Tras las indecisiones, tras los problemas, llega una tercera Fase en la que los sentimientos ganan terreno. La felicidad se puede alcanzar si tienes el valor de superar los miedos que te atormentan.
El
tibio sol, de una mañana de principios de primavera, caldeaba las ya
de por sí sonrosadas mejillas de Elena. Había postergado aquella
visita durante más de un mes. Se habían agotado las excusas y debía
dar aquel paso. Los días lluviosos fueron el primer pretexto; las
fiestas patronales, con sus monumentos, sus procesiones y su pólvora
por todas partes, también sirvieron para justificar la demora.
Externamente
no se podía apreciar ningún síntoma de nerviosismo. La madura
elegancia en el porte, el sereno semblante, el paso firme sobre el
pavimento, tan solo el rubor de su rostro y la inquietud de los dedos
jugueteando con el bolso denotaban cierta ansiedad.
Cruzó
la plaza del mercado, encaminándose a la fachada principal de la
Lonja de la Seda. La mujer rememoraba su juventud mientras observaba
las veintiocho gárgolas del edificio gótico, a cuál más satírica
e indecorosa.
Con
paso cauteloso por el irregular firme rodeó el majestuoso edificio
cuatrocentista en dirección a la fachada posterior. Cuando tras un
par de callejas desembocó en la pequeña plaza de la Compañía, un
mar de recuerdos la embargó. Allí transcurrió el que debía haber
sido el día más feliz de su vida, del que luego se arrepentiría
durante muchos años.
De
la central de las tres puertas que presidían la fachada principal
del monumental templo había salido, hacía veinticinco años, blanca
y radiante. Aún podía recordar la sobrecogedora melodía del gran
órgano Cabanilles tocando la marcha nupcial, mientras una lluvia de
arroz y pétalos de rosa la recibían en el exterior.
Fue
rodeando la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús con paso
vacilante. En el gran edificio adosado a esta se veían todas las
puertas principales cerradas. No localizó la entrada hasta que no se
halló en la fachada posterior de la construcción. Un sencillo
letrero sobre una modesta puerta rezaba: Casa Profesa de la Compañía
de Jesús.
El
sonrojo de sus mejillas se había intensificado en los últimos
metros recorridos. Sentía una leve sequedad en la garganta a causa
de la emoción que le embargaba. "¿Me recordará después de
treinta años?", se preguntó Elena por enésima vez, al tiempo
que ascendía serenamente por la escalera de acceso. "No puede
haberme olvidado", se dijo extrayendo algo de aplomo de algún
recóndito lugar.
–Buenos
días señora –saludó un joven tras una ventanilla adjunta a una
gran puerta de roble.
–Buenos
días. Desearía ver al padre Arteaga –respondió la mujer con
creciente inseguridad.
–La
visita de quién debo anunciar al padre contador –respondió
sonriente el joven.
Elena
desconocía la ocupación actual de su viejo amigo. Un trabajo como
contable se le antojaba demasiado tranquilo para alguien tan
inquieto. Desconocía si los jesuitas se jubilaban, pero a tenor de
la información recién adquirida, parecía que no fuera así.
–Soy…
–"¿Quién diablos era?, ¿su ahijada?, ¿su alumna?, ¿su
amiga?", se preguntó la mujer, meditando la respuesta– una
antigua alumna. Desearía darle una sorpresa al padre. No creo que me
reconozca después de tantos años, pero aún así…
–Aguarde
aquí, por favor –el joven volvió a sonreír de aquella manera tan
agradable.
Tras
unos minutos, en
los que los nervios de Elena se intensificaron, retornó el joven
conserje acompañado de un hombre de gesto adusto.
–Si
es tan amable de acompañar al padre Damián, él le mostrará el
camino hacia la tesorería.
–Por
aquí –dijo por todo saludo el recién llegado.
El
silencio era sepulcral en aquellos amplios pasillos. Tan solo se
escuchaba el taconeo de los zapatos de Elena sobre las baldosas.
Todos los corredores eran semejantes. Todos con escasa o nula
decoración, todos carentes de objetos y personas. El edificio
transmitía solemnidad y sosiego por los cuatro costados.
Tras
ascender por unas escaleras de servicio, se encontraron ante una
puerta entreabierta. El padre Damián se deslizó en el interior de
la estancia indicando a Elena que aguardase. Segundos después, el
hombre retornó dejando la puerta abierta tras de sí.
–Pase
–indicó al tiempo que se desplazaba a un lado para franquear el
vano.
Tuvo
que inspirar profundamente para armarse de valor. La decoración del
despacho era tan espartana y anacrónica como la del resto del
edificio. Las miradas no tardaron en enfrentarse. Curiosa y divertida
la de él, insegura y temerosa la de ella.
El
padre Arteaga parecía una reinterpretación del arqueólogo
aventurero. Vestía ropa informal más semejante a un uniforme de
campaña que a la propia de un sacerdote. Se había dejado crecer el
ahora níveo cabello, atándolo en una cola tras su nuca. Una
recortada barba perfilaba su labio superior y su mentón. Elena no lo
hubiera reconocido de habérselo cruzado casualmente por la calle.
Cuando se alzó como un resorte, la mujer pudo apreciar que el maduro
jesuita conservaba aún un cuerpo atlético impropio de sus sesenta y
cinco años.
–La
Mare de Deu. Vaya sorpresa –el hombre recorrió a grandes zancadas
los escasos metros que le separaban de ella. El abrazo fue enérgico,
propio de la vitalidad que emanaba de quien lo iniciaba. Ella,
aturdida, se dejó rodear por aquellos brazos que incluso llegaron a
alzarla ligeramente del suelo.
Javier
había dudado en un inicio, cuando aquella elegante mujer se adentró
en su despacho. Tras su retorno, no habían sido muchas las visitas
que había recibido. Un par de padres, compañeros suyos en el
colegio hogar y aquella guapa mujer. En el momento que fijó su
mirada en aquellos ojos glaucos supo sin temor a errar de quién se
trataba. Llevaba un mes aguardando aquel encuentro.
–Per
l'amor de Deu. Estás hecha toda una mujercita –el padre había
cesado en su abrazo, alejando de sí a la mujer lo suficiente para
verla en toda su plenitud.
–¿Mujercita?
–Elena, ante aquellas palabras de condescendencia, no pudo reprimir
una carcajada– ¿Cincuenta años te parecen adecuados para
diminutivos?
–Pero
si aparentas treinta y pocos. Estás en la flor de la vida.
–Claro,
qué vas a decir tú que me sacas quince años.
De
repente pasó un ángel. El silencio se hizo en el reducido despacho
y ambos se miraron fijamente. El segundo abrazo fue más afectivo y
menos efusivo. Javier acariciaba la media melena castaña de Elena.
Ella, al borde de las lágrimas, se aferraba con todas sus fuerzas a
la espalda masculina.
–Te
he echado mucho de menos estos años…
–Yo
también a ti, pequeña –respondió él, acomodando la cabeza
femenina en su hombro.
–Ha
sido todo muy complejo sin tu ayuda.
–Shhh,
no digas tonterías. Te has sabido dirigir muy bien en la vida. Y lo
más importante, tienes el pelo libre de piojos.
La
carcajada fue simultánea en los dos amigos. A la memoria de ella
acudieron aquellos momentos felices donde el padre Arteaga la
sostenía en su regazo peinándola exhaustivamente con la liendrera.
Ella
se separó de él, secándose disimuladamente las incipientes
lágrimas. Durante aquellos treinta años se habían sucedido
acontecimientos cruciales en su vida. Sucesos en los que aquel
hombre, que era como su padre, no había estado presente.
*-*-*-*-*
Cuando
Elena contaba con ocho años de edad falleció el padre Romualdo. El
director del colegio hogar era además el tutor legal de todos los
muchachos incluida ella. El padre Telesforo, nuevo responsable, debía
pasar a asumir aquel compromiso. La niña estuvo un mes pataleando,
llorando, incluso amenazó con la posibilidad de comenzar una huelga
de hambre si el novicio Javier no era su tutor. Aquello contravenía
todas las normas establecidas. El joven ni siquiera estaba ordenado
por lo cual no podía asumir aquella responsabilidad a pesar de sus
veintitrés años. Aquel alto joven le había curado los rascones en
las rodillas, se había preocupado por bañarla y adecentarla, la
había consolado cuando se sentía sola y le leyó cuentos para
dormir. Era todo lo que la chiquilla había soñado tener algún día,
cuando sus compañeros de clase no internos, le hablaban de lo que
era tener madre y padre.
Tras
muchas deliberaciones y ante el sufrimiento de la nena decidieron
consultar al Provincial de Zaragoza. Era la última autoridad antes
de acudir al General de la Orden. Haciendo gala de gran comprensión
y humanidad, aquel anciano hombre, al que Elena no conocía ni jamás
conoció, decidió hacer realidad el sueño de aquella cría
testaruda.
*-*-*-*-*
–No
todo ha sido coser y cantar en estos años. Ha habido momentos muy
duros.
–Me
llegaron algunas noticias. Algunos padres se ponían en contacto
conmigo de tanto en tanto –el hombre mostró un semblante grave–.
Allí había mucha gente que me necesitaba. Me hubiera encantado
apoyarte en momentos tan difíciles, pero no era posible regresar.
–No
te culpes. Tú mismo lo dijiste cuando cumplí la mayoría de edad:
"Ahora tienes todas las herramientas que se necesitan para
afrontar una vida digna". Lo que pasó es que no las supe
utilizar. Me diste cuanto podías, jamás tendría la desvergüenza
de exigirte nada más.
–Bueno,
creo que este no es el mejor sitio para un reencuentro. ¿Qué te
parece si quedamos y nos tomamos unas cervezas? –la culpabilidad
había retornado al alma de Javier. Hacía quince años había estado
a punto de abandonarlo todo y regresar a España cuando se enteró
del accidentado divorcio de Elena. Si alguien en el mundo no se
merecía que la abandonasen por una joven de 18 años era su pequeña.
