los desamparados, he vivido
una vida larga y llena de aventuras, pero antes de dejar este mundo tengo la
intención de contar toda la verdad sobre mi vida y mis orígenes. Sé que más de
un lector se negará a creer lo que aquí escribo, pero juro ante Dios
todopoderoso que todo lo que cuento en estos pergaminos no es nada más que la
verdad.
Mi historia
comienza muy lejos, casi quinientos años en el futuro. En ese futuro yo era
profesor de latín en una universidad. Era un hombre feliz, respetado por mis
colegas y amado por mis alumnos.
—Puff. Sí. Recuerdo como amábamos todos las broncas que
nos echaba cada vez que empleábamos mal una declinación.—interviene Gerardo
incapaz de contenerse.
Pero todo cambió un
espléndido día de verano. El calor había apretado todo el día y las aulas de
humanidades eran una sauna. En aquellas noches, siempre solía colarme en el
departamento de física. Los sofisticados aparatos requerían un ambiente más
fresco y además Matilda, la jefa del departamento de física aplicada, mi novia,
trabajaba allí.
Recuerdo aquel día
como si fuera ayer... o mañana, bueno ya me entendéis. Cuando llegué al departamento encontré a
Matilda, sola, como siempre, haciendo horas extra mientras trabajaba en su
último artefacto.
Aquel lugar era el
sueño de todo inventor maníaco... y mi pesadilla. Cada vez que me olvidaba
dejar las llaves del coche sobre un pequeño armarito al lado de la puerta, los
potentes electroimanes que tenía mi
novia en el laboratorio me jodían la codificación de la llave del coche y tenía que gastarme cien euros en el
concesionario.
Entré y me acerqué
por detrás, en silencio. Cuando estuve justo tras ella la agarré por las caderas.
Matilda pegó un grito y dio un salto electrizada.
—¡Cabrón! Te he
dicho un millón de veces que no hagas eso.
—Es que es tan
divertido verte saltar como un ratoncillo asustado que no puedo resistirme.
—Eres gilipollas,
¿Y si se me cae el condensador? Serás tú el que me compense miles de horas de
trabajo?
—Por supuesto. Me
encanta compensarte. —respondí acorralando a mi novia contra la mesa y frotándome
contra ella como un babuino en celo.
—Déjalo ya, tengo
que trabajar.
—¿En ese trasto?
—dije cogiendo un aparato en forma de frisbee con múltiples circuitos entre los
que destacan tres dispuestos en forma de Y griega.
—Ten cuidado con mi
condensador de fluzo. No es un juguete. —dijo ella arrebatándomelo de las
manos.
—¿Qué es un
condensador de fluzo? —le pregunté yo aun inconsciente de que aquel trasto
marcaría el resto de mi vida.
—Este trasto, como tú
lo llamas, va a revolucionar el mercado de la energía. Ahí donde lo ves, un
condensador de fluzo como este puede almacenar una cantidad ingente de energía.
¿Sabes cuánto pesan las baterías de un coche eléctrico?
—No lo sé
exactamente, pero mucho.
—Pues este aparato
puede almacenar 1,21 gigawatios. —dijo haciéndolo botar un par de veces en sus
manos con facilidad— Con esa cantidad de energía se puede mover un coche
durante toda su vida útil sin necesidad de una recarga o podría usarse en
aviones, trenes barcos.... cualquier cosa que se te ocurra que necesite
energía.
—Aja, entiendo. Tienes
un trasto del tamaño de una mochila pequeña con energía suficiente para mover
un trasatlántico. ¿No habrás visto demasiadas películas de Ironman?
—Déjate de
estupideces, no lo entiendes, es energía a bajo coste para todos....
—Te olvidas de que
esa energía tiene que salir de alguna parte, esto no cambiará nada. Seguiremos
obteniéndola de las mismas fuentes...
—Te equivocas —dijo
ella conteniendo su impaciencia— El condensador puede cargarse a cualquier
velocidad y con cualquier voltaje. Podemos conectarlo a una serie de placas
solares para tener energía el resto del día o podemos hacerlo incluso con un
rayo. ¿Entiendes las implicaciones?
—Por supuesto.
—dije yo— Pronto serás multimillonaria. ¿Cuánto te han ofrecido las petroleras
y las eléctricas para que encierres este trasto y tires la llave?
—¿Cómo sabes
que...?
—Es de cajón. —la
interrumpí— Me imagino que habrás publicado ya varios artículos sobre el tema y
supongo que no han pasado desapercibidos.
La dejé mirándome
con desconfianza mientras centraba mi atención en aquel aparato y jugueteaba
con él antes de que me apartase con un gesto airado.
—Cuidado, tiene una
carga completa. Yo que tú, no tocaría esos dos conectores.
—La verdad es que
ese trasto me recuerda un poco a ti. —dije al recordar para que había venido—
Pequeño, ligero, redondo y con dos conectores que pueden producir peligrosas
descargas.
En ese momento cogí
a Matilda por las caderas y la senté sobre la mesa de trabajo justo antes de
que mis manos se cerrasen sobre sus pechos....
Gerardo observa en la pantalla como el plano se desplaza
de la figura de Íker, sentado en el sofá a la cara ruborizada de la doctora que,
impotente, escucha la narración con los labios apretados en una fina línea de
indignación.
Matilda reaccionó y
me abofeteó con fuerza, justo antes de besarme.
La verdad es que era
una mujer preciosa de rasgos asiáticos y a pesar de ser veinte años más joven
que yo, para su edad era muy madura... ¡Qué coños! Me la ponía muy dura.
Tengo que decir que
estaba totalmente enamorado de aquella fascinante mujer. Cada vez que la
desnudaba y observaba el cuerpo moreno y esbelto, sus pechos pequeños, con los
pezones oscuros y diminutos y su pubis completa y cuidadosamente depilado,
sentía como cada célula de mi cuerpo deseaba a aquella mujer con un ardor
animal.
Aquella noche no
fue distinto. Sin dejar de besarla, hundí las manos en su cabello mientras ella
desabotonaba su bata y rodeaba mi cintura con sus piernas. Mis manos se
desplazaron por su espalda y recorrieron sus piernas esbeltas y musculosas
esculpidas en el gimnasio, disfrutando de su suavidad.
De un empujón se
separó de mí e impidiéndome que me acercara, se quitó la bata y la dejó caer al
suelo. Bajo ella solo llevaba una fina blusa blanca y una minifalda de tablas.
Mirándome a los
ojos, se deshizo poco a poco de ambas prendas. Consciente de que iba a venir a
visitarla, no se había puesto nada debajo. Me abalancé sobre ella, pero con un
movimiento fluido me esquivó y cogiéndome por la espalda desplazó sus manos en
torno a mi cintura y me sopesó con ellas el paquete.
Yo me estremecí,
sintiendo como mi polla crecía y se endurecía en un instante. Incapaz de
contener mi deseo, me deshice a tirones de mi ropa y dándome la vuelta, empujé
a Matilda contra la pared y la acorralé besando su cuello y sus pechos,
impregnándome del aroma de su piel y del sabor de su boca.
Aquella mujer era
como una serpiente, tan pronto estaba enroscada en torno a mi cuerpo como se
escurría de mi abrazo y salía corriendo evadiendo mis intentos por atraparla.
Finalmente logré cogerla por un tobillo y tumbarla boca arriba sobre el suelo
del laboratorio. Matilda sonreía y jadeaba mientras intentaba evitar que la
penetrase, satisfecha con mi deseo desesperado.
Por fin logré
colocarme sobre ella y aprovechando el peso de mi cuerpo la inmovilicé el tiempo
suficiente para poder entrar en ella. Matilda gimió y se retorció mientras mi
pene avanzaba en su interior hasta colmar su delicioso coño con él.
En ese momento mi
novia se rindió y rodeó mis caderas con sus piernas mientras me susurraba al
oído palabras de amor. Yo estaba ciego, solo pensaba en embestir aquel
delicioso cuerpo una y otra vez como un toro furioso.
Aprovechando un
despiste, Matilda me empujó y se puso encima de mí. Separándose, recorrió mi
cuerpo con su melena haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera de deseo. Con su cara oculta por aquella densa
cabellera, no me di cuenta de sus intenciones hasta que su boca envolvió mi
glande con su calor. Con una maestría de la que solo las orientales son capaces,
repasó mi pene con su lengua y mordisqueó
mi glande para terminar chupándolo con
fuerza hasta ponerme al borde del orgasmo.
En ese momento
Matilda se apartó observándome con aquella sonrisa de superioridad que tanto odiaba
y amaba a la vez. Yo le mantuve la mirada mientras ella apartaba el pelo de su
cuerpo exhibiendo su piel ligeramente bronceada y su sexo abierto y enrojecido.
—Ya podían ser todos los episodios así. No sé si podré
llegar al final sin echarte un polvo... —dice Gerardo besando el cuello de su
esposa.
Ignorando sus
deseos, me quedé tumbado en el suelo, obligando a que fuese ella la que se
acercase. Con movimientos deliberadamente lentos, se fue aproximando hasta
sentarse sobre mis caderas. Matilda sonrió de nuevo, se metió mi polla hasta el
fondo de su coño y empezó a mover las
caderas mientras jugaba con su melena y miraba al frente con aire ausente.
Solo un leve
temblor en sus labios delataba el placer que recorría su cuerpo. Yo le seguí el
juego y la dejé hacer, intentando inútilmente parecer tan relajado como ella.
Poco a poco, los
movimientos de sus caderas fueron haciéndose más amplios y Matilda cogió un mechón
de su pelo y lo mordió para evitar que escapara ningún gemido de placer.
Incapaz de contenerme más, con un movimiento rápido, la obligué a descabalgar y
de un empujón la puse de cara a la pared.
Dominado por una
intensa lujuria separé sus nalgas y la penetré con tanta fuerza que sus pies
despegaron del suelo. Mis manos recorrieron su cuerpo y lo sobaron y estrujaron
sin miramientos mientras le daba polla sin descanso.
Ella intentó morder
el pelo para ahogar los gritos de placer, pero yo cogí su melena y rodeando su
fino cuello con ella, tiré con fuerza mientras seguía empujando. Matilda arañó
la pared e intentó coger aire mientras yo mantenía la presión sobre su cuello y
la follaba desatado hasta correrme en su interior.
Bastaron unos pocos
empujones más para que Matilda se viese asaltada por un orgasmo brutal que le
hizo perder el control de su cuerpo. Con un gemido estrangulado se derrumbó en
mis brazos mientras todo su cuerpo se estremecía victima de prolongados relámpagos
de placer.
—Cabrón. —dijo
Matilda con voz ronca y pegándome un codazo cuando se hubo recuperado.
Yo, siguiendo el
ritual, encajé el golpe y dejé que me diese un par de bofetones más sin decir
nada. Aun recuerdo lo que disfrutaba con aquella mujer. A pesar de estar a
eones de distancia aun me parece oler el aroma de su pelo, el sabor de sus
besos y el calor de su piel...
En fin, tras un par
de minutos de conversación intrascendente, Matilda se levantó y poniéndose
apresuradamente la bata, como siempre que hacíamos el amor, se fue a los aseos
del piso de abajo para quitarse mis inmundicias como decía ella.
Satisfecho, apagué
la luz del laboratorio y me tumbé de nuevo, desnudo sobre el suelo,
inconsciente de los sucesos que iban a poner mi vida patas arriba, apenas en
unos instantes.
4. Malditos
Charlies
No habrían pasado más
de dos minutos cuando unas luces, reflejándose en el techo del laboratorio, me
sacaron de mi estado de duermevela. Al principio pensé que serían un par de
alumnos que venían a hacer botellón, pero cuando hoy el ruido de alguien que
trepaba por la fachada y forzaba una de las ventanas del laboratorio, inmediatamente
me puse en guardia.
A gatas, me
desplacé entre las mesas en dirección al origen del ruido y me asomé para ver
lo que estaba ocurriendo. Dos personas vestidas de negro y con pasamontañas estaban
registrando el laboratorio.
Se notaba a la legua
que eran profesionales. Se movían con soltura. No parecían preocupados o
nerviosos, conscientes de que la seguridad de aquel campus era de risa y ni
siquiera se molestaban en bajar la voz. Por sus palabras me di cuenta
inmediatamente que eran chinos o coreanos. Los observé unos instantes
revolviendo entre los papeles y el material que tenía acumulado Matilda encima
de las mesas y poniendo pequeños aparatos en todos los ordenadores que veían.
Inmediatamente me
di cuenta de qué era lo que venían hacer. Querían llevarse el condensador de
Matilda y destruir toda su investigación. Una oleada de furia me dominó. Quería
matar a esos cabrones, pero los reveladores bultos que pude adivinar en sus
caderas me disuadieron de ello.
En ese momento me
acordé de Matilda. Si aparecía en ese momento no me imaginaba que podría pasar.
Tenía que desviar su atención. Aun recordaba dónde había puesto el condensador
y medio a gatas, medio a rastras, me acerqué a la estantería donde mi novia lo había dejado.
Lo cogí y a tientas
me dirigí hacia la puerta. Tanteando en la oscuridad me hice con las llaves del
coche y justo cuando así el pomo de la puerta, me erguí y pegué un grito
saludando a los chinos con el condensador en la mano.
Sin esperar su
respuesta, salí zumbando de la estancia, perseguido por los gritos de los
intrusos. Corrí por los pasillos escuchando explosiones apagadas y viendo como
astillas de yeso volaban a mi alrededor. Aquellos tipos no estaban de broma.
En cuanto doblé la
esquina me puse a correr como un loco con el condensador de fluzo bajo el
brazo. Poco a poco, conocedor de todos los recovecos del edificio, conseguí
sacarles algo de ventaja.
Sin mirar atrás, salí
del edificio directo hacia el aparcamiento donde me esperaba mi Corsa OPC.
Sabía que si lograba arrancar el coche sin que me agujereasen la cabeza estaba
salvado.
En cuanto salí al
exterior, el frescor de la noche y la gravilla del aparcamiento me recordaron
que estaba totalmente desnudo. Ignorando las piedrecillas que se clavaban e mis
pies y la brisa helada que endurecía mis pezones me acerqué al coche.
No voy a relataros
la escena de mis manos temblorosas intentando insertar la llave en la cerradura
del coche porque sería mentira. Sin dejar de correr pulse el mando y entre en
el coche, tiré el condensador en el asiento trasero, apreté el botón del
arranque sin llave y salí zumbando del aparcamiento mientras que por el rabillo
del ojo veía como un SUV se acercaba a recoger a mis perseguidores.
Rodeé el edificio a toda velocidad, observando como una espesa
nube de humo negro salía por la ventana del laboratorio de física. Podían haber
destruido los ordenadores de Matilda, pero yo tenía el condensador y pensaba
alejarlo de las garras de aquellos cabrones.
Aceleré un poco más
por las calles desiertas del campus en dirección al centro. Estaba empezando a
creer que me había librado, cuando el SUV negro apareció de una calle lateral y
se colocó justo detrás de mí.
Por el espejo
retrovisor vi como un tipo asomaba medio cuerpo por la ventanilla apuntándome
con un fusil que me pareció enorme.
Dando un volantazo,
esquivé la primera ráfaga y salí del campus. Me dirigí hacia el centro,
esperando que los pocos coches que circularan por allí disuadiesen a mis
perseguidores de seguir disparando.
Atravesé dos
rotondas y aceleré hasta rozar los noventa kilómetros por hora, con los malos
pegados a mi culo, gastando munición como si no hubiera un mañana. Pisé el
acelerador a fondo y mi cochecito pegó un salto adelante. Logré alejarme unos
metros, pero las balas eran más rápidas.
Noté como los proyectiles repiqueteaban en la carrocería y la atravesaban. Me
mee encima y di un volantazo, intentando evitar lo peor del chaparrón.
Una nueva ráfaga
alcanzó mi coche, esta vez de lado y por el rabillo del ojo vi como una de las
balas impactaba en el condensador de fluzo del que empezaron a saltar chispas.
Más preocupado por
salvar el pellejo que por aquel trasto, aceleré de nuevo en la siguiente recta.
El coche pasó a los ciento quince y luego a los ciento veinte por hora. Cuando
llegué a los ciento treinta y cinco las chispas del condensador empezaron a extenderse
por la carrocería. Aquello me daba mala espina, pero con aquellos bestias
pegados a mi culo, no podía hacer otra cosa que seguir acelerando...
Y entonces llegué a
los ciento cuarenta y ocurrió...
—Sí, en ese momento ocurrió la cosa más alucinante que he
podido documentar en mi vida. —dice Íker dirigiéndose a las cámaras— Y pronto
se sorprenderán tanto como yo. Justo después de los anuncios...
—Será hijoputa. —dice Gerardo ahora totalmente enganchado
en la historia— Tiene suerte de que yo no tenga el armamento de los chinos, si
no se iba a enterar.
Impaciente, espera a que pase los anuncios, jurándose a sí
mismo no comprar ninguno de los objetos que promocionan en venganza por
interrumpirle la historia
Al fin, después de siete interminables minutos, los
anuncios terminan e Íker continúa su lectura:
... Las chispas
envolvieron el Corsa hasta que un fogonazo me cegó momentáneamente. Cuando
recuperé la vista no entendía nada. En vez de circular por una autovía desierta,
en medio de la noche, estaba dando botes en un camino pedregoso y embarrado a
ciento cuarenta por hora.
Actuando por
reflejo, hinqué el pie en el pedal del freno. Las pastillas mordieron los
discos y el ABS se puso a trabajar a toda potencia, pero en aquella superficie
poco podían hacer para disminuir la velocidad.
Con una lentitud
desesperante comencé a disminuir la velocidad, cogí al primera curva sin saber cómo,
pero entonces, una enorme roca salida de no sabía dónde me arrancó el espoiler
delantero y me jodió algo en la suspensión. De repente el volante se iba para
todos los lados y apenas podía mantener el control del coche. Aun a cerca de
ochenta kilómetros por hora conseguí trazar la siguiente curva ayudándome del
freno de mano para ver como una figura caminaba por el medio de la astrosa
carretera.
No pude hacer nada,
la figura encapuchada se dio la vuelta al oír el estruendo. Aun recuerdo como
si fuera ayer los ojos abiertos por la sorpresa, el impacto contra el
parabrisas y la caída a plomo, diez metros detrás de mí que observé alucinado
por el espejo retrovisor.
Aquello hizo que
perdiese totalmente el control el coche. El Corsa empezó a culear y en la
siguiente curva me salí recto, salté por encima de un terraplén y como un
cohete caí entre una maraña de árboles y arbustos aterrizando en un arroyo.
El agua fría me
espabiló. Respiré hondo y pulsé el botón de emergencias del coche. El aparato
parecía funcionar, pero nadie contestaba mi llamada. La radio funcionaba también,
pero solo se oía ruido blanco... No entendía nada.
Después de esperar
cinco minutos, salí del coche que empezaba a hundirse en el cieno de la orilla.
El día era oscuro y frío. Temblando y mareado por el impacto, me abracé y comencé
a subir por el terraplén.
A rastras,
magullado y dolorido, logré llegar al camino. No sabía que pasaba, ni dónde
demonios estaba. De repente, me acordé del tipo al que había atropellado y me
fui corriendo hacia el lugar donde había caído con la tonta esperanza de que
aun respirara.
Por supuesto estaba
más muerto que mi abuela.
5. Impostura
Nunca había matado
a nadie. Llorando, cerré los ojos de aquel hombre y lo aparté del camino depositándolo
bajo un árbol, a unos metros de la orilla del camino. En ese momento no sabía qué
hacer. Observé el cadáver, intentando imaginar quién podía ser aquel hombre. Por
el hábito y la tonsura que descubrí al retirar la capucha estaba claro que era
un monje, aunque no tenía ni idea de que tipo.
Su hábito que en
algún tiempo pretérito había sido blanco, estaba lleno de lamparones a los que
se habían unido alguna que otra mancha de sangre y barro debido al accidente,
aunque lo peor se lo había llevado la capa negra que llevaba por encima, en
algunos sitios agujereada y en otros acartonada por la sangre seca.
Devanándome los
sesos, traté de recordar qué órdenes aun conservaban la tonsura, pero sabía
mucho más de latín que de religión y no pude llegar a ninguna conclusión.
Justo en ese
momento empezó a llover. Me quedé bajo el árbol, junto al cadáver, temblando de
frío y miedo mientras esperaba que pasase un coche, o más bien un tractor que
nos llevase a la civilización al cadáver y a mí mientras intentaba encontrar
una explicación racional a todo lo que me había pasado.
