domingo, 21 de abril de 2013

El tren del Fin del Mundo

Unas chicas y unos chicos viajan al fin del mundo y viven experiencias apocalípticas a bordo del tren del fin del mundo.



Y el ganador de nuestro premio mayor es el poseedor o la poseedora del número… setenta… y… uno. Vamos a ver… pertenece… a nuestra novel integrante del grupo de secretarias de gerencia, la señorita Maribel Castellanos, ¡Enhorabuena!


Así comenzó, a mediados de junio de 2012, mi odisea al fin del mundo. El premio que me acababa de ganar era un viaje a Ushuaia, Argentina, para hacer un recorrido en el Tren del Fin del Mundo. El galardón incluía pasajes aéreos ida y regreso en primera clase Madrid-Buenos Aires, Buenos Aires-Madrid. También comprendía billetes aéreos Buenos Aires-Ushuaia y viceversa, además de una jugosa cantidad en dinero: 15.000 euros (unos 19.500 dólares estadounidenses) depositados en una tarjeta de débito Visa Internacional.


Yo acababa de ingresar, por enchufe, en la filial española de una empresa transnacional de capitales ítalo-argentinos. Ejercía de secretaria en el equipo de secretarias de gerencia de la compañía, tras egresar de secretaria bilingüe de un centro de estudios de secretariado de Madrid. Era un trabajo bien remunerado y con hora de entrada y salida fija que me permitía disponer de bastante tiempo libre. A estudiar este oficio llegué tras buscar infructuosamente por alrededor de un año empleo como economista, que es mi primera profesión.


Como mi padre poseía contactos que podían hacer que me empleara de secretaria una vez egresada de tal, por, según decían, mi bonita figura, simpatía y buena capacidad para relacionarme socialmente. Es verdad que tengo una bonita planta, una buena presencia, que no pasa desapercibida por los varones ni tampoco por las chicas. Las otras dos características que me atribuían eran ya más subjetivas y, creo yo, eran más un adorno de la buena planta que realidades palpables.


Además, mi vida por aquel tiempo atravesaba, según yo, una crisis terminal, porque había roto con mi novio de toda la vida, desde la virginal primera adolescencia, con quien me había comprometido en matrimonio, tras un largo noviazgo de ocho años y medio. Nuestra ruptura total y definitiva se produjo a escasos quince días de la fecha de nuestro enlace nupcial. En medio del shock que estaba viviendo en ese entonces, tuve que deshacer todos los preparativos del casamiento: cancelar reservas, avisar a los invitados, devolver regalos y un sinfín de cosas más. Ël, mi exnovio, solo se limitó a financiar los costes que todo aquello implicaba, sin ayudarme en ninguna de las gestiones. Acabé desecha, abatida, muy cansada, pero, sobre todo, con mi amor propio por los suelos.


Al premio no le había dado importancia alguna. No estaba yo para viajes y, además, tenía la seguridad de que no podría concretar aquel viaje hasta dentro de un año, cuando tuviese derecho a vacaciones. Sin embargo, un encuentro casual con uno de los accionistas mayoritarios de la compañía, Martín Logno, modificó todo.


—Buenos días don Martín, soy Maribel y estoy reemplazando temporalmente a Begoña, la secretaria de don Juan Antonio Cataldo, nuestro gerente de recursos humanos.

—¡Ah, muy bien! ¿Has dicho que te llamas Maribel? ¿Maribel Castellanos? La chica de la filial Madrid que ganó el viaje finis Terrae.

—sí, exactamente don Martín

—¿y cuándo viajas?

—pues ya dentro de poco más o menos un año.

—¡Un año!, y eso ¿por qué? ¿Por qué no lo haces este 2012 que es cuando dicen que se acaba el mundo? Yo aprovecharía esta coyuntura, acentuaría la aventura, ¿no?

—Sí, sí. Lleva razón, pero es que, verá don Martín, no tengo vacaciones hasta el próximo año.

—¡Ah, ya veo! Pero te gustaría hacerlo este año, antes del 21 de diciembre, ¿no?

—Sí, claro que me gustaría, pero no se puede.

—Y si el mundo se termina, ¿te vas a conformar con perder el viaje?

—No tengo alternativa —dije encogiéndome de hombros.

—Dejámelo a mí —me dijo don Martín con su típico acento argentino.



Finalizada la reunión entre Martín y Juan Antonio, el gerente de personal se acercó a mí y me dijo:

—Vete preparando las maletas porque antes de finales de este año viajas al fin del mundo. Martín me convenció para anticiparte tus vacaciones. Así es que vete pensando la fecha y me la dices cuanto antes.

—Está bien Juan Antonio. En todo caso yo había pensado viajar en septiembre del año que viene, pero si es este año, también me viene muy bien ese mes porque en América del Sur empieza la primavera y mejora el clima. Adicionalmente, septiembre todavía no es temporada alta en el cono sur de América, incluyendo Argentina. Todo es más barato.

—A mí septiembre me viene de perlas, porque por esas fechas ya toda la plantilla habrá regresado de vacaciones de verano y me será mucho más fácil buscar quien te reemplace en tu puesto de trabajo.

