El vestido
cae al suelo y quedo ante ti en todo mi esplendor. Te impresiono, tu mirada lasciva
te delata. Titubeas por un momento, pero en seguida te animas a avanzar hacia
mí con decisión.
Hay algo más
que deseo en tus ojos; destellan seguridad y convicción. Sabes que las cosas no
han ido bien últimamente y, tras una velada de aniversario cargada de buenas
palabras y mejor vino, no piensas permitir que esto se estropee ahora.
Tus brazos
se enroscan entorno a mí. El compás de los latidos de tu corazón y tu calor se
funden en mí a medida que estrechas el abrazo.
—Espera,
déjame a mí —susurras.
No sé muy
bien a qué te refieres, pero lo has dicho de una forma tan firme y sensual que
consigues que tus palabras enciendan. La mecha del deseo no arde sólo en tu
cuerpo, la temperatura aumenta en mi interior y esos pezones rosados que llevas
meses añorando comienzan a endurecerse.
Deshaces
ligeramente el abrazo y tus dedos empiezan a explorarme por detrás. El cálido
contacto de tus yemas logra que la piel se erice a medida que recorres el
camino hasta llegar a tu destino. Ya estás ahí. Has llegado a mi nexo. La
puerta que encierra tus fantasías está ahora a merced de tus dedos.
Mis fibras
se estremecen con la primera caricia. Ahora entiendo a qué te referías con eso
de “déjame a mí”. Tus dedos me tocan como nunca antes me había tocado nadie
ahí. Parecen recrearse, coreografiando un maravilloso baile que parece no tener
fin. Mis tejidos se tensan a medida que aumentas el ritmo y la intensidad de la
fricción.
—Espera, que
lo tengo —dices.
Y es verdad,
casi me tienes. La tensión que experimento va en aumento a medida que te
aceleras.
—Ya casi
está... —tu voz está entrecortada por el esfuerzo.
Es algo
mágico y nuevo para mí. Fuertes sacudidas comienzan a agitar toda mi
existencia.
—Ya lo
tengo... —exhalas.
Pero algo no
va bien. El cuerpo que encierro está perdiendo temperatura y no tarda en
separarse de ti.
—¡Mira que
eres torpe, Manolo! —una voz femenina te recrimina con desprecio y decepción.
—Yo... yo...
—balbuceas nervioso. Pareces sentirte culpable y avergonzado, pero tu gesto no
tarda en cambiar. Tu orgullo ha quedado herido y estallas en uno de esos
berrinches que exhibes a diario cada vez que discutes con tu mujer— ¡La culpa
es tuya!, ¡Ya lo tenía, pero como siempre, tienes que ser una puta impaciente y
joderlo todo!
—¡No sé para
qué lo seguimos intentando si ni siquiera eres capaz de desabrochar un
sujetador! —estos reproches serán las últimas palabras que ella articulará esta
noche, y el portazo que das al salir lo último que podré atestiguar de ti hoy,
pues ella no pierde el tiempo en enfundarse de nuevo en su vestido,
confinándome una vez más a mi oscura prisión de seda.
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