Diez minutos
después, un ruido me alertó, pero no era el de un motor, era más bien el ruido
como de una estampida. Asustado, no me atreví a salir al camino y tras un par
de minutos, la visión de un par de hombres vestidos de cuero y rodeados de una
escolta de soldados armados con ballestas y armaduras, me dijeron que algo iba
muy mal.
En ese momento me
di cuenta de que si esos tipos me hubiesen pillado en bolas, con el cadáver de
un monje en el regazo, me hubiesen descuartizado y hubiesen clavado mi cabeza
en una pica.
A partir de ese
momento, actué por puro instinto de supervivencia. Evitando las arcadas, desnudé
el cadáver, delgado como un sarmiento y pálido como un esparrago de Tudela y me
puse sus ropas ásperas y malolientes.
Los hábitos me quedaban un poco estrechos y la áspera lana picaba como alambre
de espino, pero las sandalias eran de mi número
y por lo menos pude dar un poco de descanso a mis doloridos pies.
A continuación, me
acerqué con precaución al camino, examinando el lugar dónde había caído el
fraile, tratando de no dejar ninguna prueba que pudiese incriminarme. Moviéndome
tan rápido como el barro y la torrencial lluvia me lo permitían, recogí todos
los restos del coche que pude encontrar, tirándolos entre la maleza y cuando ya
estaba volviendo al lado del cadáver, encontré una pequeña bolsa de viaje de
cuero, que obviamente pertenecía al muerto. En el interior había una pequeña
bota de vino, un mendrugo de pan, un poco de queso, un rosario hecho con
cuentas de madera, una biblia y otro
libro, con encuadernación de cuero, y aspecto muy sobado.
Estuve a punto de
abrirlo, pero tenía cosas que hacer. Tropezando y resbalando en el cieno,
llegué de nuevo hasta el cadáver y al tercer intento conseguí echármelo al
hombro. Con las piernas temblando por el esfuerzo y luchando contra la lluvia,
que cada vez caía más fuerte, me dirigí hasta el lugar donde me había salido
con el coche.
Cuando llegué a lo
alto del terraplén, lancé el cuerpo y dejé que la gravedad me ahorrase
trabajos.
El cuerpo había
caído al lado del coche así que en un par de minutos lo arrastré hasta el interior
y lo dejé allí, sentado al volante, con la puerta abierta para que se lo
comieran los bichos. Sin mirar atrás,
trepé de nuevo hasta el camino y disimulé las rodadas del Corsa lo mejor
que pude. Cuando terminé estaba totalmente derrotado y solo la perspectiva de
tener que caminar hasta encontrar un lugar donde acogerme, hizo que casi
volviese a echarme a llorar.
Descansé unos
minutos bajo la lluvia, y con un supremo esfuerzo, me puse en pie y empecé a
caminar, aunque solo fuese para entrar en calor. Jurando en arameo, comencé a
andar por el lado menos cenagoso del camino, resbalando y trastabillando,
aguantando aquella lluvia fría e inclemente y viendo como el cieno se me colaba
entre los dedos de los pies que se me estaban poniendo azules por el frío.
Llevaba una media
hora larga caminando, cuando oí un ruido unos metros detrás de mí. Preparado
para tirarme a la cuneta, miré hacia atrás y pude vislumbrar un carro cargado
de nabos que se acercaba lentamente entre la lluvia.
Mientras se
acercaba a paso de tortuga, observé el vehículo. Estaba hecho a base de toscos
tablones y sus ruedas eran de madera maciza. En el pescante, un hombre pequeño
y de hombros anchos, vestido con unos
pantalones de cuero, una casaca y un gorro redondo arreaba a dos bueyes que tiraban de el carro con desgana y tardaron casi dos minutos
en ponerse a mi altura.
Me aparté un poco
para dejarle pasar y seguí caminando penosamente.
—Buenas tardes,
hermano. —saludó el campesino desde el
pescante, quitándose el gorro en señal de respeto a pesar del chaparrón.
—Que Dios te
bendiga, hermano. —respondí automáticamente.
—Una mala tarde
para pasear.
—La que Dios nos da,
ni más, ni menos. Sin la lluvia el trigo no crece y los corderos no tienen qué
pastar. —dije intentando parecer tan sabio como beato.
—Quizás ha sido
Dios el que me ha traído hasta usted. Ande, suba, hermano, que aun le quedan más
de tres horas de camino.
La perspectiva de
tres horas más chapoteando bajo la lluvia me resultaron tan aterradoras que no
me lo pensé, subí de un salto al pescante y me senté al lado del orondo
campesino. El olor agrio, mezcla de sudor y cerveza barata que desprendía, casi
me hizo vomitar, pero la perspectiva de seguir chapoteando varias horas bajo
aquel diluvio, me animaron a hacer de tripas corazón y aguantar.
En cuanto me hube
acomodado, el hombre arreó a los dos bueyes y estos, sin apresurarse lo más mínimo,
comenzaron a moverse. El boyero era hombre de pocas palabras y tras quejarse de
nuevo del chaparrón, se concentró en conducir el descapotable. Yo me encasqueté
la capucha todo lo que pude y me dediqué a meditar sobre mi situación.
Parecía imposible,
pero era evidente que de alguna manera me había desplazado hasta la Edad Media.
El paso de los caballeros, el fraile, incluso el carro podían tener una
explicación, pero lo que no podía explicar de ninguna manera era cómo una
autovía se había convertido en un camino de cabras y como una calurosa noche de
verano pasaba a ser un día desapacible y lluvioso, todo en cuestión de un
instante y sobre todo y definitivamente, ninguna persona de mi época podía oler
tan mal como aquel paleto.
La perspectiva no
era muy halagadora. Estaba solo, en un mundo terriblemente duro, donde la
infección de un padrastro podía ser mortal y todo el que no fuese noble tenía
unas altas posibilidades de morir de hambre. Por lo menos había tenido los
reflejos suficientes para quitarle las ropas al hombre que había atropellado y
al menos, a corto plazo, podría vivir de la caridad de la gente, aunque no
sabía muy bien cuanto podría aguantar aquella vida.
Increíblemente, el
grueso y tosco hábito que rascaba mi piel como un estropajo de níquel aguantaba
bastante bien el agua y poco a poco entre en calor. Un poco más cómodo y
ayudado por el rítmico chapoteo de los cascos de los bueyes y el silencio del
campesino, me fui quedando dormido.
—Bueno, hermano. Ya
hemos llegado. —me despertó el boyero zarandeándome suavemente.
Desorientado abrí
los ojos y me encontré frente a una iglesia de piedra de estilo mozárabe con
una torre cuadrada imponente. Me giré intentando ubicarme. Me encontraba en la
plaza de una pequeña población. Me bajé del carro. Había anochecido y la lluvia
nos había dado una tregua. Bajando del carro, estiré mis miembros entumecidos y
me eché hacia atrás la capucha para poder ver la torre mejor. En ese momento
una voz a mis espaldas, tan meliflua que me causó una ligera repulsión, me
saludó.
—Bienvenido, hermano
Ortuño. —dijo el cura que había salido de una casa que había justo al otro lado
de la calle— Soy el padre Daniel. Gracias a Dios que has llegado. Ha sido un
día de perros. Me temía que un torrente crecido te hubiese llevado.
Afortunadamente, Dios siempre provee. Gracias, Domicio, puedes retirarte con mi
bendición.
El cura hizo una rápida
señal de la cruz y el boyero se despidió y arreó a sus bestias con una sonrisa
tan amplia que parecía que le hubiese tocado la lotería.
—Afortunadamente,
todos en el pueblo están al tanto de tu llegada y gracias a tu hábito, hermano,
Domicio te ha reconocido al instante y te ha traído hasta aquí.
—La verdad es que
hubiese llegado de todas las maneras con la ayuda de Dios, pero me ha ahorrado
una buena mojadura. —dije yo muerto de curiosidad y de miedo a un tiempo por la
notoriedad del personaje al que estaba suplantando.
—Pero pasa y acompáñame
a mi humilde morada, hermano, —dijo el cura empujándome suavemente al interior
de su casa— fuera empieza a hacer fresco.
6. La casa del
cura
Intentando
disimular mi temor y mi estupefacción al ver que aquel cura me estaba... bueno
estaba esperando a la persona a la que suplantaba, le acompañé al interior de
la edificación.
La casa del cura
era sorprendentemente cómoda y espaciosa y me llamó especialmente la atención
lo limpia que estaba. El padre Daniel me precedió por el recibidor de tierra
apisonada y me introdujo en una estancia cuadrada, con el suelo de piedra y una
chimenea donde un fuego ardía alegremente.
Sin pensar en ello,
me acerqué buscando un poco de calor. Agradecido, sentí como mis manos y pies
entraban en reacción y dejaba de temblar.
—Justo en este
momento iba a cenar, —dijo el cura sentándose a la gran mesa de madera de
castaño que dominaba la estancia— será un honor que me acompañes, fray Ortuño.
—El honor es mío,
padre Daniel. No sabe lo que agradezco su hospitalidad.—respondí apartándome de
mala gana del hogar y sentándome frente a él.
En ese momento, una
mujer de pelo largo y oscuro y que aparentaba poco más de veinte años, entró en
la habitación, llevando en su regazo unos cuencos y unos vasos de madera. La
joven me miró con unos ojos grandes y asustados como los de un cervatillo. Un
instante después, apartó la mirada y se concentró en disponer la mesa para la
cena.
—Luzdivina es mi
ama de llaves. No sé qué haría sin ella y además cocina de maravilla. —dijo el
cura dándose unas palmaditas en su enorme tripa y observando aquel culo orondo y jugoso alejarse
en dirección a la cocina.
Dos minutos después,
llegó la criada con un enorme cuenco de estofado y una jarra de vino. Sin
levantar la vista de la mesa se inclinó y me sirvió una generosa ración de
estofado. Mientras el cura cerraba los ojos para bendecir la mesa, yo aproveché
para observar como el vestido de lana, entallado, revelaba la figura rellenita
y generosa en curvas de la joven. Levantando la mirada observé los rasgos de su
cara, que eran un poco vulgares, con una
nariz pequeña y regordeta y unos labios pequeños y carnosos que le daban un
ligero toque de gracia al conjunto.
La ama de llaves
sirvió al párroco y tras echarle una rápida mirada, hizo una pequeña reverencia
y se marchó con el permiso del padre, que le dijo que preparase la habitación
de los invitados para mí y se fuese a la cama.
Comí rápido y en
silencio, estaba tan hambriento que ni me preocupé de las condiciones
sanitarias en las que se había elaborado aquel estofado.
Tras el delicioso estofado,
comimos un par de trozos de queso y acabamos el vino. Estaba realmente
horrible, pero lo agradecí, me ayudó a
entrar definitivamente en calor y sabía que las bebidas fermentadas eran mucho
más seguras para beber que el agua en aquellos tiempos.
El cura se levantó
y cogiendo su silla, la acercó a la chimenea. Yo le imité y me senté frente a
él.
—Gracias por la
cena, padre y felicite a la cocinera de mi parte, hacía tiempo que no comía
nada tan jugoso.
—Es normal, supongo
que el viaje hasta aquí, hermano no habrá sido fácil. Yo, que jamás he hecho un
viaje de más de dos jornadas, no me puedo imaginar lo que significa recorrer
doscientas leguas y además con la sencillez y la pobreza con la que te has
desplazado.
—En efecto. El
viaje ha sido largo, pero Dios ha proveído y gracias a él he conseguido llegar
sano y salvo hasta aquí. —repliqué disimulando un escalofrío.
—Alguna vez me
gustaría charlar contigo sobre tus viajes, por tu extraño acento estoy seguro
de que tendrás un buen número de anécdotas que contar y paisajes extraños que
describir.
—La verdad es que
he visitado tantos lugares que ya me parece no saber de dónde vengo. De hecho, mi extraño acento se debe a un largo viaje de
estudios a Roma y Malta. —dije esperando
que aquel paleto se tragase la excusa por mi extraña forma de hablar.
La noticia de que
venía de tan lejos me tranquilizó un poco, como decía el cura, casi nadie en
aquella época se trasladaba tan lejos, así que era probable que ni un alma en
aquella pequeña población conociese a Fray Ortuño en persona.
—Supongo que estará
impaciente por empezar. Yo también lo estoy, este caso ha originado una
importante convulsión en esta pequeña villa, que por otra parte ha sido siempre
un remanso de paz.
—La verdad es que
estoy cansado de tan largo viaje, pero no lo suficiente para que no me pongas
en antecedentes. —dije yo intentando saber en qué lío me había metido.
—En principio parece
el típico caso de brujería. Ya sé que para ti, hermano, acostumbrado a estar
presente en los grandes oficios, al lado de su excelencia el arzobispo Diego de
Leza, le parecerá relativamente sencillo, pero para nosotros es una fuente de
desazón. Afortunadamente, ya le tenemos entre nosotros. Hasta aquí nos han
llegado noticias de la habilidad con la que se incautó de los escritos de
Nebrija, semejante peligro no se puede tolerar.
—Gracias, padre.
—dije empezando a imaginar con un escalofrío a que se dedicaba el tipo al que
estaba suplantando— Y aunque parezcan sencillos, todos los casos de brujería
son distintos. De todas maneras, seguro que con un poco de trabajo y la ayuda
de Dios, lograremos que la verdad salga a la luz.
—Amén, hermano, amén.
Ambos observamos el
fuego mientras el cura me daba una rápida descripción del lugar. La villa de
Cabriles de la Sierra era una pequeña población de unos ochocientos habitantes
en el fondo del valle del rio Pardiel. Sus habitantes eran en su mayoría descendientes
de colonos que habían llegado tras la reconquista y habían empezado a trabajar
pequeñas tierras con más o menos éxito. Al final habían quedado una minoría de terratenientes
que se había hecho con las tierras más fértiles, mientras que el resto se
habían tenido que conformar con trabajar para ellos o criar ovejas y cabras en las agrestes colinas
que rodeaban el valle. Con el tiempo y el final de la reconquista, la población
se había convertido en uno de los lugares de paso de mercancías entre las fértiles
llanuras del sur y las zonas altas al norte del valle. Gracias a ello había
florecido un modesto mercado y con él una pequeña burguesía de artesanos y
comerciantes.
Durante todo ese
tiempo, la vida en Cabriles había sido bastante tranquila, solo alterada por
algún episodio de persecución de judíos y moriscos que rápidamente fueron solucionados.
El comercio y la artesanía habían ayudado a la paz, convirtiendo a la villa en
un lugar relativamente próspero y en el centro comercial de la comarca.
Pero esa paz se
había roto hacia dos semanas cuando cuatro personas habían acusado de brujería
a Úrsula, una mujer que vivía sola en una pequeña cabaña en las afueras, junto
al río y que era una de las curanderas de la villa y probablemente la más
apreciada.
Inmediatamente, la habían encerrado y habían llamado al
obispado para que les consiguiese un inquisidor y por eso estaba yo allí.
Al escuchar el
relato de aquel hombre, tuve que disimular un escalofrío. Estaba claro que mi
vida no corría inmediato peligro, pero tenía que dirigir un tribunal
inquisitorial sin tener ni puta idea de cómo hacerlo. Esperaba que las
películas sobre Juana de Arco fuesen lo suficientemente realistas como para que
no fuese yo el que acabase en la hoguera.
De todas maneras,
no podía ser tan difícil, entraría en la celda, ordenaría a cualquier mala bestia
que le apretase las clavijas a aquella vieja bruja y luego haría una bonita
hoguera con ella. Esperaba tener tripas suficientes para hacerlo. Suponía que
cuando la cosa se resumiese a un "o ella, o yo" no vacilaría, sobre
todo, teniendo en cuenta que hiciese lo que hiciese, aquella fulana estaba
muerta.
Cuando el cura
terminó su explicación, se levantó dando por terminada la velada. Con paso cansado
me indicó mis aposentos y me dijo que dejase mi ropa para que Luzdivina se
encargase de lavarla y tenerla lista para cuando me levantase. Agradecí el
gesto e intercambiamos bendiciones antes de retirarnos a nuestras respectivas
habitaciones.
A pesar de la
mugre, en cuanto me deshice de la ropa, la eché inmediatamente de menos. Hacía
un frío del carajo en aquella habitación. Corrí hasta la cama y me metí entre
pesadas mantas, pero eso no lo solucionó. El frío me calaba los huesos. Intenté
hacerme un agujero en el mullido colchón de lana metiendo las extremidades bajo
mi cuerpo e intentando entrar en calor.
Una vez estuve
entre las acogedoras mantas y con la barriga llena, mi situación no me pareció
tan desesperada. La verdad es que las cosas no pintaban tan mal. Estaba en algún
momento de la Edad Media. Si no funcionaba en este nuevo trabajo, no me
costaría demasiado ganarme la vida, teniendo en cuenta que debía ser una de las
dos o tres personas que sabían leer escribir y sumar en cientos de kilómetros a
la redonda.
Después de veinte
minutos, me di cuenta de que no iba a entrar en calor. Tenía que haber por ahí algo que pudiese calentar en
las brasas del hogar y poder llevármelo a la cama. Arrebujándome con una manta,
salí de la habitación y avancé hacia el comedor, deseando que el hogar aun
estuviese caliente.
Avancé unos pasos,
pero no llegué al comedor. Unos murmullos provenientes de la habitación del
párroco, llamaron mi atención. La curiosidad y la palabra inquisidor oída entre
los murmullos, me incitaron a echar un vistazo por el ojo de la cerradura.
El señor cura no
tenía problema con el frío de la noche. Una chimenea en una de las esquinas de
su habitación proporcionaba luz y calor a la estancia. El Padre estaba tumbado,
desnudo sobre la cama de dosel, mientras su ama de llaves se paseaba desnuda arriba
y abajo con aire atribulado.
—Te lo he dicho.
Ese tipo no me gusta. Su mirada me causa escalofríos. ¿No puedes enviarlo a
dormir a otro sitio? —dijo ella acercándose a la cama.
Yo apliqué el ojo a
la cerradura intentando observar un poco más de cerca el cuerpo de la joven,
voluptuoso como una virgen de Rubens. La luz de la fogata le daba su piel un
atractivo color dorado. Desde la distancia observé los pechos grandes y
pesados, la larga cabellera castaña que casi tapaba un culo grueso y orondo, de los que uno amasaría hasta que se
le cayesen las manos. Su muslos eran como grandes jamones temblorosos que se
juntaban en un matojo de vello oscuro que evidentemente era la parte de la que
no se despegaban los ojillos porcinos del padre.
—Tranquila. El
señor inquisidor es una persona como otra cualquiera. Ha venido a juzgar a la
bruja. En dos o tres días habrá acabado.
—Cariño, lo siento,
pero no puedo estar bajo su mismo techo. —dijo la joven sentándose en la cama,
deslizando la mano por las ingles del cura y acariciando sus huevos suavemente—
Se me ha ocurrido... ¿Por qué no lo mandamos al convento? ¿Quién mejor para
cuidar de él que un ejército de monjas?
Sin esperar la
respuesta del párroco, la cabeza de Luzdivina se inclinó y cogiendo la polla
del cura comenzó a lamerla suavemente. Desde el otro lado de la puerta observé
como el miembro del párroco crecía y su glande adquiría un vivo color ciruela.
Tras unos segundos,
la polla del cura desapareció en la boca de la joven que empezó a chupar con movimientos lentos y amplios mientras él
apoyaba beatíficamente la mano en la cabeza de su joven ama de llaves.
La excitación pudo
más que la vergüenza y observé como Luzdivina se incorporaba y se subía a
horcajadas sobre las caderas de su amo. Tras frotarse unos segundos se inclinó
para poder meterse aquel miembro oscuro y venoso.
En ese momento, el
ama de llaves se transformó en ama en llamas. Sin darse un respiro se puso a botar
encima de aquel cuerpo flácido mientras no
paraba de comerle la oreja entre jadeo y jadeo:
—Por favor, no me
siento segura con ese hombre bajo el mismo techo...
—¿...Y si nos
pilla? Dicen que esos tipos tienen el oído tan fino que pueden oír a través de
las paredes.
El párroco se
limitaba a gemir mientras se agarraba a los pechos de la joven y los chupaba
con fuerza cada vez que se le ponían a tiro.
Tras un par de
minutos más, al ver a su amo a punto de correrse, se levantó y dándose la
vuelta se sentó sobre su cara mientras se inclinaba sobre su polla y volvía a saborearla
de nuevo. Esta vez, al estar de cara a mí pude ver con detalle como acariciaba
aquella ciruela con la punta de su lengua mientras la masturbaba suavemente.
