viernes, 19 de febrero de 2010

La psicología del miedo

Malefromguate resume así su relato para el ejercicio psiquiátrico: Una joven estudiante descubre un escalofriante ambiente que la obliga a tomar medidas desesperadas.

LA PSICOLOGÍA DEL MIEDO

Gabriela posó el bolígrafo en su cuaderno –los latidos de su corazón eran tan intensos que prácticamente podía escucharlos–, hizo un intento desesperado por controlar el horrible temblor de su mano con tal de anotar –o al menos de garabatear- una observación supuestamente objetiva en base a la sórdida escena que presenciaba: Doña Leonora, una anciana chaparra y rolliza, reprimía con un violento retorcijón de orejas a Paco, su hijo, un muchacho muy alto, de complexión media, con ojos pequeños como ojales, cuya voz tenia un tono grave que parecía burlón.

–¡Quieto, Paco! ¡Tranquilo… tranquilo! –dijo Doña Leonora, mientras le infringía dolor a su vástago con el retorcimiento de cartílagos, obligándolo a permanecer sentado en la incómoda silla de pinabete; ya sabía lo que sucedía cuando su amado retoño se exaltaba, y esta vez no quería que nadie resultara lastimado.

–Ya se lo dije, Doña Leonora –dijo el rubio, robusto y rubicundo Doctor Butten, con un temple que obviaba su profesionalismo mientras se ajustaba los anteojos–, no puedo recetarle más medicamentos a su hijo, lo que él necesita es que lo internemos aquí en el hospital.

–¡No, Doctor! Yo quiero mucho a mi Paco. Véalo, ¡cómo me quiere! No puedo dejarlo aquí solo, ¿qué sería de él sin mí? –replicó Doña Leonora, con aire de tristeza, mientras le acariciaba la mejilla al trastornado muchacho sentado a su lado, quién le correspondía con una risa estúpida y cariñosa.

La hermosa y asustada Gabriela, casi tiritando del miedo, observaba fijamente a Paco, el cual se le figuraba como un perro juguetón de raza grande, quizá un gran danés, a punto de sacar a la luz los primeros síntomas de la rabia.

De pronto, el grandullón de golpe se puso de pie prorrumpiendo en una especie de pánico que hizo saltar de sus asientos a todos los que se encontraban en la habitación.

–¡Mama, mama! ¡Pipi, pipi! –comenzó a gritar Paco, desesperado, balbuceando sus palabras como si no tuviese dientes –¡Pipi, mama, pipi!

–¡¿Qué le pasa?! –preguntó exaltado el Doctor Butten.

–¡Nada! ¡No se asusten! ¡Se pone así cuando quiere ir al baño! –dijo Doña Leonora, tratando de alcanzar inútilmente las orejas de su hijo, mientras que éste, agitado y esquivo, comenzaba a desabotonarse el pantalón.

–¡¡Sáquenlo de aquí antes de que nos orine a todos!! –ordenó Butten alterado a todos los practicantes, incluyendo a Gabriela que se había quedado congelada cual estatua de mármol.

Gustavo –un tipo bajo y rechoncho–, junto con Manuel –otro gordo que era el doble de su compañero en todos los sentidos–, unieron fuerzas sujetando cada uno de un brazo al perturbado de la vejiga saturada. Paco agitó con fuerza el brazo izquierdo, logrando aventar al más pequeño de sus captores hacia la esquina de la oficina, haciéndolo caer y rodar un par de veces como si éste fuese una bola de boliche.

Manuel no se dejó doblegar con tanta facilidad, por lo que Paco, ya con la bragadura algo empapada, comenzó a golpearlo torpe pero fuertemente en el rostro. En el forcejeo hasta Doña Leonora, que se esmeraba por ayudar a controlar a su hijo, recibió una fuerte bofetada de su querubín que la descontó por completo. Aquel alboroto parecía la escena de un documental de la vida animal que mostraba una disputa por comida entre chimpancés.

Finalmente, el enorme Doctor Butten se lanzó con todas sus fuerzas sobre el orate, arremetiéndolo del cuello con su robusto antebrazo, logrando así, con la ayuda del lacerado Manuel, arrinconar al chiflado a la pared, el cual no paraba de forcejear y gritar incoherencias mientras seguía meándose en el pantalón.