Las ganas de regresar eran muchas pero la magnitud del proyecto
emprendido en el alto Perú hacía imposible el cambio de director.
Tuvo que sufrir en silencio por su querida amiga durante demasiado
tiempo, sin poder estar a su lado.
Al
principio todo fue sencillo. Elena terminó magisterio con notas lo
suficientemente buenas como para que se le pudiera empujar un
poquito. Nadie mejor que ella para ocupar una de las vacantes en el
colegio de la Compañía en la ciudad. Había sido alumna de aquel
centro desde primaria hasta el último curso de instituto. También
había residido allí hasta que con catorce años se trasladó a uno
de los pisos tutelados. Conocía a la perfección los principios
rectores y docentes de los jesuitas.
Los
antiguos compañeros del padre Arteaga en el colegio le habían
informado puntualmente de las evoluciones de su antigua protegida.
Así pudo conocer su buen hacer en la educación, su matrimonio con
un compañero del centro, su maternidad… Fue aquella noticia la que
más le trastornó. Trató de dilucidar si aquella natalidad le
convertía en abuelo. Precisamente, la ambigüedad de los
sentimientos hacia Elena le había hecho huir hasta América. Se
obligó a no pensar en aquello que tanto le había trastornado en un
pasado. Las ingentes tareas por llevar a cabo en la misión dejaban
poco tiempo libre para atormentarse con ideas peregrinas.
–¿Os
permiten quedar a tomar cervezas con mujeres?
–No
es una cárcel. El compromiso va por dentro –respondió Javier
mostrando una amplia sonrisa.
–No
me gustaría agobiarte, pero tengo tantas cosas que contarte y me
gustaría tanto escuchar tus historias…
–Bueno.
Mañana por la tarde tengo ejercicios espirituales, pero el sábado
podríamos quedar a comer, claro si invitas tú.
Elena
estaba al tanto de la importancia de los ejercicios espirituales para
su tutor. Siempre había salido reforzado de ellos, según decía él.
Era una forma de encontrar a Dios en cualquier lugar, en cualquier
acción. Ella no había encontrado jamás a aquel Dios del que le
hablaban. Para ella solo había existido algo parecido en la figura
de aquel joven que le sujetaba el pañuelo y le instaba a sonarse los
mocos.
–Quedar
al día siguiente de unos ejercicios será estupendo. Te pillaré más
conciliador y tolerante.
–¿Insinúas
que no soy tolerante? –bromeó Javier sin separar sus manos
protectoras de los hombros de la mujer.
*-*-*-*-*
El
viernes Elena estuvo nerviosa durante toda la mañana. Las clases se
le hicieron interminables y los alumnos insoportables.
En
casa, durante la comida, continuaba abstraída. Apenas podía seguir
el hilo de lo que su hijo le contaba.
–¿Pero
qué te pasa?, estás atontada hoy –preguntó el joven mientras se
volvía a servir una ración de spaghetti a la carbonara.
–Nada…
estoy perfectamente… –respondió una Elena meditabunda.
–Claro
y voy yo y me lo creo. Venga desembucha que nos conocemos.
Durante
los últimos quince años, a raíz del divorcio, su hijo Xavi había
sido todo su mundo. Siempre había temido mimarlo en exceso, pero lo
cierto es que en el fondo debía reconocerse que no se le había dado
nada mal educar a aquel mocetón.
–Ayer
estuve visitando a un antiguo amigo. Verle me removió cosas que
estaban enterradas desde hacía mucho tiempo. Cosas de vieja, que nos
entra la nostalgia cuando recordamos nuestra adolescencia.
–Mama,
si te gusta échale un pinchito. No te comas la cabeza –respondió
el joven al tiempo que rebañaba con pan los restos de comida del
plato.
–Deja
de abarrer, que parece que pases hambre. Además tú no me des
consejos sentimentales que muchas amigas, muchas amigas pero ninguna
novia.
–Mama,
joder, que yo hablaba de un polvete. ¿Qué tiene que ver eso con las
novias?
Por
toda respuesta, ella bufó dirigiéndose a la cocina con los platos
sucios. Xavi era quien cocinaba y ella debía poner y quitar la mesa.
"¿Siento algún tipo de atracción sexual hacia Javier?",
se preguntó la madura mujer, reconociéndose a sí misma que las
reacciones que había sentido el día anterior requerían de una
explicación. "Por supuesto que me pasé toda la adolescencia
enamorada de aquel guapo treintañero, pero ahora somos adultos. Por
lo menos yo no tengo la cabeza llena de pájaros como con quince
años", determinó una Elena algo más calmada.
*-*-*-*-*
El
sábado, Elena se despertó una hora antes de que sonara el
despertador. Sentía en la boca del estómago ese cosquilleo propio
de cuando se avecinaba un largo viaje a una región desconocida,
tenía lugar alguna de sus escasas citas románticas o se había
presentado a un examen importante.
Hacía
más de seis meses que no montaba en bicicleta, el invierno no era el
mejor momento para los deportes al aire libre. Cuando se quiso dar
cuenta, ya estaba vestida con la ropa adecuada. Un vaso de zumo de
manzana y en segundos estaba enganchando los calapiés y dando las
primeras pedaladas para salir del garaje de la casa unifamiliar.
Treinta
kilómetros después, su mente se encontraba más confundida que al
principio de iniciar su ruta preferida. "¿Se removerán hoy
tantas sensaciones como el jueves?, ¿Por qué no estuvo cuando lo
necesitaba?, ¿Lo sigo queriendo como un padre o hay algo más?",
cada pregunta derivaba en nuevas cuestiones que no tenían fácil
respuesta. Sus sentimientos fluctuaban entre la adoración que
retornaba del pasado, la decepción de aquella segunda fase de su
vida en la que tanto lo había necesitado y el desconcierto de la
relación que devenía en la actualidad.
El
almohadillado del culote de ciclista no había evitado que se quedara
dolorida toda la zona de la entrepierna. "Me hago vieja. Mañana
tendré agujetas hasta en las pestañas", reflexionó mientras
se pegaba una ducha rápida. "¡No tan vieja!", se dijo
enjabonando sus aún tersos senos. Un suave cosquilleo en la
entrepierna precipitó la imagen de Javier en su mente. Una enérgica
negación con la cabeza y un aclarado con agua helada la devolvieron
a la serenidad. Sus pensamientos, mientras el líquido arrastraba los
restos de jabón, habían alternado entre reconocer de forma objetiva
el gran atractivo de aquel maduro hombre y sentirse tremendamente
sucia por aquellos pensamientos.
Su
piel no era la misma que cuando contaba con treinta años menos.
Requería de cuidados constantes para permanecer suave y lustrosa.
Sentada sobre la tapa del inodoro y con un pie apoyado sobre el bidé,
comenzó a untar con delicadeza la densa crema por toda la longitud
de su pierna. De nuevo, aquellas mariposas en el estómago la
asediaban. Tras terminar de embadurnar la segunda pierna, deshizo el
nudo que ceñía la toalla por debajo de sus axilas. Era el momento
de hidratar sus pechos y su vientre y se duplicaron las sensaciones
que aquel millar de hormigas producían en su ánimo. Las manos
pasaron de extender la crema por la superficie de los senos a amasar
estos con sensualidad.
De
nuevo la imagen de aquel maduro aventurero. Volvió a agitar
violentamente la cabeza, pero en esta ocasión no fue para alejar
pensamientos impuros sino para desterrar cualquier remordimiento de
conciencia. La mano izquierda redobló su trabajo, masajeando
alternativamente ambos pechos. La mano diestra descendió,
acariciando la suave curvatura de su tripa hasta rozar los primeros
vellos del monte de Venus.
Desconocía
cuánto tiempo hacía desde su último orgasmo, pero estaba segura de
que muchísimo. Si este había sido producido por un amante, entonces
la cosa se remontaba a cinco años atrás.
Con
decisión, dos dedos comenzaron a acariciar los labios mayores sin
precisar nada más para elevar la libido de Elena. Aquel sutil roce y
la imagen del maduro hombre fueron cuanto necesitó para precipitarse
a las puertas de un suave orgasmo. Fue introducir uno de sus dedos en
busca del endurecido botón y por fin llegó la tan ansiada
liberación. Dulcemente la cubrió como una ola de los pies a la
cabeza. Cerró los ojos e intentó prolongar las sensaciones
experimentadas como si saborease el intenso regusto que un buen vino
deja en el paladar.
Se
vistió de forma casual. No conocía suficientemente bien al Javier
de la actualidad, pero la impresión que se llevó en su reencuentro
era la de una persona informal. Observó en el gran espejo del
dormitorio la estilizada figura que le confería el pantalón tejano
elástico. Podía presumir a su edad de tan solo tener algo de
tripilla y unas ligeras cartucheras. Admiró su busto cubierto por un
fino sostén de encaje. "Parece mentira lo que mejoran cuando
están bien sujetas", meditó girándose a un lado y otro
valorativamente. Se enfundó un ajustado jersey que gracias a su
oscura tonalidad berenjena, estilizaba su cuerpo. Maquillaje el justo
para parecer arreglada sin mostrarse coqueta.
El
resultado final fue de su agrado. Una mujer madura que no ocultaba su
edad con falsos artificios. Una informalidad no carente de cierta
elegancia y un nudo en la boca del estómago que no favorecía
demasiado al conjunto. "¿Percibirá mi nerviosismo?", se
preguntó aferrando el bolso del perchero y pegándose el último
vistazo en el espejo del recibidor.
–¡Me
marcho, No te levantes muy tarde! –gritó a todo pulmón antes de
girar el pomo de la puerta que descendía hacia el garaje. Una
especie de gruñido animal fue toda la respuesta que recibió desde
el piso superior.
Mientras
conducía por las amplias avenidas que le llevarían a la zona de la
playa, pensaba en que no le habría costado nada recoger al padre en
la casa Profesa. "Posiblemente le apetezca ir dando un paseo.