Los grititos del párroco se convirtieron en murmullos ahogados mientras ella movía
sus caderas como una abeja sobre su cara.
Se notaba que
aquello ocurría a menudo, porque la joven se las arregló para mantener al cura
al borde del orgasmo hasta que ella alcanzó el suyo.
—Está bien, está
bien. Mañana mismo se irá. —claudicó el párroco mientras su leche mancillaba
los gruesos y virginales labios de la joven Luzdivina.
Íker pareció consciente de que los televidentes necesitaban
un descanso y con una sonrisa dio paso a la publicidad.
—Joder con el tío, ahora sé por qué los llamaban
inquisidores... No se pierden una. —dice Gerardo— Estoy deseando saber lo que
hace con la bruja.
—Espero que la salve de la hoguera. —replica su mujer.
—Me temo que esto no es La Princesa Prometida. Me apuesto
lo que quieras a que la va a torturar y luego hará una bonita fogata con ella.
—Eres un gilipollas. —le mira su esposa con acritud— Ya
verás como ese hombre te sorprende.
7. Inquisidor
Desperté tan
congelado como me había acostado. En cuanto el primer hilo de luz se coló por
el postigo de la ventana, la abrí de par en par, deseando que la el sol
penetrase en la habitación caldeándola. Me asomé a la ventana y miré al cielo.
Milagrosamente estaba totalmente despejado. Las hojas de los arboles brillaban
y goteaban deslumbrándome, pero lo que más me asombró fue la ausencia de
ruidos. Ni tráfico, ni aviones creando estelas en el cielo más azul, limpio y
brillante que había visto en mi vida.
Deseaba salir a dar
un paseo, pero Luzdivina aun no me había devuelto la ropa, así que sin nada que
hacer, cogí la bolsa de cuero y curioseé en su interior.
El mendrugo de pan
y el cacho de queso seguían allí, engrasando las tapas de aquel libro. Con
curiosidad lo examiné. Estaba encuadernado en vitela y sus páginas eran de
pergamino. Su interior estaba escrito a mano, en latín, con una caligrafía
cuidadosa, pero sin florituras.
Lo abrí por la
primera página. El título Malleus Maleficarum, no me dijo mucho, pero tras leer
medio capítulo, entendí. No supe si cagarme de miedo o admirarme de mi buena
suerte. Al parecer aquello era una especie de manual del inquisidor. Cuando
Luzdivina llamó suavemente a mi puerta, casi no me di cuenta de lo concentrado
que estaba en la lectura.
Desde el otro lado
de la puerta, la ama de llaves me comunicó que la ropa estaba limpia y seca y
el desayuno estaba servido. Esperé unos segundos para dar tiempo a la mujer a
retirarse y con un gesto rápido, cogí la ropa del otro lado de la puerta y me
vestí.
El desayuno me
estaba esperando. Rehuí la leche fresca imaginando a un tipo parecido al boyero
que me había traído hasta allí, ordeñando a una vaca mientras se rascaba el
trasero y me concentré en el montón de deliciosas torrijas con miel y la
cerveza. El señor cura ya se había ido, y me había dejado recado de que fuese a
verle a la iglesia cuando me viniese bien.
Suponía que querría
echarme de aquellos aposentos relativamente confortables para colocarme en la
celda de un convento, probablemente bastante más incómoda. La verdad es que
estaba bastante cabreado, así que, cuando se acercó Luzdivina para traerme un
trozo de queso y una manzana, decidí vengarme.
—Gracias, hermana,
un desayuno delicioso. Y también gracias por esto. —dije señalándome el hábito.
—¡Oh, no es nada!
— Supongo que no habrá
sido fácil quitar las manchas de sangre. La verdad es que no siempre es
sencillo descubrir a los mentirosos y a los pecadores. —dije mirando a la mujer
a los ojos— No es un trabajo placentero, pero es la obra de Dios.
Con placer observé
cono la mujer evadía mi mirada y recogía la mesa con manos temblorosas. A
continuación, me despedí educadamente y decidí dar un paseo para hacerme una
idea del lugar antes de encontrarme con el padre Daniel.
El día era tan
espléndido como asquerosa había sido la tarde anterior. El cielo estaba casi totalmente
despejado y el horizonte era de un azul tan limpio que me parecía haber
cambiado de planeta. El suelo aun estaba un poco fangoso, pero si tenía cuidado
podía evitar mojarme los pies. La iglesia y la casa del cura estaban en el centro
del pueblo, en la parte más alta de la población, libres de los hedores típicos
de un lugar en el que el alcantarillado brillaba por su ausencia y en el
lado oeste de una plaza del tamaño de un campo de fútbol. En el lado contrario
estaba la ciudadela, ocupando todo el lateral de la plaza, era un edificio de
piedra más grande, de muros más gruesos
y con una torre casi tan alta como el campanario de la iglesia. La
entrada estaba protegida por un rastrillo y
a cada lado dos hombres armados
con alabardas hacían guardia con aire más bien aburrido. El resto estaba
ocupado por casas de madera de los artesanos, más o menos grandes y bonitas de
las que colgaban letreros que indicaban los negocios que albergaban.
Aquel no era día de
mercado y la plaza estaba bastante tranquila. Apenas un par de chicos jugando
al pilla pilla alrededor de la fuente que dominaba el centro de la plaza. Me
dirigí a uno de los extremos de la plaza y salí por una pequeña calle lateral
que bajaba hacia la muralla que rodeaba la villa. A medida que me alejaba,
siguiendo el tortuoso trayecto de la calle, las casas se hacían cada vez más
modestas, la calle más sucia y el olor menos soportable.
Tras unos cinco
minutos de paseo, me encontré frente a la puerta sur de la ciudad. Saludando al
guardia que la vigilaba, salí fuera de la muralla y dejando atrás las últimas
chabolas, respiré por fin un poco de aire
puro.
El valle era
realmente hermoso, rodeado de picos altos y escarpados y con un río ancho y
caudaloso alimentado por la abundante nieve que aun se veía en lo más alto de
las montañas.
A la orilla del río,
todo el terreno estaba ocupado por tierras de labor mientras que a medida que
el terreno se empinaba y se hacía más abrupto, las ovejas y las cabras se
disputaban las briznas de hierba que crecían entre las rocas.
Caminé un poco más,
disfrutando del sol que calentaba mis articulaciones y cuando llegué a un
recodo de la vereda encontré una cabaña, rodeada de un prado, donde media
docena de ovejas pastaban tranquilamente. Me acerqué a la valla picado por la
curiosidad y observé el edificio. Era pequeño, pero se notaba que estaba bien
cuidado. No había detritus a la puerta ni debajo de las ventanas y todo a su
alrededor estaba pulcramente colocado.
Tanto la puerta
como las contraventanas estaban cerradas a cal y canto así que me imaginé que
sería la casa de la bruja. Iba a abrir la puerta de la valla y entrar a curiosear cuando un san bernardo
del tamaño de una excavadora se acercó corriendo y ladrando estrepitosamente.
Convencido de aquel chucho no me quería demasiado bien, me di la vuelta y
deshice el camino.
Cuando llegué a la
plaza era casi mediodía, la campana de la iglesia estaba repicando y me uní a
los parroquianos que se dirigían a misa. Me coloqué en uno de los últimos
bancos, arropado por la penumbra y fingí estar en profunda meditación mientras
observaba al cura decir misa tratando de memorizar todo lo que decía y hacía.
Esperaba no tener que verme obligado a pronunciar una, pero por si acaso quería
estar preparado.
Era evidente que
era un día de diario, así que la ceremonia no duro mucho. En apenas veinte
minutos los feligreses desfilaron camino de sus respectivos quehaceres. Yo me
adelanté por el pasillo central y tras arrodíllame un par de segundos ante una
tosca figura de Cristo crucificado, me
reuní con el cura en el altar.
—Buenos días,
querido amigo. ¿Has descansado?
—Desde luego,
padre. He dormido como un lirón.
—respondí con una sonrisa.
—Estupendo porque
tenemos asuntos que tratar. —me dijo el párroco llevándome a la sacristía. Por
cierto, no sabía que estaba en la iglesia, de lo contrario le hubiese invitado
a decir misa a mi lado.
—¡Oh! No, por
favor. —dije disimulando un escalofrío— Hace tanto tiempo que no lo hago que
dudo que me acuerde y lo que menos quiero es interferir en su trabajo. Los
ciudadanos tienden a temer a las personas que se dedican a un trabajo como el
mío y desconfían de las personas de nuestra... profesión.
El cura se acercó a
un armarito, sacó dos copas y sirvió en ellas dos generosas medidas de vino
blanco.
—Esta mañana he hablado
con la abadesa. Hay un convento a poco más de una milla de la villa, es un
lugar perfecto. Silencioso y tranquilo, para que puedas realizar tu trabajo sin
interrupciones. Las monjas se ocuparan de todas tus necesidades, hermano. Más
tarde yo mismo te guiaré hasta allí.
—Gracias, estaba a
punto de comentárselo. No es que su casa sea incómoda, pero necesito estar un
poco alejado de la fuente del pecado, para ver las cosas con más
perspectiva.... —dije haciendo que el cura me mirase con prevención— Ya me
entiende padre.
—Por cierto. Hablando
de pecados. Todo está preparado para que comience a interrogar a la sospechosa.
—¿Ah sí? ¿Dónde
está el informe? —pregunté de repente inspirado.
—¿Qué informe? —respondió
el cura confuso.
—Pues un informe
por escrito, donde se indica la fecha exacta, las circunstancias de la
detención, los supuestos testigos y sus declaraciones.
—Nosotros no...
—respondió el cura confuso.
—No puedo
presentarme ante la rea sin tener una idea exacta de que va el caso. Creo que será
mejor que se ponga manos a la obra. Ya me las arreglaré para encontrar el
convento yo solo. Dicen que preguntando se va a Roma.
Apuré la copa de
vino y me despedí del párroco con una mirada escrutadora, mientras el hombre me
aseguraba que el informe estaría preparado aquella misma tarde. Salí de la
iglesia medio muerto de risa, pensando en la mañana tan agitada que iba a tener
el pobre cura, recogiendo testimonios y escribiendo un informe detallado de lo
sucedido. Lo mejor de todo era que por fin sabría la fecha exacta en la que nos
encontrábamos sin necesidad de tener que preguntarle a nadie levantando sospechas.
A aquellas alturas
del día, por las miradas de los villanos, la noticia de mi llegada debía de
haber corrido por toda la población. Aprovechando que un pequeño grupo de
ancianas se habían reunido al salir del templo, me acerqué a ellas y tras
bendecirlas les pregunté por el camino del convento.
Ahogando risitas
conspiratorias, las mujeres me indicaron la dirección, asegurándome que no tenía
perdida, solo tenía que salir por la puerta este, seguir el meandro del río
corriente abajo y subir un corto trecho por la primera vereda que me encontrase
a mi derecha.
El sol estaba en
ese momento en lo más alto y el calor y el vino del cura, hacían que me
sintiese un poco mareado. En cuanto llegué al río, me senté en una piedra,
justo en la orilla, a la sombra de un aliso.
Mi mirada se perdió en la corriente mientras pensaba si habría alguna
posibilidad de volver al presente. Aunque el condensador de fluzo no se hubiese
destruido, dudaba que pudiese cargarlo y desde luego la única manera que se me
ocurría de pasar de los ciento cuarenta por hora, era tirarme por un barranco.
La segunda parte de
mis problemas era cómo diablos debía de comportarme en el pasado, ¿Debía de
tratar de no pisar ni el más pequeño insecto, por miedo a que esto provocase
una reacción en cadena que acabase con el mundo o no hacía falta porque hiciese
lo que hiciese el pasado ya estaba escrito?
Cogí una piedra de
la orilla y la lancé a la corriente recordando la novela de Koontz que había
leído en mi adolescencia y en la que un hombre se empeñaba en intentar cambiar
el destino de una mujer saltando en el tiempo, siempre en contra de la
corriente del tiempo que evitaba sus intentos de desviarla con la misma
facilidad que la corriente evitaba que una pequeña piedra cambiase el curso de
un río.
La verdad es que en
ese momento, lo único que me importaba, era sobrevivir. No tenía muy claro que hacer,
pero mis planes inmediatos eran entrar en la celda de aquella pobre
desgraciada, gritar un par de veces anatema a todo pulmón, ponerla a asar a
fuego lento y una vez que estuviese bien
crujiente, desaparecer y dedicarme a cualquier otra cosa.
Mientras observaba
evolucionar peces y cangrejos en aquellas aguas cristalinas, me imaginé que
pasaría si me dedicase a describir el futuro de forma enigmática, pero con
exactitud, para dar luego a continuación la fecha exacta del fin del mundo.
Sería una broma cojonuda.
Con un suspiro cogí
un poco de agua fresca con mis manos y tras mojarme un poco la nuca para
despejarme, continué mi camino.
Río abajo, el valle
se ampliaba hasta convertirse en una vega rodeada por colinas menos abruptas y
cubiertas de hierba. Al parecer toda aquella zona era propiedad del convento
que se encontraba en una de las laderas que miraba hacia el sur. Siguiendo las
instrucciones de las ancianas me desvié a la derecha y cogí una vereda limpia y
bien cuidada que trepaba por la colina, haciendo curvas para suavizar la
pendiente.
8. Un hermano y
cien hermanas.
El convento
era un
edificio cuadrado, de piedra y madera, con el techo de pizarra y un
tamaño comparable al de la ciudadela de la villa, rodeado de tierras de labor.
Por el lado izquierdo corría un pequeño arroyo que desembocaba en el río unas
decenas de metros más abajo. En el lado norte destacaba un modesto campanario
de piedra mientras que la fachada,
orientada hacia el sur, parecía la zona dedicada a la vida diaria. En ella
estaban la mayoría de las ventanas, pequeñas y profundas, cubiertas por gruesas cortinas y celosías de
hierro que las protegían de miradas curiosas.
Después de admirar
el edificio unos minutos, me acerqué a la puerta y tiré de la campanilla. La
puerta se abrió y una adolescente que llevaba un hábito sencillo y de color gris
claro, me abrió la puerta y con un gesto me invitó a entrar. Yo la saludé, pero
ella me ignoró y se limitó a girarse guiándome por un corto pasillo hasta un
claustro interior.
Lo atravesamos en
silencio, rodeados por el perfume de las rosas y el zumbido de las abejas. Yo
caminaba aparentando desinterés, pero observando cada uno de los capiteles del
claustro primorosamente decorados.
Tras entrar de
nuevo en el edificio, la novicia me guio por unas escaleras hasta el primer
piso, donde me esperaba la abadesa.
—Gracias, María,
puedes retirarte. —dijo la abadesa despidiendo a la jovencita e invitándome a
entrar en su despacho— Disculpa a María, pero parte de su instrucción consiste
en el voto de silencio, por eso no ha podido saludarte.
El despacho de la
abadesa era sencillo. Unas estanterías que hacían las veces de archivo, un
pesado baúl de madera de castaño donde debía guardar los documentos
importantes, una mesa de madera solida y una silla para ella, así como dos
butacones de aspecto un poco más cómodo para los visitantes, eran los únicos
muebles que ocupaban la estancia.
Mientras me sentaba
en uno de los sillones, aproveché para echar un rápido vistazo a la abadesa. El
habito oscuro y voluminoso, perfectamente limpio y planchado disimulaba sus
curvas, pero no su altura y la esbeltez de su cuerpo. En un mundo donde la
medía de altura de las mujeres superaba por poco el metro y medio, su metro
setenta hacía que destacase en cualquier parte.
Nunca he sabido calcular muy bien la edad de
las mujeres, pero por la ausencia de arrugas y la forma desenvuelta en la que
se movía, no debía de tener mucho más de treinta años. Su cara era un poco
alargada en consonancia con el resto de su cuerpo, pero lo que más llamaba la atención
de ella eran sus ojos grandes y grises enmarcados por unas pestañas largas y
rizadas. No me podía explicar como aquella mujer tan hermosa y por sus ademanes,
de noble cuna, había acabado allí y no en la cama de algún cabrón analfabeto.
La abadesa percibió
mi curiosidad e hizo un gesto de disgusto frunciendo el ceño y arrugando la
nariz fina y afilada.
Carraspeando,
aparté un poco avergonzado la mirada de aquellos labios finos y aquel cutis pálido y terso, fijándola en la
pequeña ventana por la que se veía un pedazo de cielo limpio y azul.
—Gracias por
acogerme, Reverenda Madre. —dije yo recordando de una película el tratamiento
adecuado para la abadesa— Se que el párroco la ha avisado con poco tiempo.
Espero no ser una carga para vosotras.
—¡Oh! No diga
tonterías, hermano. —dijo la abadesa relajándose un poco al ver que no me
mostraba autoritario— Está en su casa, hermano Ortuño y por favor con madre
Sara o madre es suficiente, aquí todas somos bastante informales. Ya hemos
preparado una habitación en el tercer piso, espero que sea de su agrado.
—Seguro que lo
será. Y por favor trátame de tú. En realidad me conformo con una cama, un
escritorio y una silla. La verdad es que me sentía un poco asfixiado en la casa
del padre Daniel con todos aquellos tapices y cortinajes...
—... Y esa ama de
llaves joven y rolliza. —me interrumpió la abadesa con rostro serio, dando a
entender que tenía conocimiento de los manejos del señor cura.
Yo me limité a
asentir, pero no dije nada, dándole a entender a la mujer que no estaba allí
para perseguir pequeños pecadillos de la clase eclesiástica. Conteniendo las
ganas de esparrancarme en el cómodo sillón y cruzar las piernas sondeé a la
abadesa intentando obtener un poco de información.
—Supongo que sabe
por qué estoy aquí.
—Desde luego,
hermano. Este no es un convento de clausura. Mis hermanas se mueven por los
alrededores con relativa libertad y están al tanto de las noticias del pueblo y
no creo que un inquisidor se desplace varios cientos de kilómetros, solo para
ver el nuevo retablo de la iglesia.
—Tiene razón, madre
Sara, ha sido una pregunta tonta. Pero necesito saber qué opina del caso. Como
inquisidor, mi misión es conocer la verdad y por lo poco que he hablado con
usted me parece una de las personas más cabales de esta villa.
La mujer enarcó sus
finas cejas castañas y tensó los músculos de la cara evitando una sonrisa de
complacencia. Era evidente que se consideraba una persona inteligente y que un
hombre lo reconociese debía de ser una agradable sorpresa en aquel mundo
machista.
—Pos supuesto todo
lo que diga, madre, quedará entre nosotros.
La abadesa pareció
dudar un instante, pero al fin se decidió a hablar:
—Para serte
sincera, no sé qué pensar. No hace falta que le diga que este mundo no está
hecho para que una mujer viva sola. Úrsula es una curandera muy hábil y hasta
yo en alguna ocasión he recurrido a ella. Mi boticaria a aprendido muchos de
sus remedios de ella y no he atisbado ningún tipo de encantamiento ni conjuro
en ellos, solo hierbas y minerales sabiamente aplicados. La acusación de que se
dedica a la brujería me parece más bien fruto de la envidia y el odio, otra
cosa es que haya ayudado a las mujeres a abortar. No tengo pruebas, pero si de veras buscas la verdad, tendrás bastante
trabajo para desenredarla de una maraña de mentiras.
—Entiendo. Como inquisidor, mi primera responsabilidad
es buscar la verdad y no he recorrido doscientas leguas para tratar este caso a
la ligera. —repliqué yo sin ninguna intención de cumplir mi promesa.
La abadesa asintió
aparentemente satisfecha y tras desearme suerte en mis investigaciones me
despidió y llamó con una campana a la misma novicia que me había recibido en la
entrada para que me guiase hasta mi celda.
Al igual que el
despacho de la abadesa, la celda era espartana, pero los muebles eran sólidos y
la cama era sorprendentemente cómoda. El pequeño ventanuco, orientado hacia el
sur, permitía entrar la luz del sol y proporcionaba una bonita vista de la
villa y las montañas que rodeaban el valle.
Apenas pude
depositar la bolsa de cuero sobre la cama cuando una monja regordeta y
sonriente llamó a la puerta para avisarme de que el almuerzo estaba
servido. La seguí escaleras abajo hasta
un amplio refectorio, donde se estaban reuniendo las monjas para comer. La
hermana Jacoba me contó que no veía el convento tan revuelto desde la visita del
obispo, hacía un par de años, así que cuando entré en la sala, me sentí como
una estrella de rock, con cincuenta pares de ojos grandes y femeninos fijos en
mí.