–¡Llamen a los enfermeros! ¡Gabriela, haga algo por el amor de Dios! –gritó Butten enardecido, rojo como un tomate.

Minutos después, luego de doblegar a Paco con la ayuda de una inyección, frente a una llorona Doña Leonora, un par de enfermeros se alejaban con el alborotador en camilla, sedado y hediondo a orines.

–Les pido disculpas, jóvenes –dijo el Doctor Butten mientras se arreglaba–, lo que vieron acá es algo que ocurre con frecuencia. Cometí el error de alterarme demasiado. Le hecho la culpa a mi misofobia, además de que realmente me preocupé cuando vi que el paciente comenzó a golpear a Manuel. Por cierto, ¿estás bien?

–Si, Doctor Butten… ¡gracias! –respondió el muchacho gordo y grande, adolorido y con la voz temblorosa.

–¿Y tú, Gustavo, estás bien?

–Si, estoy bien… –respondió resignadamente el practicante chaparro.

–Es recomendable que las sesiones con los individuos que padecen de esquizofrenia, en este caso del tipo desorganizada, se realicen siempre en compañía de al menos un colega… –dijo Butten, mientras posaba una mirada imponente sobre Gabriela, quien palideció en un tono más lívido que el de su propia piel blanca–. Señorita, entiendo que siendo usted una fémina no considere prudente ponerse a forcejear con un paciente alterado, pero la próxima vez procure estar más atenta ante este tipo de problemas. Si se hubiese tardado un poco más en llamar a los enfermeros esto podría haber resultado en algo grave. ¿Me explico?

–¡Si, Doctor, mil disculpas! –respondió la chica, avergonzada, con indicios de lágrimas en sus ojos negros.

Luego de aquel violento incidente Gabriela no pudo evitar pensar en lo afortunada que había sido la "ramera" de Maritza, la compañera de clases que había conseguido un puesto para realizar sus prácticas en una elegante clínica en donde se trataban problemas de anorexia y bulimia. De seguro había logrado la aprobación de aquella falacia coqueteando con el supervisor encargado. En cambio a ellos les había tocado el hospital psiquiátrico La Esperanza, que por ser público era el peor lugar que le podían asignar a un estudiante de psicología para cumplir con aquel requisito de graduación. ¡Todo por no conseguir una alternativa a tiempo!

De pronto ingresó a la oficina una descomunal, fea, tosca y bigotuda enfermera que únicamente saludó a Butten con un solemne movimiento de cabeza.

–No está mal para ser su primer día de prácticas, ¿no es así, jóvenes? –preguntó el médico rubicundo, con un tono bromista y un tanto afable–. Por favor, sigan a la enfermera Truie –hizo un ademán señalando a la mujer–, ella les asignará sus tareas para el resto de la jornada. Mañana a primera hora regresen conmigo, así continuaremos atendiendo y estudiando a los pacientes de la consulta externa. ¡Que tengan un feliz día!

–¡Síganme! –ordenó la enfermera Truie a los estudiantes, con una voz aguardentosa, propia de un sargento.

Gabriela, Gustavo y Manuel, bastante nerviosos y envueltos en una palidez cercana a la de los mimos, siguieron a la grotesca mujer por las instalaciones de La Esperanza. Su lenguaje corporal los hacía verse alertas ante cualquier posible agresión de varias internas que deambulaban en batas celestes a su alrededor. Algunas caminaban como zombies, mientras que otras parecían enfadadas y gesticulaban violentamente sin decir palabra, como si estuviesen discutiendo con el aire. Producían un efecto que parecía magnético, similar a la gravedad que se siente al pararse de puntillas en la orilla de un abismo. Era como si el aire que respirábase en las proximidades fuera tóxico para la cordura.

–Esa es la Malcriada –dijo Truie, señalando a una bella joven de ojos claros y grandes, con el cabello suelto y despeinado, que se encontraba junto a una iluminada ventana con los brazos cruzados y la mirada perdida hacia el exterior–. Los pacientes le han puesto ese apodo… –continuó la enfermera con cierto aire de ironía, ondulando su bigote ralo al hablar, lo cual desvirtuaba aún más las facciones gruesas de su rostro y distraía a sus interlocutores–, pero su verdadero nombre es Patricia Argueta.