Siempre ha sido muy de ir andando a todas partes", se dijo Elena
frenando el utilitario en un semáforo.
Su
mente comenzó a divagar recordando la primera vez que en la casa
puente él le enseñó a cocinar paella. Aunque ella cumplía la
mayoría de edad en Marzo, habían esperado hasta que terminara el
instituto para enviarla a aquella nueva vivienda. Un reducidísimo
número de mayores de edad de las cinco casas de acogida terminaba en
el piso puente. Además de buen comportamiento, se debía demostrar
un correcto rendimiento en los estudios. De lo contrario, el plan de
acogida de los jesuitas habría llegado a su fin. Era hora de
comenzar una nueva vida en solitario sin la ayuda de los padres.
Cuando
Elena fue a vivir a la última residencia de la Compañía, tres
chicos y cuatro chicas vivían ya allí. Todos universitarios menos
uno que terminaba al año siguiente la formación profesional. Ningún
jesuita viviría con ellos. Debían romper el último eslabón que
les mantenía anclados a sus anteriores tutores.
Ya
en el piso de acogida, de los catorce a los dieciocho años, Elena se
había mostrado como una espantosa cocinera. Javier intentó
enseñarle de mil maneras diferentes pero el resultado siempre era
igual de desastroso. Aunque ya no cuidaba de ellos, el padre solía
pasar a saludar a sus antiguos tutelados una vez por semana. En cada
una de sus visitas al piso puente volvía a insistir una y otra vez
en que aprendiese a preparar alguna cosa que fuera comestible.
Quique, otro antiguo residente del piso dirigido por el padre Arteaga
y el propio Javier, disfrutaban de lo lindo observando las
involuciones de las técnicas culinarias de la joven.
"Aquellos
fueron los dos años más felices de mi vida", rememoró la
mujer. La facultad era un mundo nuevo para ella. La convivencia en el
piso era dura pero tolerable y lo mejor era que entre Javier y ella
ya no parecía existir aquella relación padre e hija.
Salían
una vez a la semana, no siempre el mismo día, no siempre al mismo
lugar. En ocasiones iban los miércoles por la tarde al cine, otras
veces acudían a teterías del centro a conversar sobre novelas. Pero
sin duda alguna, los mejores momentos eran los que pasaban, los
domingos por la tarde, caminando sin rumbo por los jardines del
Turia.
Durante
aquellas tardes, tumbados en el césped o paseando bajo las pinadas,
Elena había llegado a pensar que eran almas gemelas, que nada ni
nadie podría separarlos nunca. Por supuesto que conocía los votos
que había tomado Javier, pero se hacía castillos en el aire con su
caballero andante y su dama en apuros. Todo fue maravilloso hasta
aquel desafortunado día, en que él desapareció sin decir adiós.
El
sonido de un claxon la devolvió a la realidad. Insertó la primera
marcha e intentó apartar aquellos recuerdos del pasado que no le
ayudarían a guardar la compostura delante de su amigo.
–Llego
diez minutos antes y ya estás aguardándome. Eres todo un caballero
–saludó Elena cuando se hubo acercado a la mesa en la cual
esperaba solitario Javier.
–Seré
un antiguo, pero ver a toda una dama esperando sola en un restaurante
no es de mi agrado –intentó bromear el hombre, a pesar de que su
amiga sabía que lo decía completamente en serio.
–Vienes
muy moderno y muy guapo, si se me permite piropear a un sacerdote
–aduló la mujer observando el jersey de rayas y los tejanos del
hombre.
–Ja,
ja, ja. Era la única ropa que no quiso ninguno de los otros padres.
Solo los novicios más jóvenes me disputan alguna prenda de las que
recibimos como dádiva.
–Ya
me extrañaba que tú llevases un jersey de Pedro del Hierro.
–Bueno,
no conozco el nombre del antiguo propietario. Se lo agradezco por
igual se llame Pedro o Pascual –ambos sonrieron por la broma.
–He
encargado una paella para dos. Espero que te siga gustando el arroz.
–Por
supuesto, siempre que no lo prepares tú. Mare de Deu, La que
montaste en el piso puente con aquel experimento de paella.
Ambos
se miraron y se carcajearon a gusto. Elena no pudo evitar sonrojarse
cuando a su memoria retornaron los momentos en que él la rodeaba con
sus brazos para indicarle cómo dar la vuelta a una tortilla de
patatas o cuando la aferraba de la cintura para alejarla del peligro
de una inminente salpicadura de aceite.
–Pasamos
momentos felices… –susurró entre las últimas carcajadas.
Pensaba que Javier no habría oído sus palabras pero él estaba más
atento de lo que ella imaginaba. La mujer creyó ver nostalgia en los
ojos del maduro hombre. "¿Expresará lo mismo mi propia
mirada?", se preguntó Elena. "Debo parar en mis
elucubraciones. Me estoy liando yo sola y acabaré por joderlo todo
como siempre", se obligó a cambiar de pensamiento.
–Bueno,
¿qué tal va la vida de profesora y madre?
Durante
poco más de una hora, ambos intercambiaron información sobre sus
recientes actividades. Elena habló sobre el colegio y sobre los
estudios de ingeniería de su hijo. Javier narró someramente las
características generales de los proyectos de Nicaragua primero y de
Perú después.
–¿Así
que tu hijo se llama Xavier?
–Bueno,
lo bautizamos como Javier, pero ya sabes… al final se quedó con
Xavi –las palabras de Elena fueron respondidas por una intensa
mirada del hombre–. Sí, fue en tu memoria. Sé que los nombres no
transmiten el carácter pero…
El
padre sentía un nudo en su garganta. Tuvo que beber agua en varias
ocasiones antes de poder hablar. En Nicaragua, como adjunto a la
dirección del proyecto educativo, habían puesto su nombre a varios
niños de los que nacieron durante sus ocho años de estancia. Muchos
más niños fueron bautizados como Javier o Francisco Javier en Perú.
En todos y cada uno de ellos, la noticia le había llenado de
emoción, pero lo que sentía en su corazón en aquel instante no
tenía nada que ver con lo que había experimentado en aquellas
ocasiones.
–No
sé qué decir. Debería ser humilde y reconocer que no merezco tanto
aprecio, pero debo ser sincero. Me emociona tremendamente el
homenaje. Xavier…
Elena
vio reflejada en los ojos del hombre la intensa emoción que sentía.
Las palabras podían engañar pero aquella mirada de gratitud
transmitía todo cuanto la mujer necesitaba. Por fin su inquietud
sexual se mitigó y dio paso a un hondo y sincero afecto. "Quiero
a este hombre. No sé si lo quiero bien o no, pero lo quiero
profundamente", pensó al tiempo que, impulsivamente, estiraba
su mano hasta cubrir con ella el dorso de la del hombre.
Al
sentir la tibieza de la mano femenina, un escalofrío recorrió la
espalda de Javier. Desde hacía treinta años, el contacto con una
mujer no le había generado la menor ansiedad. Todas las sombras
regresaron de nuevo. Todos los fantasmas que le hicieron salir
corriendo. Entonces había sido un crío. Había huido de la
tentación en vez de afrontarla. Ahora debía comportarse como una
persona madura.
–Eres
muy buena con este pobre anciano. Buenas nuevas así rejuvenecen mi
viejo corazón –reprimiendo los iniciales deseos de retirar
bruscamente la mano, se armó de valor y posó su mano libre sobre la
de su amiga. Solía tomar las manos de alguien entre las suyas cuando
deseaba transmitir afecto.
–¿Anciano?
No me hagas reír –aquel súbito cambio de actitud sorprendió a
Elena. Hasta aquel instante había visto a un hombre en plenitud de
condiciones, alguien tremendamente vivaz.
–No
todos los días descubres que tienes un nieto de veinte años –la
actitud paternal frente a Elena siempre le había ayudado a alejar la
femineidad de la otrora jovencita.
–¿Confías
en mí? –preguntó la mujer cambiando de tercio y realizando la
pregunta que más repetía en la infancia.
–Cuántas
veces me hacías la misma pregunta. Confiar confío, pero no me
comprometeré a nada hasta que no me digas qué maquinas. Te conozco
demasiado bien y parece que en algunas cosas no has cambiado nada. No
me fío de ti ni un pelo.
–Bueno.
Estaba pensando en… en que un corte de pelo y un tinte no te
vendría nada mal.
–Esa
faceta tuya sí la desconocía. De jovencita eras muy descuidada con
todo lo estético. Siempre con tus sudaderas viejas y tus tejanos
rotos.
–¿Y
ahora?, ¿cómo me veo? –la coquetería había sido involuntaria.
No sabía bien cómo habían salido aquellas palabras de su boca pero
conocía perfectamente la intención que perseguía.
–¿Quieres
que te regale los oídos? Pobre piropo el que pueda lanzar un viejo
consagrado al ascetismo –Javier había entrado en el juego. Tampoco
él era capaz de saber muy bien el porqué. Tal vez el vino, tal vez
los recuerdos del pasado o ganas de seguir un inocente juego.
–Pues
perdona que te diga, pero por muy religioso que seas se te ve muy
bien. Ya les gustaría a muchos de cuarenta años… Con respecto a
lo de tu castidad, imagino que no te impedirá decir cosas bonitas a
una mujer.
El
sonrojo del padre Arteaga comenzó a ser visible hasta para Elena.
Entre los dos se habían metido en un callejón sin salida. Ahora sí
retiró sus manos de la de su amiga. Intentó, sin resultado, que el
movimiento no fuese demasiado enérgico.
–Perdona
si te he incomodado. El vino, que hace decir tonterías –intentó
excusarse Elena.
–Tranquila,
antes también nos pasaba. Había tanta amistad que era difícil no
olvidar el lugar que cada uno ocupábamos.
–Sí.