—Deme Juan Antonio, por favor, hasta la semana entrante para confirmarle la fecha.

—Está bien.


Esa semana me dediqué a averiguar todo lo que pude sobre el viaje del Tren del Fin del Mundo, sobre la disponibilidad de vuelos para septiembre, de reservas para el viaje en el tren, reservaciones de hoteles, documentación necesaria para el viaje y asuntos afines.


La idea de viajar poco a poco comenzó a hacerme ilusión. No había problemas con los vuelos ni con las reservas para septiembre si hacía las gestiones pronto. Me enteré que el Tren del Fin del Mundo hacía el mismo recorrido que hicieron durante casi medio siglo centenares de presidiarios desterrados a un penal localizado en el confín más austral de la región patagónica argentina, Ushuaia. También supe que el lugar era principalmente visitado por turistas embarcados en lujosos cruceros provenientes de todo el mundo y que recalaban en el puerto de Ushuaia. Averigüé que yo tenía billetes para el denominado Coche Presidencial del ferrocarril, un cómodo y lujoso vagón en el que viajaban entre cuatro y ocho personas, que contaba con confortables acomodaciones, como comodísimos asientos, aire acondicionado, baños privados y servicios de alimentación tipo gourmet. Además de todo aquello, mi mejor amiga, Andrea, había prometido acompañarme al fin del mundo costeándose ella misma los gastos. Ella era una chica muy maja que había demostrado con creces ser una buena amiga, que estaba conmigo en las duras y en las maduras, que era fiel y que, pese a pertenecer a una familia muy adinerada, no hacía ningún tipo de distingo entre las personas en razón de su caudal financiero. Andrea era una chica muy guapa: alta, de figura exuberante, pero proporcionada a la vez, muy elegante y culta, de llamativa cabellera negra azabache, cutis albo y ojos grandes de color azul turquesa. Había viajado mucho y siempre dejaba un amor en cada lugar que visitaba. Había estado, dentro de América del Sur, en Río de Janeiro, Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile, pero en visitas breves que no le habían dado tiempo más que para conocer esas ciudades superficialmente. Así que la idea de conocer más a fondo Buenos Aires y la zona patagónica la atraía.



Finalmente, la segunda semana de septiembre de 2012, Andrea y yo volábamos a Buenos Aires a bordo de un Boeing 787. Tras poco más de doce horas, el vuelo sin escalas en el que íbamos y que cubría los cerca de 10.000 kilómetros que separan Madrid de Buenos Aires, se posaba en una de las pistas del aeropuerto internacional de Ezeiza en Buenos Aires (oficialmente se llama Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, pero todos lo conocen como Ezeiza).


En el aeropuerto nos esperaba una amiga de Andrea, Manuela, una chica española hija de un representante diplomático de España en Argentina.


Gracias a Manuela y a los buenos oficios del encargado comercial de la embajada de España en Argentina, quien, casualmente, viajaba a Madrid ese mismo día, una hora después del arribo de nuestro avión, nos ahorramos la mayoría de los engorrosos trámites de ingreso a Argentina. En poco más de veinte minutos, íbamos camino a nuestro hotel en el sector de Puerto Madero, a bordo del mismo coche con placa diplomática que había trasladado al encargado de negocios español hasta el aeropuerto.


El vistoso coche de matrícula diplomática se aproximó para estacionarse frente al lobby del hotel lo que alertó al personal de recepción, quienes se dirigieron en tropel a darnos la bienvenida y a facilitarnos nuestro registro e instalación en el suntuoso hotel. Entramos escoltadas por cerca de diez mozos del hotel. La actividad normal de este recinto hostelero se paralizó por unos minutos para facilitar nuestra llegada. El personal se movilizaba rápido para transportar nuestro equipaje, detener un ascensor para nuestro uso exclusivo, dar los últimos toques a la suite ejecutiva de dos dormitorios en la que alojaríamos para que estuviese a la altura de unas pasajeras VIP, que era lo que ellos creían que éramos Andrea y yo. El hotel, el Hilton Buenos Aires Hotel, pertenecía a una famosa cadena hotelera internacional. Andrea había insistido en ir sin escatimar gastos en alojamiento, comidas o diversión. De hacer falta, ella correría con los gastos extras.


Nuestra glamorosa llegada al hotel no pasó inadvertida por otros pasajeros. Tres apuestos chicos, un rubio, un moreno y un pelirrojo, nos miraban de arriba abajo con gran atención y curiosidad durante todo el proceso de arribo al hotel.


Después de ducharnos, descansar algo, cambiarnos de ropa y arreglarnos un poco, sonó el citófono de la habitación:

—Sí, dígame —respondió Andrea.

—Buenas noches señorita, me llamo María José y pertenezco al Servicio de Atención al Cliente del Hilton Buenos Aires Hotel. Deseaba informarle que doña Manuela García de la Haza las espera en uno de los salones VIP del tercer piso, ¿qué le digo?

—Que en un par de minutos estaremos con ella.

—Muy bien, muchas gracias.

—Manuela ha venido a buscarnos y nos está esperando en un salón del hotel —me dijo Andrea apenas colgó el citófono.