–¿Por qué le dicen la Malcriada? –preguntó Gustavo.

La enfermera Truie esbozó una horrible sonrisa que arqueó su bigote partido. Había puesto una expresión como si estuviese esperando que le preguntasen sobre el apodo de la loca.

–La señorita Argueta sufre de un trastorno de identidad disociativo...

–¿Personalidades múltiples? –preguntó Gabriela.

–¡Correcto, sabionda! –respondió la sargentona con desdén–. Ella cuenta con dos personalidades: La primera, la recomendable, es de una muchacha muy dulce y tierna, la consentida de su padre entre tres hermanas…

–¿Y la segunda? –preguntó Gustavo con impaciencia, logrando generar de nuevo en Truie la expresión del bigote arqueado.

–La otra personalidad corresponde a la de una mujer sádica y violenta que asesinó de veinte puñaladas a su propio progenitor –respondió la enfermera aún sonriendo–. ¡Así que ojo con ella!

Como si la Malcriada hubiese sabido que estaban hablando de su persona, volteó de soslayo con dirección al grupo de los estudiantes y la enfermera, intimidando a Gustavo con su incisiva mirada, quien dio un gran trago de saliva por el susto de aquella impresión.

–El hospital está dividido en dos grandes secciones: la de hombres y la de mujeres; éstas a su vez se subdividen en áreas de acuerdo al estado de cada individuo, comenzando desde las personas que están aquí por un simple problema de aspecto legal, hasta la de los que padecen de enfermedades mentales crónicas… –explicaba la enfermera mientras seguían avanzando.

De pronto una mano fría y áspera, como la lengua de una vaca muerta, se aferró con fuerza al antebrazo del chaparro gordito del grupo, provocándole al estudiante un gigantesco susto que hizo latir su corazón tan fuerte como si le hubiesen propinado una potente y efímera descarga eléctrica.

–¡Eres guapo! ¡Hazme el amor! –solicitó una anciana de cabello plateado a Gustavo.

No había que ser estudiante de psicología, ni mucho menos psiquiatra, para darse cuenta que aquella viejecita no tenía la mente posicionada en esta dimensión.

–¡Señora Pérez, compórtese por favor! El joven aquí presente trabajará temporalmente con nosotros, y usted sabe que no debe meterse con los miembros del personal médico –reprendió la enfermera Truie a la ruca.

–¡Sólo quiero un besito! –reclamó la Señora Pérez, esbozando una sonrisa de dientes sintéticos ante un aterrado y sudoroso Gustavo, quien claramente no tenía idea de qué decir para librarse del problema.

–¡Se lo advierto, Señora Pérez, si continúa incomodando a un miembro del personal vamos a tener que inyectarla!

El tono autoritario de Truie doblegó el onírico libido de la anciana, quien finalmente soltó a Gustavo, pero no sin antes guiñarle un ojo y lanzarle un beso en el aire.

–¡Gracias, enfermera! –dijo el gordito con tono de alivio, sujetándose el pecho con la mano.

–Es mi trabajo velar porque los internos se comporten –respondió tajante la enorme mujer–. Ahora, por favor, instálese en esa oficina ya que usted asistirá al encargado del área de las pacientes de avanzada edad

Aquella indicación hizo que Gustavo reaccionara con un rictus de perplejidad, seguro pensando en que allí corría el riesgo de encontrarse de nuevo con la ninfómana geriátrica.

–¡¿Qué espera?! Entre en la oficina y diga que yo le asigné el puesto de asistente en el lugar –concluyó Truie, haciendo correr con celeridad y obediencia al gordito hacia el lugar indicado.

