—Tatiana tiene las tetas más bonitas
de España –Comenta Marcos con un asentimiento de cabeza, mirando hacia la
belleza morena que hay al otro lado de la terraza–¡Eh, Jacob! ¿Por qué no vas a
hablar con ella? –pregunta mirándome con provocación.
Me ladeo lo suficiente para observar
con detenimiento a la chica. Se levanta del taburete y camina de la barra a la
piscina con un sensual movimiento de caderas. Se inclina despacito sobre el
agua, moja su mano y la lleva hacia la nuca con sensualidad, las gotas recorren
un camino descendente por su largo cuello perdiéndose en el algodón de su
camiseta. Sus pechos turgentes y redondos, como manzanas cortlands, se
balancean cuando intenta inclinarse un poco más sobre el borde; el calor es
sofocante, y ha visto en el agua un medio para aliviarse.
Está atenta a su objetivo cuando uno
de los chicos se zambulle en la piscina bruscamente, levantando una cortina de
agua que la baña entera. Su reacción es inmediata: se pone en pie de un salto y
reprende al muchacho, que sonríe con picardía sin darle la menor importancia.
La camiseta blanca que la cubre se
ha vuelto transparente, y ahora se dibuja un diminuto biquini turquesa que se
ciñe a sus pechos como si fuera una segunda piel. Debajo de esa escasa prenda
se encuentran unos excitados pezones, duros como canicas de acero.
Permanezco absorto, estudiando cómo las
arrugas de la camiseta se adhieren a su torneado cuerpo, realzando todavía más
sus atributos femeninos. Parece no ser consciente de la poderosa arma que tiene
por busto, tampoco repara en las miradas que ocasiona al despojarse de la
camiseta y dejarnos contemplar, sin obstáculos, ese milagro divino.
Se tumba en la toalla ajena a todo.
Su piel perlada por diminutas gotas de agua se seca lentamente a causa de la
suave brisa. Sigo perdido en su escote y en el vaivén de su pecho mientras
respira acompasadamente, y ya no me hace falta más: voy a lanzarme.
Cojo mi cerveza y camino en su
dirección omitiendo los cuchicheos de mis amigos. Llego junto a ella y me
siento a su lado, apoyando los brazos sobre las rodillas, bebida en mano.
Al principio no reacciona, tarda un
rato en percatarse de que mi presencia bloquea el sol. Se gira despacio,
entrecerrando los ojos y tapándose la cara a modo de visera con la mano, y
ahora llega el momento cumbre: presentarme, ser elocuente, hacerla reír, invitarla
a una copa y...
Tiendo una mano en su dirección y digo:
—Buenas tardes, me llamo Jacob.
Retira la mano de su cara y me quedo
literalmente en blanco.
—Hola, bombón –contesta con la voz
más grave que he escuchado en mi vida.
Recorro fugazmente su cuerpo con la
mirada y ahí está: debajo del diminuto biquini se intuye el relieve de un pene,
grande como una morcilla de Burgos.
Mis amigos ríen con descaro, no puedo
evitar seguirles; me lo tengo merecido por no ver más que tetas.
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