—Pues no la hagamos esperar y vamos a por ella —respondí.



Manuela, muy elegantemente vestida, había venido para invitarnos a cenar en un lujoso restaurante de las cercanías del hotel. Después de una sincera charla de amigas la convencimos para que cenáramos juntas en uno de los restaurantes del hotel. Arreglarnos para salir a un restaurante de tanto postín nos daba flojera, queríamos recuperarnos de las más de catorce horas de viaje, incluyendo traslados y demases.



Primero fuimos al Mosto Wine Bar para tomar el aperitivo. Al ingresar al simpático lugar nos dimos de bruces con los tres chicos que nos observaban atentamente a nuestra llegada al hotel.


—¡Mirad! Las chicas VIP ¿venís por un aperitivo? —preguntó el rubio en español con cierta entonación extranjera.

—Sí —respondió Andrea haciendo de nuestra portavoz.

—¿Nos haríais el honor de aceptar que las invitáramos a una copa? Acabamos de paladear un vino late harvest extraordinariamente delicioso, ¿os animáis?

—Está bien —contestó Andrea luego de consultarnos con la mirada a Manuela y a mí.


Los chicos eran muy agradables, encantadores a decir verdad y muy guapos. El rubio era austríaco, el pelirrojo era irlandés y el moreno, italiano. Los tres hablaban español perfectamente porque habían realizado sendas estancias de un año en España, gracias a una beca de movilidad internacional Erasmus, mientras estudiaban en las respectivas universidades de sus países de origen.


Después de las copas y los snacks, el chico rubio de nuevo tomó la palabra:

—¿Os apetece si vamos a cenar al restaurante El Faro?

—Queríamos ir a un restaurante del mismo hotel. —respondió Andrea con una amplia y seductora sonrisa.

—El Faro es el restaurante de comida internacional de este hotel —respondió el rubio mientras el pelirrojo me miraba fijamente a los ojos después de recorrer lascivamente mi cuerpo de arriba abajo. Creí que mi corto vestido se había transparentado y se me salieron los colores al rostro.

—En ese caso aceptamos cenar con vosotros, pero esta vez pagamos nosotras —dijo Andrea resueltamente, pero entre sonrisas cómplices con el rubio. Claramente el rubiales había logrado cautivar la atención y simpatía de Andrea.

—Por ningún motivo señoritas, nosotros invitamos o no hay trato —dijo el rubio en medio de galanteos y pícaras miradas a Andrea.

—Está bien, está bien. Vosotros ganáis esta vez, pero para la próxima ocasión tenéis que prometer que dejaréis que nosotras invitemos.

—Prometido


Cenamos agradablemente. El pelirrojo, sentado a mi lado, no paró de coquetearme toda la cena. El chico me parecía muy guapo y su acento anglo sentía que le daba un toque muy seductor a sus palabras. El rubio, entretanto, se desvivía por caerle en gracia a Andrea, mientras que el moreno italiano no perdía el tiempo procurando seducir a la bella Manuela.



El postre lo tomamos en unos cómodos sofás que tenía El Faro. Andrea y el rubiales ocuparon un sofá, Manuela y el pelinegro otro, y el pelirrojo y yo un tercero. La charla se tornó más íntima, más estrecha, más audaz y provocadora. El rubio daba bocados de postre en la boca a Andrea, quien se dejaba llevar por el entusiasmo y la atracción que sentía hacia el austriaco chaval.


El pelirrojo cada vez se acercaba más a mí, sabedor que no me era indiferente, pues la traicionera delgada tela de mi vestido ponía en evidencia la excitación que sentía hacia él, que se traducía en unos pechos con sus pezones erguidos y rígidos que no habían pasado desapercibidos por el irlandés de cabello rojo.


El moreno no se quedaba atrás y mostraba incesante y vivo interés por la guapa Manuela. Ella le correspondía, pero con moderación y templanza en las palabras y acciones. El italiano le parecía simpático y guapo, pero esa noche ella no estaba en plan de conquista. Su corazón estaba ocupado por el amor de otro hombre.


Las tres decidimos no llevar las cosas más allá. Andrea y yo, después del largo viaje, no estábamos para una noche de briosa pasión, como la que nos proponían los chicos. Manuela, en tanto, además de no andar en plan de conquista, debía madrugar al día siguiente para asistir a un importante simposio que empezaba a primera hora.


Los tres chicos, no muy contentos, se despidieron resignada y amablemente de nosotras, esperanzados en que tendrían otra oportunidad más adelante. Sin embargo en los días siguientes que pasamos en Buenos Aires no los vimos por el hotel. Según una camarera con la que charlábamos de vez en cuando, los chicos dejaron el hotel al día siguiente de cenar con nosotras.


Los tres días siguientes los dedicamos a conocer los sitios de mayor atractivo turístico de Buenos Aires capital, guiadas magistralmente por la cariñosa Manuela y por su novio bonaerense, quienes hicieron de cicerones para nosotras.