Declinando la
invitación que me hizo la abadesa para que ocupase el lugar de honor, me senté
a su izquierda entre ella y la parlanchina hermana Jacoba.
Estaba realmente
hambriento. Cuando pusieron las bandejas con pan estuve a punto de abalanzarme
sobre él cuando la abadesa se inclinó y comenzó a bendecir la mesa.
La madre terminó la
oración y dos monjas se acercaron con unos enormes peroles mientras otra hundía
un cazo en ellos y llenaba los cuencos que teníamos delante con una espesa sopa
de verduras. La mujer que se encargaba de servir, una joven de apenas veinte
años, un poco entradita en carnes, pero realmente bonita, rebuscó en el perol y
con una sonrisa coqueta y fugaz, me sirvió una generosa ración que incluía un
bonito pedazo de tocino.
Mientras esperaba
que todas estuviesen servidas, contuve los gruñidos de mi estómago y observé
desde la mesa de la abadesa un poco por encima del nivel del resto del comedor.
La monja que se
había encargado de servir se sentó y me lanzó otra rápida mirada que no tenía
nada de casta. Era consciente de que en aquella época mucha gente optaba por la
iglesia para huir del hambre y aquel convento no era una excepción. Entre todas
aquellas monjas había mujeres guapas y feas, gordas y flacas, ricas y pobres y
también las había que creían en Dios y en su misión en aquel lugar y otras que
solo creían en una panza llena.
Sorbí con
tranquilidad el delicioso caldo a base de verduras con algún que otro tropezón
de tocino, sintiendo las miradas de respeto, temor y lujuria de las distintas
mujeres que ocupaban el refectorio.
Cuando terminaron
de servir, una de las monjas se colocó ante un atril y abriendo la biblia
comenzó a leer uno de los pasajes del libro de Isaías mientras el resto
comíamos en silencio.
Tras el caldo
comimos una manzana y la abadesa dio permiso a sus acólitas para que fuese cada
una a sus quehaceres. Yo me retiré a mi celda a estudiar el Malleus, intentando
prepararme lo mejor posible para el trago que me esperaba.
La verdad es que la
idea del informe había resultado genial, me daba tiempo suficiente para
estudiar el libro, ya que como muy pronto no creía que el cura lograse
terminarlo antes de esa noche y entre
recibirlo y estudiarlo no tendría que visitar a la rea hasta el día siguiente a
última hora o incluso más tarde.
El resto de la
tarde transcurrió tan rápidamente que apenas me di cuenta hasta que tocaron a Vísperas.
Yo tenía una vaga idea de las costumbres de un convento, solo sabía que se acudía
a la iglesia a rezar varias veces al día, así que cerré el libro y acudí al
templo esperando no meter la pata.
La capilla era
pequeña y coqueta y cuando entré, la abadesa estaba dirigiendo los rezos
vespertinos. La mujer me miró sin saber muy bien qué hacer, pero yo me limité a
arrodillarme en uno de los bancos, con
el rosario del verdadero inquisidor entre los dedos y seguir los rezos,
simulando que recitaba el rosario.
Cuando terminó el
servicio, nos dirigimos al refectorio para cenar. La abadesa se me acercó y
mientras nos sentábamos a la mesa le dije que mi intención era dedicarme a la
investigación y que me gustaría que me avisasen solo para los servicios más
importantes.
Aquella noche la
pasé en blanco, leyendo el libro de Ortuño. Era escalofriante. ¿A qué mente
enferma se le podía ocurrir aquella sarta de tenebrosas idioteces?
9. La Bruja
No había amanecido
cuando alguien tocó suavemente a mi puerta. Me desperté aun sentado en el
escritorio, con mi frente apoyada sobre aquel odioso y a la vez fascinante
libro. Me estiré con la vista algo desenfocada y a trompicones me dirigí a la
iglesia donde estaban celebrando los rezos de Maitines.
Desayunamos algo de
avena con un poco de leche de cabra y volví a seguir a las mujeres al templo
para celebrar los laudes, donde el señor párroco nos esperaba para celebrar la
misa. Cuando terminó, el padre Daniel se acercó a mí con un rollo de pergamino
y con un gesto temeroso me entregó el informe del arresto de la bruja, firmado
por él y por el alcalde de la villa, en cuyo nombre se había realizado la
detención.
Le di las gracias y
le dije que por la tarde me acercaría al pueblo para ver a la rea y realizar un primer interrogatorio. El padre me contestó
que sin problema, que la mujer estaba en las mazmorras de la ciudadela y que
solo tenía que presentarme a cualquier oficial de la guardia para que me
guiasen hasta ella.
En cuanto el padre
se despidió, me dirigí a mi celda y desenrollé el informe. Constaba de tres hojas de pergamino cubiertas
por la letra pequeña e irregular de una persona, que a pesar de saber escribir,
no estaba acostumbrada a hacerlo.
Lo primero que hice
fue mirar la fecha del documento. Con un
escalofrío y una sensación de irrealidad pude constatar que había viajado al 23
de mayo de 1509. Observé la fecha durante unos minutos hasta que el aullido
lejano de un animal me devolvió a la realidad y empecé a leer el documento.
Había que reconocer
que el cura me había sorprendido con un informe escueto, pero bien redactado y
con toda la información necesaria para poder hacerme una idea del caso. Al parecer Úrsula había sido detenida el día ocho
por el capitán de la guardia tras la denuncia del propio alcalde y otras tres
personas, dos pastores y una anciana.
Según los
testimonios de esas personas, se la procesaba por supuesta brujería; los
pastores la acusaban de haber matado a la mayor parte de su rebaño usando
venenos y encantamientos, la anciana aseguraba que había practicado su oficio
con descuido y ayudado a varias jóvenes a interrumpir sus embarazos y el
alcalde hacía la acusación más grave, asegurando que había visto a aquella
mujer ayuntarse con el demonio en un claro del bosque que hay al sur de la
villa.
Leí los detalles
con interés y estudié el documento sin creerme ni una sola palabra de aquella
pandilla de mentirosos. Era una lástima que tuviese que mandar a alguien a la
hoguera por acusaciones tan fantásticas como echarle un polvo al mismísimo
diablo. Sabía muy bien dónde estaba el diablo en toda aquella historia y
no era entre los muslos de aquella
mujer.
Cuando terminé de
estudiar el informe, decidí salir a dar un paseo antes de visitar a la
prisionera, con la esperanza de reunir fuerzas para enfrentarme a ella.
Salí del convento y
me dirigí a la ciudad. El tiempo había vuelto a revolverse. Unas nubes grises y
pesadas cubrían el cielo y un aire frío, proveniente de la montaña, trataba de
atravesar el apretado tejido de mi hábito.
Hundido en mis
pensamientos, atravesé la villa. Por el rabillo del ojo vi las miradas
temerosas y huidizas de los adultos y las curiosas e insolentes de los niños.
Sin ser muy consciente de lo que hacía, dirigí mis pasos de nuevo a la cabaña
que había visto el día anterior.
Al igual que el día
anterior, el gigantesco perro se acercó a la valla de la propiedad, ladrando
amenazadoramente.
—¡Magda! ¡Quieta!
¡Ven aquí! —exclamó una mujer de mediana edad que salió de detrás de la pequeña
cabaña.
En cuanto me
reconoció, la mujer abrió mucho los ojos un instante, pero enseguida se rehízo
y con gesto serio se acercó a la valla.
—Discúlpela, hermano.
Es muy escandalosa, pero en el fondo es como su dueña, un pedazo de pan. —dijo
la mujer rascando la nuca del animal que inmediatamente se relajó y empezó a
mover la cola.
—Perdón, creí que
esta era la casa de Úrsula. —dije yo a punto de darme la vuelta y dejar
tranquila a la mujer.
—No se equivoca, hermano.
Yo solo soy Leandra, una amiga. He venido a cuidar de sus animales y de su
huerta. —dijo la mujer valientemente a pesar de que sabía que podía detenerla
por asociarse con una bruja.
—Entonces la conoce
bien. ¿Crees la acusación? —pregunté intentando que pareciese una pregunta
casual.
Esta vez la mujer sí
que pareció realmente sorprendida. Durante un instante frunció el ceño
desconfiada, oliéndose una trampa, pero finalmente decidió ayudar a su amiga.
—No sé exactamente
de que la acusan, pero como todo el pueblo, me puedo imaginar quienes son los
testigos y si realmente quiere saber la verdad no tendrá que escarbar mucho
para descubrir un montón de mierda debajo de una fina capa de aparente
honorabilidad.
Estaba claro que la
mujer no pensaba decir nada que le incriminara, pero no estaba dispuesta a
dejar que quemaran a su amiga sin hacer un intento por librarla de una muerte
horrible.
—Probablemente
tenga testigos que le estarán contando cosas terribles de Úrsula, pero si no
fuese porque están muertos de miedo, el resto de los habitantes de este lugar
le dirían que es una mujer cariñosa, una curandera hábil que ha salvado más de
una vida y una mujer temerosa de Dios, aunque no sea muy devota de la Santa
Madre Iglesia.
Dicho esto, la
mujer hizo una pequeña inclinación de cabeza y se alejó seguida por la san
bernardo.
Como me imaginaba,
todo aquello era una farsa y el problema era que mientras más sabía de aquella
mujer, más me gustaba. Cada vez estaba más inclinado a hacer lo que pudiese por
ella...
... Y cuando la vi
por primera vez, me convencí.
Tal como me había
dicho el padre Daniel, todos estaban avisados de mi llegada y me franquearon el
paso hasta la prisionera.
La mazmorra estaba
bajo los cimientos de la torre de la ciudadela. Era oscura y húmeda. Un
estrecho ventanuco cerca del techo de la celda era la única fuente de luz. Al
principio, por la reja de la puerta, solo vi un bulto encadenado a un anilla de
la mohosa pared de piedra.
El guardia abrió la
puerta y el ruido de las bisagras hizo que la mujer encogiese la cabeza entre
los brazos, en un claro movimiento defensivo.
Con un gesto le
dije al guardia que cerrase la pesada puerta y se retirase para poder hablar
con la mujer a solas. Acercando una lámpara de aceite que llevaba conmigo
aparté las manos de su rostro y la observé. Era sorprendentemente joven,
aparentaría unos veinte o veintidós años. Y alguien le había dado una paliza.Tenía
una larga melena oscura, encrespada por la suciedad y lo que parecían pegotes
de sangre seca.
A pesar de la
suciedad, la sangre y la nariz rota, aun se podía ver en ella un rostro hermoso,
de perfil ovalado, cutis suave, nariz pequeña y recta y labios gruesos. Pero lo
que más llamaba la atención eran sus ojos grandes, avellanados y de un verde
aguamarina, capaces de volver loco a cualquier hombre.
La joven me miró
con todo el cuerpo temblando y trató de arrebujarse bajo una pedazo de
arpillera que le habían dado para cubrir su cuerpo desnudo.
Me acerqué un poco
más a ella y la mujer se volvió a encoger haciendo tintinear las gruesas
cadenas que la unían a la pared de la celda.
—Tranquila, Úrsula
solo he venido a descubrir la verdad. —dije limpiando la sangre seca de su nariz.
10. La decisión
Era increíble. ¿Cómo
la gente era capaz de mandar a la hoguera a una criatura como aquella? Si
hubiese sido una vieja arrugada y escrofulosa, probablemente me hubiese hecho
el tonto y la hubiese dado matarile, pero ver a aquella joven indefensa y
maltratada fue superior a mí. Toda mi determinación se esfumó y supe
inmediatamente que iba a hacer todo lo posible por salvarla. Pero para ayudarla
necesitaba que ella se ayudase a sí misma.
—Sé que estás
dolorida y asustada y supongo que sabes
quién soy yo.
—Eres un
inquisidor... —dijo la joven con un hilo de voz.
—Exacto. Y sé de
sobra la fama que tenemos. Pero al contrario de lo que piensas, no me voy a
dedicar a romper todos tus huesos hasta que digas lo suficiente para que pueda
enviarte a la hoguera. Ante todo, quiero saber la verdad.
La joven asintió
aunque sus bonitos ojos decían que no se acababa de creer lo que le estaba
contando. Conteniendo el impulso de acogerla entre mis brazos continué:
—Solo por la forma
en que me han planteado las acusaciones, estoy casi convencido de que estas son
falsas. Lamentablemente no puedo evitar que un verdugo intente sacarte una
confesión. Yo estaré presente e
intentaré evitar que te hagan demasiado daño, pero tú debes resistir el dolor y
la humillación. Lo necesito para poder investigar los sucesos con más
profundidad.
La joven me miró de
nuevo a los ojos y asintió. Creo que aun no me creía del todo, pero se
encontraba acorralada y sabía que su única vía de escape era yo. Tras sonreírle
y acariciar un instante sus mejillas, recorridas por churretes de suciedad me
erguí y llamé al carcelero.
—¿Quién la ha
pegado? —dije yo en cuanto salimos de los calabozos.
—Bueno, nosotros
pensamos que quizás...
—¡Vosotros no
pensáis nada! —exclamé fijando en el carcelero una mirada asesina— A partir de
ahora la única persona que tocara a esa mujer será el verdugo y solo si estoy
yo presente. Si alguno de vosotros vuelve a poner las manos sobre ella la acompañaréis
en el cadalso. ¿He sido claro?
—Sí, señor.
—respondió el hombre tragando saliva con dificultad.
Cuando salí de la
ciudadela, era casi de noche. La villa bullía con la gente que volvía a casa después
de una larga jornada de trabajo. En ese momento me fijé en lo jóvenes que eran
todos. Apenas se veía gente de mi edad y los que había, o eran gente acomodada,
o estaban tan cascados que parecían ancianos.
A medida que caminaba,
todos cedían paso a aquel monje alto y calvo que venía a limpiar la villa de
brujas y demonios.
Nunca había comido
unas verduras tan deliciosas. Acostumbrado al sabor a plástico de todos los
productos actuales, aquellos alimentos tenían tanto sabor que no echaba de
menos la carne.
Cuando terminé de
cenar, dejé que la abadesa me alcanzase y alabé su huerta y su cocina.
—Gracias, hermano.
La verdad es que comer con austeridad no tiene porque significar comer mal. Mis
hermanas procuran hacerlo todo de forma que agrade a Dios y las verduras
podridas o el guiso incomible no es la obra de Dios.
—Amén, madre —dije
yo— Voy a echarlas de menos cuando me vaya.
—Por cierto, ¿Qué
tal va la investigación?
—Apenas he
empezado, pero no sé. Me parece que, como me adelantaste, va a ser más compleja de lo que esperaba. Tarde
o temprano averiguaré la verdad, pero no va a ser fácil. Yo también hago la obra
de Dios y al igual que tú, me gusta hacerla bien.
Tras despedirme de
la abadesa y darle las gracias de nuevo por acogerme, me retiré a mi celda, estudié
un rato más y cuando empecé a sentir sueño, me desnudé y me acosté bajo las
acogedoras sábanas.
Una sensación de
opresión sobre mi cintura me despertó. Cuando abrí los ojos vi una figura
voluminosa y oscura encima de mí. Al sentir que me movía se inclinó sobre mi
cara. Yo intenté levantar los brazos para defenderme, pero estos estaban
atrapados bajo las sábanas...
Justo en ese momento, Íker deja el volumen sobre su
regazo y aparentando necesitar un poco de descanso para sus cuerdas vocales, da
paso a la publicidad.
—Cariño, apaga. —dice Carla— Ya es tarde.
—¿Cómo? ¿Ahora que se pone interesante? ¿No me digas que
no quieres saber qué pasa con la bruja?
—No tanto como saber qué pasa si hago esto. —dice Carla
tirando del escote de su camisón para enseñarle un pecho.
Gerardo mira aquel pecho perfecto con el pezón rosado y
erecto invitándole a acariciarlo y a besarlo. Está a punto de caer. Desea hacerle el amor a su
mujer, siente como su polla crece bajo las sábanas, pero la publicidad termina
y la voz de Íker atrae su atención justo a tiempo, provocando un suspiro de de
disgusto de su esposa.
11. La hermana
Digna
—Tranquilo, soy yo,
la hermana Digna, la que sirve la cena... —dijo la monja poniéndome un dedo en
la boca.
—¿Y qué coños has
venido a haaacer? —pregunté mientras la mujer apartaba las sábanas y se
levantaba las faldas para que nuestros sexos entraran en contacto.
—Chsst, no diga
nada, hermano. Lo necesito.
Un rayo de luz de
la luna se coló por la estrecha ventana e iluminó la cara de concentración de
la mujer mientras frotaba su pubis contra el mío. Uno no es de piedra y la
monja, con una sonrisa de satisfacción, empezó a dar saltitos sobre mi polla
erecta cubriéndola con los jugos de su sexo.
—Tranquilo, no pasa
nada, cariño. Yo me encargo de todo. —continuó la hermana Digna con la cara
arrebolada por el deseo.
Yo tuve que adoptar
mi papel de novato y le dejé hacer a la monja, que cogiendo mis manos, las
colocó sobre sus pechos.
Era obvio que no
llevaba nada por debajo del hábito. Los pechos grandes y pesados bailaban en
mis manos mientras la monja se mordía la mano para no soltar grititos de
placer. Durante un instante, la hermana Digna se paró para poder desembarazarse
de su ropa y mostrar su cuerpo cremoso a la luz de la luna.
Yo aproveché para
observar aquel cuerpo generoso en curvas, con unos pechos grandes y pesados y
unos pezones oscuros y grandes como galletas Oreo.
Tras unos instantes
se inclinó y cogiendo mi polla se la metió de un golpe. Mi miembro resbaló fácilmente
alojándose profundamente en el interior de la hermana mientras yo amasaba sus
pechos, pellizcando sus pezones y besando cualquier parte de su anatomía que
estuviese a mi alcance.
Con un gemido
ahogado, la hermana comenzó a mover sus caderas de una manera muy poco casta, levantando
los brazos y recogiendo su melena con ellos. Tenía que reconocer que aquella
visión desató mi lujuria y agarrando a la hermana digna por las caderas la
obligué a descabalgar.
La iba a enseñar yo
a esa mujer lo que era follar. Cegado por la lujuria, la tumbé boca arriba, me
interné entre sus muslos, apresé su clítoris entre mis labios y lo exprimí
hasta que todo el cuerpo de la joven se
combó como si estuviese poseída.
Dándole la vuelta,
le puse a cuatro patas y la penetré con un golpe seco. Agarrando su espesa
melena la empujé con todas mis fuerzas mientras ella hundía sus gritos de
placer en las profundidades de mi almohada. Mordiendo y arañando aquel cuerpo
en total silencio, seguí follándola hasta que todo su cuerpo se puso rígido y
temblando de arriba a abajo, se derrumbó sobre el lecho.
Sin poder aguantarme
más, me aparte y vacié mis huevos sobre aquel cuerpo que aun se estremecía
víctima de un brutal orgasmo.
—¡Joder con la edad media y sus órdenes religiosas! —dice
Gerardo acariciando la entrepierna de Carla sin dejar de mirar a la pantalla.
—¡Oh! ¡Dios mío! —sigue leyendo Íker ajeno a los comentarios
de su espectador— Jamás había sentido algo así. La verdad es que yo nunca
debí acabar aquí. Era la hija de un rico comerciante de verduras, pero se
arruinó, y sin dote, lo único que pudo hacer por mí fue meterme en el convento
gracias a la influencia de un cura primo suyo. El siempre decía que prefería
que su pequeña joya sirviese a Dios antes de que cayese en manos de un zafio
campesino. En fin, esto no esta tan mal. ¿Pero por qué Dios es tan egoísta como
para decir que esto es pecado?
—Quizás porque si
lo permitiera, nos pasaríamos fornicando todo el día en vez de hacer su obra.
—dije yo tumbándome al lado de la exhausta monja.
Durante un rato,
mientras recuperábamos el resuello, no dijimos nada más. Pero estaba claro que
la hermana Digna no era de las que mantenía mucho tiempo cerrada la boca. Y su
curiosidad era insaciable.
—Todas las hermanas
están asustadas. —dijo la joven jugueteando con una lágrima de semen que había
rescatado de su culo— Pero yo sé que no eres un mal hombre. Esos ojos son los
de un hombre justo. —añadió mirándome fijamente y besándome suavemente a
continuación— Es más, estoy casi segura de que librarás a Úrsula de esas
estúpidas acusaciones.