El recorrido continuó: pasaron por el comedor, por los talleres donde se les daba a los pacientes menos trastornados terapia ocupacional y por la sección para internos varones. La enfermera Truie le asignó a Manuel un puesto cercano a la entrada de la bodega de medicamentos y continuó su camino ya sólo en compañía de Gabriela. Pronto ambas comenzaron a atravesar un corredor que se percibía mucho menos iluminado que cualquier otra sección del hospital. De inmediato un olor áspero e insultante, proveniente de las celdas que rodeaban el lugar, envolvió la nariz de la estudiante. Era un aroma mezcla entre excrementos humanos, sudor, alcohol, sangre y quién sabe qué más. Unos leves soliloquios, quejidos y sollozos podían escucharse de vez en cuando en el ambiente. Sin embargo, el taconeo en el andar de la enfermera alertó a los habitantes de aquel pasaje, con lo cual, los débiles sonidos se convirtieron en infinidad de alaridos, golpes en las puertas de metal, blasfemias y letanías que componían una sinfonía escalofriante y ensordecedora, propia de un túnel dantesco.

Gabriela entornó los ojos, elevó los hombros y se llevó las manos hacia los oídos, rezagándose mientras luchaba por no quedarse inmovilizada de pánico.

–¡Sígame! ¡No se atrase! ¡Apresúrese! –ordenó Truie, molesta por la reacción de la estudiante.

Llegaron al final del patibulario corredor donde encontraron una estrecha y lúgubre oficina iluminada por la tenue luz de un viejo bombillo.

–Su nueva oficina, señorita –dijo la enfermera cruelmente al señalar con un ademán el interior de aquella cámara mortuoria.

–¡¿Voy a estar aquí sola?! –preguntó Gabriela con los ojos como platos.

–Estarás con el enfermero encargado de hacer las rondas dentro de esta área. El problema es que él no vino a trabajar hoy –dijo Truie sonriendo; luego su rostro se tornó severo de nuevo y continuó–. Tu función será llevar un registro de los medicamentos y terapias que se les proporcionen a los pacientes de este corredor, así como de reportar cualquier anomalía o problema que éstos presenten. Allí tienes una pila de expedientes que puedes ordenar para empezar.

–¡¿No va dejarme sola, o si?! –preguntó Gabriela aterrada.

–Por supuesto que si, no puedo quedarme aquí a perder el tiempo contemplándote, tengo asuntos que atender. Te llamaré para indicarte cuando sea la hora del almuerzo.

–¡¡Espere!! –gritó Gabriela–. Eh… ¿acaso los pacientes crónicos no tienen aisladas sus celdas? Usted sabe, para no lastimarse ni hacer tanto… ruido.

–¡Ja, ja, ja! ¡Qué ilusa eres! ¿Crees que los fondos del Estado en este país alcanzan para eso? Despreocúpate, ya te acostumbrarás; generalmente no hacen tanto escándalo ya que solemos sedarlos fuertemente; pero de eso se encarga el enfermero, y como ya te dije no vino hoy.

La enfermera se retiró, provocando de nuevo la algarabía demencial entre los ocupantes de las celdas. Luego, por unos minutos, todo quedó en silencio, y eso al final resultó aún más aterrador que la bulla del principio. Gabriela, con su mano trémula, tomó un expediente de la pila y comenzó a leer los datos de la primera página:

Paciente:

Antonio Cuevas.

Celda asignada:

17-B

Diagnóstico:

Esquizofrenia indiferencial.

Observaciones:

El paciente es agresivo y muy inestable. Pasa de estado catatónico a explosivo con frecuencia, especialmente frente a personas del sexo femenino…

¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! Tres fuertísimos golpes en la celda más cercana, y una carcajada estentórea que retumbó con un eco casi demoníaco, hicieron que la pobre Gabriela del susto se comprimiera en la silla, soltando el expediente sobre la mesa tan rápido como si éste se hubiese prendido en llamas. La muchacha se quedó con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza entre sus brazos para ahogar su llanto.

* * *

Uno, dos, tres días más, con la misma espantosa rutina sucedieron a aquel. Cada día era un infierno diferente: por la mañana, el desfile de fenómenos que llegaban a la consulta externa como espectros de ultratumba: la retrasada mental ninfómana; el hombre que se comía las uñas hasta sangrarse los dedos; el indígena, cobrizo e hirsuto, que alucinaba con la siguanaba y que además se creía estrella de futbol; el tipo que confesó tener deseos de matar a su esposa y a sus hijos. Luego venía el recorrido por la zona de las pacientes de avanzada edad, cuyas locuras a veces se confundían con su senilidad; y finalmente, el paso por el escabroso corredor infernal de los enfermos crónicos que cada día somataban las puertas con más fuerza, como queriendo derribarlas para salir a violar a Gabriela y luego devorarla viva. Para ajuste de penas el enfermero encargado del lugar había sido suspendido por enfermedad y no se había presentado en todo ese tiempo.

¡La chica de ojos negros no podía soportarlo más! Esa tarde dejó de temblar, se puso de pie de forma automática, respiró profundo, salió de la estrecha oficina y comenzó a atravesar con presteza el horrendo pasaje saturado de locos bulliciosos. Llevaba pegado al pecho su cuaderno de apuntes, pero éste se le cayó de un tremendo susto que le provocó un fuerte somatón que escuchó al pasar precisamente junto a la puerta de la celda 17-B. No regresó por él, más bien se apresuró para salir lo más pronto posible de allí. Pasó por la oficina cercana a la entrada de la bodega de medicamentos, allí vio a la enfermera Truie reprendiendo severa y humillantemente a Manuel, pero eso no le importó, siguió caminando presa de una especie de trance. Luego llegó a las afueras del comedor, donde presenció el momento justo en que la Malcriada mordía fuertemente la mano de un enfermero que la había tocado en el hombro, a lo cual éste reaccionó gritando, primero de dolor y luego pidiendo auxilio ante la inclemente presión mandibular que le proporcionaba la loca. Gabriela se asustó un poco, pero prosiguió. Más adelante vio a la Señora Pérez forcejeando con Gustavo, tratando insistentemente de besarlo en la boca. La estudiante continuó avanzando, indiferente a todo, con la mente en blanco, sin la certeza de saber adonde se dirigía, hasta que pasó por la puerta de la oficina del Doctor Butten justo cuando éste iba saliendo de la misma. La practicante se detuvo y se le quedó mirando al maduro médico con unos ojos inundados de desesperación y ansias, cubiertos por un velo de determinación que pregonaban su disposición a hacer "cualquier cosa" con tal de librarse de aquel orco.

* * *

Los labios de Gabriela envolvían con cadencia un glande grueso, rojizo y brillante; lo succionaban y acariciaban con un esmero que le producía una fruición extraña. Repitió la operación varias veces hasta que, ya entrada en mejores ánimos, comenzó a engullir por completo el pene del Doctor Butten, quien se regocijaba ante las sensaciones que le brindaba aquel espectáculo, y se excitaba aún más cuando la practicante, por momentos, posaba su sensual mirada de ojos de perlas negras sobre él, sin dejar de mamarle la verga.

Tras unos minutos, las enormes manos de Butten recorrían fascinadas la lívida y tersa piel de las nalgas de Gabriela. La practicante se encontraba colocada en cuatro patas, sobre el escritorio, y empinaba su culo de majestuosas redondeces, firme y perfecto, con tal de ofrecerle un ángulo propicio al psiquiatra para que éste la penetrara sin clemencia por su húmeda, caliente y rasurada vagina. Aquella impactante imagen le pareció al doctor como la terapia perfecta para curar –o hasta para producir– cualquier tipo de locura.

Butten hendió su pene, forrado de látex, en aquella deliciosa concha con la facilidad con que se hunde un cuchillo caliente en mantequilla. Su pelvis llena de vellos rubios comenzó a chocar repetidas veces contra las nalgas de Gabriela, quien arqueaba su espalda en cada embestida, jadeaba con fuerza y se relamía los labios de gusto. Nunca había tenido una verga que la llenara tanto. A pesar que no lo había considerado posible, realmente estaba disfrutando de aquella antiética y "liberadora" cogida.

El doctor, aferrado a la larga y delgada cintura de la practicante; estimulado también por las miradas sensuales y lascivas que ésta le hacía cuando volteaba a verlo de vez en cuando; no pudo resistir más y comenzó a correrse abundantemente, lanzando varias balas de su simiente que chocaron con fuerza en la punta elástica del condón. En medio de la eyaculación se puso a gruñir como un cerdo que se ahogaba y su rostro se le tornó aún más rojo que la ocasión en que sometió con el antebrazo a Paco, el loco meón de la consulta externa.

Mientras el psiquiatra recuperaba el aire, ya con el miembro marchito afuera y con el preservativo aún sostenido del mismo, casi rebalsando, notó que Gabriela, con los ojos cerrados, se mordía los labios y seguía elevando lenta y rítmicamente las nalgas, arqueando la espalda levemente a manera de reflejo. Preocupado Butten por la insatisfacción de la chica, hundió un par de dedos –índice y corazón– hasta los nudillos dentro de la vagina de la practicante, y comenzó a taladrar aquel coño deseoso con mucha rapidez e intensidad, arrancando con su acción fuertes gemidos entrecortados de placer en su víctima.

Gabriela, ante aquella implacable seguidilla de penetraciones de dedos, alcanzó un tremendo orgasmo que pregonó con un agudo y sufrido alarido, que por suerte no atravesó la oficina de Butten, ya que de haberse propagado por el hospital habría alterado a más de una docena de orates.

El doctor exhausto y satisfecho se sentó en la silla, miró a la practicante y dijo:

–¡Uff! Puedes traerme la boleta de culminación de prácticas cuando quieras, linda. Luego de esto te has ganado no sólo mi firma sino además mis recomendaciones. ¡Felicitaciones! ¿Qué piensas hacer ahora?

Gabriela no respondió, se incorporó, tomó sus bragas, sacó otro condón de la gaveta abierta del escritorio y se dirigió al psiquiatra con un andar sensual. Se hincó frente a él, le quitó el preservativo usado y le limpió el pene con la prenda que tenía entre sus manos.

–Voy a solicitar trabajo en alguna de esas clínicas para tratar problemas de bulimia y anorexia. Al fin y al cabo, con esto que acabo de hacer creo que ya tengo el perfil necesario para ello –dijo finalmente la chica.

–¿A qué te refieres? –preguntó sobresaltado el psiquiatra ante la extraña respuesta y el inusual comportamiento de la practicante.

–Yo me entiendo –dijo Gabriela, mientras comenzaba a mamarle de nuevo el pene a Butten, logrando endurecerlo de inmediato.

–¡¿Qué haces, Linda?! No te preocupes, soy un hombre de palabra y voy a cumplirte, no es necesario que te esmeres tanto.

–¡Ummh! Esta va de gratis, Doctor… estoy feliz de haberme librado de este infierno, además, ¡esta pija me fascinó como no tiene idea!

La chica entonces le puso sensualmente el condón al doctor con la boca, luego se sentó sobre él, no sin antes colocarse con la mano la punta del pene en la entrada de su vagina para clavárselo en el descenso. Al final ambos quedaron cara a cara y comenzaron a moverse con un violento vaivén.

* * *

Un par de horas después, la practicante salió de la oficina con su bolso al hombro, el cabello suelto y una sonrisa que le daba una expresión un tanto vulgar: como la que ponen las mujerzuelas cuando llegan al final de su faena diaria. Se despidió de Butten agitando la mano femeninamente y se retiró, zapateando y contoneándose con suma seguridad y presteza, llamando la atención de todo el personal masculino cercano y de un extrañado –y besuqueado– Gustavo que casualmente pasaba por allí. El psiquiatra, en medio de un prolongado suspiro, observó satisfecho a la chica alejarse. De pronto, del otro lado del salón, divisó a Truie quien lo observaba sonriente. Ambos se saludaron inclinando la cabeza con una expresión de complicidad, como diciendo: "todo salió de acuerdo a lo planeado".

"Es fascinante la psicología del miedo. Estas practicantes son tan predecibles, tan fáciles de impresionar, que basta con darles un buen susto para que vengan corriendo a regalar el culo con tal de escapar, y luego con algo de terapia descubren a la puta reprimida que llevan dentro. No deja de sorprenderme. ¡Siempre funciona!", pensó Butten, mientras agitaba levemente la cabeza de arriba hacia abajo.

FIN

Malefromguate.


La psicología del miedo
Categoría: Hetero: General
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Malefromguate resume así su relato para el ejercicio psiquiátrico: Una joven estudiante descubre un escalofriante ambiente que la obliga a tomar medidas desesperadas.

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