Al cuarto día nos fuimos al aeropuerto para coger un vuelo directo Buenos Aires – Ushuaia. Después de tres horas y media de viaje y cerca de 2.400 kilómetros de recorrido llegamos al aeropuerto de Ushuaia. Allí nos esperaba un coche del hotel de Ushuaia en el que teníamos reservaciones. Era un hotel boutique, el Tierra de Leyendas, muy bonito, con habitaciones muy cómodas con vista al canal Beagle y a los picos nevados de la cordillera de los Andes. Un lugar de ensueño enclavado en el confín del fin del mundo.


Al llegar nos registramos y fuimos conducidas a nuestra habitación deluxe doble. Nos dimos una ducha escocesa (el baño de la habitación tenía ducha escocesa y jacuzzi para cuatro personas). Luego fuimos al restaurante a comer. Íbamos ingresando al restaurante y ¡sorpresa! Los tres chicos de Buenos Aires —el rubio, el pelirrojo y el moreno— estaban sentados en una de las mesas.


—Y vosotros ¿qué hacéis aquí? —preguntó Andrea asombrada.

—Las estábamos esperando chicas para darles la bienvenida —bromeó el rubiales.

—¡Oh, sí! Creéis que nos chupamos el dedo ¿no?

—Tranquila chicas. Hemos venido a hacer la ruta del tren del fin del mundo.

—¡No me digáis! Nosotras también ¿y cómo llegasteis? ¿cuándo?

—Por tierra y mar. Al día siguiente de nuestra cena en que os pusisteis estrechas, alquilamos un coche todo terreno y viajamos hacia el sur de Argentina, hasta Río Gallegos. Allí pernoctamos por segunda vez después de recorrer 2.500 kilómetros. Para llegar desde allí a la isla de Tierra del Fuego y luego a Ushuaia debíamos cruzar el Estrecho de Magallanes. La única forma de realizar ese cruce por vía terrestre es pasando a Chile. Entonces viajamos desde Río Gallegos hasta Punta Arenas en Chile. De allí nos dirigimos, por caminos chilenos, hasta el cruce Primera Angostura, donde abordamos un ferry, el Crux Australis, para atravesar desde Punta Delgada hacia Bahía Azul, en la zona chilena de la isla de Tierra del Fuego. Desde Bahía Azul condujimos hasta el paso fronterizo San Sebastián a fin de reingresar a territorio argentino. Tras hacer los trámites migratorios de rigor, recorrimos unos 300 kilómetros más para, finalmente, llegar anoche a Ushuaia. Aquí la fortuna nos sonrió porque Sebas, uno de los dueños de este hotel, aceptó alojarnos, a pesar de no tener reservaciones.


—Uf…¡qué odisea! —dijimos Andrea y yo al unísono.


—Es verdad chicas, no fue fácil, pero no nos arrepentimos. Conocimos muchos lugares hermosos y vimos paisajes que quedarán indeleblemente grabados en nuestras memorias. Sin embargo, no nos regresaremos por tierra, entregaremos el coche aquí en Ushuaia y retornaremos en avión a Buenos Aires y de ahí a nuestros hogares en Europa.

—¿Y cuándo vais a hacer el recorrido del Tren del Fin del Mundo? —pregunté curiosa.

—Mañana Maribel, tenemos billetes para el Coche Presidencial —me respondió el pelirrojo con su seductora entonación que me embriagaba y excitaba a la vez.

—¿Es guasa, verdad? Os burláis de nosotras ¿no? —dijo Andrea un tanto enfadada.

—¿Pensáis que nos coñearíamos de dos beldades como vosotras y que seríamos tan tontos de arriesgarnos a perderos como amigas? No ¡jamás! Nos ofendéis.

—Está bien, está bien ¡disculpadnos! Es que nosotras también tenemos billetes para mañana en el Coche Presidencial del Tren del Fin del Mundo. Nos pareció demasiada coincidencia —dijo Andrea con tono conciliador y haciendo gala de su sonrisa cautivadora.

—¡Ah! de manera que seremos compañeritos de viaje. Hasta esta mañana eran solo cinco los pasajeros del Coche Presidencial: vosotras y nosotros. Esta vez no podréis escaparos. ¿Os parece si nos vamos juntos en el coche hasta la Estación Fin del Mundo?

—Si prometéis portaros bien, sí.

—Como siempre cariño. Y ahora sentaos para almorzar juntos —contestó el rubiales mirando impúdicamente a Andrea de arriba abajo. Lo propio hizo el pelirrojo con mi escote.


Nos miramos con Andrea queriendo procesar aquellas miraditas lascivas y descifrar aquello de que «no podríamos escapar». No quedaba mucho espacio para la duda. Finalmente decidimos acceder a la invitación de comer juntos. El chico rubio, pese a su actitud lujuriosa, no le era nada de indiferente a Andrea, y a mí el pelirrojo me molaba. El problema era el moreno ¿qué haríamos con él? Era una incógnita que tendríamos que despejar a la brevedad.


La comida transcurrió de manera agradable y sin sobresaltos ni frases o actitudes muy cachondas que nos importunaran. El menú consistía en centolla con salsa a elección, de primer plato, cordero patagónico asado aderezado con chimichurri, de segundo plato y fruta más una cesta de chocolates artesanales de la zona, de postre. A eso había que añadir una botella de vino o dos cervezas Beagle o Cape Horn —típicas de Ushuaia— por persona.