No hay que olvidar nunca dónde está cada uno –el tono de voz de
la mujer reflejaba lo mucho que aquellas palabras le habían herido–.
El problema es que yo nunca he sabido cuál es mi lugar en tu vida.
–Discúlpame
ahora tú a mí –Javier estuvo a punto de confesarle la verdad.
Finalmente, decidió que ninguno de los dos se merecía recibir más
dolor–. Siempre te he querido como una hermana pequeña, como una
amiga, como una ahijada. En ocasiones tenía que hacer un verdadero
esfuerzo para poderte reñir, para castigarte. Debía recordar que mi
misión en el piso era la de educaros. No es que no sintiera un
profundo afecto por todos, pero me debía al compromiso de educaros
por encima del cariño que os tuviera.
"¿A
todos?, serás capullo. Me pasé toda la adolescencia queriéndote en
silencio y tú cabrón, nos querías a todos", el dolor había
hecho que Elena se pusiera inmediatamente en guardia. No tenía
quince años y no se iba a dejar amedrentar tan fácilmente.
–¿Nos
querías a todos por igual? Yo pensaba que tenías algún favorito
–atacó la mujer buscando acorralar al padre Arteaga.
–Ahora
no te es suficiente con que te regalen los oídos ¿no?, ¿también
vas a obligarme a decir lo que quieres oír? –contraatacó el
hombre– A cada uno de vosotros os presté las atenciones que
requeríais. Os quise mucho a todos por igual. Ahora, si resulta que
disfrutas violentándome… te diré lo que gustes –no había
encontrado ninguna salida a la arremetida de Elena. Aquello había
llegado demasiado lejos y, con la ayuda del vino, corrían riesgo de
decirse cosas que podrían causar un daño irreparable.
–Lo
siento. Creo que no ha sido una buena idea intentar retomar la
amistad que tuvimos. Por lo visto no la recordamos de igual manera.
Si algún día deseas quedar como amigos, sin recordarme que tan solo
fui la huerfanita que tuviste a tu cargo, llámame.
La
situación era extremadamente incómoda. Elena gesticulaba demandando
la cuenta. Obviamente, no se podía marchar hasta no haber pagado.
Javier, haciendo un alarde de contención, se alzó dignamente
dispuesto a abandonar el local. Cuando se encontró de pie, miró
fijamente a su amiga como si desease decirle alguna cosa.
–Si
estás pensando en posar tu manaza en mi cabeza y bendecirme o algo
de eso, vete al carajo.
El
hombre introdujo las manos en los bolsillos del tejano y giró dando
la espalda a Elena. Realmente, su intención había sido la de posar
una mano en el hombro de la mujer y rogar por ella en silencio. Ahora
veía que una acción tan impersonal habría vuelto a herir a quien
quería proteger de todo daño. Un gran peso sobre las espaldas
acompañó al hombre que cabizbajo abandonaba el restaurante.
*-*-*-*-*
–¡Mamáaa!
Es Marina, que si
quedáis, que tiene un amigo que está deseando conocerte.
–¿Se
puede saber qué hablabas tú con Marina durante un cuarto de hora?
–cuando Elena vio que su hijo se lanzaba sobre el sofá con el
teléfono en la mano, jamás imaginó que la llamada fuera para ella.
¿Qué tenía que hablar su hijo con su amiga?
»Hola
Marina. ¿De qué hablabais tú y mi hijo?
»Sí,
claro. De nada importante y seguro que era de algo que no me atañe a
mí, ¿no?
»No
me cambies de tema, y no, no me apetece salir hoy.
»
Sé perfectamente cuánto tiempo llevo sin salir. No necesito que me
lleves la agenda.
»Marina,
de verdad te agradezco todos los esfuerzos, pero me encuentro bien.
No necesito que nos vayamos al Caribe, no necesito apuntarme a los
Singles ni que me presentes a tu compañero de trabajo.
»
Marina!, eso es muy íntimo –"lo cierto es que llevo dos meses
sin tocarme, desde aquella mañana", Elena no estaba dispuesta a
sincerarse hasta tal punto con su amiga.
Colgó
el teléfono y se dirigió al sofá. La actividad de los sábados por
la tarde se limitaba a ver películas sobre dramas sociales y
familiares, los cuales se acababan resolviendo a consecuencia del
amor. El de un padre, el de una madre, el de unos amantes. “Siempre
el jodido amor por todas partes”, pensó la mujer. Plan fantástico
para un tormentoso día de finales de primavera.
*-*-*-*-*
El
joven emergió de la boca del metro situada junto a la estación de
trenes. Aunque tenía carnet de conducir, su madre no le dejaba el
coche salvo en ocasiones excepcionales. Caminó unos metros hasta una
coqueta cafetería. Una voluptuosa rubia, vestida de fucsia,
aguardaba en una de las mesas más alejadas de la puerta.
–Qué
lástima que no nos hayamos conocido antes. Si llego a saber que mi
madre tiene amigas tan guapas le habría robado la agenda.
–Con
esos ojazos no se puede negar que eres hijo de Elena. Lo que no sé
es de quién has heredado ese desparpajo. De tu madre no, seguro
–respondió Marina plantando dos besos cerca de las comisuras de
los labios del muchacho.
–Vaya,
y encima simpática. Con lo que me gustan a mí las rubias
simpáticas.
–¡Oye!,
¿tú has venido a ayudar a tu madre o a ligarme? –preguntó la
mujer haciendo un mohín coqueto.
–Pues
no sabía que ambas cosas fueran incompatibles.
–Pero
si podría ser tu madre –afirmó ella, aguardando una contestación
halagadora.
–Vamos,
pero si tú debes ser por lo menos quince años más joven que mi
madre.
–Pues
solo cinco, pero se agradece el cumplido –las miradas de Marina
iban cargadas de intencionalidad–. Vamos al tema, ¿has conseguido
los recibos?
–Por
mí, si vamos directamente al tema, fenomenal. Lo típico suele ser
conversar un poco antes pero no me cierro a nada. Si quieres tema
vamos allá. Vale, vale, capto el mensaje –la intensidad de la
mirada femenina hizo desistir a Xavi de sus intenciones románticas y
cambió de tema radicalmente–. Los recibos exactamente no. Mi madre
es poco acumuladora y tira todos esos papeles. Me registré con sus
datos en la web de la empresa de telefonía. Con lo de la factura
electrónica he podido imprimir el desglose de las llamadas de Abril
–el joven extrajo un papel del interior de su chaqueta,
extendiéndolo sobre la mesa.
–¿Este
número de móvil sabes de quién es? Llamó cada dos o tres días
–preguntó Marina posando una esmaltada uña bajo el número
indicado.
–Ese
no cuenta, es mi teléfono. Aquí hay otros tres que se repitieron
varias veces. Todas líneas fijas.
Marina
extrajo su terminal del interior de su bolso. Sin dilación, marcó
el primero de los tres números indicados por Xavi.
–Este
no creo que nos sirva. Es de Amnistía Internacional, el número de
la centralita. A lo mejor su amigo trabaja allí, luego lo vemos
–comentó Marina mientras volvía a marcar en su móvil–. El
colegio, me ha contestado el conserje.
–El
tema de sus compañeros ya lo investigué yo. Solo tiene amistad con
una tal Amparo. Hablé con ella y dice que no se relacionó con
ningún profesor en Febrero ni en Marzo.
–En
el tercero me ha contestado un chico muy simpático y me ha dicho que
era la Casa Profesa o algo así. Me ha dado vergüenza preguntarle
qué leches era eso –dijo mientras se limpiaba una gota de café de
sus carnosos labios.
–Te
la iba a limpiar yo. No me has dado tiempo.
–¿Cómo
me la ibas a limpiar? –preguntó la mujer acercando mucho el rostro
al del muchacho.
–Hay
varias técnicas, pero mi preferida es esta… –el joven acercó su
propia boca a la de Marina y haciendo que aflorara su lengua, intentó
lamer el labio inferior de la mujer. Ella, anticipando el movimiento
de Xavi, retiró velozmente el rostro.
–Me…
me voy… a tener que andar con cuidado contigo. Vaya con el niño
–la mujer había enrojecido visiblemente ante la osada acción del
hijo de su amiga.
–Si
te parece bien podríamos ir a tu casa. Podemos investigar eso de la
casa esa en internet –el joven disparó seguro de que la bala daría
en el objetivo.
–No
sería muy adecuado que una mujer mayor lleve a jovencitos a su piso.
Los vecinos podrían hablar.
–Podemos
ir a mi casa, pero a lo mejor a mi madre no le parece buena idea que
investiguemos sus llamadas recibidas –dijo Xavi sonriendo de manera
seductora, al tiempo que extendía la mano hacia Marina–. Además,
no pareces de esas a las que les importa la opinión de los vecinos.
–Vale,
pero lo miramos y te marchas. No quiero líos.
–A
una cola me invitarás ¿no?
*-*-*-*-*
El
padre Damián, ayudante del contable de la Casa Profesa, se deslizó
dentro del despacho con su acostumbrado sigilo. Javier Arteaga, con
cara de frustración, daba suaves golpecitos a un vetusto ordenador
personal.
–Alguien
desea verle, padre –dijo en voz baja el circunspecto religioso.
–Bien,
hágale pasar –respondió con indiferencia mientras aporreaba con
insistencia las teclas de la computadora.
Un
joven alto, completamente desconocido para Javier, entró en el
reducido despacho. Arteaga supo, nada más mirarle a los ojos, de
quién se trataba. Aquel azul verdoso era inconfundible.
–Usted
dirá, joven –comenzó el religioso marcando la distancia.
Xavi
aguardó de pie, observando fijamente al padre Arteaga. Tras unos
segundos, esbozó un leve gesto de asentimiento como si no le
desagradara lo que veía. Sin que nadie le invitara, se decidió a
tomar asiento.
–Verá,
creo que usted es íntimo amigo de mi madre. Pelo castaño en media
melenita, mediana edad, ojos azul verdosos y responde al nombre de
Elena.