—¿Cómo estás tan
segura de que Úrsula es inocente? —le pregunté interesado.
—Porque la conozco
y puede ser muchas cosas, pero no una bruja. Como ayudante de cocina soy la
encargada de salir a comprar todo lo necesario para hacer las comidas y como las hierbas aromáticas y las especias, se usan
tanto para cocinar, como para hacer medicamentos y cataplasmas, yo me encargaba
de todo y recurría a ella siempre que teníamos necesidad de alguna planta difícil
de conseguir. Su alacena y sus consejos eran de inestimable valor para nosotras
y en todas las ocasiones que la visité, jamás vi nada raro ni ninguna actitud
extraña por parte de ella.
—Ya veo, pero hay
cuatro testigos que afirman lo contrario.
—¿Quiénes son?
—preguntó la hermana.
—No debería
decírtelo. Según las reglas de un proceso por brujería, tanto los testimonios
como los testigos son confidenciales hasta el juicio, para evitar que posibles cómplices
puedan presionarles o hacerles daño.
—Entiendo, pero si
me nombrases tu ayudante, me lo podrías contar. Además, podría serte muy útil.
Conozco a todos los habitantes de esta villa y ellos me contarían cosas que no
se atreverían a confesar a un inquisidor.
La miré extrañado.
Tenía que reconocer que era una buena idea. Seguramente aquella monja sería
mucho más hábil que yo sonsacando a los habitantes de aquella villa, pero
¿Podía fiarme de ella?
—Vamos, por favor.
—dijo ella poniendo morritos— Estoy harta y aburrida de hacer siempre lo mismo.
—Está bien. —dije
finalmente— Pero con dos condiciones. Nada de volver a asaltarme a mi cuarto y
tienes que conseguir la autorización de tu abadesa. Si la consigues, te
nombraré mi ayudante.
—¿Es realmente
necesario? —preguntó la joven apretando su cuerpo voluptuoso y cálido contra el
mío.
—Sí, es necesario.
Y por supuesto, nada de contar lo que ha sucedido esta noche en confesión. Si
te sientes culpable cuéntalo en tu extrema unción, no antes. Y ahora lárgate a
tu lecho. —respondí dándole un cachete en el culo que sonó como un disparo en
el silencio de la noche.
12. Todo
Sherlock tiene su Watson
La hermana Digna
hizo sus deberes con presteza y cuando terminamos los rezos de laudes la
abadesa se me acercó con gesto serio. Me preguntó si era cierto que necesitaba
a la hermana Digna para ayudarme en la investigación y cuando le dije el
porqué, no pudo por menos que darme la razón. Además era evidente que confiaba
en la hermana y sabía que podía serme de utilidad para averiguar la verdad.
Cuando volví a mi
celda, la hermana Digna ya me estaba esperando. Ignorando la primera de mis
condiciones se frotó contra mí como una gata en celo y me besó antes de que
consiguiese apartarla. Tras tomarle juramento apresuradamente la joven empezó a
preguntar emocionada.
—¿Puedes decirme
ahora por fin quienes son los testigos?
—Sí. Veamos, —dije
examinando de nuevo el informe— Tengo a dos pastores, Regino Ferreros y
Crisando Cruz. Afirman que Úrsula envenenó a sus ovejas.
La monja estalló en
carcajadas y se puso roja como un tomate intentando hablar a la vez que reía.
—¿A qué viene tanta
risa? —pregunté entre extrañado y divertido.
—A que esos dos
borrachines, en vez de pastorear sus ovejas, se pasan el día bebiendo en la
cantina y dejando que sus ovejas se mueran de hambre. Puedes comprobarlo tú
mismo. —respondió la mujer cuando hubo recuperado la compostura a duras penas—
¿Cuál es el siguiente?
—Tiburcia Calador.
Es una anciana que vive al otro lado del pueblo. No tengo muchos más datos.
Acusa a Úrsula de haber facilitado a las jóvenes del lugar los medios para
deshacerse de sus hijos nonatos.
—¡Ja! Otro buen
ejemplar. Nuestra amiga Tiburcia es la otra curandera de la Villa, es una puta
avariciosa, una alcahueta y una curandera pésima. Lleva años intentando hundir
la reputación de Úrsula sin ningún éxito, hasta ahora.
—Ya veo. —dije yo—
¿Y qué sabes del alcalde? Al parecer el excelentísimo señor Don Matías Mercado,
cuando paseaba una noche de luna llena por el bosque, se encontró a la acusada
follando con el gran cabrón sobre un altar
de piedra.
—¡Arghh! Ese hi de
puta es el peor de todos. Antes era un mercader, de hecho fue el que arruinó a
mi padre con sus malas artes y luego uso el dinero que nos robó para comprar su
cargo. Ahora quiere hacerse un rico hacendado para intentar comprar un titulo
de barón y aunque no sea la más grande, ni la mejor propiedad de la villa, la
de Úrsula, al lado del río, con pastizales y un pequeño bosque que da abundante
leña, es muy apetitosa. Úrsula me comentó una vez entre risas que Maese Matías
le ofreció comprarle varias veces la propiedad sin éxito. Por otra
parte, cuando lo veas, sabrás por qué lo del paseo nocturno es pura invención.
Estos cabrones tienen más cara que espalda. Seguro que se han puesto de acuerdo
para deshacerse de Úrsula.
—Desde luego no es
mal plan. —apunté yo— Sobre todo, teniendo en cuenta que los acusadores tienen
derecho a repartirse los bienes de la rea, si esta resulta ser culpable.
—¿Y eso es todo?
¿De veras vas a tener en cuenta esos testimonios?
—Por supuesto que tengo
que tenerlos en cuenta. —respondí—Tu amiga aun puede ser culpable y ellos estar
diciendo la verdad. ¿O creías que iba a soltar a Úrsula solo por la fuerza de
tus argumentos?
—Pues claro que sí.
Te estoy diciendo la verdad. —replicó ella toda llena de razón.
—Bueno pues tu
misión es preguntar por el pueblo y averiguar la verdad sobre los hechos. No
quiero que interrogues a los testigos,
de eso ya me encargo yo. Tu habla con los conocidos de Úrsula y de los testigos
para ver que averiguas de la historia y los motivos que puedan tener para
acusar a la joven. ¿Entendido?
—Perfecto. —dijo la
joven dando pequeños saltitos con una sonrisa que me pareció encantadora.
Tras despedirla, me
tumbé en la cama para meditar un rato, pero no pasó mucho tiempo antes de que
volviesen a llamar a mi puerta. Era una de las novicias que me dijo que en la
puerta había un chaval con un mensaje para mí.
El chico había
venido a decirme que un verdugo había llegado
de una ciudad vecina para asistirme en el interrogatorio de la acusada y
le esperaba en la ciudadela, al parecer enfadado porque la guardia no le
permitía acceder a la rea. El día, al parecer, iba a ser largo.
Cuando piensas en
un verdugo, te imaginas un tipo grande, de cara obtusa y no especialmente listo, que ocultaba su
cara bajo una siniestra capucha, así que cuando me presenté ante Servando me
llevé una relativa sorpresa.
El verdugo era un
tipo más bien canijo, de rasgos finos y ojos oscuros y maliciosos, o eso me
pareció a mí.
Servando provenía
de una familia con una larga tradición. Su padre había sido verdugo y también
lo había sido el padre de su padre. Y eso hacía de él una persona que se tomaba
muy en serio su trabajo. Me saludó con
cierta frialdad, aun un poco enfadado por no haber tenido acceso a Úrsula, pero
no estaba dispuesto a dejarle hacer lo que diera la gana.
Charlé un rato con
él del tiempo y el viaje que había tenido antes de entrar directamente en
materia.
—No sé cuál es tu
método de trabajo, así que me gustaría poner las cosas claras. —dije observando
un fugaz gesto de disgusto en Servando.
—Yo considero el
nuestro un trabajo en equipo y por eso me gustaría que estuviésemos
coordinados. —continué mientras el verdugo me escuchaba con atención sin decir
nada.
—Ante todo soy un
hombre de Dios y no me interesan las confesiones, me interesa la verdad.
¿Entiendes a lo que me refiero?
—Creo que sí.
—contestó Servando.
—En efecto. He
participado en los suficientes procesos para saber que un verdugo puede hacer
confesar a un acusado de que vuela como los pájaros, que es el hijo del demonio
o que sabe como leer el futuro en la mierda de caballo, pero ambos sabemos que
ese no es el trabajo de un verdugo, es el trabajo de un matarife. Y por lo poco que sé de ti me parece que no
eres de esos.
El hombre me miró y
pareció complacido con mi discurso. Probablemente la mayoría de su vida se
había topado con el miedo y el desprecio de las personas para las que había
trabajado y apelar a su orgullo pareció
ser una buena forma de tratar con él.
—¿Qué es lo que
quiere exactamente de mí? —preguntó el hombre tras un largo silencio.
—Quiero que
utilices tu arte, quiero que le aprietes las tuercas a la acusada mientras yo
le pregunto y quiero que la hagas hablar, pero no que le causes tanto dolor o
humillación que esté dispuesta a confesar cualquier idiotez que se le ocurra
con tal de que cese la tortura. De ti quiero que extraigas a esa mujer la
verdad, no lo que me gustaría oír. Sé que es un equilibrio delicado, pero creo
que tienes suficiente experiencia en tu trabajo para saber qué es lo que
quiero.
—La verdad es que
no es lo que acostumbro a hacer. La mayoría de los hombres de su posición,
hermano, lo único que quieren es dejarme con la acusada para que le saque la
confesión a toda costa mientras ellos están en la iglesia o la taberna rezando
por el alma de la pobre infortunada.
—Bueno yo no soy un
inquisidor normal. De hecho no he recorrido doscientas leguas para sentenciar
una persona tras media jornada de trabajo.
El verdugo asintió
y pareció estar de acuerdo con mi forma de pensar. Por la manera de mirarme
estaba seguro de que le había impresionado favorablemente.
Bajamos al calabozo
y nos presentamos ante Úrsula. Servando se había quitado el jubón de cuero y la
tosca camisa de lino que llevaba debajo, dejando a la vista un cuerpo enjuto
pero fibroso y se puso una capucha negra con agujeros para los ojos y la boca.
La verdad es que aquel hombre conocía su oficio. Su aspecto con el rebenque en
la mano y los ademanes cuidadosamente calculados tenía que ser una visión
realmente aterradora para los reos.
Y así era. En
cuanto Úrsula lo vio, soltó un gemido y se meo encima. Sin decir nada, Servando
abrió el enorme candado y cogiendo a la acusada por el pelo la obligó a ponerse
en pie.
La mujer me miró un
instante aterrada y aprovechando que el verdugo me daba la espalda le hice un
gesto de ánimo que la reconfortó un tanto. Esperaba que confiase en mí o si no,
aquello no duraría mucho.
No había tiempo que
perder. Con un insulto, Servando tiró del pelo de la mujer y la arrastró medio
en volandas por unas escaleras que bajaban hasta la sala de torturas de la
ciudadela.
13. Las
mazmorras de la inquisición
Aquel lugar ponía
los pelos de punta. La piedra de la enorme estancia estaba verdosa por la
humedad y no había ninguna fuente de luz a parte de las lámparas de aceite que
había adosadas a la pared.
Los instrumentos de
tortura estaban esparcidos sin ningún orden por la sala de forma rectangular.
Había un potro, una dama de hierro, un burro español y toda una serie de
instrumentos menores encima de una enorme mesa de madera de castaño.
Yo observé la
colección de látigos, aplastapulgares y cinturones de San Erasmo con una mezcla
de fascinación y repelús.
Servando, ajeno a
mi curiosidad, desnudó de un tirón a la acusada y cogiendo un cubo que había
preparado descargó el agua que contenía sobre el cuerpo desnudo de Úrsula que
pegó un grito y se encogió temblando al recibir la ducha helada.
Yo me senté en una
silla y observé aquel cuerpo joven y hermoso, de pechos pequeños como mandarinas
y pezones rosados. Recorrí con mi mirada aquellas piernas pálidas y esbeltas,
nada que ver con los gloriosos jamones de la hermana Digna y el culo respingón
y tembloroso, conteniendo el impulso de dejar inconsciente al verdugo y
llevarme a la joven lejos de allí.
Ignorante de mis
pensamientos, Servando tiró de la joven hasta el lugar donde pendía un gancho
del techo de la mazmorra. Cogió una cuerda de la mesa y con habilidad anudó las
muñecas de la joven, dejando el espacio suficiente entre ellas para poder pasar
el gancho.
Sin aparente
esfuerzo, izó a la curandera y la colgó de manera que parecía un pescado listo
para eviscerar. La joven se estremeció al sentir todo el peso de su cuerpo en
sus muñecas, pero consiguió contener el grito de dolor.
Servando le dio un
suave empujón dejando que el cuerpo de la joven se bambolease como un péndulo y
bajó un poco la cuerda hasta que Úrsula pudo tocar el suelo con la punta de sus
pies.
La curandera tensó todo su cuerpo para poder llegar a
tocar el suelo y emitió un leve suspiro al poder aliviar parte del peso de su
cuerpo sobre las puntas de sus pies, dando pequeños saltitos. Pero su alivio no duró mucho al ver
como Servando, con parsimonia, revolvía entre los distintos látigos y fustas
que había dispuesto previamente sobre la mesa.
Era el momento de
comenzar la pantomima. Esperando que la mujer me hubiese entendido la tarde
anterior, me incorporé y metiendo las manos en las mangas de los hábitos me
acerqué a ella:
—Supongo que sabes
lo que va a pasar ahora. —le dije poniéndome de espaldas al verdugo para poder
hacerle a la acusada un gesto de ánimo— Si me cuentas ahora lo que has hecho,
nos evitaremos este mal trago.
—Yo no he hecho
nada malo. —replicó Úrsula con la voz temblorosa.
Mirándola a los
ojos me encogí de hombros y me aparté para dejar a Servando practicar su arte.
El verdugo
finalmente se había decantado por una fusta de cuero. Doblándola un par de veces
para comprobar su flexibilidad, se acercó y le propinó a la joven un fuerte
fustazo en los muslos. Úrsula, a pesar de que había apretado los dientes y
tensado los muslos al prever el golpe, no pudo evitar soltar un angustioso
grito de dolor. Un nuevo golpe la hizo
estremecerse y perder el precario equilibrio. Las cuerdas impidieron su caída,
mordiendo dolorosamente sus muñecas.
Yo mantuve el gesto
impasible a duras penas mientras la rea encogía el cuerpo y trataba evitar la
lluvia de zurriagazos que le caía en todas las partes de su cuerpo. En un par
de minutos el torso del verdugo estaba cubierto de sudor y el de la joven de
finas líneas rojas provocadas por los fustazos.
Úrsula gritaba con
cada golpe y agarraba sus ligaduras con fuerza. Con un gesto aparté un instante
al verdugo para preguntarle de nuevo. Úrsula me miró, estaba impresionante,
desnuda y cubierta de verdugones, jadeando y con las lagrimas escurriendo por
su cara para unirse al sudor que cubría su pecho. Era la viva imagen del
orgullo y la resistencia. Le pregunté de nuevo y ella volvió a negar todas las
acusaciones.
Me aparté y apretando
los dientes dejé que Servando prosiguiese con su labor.
Sin aparentar
cansancio siguió azotando a la mujer hasta que sus gritos se convirtieron en
apagados gemidos y toda la superficie de su cuerpo de la joven estuvo en carne
viva.
El verdugo respiró
y soltó la cuerda que sujetaba el gancho a la polea del techo dejando que la
joven cayese desmadejada sobre el charco que había formado su sudor.
La tregua no duro
mucho. Otro cubo de agua helada evitó que la joven se desmayara. Úrsula se
removió inquieta y siguió a Servando con la mirada.
El verdugo se
acercó a la mesa y esta vez cogió un aparato de hierro aparentemente sencillo,
de aspecto triangular y con varios huecos que en pocos minutos vi que eran para
acomodar cuello, muñecas y tobillos y que obligaron a la acusada a adoptar a la
acusada una postura semifetal.
Posteriormente me
enteré de que lo llamaban cigüeña, aunque a mí me recordaba a cualquier cosa
menos al pájaro.
La joven se dejó colocar
en el instrumento mansamente, probablemente pensando que había cosas peores,
pero el verdugo le tenía preparada una sorpresa. Apartó todas las cosas que
tenía sobre la mesa menos una y levantando a la joven con facilidad, la colocó
sobre ella.
A continuación
cogió el único instrumento que había dejado sobre la mesa y se lo mostró a la
mujer. A mí me pareció una especie de consolador, pero la joven lo reconoció y
tembló, pidiendo por primera vez piedad.
Cuando me fijé en
la rosca que tenía en un extremo entendí por qué suplicaba la joven, era una
especie de especulo aunque su misión no era facilitar la visión.
Ignorando la
suplicas de la joven, el verdugo le metió la pera por el ano de un solo golpe.
La joven aulló e intentó retorcerse aunque la cigüeña le impedía adoptar una
postura más cómoda.
—¿Estás segura de
que no tienes nada que confesar? — me adelanté de nuevo.
—No. No he hecho
nada malo.
— Confiesa ¿Eres
una bruja? ¿Provocas la muerte de ganado? ¿Te ayuntas con el demonio? —insistí.
—No, no, noooo. Soy
una mujer temerosa de Dios. Jamás osaría cometer ningún pecado semejante contra
él.
La negación se
convirtió en un alarido cuando el torturador le dio una vuelta a la rosca
haciendo que se abriesen las aletas del aparato dilatando un poco más el recto
de la joven.
Úrsula estaba
dolorida. Los hierros de la cigüeña se le clavaban en el cuello y en las
extremidades, pero ese dolor no era nada comparado con el ardor que le
provocaba el diabólico instrumento que tenía incrustado en su culo.
Servando continuó
su tortura dosificando cuidadosamente el dolor de su víctima y evitando que
sufriese ninguna lesión permanente.
Finalmente, aparté
al verdugo y le dije que deberíamos suspender la sesión por aquel día. Servando
estuvo de acuerdo, aunque insistió en dejarle puesta la cigüeña unas horas más.
Tras rezar una de
las oraciones que había aprendido apresuradamente de un libro de exorcismos que
había sacado de la biblioteca del convento y Servando le hubo quitado la pera,
di por terminada la sesión. Hubiese deseado decirle a la joven que lo estaba
haciendo bien, que pronto estaría libre, pero la presencia del verdugo solo me
permitió hacerle un nuevo gesto de ánimo cuando este nos dio la espalda un instante.
Terminé la oración
rápidamente y dejé a Úrsula presa en aquel instrumento, desnuda e indefensa, al
cuidado de aquel sádico profesional. Sabía que era una locura, pero no tenía
otro remedio.
Cuando salí al exterior
era ya de noche. Respiré hondo,
intentando purgar de mi organismo aquel aire acre y opresivo y en ese momento
me di cuenta de que apenas había comido nada desde el almuerzo. No era un mal
momento para visitar la cantina de la villa.
14. Cervezas y
testigos
La tasca no me
impresionó demasiado, era un local oscuro y pringoso. El tufo a sudor humano, a
animal y a vino rancio, me hicieron arrugar la nariz. La escasa luz que entraba
por los cristales sucios era la única fuente de iluminación.
Me acerqué a la
barra, una simple tabla de castaño de un par de dedos de grosor, apoyada en
unos barriles carcomidos y le pedí una cerveza al hombre grueso y bigotudo que había al otro lado.
El hombre me miró
con prevención y me sirvió una jarra de un liquido ambarino y espumoso que creí
que sería meado de gato, pero que me sorprendió por ser densa, deliciosamente
amarga y hasta razonablemente fresca.
—Buena cerveza. —le
dije al mesonero que asintió con un gesto por toda respuesta— Entiendo por qué
tienes el local lleno. ¿Están Regino y Crisando por aquí?
—Por supuesto, en
el grupo del rincón. Esos que están
jugando a los dados. El moreno y delgado y ese calvo de nariz ganchuda. —respondió
el posadero pasando un trapo de aspecto pringoso por la barra.
Me giré hacia el
lugar que el hombre me indicaba y observé a los dos hombres. Estaban uno al
lado del otro, apostando y gritando con cada tirada de dados. Regino era más
delgado y más alto, mientras que Crisando con aquella calva y aquella nariz,
era inconfundible.
En cuanto me vieron
acercarme, la improvisada reunión se disolvió y los presentes escondieron sus monedas en sus respectivas faltriqueras,
simulando ser solo una inofensiva reunión de parroquianos alrededor de unas
jarras de vino.