Andrea y yo con la centolla quedamos más que satisfechas, aunque un poco piripis por el consumo abundante de vino blanco. A raíz de esto Andrea se levantó y se excusó diciendo:

—No sé si el aire puro, el alucinante sabor de la centolla, el vino blanco o las tres cosas combinadas me han dado un sueño enorme. Así es que, con vuestro permiso, me retiro a la habitación a dormir una siesta.


—Yo te acompaño, a mí me sucede lo mismo. Permiso chicos y disculpadnos por favor —dije uniéndome a Andrea. No me quedaría sola con esos tres chicos sedientos de lujuria y sexo.


Cogimos nuestras cestas de bombones y subimos a nuestra habitación. Después de cerrar la puerta con seguro, Andrea tomó la palabra:

—Mari, no sé tú, pero yo siento que los chicos están cebados, lanzados; vamos que nos quieren comer con patatas fritas. A mí el rubio me gusta y me gustaría enrollarme con él. Pero ¿y los otros dos?

—A mí el pelirrojo irlandés me mola un montón y también me enrollaría con él. El problema es el pelinegro ¿qué hacemos con él?

—O apechugamos entre las dos con los tres sementales o nos acuartelamos aquí en la habitación ¿se te ocurre otra opción factible?

—De momento no. A ver si después de la siesta, más despejadas y menos ebrias, se nos ocurre algo mejor.

—No sé tú, pero yo estoy solamente un poquito achispada, no ebria —puntualizó Andrea.

—Si tú lo dices... Seguro que el que te haya costado apuntarle a la cerradura de la puerta del cuarto ha de haber sido pura casualidad ¿no? Mejor vamos a dormir.


Después de una larga siesta me levanté y decidí meterme al jacuzzi para darme un reparador hidromasaje mientras leía un libro y bebía una cerveza Beagle negra bien helada. Quince minutos más tarde despertó Andrea y decidió unirse a mí en el jacuzzi.

—Y ¿se te ha ocurrido algo en relación con el tema de los chicos? —inquirió Andrea una vez instalada en la bañera de hidromasaje.

—Creo que de aquí a mañana no podemos hacer nada, salvo que nos resolvamos a apechar las dos con los tres chicos esta noche. Pero releyendo el folleto promocional del Tren del Fin del Mundo me di cuenta que en el vagón en el que haremos el recorrido nosotras y los chicos también va una azafata, seguramente argentina y probablemente guapa.

—¿Y qué hay con eso? —preguntó Andrea.

—Que pudiéramos hablar con ella mañana a fin que nos dé una mano con el italiano, con el pelinegro. Varias veces he escuchado que a las argentinas les molan los italianos. Muchos argentinos son descendientes de italianos.

—Una mano ¿en plan de qué? —inquirió Andrea.

—No te digo pedirle que se lo folle, aunque, hablando claro, eso sería lo ideal, sino solicitarle que lo entretenga un rato mientras nosotras nos enrollamos con el rubio y el pelirrojo. Ya sabes de qué hablo.

—¿Y qué hacemos de aquí a mañana?

—Encerrarnos en esta suite y pedir Servicio a la Habitación para cenar. Después del hidromasaje podemos ver una peli, revisar nuestro correo electrónico, llamar por teléfono a la familia, leer, escribir… ¡qué sé yo!

—No es mala idea, pero si la azafata no colabora ¿qué hacemos? —repreguntó Andrea.

—Apechugar con los tres chicos entre las dos. Se ven ganosos, pero no será para tanto, ¿no? En peores plazas hemos lidiado.

—¡Ja, ja, ja! Puede que tengas razón amiga, parece que es lo mejor que podemos hacer.


En la noche, cuando la camarera nos trajo nuestra cena a la habitación, nos arregló la mesa y nos sirvió la comida, no sospechábamos que a continuación nos diría:

—Miren señoritas, unos chicos abajo, un colorín, un morocho y un rubio, insistieron en que les preguntara si acaso estaban bien, ¿qué les digo?

—Dígales, por favor, que nos sentimos un poquito malitas, pero que mañana nos juntamos a las 09:00 hrs. a desayunar juntos. No le comente nada más, por favor —respondió Andrea al tiempo que le entregó una jugosa propina.

—Muy bien señorita, como usted diga.


Al día siguiente llegamos con los chicos a la estación Fin del Mundo del ferrocarril homónimo. Avanzamos en medio de un atestado vestíbulo en el que solo se oía el guirigay de los pasajeros de los distintos vagones. Andrea y yo nos dimos a la tarea de tratar de ubicar a la azafata del Coche Presidencial. No nos fue difícil porque ella misma estaba en el mesón de recepción de los viajantes del Coche Presidencial, haciendo los trámites de embarque.

—Hola, mi nombre es Valeria y soy la ‘ferromoza’ del Coche Presidencial. Les deseo un agradable viaje y para cualquier cosa que necesiten no duden en acudir a mí y gustosamente les intentaré ayudar.

—La verdad es que necesitamos tu ayuda, pero nos gustaría charlar a solas contigo —dijo Andrea con todo el encanto que pudo.