–Conozco
a su madre desde hace cuarenta y cinco años. Primero cuidé de ella,
luego la eduqué, más tarde fuimos amigos y luego estuvimos muchos
años separados.
–¿Y
ahora?
–Ahora,
parece que hubiera sido mejor que no retomara nuestra amistad. Creo
que la he herido.
–Por
lo menos es sincero. ¿Tiene pensado hacer algo?
–Mire
hijo, Dios nos dice que nos amemos los unos a los otros. Es el motor
que mueve las grandes obras, obras que están por encima de las
personas, de los sentimientos individuales. Cuando uno decide servir
a Dios, también se compromete a servir a sus hijos y para Él, todos
somos igual de importantes.
–Bonito
discurso. No comprendo bien por qué la dedicación a su Dios es
excluyente con dedicarle algo de tiempo a mi madre, si realmente la
quiere como así creo.
–Tengo
en gran estima a su madre y estaría encantado de dedicarle todo el
tiempo que pudiera. Dentro de la comunidad cristiana todos intentamos
hacer que los demás se sientan a gusto –Javier intentaba por todos
los medios protegerse de sus propios sentimientos.
–Veo
que voy a tener que hablar más clarito. Ustedes tienden a hablar con
circunloquios y así no llegamos a ninguna parte –Xavi comenzaba a
impacientarse con aquel esquivo individuo. En un primer instante, su
apariencia le había resultado agradable y había pensado
inocentemente que todo saldría bien. Ahora, ante aquella terquedad,
deseaba que hubiera sido Marina la que estuviera allí–. Mi madre
le quiere. Pero no le quiere como a un asesor espiritual, no. Tampoco
le quiere como a un padre ni como a un hermano. No, le quiere como a
un hombre. ¿Sabe lo que eso significa? Besos, abrazos, mimos. Esas
cosas que hacemos la gente que no somos tan rectos ni tan puros como
ustedes.
Javier
esperaba el ataque del joven, aunque no hubiera pensado nunca que
este fuera tan directo ni tan brusco. Requirió de unos segundos para
idear una estrategia que le permitiera huir de aquella situación tan
incómoda.
–Me
aflige tremendamente que su madre haya malinterpretado mis desvelos y
mis atenciones para con ella. Por supuesto que la tengo en gran
estima, pero un religioso quiere a todos y cada una de las personas a
las que sirve –la noticia de que su pequeña lo amaba le noqueó.
Ignoraba si era una percepción de aquel joven o realmente el corazón
de Elena latía por él, y el suyo, ¿latía por ella?
–Pensé
que mi madre me habría puesto el nombre de alguien con un par de
pelotas, pero veo que tan solo sabe huir y esconder la cabeza. Si no
siente lo mismo por mi madre, dígaselo y no enrede con su
servilismo. Si le corresponde, tiene un marrón importante por
delante. Tan solo espero que tenga valor para lo que deba o desee
hacer.
Xavi
se alzó de la silla, dispuesto a marcharse por donde había venido.
Dos meses de investigación junto a Marina para intentar descubrir
quién era el amor de Elena. Un mes más para saber cuanto pudieron,
de la relación que habían mantenido en el pasado Javier y Elena.
Aquel verano de trabajo en equipo, había sido sumamente agradable
para Marina y Xavi aunque nunca perdieron de vista el objetivo
principal. Ahora el joven veía tirado a la basura todo el trabajo
previo.
–Escucha,
Xavier. Llevo treinta años preguntándome qué siento por Elena.
Créeme que para una persona consagrada a los demás no es fácil dar
respuesta a estos sentimientos.
–Mire,
conozco a mi madre perfectamente. Sé que si le hubiera dicho que no
sentía lo mismo por ella, no estaría dolida. Si mi padre le hubiera
dicho que no la deseaba, que no la quería, no hubiera sido un
problema. Que la engañen es lo que le duele. Dígale lo que
realmente siente, pero no intente mentirle. Si la quiere como ella le
quiere, no le diga chorradas del estilo que me ha dicho a mí porque
la joderá y ya está bastante jodida. Sea franco y no se oculte.
Javier
se quedó meditabundo después de que la puerta se cerrara. “Necesito
unos ejercicios espirituales. La mentira no conduce a ninguna parte,
pero, ¿cómo decir la verdad cuando esta no se conoce? ¿Y si se
conoce? ¿Es mejor dañar al prójimo, al que se desea proteger de
todo perjuicio, u
ocultarle la dolorosa
verdad?”, los pensamientos del padre fluctuaban entre el civismo
más mundano y los dogmas más elevados.
*-*-*-*-*
–Aún
no me creo que me hayas invitado a cenar –dijo Elena, tomando
asiento en una de las mesas del lujoso restaurante.
–Ya
te lo he dicho. Era un cupón de Internet y si no traía a nadie se
me caducaba. Además, ¿tan raro resulta que quiera invitar a cenar a
la madre más guapa del mundo?
–Si
en los postres no me piensas pedir que te compre el coche, lo cierto
que sí resultará raro.
La
cena discurrió de manera exquisita. Elena se sorprendió por la
capacidad de conversar de su hijo. No solo resultaba simpático y
ocurrente sino que también era una persona empática y comprensiva.
Hablaron de la facultad, del trabajo de ella, de sus respectivas
amistades, de viajes y de pequeñas trivialidades del día a día
entre ambos. Elena veía por primera vez a su pequeño niño como
todo un hombre y un hombre muy simpático.
–Por
cierto, me gustaría que me contases qué os lleváis entre manos
Marina y tú –solicitó Elena, al tiempo que un plato con
profiteroles era depositado frente a ella.
–Nada
raro, solo somos amantes.
Elena
miró atónita a su hijo. El envaramiento inicial dejó paso a una
sonrisa insinuada y después a una amplia carcajada. Las risas de
Elena cesaron cuando advirtió que la mirada de su hijo continuaba
clavada en ella de manera impertérrita.
–¿Me
lo estás diciendo en serio? –preguntó ella tragando saliva con
dificultad.
–¿Hay
algún problema?
–Bueno…
pues… lo cierto… hay una diferencia de edad… además es mi
amiga…
–Sí,
soy consciente de la diferencia de edad. De momento tan solo somos
amantes. Si llegásemos a enamorarnos imagino que la diferencia de
edad no tendría demasiada importancia. Con respecto a que sea tu
amiga, no veo el menor inconveniente.
Elena
pensaba a toda velocidad, intentando encontrar un motivo contundente
por el que aquellos dos no pudieran ser amantes. ¿Demasiado joven
Xavi?, ¿Debía centrarse en los estudios?, ¿era mejor que saliera
con chicas de su edad?
–¿Cuánto
tiempo lleváis? –fue lo único que atinó a preguntar.
–Algo
más de tres meses. Pregunta cuanto desees. No tengo reparos en
hablarte sobre mi vida amorosa. Confiamos el uno en el otro ¿no?
–preguntó con un inconfundible tono de sarcasmo.
–¿Insinúas
algo? –a Elena las palabras de su hijo le despertaron cierto
resquemor. Demasiado tarde pensó que no debería haber hecho aquella
pregunta.
–No
insinúo nada. Imagino que no es fácil hablar a un hijo de tus
amoríos. Tienes todo el derecho a seguir viéndome como a tu pequeño
niño, pero me hubiera gustado mucho que compartieras conmigo tus
inquietudes sentimentales.
–Bueno,
aquello ya pasó. Fue un momento de debilidad –Elena esperaba poder
zanjar la cuestión sin dar mayores explicaciones.
–Treinta
años enamorada del mismo hombre. Para ser un momento de debilidad ha
durado demasiado.
–No
comprendo de qué me hablas –dijo ella intentando mostrarse
tranquila e indiferente.
–Pues
te hablo mamá, de cierto cura jesuita. Tipo simpático aunque un
poco cagón.
–Voy…
voy un momento al baño –las alarmas se encendieron todas al mismo
tiempo. Elena buscaba desesperada una salida que no encontraba.
Aquello tan solo sería postergar lo inevitable pero lo necesitaba.
–Disculpa
si te he violentado. Estábamos preocupados por ti y decidimos
investigar un poco –dijo Xavi aferrando la mano de su madre antes
de que esta huyera al aseo.
–¿Estábamos?
–Marina
y yo. Así es como nos conocimos y comenzó lo nuestro. No queremos
juzgaros a ninguno de los dos, tan solo queremos que seas feliz, sola
o acompañada, pero no queremos verte como los últimos meses.
–Bueno…
ahora que lo sabes… entenderás que no era fácil de contar…
–Elena había inspirado con fuerza para afrontar aquel complejo
trance.
–¿Por
qué?, ¿Porque os lleváis quince años?, ¿Porque ha hecho un voto
de castidad?, o porque
sois como críos que no os sinceráis y os decís de una vez lo que
sentís.
–Posiblemente
tengas razón. Deberíamos haber sido más sinceros el uno con el
otro. Ahora ya es tarde. En ocasiones, buscando protegerte, levantas
un muro tan alto que te aterra salir al exterior.
–¡Por
favor mamá! Eres una mujer adulta, has peleado durante toda tu vida
para salir adelante sin tener a nadie que te facilitara las cosas.
Sin padres, sin abuelos, sin hermanos, sin un marido que te respetara
y sabes, siempre me he sentido orgulloso de ti porque jamás te
rendiste.
–Para
qué necesito yo más hombre que tú –dijo Elena besando
tiernamente la mejilla de su hijo.
–Vale.
Si estás dispuesta a compartirme con Marina, yo puedo hacer un
esfuerzo. Tienes poco pecho para mi gusto, pero por ser mi madre haré
una excepción. Además de culo no andas nada mal.
–¡Capullo!
–Elena golpeó suavemente el hombro de su hijo.
–¿Le
quieres mucho? –preguntó Xavi retomando una actitud más seria y
confidencial.
Elena
hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Entendía perfectamente que
Marina se hubiera liado con su hijo. Se había convertido, sin ella
darse cuenta, en un hombre encantador. Hablaron durante largas horas,
en las que se mezclaron copas, risas y confesiones.
Una
rejuvenecida vitalidad henchía el cuerpo de la madura mujer. Se
sentía feliz. Había encontrado un amigo y se había quitado una
pesada losa de encima. Llevaba treinta años guardando celosamente
sus sentimientos. Jamás había abierto su corazón como lo había
hecho aquella noche con su nuevo camarada. Los momentos de congoja
etílica y de euforia descontrolada se sucedieron, aligerando a cada
momento la pesada carga que durante tanto tiempo le había lastrado.
El
alba les descubrió entrando en la vivienda unifamiliar. Xavi había
bebido moderadamente y su fuerte constitución había ayudado para
asimilar bastante bien el alcohol. El joven sujetaba de la cintura a
una bamboleante Elena, la cual tenía serias dificultades para poder
poner un pie detrás del otro.
Haciendo
gala de caballerosidad, el joven tomó el cuerpo exánime de su madre
en sus propios brazos y la subió hasta el dormitorio principal de la
primera planta.
Con
delicadeza, la recostó sobre el colchón mientras buscaba debajo de
la almohada el veraniego pijama de su madre. Comenzó por despojarla
de los finos pantys. A pesar del calor de mediados de septiembre, la
gelidez de sus pies era increíble. Unas lentas friegas entibiaron la
suave piel de estos.
Con
el pantaloncito del pijama colocado, el joven retiró la blusa del
laxo cuerpo. Debajo de esta, tan solo quedaba el negro sujetador de
encaje. A Xavi le divertía cuidar a su madre como si fuera una niña
pequeña.
Ahora
era él quien desvestía a su madre, quien la arropaba para que
durmiera la mona. “No tan niña”, pensó el muchacho observando
los pechos recién liberados de su sostén. Con suma delicadeza,
reclinó el cuerpo hasta apoyar su espalda sobre el colchón.
Mientras preparaba la parte superior del pijama, el joven no pudo
dejar de observar las tetas de su madre. “Para tener cincuenta
tacos no están nada mal”, se dijo mientras, temeroso, posaba una
mano tiernamente sobre la mórbida carne. No pudo evitar masajear
levemente aquel seno sobre el que su rostro había descansado tantas
veces tras ser amamantado. Con aquel pensamiento en la cabeza, Xavi
se reclinó lentamente hasta posar sus labios sobre el sedoso pezón,
el cual se endureció de inmediato. Con un creciente sentimiento de
angustia, el joven alzó la boca dirigiéndose al rostro de su madre.
Delicadamente, besó la frente de Elena, tras lo cual, colocó con
premura el suéter del pijama.
“Cuánto
te quiero”, se dijo Xavi observando el plácido dormir de su madre.
Desterrando la fugaz lujuria que le había dominado, introdujo a la
mujer bajo el cobertor haciendo él lo mismo tras unos instantes.
Hacía más de diez años que no dormían juntos. Había sido uno de
los consuelos de Elena tras la separación y si entonces sirvió de
algo, Xavi esperaba que ahora también la pudiera animar. Con esta
idea en su mente, el joven abrazó por la espalda la cintura de su
madre, cubriendo con su largo cuerpo la totalidad del dorso femenino.
*-*-*-*-*
Hacía
tiempo que Elena no se sentía tan radiante. La revelación de su
nueva relación con su hijo y la paz interior que se había instalado
en su corazón tras abrirlo de par en par, la tenían flotando. Tras
aquella primera noche, la relación con Xavi se transformó poco a
poco. Cada día eran más las veces que su hijo la llamaba para
preocuparse por ella. Se sucedían las bromas y los mimos inocentes.
Era como tener una pareja que la atendía y la cuidaba.
Elena
decidió quedar con Marina para tratar el tema. No albergaba ningún
tipo de rencor contra su amiga aunque distaba de asumir la relación
como normal. Le tranquilizó sobremanera percibir que la actitud de
Marina ante la relación era la misma que la de Xavi. Tan solo eran
amantes y no deseaban mayores compromisos.
–Eh,
pues es un amante sensacional. Lástima que no puedas catarlo –dijo
Marina tras uno de los comentarios de su amiga.
–Serás
bruta.
–No,
mujer, te lo digo totalmente enserio. Aunque ahora estés muy feliz
con tu relación con Xavi, necesitas alguien que te coma tu cosita.
–¡Marina!
–¿No
te apetece pasear de la mano de alguien?, ¿recibir sus caricias?,
¿afrontar el futuro junto a esa persona?, tía, lo tienes ahí. Tan
solo debes echarle un par de ovarios y agarrarle de las pelotas.
–¿Sinceramente?,
me aterra.
–Entiendo
que ahora estés maravillosamente bien con tu hijo. No hace falta que
me recuerdes que es un encanto, pero él no va a estar ahí toda la
vida para ti. Además no te lo puedes tirar.
–¡Marina!,
no seas bruta –en el fondo Elena sabía que su amiga estaba en lo
cierto. Aquellas semanas recibiendo el afecto de su hijo le habían
dado la energía y la confianza para afrontar aquel difícil trance,
debía dar aquel paso.
–Vamos,
no me digas que no merecería la pena intentarlo. Dormir abrazadita
por alguien al que quieres, desayunar juntos, despertar con un beso,
hacer el amor como si no hubiera un mañana. ¡Venga!, no lo pienses
e inténtalo. Si no sale bien, le diremos a Xavi que te busque un
amigo. No sabes la marcha que te da un chaval de veinte años.
*-*-*-*-*
El
mejor sitio posible para aquella cita era los Jardines del Turia.
Tantas tardes de domingo paseando por sus ajardinadas veredas,
sentados en su césped hablando de los más diversos temas. Elena se
sorprendió cuando Javier propuso el lugar. Ella también lo había
pensado, con la oculta intención de evocar aquellos años tan
felices, pero no había esperado que fuera él el que tomase la
iniciativa.
Javier
estaba igual que casi hacía medio año. Tan solo su coleta había
desaparecido, dejando lugar a un corte moderno y juvenil. Su cabello
y su perilla seguían siendo completamente blancas, algo que en el
fondo le gustaba a Elena.
–Hola
–saludó el hombre cuando se encontró a la altura de Elena–. Hoy
eres tú quien esperas. Siento haber llegado tarde.
–Soy
yo quien ha llegado tarde –dijo Elena, comenzando a caminar en
dirección al mar–. Concretamente treinta años tarde.
–No
comprendo –el padre Arteaga intentaba hacerse el ignorante.
–Demasiado
bien comprendes. Creo que ha llegado la hora de que seamos sinceros
el uno con el otro.
–Te
escucho –dijo serenamente el hombre.
–Quiero
decirte lo que debería haberte dicho antes de que te fueras –Elena
se detuvo y clavó sus ojos glaucos en los del hombre–. Te amo.
–Yo…
–Déjame
continuar. Te amo y no como una amiga a un amigo, no como una hermana
a su hermano mayor. Te amo como una mujer ama a un hombre. Con el
secreto deseo de que un día me beses, me abraces, me hagas el amor
–la voz de Elena se quebró, ante la aparición de las primeras
lágrimas.
La
mirada de la mujer descendió hasta fijarse en el suelo. Lo había
dicho, le había costado trabajo pero por fin lo había hecho.
Aguardó con miedo la respuesta de Javier, escuchando el retumbar de
los latidos de su corazón. Ni siquiera se atrevía a mirarle a la
cara.
–¿Sabes?
Lo mejor de ser ordenado es que el resto de tu vida queda pautada. No
debes afrontar complejas decisiones, no debes pelear por la
aceptación de la gente, ni siquiera por un trabajo. Sientes que
todas las dificultades que entraña una vida las has dejado muy atrás
–el padre comenzó a caminar lentamente, con la mirada fija en el
frente, al tiempo que, por el rabillo del ojo, observaba cómo Elena
se abrazaba a sí misma y le seguía.
–Debe
ser reconfortante. En ocasiones el simple hecho de vivir da miedo.
–Sí,
ese miedo es lo que intenté eliminar de mi camino. Podría ayudar a
otros sin el pavor al fracaso, sin el sentimiento de abandono, pues
tenía una nueva familia que estaría conmigo siempre –Javier cruzó
un brazo por la espalda de Elena y apoyó una mano sobre el hombro
continuando con la explicación–: Toda aquella tranquilidad se
truncó cuando entraste en la universidad. De repente una nueva
llamada de Dios se escuchaba en mi corazón. Dudé, dudé durante
mucho tiempo. No sabía si el Señor quería que tomase aquella nueva
senda o que continuara por el camino inicial. Todo me daba miedo. La
certidumbre que me había proporcionado la orden se diluía y me
sentí aterrado.
–¿Qué
senda? –preguntó Elena con los ojos vidriosos.
–El
camino del amor carnal, del matrimonio y la familia. Dudé mucho,
Elena. En mi corazón nacieron terribles angustias. Debía seguir a
Dios como hasta aquel momento o debía reconocer a mí mismo y a la
sociedad el amor que sentía por ti.
–¿Me
querías? –preguntó ella deteniéndose al tiempo que se giraba
hacia Javier con desconcierto en la mirada.
–Claro
que te quería. Pensaba en ti a todas horas. Deseaba crear una
familia contigo –el abrazo del hombre se hizo más intenso,
logrando que Elena apoyara su cabeza sobre su pecho.
–¿Y?
–Mis
superiores me aconsejaron que no lo hiciera. Lo pensé durante mucho
tiempo y llegué a la conclusión
de que tenían razón.
Con la decisión tomada, no tuve valor para permanecer cerca de ti,
por lo que huí lejos buscando el olvido.
–¿Tenían
razón? –un susurro se escuchó amortiguado por el pecho del
sacerdote. Elena se refugiaba en el protector abrazo como una niña
asustada.
–Sí,
Elena. Yo te había educado, te había cuidado, había sido tu padre
y tu madre. Nunca podríamos tener una relación en igualdad de
condiciones. Yo había sido el único hombre importante en tu vida.
Debía darte libertad para que afrontases tu propio futuro. ¿Qué
tipo de matrimonio hubiéramos sido?, ¿Habrías sido capaz de
mirarme con objetividad? Emocionalmente hubiera sido como si un padre
se casara con su hija.
–Comprendo,
me jode pero comprendo.
–Y
ahora ya ves. Aquella primera fase queda ya muy lejos, Apenas nos
conocemos. Han pasado muchos años y hemos cambiado profundamente.
¿Te sigo queriendo? Pienso que siempre lo haré, aunque creo que me
he hecho demasiado viejo para cambiar mis manías, demasiado celoso
de mí mismo para darme profundamente a alguien.
–Y
por supuesto no tienes intención ni ganas de intentarlo –dijo
Elena, separando su cabeza del pecho del padre Arteaga.
–Cuando
algo no se conoce es más sencillo dominar la tentación y continuar
con las rutinas de siempre.
–Claro,
claro, no vaya a ser que algo haga tambalearse esos muros que has
construido a tu alrededor.
–No
discutamos, Elena, por favor. Tengo miedo, mucho más miedo del que
puedas imaginar.
Realmente,
Elena vio el miedo reflejado en los ojos del hombre. Estaba indefenso
ante aquella situación novedosa para él. “No lo entiendo. Si
realmente me sigue queriendo, si desea algo, ¿por qué no da el
último paso?”, se preguntaba la mujer comenzando a irritarse.
Lentamente, muy lentamente, como si emergiera de las profundidades de
su consciencia, la luz se fue haciendo en la abotargada mente de
Elena. “¡Es un niño!, por más que sea muy sabio, por más que
haya dirigido grandes grupos de personas, por más que tenga sesenta
y cinco años, ¡es un niño! Está esperando que yo tire de él.”,
se dijo la mujer, admitiendo la revelación.
–Creo
que deberíamos hablar de esto en un lugar más acogedor –dijo
Elena, tras besar tiernamente la encallecida mano que le había
estado sujetando el hombro.
Sin
esperar respuesta del padre, aferró la mano con la suya y tiró de
él hacia su propio coche. Javier observaba, entre divertido y
atemorizado, las maniobras de Elena. Realmente deseaba intentarlo.
Había hablado con Dios y a Él también le había parecido buena
idea. Aguardaría, si todo salía bien, el final de sus días
disfrutando del mayor don que su Señor le podía ofrecer: el amor.
Había disfrutado de muchísima felicidad durante toda su vida pero
ahora cabía trocar aquel afecto al prójimo, a las buenas obras, en
un amor hacia quien le había aguardado con tanta paciencia.
Elena
conducía con la vista fija en la carretera, mordiéndose el labio
inferior. Debía calmar el millar de mariposas que revoloteaban en su
estómago. Debía mantener la cabeza fría para que nada fallase y
Javier se pudiera asustar. Aparcó delante de la entrada a la casa.
No quería perder tiempo guardando el coche en el garaje.
Cuando
ambos se encontraron en el comedor, se miraron sin saber muy bien qué
hacer. Elena fue la que dio el primer paso, abriendo los brazos como
una oferta amistosa. No tardó en Acercarse el padre Arteaga. Él la
apretó contra su pecho, permitiendo que ambos cuerpos se uniesen en
un fuerte lazo, que hubiera aguardado muchos años para cerrarse en
torno a ellos.
Javier
acarició el cabello de ella, imaginando que era una caricia
apropiada. Elena, más osada, acarició la afeitada mejilla de él,
mientras podía sentir los fuertes latidos de aquel corazón, por el
que había suspirado tanto tiempo. Tras su mano llegaron sus labios
que besaron dulcemente la suave piel. La boca delineó la quijada y
el barbado mentón.
Él
ni siquiera respiraba, anticipando lo que proseguiría tras su
barbilla. Los cautelosos labios de Elena ascendieron delicadamente
hasta alcanzar la boca. Rodearon esta, cubriendo de rápidos y
ligeros besos todo el esponjoso vello que circundaba sus labios.
Javier se sentía petrificado, su cuerpo no respondía y su mente
estaba abotargada.
La
mujer aguardó pacientemente hasta que él, tímidamente, respondió
a las caricias. Elena ofreció su propia boca al tiempo que buscaba
ansiosa la del hombre. Ambas se encontraron y se degustaron. Los
labios se acoplaron como si estuvieran hechos los unos para los
otros. La lengua femenina investigó en el interior de la calidez
masculina. Javier no tardó en adquirir destreza en aquel húmedo
juego. Al poco tiempo, se desenvolvía como pez en el agua dentro de
la boca de Elena. Parecía que hubiera esperado una eternidad para
poner en práctica aquellos conocimientos innatos.
Cientos
de sensaciones diferentes se alternaban rápidamente en los cuerpos y
en las almas de los dos enamorados. Temor, ansiedad, deseo, amor,
inseguridad. Las manos que se habían limitado a cerrar el lazo entre
los dos, comenzaron un lento baile por los cuerpos ajenos. Las de
ella, bajo el suéter masculino, acariciaban la fornida espalda,
sintiendo bajo la yema de sus dedos aquella cálida y tersa piel. Las
manos de Javier acariciaban igualmente la espalda de Elena aunque él
lo hacía por encima de la ropa. Tuvo que ser la propia Elena, quien
aferrando una mano del padre, la llevara a su propio trasero.
–Puede
tocar cuanto desee, padre. Soy toda entera para usted –aquel
tratamiento formal hizo reír al hombre que a pesar de todo no
soltaba la nalga que tenía aferrada.
–No
se parece demasiado a aquel trasero que enjabonaba cuando tenías
ocho años –el padre amasaba lentamente el glúteo que tenía entre
sus dedos, perdiendo poco a poco los iniciales reparos.
–Si
desea enjabonarme, yo por mí encantada –Elena desabrochó sus
pantalones, forzando a que el jesuita introdujera su mano bajo la
prenda.
Los
nervios de Javier estaban al borde del colapso. Todo aquello le
parecía tan irreal y al mismo tiempo tan rotundamente cierto.
Percibía la sedosidad de las bragas de Elena en las yemas de sus
dedos, pero aquellas manos no parecían suyas. Eran de otra persona
que él no conocía aún, pero a la cual no le iba a cerrar las
puertas. Los labios y las lenguas continuaban danzando
acompasadamente. Las manos de ella estiraron del jersey hasta dejar
desnudo el torso del padre. Ahora los labios descendieron hacia la
nuez de Adán. Dedicaron atenciones a las clavículas y de nuevo al
cuello. Cada nuevo beso era más cálido que el anterior, cada nuevo
lametón era más lúbrico que el precedente y cada nuevo mordisco
era más apasionado que el previo.
Con
torpeza y timidez, Javier tiró del suéter de Elena hacia arriba. El
jesuita no demostraba mucha pericia desnudando a una mujer, por lo
que ella tuvo que ayudar en la tarea.
Retrocedió
un paso para que él pudiera observarla a placer. Su busto quedaba
tan solo cubierto por un fino sujetador blanco, en el que se
translucían los erectos pezones. Tras unos instantes en los que el
padre Arteaga parecía abducido, ella misma aferró la mano del
hombre llevándola sobre su seno izquierdo.
--¿Lo
sientes?
–Es…
es gracioso… pero nunca hubiera imaginado que fuera tan… tan…
–¿Agradable?
–Terminó interrogativamente la frase de su extutor, al tiempo que
deslizaba el sostén brazos abajo mostrando sus tetas en completa
desnudez–. Toca los pezones. Ya verás cómo
son muy agradecidos.
El
hombre seguía las instrucciones de Elena como si fuera un autómata
o como si estuviera en trance. Torpemente, con las yemas de los
índices, rozó cada una de las sensibles guindas de aquellos
suculentos pasteles.
–Así
no. Déjame que te enseñe –corrigió ella con tono maternal.
Hizo
que el hombre sujetase los pechos con las palmas y los cuatro dedos.
Luego indicó cómo debía rotar y presionar los pezones con sus
pulgares. Habilidoso y despierto como era, Javier no tardó en
dominar la técnica, arrancando tenues suspiros de los labios de
Elena. Ella se dedicaba en aquellos momentos a acariciar la creciente
entrepierna masculina. Podía sentir en sus dedos y en la palma de su
mano cómo la virilidad crecía constantemente. Percibía a través
del pantalón la fuerza y el poder de aquella herramienta.
Con
ágiles dedos, Elena desabrochó el pantalón del hombre, permitiendo
que este se deslizara hasta sus rodillas. Pudo palpar más claramente
la dureza de aquella carne palpitante.
–Bonitos
calzoncillos –dijo Elena, observando los boxer con dibujos de Bart
Simpson.
–Sí…
–fue todo lo que atinó a pronunciar el absorto religioso, mientras
sentía que el vacío de su estómago se acumulaba en su entrepierna.
Elena
se acercó de nuevo a su ansiado amor. Retornó a los besos en el
cuello, en las clavículas, en los hombros. Descendió, cubriendo con
su boca los diminutos pezones masculinos y el lampiño pecho. Javier
acariciaba lentamente la media melena de la mujer, sin saber muy bien
qué más hacer con las manos.
Al
mismo tiempo que la boca alcanzaba el aún plano vientre, las hábiles
manos aferraron el elástico de los boxer, haciendo descender estos
muslos abajo. El jesuita no pudo reprimir un escalofrío de pudor.
Era la primera vez que mostraba sus genitales a una mujer. Elena
descendió lentamente, introduciendo su lúbrica lengua en el
ombligo. Continuó camino, delineando la línea alba hasta llegar al
ensortijado pubis.
–Vaya.
Aquí abajo no tienes ni una cana –se rió la mujer acuclillada
delante de la entrepierna del hombre.
Con
una mano, agarró el tallo estirando ligeramente de la piel de este.
El prepucio se retrajo mostrando la purpúrea cabeza del glande más
apetecible del mundo para Elena.
Un
súbito cosquilleo recorrió la espalda de Javier cuando sintió
sobre su miembro las resbaladizas atenciones de la boca de Elena.
Ella observaba divertida las múltiples reacciones del hombre. Su
tórax se hinchaba a intervalos rápidos buscando aire con
desesperación. Sus ojos desorbitados pugnaban por abandonar las
cuencas y su boca entreabierta era la viva estampa del desconcierto.
No
pudo saborear mucho tiempo aquella dura carne. Elena temía que sus
atenciones desembocaran en una temprana explosión. Con deliberada
lentitud, recorrió el camino inverso al que le había conducido
hasta el miembro masculino. Besó aquella sorprendida boca, la cual
no dudó en cerrarse sobre los empapados labios de Elena.
–¿Ya
tienes elementos para juzgar? –preguntó coqueta mientras enlazaba
los brazos tras la nuca del hombre.
Aquellas
sensaciones se habían representado muchas noches en su enfermiza
mente. ¿Cómo sería tocarla?, ¿cómo besarla? Cada película
romántica, cada novela, le evocaba a aquella joven que había dejado
abandonada en España.
Por
toda respuesta, él tragó saliva ruidosamente. La presión de los
senos desnudos sobre su pecho le estaba produciendo unos calores que
lo tenían aturdido, incluso era capaz de sentir en su propia piel
los pétreos pezones de su querida Elena. Ella volvió a tomar la
iniciativa, aferrando la mano del hombre y encaminándose hacia el
gran sofá que presidía el salón. Hizo que el religioso se sentase
sobre el mullido sillón a la espera de que ella decidiera qué venía
a continuación.
El
pantalón de Elena ya estaba desabrochado, por lo que deslizarlo por
sus muslos fue rápido y sencillo. Unas suaves braguitas era cuanta
vestimenta portaba la mujer sobre su cuerpo.
–El
último paso lo debe dar usted, padre. Yo me planto aquí. Si
considera que sobra algo de ropa quítela usted –la sonrisa pícara
de Elena iluminaba su alegre rostro.
Las
indecisas manos se acercaron trémulas hasta la carne de las caderas.
Acariciaron con dedos torpes todo el contorno del elástico de la
prenda íntima. Los dedos de la mujer jugueteaban traviesos con las
orejas y la nuca del atormentado jesuita. Finalmente, tras una
intensa inhalación, los dedos se engarfiaron en la goma de las
braguitas, estirando de estas hasta lograr que descendieran por los
muslos. Frente a la mirada de Javier se mostró impúdicamente el
triángulo, de rizado vello, que servía de unión entre los dos
muslos. No era la primera entrepierna femenina que veía, pero sí la
primera en vivo y en directo de una mujer adulta. Cuántas veces
había visto a aquella chiquilla desnuda, sin pensar en que de mayor
se convertiría en su tormento. Con delicadeza, las yemas de los
dedos acariciaron el tupido terciopelo del pubis. Rodearon los labios
mayores como si inspeccionaran la zona.
–¿Confías
en mí? –preguntó tiernamente Elena.
–¿Cuántas
veces me habrás preguntado lo mismo?
–Y
tú siempre respondías lo mismo. “No me fío de ti ni un pelo”
–La mujer había tomado asiento a horcajadas sobre los muslos del
hombre.
–Confío
tanto que te doy todo cuanto soy –respondió Javier bordeando con
un dedo el rostro de Elena.
Ella,
intentando controlar sus emociones se abrazó al hombre ocultando sus
vidriosos ojos de la mirada de él. Al poco tiempo, para quitar
dramatismo a la situación, mordió juguetona el índice que le
acariciaba, aprovechando para succionarlo con lascivia. Sin soltar su
presa rodeó el cuello del padre con un brazo mientras el otro se
adentraba entre los vientres. Con un ligero impulso de las rodillas y
la ayuda de la precisa mano, el glande apuntó certeramente a la
entrada de la cálida gruta.
Elena
se dejó caer con toda la lentitud que la fuerza de sus piernas le
permitió. Mirando fijamente los oscuros ojos de Javier, observaba
las reacciones que cada milímetro de penetración provocaba en el
aturdido hombre. Finalmente, la deliciosa tortura llegó a su final y
las nalgas de la mujer reposaron sobre las caderas masculinas.
–¡Te
tengo dentro de mí! –gritó Elena al tiempo que agarraba las
orejas del jesuita plantándole un sonoro beso en la boca.
La
alegría y alborozo de la mujer se contagiaron al hombre que rio con
ganas ante la efusiva reacción de ella. Las sensaciones
experimentadas por Javier no se parecían a nada que hubiera vivido
antes. Por supuesto que había tenido sueños húmedos, pero ni
siquiera en aquellos había sentido algo similar. La emoción de
estar dentro del cuerpo de su amada era indescriptible. Nunca en su
larga vida había sentido algo con tanta intensidad. Aquel era el
mayor regalo que había recibido del Señor.
La
cadenciosa elevación de las caderas femeninas despertaba cientos de
sensaciones desconocidas para el inmaculado cuerpo del jesuita. Este
reaccionaba de manera autónoma como si no requiriera de las órdenes
de su propietario. Las manos masajeaban las nalgas femeninas como si
fuera algo a lo que estaban completamente acostumbradas. La boca,
ávida de besos, buscaba los labios femeninos como si en tan poco
tiempo ya se hubiera vuelto adicta al néctar destilado por aquellos.
La
calidez que envolvía su miembro le transportaba a cada roce a cotas
de placer inimaginables para el hombre. Tantos años aguardando,
recibían en aquel instante su anhelada recompensa.
Repentinamente,
el cuerpo de Elena se crispó por completo. Su vientre se tensó, los
brazos atenazaron con fuerza el cuello masculino y de lo más
profundo de su garganta brotó un gemido de liberación. Treinta años
de espera se condensaron en el orgasmo más brutal que hubiera
sentido jamás.
Javier,
ante aquella manifestación de placer, no pudo retener más el suyo
propio y se dejó llevar, alcanzando la gloria. Le abrumaron las
desconocidas sensaciones puramente físicas. El calor emanado por la
piel de Elena, el abrigo de la húmeda gruta femenina, la lubricidad
y ardor de los besos. Lo que más profundamente penetró en el alma
del maduro sacerdote fueron las sensaciones observadas en su querida
niña. El suave jadeo de su garganta, la mirada vidriosa, el rubor de
las mejillas, la intensidad de los abrazos femeninos, le llevaron al
convencimiento de que aquella era la máxima expresión del amor
entre dos personas.
Las
intensas emociones vividas en las últimas horas habían quebrado la
resistencia física y mental de la pareja. Elena, recostada sobre el
hombro masculino, acariciaba perezosamente la mejilla del hombre. Él
deslizaba su mano a lo largo de la espalda de la mujer, desde la nuca
de su esbelto cuello hasta las rotundas nalgas que descansaban ahora
sobre su propio regazo.
Una
repentina humedad en su hombro alertó al padre Arteaga. Con
delicadeza, alzó el rostro de Elena sujetándola del mentón.
Aquellos singulares ojos glaucos se veían acuosos. Una sucesión de
lágrimas recorrían raudas los pómulos en dirección a la barbilla.
–No
te preocupes. Ya sabes que soy muy llorona –se justificó la mujer,
sorbiéndose sonoramente los mocos.
–Toda
la infancia enseñándote a sonarte los mocos para que no sorbieras y
seguimos igual.
–Es
que tienes que cuidar de mí, si no me descentro y olvido todo lo que
me enseñaste.
Pasó
un ángel. El silencio se hizo en el salón durante un largo
instante. Las miradas transmitían sin palabras cuanto se podían
decir dos personas que se amaban. No había lugar para el reproche,
para el pasado. Habían aguardado treinta años pero por fin, en
aquella tercera fase de sus vidas, estaban juntos.
–Te
quiero –dijeron los dos al unísono.
La
sonrisa fue inmediata por la casualidad de haber hablado a un tiempo.
Una dulce laxitud les envolvió. Ella volvió a apoyar la cabeza
sobre el hombro de él. Javier cerró los ojos y rememoró el sinfín
de emociones y sensaciones experimentadas en las últimas horas. A
sus sesenta y cinco años, se sentía más vivo de lo que se había
sentido en toda su larga vida.
En
aquella postura se los encontró un Xavi que por segundos pudo
abortar un grito de saludo a su madre. Con sigilo, desanduvo los
pasos dados y volvió a cerrar cuidadosamente la puerta del
domicilio. Acababa de ver a su madre, completamente desnuda, montada
a horcajadas sobre aquel jesuita y, lo más peculiar de todo, es que
una profunda emoción le embargaba. Deseaba tanto ver feliz a su
madre. Dibujando una amplia sonrisa, reflexionó sobre lo complejo
que podía llegar a ser algo tan sencillo como el amor.
1 comentario:
¡Bravo!
Esta es la demostración de que un relato sobre amor no tiene por qué ser una pastelada.
En todo momento se nota el mimo que tiene el texto y eso es de agradecer.
Por momentos, aunque el final estaba claro, he llegado a dudar gracias a la firme postura del jesuita. Eso ha hecho que la lectura no perdiera interés.
Del mismo modo, el personaje de Xavi está muy bien utilizado para ese doble juego. Reconozco que no me hubiera importando leer más sobre cómo Xavi intenta seducir a Marina mientras ella juega con él (tal vez lo más morboso del relato) o un desliz filial entre madre e hijo.
Sin embargo, viendo el resultado final, no tengo nada que reprochar a la historia. Tal vez sin sobresaltos, sin sorpresas, pero muy real y tremendamente bien contada.
Mi enhorabuena al autor/a.
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