—Buenas tardes,
señores. Espero que los que hayan ganado con ese juego del diablo, hagan una
generosa donación al cepillo de la iglesia. —dije yo disfrutando de las veladas
miradas de terror de que era objeto.
Tras indicar a
Regino y a Crisando que quería hablar
con ellos, me los llevé a una mesa alejada de oídos curiosos y tras presentarme,
entre directamente en materia.
—He venido para
haceros unas preguntas. Mañana por la tarde tengo planeado juzgar a Úrsula y a pesar de que ya he leído vuestra declaración, me gustaría oírla de vuestros propios labios,
por si recordáis algún nuevo detalle.
Los dos hombres
asintieron compresivos, pero la forma en que tragaban saliva y llamaban al
posadero para que les diese otra jarra de vino, me decía que no estaban
totalmente tranquilos.
—Según la
declaración, decís que Úrsula os envenenó los animales. ¿Qué síntomas tenían
concretamente que os hiciesen sospechar?
—Bueno, ella
siempre pasa por nuestras tierras cuando va en busca de hierbas y hará como dos
meses, un día después de que ella hubiese pasado, un par de ovejas abortaron y
una docena empezaron a moverse en círculos y murieron en un par de días. —dijo
Regino dando un largo trago de vino y chasqueando la lengua.
—Entiendo. ¿Os había pasado algo parecido antes?
—pregunté.
—No, desde luego.
—se apresuró de nuevo Regino a responder, dejando claro que era el que llevaba
la voz cantante.
—Una pregunta más y
terminamos. —dije fingiendo que tenía prisa por terminar y abandonar aquel
lugar de pecado— Cuando tenéis un problema de salud vosotros o vuestros
animales, ¿A quién recurrís?
—Siempre llamamos a
Tiburcia. Es un poco más cara, pero es
de fiar. Sus cataplasmas hacen milagros con las calenturas.
—¿Le debéis dinero?
—¿Qué? ¿Oh? No.
—contestó Regino demasiado rápido como para no darme la impresión de que allí
olía a cuerno quemado.
Yo fingí no darme
cuenta de su apuro y le di un nuevo trago a mi cerveza. Hice unas preguntas,
más para tantearles y saber cuál era el eslabón débil de la cadena y no tardé
mucho en descubrir que Regino era el que interrumpía las contestaciones de
Crisando, como si intentara evitar que su amigo metiese la pata. Tras unos
minutos más de conversación, apuré mi cerveza y les dije que se presentasen a
la tarde siguiente para el juicio.
Salí de la tasca
con paso no muy firme y me fui directamente al convento. Llegué con el tiempo
justo de rezar las Vísperas y cenar un delicioso, aunque un poco escaso, caldo
de pollo. Esta vez la madre Digna no sirvió la cena, es más, llegó a media cena
y tras disculparse y guiñarme un ojo se abalanzó sobre el caldo.
Aquella noche Digna
vino a mi celda a darme un informe pormenorizado de sus investigación y de paso
saltar sobre mí y sobre la primera regla del acuerdo al que habíamos llegado.
Aquella hembra era
una fiera. Me recordaba a mi desaparecido Corsa mientras más caña le daba, más
quería. La guerra entre las sábanas duró casi toda la noche y cuando me levanté,
estaba molido.
Tras decirle a
Digna que tenía lo que quedaba de la mañana para terminar sus investigaciones yo
me dirigí a ver a la curandera.
Tal como esperaba,
Tiburcia era la vieja avariciosa y malencarada que me había descrito la hermana
Digna. Al parecer, la desgracia de Úrsula
había ido en su beneficio, ya que varias personas estaban a la puerta de su casa, temblando con
el frío mañanero, mientras esperaban que atendiera su reumas, sus catarros y
sus sabañones.
La mujer me miró de
arriba abajo cuando entré en su casa sin llamar. Estaba aplicando una
cataplasma sobre la rodilla inflamada de un chico. Tras terminar y recibir un
par de maravedíes de la madre, los despidió y atendió rápidamente y con gesto
hosco mis preguntas.
Tiburcia reconoció
que tanto los pastores, como sus ovejas, eran clientes asiduos suyos. Aseguró
que los dos hombres cuidaban muy bien de sus ovejas y creyéndose muy lista, me
juró y perjuró que no le debían nada por sus servicios.
En cuanto al asunto
de los abortos. Tiburcia fue deliberadamente vaga. Decía que le constaba que
así era, pero que no tenía ninguna prueba fehaciente y además no quería meter
en un lío a las pobres chicas que se habían visto obligadas a recurrir a una
medida tan drástica.
Yo me hice el tonto.
Asentí comprensivo, le hice unas cuantas preguntas más y le rogué que se
presentase aquella tarde para el juicio. La mujer puso mala cara, pero asintió y llamó
al siguiente paciente, antes incluso de que pudiese salir por la puerta.
Fuera, el sol aun
estaba empezando a subir en el horizonte. Me estaba acostumbrando a calcular la
hora por su altura y pensé que no serían más de las diez. Tenía tiempo
suficiente. Tras pasarme por la iglesia y avisar al padre Daniel que estaba
terminando mi investigación y que me gustaría que preparase la iglesia para
empezar a juzgar a Úrsula aquella misma tarde, me dirigí de nuevo a la
ciudadela para hablar con el alcalde de
la villa.
Su excelencia me
recibió en su despacho con un aire sonriente y aparentemente bienintencionado.
Pero su aspecto orondo, sus mejillas rosadas y sus adulaciones salpimentadas
por continuas referencias a su actitud piadosa, no me convencieron de la
sinceridad de su testimonio.
A pesar de todo
puse cara de interés cuando me contó todo lo que había visto aquella noche aciaga
en la que encontró a la acusada en pecaminoso intercambio con el demonio.
Le hice unas
cuantas preguntas, lo que se suponía que debía de preguntarle para añadir el
último clavo al ataúd de la joven curandera. Los detalles no añadieron nada a
la historia que ya conocía, pero quería que aquel hombre se sintiese seguro
cuando subiese al estrado.
Cuando terminamos
la conversación, el hombre se levantó con dificultad y se ajustó las calzas
intentando sin éxito camuflar la prodigiosa barriga que asomaba por el jubón,
confirmando las sospechas de la hermana Digna. Si ese tipo era capaz de caminar
más de doscientos metros por el bosque sin reventar yo era un inquisidor...
Con una mirada
conspiratoria, se acercó a un pequeño armarito de donde sacó una botella de
aguardiente y un par de pequeñas copas de cristal.
Bebimos y charlamos
un rato más, esta vez sobre la vida cotidiana de la ciudad y las múltiples
incomodidades y sacrificios que comportaban su cargo. Yo me mostré comprensivo
y alabé su buena administración, insinuando que Dios le recompensaría más
temprano que tarde sus buenas obras.
El alcalde sonrió y
me palmeó la espalda paternalmente como si fuese uno de sus amados vecinos
mientras me acompañaba a la puerta. Tras comunicarle que se presentase para
testificar a primera hora de la tarde me despedí y me fui a comer a la cantina.
Como esperaba, me
encontré a mis dos testigos jugando a
los dados y bebiendo vino. Yo fingí no
darme cuenta y les dejé escurrirse
discretamente por la puerta trasera. El almuerzo fue sencillo pero potente,
pan, queso y vino; la tarde iba a ser larga.
15. El juicio
Cuando salí de la
tasca, el cielo se había cubierto de nubes plomizas, presagiando una tarde
tormentosa. Las calles estaban desiertas. El pueblo se había paralizado y todos
sus habitantes se habían reunido en la nave principal de la iglesia donde se
celebraría el juicio.
Úrsula ya había
sido trasladada y permanecía de pie, encadenada a una anilla que había sido
fijada a una columna, a la derecha del altar. Le habían colocado un sambenito
blanco con una aspa roja y el delito por el que era acusada burdamente escrito
en el frente por toda indumentaria. A pesar de que aquella túnica era un trozo
de lino áspero y mal cortado, no podía ocultar la esbeltez del cuerpo de la
acusada.
Durante un instante
me miró, intentando adivinar su futuro en la expresión de mi cara, pero yo la
observé con el rostro pétreo, intentando exorcizar los pensamientos cargados de
lujuria que el relato del alcalde y las curvas de la mujer habían despertado en
mí.
Recorrí las filas
de bancos, ignorando las miradas de temor y curiosidad de los habitantes de la
villa, con la mirada fija en el altar donde se había improvisado el tribunal.
Delante del altar
había tres sitiales, dos de ellos ya ocupados por el párroco y el alcalde y el
del centro reservado para mí.
Sin más ceremonias,
me persigné un instante ante el altar y tomé asiento, dando permiso al padre Daniel
con un sencillo gesto para que pidiese a Dios, con una sencilla oración, que la
justicia brillase aquel día y acabase con los impíos.
El párroco terminó
su oración y tras una sencilla bendición se sentó, dejando que yo tomase el
mando. Era la hora de acojonar un poco al personal.
Me levanté de mi
sitial y metiendo las manos en las mangas del hábito lancé una mirada
apocalíptica a todos los presentes. Podía sentir el temor recorriendo el
espíritu de todos los presentes y no pude evitar regodearme unos instantes en
la intensa sensación de poder.
—Hermanos, estamos
reunidos aquí para juzgar a una mujer por brujería. —empecé con un tono de voz
bajo y resonante— Algunos de vosotros pensarán que esto es un vulgar trámite. Que
me limitaré a llamar a los testigos, hacerles un par de preguntas y preparar
una divertida barbacoa. Nada más lejos de mis intenciones...
—Cuando adopté
estos hábitos, juré a Dios hacer su obra. —añadí tirando brevemente de mi
indumentaria— No se me ocurre ninguna tarea más ingrata que la que me ha
tocado, siempre en contacto con el mal y la corrupción, pero es la que Dios me
ha encomendado y me he propuesto hacerla lo mejor que pueda. Cuando terminemos
este juicio, no solo yo, sino todos los presentes, con la ayuda del Altísimo,
—alcé la mirada a la bóveda del templo— estaremos convencidos de la inocencia o
culpabilidad de la acusada.
Terminé mi escueto
alegato con una teatral mirada a Úrsula y me senté mientras el alcalde llamaba
al primer testigo.
Regino se acomodó
en la silla de madera y esperó mi primera pregunta. Aquel hombre no me
interesaba. Tanto él como su amigo tenían básicamente el mismo testimonio y
estaba claro que aquel era el listo, así que le despaché con un par de
preguntas que confirmaban su testimonio.
Al ver como había
tratado a su amigo, Crisando se sentó relajadamente en la silla. Me miró
fingiendo respeto y se hurgó la nariz antes de atender a mi primera pregunta:
—Según tu
testimonio, la acusada enveneno a tus ovejas y las de tu amigo.
—Así es. —respondió
el testigo asintiendo con la cabeza.
—¿Y cómo lo hizo
exactamente? —pregunté.
—Pues... Ya sabe,
venía con cualquier excusa a cualquier hora. Hacia signos raros en el aire y
echaba polvos raros en el suelo donde pastaban nuestras reses.
—Entiendo, lo que yo
me pregunto es cómo demonios la visteis hacer eso si os pasáis la vida jugando
a los dados y bebiendo como camellos en esa asquerosa tasca.
Crisando abrió los
ojos y balbuceó sin saber que responder, yo le dejé un momento más para que
todo los presentes fuesen conscientes de su confusión.
—Vale, dejemos eso
de momento y continuemos. —dije levantándome— ¿Qué les pasó exactamente a tus
ovejas?
—Bueno, después de
que la bruja.... es decir Úrsula las visitara, adelgazaron y murieron. Nuestros
corderos salían raquíticos mientras los suyos crecen orondos y sabrosos.
—Sí, en eso tienes
razón. Pero he visitado estos días las dos propiedades, la tuya y la de la
acusada. La de Úrsula es una pradera a la orilla del río, con comida abundante
y agua mientras que la tuya es una pedazo de tierra pedregosa y árida. Cuando miré tus ovejas no las vi tan
mal, quizás si tu amigo y tú pensaseis
en beber menos y llevarlas a pastar de
vez en cuando al monte, quizás no se hubiesen muerto de hambre.
El pobre estúpido
tragó saliva consciente de que todos los vecinos de la villa sabían que lo que
acababa de decir era mucho más probable que la posibilidad de que Úrsula
hubiese envenenado a sus ovejas.
—¿Sabes que los
acusadores tienen derecho a repartirse las propiedades de la acusada si esta
resulta ser culpable? —pregunté yo— Y recuerda que no soy solo yo, Dios también
te está haciendo la misma pregunta.
—Supongo que algo
nos han contado...
—Así que si
sentencio a muerte a esta mujer, por fin tendréis tu amigo Regino y tú una
bonita pradera donde vuestras ovejas podrán medrar sin necesidad de vuestra
vigilancia.
Crisando no
respondió. Se limitó a mirarme como un perro apaleado un instante antes de
bajar los ojos.
—Gracias, Crisando,
puedes retirarte... De momento. —dije invitándole a abandonar el estrado.
Todos los presentes
siguieron entre risas y murmullos la retirada cabizbaja del hombre del estrado.
Crisando volvió a ocupar su sitio al lado de su colega, que le propinó un
codazo y le susurró unas frases al oído. Por la cara que había puesto el pastor,
podía imaginar que no era nada bonito.
—¡Así se hace chaval! —exclama Gerardo— Enséñales
a esos hijos de puta a quemar brujas de verdad. Cerdos incultos.
—Mmm, cariño. ¿Qué diablos estás diciendo? —dice su mujer
adormilada— ¿Todavía estás viendo esa mierda? Apaga, por favor. Es tardísimo y
mañana tenemos que trabajar.
—Quita, quita, que está en lo más interesante. Duerme y
déjame escuchar.
Íker se ha callado un instante, como si supiese que
Gerardo ha sido interrumpido. Mira a la cámara con aire mesiánico y continúa de
nuevo con la lectura.
16. Tiburcia
Esta vez no sería
tan fácil. Aquella vieja era mucho más astuta y ahora estaba sobre aviso, así
que me lo tomé con tranquilidad y aparenté meditar largamente mientras la
observaba acercarse al estrado, con paso vacilante, apoyada en un bastón de
aspecto tan retorcido como su alma.
Al contrario de
Crisando, aquella mujer me sostuvo la mirada con aquellos ojos biliosos e
inyectados en sangre. Con un gruñido, se acomodó lo mejor que pudo en la silla
de los testigos y esperó relajadamente mis preguntas.
—Buenas tardes,
señora Tiburcia. ¿De qué conoce a la acusada? —dije iniciando el
interrogatorio.
—Es una vecina de
la villa y da la casualidad que intenta dedicarse al mismo oficio que yo.
—¿Por qué dice que
lo intenta?
—Porque a pesar de
lo que diga, no es más que una vulgar charlatana, que hace más mal que bien a
la comunidad. En repetidas ocasiones he advertido a las autoridades de esta
villa de sus manejos y ha hecho falta que ocurran estas desgracias para que las
autoridades tomen medidas. —respondió la
anciana lanzando una mirada venenosa a la acusada.
—Ya veo, y aparte
de la muerte de las ovejas, ¿Podría detallarme alguna de esas desgracias?
—Heridas infectadas
que me he visto obligada a sanar, horribles tumores, abortos mal practicados
que casi acaban con la vida de jovencitas inconscientes... La verdad es que la
lista es casi inacabable.
—¿Podría indicarme
algún caso concreto? —le pregunté poniendo cara de interés y lanzando una
mirada a Úrsula, indicándole que mantuviese la boca cerrada.
—Oh, bueno... Lo
haría, pero la verdad es que me debo a mis pacientes y no puedo airear sus
secretos sin su permiso, así que me temo que no puedo responder a su pregunta.
—replicó la alcahueta astutamente.
—Lo entiendo,
señora Tiburcia y no la obligaré a ello. —acepté volviéndome hacia el público
que atestaba la iglesia— Pero supongo que si tiene razón entre todos los
presentes habrá alguien que haya sufrido los manejos de la acusada. Quizás
quiera acercarse al estrado y responder a alguna de mis preguntas tras tomarle
juramento.
Miré a todos los
presentes. Estaba claro que nadie iba a mover un pelo por evitar que quemasen a
aquella desdichada, pero tampoco estaban dispuestos a poner el último clavo que
cerrase el ataúd.
—Estoy seguro de
que sois conscientes de que vuestro deber es colaborar todo lo posible en el
juicio... —añadí mientras observaba la cara de disgusto de la bruja y el
alcalde al ver que no había nadie que secundase sus acusaciones.
—Está bien, será
una casualidad y todas las víctimas habrán tenido algo que hacer antes que
acudir a este juicio. —sentencié fingiendo no darle demasiada importancia y aparentando
dar por terminado el interrogatorio.
Dejé que la mujer
cogiese su bastón y justo antes de que se apoyase en él para levantarse y
abandonar el estrado, me giré de nuevo hacia ella al mejor estilo del detective
Colombo:
—Una última
pregunta, si me lo permite. ¿Es cierto que conoce a los anteriores testigos?
—En efecto.
—respondió la anciana frunciendo el ceño con desconfianza.
—¿Puede confirmar
todo lo que esos hombres han atestiguado?
—Sin duda. —respondió
la vieja con convicción.
—Solo una pregunta
más antes de que se retire. ¿Le deben esos hombres algún dinero?
—Absolutamente
nada. —se apresuró a responder la mujer mientras se levantaba con sorprendente
ligereza y se dirigía a su bancada.
Yo la observé
avanzar, majestuosa y decidida a pesar de su figura encorvada y pensé en el
daño que podía hacer una persona solo por rencor o avaricia. La verdad es que
me tuve que emplear a fondo para mantener el rostro circunspecto y no
estrangular a esa puta vieja allí mismo.
La tarde había
avanzado y apenas un hilo de luz iluminaba tenuemente el interior del
santuario. Consciente de que ya era tarde y al día siguiente era domingo y tras
consultar un instante con el Padre Daniel y el alcalde, decidimos aplazar la
sesión para el día siguiente, justo después de misa. Dando las gracias a los
villanos por su presencia, los despedimos y disolví el tribunal hasta el día
siguiente.
Cené rápido y me
dirigí a mi celda esperando poder descansar después de un día agotador, pero la
tregua duro poco. Quince minutos después de acostarme entró Digna en mi celda
sin llamar. Con tanto ajetreo me había olvidado de la monja y de la tarea que
le había encomendado.
Digna entró como un
vendaval, haciéndome desear que los conventos aboliesen aquella estúpida manía
de no poner cerrojos en las puertas de las celdas. Antes de contarme nada, la
mujer se colgó de mi cuello y me dio el beso mas lúbrico y sucio que había
recibido en mucho tiempo.
Cuando logré
separarme de ella, Digna se sentó en la cama, a mi lado y me contó lo que había
averiguado.
La primera parte de
su informe no añadía demasiado a lo que ya sabía. La vieja era una curandera
mediocre y completaba sus ingresos haciendo de alcahueta, el alcalde era un
cabrón, todos los habitantes del lugar sabían de sus manejos y la forma en que
vendía sus servicios al mejor postor, incluso por encima de las necesidades de
la villa. Estaba claro que lo que buscaba era acceder a la nobleza y olvidarse
de sus vecinos lo antes posible. En cuanto a los pastores, lo único que la
monja había averiguado de nuevo, era que debían dinero a todo el mundo y sobre
todo a la bruja.
Lo mejor, lo dejó
para el final. Regino y Crisando llamaban la atención allí por dónde iban así
que Digna se centró en reconstruir los movimientos de los pastores los días
anteriores a la denuncia. Tras preguntar a medio pueblo se enteró de que
aquellos dos personajes debían dinero a todo el mundo y como solían estar
borrachos la mayor parte del tiempo, eran bastante propensos a los accidentes.
Al principio acudían a Úrsula para que les curase. Ella, consciente de que no
tenían prácticamente nada, casi nunca les cobraba, pero se terminó cansando y
les dijo que si no dejaban de beber, no les atendería más.
Sin otra
alternativa, acudieron a Tiburcia que les atendió encantada y sin hacer
preguntas, pero ella no lo hacía gratis y según uno de sus compañeros de juerga
habitual le debían a la alcahueta una respetable cantidad de dinero.
Al parecer, el día
anterior a la denuncia, el aprendiz del herrero había tenido una discusión con
su maestro y cuando escapaba del taller a altas horas de la madrugada,
dispuesto a volver a su casa, vio a la anciana seguida de los dos pastores
escurrirse por los soportales de la plaza y desaparecer en las puertas de la
ciudadela.
No era muy difícil
imaginar lo que debió pasar a continuación, pero por si fuera poco, al día
siguiente, en medio de una monumental borrachera que Regino y Crisando pagaron
en monedas contantes y sonantes, les contaron a sus amigotes que pronto
dejarían de tener problemas de dinero.
—Interesante. —dije
cuando la monja hubo terminado— Has hecho un gran trabajo.
—Gracias, aunque
aun hay algo más. —me interrumpió Digna lanzándome una mirada enigmática.
—¿A qué te
refieres? —pregunté yo suspicaz.
—Entre toda la
gente con la que hablé también tuve una charla muy interesante con Domicio.
—respondió ella provocando que se me erizasen los pelos de la nuca— Al parecer
te encontró caminando y te llevó en su carro hasta aquí.
—¿Y?
—Que no pasó por
alto las manchas de sangre que había en tu hábito.
—Es cierto, pero
nunca lo he ocultado. Este trabajo no es agradable y en ocasiones no tengo más
remedio que recurrir a la violencia. —repliqué simulando tranquilidad.
—Ya, pero Domicio
estaba seguro de que algunas de esas manchas eran frescas, así que decidí
investigar un poco. —añadió Digna sonriendo como una loba.
—Bueno, yo...
—No hace falta que
mientas, tras hablar con Domicio cogí una mula prestada y fui hasta el lugar
donde el boyero te recogió. Allí no había nada, pero un poco más adelante había
unas huellas extrañas y cuando las seguí me llevaron al fondo de un arroyo donde
había una especie de máquina infernal con un cadáver mediocomido por las
alimañas dentro...
—Creo que ha llegado la hora de salir por patas, colega.
—susurra Gerardo para sí mismo cuando Íker da paso de nuevo a los anuncios.
A su lado, Carla hace tiempo que duerme apaciblemente,
acompañando las expiraciones con suaves ronquidos. En sueños se gira y se
abraza a su cuerpo murmurando algo antes
de volver a quedarse totalmente inconsciente de nuevo.
Gerardo la observa meditando sobre la suerte que tienen
de vivir en el presente, donde nadie puede llevar a una persona a la perdición
sin pruebas y por un motivo meramente egoísta. Acaricia un instante su cabello
y se concentra de nuevo en la televisión.
17. Con los
huevos de corbata
—El cadáver estaba
bastante deteriorado, los bichos le había comido los ojos, las orejas y las
partes blandas, pero aun se podía ver la tonsura enmarcando su cráneo...
En ese momento
actué por puro instinto. De la misma manera que cuando entraron los
desconocidos en el laboratorio de Matilda, la adrenalina tomó el mando y sin
pensarlo cogí a la monja por el cuello y estampé su cuerpo contra la pared.
La joven se quedó
sin aire e intentó patalear, pero la
tenía bien cogida. Sus ojos me miraron con una mezcla de temor y excitación.
—¿Qué es lo que
quieres? —le pregunté aflojando la presa solo lo justo para que pudiese hablar.
—No sé qué ha
pasado exactamente, ni quién eres y de dónde vienes, pero de lo que estoy
segura es de que el que esta criando malvas es el inquisidor Ortuño. Y cuando
hurgué en un cajón que había abierto en aquel ingenio, encontré esto. —dijo la
mujer ignorando mi pregunta y enseñándome un par de fotos que me había hecho
para la contracubierta de un libro que había escrito sobre la influencia del
latín en la literatura erótica.
—Te lo explicaría,
pero no lo entenderías —le dije a la mujer mientras mi mente hacia planes para
reducir a la monja, amordazarla y poner pies en polvorosa.
—No te preocupes,
no voy a delatarte. No sé qué está pasando, pero de lo que estoy convencida es
que ha sido el propio Dios el que te ha traído hasta aquí para salvar la vida
de esa joven.
—No pensarás que
soy un ángel.
—Que yo sepa, los ángeles
carecen de esto. —dijo Digna echando mano a mi paquete.
Sin soltar su
cuello le arranqué el hábito a tirones y la puse de cara a la pared. Apretando
su cara contra el encalado, le sobé el cuerpo con rudeza.
—No, no eres un
ángel. —dijo ella suspirando y frotando su culo contra mi erección.
Yo mordí su cuello
y estrujé sus pechos, mi cerebro deseaba estar en cualquier otro lugar, pero mi
polla deseaba estar dentro de la joven.
—¿Cuánto me va a
costar tu silencio? —dije mientras la penetraba de un golpe seco.
Digna se estremeció
y durante unos segundos dejó que la follase con fiereza, haciendo que toda
aquella carne blanda y pálida vibrase de placer:
—Quiero salir de
este puto agujero. Odio a las monjas, odio los rezos, odio los trabajos estériles
y repetitivos. —dijo Digna entre gemido y gemido— Quiero ver el mundo y quiero
verlo contigo.
—Estás loca. —dije
agarrándome a sus caderas— No sabes quién ni qué soy.
—Tu tampoco me
conoces en absoluto. —respondió ella separándose y cogiendo mi polla con sus
manos.
Mirándome a los
ojos, se arrodilló frente a mí y se la metió en la boca. No sabía cómo había
aprendido, pero Digna me sorprendió. Agarrando con suavidad mi miembro comenzó
a besarlo y a darle suaves mordiscos. Sentía como mi sangre palpitaba y bullía
mientras la monja le daba suaves chupetones.
Excitado, tiré de
su abundante melena y alojé mi miembro hasta el fondo de su garganta. Tras unos
segundos la retiré, dejando a la joven respirar. La joven se atragantó y
escupió un grueso cordón de saliva sobre mi polla.
Con una sonrisa
maligna inscrita en sus labios, embadurno abundantemente toda su longitud y a
continuación me dio la espalda y apoyando sus manos en el lecho, separó sus
piernas.
Cuando me acerqué a
ella, se adelantó a mí y cogiendo mi pene erecto y palpitante lo guio hacia su
ano.
No me lo pensé y
apoyando mi miembro contra aquel
delicado esfínter, presioné contra él hasta que cedió y permitió que toda la
longitud de mi rabo se alojase en su interior.
—Quiero esto todos
los días. —dijo Digna apretando los dientes y respirando superficialmente
mientras esperaba que el dolor se suavizase.— No quiero tener que esconderme
para masturbarme en solitario, pensando en lo que podría haber sido o haber
tenido, quiero una vida.
Solo cuando noté
que estaba más cómoda, comencé a moverme con suavidad. Digna suspiró y comenzó
a acariciarse el pubis mientras intentaba mantener el equilibrio con la otra
mano.
Cogiéndola por la
cintura, nos giramos y la obligué a sentarse sobre mí con las piernas separadas,
dándome la espalda. Digna empezó a mover sus caderas mientras yo exploraba su
sexo con mis dedos. Los movimientos se hicieron más rápidos y desacompasados hasta que, ahogando un
largo gemido, su cuerpo se estremeció
recorrido por un intenso orgasmo.
De un empujón me
separé de la joven y tumbándola sobre la cama me puse en pie sobre ella y regué
su cuerpo con mi esperma.
—¿Me vas a decir de
dónde vienes? —dijo Digna despertándome de mi duermevela unos minutos después.
—Si te lo dijese,
no me creerías.
—He visto esa
máquina, me lo creeré. —afirmó ella haciendo dibujitos distraídamente con el
semen que cubría su torso.
—Esa máquina
servirá a las personas para desplazarse por carreteras más rápido y más lejos
que cualquier caballo.
—Entonces, ¿Vienes
del futuro? ¿Cómo?
Sabía que no podría
descansar hasta satisfacer la curiosidad y mi situación no empeoraría si lo
hacía, así que le conté la cadena de acontecimientos que me había llevado hasta
allí. Pensé que así se callaría y me dejaría dormir un rato, pero su curiosidad
era insaciable.
—¿Cómo es el
futuro?
—La tecnología y el
dinero son los nuevos dioses. La iglesia sigue teniendo influencia, pero cada
vez menos. La gente no entiende porque no tratan de adaptarse a los nuevos
tiempos.
—¿Siguen existiendo
monjas?
—Sí, pero no les
auguro un futuro brillante. Cada vez es más difícil encontrar a mujeres con vocación
y ahora nadie entra en un convento si no quiere hacerlo voluntariamente.
—Y entonces las
mujeres que no quieren o no pueden casarse, ¿Qué hacen?
—Vivir su vida,
pueden tener una profesión, tener hijos solas, casarse o divorciarse...
—¿No podemos volver
allí? Odio esta mierda. —dijo Digna señalando aquellas cuatro paredes— Cuéntame
más, quiero saberlo todo...
Pasé casi toda la
noche en vela, respondiendo las innumerables preguntas de la joven, hasta que
por fin la convencí de que debía de irse a su celda antes de que alguien
viniese a avisarme para el oficio de maitines.
Cuando llegué a la
capilla estaba reventado, así que me puse al fondo, en la esquina y dormí toda
la misa de un tirón.
El desayuno me dio
algo de energía y conseguí despabilarme, aunque las ojeras eran tan visibles
que hasta la abadesa me preguntó preocupada si me encontraba bien. Yo le
respondí que no se preocupase, que había estado estudiando el caso y rezando
toda la noche. En cuanto terminamos de comer, me dirigí a mi celda para
"meditar" un poco más antes de la misa de domingo y de la última
sesión del juicio y dormí como un tronco un par de horas más.
Más o menos sobre
las diez de la mañana, acompañado por casi todas las monjas del convento, me
dirigí al pueblo para acabar de una vez con todo aquel desgraciado asunto.
El sol lucía
implacable ya a aquella temprana hora de la mañana y pronto empecé a sudar bajo
aquel grueso hábito. La abadesa caminaba a mi lado unos metros por delante del
resto de las monjas con gesto imperturbable y la mirada fija en el campanario
de la iglesia que sobresalía entre los edificios de la villa.
—¿Qué tal se ha
portado Digna? —preguntó la abadesa.
—La verdad es que
ha sido una ayuda inestimable. Me ha dado información suficiente para hilar
toda la trama que rodea el caso y gracias a ella y a Dios creo que hoy
terminaré con todo esto.
—Vaya, por fin se
le da algo bien. Es buena mujer, pero desde que llegó aquí no ha sido sino una
fuente constante de conflictos.
—Sí, es una pena
que no pueda llevármela conmigo.
—¿En serio? —me
preguntó la Reverenda Madre extrañada.
—A la hora de
hablar, cualquier persona se siente más inclinado a hacerlo con una monja que
con un inquisidor y su simpatía hace que le resulte muy fácil trabar relaciones
amistosas con la gente.
La mujer siguió
andando con aire meditabundo. Yo la imité durante unos minutos, no quería
precipitar las cosas. Sí fracasaba en mi intento, no sabía cómo reaccionaría Digna.
Mi vida podía depender de mi habilidad para convencer a la abadesa.
—Se me ocurre algo.
—dije cuando me pareció que había pasado suficiente tiempo— Podría llevármela
una temporada conmigo para que me ayude en mi tarea.
La abadesa me miró
con renovada sorpresa y pareció agradarle la idea de deshacerse de su díscola
acólita, pero también tenía una responsabilidad para con la joven.
—¿Y ella qué opina?
—Por supuesto, no
se lo he comentado, hubiese sido una falta de respeto hacia ti. —mentí yo— Prefiero
no causarle ningún tipo de ansiedad a la joven sin antes saber su opinión.
Obviamente no la obligaré a acompañarme. Este no es un oficio muy agradable.
La respuesta,
precisamente calculada por mí para no socavar su autoridad, pareció
satisfacerla y tras un corto silencio me dijo que meditaría la cuestión y me
contestaría aquella misma noche. Yo no la presioné, pero justo antes de entrar
en la nave de la iglesia pude ver en la expresión de su cara que no le
desagradaba para nada la idea.
18. Cuentos chinos
y calientes
El Padre Daniel
había retirado a un lado los sitiales para poder celebrar la misa del domingo y
los había sustituido por grandes maceteros con flores. En cuanto me separé de
las monjas, me acerqué al párroco y le dije que me gustaría ser yo el que
dijese el sermón en aquella ocasión. El Padre pareció un poco contrariado, pero
no dijo nada y me invitó a sentarme a un lado del altar mientras decía misa.
Al fin, tras quince
minutos de liturgia, el Padre Daniel se apartó del altar y se sentó esperando
mi sermón.
Yo me levanté sin
prisa, alisé mi hábito y subí por la estrecha escalera de caracol que conducía
al púlpito. Apoyando las manos en la balaustrada, repasé con un dura mirada a
todos los presentes y aproveché para ver dónde estaba mi testigo estrella.
Crisando estaba
sentado al fondo, ignorante de mis planes, en una esquina de la nave, buscando
el anonimato de la oscuridad, pero ni siquiera en eso tenía suerte. Uno de los
rayos que atravesaban la vidriera principal de la nave incidía exactamente
sobre él, pintado su cuerpo de un verde nada favorecedor. En cuanto lo localicé,
fruncí el ceño ostensiblemente y comencé a hablar.
—Todos sabéis por
qué estoy aquí. He venido a desterrar el mal de esta villa y el mal no solo está
en los conjuros, en los filtros y en los abortos. También lo está en las falsas
acusaciones, la avaricia y el perjurio. Todos los que lo cometéis, tenéis un
rincón reservado en el infierno. —dije fijando mi mirada en Crisando que se
encogió ostensiblemente al escuchar mis palabras—Porque no os equivoquéis, nada
de la riqueza que acumuléis en este mundo os servirá para escapar del
despiadado juicio final que os espera.
—La brujería es una
abominación, es horrible y puede acabar
con una comunidad indefensa, pero el falso testimonio es igual de peligroso y
no lo dudéis, —continué levantando la voz— yo no estoy aquí para quemar gente,
estoy aquí para averiguar la verdad y ¡Pobre de aquel que intente
deliberadamente ocultármela!
Al terminar la
frase, hice una pausa, apoyé las manos sobre la balaustrada e inclinándome
hacia adelante, recorrí todas las bancadas una a una con el ceño fruncido y la
boca apretada en un rictus de enfado.
La sensación de
poder que me invadió fue la hostia. Desatado, levanté los brazos y cerrando los
puños comencé una pormenorizada descripción de los nueve círculos del infierno,
acompañando las vívidas descripciones con ademanes amenazadores.
Cuando terminé,
quince minutos después, estaba seguro de que más de uno se había cagado en los
pantalones, Crisando incluido.
El padre Daniel
suspiró aliviado cuando abandoné el púlpito y acabó con la misa lo más rápido
que pudo.
En cuanto terminó,
nadie se movió de su sitio. El verdugo trajo a la rea, que volvió a ocupar su
sitio, encadenada a la columna, mientras un par de monaguillos colocaban las
pesadas sillas de roble del improvisado tribunal de nuevo delante del altar.
En menos de tres
minutos el Padre Daniel y yo nos sentamos en nuestros respectivos asientos,
mientras que el alcalde, que era al que le tocaba testificar se sentaba en el
lugar reservado a los testigos.
Dejé que se pusiese
cómodo mientras echaba un rápido vistazo
a la nave de la iglesia. A pesar del miedo, nadie quería perderse el
juicio y casi todos los habitantes del pueblo se apretaban en los bancos,
expectantes.
Comencé con un par
de preguntas sencillas para entrar en calor. El alcalde las contestó con
soltura y autoridad, consiguiendo que todas los presentes asintieran como si
ellos mismos fuesen los testigos. A continuación le pedí que explicase con precisión,
sin omitir ni siquiera los detalles más escabrosos, lo que vio aquella noche en
el bosque.
—Como alcalde de
esta villa, me desvivo por mis conciudadanos. —comenzó el alcalde con una
sonrisa paternal— Y esto tiene su precio. Hay noches que me imposible conciliar
el sueño así que, a menudo doy largos paseos por los alrededores de la villa.
—Aquella noche,
—continuó tras una pausa teatral— paseaba por el bosque cuando oí un chasquido
a mi derecha. Creyendo que era una alimaña, saqué mi daga e intenté penetrar la
oscuridad con mi mirada. En ese momento vi como una fugaz silueta, oscura, pero
inconfundiblemente humana, se desplazaba con paso seguro por el sotobosque.
—Picado por la
curiosidad, con todos mis sentidos alerta, seguí la figura envuelta en una capa
negra que ocultaba su identidad, intentando hacer el menor ruido posible...
Había que reconocer
que el muy cabrón sabía ganarse a los espectadores. Todos los presentes le
miraban con el mismo interés que unos boy-scouts escucharían historias de miedo
al calor de una fogata.
—... Tras un largo
paseo llegamos a un claro del bosque dominado por un enorme altar de arenisca
blanca. La luz de la luna llena inundaba el espacio con una luz irreal. Sin
dilación, el desconocido dibujó una serie de glifos sobre el ara y a
continuación se deshizo de la capa, descubriendo por fin su identidad.
—¿Y quién resultó
ser la furtiva figura? —pregunté yo procurando no mostrar mi escepticismo.
—Era ella,
—respondió el testigo señalando a la acusada sin ninguna sombra de duda y
provocando una exclamación de asombro entre los presentes.
—Continúe, por
favor.
—Bajo la capa
estaba totalmente desnuda. La luz de la luna la hacía parecer etérea e irreal
mientras comenzaba a cantar y bailar en torno al altar. Además había algo que
no me cuadraba. Tardé unos instantes en darme cuenta de que no escuchaba el
ruido de sus pasos sobre el césped. Al bajar mi mirada pude ver que sus pies
apenas tocaban el suelo.
Todos el público
exclamó de nuevo y miró a la acusada, que se encogió asustada, incapaz de
rebelarse ante aquella sarta de mentiras.
—Tras un par de
minutos, del altar comenzó a emanar una luz sobrenatural. La joven se tumbó
sobre él y cerró los ojos, llamando a su señor una y otra vez. ¡Ven Belial a
mí! ¡Hazme tuya y cólmame con tu poder!
La mayoría de los
presentes ahogaron los gritos de espanto y una mujer gritó y se abanicó con
fuerza con la mano, como si estuviese a punto de desmayarse. El alcalde sonrió
satisfecho del efecto de sus palabras y continuó con la narración:
—Esa mujer comenzó
a acariciar su cuerpo con languidez mientras recitaba una salmodia. Su cuerpo
refulgía acariciado por la luz de la luna por arriba y la extraña fosforescencia
que emergía del altar por debajo. Aquella luz espectral parecía tener algo
porque la mujer empezó a retorcerse como si algo le excitase. Incapaz de
contener su lujuria comenzó a acariciarse el cuello y los pechos. Cuando se
rozó los pezones con las uñas, la joven gimió y todo su cuerpo se estremeció.
—En ese momento
comenzó de nuevo a salmodiar. Sus manos parecieron tomar vida propia y se
desplazaron por su vientre hasta acabar entre sus piernas. En ese momento la
luz se intensificó y esa joven separó las piernas desinhibida y enterró los
dedos en su sexo...
El alcalde
interrumpió su narración un instante, como si se sintiese intimidado a la hora
de contar todas aquellas trolas. La actuación estaba siendo digna de un Oscar.
Yo le seguí el juego y con unas pocas palabras de aliento le invité a
continuar...
En ese momento Íker levanta los ojos del vetusto libro y
mira la hora. Durante un instante el pánico se apodera de Gerardo. Ese cabrón
no se atreverá a dejar el final para el domingo siguiente. Si lo hace... Pero
al final solo da paso de nuevo a la publicidad. En los siete minutos de larga
espera intenta imaginarse a Carla sobre una gran piedra blanca masturbandose,
con sus pechos temblando y su coño encharcado de jugos.
Inconscientemente desliza su mano sobre el cuerpo dormido
de su esposa. Carla se revuelve en sueños y gime un instante al sentir su
contacto, antes de volver a dormir profundamente. Gerardo se imagina tomando a
su mujer mientras duerme y no puede evitar una dolorosa erección que no se ve
aplacada cuando Íker comienza a leer de nuevo.
—Cada vez más
excitada, comenzó a masturbarse con más violencia. —continuó el alcalde
intentando parecer cohibido— La fosforescencia se hizo más densa hasta convertirse
en una especie de niebla densa que la envolvió acariciándola. En pocos
instantes la joven perdió el hilo de sus oscuras oraciones y comenzó a gemir
mientras repetía una y otra vez; "¡Belial, ven a mí!" " ¡Belial,
toma a tu sierva!".
—De repente, la
niebla refulgió y elevó a la mujer unos centímetros por encima del ara. Su
cuerpo se crispó y se arqueó con las piernas contraídas y abiertas y los brazos
en cruz. La joven gimió mientras la niebla la envolvía obligándola a arquear su
espalda hasta arrancarle un gemido de dolor. En ese momento la niebla se hizo
casi solida. Envolvió las muñecas y los tobillos de la mujer y comenzó a
introducirse por sus orificios naturales.
—Úrsula gimió, se
retorció y contrajo todos sus músculos mientras la niebla exploraba y dilataba
sus zonas más sensibles. El cuerpo de la joven se elevó aun mas a medida que el
etéreo ente entraba y salía de su culo y de su sexo cada vez más rápido. Los
gemidos se convirtieron en gritos de placer, cada vez más intensos, hasta que
con una embestida final la joven se corrió mientras el ente envolvía todo su
cuerpo provocando pequeñas descargas de estática que prolongaron e
intensificaron su placer hasta hacerla perder el sentido.
—La bruma comenzó
entonces a contraerse y tras depositar a Úrsula de nuevo sobre el níveo altar, desapareció.
La joven quedó inerte, apenas respiraba. Yo, desde mi escondite, me quedé
paralizado sin saber qué hacer. Iba a acercarme y taparla antes de que el sudor
que cubría todo su cuerpo junto con el fresco de la noche hiciesen que se
congelase, pero en ese momento se despertó como si lo hiciese de un profundo
sueño y con las mejillas arreboladas recogió la túnica y se volvió corriendo a
su casa.
El alcalde calló
dando por terminada la narración de los hechos. Yo me acerqué y miré al público
antes de continuar con el interrogatorio. Los congregados estaban quietos,
algunos con la boca abierta, otros mirando con una mezcla de horror y lujuria a
la acusada.
Aprovechando el
profundo silencio, me dirigí de nuevo al alcalde:
—Una descripción
muy exacta de los hechos. Es una suerte que estuviese levantado aquella noche.
¿Suele ocurrirle a menudo?
—¿El qué?
—Eso de no poder
dormir por la noche.
—La verdad es que
me pasa con cierta frecuencia. —admitió el testigo.
—¿Y siempre va a
pasear por la noche cuando no duerme?
—Casi siempre,
sobre todo si hay luna llena.
—Entiendo. La
verdad es que si yo me internase en el bosque en plena noche, me perdería de
inmediato. —dije yo mirando a los presentes.
—Bueno, conozco
esta villa y sus bosques como la palma de mi mano, llevo recorriéndolos desde
que era apenas un chiquillo.
—Entiendo, entonces
no tendrás inconveniente en llevarme al claro donde sucedieron los hechos. Me
gustaría inspeccionar el altar. Ya sabe por si es necesario destruirlo.
Seguramente es un artefacto del demonio y no se puede dejar ahí para que un
incauto lo encuentre.
La cara que puso el
alcalde me dijo que le había pillado por sorpresa. Tal como me imaginaba, no
había ningún claro con un altar en su centro.
—La verdad es que
esa es la zona que peor conozco del bosque, no sé...
—Bueno, si fue capaz de encontrar el camino a casa en la
oscuridad, no le será demasiado difícil encontrar el camino, con la ayuda de
Dios. —repliqué yo.
Sin darle tiempo a que
aquel cabrón inventase una excusa, suspendí la sesión invitando a todo el que
quisiese a acompañarnos para ser testigos y destruir el perverso altar en el
mismo momento en que diésemos con él.
Como os podréis
imaginar, el alcalde, con paso vacilante, salió en dirección al bosque. Todos
los que le seguíamos, pudimos constatar sin dificultad que aquella enorme
barriga no estaba hecha para caminar por aquel abrupto paisaje. En cuestión de
pocos minutos Don Matías comenzó a jadear y sudar profusamente. Le dejé
guiarnos, disfrutando con cada jadeo ahogado y dejando que el mismo fuese el
testigo de cargo de su propia mentira.
—No sé. —dijo el
alcalde entre jadeos— No soy capaz de encontrar ese endemoniado claro. Quizás
un embrujo lo oculta.
Yo, consciente de
que todos los presentes habían comprobado que aquel hombre, no conocía el
bosque ni sabía moverse por él, ni era capaz de hacer el ejercicio que suponía
recorrerlo por la noche, le respondí sin ocultar mi escepticismo que tal vez
tuviese razón y ordené volver a una decepcionada expedición.
Tras despedir a los
presentes y convocarlos para la última sesión del juicio en un par de horas, me
dirigí a la taberna para comer un poco y meditar mi siguiente movimiento.
19. Testigo de
cargo
Cuando volví, la
iglesia estaba a reventar. En aquellas
dos horas la voz se había corrido entre los habitantes y nadie quería perderse
el desenlace. Todos creían que, llegado a aquel punto, me limitaría a explicar
mis conclusiones y dictar sentencia, pero sorprendiendo a todos, señalé con mi
dedo a Crisando y le ordené volver al estrado de los testigos.
El pastor se
estremeció al sentir mi mirada en plan juicio final y se acercó tropezando
hasta el lugar reservado para él.
No comencé el
interrogatorio inmediatamente. Durante un par de minutos le miré con intensidad,
con las manos a la espalda, intentando refrescar en su memoria el sermón que
había preparado expresamente para él aquella mañana.
—Solo serán unas
pocas preguntas para puntualizar un par de dudas. Dices que tanto tú como tu amigo recurrís a
Tiburcia siempre que tenéis un problema. ¿Pero, siempre ha ocurrido así?
—Mmm. No. —respondió
tras un momento de duda— Al principio íbamos a consultar con Úrsula.
—¿Y por qué
dejasteis de hacerlo? —pregunté utilizando mi cuerpo para interponerme en la línea
de visión de los dos pastores, evitando así que Regino pudiese influir en sus
respuestas.
—Nos dio un ultimátum.
Nunca nos cobraba nada por sus servicios, consciente de que éramos pobres. Pero
cuando se enteró de que lo poco que ganábamos lo gastábamos en la taberna, nos
dijo que si no dejábamos de hacerlo, no nos atendería más.
—Y al no dejar
vuestros malos hábitos, tuvisteis que recurrir a Tiburcia.
—En efecto.
—¿Tiburcia tampoco
os cobraba?
—No. —respondió el
pastor con un hilo de voz.
—¿Estás seguro? Te
recuerdo que estas bajo juramento. —le dije para poder despertar en el de nuevo
las imágenes de los perjuros en el
infierno que había descrito con todo lujo de detalles hacía unas pocas horas.
—Bueno, al
principio no, pero luego sí.
—¿Y se las pagabais
puntualmente? —insistí.
—Algo así.
—¿Algo así?
—Le hacíamos
favores.
—¿Estabais haciéndole
un favor cuando la seguisteis a la ciudadela el día anterior a la detención de
Úrsula?
Crisando abrió
tanto los ojos que creí que se le iban a salir de las órbitas. A ninguno de los
presentes le costó sumar dos más dos, pero yo no estaba dispuesto a dejar que
todo quedase ahí y redoblé mis esfuerzos.
—Supongo que no
hace falta que te recuerde lo que pasa con todos aquellos que juran en falso
ante un tribunal inquisitorial. —le dije mientras echaba una fugaz mirada a las
gotas de sudor que perlaban la frente del excelentísimo señor alcalde.
—No, señor.
—respondió Crisando con la voz temblorosa.
—Pues ahora
cálmate, y cuéntanos toda la verdad.
—Aquella tarde,
Tiburcia nos hizo llamar y nos dijo que tenía un trabajo para nosotros y que
gracias a él no volvería a cobrarnos por sus servicios.
—¡Mentira! —rugió
la curandera desde el fondo de la nave.
—¡Silencio!
—repliqué yo— Yo soy el que da la palabra en este juicio. Si vuelves a levantar
la voz mandaré que te azoten. Continua, Crisando, por favor.
—Nos citó para
aquella misma noche en la plaza y nos ordenó seguirla hasta la ciudadela.
—¿Qué pasó luego?
—pregunté yo emocionado, oliendo la sangre.
—El alcalde nos
estaba esperando en un pequeño despacho
y allí nos explicaron entre los
dos sus planes. —gimoteó el pastor— Querían que hiciésemos de testigos contra
la curadera...
—¿Qué curandera?
—le pregunté para que quedase claro.
—Úrsula. Nos dieron
instrucciones de lo que debíamos atestiguar, nos dieron una bolsa de dinero y
nos prometieron los prados que había al lado del río para que pastasen nuestras
ovejas.
—¿Y qué hicisteis
después?
—Fuimos a gastarnos
el dinero a la taberna. —dijo el pastor abatido mientras varios de sus
compadres asentían y comentaban con sus compañeros de banco como habían gastado
aquel día el dinero a manos llenas.
—Entonces, ¿Me
estás diciendo que la acusada es inocente?
—Yo...
— ¿Que he recorrido
doscientas leguas para descubrir la avaricia de cuatro ciudadanos sin
escrúpulos?
—¡Lo siento! Yo no
quería. Yo... solo... —respondió Crisando mientras caía de rodillas ante mí.
—¡Calla, estúpido!
—saltó Regino sin poder contenerse.
Yo posé mi mano
sobre el hombro del atribulado hombre, en un gesto de absolución y me volví, fulminando al amigo de Crisando
con la mirada, hasta que este, cohibido, no tuvo otro remedio que sentarse y
mantener la mirada baja mientras iniciaba mis conclusiones.
—Bien, veamos. —dije a modo de conclusión mientras ayudaba al
pastor a incorporarse y abandonar el asiento de los testigos—Por una parte
tenemos unos testimonios más que cuestionables, cuyas únicas pruebas son unas
ovejas muertas de hambre, un altar de piedra que no aparece por ninguna parte y
unas supuestas malas prácticas que nadie admite haber sufrido. Por otro lado,
tenemos más que sobradas sospechas que todos los testigos tienen intereses espurios
en el caso y se reunieron el día antes de acusar a Úrsula de brujería.
—Si a todo esto
unimos que el verdugo aquí presente no ha conseguido una confesión por parte de
la acusada, me parece que si nos dejamos guiar por la lógica es evidente que
Úrsula será culpable de muchos pecados, pero no de cometer brujería.
Todos los presentes
asintieron e incluso logré oír algún que otro suspiro de alivio. Solo una
persona gruñó y se quejó por la forma en que había manipulado a los testigos.
La vieja alcahueta se enderezó todo lo que su encorvada espalda le permitía y
salió de la iglesia mascullando, sin
esperar a que terminase de dictar la sentencia.
El resto de los
testigos parecían arrepentidos y avergonzados. El alcalde especialmente, siendo
el centro de atención allí arriba a mi lado, no sabía dónde meterse.
—No es mi intención
acusar a los testigos de ningún delito. Es evidente que han sido víctimas de
una añagaza del mismísimo demonio. Así que creo que todos debemos perdonarlos y
espero que Úrsula también haga lo mismo...
—Finalmente,
declaro a la acusada inocente de todos los cargos y ordeno que sea liberada de
inmediato.
—Perdonadme,
hermanos. —dijo el alcalde levantándose, consciente de que si no hacía nada
perdería la poca autoridad que le quedaba— He sido dominado por el demonio de
la avaricia y me siento totalmente arrepentido. Dejad que sea yo el que libere
a esta mujer inocente de sus cadenas.
El hombre se
levantó y con paso abatido se acercó con las llaves de los grilletes y la
liberó ante los aplausos de los presentes. La joven apenas podía mantenerse en
pie y entre el alcalde y yo la ayudamos a sentarse.
Hay que reconocer
que el alcalde tenía arrestos. Ante
todos los presentes hincó la rodilla y derramando lágrimas de cocodrilo, le
pidió perdón. Úrsula, que no era menos lista que él, se lo concedió magnánima, ganándose
con ello a los pocos escépticos que quedaban en la iglesia, pero diciendo a
aquel buitre con los ojos que no pensaba olvidar lo que le había hecho.
Tras unos segundos,
la reunión se disolvió y la iglesia se fue vaciando poco a poco.
—Siento que hayas
tenido que pasar por todo esto. —le dije aprovechando un momento que estuve a
solas con Úrsula— Has sido muy valiente. Ahora descansa y que alguien cuide tus
heridas.
—Yo me encargaré.
—intervino Leandra acercándose— No soy sanadora, pero estoy seguro de que no
deberíamos dejar que Tiburcia hurgase en esas heridas.
Con un gemido de
dolor, la joven se levantó y se apoyó en el hombro de su amiga. La forma en que
esta la envolvió con extrema suavidad y ternura por la cintura y la ayudó a avanzar
por la nave hasta la puerta, me hicieron pensar en que entre aquellas dos
mujeres había algo más que una simple amistad. Y la mirada de inmensa gratitud
que Leandra me lanzó no hicieron sino confirmarlo.
20. Nuevos
caminos
Dos días después
estaba preparado para irme. Ni siquiera conocía mi destino, pero lo que estaba
claro es que no podía quedarme mucho tiempo en el mismo sitio. Solo me quedaba
una cosa por hacer.
Con la bolsa de
cuero a cuestas salí de mi celda y me dirigí al despacho de la abadesa.
La mujer estaba
inclinada sobre un pergamino que leía atentamente y sin levantar la mirada de
él, me invitó a sentarme.
—Bueno, así que nos
deja finalmente.
—Eso parece,
Reverenda Madre. Tengo que darte las gracias por tu acogida. Gracias a vosotras
me he sentido como en casa.
—Gracias, hermano.
Pero solo he cumplido con mi deber. Además, he disfrutado viendo como hacías
cumplir la ley de Dios sin dejar llevarte por la histeria colectiva.
—La verdad es que
la hermana Digna me ha sido de vital ayuda para poder descubrir la verdad. Fue
ella la que se enteró de la reunión de esos cuatro... indeseables (iba a decir
soberanos hijos de puta, pero logré contenerme a tiempo). Sin ella no sé si
hubiese sido capaz de acorralar a Crisando y obligarle a decir la verdad.
—En fin, yo creo
que su sermón fue muy efectivo también, pero entiendo que cuando vas a una
batalla contra el demonio, lo mejor es contar con todas las armas posibles.
—apuntó la abadesa— Por cierto he estado meditando tu propuesta de que Digna te
acompañe en tus misiones y la he mandado venir para informarla de mi decisión.
Pasaron un par de
minutos de incómodo silencio hasta que Digna se presentó.
—Hola, hermana.
—Hola, Reverenda
Madre.
—¿Sabes por qué
estás aquí?
—No, exactamente,
pero me imagino que será algo relacionado con el hermano inquisidor. —respondió
Digna astutamente.
—En efecto. Para
serte sincera, siempre has sido un grano en el culo de esta congregación y
cuando el hermano Ortuño me ha contado lo bien que habías cumplido con el cometido que te había impuesto, no
podía creerlo.
La joven se limitó
a bajar los ojos en gesto de modestia, esperando que la abadesa continuase con
su discurso.
—De hecho ambos
estamos tan satisfechos que creemos que Dios te ha dado un don y no deberías
desaprovecharlo. Sé que no puedo obligarte, así que debes ser tú la que tome la
decisión. Si lo deseas te daré permiso para que abandones el convento por el
tiempo que el inquisidor Ortuño considere necesario, para asistirlo en sus
investigaciones. Seguirás perteneciendo a esta congregación, cumplirás sus
normas en lo que te sea posible y volverás a ella cuando tu tarea cese, pero
mientras tanto, estarás a sus órdenes.
Digna simuló dudar
y finalmente levantó la cabeza. Con labios temblorosos de emoción, respondió.
—Soy consciente de
que no he sido una monja modelo, pero Dios es testigo de que os quiero a todas
como si fueseis mis hermanas. Sin embargo yo también creo que Dios ha cruzado a
este hombre en mi camino. No es un trabajo agradable. Sé que no todos los acusados
serán inocentes, pero creo que la voluntad de Dios es que ayude al hermano Ortuño
a hacer cumplir su voluntad...
La abadesa la miró escéptica,
pero pareció aliviada cuando envió a la joven a recoger sus cosas. Tras darle
las gracias me despedí y decidí esperar a Digna camino abajo, a la sombra de
una higuera.
Finalmente sor
Digna llegó con un pequeño hatillo colgado del hombro y los ojos llorosos por
la emocionante despedida de sus hermanas, ninguno de los dos sospechaba que
aquella asociación duraría años.
Sin decir nada
iniciamos el camino dirigiéndonos hacia el sur. Aquella mañana era espléndida,
el sol lucía y las cigarras empezaban a cantar con insistencia, anunciando la
llegada de un verano inminente. Yo planeaba estar muy lejos de Cabriles de la
Sierra, a la puesta del sol, pero apenas pasadas un par de millas, Digna tiró
de mí y empujándome a unos matorrales al lado del camino, me montó con especial
ferocidad. Esta vez no se cortó y gimió y gritó desinhibida, consciente de que por
fin no había nadie alrededor que pudiese descubrirnos.
Cuando terminamos
nos incorporamos de nuevo al camino hasta que un hombre a caballo, proveniente
de la villa, se detuvo con un mensaje en el que se me comunicaba una nueva
misión...
Epílogo
En ese momento Íker cierra con extremo cuidado el volumen
y abre la boca para despedir el programa con una frase altisonante, pero
Gerardo apaga el televisor sin darle la oportunidad.
En la penumbra se pregunta cómo ha podido ocurrir una
cosa parecida. Todo es tan increíble que solo puede ser verdad y las pruebas
son irrefutables. Dominado por la curiosidad coge el móvil y hace una búsqueda
del inquisidor Ortuño en el móvil y busca imágenes relacionadas.
Entre todas hay varios retratos, dos de ellos, los más
antiguos, no se parecen en nada, pero el resto no dan lugar a dudas; el hombre
de los retratos es el mismo Javier que conoció en la universidad.
Negando con la cabeza, incapaz de creer la evidencia, se
gira en la cama. La luz de la luna, proveniente de la ventana, ilumina el
cuerpo de Carla que, acostada de lado y dándole la espalda, se ha destapado en
sueños y le muestra toda la longitud de su pierna por la abertura de su
camisón. La luz blanquecina le hace recordar
de nuevo la escena de Úrsula en el bosque y nota como su miembro despierta.
Sin poder contenerse, roza esa porción de muslo sin que
su mujer parezca darse cuenta y su deseo aumenta. ¿Y si intenta follarla
mientras duerme? Carla suele dormir como una piedra y ni siquiera las tormentas
logran despertarla , pero ¿Lograría follarla sin que se despertase?
No sabe que le excita más, si cogerla por sorpresa o
follarla sin que ella se entere. Sabe que se está comportando como un cabrón,
pero no puede evitarlo. Con sumo cuidado coge el camisón de su esposa y se lo
arremanga hasta la cintura.
El culo de Carla es hermoso, grande y redondo, con una
fina capa de vello que le hace recordar un delicioso melocotón. Gerardo coge
una de sus piernas con suavidad y la adelanta lo suficiente para dejar su sexo
accesible.
Con infinito cuidado y sin atreverse a respirar se
ensaliva el dedo y roza su sexo. Carla se revuelve y gime, pero sigue durmiendo
apaciblemente. Gerardo, envalentonado, le mete el dedo en el coño a la vez que
acaricia el pubis rasurado de su esposa, notando como el órgano reacciona
inmediatamente humedeciéndose.
Sin poder contenerse más, se acerca a su esposa y cogiéndose
la polla la dirige a la entrada de su sexo. Con infinito cuidado le mete la
punta. Carla gime en sueños y se mueve ligeramente, pero sujeta por la cintura
no puede cambiar de postura.
Milímetro a milímetro avanza por aquel delicioso conducto
todo lo que se atreve, unos centímetros nada más, comienza a entrar y salir con
suavidad del cuerpo de su esposa. Carla comienza a acompañar sus suaves
acometidas con suspiros en sueños y Gerardo disfruta como un loco tanto del
placer como de los gemidos sonámbulos de su esposa.
Sin atreverse a acometerla con más violencia continúa fallándola
a la vez que besa su espalda y acaricia su culo. La excitación crece, Gerardo está
a punto de correrse...
—¿Quieres acabar de una vez? —exclama Carla— Son casi las
tres y mañana tienes que madrugar. Y por cierto... me debes una. El próximo
polvo que me eches ya puede ser de campeonato si no quieres dormir en el sofá
una semana entera...
FIN
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