—Mirá, ahora mismo no puedo, pero luego que haga el check in de los chicos y termine con el papeleo de rutina nos podemos juntar en una salita privada ¿vale? —respondió Valeria, la azafata.

—Sí, sí, claro. Te esperamos por aquí. Hasta ahora —dijo Andrea.

—Dale, nos vemos dentro de un ratito —respondió la buenamoza azafata rubia, espigada, de ojos color verde agua, de bellas facciones, de trabajado trasero respingón y prominente delantera. Muy apetecible para cualquier chico de buen gusto.


Quince minutos más tarde Valeria nos hizo una seña para que nos acercáramos y, enseguida, nos guio hasta una pequeña sala.

—Bueno chicas, ya estamos a solas, ustedes dirán en qué puedo serles útil.

—Lo que sucede es que los tres chicos que vienen junto a nosotras andan un poquitín salidos, vamos que quieren acción. Ya entiendes. Resulta que nosotras también queremos, yo con el rubio y mi amiga con el pelirrojo. Entonces queríamos que nos echaras una mano con el italiano, el moreno —dijo Andrea con toda naturalidad.

—Mirá, el chico morocho, el de cabello negro y tez blanca, a quien vos te referís me llamó la atención desde que lo vi. Me parece muy lindo y con gusto cogería con él, pero estoy trabajando y no puedo arriesgar este excelente laburo por una aventurilla ¿entendés verdad?

—Sí, sí —dijimos Andrea y yo.

—Mañana sábado y el domingo tengo libre, y si les parece bien, esta noche podríamos ir a cenar a un boliche por ahí los seis y luego tomarnos una copa en mi casa para darles el “postre” a los chicos —dijo Valeria entusiasmada y con total desenvoltura.

—También podemos pedir que nos lleven la cena a mi casa. Tengo dueños de restaurantes amigos que me harían ese favor —añadió la transandina azafata.

—A mí me parece perfecto —señalé mientras Andrea daba su aprobación con un gesto con la cabeza. Pero ¿y qué hacemos en el tren?

—Mirá, lo más que yo puedo hacer en el tren es dejarlas a solas en el vagón durante el trayecto de retorno desde la Estación Parque a la Estación Fin del Mundo. Denles un aperitivo a los chicos y díganles que en la noche tendrán su plato de fondo bien contundente y con derecho a repetición en una fiesta tipo acabo de mundo ¿Les parece? —señaló Valeria con más desenfado que el que esperábamos.

—Está bien, si no hay más alternativa. Me parece que es mejor que pidas la cena a tu casa porque la noche aquí es fría como para pasearnos del hotel a un restaurante y de ahí a tu casa. Nosotras invitamos ¿cuánto dinero necesitas?

—No sé, pero yo lo pongo y luego hacemos cuentas ¿dónde están parando para pasarlos a buscar?

—Estamos en el Tierra de Leyendas. Los chicos andan en coche de alquiler.

—¡Mirá qué bien, che! Yo vivo en la misma calle Tierra de Vientos en que está su hotel, a una cuadra, sobre el número 2536 ¿Nos juntamos en mi casa a las 22:30 hrs?

—¡Genial! Allí estaremos con los chicos. Una cosita más ¿puedes entusiasmar un pelín al italiano en el viaje del tren?

—Dejámelo en mis manos, quedará calentito, a punto de caramelo para la noche. —contestó Valeria con pasmosa seguridad.


Salimos de la Estación Fin del Mundo a borde del antiguo ferrocarril que circulaba por vías de trocha angosta. Camila, una remozada locomotora a vapor de origen inglés, tiraba de los vagones. Poco a poco nos fuimos internando por el Cañadón del Toro, luego cruzamos el río Pipo a través del Puente Quemado. Pudimos observar las ruinas de madera del antiguo puente, derrumbado y carbonizado por causa de un gran terremoto ocurrido 65 años atrás. Luego de un tiempo de viaje por aquel singular y agreste paisaje, arribamos a la Estación Cascada La Macarena. En el camino el rubiales y el pelirrojo entraron en confianza con nosotras, abrazándonos y rozando nuestros pechos como por descuido. Al pelinegro italiano lo tenía entretenido Valeria, agasajándolo con todo tipo de licores y snacks, además de ofrecerle una amplia vista de su escote, de sus piernas largas y, de vez en cuando, de sus braguitas negras con encajes y transparencias. El moreno flipaba de gusto y un bulto en su entrepierna se distinguía nítidamente.


Descendimos del tren en la antes referida Estación Cascada La Macarena para recorrer una reconstrucción de un típico asentamiento de una de las tribus indígenas que habitaban esas tierras hace cientos de años: los yámanas. Andrea y yo íbamos fuertemente tomadas de la cintura por el rubio y el irlandés, quienes se pegaban lo más que podían a nuestros cuerpos. Ellos mostraban mucho más interés en regresar cuanto antes al tren y continuar con el lascivo manoseo a nuestras curvilíneas figuras que en conocer los detalles de la cultura yámana, que tanto se esmeraba el guía en transmitirnos.


Una mirada de Valeria nos alertó de que estábamos quedando en evidencia, por lo que procedimos, con disimulo, a pellizcar a los chicos para que se tranquilizasen y nos dieran un respiro. El italiano, por su parte, caminaba como perro faldero detrás de Valeria, la rubia y despampanante “ferromoza” lo tenía embobado.


Tras reanudar la marcha, el ferrocarril del fin del mundo seguía sorteando el río Pipo y atravesando sectores que nos mostraban la huella que fueron dejando los presos en su rutina diaria de cortar árboles durante casi medio siglo de labor ininterrumpida. Los chicos también recomenzaron sus toqueteos, pero más resueltamente. El rubio acariciaba la cintura de Andrea y, después, sus manos emprendieron viaje hacia las altas montañas de sus pechos, sorteando las sinuosidades y obstáculos que encontraban en el recorrido a base de decisión, impudicia y gracias, también, a los quedos y permisivos gemidos de Andrea.


El irlandés pelirrojo, más lanzado, ya se encontraba en la cumbre de mis pechos, sobándolos por encima de la delgada tela de mi blusa.


El italiano pelinegro, encandilado por la belleza de la azafata coqueta, solo quería dejar en libertad a su atormentado miembro viril a objeto de dar rienda suelta a sus pasiones. Únicamente la destreza de Valeria impedía, de momento, que aquello aconteciese.


El tren no detenía su lento andar. Marchaba bordeando el Turbal, suelo característico de Tierra del Fuego sobre el que se desarrolla un musgo llamado Sphagnum. Después de largos minutos, que a Andrea y a mí se nos hicieron interminables por el intenso asedio a que estábamos siendo sometidas por parte de los chicos sin poder responder porque aquello solo podía ocurrir durante el viaje de retorno, según lo acordado con Valeria. Por fin por los altavoces se anunció el arribo del tren a la Estación Parque Nacional, la estación terminal del viaje de ida.


Ni los chicos ni nosotras estábamos en condiciones de bajar. Valeria comenzó a arreglar todo para dejarnos a solas. El italiano, con cara de carnero degollado, veía cómo la hermosa azafata abandonaba el coche presidencial, no sin antes estirar las cortinas y poner seguro a las portezuelas que unían nuestro vagón con los de los costados. Resignado y con las muestras de su excitación a tope, el moreno decidió unirse al irlandés y a mí, sentándose al extremo opuesto de donde estaba el pelirrojo y dejándome a mí en medio de los dos briosos hombres.


Andrea, en tanto, yacía de rodillas sobre la gruesa alfombra que cubría el piso del vagón, masturbando y besando la venosa, larga y gruesa polla del rubio al tiempo que, con la otra mano, acariciaba vigorosamente su sexo por encima de la tela de su minúsculo calzón empapado en lubricidad.


Tuve que, literalmente, apechugar con el moreno y con el irlandés. Desabotonaron mi camisa, soltaron el broche del sujetador y se pusieron a mamar mis tetas, una cada uno. Dejé a un lado la modosidad y empecé a exteriorizar mi placer sin remilgos mediante sonoros suspiros y gemidos.


Entretanto el rubio austríaco se había bajado los pantalones y el slip hasta las rodillas. Su pene lucía aún más grande y grueso que antes. Brillaba por acción de la saliva de Andrea quien se lo comía con glotonería evidente mientras acariciaba, alternadamente, sus senos desnudos y su clítoris, hinchado y anheloso, tras largo rato sin ser prodigado como el cuerpo erotizado de la calenturienta Andrea lo exigía a gritos. Su fina boca de señoritinga no daba abastos para albergar tanta carne excitada. Pero por empeño no se quedaba, chupando con ansias aunque, a veces, se atorase y se viese obligada a toser.


Mis chicos, ya saciados de mamar mis tetas, abatieron completamente el asiento en el que estábamos, me subieron la falda hasta dejármela de seudocinturón. El irlandés de cabello rojo se sacó los pantalones y los calzoncillos y se colocó a horcajadas sobre mi pecho. Golpeó y restregó su gordo falo contra mi rostro antes de introducirlo en mi boca casi por entero y empezar a follarla.


El italiano, por su parte, se arrodilló entre mis muslos, deslizó mis húmedas braguitas, que destilaban lujuria y candentes líquidos íntimos, piernas abajo y hundió su cabeza entre la parte alta de mis muslos a fin de agasajar a mi coñito con un intenso y lúbrico masaje lingual. Cuatro o cinco lametones más similar cantidad de succiones a mi clítoris bastaron para que mi cuerpo estallara en un potente y prolongado orgasmo que conllevó un copioso torrente de calientes jugos íntimos que el chico pelinegro bebió con deleite y fruición, ante la mirada cargada de envidia del irlandés.


Más o menos simultáneamente observé cómo el rubiales depositaba una profusa cascada de semen en la boquita de mi amiga. Ella ardía de pasión, tanto que se volvió multiorgásmica, corriéndose dos veces en un corto intervalo de tiempo. No sin dificultad se tragó la mayor parte del candente semen. El resto se deslizó por las comisuras de los labios de su boca hasta depositarse en su mentón. Algunos goterones siguieron cuesta abajo para adornar los hermosos pechos de mi amiga.


Segundos más tarde debí enfrentar una avalancha similar de ardiente semen descargado desde la polla del pelirrojo en las inmediaciones de mi boca. Por estar distraída mirando las gracias de Andrea y el rubiales, mi boca no alcanzó a reaccionar y a capturar todo el blanquecino y viscoso líquido que expulsaba el pene del irlandés. Buena parte de este cayó en la punta de mi barbilla para luego precipitarse hasta mis senos, desde donde una porción se escurrió por el canalillo hasta diseminarse por mi vientre.



Solo unos instantes después y en los precisos momentos en que tanto el rubio como el tano de cabello negro empezaban a introducir sus gordas pollas en la intimidad de Andrea y en la mía, notamos que Valeria, la buenamoza azafata, reingresaba al lujoso carruaje ferroviario que ocupábamos. Dando golpes con las palmas de sus manos nos sacó del libidinoso trance por el que transitábamos diciendo:

—Bueno, bueno, chicos, la fiesta se terminó por ahora. Era únicamente un aperitivo frugal, pero esta noche continuaremos en mi casa donde están invitados a servirse el plato fuerte. Ahora a recomponerse porque estamos a escasos cinco minutos de arribar a la estación Fin del Mundo, la estación cabecera.


Andrea y yo corrimos al baño para limpiarnos y arreglarnos. Los chicos, con sus velas penianas todavía desplegadas a tope, se vistieron como pudieron, intentando disimular lo más posible su erección y su calentura.


A las 22:28 los chicos y nosotras estábamos llamando a la puerta de la casa de Valeria. Instantes después la puerta se abrió y la figura de la azafata nos deslumbró. Lucía precisísima, un vestido rojo corto cubría una parte de su piel, una melena rubia ondulada caía sobre sus hombros, un profundo escote en la parte trasera de su vestido dejaba al descubierto su espalda y revelaba la ausencia de sostén y de bragas.

—Adelante por favor, siéntanse como en su casa. —nos dijo la tranandina con un gesto de hospitalidad y cariño.


Sentados en el salón, bebiendo unas copas de grapa —aguardiente de orujo de uva— con más de 60 años de reposo en barricas de roble, charlamos amistosa y distendidamente unos minutos. Después de un tiempo prudencial, Valeria se levantó para dirigirse a la cocina a objeto de ultimar los preparativos de la cena. Detrás de ella salieron Andrea, el italiano y el austriaco para ayudarla. Esos momentos fueron empleados por el pelirrojo para trincarme al sofá y comerme la boca con toda pasión. Sus manos empezaron a moverse hábilmente sobre mi cuerpo, acariando todas mis zonas erógenas, partiendo por mis pechos y finalizando en las lindes de mi ya humedecida entrepierna. Por unos momentos no fui capaz de ofrecer resistencia y me dejé llevar por mis deseos lúbricos. Luego, en un destello de lucidez mental, eché mano al freno para detener el asedio. No era conveniente iniciar la noche a toda pastilla, pensé. Me levanté para huir del salón y cooperar con Valeria, Andrea, el moreno y el rubiales a servir la cena.


Señorita Maribel, venga a mi despacho por favor —la voz de mi jefe retumbó fuerte por el altavoz del intercomunicador del teléfono de mi mesa de trabajo y sacudió mis sentidos, me cortó la inspiración, embotó mi memoria apartándome de los recuerdos pormenorizados de aquella velada que vertía en un documento de Word.


Dadas aquellas hostiles circunstancias y la súbita amnesia consecuente, solo puedo añadir que la fiesta en casa de la azafata transandina fue apoteósica. De momento únicamente me acuerdo que las chicas empezamos comportándonos muy modositas, cada quien con su pareja yendo poco a poco. Pero los planes se fueron torciendo y terminamos tirando todas con todos hasta bien entrada la noche del domingo ¡Más de 48 horas ininterrumpidas copulando como si el mundo se fuese a acabar en breve! Hicimos dúos, tríos, cuartetos, quintetos y sextetos de todo tipo y sin límites, engalanados por un coro de gemidos, quejidos, gritos y alaridos de profundo disfrute carnal. Fue el acabose. Una experiencia in extremis, única, inolvidable y muy placentera en los confines de la Tierra.


Después del agrio sabor de boca que me dejó la vivencia de mi fallido matrimonio y mientras el mundo no se acabe y mi lozana juventud me lo permita, he decidido vivir como si el fin del mundo realmente estuviese ad portas de acaecer. Con Andrea ya estamos planeando repetir la experiencia vivida en aquel recóndito rincón del extremo austral del mundo, eso sí con otros protagonistas masculinos. El proyecto más próximo tiene que ver con un viaje a bordo de un crucero haciendo la ruta Fin del Mundo.


Ma-ri-bel ¿no me ha escuchado? Venga a mi despacho INMEDIATAMENTE y déjese de esa memez suya de escribir sobre asuntos apocalípticos.

Sí, sí, jefe, voy corriendo, en un santiamén estoy allí.


Querido lector, acabas de leer el octavo relato correspondiente al XXI Ejercicio de Autores.

No hay comentarios: